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You may copy it, give it away or -re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included -with this eBook or online at www.gutenberg.org/license - - -Title: Cuentos de amor - -Author: Emilia Pardo Bazán - -Release Date: September 9, 2017 [EBook #55514] - -Language: Spanish - -Character set encoding: UTF-8 - -*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK CUENTOS DE AMOR *** - - - - -Produced by Chuck Greif and the Online Distributed -Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This book was -produced from scanned images of public domain material -from the Google Books project.) - - - - - - - - - - - OBRAS COMPLETAS - - DE - - EMILIA PARDO BAZAN - - CONDESA DE PARDO BAZÁN - - TOMO 16 - - - - - EMILIA PARDO BAZAN - - CONDESA DE PARDO BAZAN - - OBRAS COMPLETAS.--TOMO 16 - - - CUENTOS DE AMOR - - [Illustration: colofón] - - ADMINISTRACION - - _Calle de San Bernardo, 37, principal_ - - MADRID - - - - - Es propiedad. - - Queda hecho el depósito - que marca la ley. - - - R. Velasco, impresor, Marqués de Santa Ana, 11 - - - - -PREFACIO - - -Tranquilízate, lector: no se trata de un prólogo grave pegado á un libro -de entretenimiento, lastre de plomo de algo tan leve como el ala de la -mariposa: sólo encontrarás aquí unas cuantas advertencias, por otra -parte innecesarias si para mí no rigiesen distintas leyes que para los -demás autores, y si en mí no se calificase de delito lo que en ellos es -acción indiferente, cuando no gracia merecedora de aplauso. - -No ignorarás que he escrito á estas fechas gran número de cuentos, pero -acaso te sorprenda si digo que pasan de cuatrocientos, y á todo correr -se acercan á quinientos ya. No pocos, antes de ser recogidos en volumen, -andan vertidos á varias lenguas en tierras muy lejanas, á pesar del -descuido de una autora que no por indiferencia ni por desdén, sino por -falta de tiempo, suele no contestar á las amables cartas de sus -bondadosos traductores. - -De estos cuatrocientos y pico de cuentos hay tres ó cuatro de los -cuales se murmuró; para decir más verdad, de quien se murmuró no fué de -ellos, sino de mí, negándome la propiedad del asunto. Ninguno de los -incluídos en el presente volumen ha sido discutido, que yo sepa, en -concepto tal; pero me adelanto, lector, á advertirte que tres de los que -aquí te ofrezco no son míos por el asunto, y cinco ó seis tampoco son -patrimonio de mi inventiva, sino narraciones de casos auténticos y -reales--lo que Fernán Caballero llamaba _sucedidos_.--Yo los vestí y -arreglé á mi manera, unas veces por gusto y capricho, otras, sobre todo -cuando se trata de sucesos recientes, por respetos á la vida privada -ajena. - -Al ver la luz en _El Imparcial_ el cuento titulado _La sirena_, consigné -en nota que su asunto estaba tomado de un lindo y breve apólogo de -Leopoldo Trenor, _La gata blanca_. Después hubo quien me aseguró que el -apólogo, á su vez, se funda en una poesía alemana. No he podido -comprobar la aserción, y queda rectificada de antemano, si fuese -inexacta y si el señor Trenor, en vez de hacer como yo hice, hubiese -concebido la idea primera del apólogo. - -_La cabellera de Laura_ es libre glosa de un _ejemplo_ que refiere el -franciscano Padre Juan Laguna en sus _Casos raros de vicios y virtudes -para escarmiento de pecadores_.--_Mi suicidio_ y _Cuento soñado_, son -pensamientos que me sugirió platicando el ilustre y venerable Campoamor; -y aunque él, á fuer de opulento, no reclamaría nunca esas dos perlitas, -me complazco en agradecerle el donativo y en pedirle excusas por el -engarce. - -Y pues se trata de perlas, vamos á _La perla rosa_. Verdaderamente me -asombra, lector entendido, que mis vigilantes aduaneros y agentes del -resguardo no hayan gritado _¡matute!_ cuando inserté ese cuento en _El -Liberal_. Me denuncio, ya que ellos se duermen. A los pocos meses de -aparecer en _El Liberal La perla rosa_, ví en el mismo diario un _cuento -ajeno_, firmado por _León de Tinseau_, y titulado _La perla negra_, que, -además de la semejanza del título, ofrecía coincidencias de asunto. En -ambos cuentos, la pérdida de una perla descubre la falta de una mujer. -Leído el cuento de Tinseau, tuve esperanzas de que fuese posterior en -fecha al mío, y escribí á Miguel Moya rogándole me dijese dónde lo había -encontrado. Al saber que en un libro que lleva por epígrafe _Mon oncle -Alcide_, lo encargué á Francia, y ví que estaba impreso hacía tres ó -cuatro años. Por lo tanto, á la letra, yo soy quien ha aprovechado una -idea de Tinseau. Los que no den crédito á mi afirmación de que ni -sospechaba la existencia de _La perla negra_ cuando escribí _La perla -rosa_, dueños son de afirmar á su vez que ésta es hija de aquélla. Sin -falsa modestia, debo añadir que _La perla rosa_ tiene mejor oriente. - -Con igual sinceridad declaro que si el cuento de Tinseau resultase -escrito después que el mío, no por eso creería yo á ojos cerrados que -era imitación ó copia. Algún celebrado escritor español podría -atestiguar que no padezco la obsesión de tomar las coincidencias -fortuitas por atentados contra mi propiedad; algún francés podría dar fe -de lo mismo. Ideas análogas se les ocurren á escritores contemporáneos -sujetos á influencias similares, y no lo dudará nadie que conozca la -historia literaria. No insisto, porque he prometido no cansarte, lector, -al menos á sabiendas. - -Supongo que no necesita apología el hecho de que varios cuentos míos se -funden en sucesos reales. Las corrientes vienen y van; hace veinte años, -tal vez incurriría en censura de los doctores de la iglesia crítica, no -por basar en la realidad ciertos cuentos, sino por inventar de pies á -cabeza la inmensa mayoría de los que escribo. Ambos procedimientos, á mi -entender, son igualmente lícitos, como lo es el refundir asuntos ya -tratados, ó el buscarlos en la tradición y la sabiduría popular ó -_folklore_. No hay género más amplio y libre que el cuento; no hay, -entre los más insignes, cuentista algo fecundo que no explote todas las -canteras y filones, empezando por el de su propia fantasía y siguiendo -por los variadísimos que le ofrecen las literaturas antiguas y modernas, -escritas y orales. De chascarrillos que corrían de boca en boca se hizo -recientemente un libro, redactado por ilustres escritores, y en el -Prólogo que lo encabeza, una pluma famosísima consignó el principio de -que al cuentista le basta la propiedad de la forma de que sabe revestir -el cuento más resobado, trillado y vulgar. El principio estaba ya -sancionado por la práctica, y no era necesario el nuevo ejemplo para -legitimar lo que de tiempo inmemorial venía practicándose. - -Por otra parte, quizás nunca como ahora ha sobreabundado la invención en -los cuentistas. Antaño era usual apoderarse de una colección de apólogos -ó fábulas orientales--persas ó chinas, árabes ó indianas--y, sin más -ceremonias, traduciéndolas y adaptándolas en lenguaje castizo, se -graduaba un escritor de cuentista y de moralista. El cuento literario -original es relativamente novísimo en las literaturas occidentales: -procede de la transformación de la poesía épico-lírica, y tiene -precedentes, no sólo en los _fabliaux_ y en los ejemplos de los libros -devotos (aun hoy mina inagotable para el cuentista) sino en ciertas -composiciones poéticas con argumento; verbi-gracia, las _Cantigas_ de -Alfonso el Sabio y las baladas alemanas. Noto particular analogía entre -la concepción del cuento y la de la poesía lírica: una y otra son -rápidas como un chispazo, y muy intensas--porque á ello obliga la -brevedad, condición precisa del _cuento_.--Cuento original que no se -concibe de súbito, no cuaja nunca. Días hay--dispensa, lector, estas -confidencias íntimas y personales--en que no se me ocurre ni un mal -asunto de cuento, y horas en que á docenas se presentan á mi imaginación -asuntos posibles, y al par siento impaciencia de trasladarlos al papel. -Paseando ó leyendo; en el teatro ó en ferrocarril; al chisporroteo de la -llama en invierno y al blando rumor del mar en verano, saltan ideas de -cuentos con sus líneas y colores, como las estrofas en la mente del -poeta lírico, que suele concebir de una vez el pensamiento y su forma -métrica. De las ideas que en tropel me acuden, no aprovecho la mitad; -desecho infinitas, no sólo por creerlas desde el primer instante -indignas de vivir, sino porque algunas me parecen atrevidas, peligrosas -y capaces de horripilarte, ¡oh lector no siempre benévolo! Si esto pasa -con las ideas de cosecha propia, en mayor proporción quizás acontece con -las que me sugieren los libros viejos, y sobre todo, las que se fundan -en datos de la vida real. Por fuerte y viva que supongamos la fantasía -de un escritor, jamás llega al límite de la realidad posible. Cuanto -pudiésemos fingir, queda muy por bajo de lo verdadero. Llamamos -inverosímil á lo inusitado; pero no hay acaecimiento extraño, -monstruoso, espeluznante y peregrino que no conozcamos por la realidad. -Lo saben los de mi profesión: nunca se puede incorporar á la literatura -toda la verdad observada, so pena de ser tildado de extravagante, de -escritor descabellado y de bárbaro sin gusto ni delicadeza; y sin -embargo, las mayores osadías y crudezas de la pluma, aunque sea de -hierro y la mojemos en ácido sulfúrico, son blandenguerías para lo que -escribe en caracteres de fuego la realidad tremenda. - -He observado el estremecimiento del público ante ciertos cuentos -verdaderos. Ahí están, para ejemplo en el presente tomo, _Los buenos -tiempos_ y _Sor Aparición_. De _Sor Aparición_ se espantó mucha gente. -Releo el cuento despacio y no puedo explicarme tal horror, sino por la -crueldad de lo real que palpita en él. La narración pienso que está -hecha en términos bien honestos, con el mayor recato y decoro posible; -además, he modificado la historia, y presentado á la infeliz enamorada -del burlador Camargo cuando ejercita la más rigurosa y ejemplar -penitencia. Tantos años de mortificación y de lágrimas la impuse, que -deben bastar para sosiego del más asombradizo. La verdad estricta es que -ignoro el paradero de la víctima de esa broma infame, dada por uno de -nuestros mayores poetas románticos. No sé si entró en un convento, si se -entregó á la disipación, ó si vegetó en la indiferencia; pero me ha -parecido que, dentro de la concepción ideal del cuento, tenía que expiar -su yerro para ennoblecer su desventura. Y cátate que, así y todo, -bastante gente se persignó, como se persignó al leer _Los buenos -tiempos_, historia trágica de la cual se conservan testimonios y -recuerdos todavía. Acaso el público sea hoy mas nervioso é impresionable -que en otras épocas; sólo así se comprende que de libros de devoción -clásicos y venerables no se pueda extraer un cuento sin que se alborote -el cotarro y se desquicie la bóveda celeste. De esto volveremos á -hablar, oh lector, cuando publique mis _Cuentos sacro-profanos_. - - EMILIA PARDO BAZÁN. - - - - -El amor asesinado - - -Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de -zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarla punto -de reposo. - -Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que -sujeta al alma á los lugares donde por primera vez se nos aparece el -Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió á -la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante -se deslizó en el saquillo de mano, y por último, en los bolsillos de la -viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita -maliciosa y la decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo -de ti. Vamos juntos». - -Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien -resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por -guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y -claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, -un anochecer que se asomó agobiada de tedio á mirar el campo y á gozar -la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en -la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con -agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente,--sólo consiguió Eva que -el Amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del -tejado ó por el agujero de la llave. - -Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, -creyéndose á salvo de atrevimientos y demasías: mas no contaba con lo -ducho que es en tretas y picardigüelas el Amor. El muy maldito se -disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca -y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, -con una fiebre muy semejante á la que causa la atmósfera sobresaturada -de oxígeno. - -Ya fuera de tino, desesperando de poder tener á raya al malvado Amor, -Eva comenzó á pensar en la manera de librarse de él definitivamente, á -toda costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el -Amor y Eva, la lucha era á muerte, y no importaba el cómo se vencía, -sino sólo obtener la victoria. - -Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque poseía -instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de -engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de -suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor, -y desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole. - -Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de -miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y -dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y -mimosas, en voz velada por la emoción, de notas más melodiosas que las -del agua cuando se destrenza sobre guijas ó cae suspirando en morisca -fuente. - -Y el Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado -como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como -varón vigoroso. - -Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle -golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le -vió calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó á -extrangularle, apretándole la garganta con rabia y brío. - -Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves -instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor -aquél! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía -una lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de -su boca purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones -mondados de sus dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus -azules pupilas, entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa -de los últimos instantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicas -proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva -notó ganas de llorar... - -No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada, -libre... Y cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos -enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía, -del quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante. - -Al fin Eva soltó á su víctima y la contempló... El Amor ni respiraba ni -se rebullía: estaba muerto,--tan muerto como mi abuela. - -Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un dolor -terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que -ascendía á su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente -su pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía... - -El Amor, á quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su mismo -corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado. - - - - -El viajero - - -Fría, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la -lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos ó -tres veces que Marta se había atrevido á acercarse á su ventana por ver -si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y -la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que -parecía echar abajo la casa. - -Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta -distintamente que llamaban á su puerta, y percibió un acento plañidero y -apremiante que la instaba á abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba -á Marta desoirlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino -honrado se atreve á echarse á la calle, sólo los malhechores y los -perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de -aventuras y presa. Marta debió haber reflexionado que el que posee un -hogar, fuego en él, y á su lado una madre, una hermana, una esposa que -le consuele, no sale en el mes de Enero y con una tormenta desatada, ni -llama á puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas -honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora -mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve -para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se -había quedado zaguera según costumbre, y el impulso de la piedad, el -primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, al -través del postigo, preguntase compadecida: «¿Quién llama?» Voz de tenor -dulce y vibrante respondió en tono persuasivo: «Un viajero.» Y la -bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la -tranca, descorrió el cerrojo y dió vuelta á la llave, movida por el -encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce. - -Entró el viajero, saludando cortesmente; y quitándose con gentil -desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y desembozándose la -capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y tomó asiento -cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Esta apenas se atrevía á -mirarle, porque en aquel punto la consabida tardía reflexión empezaba á -hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero que -llama, es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse á levantar los -ojos, vió de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle, -descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de señor acostumbrado al -mando y á ocupar alto puesto. Sintióse Marta encogida y llena de -confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido y la decía cosas -halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían más; y á fin de -disimular su turbación, se dió prisa á servir la cena y ofrecer al -viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese á dormir. - -Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el -sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba -para que se ausentase el huésped. Y sucedió que éste, cuando bajó, ya -descansado y sonriente, á tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni -tampoco á la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida -y embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle que -ella no era mesonera de oficio. - -Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más dueño -ni más amo que aquel viajero á quien en una noche tempestuosa tuvo la -imprevisión de acoger. El mandaba, y Marta obedecía sumisa, muda, veloz -como el pensamiento. - -No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía -en continua zozobra y pena. He calificado de amo al viajero, y tirano -debí llamarle, pues sus caprichos despóticos y su inconstante humor -traían á Marta medio loca. Al principio el viajero parecía obediente, -afectuoso, zalamero, humilde; pero fué creciéndose y tomando fueros, -hasta no haber quien le soportase. Lo peor de todo era que nunca podía -Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa, -cuando menos debía temerse ó esperarse, estaba frenético ó contentísimo, -pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa á la -rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos é insensatos, -que á los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en -placideces angelicales; ya se emperraba como un chico, ya se desesperaba -como un hombre; ya hartaba á Marta de improperios, ya la prodigaba los -nombres más dulces y las ternezas más rendidas. - -Sus extravagancias eran á veces tan insufribles, que Marta, con los -nervios de punta, el alma de través y el corazón á dos dedos de la boca, -maldecía el fatal momento en que dió acogida á su terrible huésped. Lo -malo es que cuando justamente Marta, apurada la paciencia, iba á saltar -y á sacudir el yugo, no parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón -con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo -olvidaba instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce -de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones. - -¡Qué en olvido las tenía puestas,... cuando el huésped, á medias -palabras y con precauciones y rodeos, anunció que _ya_ había llegado la -ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas lentas -que la arrancó la desesperación cayeron sobre las manos del viajero, -que sonreía tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas consoladoras, -promesas de escribir, de volver, de recordar. Y como Marta, en su -amargura, balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor dulce -y vibrante, alegó por vía de disculpa: «Bien te dije, niña, que soy un -viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo.» Y -habéis de saber que sólo al oir esta declaración franca, sólo al sentir -que se desgarraban las fibras más íntimas de su ser, conoció la -inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor, y que había -abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe. - -Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender á lagrimitas está -él!), sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de -sí, el Amor se fué, embozado en su capa, ladeado el chambergo--cuyas -plumas, secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente--en busca -de nuevos horizontes, á llamar á otras puertas mejor trancadas y -defendidas. Y Marta quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de sustos, -de temores, de alarmas, y entregada á la compañía de la grave y -excelente reflexión, que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde. No -sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que -las noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se -estrella contra los vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón, -que la duele á fuerza de latir apresurado, no cesa de prestar oído, por -si llama á la puerta el huésped. - - - - -El corazón perdido - - -Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo -un objeto rojo: me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí -cuidadosamente. Debe de habérsele perdido á alguna mujer--pensé al -observar la blandura y delicadeza de la tierna víscera que, al contacto -de mis dedos, palpitaba como si estuviese todavía dentro del pecho de su -dueña.--Lo envolví con esmero en un blanco paño, lo abrigué, lo escondí -bajo mi ropa, y me dediqué á averiguar quien era la mujer que había -perdido el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos -maravillosos anteojos, que permitían ver, al través del corpiño, de la -ropa interior, de la carne y de las costillas--como por esos relicarios -que son el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de -cristal--el lugar que ocupa el corazón. - -Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente á la -primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro! la mujer no tenía corazón. Ella -debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fué que, -al decirla yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba á sus -órdenes por si gustaba recogerlo, la mujer indignada juró y perjuró que -no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo -sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la -terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda, -seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad, -el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta -tenía corazón! Y cuando la ofrecí respetuosamente el que yo llevaba -guardadito, menos aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un -modo grave suponer que ó la faltaba el corazón, ó era tan descuidada que -había podido perderlo así en la vía pública sin que lo advirtiese. - -Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas -y pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y á todas las eché los -anteojos y en todas noté que del corazón sólo tenían el sitio, pero que -el órgano, ó no había existido nunca, ó se había perdido tiempos atrás. -Y todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el corazón -de que carecían, negábanse á aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya -porque sin él se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban -injuriadas por la oferta, ya porque no se atrevían á arrostrar el -peligro de poseer un corazón.--Iba desesperando de restituir á un pecho -de mujer el pobre corazón abandonado, cuando por casualidad, con ayuda -de mis prodigiosos lentes, acerté á ver que pasaba por la calle una niña -pálida, y en su pecho ¡por fin! distinguí un corazón, un verdadero -corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé por qué--pues -reconozco que era un absurdo brindar corazón á quien lo tenía tan vivo y -tan despierto--se me ocurrió hacer la prueba de presentarla el que -habían desechado todas; y he aquí que la niña, en vez de rechazarme como -las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en mi fatiga, iba -á dejar otra vez caído sobre los guijarros. - -Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida -aún: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta -la médula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la -amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el amor, los celos, todo -era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse á -suprimir uno de sus dos corazones, ó los dos á un tiempo, diríase que se -complacía en vivir doble vida espiritual queriendo, gozando y sufriendo -por duplicado, sumando impresiones de esas que bastan para extinguir la -vida. La criatura era como vela encendida por los dos cabos, que se -consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su -lecho de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un -pajarillo, vinieron los médicos y aseguraron que, lo que la arrebataba -de este mundo era la ruptura de un aneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!) -supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se había muerto -por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho á un corazón perdido -en la calle. - - - - -Mi suicidio - - -A Campoamor. - - -Muerta _ella_; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba -que aun me parecía ver con sus doradas molduras de antipático brillo, -¿qué me restaba en el mundo ya? En ella cifraba yo mi luz, mi regocijo, -mi ilusión, mi delicia toda... y desaparecer así, de súbito, arrebatada -en la flor de su juventud y de su seductora belleza, era tanto como -decirme con melodiosa voz--la voz mágica, la voz que vibraba en mi -interior produciendo acordes divinos: «Pues me amas, sígueme.» - -¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, á la altura -de mi dolor, y el remedio para el eterno abandono á que me condenaba la -adorada criatura huyendo á lejanas regiones. Seguirla, reunirme con -ella, sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre... y estrecharla -delirante, exclamando: «Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin tí? Mira -como he sabido buscarte y encontrarte y evitar que de hoy más nos separe -poder alguno de la tierra ni del cielo.» - - * * * * * - -Determinado á realizar mi propósito, quise verificarlo en aquel mismo -aposento donde se deslizaron insensiblemente tantas horas de ventura, -medidas por el suave ritmo de nuestros corazones... Al entrar olvidé la -desgracia, y pareciome que _ella_, viva y sonriente, acudía como otras -veces á mi encuentro, levantando la cortina para verme más pronto, y -dejando irradiar en sus pupilas la bienvenida, y en sus mejillas el -arrebol de la felicidad.--Allí estaba el amplio sofá donde nos -sentábamos tan juntos como si fuese estrechísimo; allí la chimenea hacia -cuya llama tendía los piececitos, y á la cual yo, envidioso, los -disputaba abrigándolos con mis manos, donde cabían holgadamente; allí la -butaca donde se aislaba, en los cortos instantes de enfado pueril que -duplicaban el precio de las reconciliaciones; allí la gorgona de irisado -vidrio de Salviati, con las últimas flores, ya secas y pálidas, que su -mano había dispuesto artísticamente para festejar mi presencia... Y -allí, por último, como maravillosa resurrección del pasado, -inmortalizando su adorable forma, ella, ella misma... es decir, su -retrato, su gran retrato de cuerpo entero, obra maestra de célebre -artista, que la representaba sentada, vistiendo uno de mis trajes -preferidos, la sencilla y cándida bata de blanca seda que la envolvía -en una nube de espuma. Y era su actitud familiar, y eran sus ojos verdes -y lumínicos que me fascinaban, y era su boca entreabierta, como para -exclamar, entre halago y reprensión, el «¡qué tarde vienes!» de la -impaciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos, que se ceñían á mi -cuello como la ola al tronco del náufrago, y era, en suma, el fidelísimo -trasunto de los rasgos y colores, al través de los cuales me había -cautivado un alma; imagen encantadora que significaba para mí lo mejor -de la existencia... Allí, ante todo cuanto me hablaba de ella y me -recordaba nuestra unión; allí, al pie del querido retrato, -arrodillándome en el sofá, debía yo apretar el gatillo de la pistola -inglesa de dos cañones--que lleva en su seno el remedio de todos los -males y el pasaje para arribar al puerto donde _ella_ me -aguardaba...--Así no se borraría de mis ojos ni un segundo su efigie: -los cerraría mirándola, y volvería á abrirlos, viéndola no ya en -pintura, sino en espíritu... - -La tarde caía; y como deseaba contemplar á mi sabor el retrato al apoyar -en la sien el cañón de la pistola, encendí la lámpara y todas las bujías -de los candelabros. Uno de tres brazos había sobre el _secreter_ de palo -de rosa con incrustaciones, y al acercar al pábilo el fósforo, se me -ocurrió que allí dentro estarían mis cartas, mi retrato, los recuerdos -de nuestra dilatada é íntima historia. Un vivaz deseo de releer aquellas -páginas me impulsó á abrir el mueble. - -Es de advertir que yo no poseía cartas de ella: las que recibía -devolvíalas una vez leídas, por precaución, por respeto, por -caballerosidad. Pensé que acaso ella no había tenido valor para -destruirlas, y que de los cajoncitos del secreter volvería á alzarse su -voz insinuante y adorada, repitiendo las dulces frases que no habían -tenido tiempo de grabarse en mi memoria. No vacilé--¿vacila el que va á -morir?--en descerrajar con violencia el primoroso mueblecillo. Saltó en -astillas la cubierta, y metí la mano febrilmente en los cajoncitos, -revolviéndolos ansioso. - -Sólo en uno había cartas.--Los demás los llenaban cintas, joyas, -dijecillos, abanicos y pañuelos perfumados.--El paquete, envuelto en un -trozo de rica seda brochada, lo tomé muy despacio, lo palpé como se -palpa la cabeza del ser querido antes de depositar en ella un beso, y -acercándome á la luz, me dispuse á leer. Era letra de ella: eran sus -queridas cartas. Y mi corazón agradecía á la muerta el delicado -refinamiento de haberlas guardado allí, como testimonio de su pasión, -como codicilo en que me legaba su ternura. - -Desaté, desdoblé, empecé á deletrear... Al pronto creía recordar las -candentes frases, las apasionadas protestas y hasta las alusiones á -detalles íntimos, de esos que sólo pueden conocer des personas en el -mundo. Sin embargo, á la segunda carilla, un indefinible malestar, un -terror vago, cruzaron por mi imaginación, como cruza la bala por el aire -antes de herir. Rechacé la idea; la maldije; pero volvió, volvió... y -volvió apoyada en los párrafos de la carilla tercera, donde ya -hormigueaban rasgos y pormenores imposibles de referir á mi persona y á -la historia de mi amor... A la cuarta carilla, ni sombra de duda pudo -quedarme: la carta se había escrito á otro, y recordaba otros días, -otras horas, otros sucesos, para mí desconocidos... - -Repasé el resto del paquete; recorrí las cartas una por una, pues -todavía la esperanza terca me convidaba á asirme de un clavo ardiendo... -Quizá las demás cartas eran las mías, y sólo aquella se había deslizado -en el grupo como aislado memento de una historia vieja y relegada al -olvido... Pero al examinar los papeles; al descifrar, frotándome los -ojos, un párrafo aquí y otro acullá, hube de convencerme: ninguna de las -epístolas que contenía el paquete había sido dirigida á mí... Las que yo -recibí y restituí con religiosidad, probablemente se encontraban -incorporadas á la ceniza de la chimenea; y las que, como un tesoro, -_ella_ había conservado siempre, en el oculto rincón del secreter, en el -aposento testigo de nuestra ventura... señalaban, tan exactamente como -la brújula señala el norte, la dirección verdadera del corazón que yo -juzgara orientado hacia el mío... ¡Más dolor, más infamia! De los -terribles párrafos, de las páginas surcadas por rengloncitos de una -letra que yo hubiese reconocido entre todas las del mundo saqué en -limpio que _tal vez_... al _mismo tiempo_ ó _muy poco antes_... Y una -voz irónica gritábame al oído: «Ahora sí... ahora sí que debes -suicidarte, desdichado!» - -Lágrimas de rabia escaldaron mis pupilas; me coloqué, según había -resuelto, frente al retrato; empuñé la pistola, alcé el cañón... y -apuntando fríamente, sin prisa, sin que me temblase el pulso... con los -dos tiros... reventé los dos verdes y lumínicos ojos, que me -fascinaban. - - - - -La última ilusión de don Juan - - -Las gentes superficiales, que nunca se han tomado el trabajo de observar -al microscopio la complicada mecánica del corazón, suponen buenamente -que á don Juan, el precoz libertino, el burlador sempiterno, le bastan -para su satisfacción los sentidos y á lo sumo la fantasía, y que no -necesita ni gasta el inútil lujo del sentimiento, ni abre nunca el -dorado ajimez donde se asoma el espíritu para mirar al cielo cuando el -peso de la tierra le oprime. Y yo os digo en verdad que eses gentes -superficiales se equivocan de medio á medio y son injustas con el pobre -don Juan, á quien sólo hemos comprendido los poetas, los que tenemos el -alma inundada de caridad y somos perspicaces... cabalmente porque, -cándidos en apariencia, creemos en muchas cosas. - -A fin de poner la verdad en su punto, os contaré la historia de cómo -alimentó y sostuvo don Juan su última ilusión... y cómo vino á -perderla. - -Entre la numerosa parentela de don Juan--que dicho sea de paso, es -hidalgo como el Rey--se cuentan unas primitas provincianas muy -celebradas de hermosas. La más joven, Estrella, se distinguía de sus -hermanas por la dulzura del carácter, la exaltación de la virtud y el -fervor de la religiosidad, por lo cual en su casa la llamaban _la -beatita_. Su rostro angelical no desmentía las cualidades del alma: -parecíase á una Virgen de Murillo, de las que respiran honestidad y -pureza (porque algunas, como la morena _de la servilleta_, llamada -_Refitolera_, sólo respiran juventud y vigor). Siempre que el humor -vagabundo de don Juan le impulsaba á darse una vuelta por la región -donde vivían sus primas, iba á verlas, frecuentaba su trato, y pasaba -con Estrella pláticas interminables. Si me preguntáis qué imán atraía al -perdido hacia la santa, y más aún á la santa hacia el perdido, os diré -que era quizás el mismo contraste de sus temperamentos... y después de -esta explicación, nos quedaremos tan enterados como antes. - -Lo cierto es que mientras don Juan galanteaba por sistema á todas las -mujeres, con Estrella hablaba en serio, sin permitirse la más mínima -insinuación atrevida; y que mientras Estrella rehuía el trato de todos -los hombres, veníase á la mano de don Juan como la mansa paloma, -confiada, segura de no mancharse el plumaje blanco. Las conversaciones -de los primos podía oirlas el mundo entero: después de horas de charla -inofensiva, reposada y dulce, levantábanse tan dueños de sí mismos, tan -tranquilos, tan venturosos, y Estrella volaba á la cocina ó á la -despensa á preparar con esmero algún plato de los que sabía que -agradaban á don Juan. Saboreaba éste, más que las golosinas, el mimo con -que se las presentaban, y la frescura de su sangre y la anestesia de sus -sentidos le hacían bien, como un refrigerante baño al que caminó largo -tiempo por abrasados arenales. - -Cuando don Juan levantaba el vuelo, yéndose á las grandes ciudades en -que la vida es fiebre y locura, Estrella le escribía difusas cartas, y -él contestaba en pocos renglones,--pero siempre.--Al retirarse á su casa -al amanecer, tambaleándose, aturdido por la bacanal ó vibrantes aún sus -nervios de las violentas emociones de la profana cita; al encerrarse -para mascar, entre risa irónica, la hiel de un desengaño--porque también -don Juan los cosecha;--al prepararse al lance de honor templando la -voluntad para arrostrar impávido la muerte; al reir, al blasfemar, al -derrochar su mocedad y su salud cual pródigo insensato de los mejores -bienes que nos ofrece el cielo, don Juan reservaba y apartaba, como se -aparta el dinero para una ofrenda á Nuestra Señora, diez minutos que -dedicar á Estrella. En su ambición de cariño, aquella casta consagración -de un ser tan delicado y noble representaba el sorbo de agua que se bebe -en medio del combate y restituye al combatiente fuerzas para seguir -lidiando. Traiciones, falsías, perfidias y vilezas de otras mujeres -podían llevarse en paciencia, mientras en un rincón del mundo alentase -el leal afecto de Estrella la beatita. A cada carta ingenua y -encantadora que recibía don Juan, soñaba el mismo sueño; se veía -caminando difícilmente por entre tinieblas muy densas, muy frías, casi -palpables, que rasgaban por intervalos la luz sulfurosa del relámpago y -el culebreo del rayo; pero allá lejos, muy lejos, donde ya el cielo se -esclarecía un poco, divisaba don Juan blanca figura velada, una mujer -con los ojos bajos, sosteniendo en la diestra una lamparita encendida y -protegiéndola con la izquierda. Aquella luz no se apagaba jamás. - -En efecto, corrían años; don Juan se precipitaba más, despeñado por la -pendiente de su delirio, y las cartas continuaban con regularidad -inalterable, impregnadas de igual ternura latente y serena. Eran tan -gratas á don Juan estas cartas, que había determinado no volver á ver á -su prima nunca, temeroso de encontrarla desmejorada y cambiada por el -tiempo, y no tener luego ilusión bastante para sostener la -correspondencia. A toda costa deseaba eternizar su ensueño, ver siempre -á Estrella con rostro murillesco, de santita virgen de veinte años. Las -epístolas de don Juan, á la verdad, expresaban vivo deseo de hacer á su -prima una visita, de renovar la charla sabrosa; pero como nadie le -impedía á don Juan realizar este propósito, hay que creer, pues no lo -realizaba, que no debía de apretarle mucho. - -Eran pasados dos lustros, cuando un día recibió don Juan, en vez del -ancho pliego acostumbrado, escrito por las cuatro carillas y cruzado -después, una esquelita sin cruzar, grave y reservada en su estilo, y en -que hasta la letra carecía del abandono que imprime la efusión del -espíritu guiando la mano y haciéndola acariciar, por decirlo así, el -papel. ¡Oh mujer, oh agua corriente, oh llama fugaz, oh soplo de aire! -Estrella pedía á don Juan que ni se sorprendiese ni se enojase, y le -confesaba que iba á casarse muy pronto... Se había presentado un novio á -pedir de boca, un caballero excelente, rico, honrado, á quien el padre -de Estrella debía atenciones sin cuento; y los consejos y exhortaciones -de _todos_ habían decidido á la santita,--que esperaba, con la ayuda de -Dios, ser dichosa en su nuevo estado y ganar el cielo. - -Quedó don Juan absorto breves instantes; luego arrugó el papel y lo -lanzó con desprecio á la encendida chimenea. ¡Pensar que si alguien le -hubiese dicho dos horas antes que podía casarse Estrella, al tal le -hubiese tratado de bellaca calumniador! ¡Y se lo participaba ella misma, -sin rubor, como el que cuenta la cosa más natural y lícita del mundo! - -Desde aquel día don Juan, el alegre libertino, ha perdido su última -ilusión; su alma va peregrinando entre sombras, sin ver jamás el -resplandorcito de la lámpara suave que una virgen protege con la mano; y -el que aún tenía algo de hombre, es solo fiera, con dientes para morder -y garras para destrozar sin misericordia. Su profesión de fe es una -carcajada cínica, su amor un latigazo que quema y arranca la piel -haciendo brotar la sangre... - -Me diréis que la santita tenía derecho á buscar felicidades reales y -goces siempre más puros que los que libaba sin tregua su desenfrenado -ídolo. Y acaso diréis muy bien, según el vulgar sentido común y la enana -razoncilla práctica. ¡Que esa enteca razón os aproveche! En el sentir de -los poetas, menos malo es ser galeote, del vicio que desertor del ideal. -La santita pecó contra la poesía y contra los sueños divinos del amor -irrealizable.--Don Juan, creyendo en su abnegación eterna, era, de los -dos, el verdadero soñador. - - - - -Desquite - - -Trifón Liliosa nació raquítico y contrahecho, y tuvo la malaventura de -no morirse en la niñez. Con los años creció más que su cuerpo su -fealdad, y se desarrolló su imaginación combustible, su exaltado amor -propio y su nervioso temperamento de artista y de ambicioso. A los -quince, Trifón, huérfano de madre desde la cuna, no había escuchado una -palabra cariñosa; en cambio había aguantado innumerables torniscones, -sufrido continuas burlas y desprecios, y recibido el apodo de -_Fenómeno_; á los diez y siete se escapaba de su casa, y, aprovechando -lo poco que sabía de música, se contrataba en una murga, en una orquesta -después. Sus rápidos adelantos le entreabrieron el paraíso: esperó -llegar á ser un compositor genial, un Weber, un Listz. Adivinaba en toda -su plenitud la magnificencia de la gloria, y ya se veía festejado, -aplaudido, olvidada su deformidad, disimulada y cubierta por un haz de -balsámicos laureles. La edad viril--¿pueden llamarse así los treinta -años de un escuerzo?--disipó estas quimeras de la juventud. Trifón -Liliosa hubo de convencerse de que era uno de los muchos llamados y no -escogidos; de los que ven cercana la tierra de promisión, pero no llegan -nunca á pisar sus floridos valles. La pérdida de ilusiones tales deja el -alma muy negra, muy ulcerada, muy venenosa. Cuando Trifón se resignó á -no pasar nunca de maestro de música á domicilio, tuvo un ataque de -ictericia tan cruel, que la bilis le rebosaba hasta por los amarillentos -ojos. - -Lecciones le salían á docenas, no sólo porque era en realidad un -excelente profesor, sino porque tranquilizaba á los padres su ridícula -facha y su corcova. ¿Qué señorita, ni la más impresionable, iba á correr -peligro con aquel macaco, cuyo talle era un jarrón, cuyas manos -desproporcionadas parecían, al vagar sobre las teclas, arañas pálidas á -medio despachurrar? Y se lo espetó en su misma cara, sin reparo -alguno--al llamarle para enseñar á su hija canto y piano,--la madre de -la linda María Vega. Sólo á un sujeto «así como él», le permitiría -acercarse á niña tan candorosa y tan sentimental. ¡Mientras mayor -inocencia en las criaturas, más prudencia y precaución en las madres! - -Con todo, no era prudente, y menos aún delicada y caritativa la -franqueza de la señora. Nadie debe ser la gota de agua que hace -desbordar el vaso de amargura, y por muy convencido que esté de su -miseria el miserable, recia cosa es arrojársela al rostro. Pensó sin -duda la inconsiderada señora que Trifón, habiéndose mirado al espejo, -sabría de sobra que era un monstruo; y ciertamente, Trifón se había -mirado y conocía su triste catadura; y así y todo le hirió, como hiere -el insulto cobarde, la frase que le excluía del número de los hombres; y -aquella noche misma, revolviéndose en su frío lecho, mordiendo de rabia -las sábanas, decidió entre sí: «Esta pagará por todas: ésta será mi -desquite. ¡La necia de la madre, que sólo ha mirado mi cuerpo, no sabe -que con el espíritu se puede seducir á las mujeres que tienen espíritu -también!» - -Al día siguiente empezaron las lecciones de María, que era en efecto una -niña celestial, fina y lánguida como una rosa blanca, de esas que para -marchitarlas basta un soplo de aire. Acostumbrado Trifón á que sus -discípulas sofocasen la carcajada cuando le veían por primera vez, notó -que María, al contrario, le miraba con lástima infinita, y la piedad de -la niña, en vez de conmoverle, ahincó su resolución implacable. Bien -fácil le fué observar que la nueva discípula poseía un alma delicada, -una exquisita sensibilidad, y la música producía en ella impresión -profunda, humedeciéndose sus azules ojos en las páginas melancólicas, -mientras las melodías apasionadas apresuraban su aliento. La soledad y -retiro en que vivía hasta que se vistiese de largo y recogiese en -abultado moño su hermosa mata de pelo de un rubio de miel, la hacían -más propensa á exaltarse y á soñar. Por experiencia conocía Trifón esta -manera de ser, y cuanto predispone á la credulidad y á las aspiraciones -novelescas. Cautamente, á modo de criminal reflexivo que prepara el -atentado, observaba los hábitos de María, las horas á que bajaba al -jardín, los sitios donde prefería sentarse, los tiestos que cuidaba ella -sola; y prolongando la lección sin extrañeza ni recelo de los padres, -eligiendo la música mas perturbadora, cultivaba el ensueño enfermizo á -que María iba á entregarse. - -Dos ó tres meses hacía que la niña estudiaba música, cuando una mañana, -al pie de cierta maceta que regaba todos los días, encontró un billetito -doblado. Sorprendida, abrió y leyó. Más que declaración amorosa, era un -suave preludio de ella: no tenía firma, y el autor anunciaba que no -quería ser conocido, ni pedía respuesta alguna: se contentaba con -expresar sus sentimientos, muy apacibles y de una pureza ideal. María, -pensativa, rompió el billete; pero al otro día, al regar la maceta, su -corazón quería salirse del pecho y temblaba su mano, salpicando de -menudas gotas de agua su traje. Corrida una semana, nuevo -billete,--tierno, dulce, poético, devoto;--pasada otra más, dos pliegos -rendidos, pero ya insinuantes y abrasadores. La niña no se apartaba del -jardín, y á cada ruido del viento en las hojas pensaba ver aparecerse al -desconocido, bizarro, galán, diciendo de perlas lo que de oro escribía. -Mas el autor de los billetes no se mostraba, y los billetes -continuaban, elocuentes, incendiarios, colocados allí por invisible -mano, solicitando respuestas y esperanzas. Después de no pocas -vacilaciones, y con harta vergüenza, acabó la niña por trazar unos -renglones, que depositó en la maceta, besándola;--eran la ingenua -confesión de su amor virginal.--Varió entonces el tono de las cartas: de -respetuosas se hicieron arrogantes y triunfales; parecían un himno; pero -el incógnito no quería presentarse; temía perder lo conquistado; ¿á qué -ver la envoltura física de un alma? ¿qué le importaba á María el barro -en que se agitaba un corazón? Y María, entregado ya completamente el -albedrío á su enamorado misterioso, ansiaba contemplarle, comerle con -los ojos, segura de que sería un dechado de perfecciones, el sér más -bello de cuantos pisan la tierra. Ni cabía menos en quien de tan -expresiva manera y con tal calor se explicaba, que María, sólo con -releer los billetes, se sentía morir de turbación y gozo. Por fin, -después de muchas y muy regaladas ternezas que se cruzaron entre el -invisible y la reclusa, María recibió una epístola, que decía en -substancia: «Quiero que vengas á mí»; y después de una noche de desvelo, -zozobra, llanto y remordimiento, la niña ponía en la maceta la -contestación terrible: «Iré cuando y como quieras.» - -¡Oh! ¡Qué temblor de alegría maldita asaltó á Trifón, el monstruo, el -ridículo _Fenómeno_, al punto en que, dentro del carruaje sin faroles -donde la esperaba, recibió á María con los brazos! La completa -obscuridad de la noche--escogida, de boca de lobo--no permitía á la -pobre enamorada ni entrever siquiera las facciones del seductor... Pero, -balbuciente, desfallecida, con explosión de cariño sublime, entre -aquellas tinieblas, María pronunció bajo, al oído del ser deforme y -contrahecho, las palabras que éste no había escuchado nunca, las rotas -frases divinas que arranca á la mujer de lo más secreto de su pecho la -vencedora pasión... y una gota de humedad deliciosa, refrigerante como -el manantial que surte bajo las palmeras y refresca la arena del Sahara, -mojó la mejilla demacrada del corcovado... El efecto de aquellas -palabras, de aquella sagrada lágrima infantil, fué que Trifón, sacando -la cabeza por la ventanilla, dió en voz ronca una orden, y el coche -retrocedió, y pocos minutos después María, atónita, volvía á entrar en -su domicilio por la misma puerta del jardín que había favorecido la -fuga. - -Gran sorpresa la de los padres de María cuando se enteraron de que -Trifón no quería dar más lecciones en aquella casa; pero mayor la -incredulidad de los contados amigos que Trifón posee, cuando le oyen -decir alguna vez, torvo, suspirando y agachando la cabeza: - ---También á mí me ha querido, ¡y mucho! ¡y desinteresadamente!, una -mujer preciosa... - - - - -El dominó verde - - -Increíble me pareció que me dejase en paz aquella mujer, que ya no -intentase verme, que no me escribiese carta sobre carta, que no apelase -á todos los medios imaginables para acercarse á mí. Al romper la cadena -de su agobiador cariño, respiré cual si me hubiese quitado de encima un -odio jurado y mortal. - -Quien no haya estudiado las complicaciones de nuestro espíritu, tendrá -por inverosímil que tanto deseemos desatar lazos que nadie nos obligó á -atar, y hasta deplorará que mientras las fieras y los animales brutos -agradecen á su modo el apego que se les demuestra, el hombre, más duro é -insensible, se irrite porque le halagan, y aborrezca á veces á la mujer -que le brinda amor. Mas no es culpa nuestra si de este barro nos -amasaron, si el sentimiento que no compartimos nos molesta y acaso nos -repugna, si las señales de la pasión que no halla eco en nosotros nos -incitan á la mofa y al desprecio, y si nos gozamos en pisotear un -corazón, por lo mismo que sabemos que ha de palpitar y verter sangre -bajo nuestros crueles pies. - -Lo cierto es que yo, cuando ví que por fin guardaba silencio María, -cuando transcurrió un mes sin recibir recados ni epístolas delirantes y -húmedas de lágrimas, me sentí tan bien, tan alegre, que me lancé al -mundo con el ímpetu de un colegial en vacaciones, con ese deseo é -instinto de renovación íntima que parece que da nuevo y grato sabor á la -existencia. Acudí á los paseos, frecuenté los teatros, admití convites, -concurrí á saraos y tertulias, y hasta busqué diversiones de vuelo bajo, -á manera de hambriento que no distingue de comidas. En suma, me desaté, -movido por un instinto miserable, de humorística venganza, que se -tradujo en el deseo de regalar á cualquier mujer, á la primera que -tropezase casualmente, los momentos de fugaz embriaguez que negaba á -María--á María triste y pálida, á María medio loca por mi abandono, á -María enferma, desesperada, herida en lo más íntimo por mi implacable -desdén. - -Es la casualidad tan antojadiza en esto de proporcionar aventuras, que -si á veces presenta ocasiones en ramillete, otras no brinda una por un -ojo de la cara. En muchos días de disipación y bureo, de rodar por -distintas esferas sociales pidiendo guerra, no encontré nada que me -tentase; y ya mi capricho se exaltaba, cuando el domingo de -Carnestolendas, aburrido y por matar el tiempo, entré en el insípido -baile de máscaras del Teatro Real. - -Transcurrida más de una hora, sentí que empezaba á hastiarme, y -reflexionaba sobre la conveniencia de tomar la puerta y refugiarme entre -sábanas cortando las hojas de un libro nuevo de favorito autor, á tiempo -que cruzó entre el remolino del abigarrado tropel una máscara envuelta -en amplio dominó de rica seda verde. Era la máscara de fino porte y -trazas señoriles, cosa ya de suyo extraña en aquel baile, y noté que con -singular insistencia clavaba en mí los ojos como si desease acercarse y -no se atreviese, á pesar de las franquicias del antifaz. La chispa de -las pupilas ardientes de la máscara determinó en mí un repentino -interés, una especie de emoción de la cual me reí por dentro, pero que -me impulsó á hendir la multitud y aproximarme á la encubierta. Al ir -consiguiéndolo, me convencí más y más de que la del verde dominó era -dama, y dama muy principal, y que sólo la curiosidad ó algún empeño más -hondo, debía de haberla arrastrado á un baile de tan mal género. «Grande -será el interés que la trajo aquí--pensé--y muy visible su posición en -la sociedad, para que se venga así, sin la compañía de una amiga, sin el -brazo protector de un hombre. A toda costa quiere que se ignore el -lance; que nadie la pueda delatar.» Y al advertir que seguía mirándome, -que sus ojos me buscaban enmedio del gentío, ocurrióseme que aquel -interés decisivo podía ser yo. - -Con tal suposición dió un vuelco mi sangre, y jugando los codos y las -rodillas lo mejor que supe, pugné por alcanzar á la gentil encapuchada. -La multitud, desgraciadamente, se arremolinaba compacta y densa, -formando viva muralla que me era imposible romper. De lejos veía asomar -la cabeza del dominó y flotar los lazos complicados de la capucha, que -disimulaba la forma, sin duda hechicera, de la testa juvenil; pero -insensiblemente deslizábase hasta perderse, y el miedo de que se -escabullese me espoleaba. Iba yo ganando terreno, mas la enmascarada me -llevaba gran ventaja sin duda, y empecé á recelar que huía de mí, y que -después de derramar en mi alma el veneno de sus fogosos ojos, ahora me -evitaba, se escurría, se volvía duende para evaporarse como una -visión... Este temor que sentí fué ardoroso incentivo del deseo de -reunirme á la máscara. Con sobrehumano esfuerzo rompí la valla que me -oprimía, y aprovechando un resquicio, me hallé poco distante del dominó -verde. Sólo que este, á su vez, apretó el paso y desapareció por una de -las puertas del salón. - -Una persecución en toda regla emprendí entonces: persecución franca, -ardorosa, caza más bien. Anhelante, acongojado, como si realmente la -mujer que trataba de evadirse fuese algo que me importase mucho, recorrí -velozmente los pasadizos, las escaleras, las galerías, el _foyer_, -buscando donde quiera á la incitante máscara. Sin duda ella había -adivinado con sagacidad mi violento antojo, pues parecía complacerse en -desesperarme, y si teniéndome lejos se dejaba envolver por algún grupo -de hombres ó se paraba en actitud negligente, apenas comprendía que me -acercaba, levantaba el vuelo con ligereza de sílfide y me desorientaba -por medio de impensada maniobra. De improviso alegraba un palco el -fresco color verde del dominó; yo me precipitaba, y cuando llegaba -jadeante á la puerta del palco, la desconocida no estaba ya en él, sino -en otro de más arriba, para subir al cual había que invertir cinco -minutos, tiempo suficiente á que la máscara se enhebrase por un pasillo, -saliendo enfrente de mí á buena distancia. Desalado, loco, con la -imaginación caldeada y secas las fauces por el afán, me apresuraba, -bajaba, subía, ponía en tensión todas las fuerzas de mi cuerpo y de mi -espíritu sin dar alcance á la misteriosa hermosura que (ya era evidente) -se complacía en burlarme. - -La astucia me sirvió mejor que la agilidad en este caso. Comprendiendo -que tan aristocrático dominó no querría permanecer en el baile pasadas -las primeras horas de la noche, y evitaría el momento de las cenas y de -las cabezas calientes; seguro de que sólo había venido allí para -marearme, y logrado este objeto desaparecería, adiviné que toda su -estrategia era batirse en retirada hacia la puerta, y cortándole la -salida la atrapaba de fijo. También supuse que saldría por el punto más -solitario, por la puerta menos alumbrada, por la calle donde es más -fácil saltar furtivamente dentro de un coche que espera y huir sin dejar -rastro. Mis cálculos resultaron exactísimos. Me situé en acecho con tal -fortuna, que al cuarto de hora de espera ví asomar á la encapuchada del -verde dominó, la cual, mirando á uno y otro lado, como recelosa, -exploraba el terreno. Me arrojé á cerrarla el paso, y á mis primeras -palabras suplicantes y rendidas contestó con el chillón falsete habitual -en las máscaras, rogándome, por Dios, que la dejase, que no me opusiese -á su marcha y que no insistiese en acosarla así. - -La creí sincera, pero cuanto más demostraba ansia de evitarme, más -crecía en mí la voluntad de detenerla, de que me escuchase, de que me -mirase otra vez, de que me amase sobre todo. La vehemencia de aquel -súbito antojo era tal, que si no fuese porque pasaba gente, creo que me -dejo caer de rodillas á los pies del dominó. Hasta me sentí elocuente é -inspirado, y noté que las frases acudían á mis labios incendiarias y -dominadoras, con el acento y la expresión que presta un sentimiento -real, aunque sólo dure minutos. - ---Si querías huir de mí--dije á la máscara estrechándola de cerca--¿por -qué me miraste con esos ojos que me inflamaron el corazón? ¿Por qué me -clavaste la saeta, dí, si habías de negarte á curar mi herida? ¿No estás -viendo cómo has removido, con esa mirada sola, todo mi ser? ¿No oyes mi -voz alterada por la emoción, no observas el trastorno de mis sentidos, -no me ves hecho un loco? ¿No conoces que tengo fiebre? ¿No sabes que yo -te presentía, que adivinaba tu aparición, que vine á este baile en la -seguridad de que tu presencia lo llenaría de luz y de encanto? ¿Y crees -que voy á dejarte escapar así, que lo consentiré, que no te seguiré -hasta el infierno? Si no podrás irte. En tu mirada se delató el amor, y -sigue delatándose en tu actitud, en tu agitación, máscara mía. - -Era verdad. La máscara, como fascinada, se reclinaba en la pared. Su -cuerpo se estremecía, su seno se alzaba y bajaba precipitadamente, y al -través de los reducidos agujeros del antifaz, ví temblar sobre el negro -terciopelo de sus pupilas dos ardientes lágrimas. Con voz que apenas se -oía, y en la cual también se quebraban los sollozos, murmuró lentamente, -cual si desease grabar sus palabras para siempre en mi memoria: - ---Es cierto: sólo por acercarme á ti, por gozar de tu vista, he adoptado -este disfraz, he cometido la locura de venir al baile. Y mira qué -extraño caso: queriéndote así, lloro... á causa de que me dices palabras -de amor. Por oirlas con la cara descubierta daría mi sangre. Pero tú, -que acabas de jurar que me adoras, ahora que me ves envuelta en este -trapo verde, tú... huirías de mí si me presentase sin careta. Me has -perseguido, me has dado caza, sólo porque no veías mi rostro. Y ni soy -vieja ni fea... ¡No es eso! ¡Mírame y comprenderás! ¡Mírame y después... -ya no tendrás que volver á mirarme nunca! - -Y alzándose el antifaz, el dominó verde me enseñó la cara de mi -abandonada, de mi rechazada, de mi desdeñada María... Aprovechando mi -estupor, corrió, saltó al coche que la aguardaba, y al quererme -precipitar detrás de ella, oí el estrépito de las ruedas sobre el -empedrado. - -Desde tan triste episodio carnavalesco sé que lo único que nos trastorna -es un trapo verde--la Esperanza, la máscara eterna, la encubierta que -siempre huye, la que todo lo promete...--la que bajo su risueño disfraz -oculta el descolorido rostro del viejo Desengaño. - - - - -La aventura del ángel - - -Por falta menos grave que la de Luzbel, que no alcanzó proporciones de -_caída_, un ángel fué condenado á pena de destierro en el mundo. Tenía -que cumplirla por espacio de un año, lo cual supone una inmensa suma de -perdida felicidad: un año de beatitud es un infinito de goces y bienes, -que no pueden vislumbrar ni remotamente nuestros sentidos groseros y -nuestra mezquina imaginación. Sin embargo, el ángel, sumiso y pesaroso -de su yerro, no chistó: bajó los ojos, abrió las alas, y con vuelo -pausado y seguro descendió á nuestro planeta. - -Lo primero que sintió al poner en él los pies, fue dolorosa impresión de -soledad y aislamiento. A nadie conocía, y nadie le conocía á él tampoco -bajo la forma humana que se había visto precisado á adoptar. Y se le -hacía pesado é intolerable, pues los ángeles ni son hoscos ni huraños, -sino sociables en grado sumo, como que rara vez andan solos, y se -juntan y acompañan y amigan para cantar himnos de gloria á Dios, para -agruparse al pie de su trono, y hasta para recorrer las amenidades del -Paraíso: además, están organizados en milicias y los une la estrecha -solidaridad de los hermanos de armas. - -Aburrido de ver pasar caras desconocidas y gente indiferente, el ángel, -la tarde del primer día de su castigo, salió de una gran ciudad, se -sentó á la orilla del camino, sobre una piedra miliaria, y alzó los ojos -hacia el firmamento que le ocultaba su patria, y que estaba á la sazón -teñido de un verde luminoso, ligeramente franjeado de naranja á la parte -del Poniente. El desterrado gimió, pensando cómo podría volver á la -deleitosa morada de sus hermanos: pero sabía que una orden divina no se -revoca fácilmente, y entre la melancolía del crepúsculo apoyó en las -manos la cabeza, y lloró hermosas lágrimas de contrición, pues aparte -del dolor del castigo, pesábale de haber ofendido á Dios por ser quien -es, y por lo mucho que le amaba. Ya he cuidado de advertir, que, á pesar -de su desliz, este ángel era un ángel bastante bueno. - -Apenas se calmó su aflicción, ocurrióle mirar hacia el suelo, y vió que -donde habían caído las gotas de su llanto, nacían y crecían y abrían sus -cálices con increíble celeridad muchas flores blancas, de las que llaman -margaritas, pero que tenían los pétalos de finas perlas y el corazoncito -de oro. El ángel se inclinó, recogió una por una las maravillosas -flores, y las guardó cuidadosamente en un pliegue de su manto. Al -bajarse para la recolección, distinguió en el suelo un objeto -blanco,--un pedazo de papel, un trozo de periódico.--Lo tomó también y -empezó á leerlo, porque el ángel de mi cuento no era ningún ignorante á -quien le estorbase lo negro sobre lo blanco; y con gozo profundo, vió -que ocupaban una columna del periódico ciertos desiguales renglones, -bajo este epígrafe: - - -Á UN ÁNGEL - -¡A un ángel! ¡Qué coincidencia!--Leyó afanosamente, y, por el contexto -de la poesía, dedujo que el ángel vivía en la tierra y habitaba una casa -en la ciudad, cuyas señas daba minuciosamente el poeta, describiendo la -reja de la ventana tapizada de jazmín, la tapia del jardín de donde se -desbordaban las enredaderas y los rosales, y hasta el recodo de la -calle, con la torre de la iglesia á la vuelta. «Alguno de mis -hermanos--pensó el desterrado--ha cometido, sin duda, otro delito igual -al mío, y le han aplicado la misma pena que á mí. ¡Qué consuelo tan -grande recibirá su alma cuando me vea! ¡Qué felicidad la suya, y también -la mía, al encontrar un compañero! Y no puedo dudar que lo es. La poesía -lo dice bien claro: que ha bajado del cielo, que está aquí, en el mundo, -por casualidad, y teme el poeta que se vuelva el día menos pensado á su -patria... ¡Oh ventura! A buscarle inmediatamente.» - -Dicho y hecho. El ángel se dirigió hacia la ciudad. No sabía en qué -barrio podría vivir su hermano, pero estaba seguro de acertar pronto. -Hasta suponía que de la casa habitada por el ángel se exhalaría un -perfume peculiar que delatase su celestial presencia. Empezó, pues, a -recorrer calles y callejuelas. La luna brillaba, y á su luz clarísima el -ángel podía examinar las rejas y las tapias, y ver por cuál de ellas se -enramaba el jazmín y se desbordaban las rosas. - -Al fin, en una calle muy solitaria, un aroma que traía la brisa hizo -latir fuertemente el corazón del ángel; no olía á gloria, pero sí olía á -jazmín; y el perfume era embriagador y sutil como un pensamiento -amoroso. A la vez que percibía el perfume, divisó tras los hierros de -una reja una cara muy bonita, muy bonita, rodeada de una aureola de pelo -obscuro... No cabía duda; aquel era el otro ángel desterrado, el que -debía aliviarle la pena de la soledad. Se acercó á la reja trémulo de -emoción. - -No archivan las historias el traslado fiel de lo que platicaron al -través de los hierros el ángel verdadero y el supuesto ángel, que -escondía su faz entre el follaje menudo y las pálidas flores del -fragante jazmín. Sin duda desde el primer momento, sin más -explicaciones, se convino en que, efectivamente, era un ángel la -criatura resguardada por la reja; habituada á oírselo llamar en verso, -no extrañó que una vez más se le atribuyese en prosa naturaleza -angélica.--Así es como los ripios falsean el juicio, y los poetas -chirles hacen más daño que la langosta. - -Lo que también comprendió el ángel desterrado, fué que el otro ángel era -doblemente desdichado que él, pues se quejaba de no poder salir de allí, -de que le guardaban y vigilaban mucho, de que le tenían sujeto entre -cuatro paredes, y de que su único desahogo era asomarse á aquella reja á -respirar el aire nocturno y á echar un ratito de parrafeo. El desterrado -prometió acudir fielmente todas las noches á dar este consuelo al -recluso, y tan á gusto cumplió su promesa, que desde entonces lo único -que le pareció largo fué el día, mientras no llegaba la grata hora del -coloquio. - -Cada noche se prolongaba más, y por último, sólo cuando blanqueaba el -alba y se apagaban las dulces estrellas, se retiraba de la reja el -ángel, tan dichoso y anegado en bienestar sin límites, como si nadase -todavía en la luz del Empíreo, y le asistiese la perfecta -bienaventuranza. Sin embargo, el recluso iba mostrándose descontento y -exigente. Sacando los dedos por la reja y cogiendo los de su amigo, -preguntábale, con asomos de mal humor, cuándo pensaba libertarle de -aquel cautiverio. - -El ángel, para entretenerle, fué regalándole las margaritas de corazón -de oro y pétalos de perlas; hasta que, muy estrechado ya, hubo de decir -que sin duda el encierro era disposición de Dios, y que no se debían -contrariar sus decretos santos. Una carcajada burlona fué la respuesta -del encerrado, y á la otra noche, al acudir á la reja, el ángel vió con -sorpresa que por la puertecilla del jardín salía una figura velada y -tapada, que un brazo se cogía de su brazo, y una voz dulce, apasionada y -melodiosa le decía al oído: «Ya somos libres... Llévame contigo... -escapemos pronto, no sea que me echen de menos.» - -El ángel, sobrecogido, no acertó á responder: apretó el paso y huyeron, -no sólo de la calle, sino de la ciudad, refugiándose en el monte. La -noche era deliciosa, del mes de Mayo: acogiéronse al pie de un árbol -frondoso, él saboreando plácidamente, como ángel que era, la dicha de -estar juntos; ella--porque ya habrán sospechado los lectores que se -trataba de una mujer--nerviosa, sardónica, soltando lagrimitas y -haciendo desplantes. - -No podía explicarse--ahora que ya no se interponía entre ellos la -reja--cómo su compañero de escapatoria no se mostraba más vehemente, -cómo no formaba planes de vida; cómo no hablaba de matrimonio y otros -temas de indiscutible actualidad. Nada: allí se mantenía tan sereno, tan -contento al parecer, extasiado, sonriendo, abrigándola con su manto de -anchos pliegues, y mirando al cielo, lo mismo que si de la luna fuese á -caerle en la boca algún bollo. La mujer, que empezó por extrañarse, -acabó por indignarse y enfurecerse; alejóse algunos pasos, y como el -ángel preguntase afectuosamente la causa del desvío, alzó la mano de -súbito y descargó en la hermosa mejilla angélica solemne y estruendoso -bofetón... después de lo cual rompió á correr como una loca en -dirección de la ciudad. Y el abandonado, sin sentir el dolor ni la -afrenta, murmuraba tristemente: - ---¡El poeta mentía! ¡No era un ángel! ¡No era un ángel! - -Al decir esto vió abrirse las nubes y bajar una legión de ángeles, pero -de ángeles reales y efectivos, que le rodearon gozosos. Estaba -perdonado: había vencido la mayor tentación, que es la de la mujer, y -Dios le alzaba el destierro. Mezclándose al coro luminoso, ascendió el -ángel al cielo, entre resplandores de gloria; pero al ascender, volvía -la cabeza atrás para mirar á la tierra á hurtadillas, y un suspiro -hinchaba y oprimía su corazón. Allí se le quedaba un sueño... ¡Y olía -tan bien el jazmín de la reja! - - - - -El fantasma - - -Cuando estudiaba carrera mayor en Madrid, todos los jueves comía en casa -de mis parientes lejanos los señores de Cardona, que desde el primer día -me acogieron y trataron con afecto sumo. Marido y mujer formaban -marcadísimo contraste: él era robusto, sanguíneo, franco, alegre, -partidario de las soluciones prácticas; ella pálida, nerviosa, -romántica, perseguidora del ideal. El se llamada Ramón; ella llevaba el -anticuado nombre de Leonor. Para mi imaginación juvenil, representaban -aquellos dos seres la prosa y la poesía. - -Esmerábase Leonor en presentarme los platos que me agradaban, mis -golosinas predilectas, y con sus propias manos me preparaba, en bruñida -cafetera rusa, el café más fuerte y aromático que un aficionado puede -apetecer. Sus dedos largos y finos me ofrecían la taza de porcelana -_cáscara de huevo_, y mientras yo paladeaba la deliciosa infusión, los -ojos de Leonor, del mismo tono obscuro y caliente á la vez que el café, -se fijaban en mí de un modo magnético. Parecía que deseaban ponerse en -estrecho contacto con mi alma. - -Los señores de Cardona eran ricos y estimados. Nada les faltaba de -cuanto contribuye á proporcionar la suma de ventura posible en este -mundo. Sin embargo, yo dí en cavilar que aquel matrimonio entre personas -de tan distinta complexión moral y física, no podía ser dichoso. - -Aunque todos afirmaban que á Don Ramón Cardona le rebosaba la bondad y á -su mujer el decoro, para mí existía en su hogar un misterio. ¿Me lo -revelarían las pupilas color café? - -Poco á poco, jueves tras jueves, fui tomándome un interés egoísta en la -solución del problema. No es fácil á los veinte años permanecer -insensible ante ojos tan expresivos, y ya mi tranquilidad empezaba á -turbarse y á flaquear mi voluntad. Después de la comida, el señor de -Cardona salía; iba al casino ó á alguna tertulia, pues era sociable, y -nos quedábamos Leonor y yo de sobremesa, tocando el piano, comentando -lecturas, jugando al ajedrez ó conversando. A veces, las vecinas del -segundo bajaban á pasar un ratito; otras estábamos solos hasta las once, -hora en que acostumbraba á retirarme, antes de que cerrasen la puerta. -Y, con fatuidad de muchacho, pensaba que era bien ridículo que no -tuviese D. Ramón Cardona celos de mí. - -Una de las noches en que no bajaron las vecinas,--noche de Mayo, tibia y -estrellada,--estando el balcón abierto y entrando el perfume de las -acacias á embriagarme el corazón, me tentó el diablo más fuerte, y -resolví declararme. Ya balbuceaba entrecortadas palabras, no -precisamente de pasión, pero de adhesión, rendimiento y ternura, cuando -Leonor me atajó diciéndome que estaba tan cierta de mi leal amistad, que -deseaba confiarme algo muy grave, el terrible secreto de su vida. -Suspendí mis confesiones para oir las de la dama, y me fué poco grato -escuchar de sus labios, trémulos de vergüenza, la narración de un -episodio amoroso. «Mi único remordimiento, mi único yerro--murmuró -acongojada doña Leonor--se llama el marqués de Cazalla. Es, como todos -saben, un perdido y un espadachín. Tiene en su poder mis cartas, -escritas en momentos de delirio. Por recogerlas, no sé qué daría.» Y vi, -á la luz de los brilladores astros, que se deslizaba de las pupilas -obscuras una lágrima lenta... - -Al separarme de Leonor, llevaba formado propósito de ver al marqués de -Cazalla al día siguiente. Mi petulancia juvenil me dictaba tal -resolución. El Marqués, á quien hice pasar mi tarjeta, me recibió al -punto en artístico _fumoir_, y á las primeras palabras relativas al -asunto que motivaba mi visita, se encogió de hombros y pronunció -afablemente: - ---No me sorprende el paso que usted da, pero le ruego que me crea, y le -empeño palabra de honor de que es la pura verdad cuanto voy á decirle. -Considero el caso de la señora de Cardona el más raro que en mi vida me -ha sucedido. No sólo no poseo ni he poseído jamás los documentos á que -esa señora se refiere, sino que no he tenido nunca el gusto...--porque -gusto sería--de tratarla... ¡Repito que lo afirmo bajo palabra de honor! - -Era tan inverosímil la respuesta, que no obstante el tono de sinceridad -absoluta del Marqués, yo puse cara escéptica, quizás hasta insolente. - ---Veo que no me cree usted--añadió el Marqués entonces.--No me doy por -ofendido. Lo descontaba. Podrá usted dudar de mi palabra, pero ni usted -ni nadie tiene derecho á suponer que soy hombre que rehuye, por medio de -subterfugios, un lance personal. Si lo que busca usted es pendencia, me -tiene á su disposición. Sólo le suplico que antes de resolver esta -cuestión de un modo ó de otro, consulte... al señor de Cardona. He dicho -_al señor_. No me mire usted con esos ojos espantados... Oigame hasta -que termine. Doña Leonor Cardona, que según opinión general es una -señora honradísima, ha debido de padecer una pesadilla y soñar que -teníamos relaciones, que nos veíamos, que me había escrito, etc. Bajo el -influjo de ilusorios remordimientos, le ha contado á su marido _todo_... -es decir, _nada_... pero _todo_ para ella; y el marido ha venido aquí, -como usted, sólo que más enojado, naturalmente, á pedirme cuentas, á -querer beber mi sangre. Si yo no la tuviese bastante fría, á estas horas -pesa sobre mi conciencia el asesinato de Cardona..., ó él me habría -matado á mí (no digo que no pudiese suceder). Por fortuna no me aturdí, -y preguntando á Cardona las épocas en que su esposa afirmaba que habían -tenido lugar nuestras entrevistas criminales, pude demostrarle de un -modo fehaciente que á la sazón me encontraba yo en París, en Sevilla ó -en Londres. Con igual facilidad le probé la inexactitud de otros datos -aducidos por doña Leonor. Así es que el señor Cardona, muy confuso y -asombrado, tuvo que retirarse pidiéndome excusas. Si usted me pregunta -cómo me explico suceso tan extraordinario, le diré que creo que esa -señora, á quien después he procurado conocer (por la memoria de mi madre -le juro á usted que antes, ni de vista...!), sufre alguna enfermedad -moral..., y ha tenido una visión...; vamos, que se le ha aparecido un -espectro de amor..., y ese espectro ¡vaya usted á saber por qué! ha -tomado mi forma. Y no hay más... No se admire usted tanto. Dentro de -diez años, si trata usted algunas mujeres, se habituará á no admirarse -casi de nada. - -Salí de casa del marqués en un estado de ánimo indefinible. No había -medio de desmentirle, y al mismo tiempo la incredulidad persistía. -Impresionado, no obstante, por las firmes y categóricas declaraciones -del _dandy_, me dediqué desde aquel punto, no á cortejar á Leonor, sino -á observar á Cardona. Procuré hablarle mucho, hacerle hablar, y fuí -sacando, hilo por hilo, conversaciones referentes á la fidelidad -conyugal, á los lances que pueden originar un error, á las alucinaciones -que á veces sufrimos, á los estragos que causa la fantasía... Por fin, -un día, como al descuido, dejé deslizar en el diálogo el nombre del -marqués de Cazalla y una alusión á sus conquistas... Y entonces Cardona, -mirándome cara á cara, con gesto entre burlón y grave, preguntó: - ---¿Qué? ¿Ya te han enviado allá á ti también? ¡Pobrecilla Leonor, está -visto que no tiene cura! - -No necesité más para confesar de plano mis gestiones, y Cardona, -sonriendo, aunque algo alterada su sonora voz, me dijo: - ---Has de saber que cuando fuí á casa del marqués de Cazalla, ya llevaba -yo ciertos barruntos y sospechas de la alucinación de Leonor, de la cual -me convencí plenamente después. Si bien no parezco celoso, y hasta se -diría que me pierdo por confiado, he vigilado á Leonor siempre, porque -la quiero mucho, y en ninguna época hubiese podido ella cometer, sin que -yo me enterase, los delitos de que se acusaba. Comprendí que se trataba -de una fantasmagoría, de un sueño, y me resigné á la hipótesis de una -falta imaginaria... ¡Quién sabe si ese fantasma de pasión y -arrepentimiento la sirve de escudo contra la realidad! Lo que te aseguro -es que Leonor, viviendo yo, nunca saldrá de la región de los -fantasmas... ¡Y no volvamos á hablar de esto en la vida! - -Aproveché el aviso, y de allí en adelante evité quedarme á solas con -Leonor, y hasta fijar la mirada en sus obscuros ojos, nublados por la -quimera. - - - - -La perla rosa - - -Sólo el hombre que de día se encierra y vela muchas horas de la noche -para ganar con qué satisfacer los caprichos de una mujer querida (díjome -en quebrantada voz mi infeliz amigo) comprenderá el placer de juntar á -escondidas una regular suma, y así que la redondea, salir á invertirla -en el más quimérico, en el más extravagante é inútil de los antojos de -esa mujer. Lo que ella contempló á distancia como irrealizable sueño, lo -que apenas hirió su imaginación con la punzada de un deseo loco, es lo -que mi iniciativa, mi laboriosidad y mi cariño van á darla dentro de un -instante... y ya creo ver la admiración en sus ojos, y ya me parece que -siento sus brazos ceñidos á mi cuello, para estrecharme con delirio de -gratitud. - -Mi único temor, al echarme á la calle con la cartera bien lastrada y el -alma inundada de júbilo, era que el joyero hubiese despachado ya las -dos encantadoras perlas color de rosa que tanto entusiasmaron á Lucila -la tarde que se detuvo, colgada de mi brazo, á golosinear con los ojos -el escaparate. Es tan difícil reunir dos perlas de ese raro y peregrino -matiz, de ese hermoso oriente, de esa perfecta forma globulosa, de esa -igualdad absoluta, que juzgué imposible que alguna señora antojadiza -como mi mujer, y más rica, no las encerrase ya en su guardajoyas. Y me -dolería tanto que así hubiese sucedido, que hasta me latió el corazón -cuando vi sobre el limpio cristal, entre un collar magnífico y una -cascada de brazaletes de oro, el fino estuche de terciopelo blanco donde -lucían misteriosamente las dos perlas rosa orladas de brillantes. - -Aunque iba preparado á que me hiciesen pagar el capricho, me desconcertó -el alto precio en que el joyero tasaba las perlas. Todas mis economías, -y un pico, iban á invertirse en aquel par de botoncitos, no más gruesos -que un garbanzo chiquitín. Me asaltó la duda--¡soy tan poco experto en -compras de lujo!--de si el joyero pretendería explotar mi ignorancia -pidiéndome, sólo por pedir, un disparate, creyendo tal vez que mi pelaje -no era el de un hombre capaz de adquirir dos perlas rosa. A tiempo que -pensaba así, observé, al través del alto y diáfano vidrio de la tienda, -que pasaba por la acera mi antiguo condiscípulo y mejor amigo Gonzaga -Llorente. Ver su apuesta figura y salir á llamarle fué todo uno. ¿Quién -mejor para ilustrarme y aconsejarme que el elegante Gonzaga, tan al -corriente de la moda, tan lanzado al mundo, tan bien relacionado, que -cada visita que hacía á nuestra modesta y burguesa casa--y hacía -bastantes desde algún tiempo acá--yo la estimaba como especialísima -prueba de afecto? - -Manifestando cordial sorpresa, Gonzaga se volvió y entró conmigo en la -joyería, enterándose del asunto. Inmediatamente se declaró admirador de -las perlas rosa, y añadió que sabía que andaban bebiendo los vientos por -adquirirlas ciertas empingorotadas señoras, entre las cuales citó á dos -ó tres de altisonantes títulos. En un discreto aparte me aseguró que el -precio que exigía el joyero no tenía nada de excesivo, en atención á la -singularidad de las perlas. Y como yo recelase aún, molestado por el -piquillo que en aquel momento no me era posible abonar, Gonzaga, con su -simpática franqueza, abrió la cartera y me entregó varios billetes, -bromeando y jurando que si yo no admitiese tan pequeño servicio, en -todos los días de su vida volvería á mirarme á la cara. ¡Qué miserables -somos! No debí aceptar el préstamo; no debí llevar á mi casa sino lo que -pudiese pagar al contado... pero la pasión me dominaba, y hubiese besado -de rodillas la mano que me ofrecía medio de satisfacerla. Convinimos en -que Gonzaga almorzaría con nosotros al día siguiente, en celebración del -estreno de las perlas rosa, y con el estuche en el bolsillo me dirigí á -mi casa disparado; quisiera tener alas. - -Lucila trasteaba cuando yo entré, y al verme plantado delante de ella, -diciéndola con cara de beatitud «Regístrame», comprendió y murmuró -«Regalo tenemos». Viva y traviesa (¡su manera de ser!) revolvió mis -bolsillos haciéndome cosquillas deliciosas, hasta acertar con el -estuche. El grito que exhaló al ver las perlas, es de eso que no se -olvida jamás. En la efusión de su agradecimiento, me sobó la cara y -hasta me besó... ¡Puede que en aquel instante me quisiese un poco! No -acertaba á creer que joya tan codiciada y espléndida fuese suya; no -podía convencerse de que iba á ostentarla. Y yo mismo, desabrochando los -sencillos aretes de oro que Lucila llevaba puestos, enganché las perlas -rosa en las orejitas pequeñas, encendidas de placer. Me hace mucho daño -acordarme estas tonterías, pero me acuerdo siempre. - -Al otro día, que era domingo, almorzó en casa Gonzaga y estuvimos todos -bulliciosos y decidores. Lucila se había puesto el vestido de seda gris, -que la sentaba muy bien, y una rosa en el pecho,--una rosa del mismo -color de las perlas.--Gonzaga nos convidó al teatro y nos llevó á Apolo, -á una función alegre, en que sin tregua nos reimos. Al otro día volví -con afán á mis quehaceres, pues deseaba saldar cuanto antes el pico, -resto de las perlas. Regresé á mi casa á la hora de costumbre, y al -sentarme á la mesa, mi primera mirada fué para las orejas de Lucila. Dí -un salto y lancé una interjección al ver que faltaba del diminuto cerco -de brillantes una de las perlas rosa. - ---¡Has perdido una perla!--exclamé. - ---¿Cómo una perla?--tartamudeó mi mujer echando mano á sus orejas y -palpando los aretes.--Al ver que era cierto, quedóse tan aterrada, que -me alarmé, no ya por la perla, sino por el susto de Lucila. - ---Calma--la dije.--Busquemos, que parecerá. - -Excuso decir que empezamos á mirar y registrar por todas partes, -recorriendo la alfombra, sacudiendo las cortinas, alzando los muebles, -escudriñando hasta cajones que Lucila afirmaba no haber abierto desde un -mes antes. A cada pesquisa inútil, los ojos de Lucila se arrasaban de -lágrimas. Mientras revolvíamos, se me ocurrió preguntarla: - ---¿Has salido esta tarde? - ---Sí... creo que sí...--respondió titubeando. - ---¿A dónde? - ---A varios sitios... es decir... Fuí... por ahí... á compras... - ---Pero... ¿á qué tiendas? - ---¡Qué sé yo! A la calle de Postas... á la plazuela del Angel... á la -Carrera... - ---¿A pie ó en coche? - ---A pie... Luego tomé un cochecillo. - ---¿No recuerdas el punto... el número? - ---¿Cómo quieres que lo recuerde? ¡Válgame Dios! Si era un coche que -pasaba--objetó nerviosamente Lucila, que rompió á sollozar con amargura. - ---Pero las tiendas sí las recordarás... Dímelas, que iré una por una, á -ver si en el suelo ó en el mostrador... Pondremos anuncios... - ---¡Si no me acuerdo! ¡Por Dios, déjame en paz!--exclamó tan afligida, -que no me atreví á insistir, y preferí aguardar á que se calmase. - -Pasamos una noche de inquietud y desvelo; oí á Lucila suspirar y dar -vueltas en la cama, como si no consiguiese dormir. Yo, entretanto, -discurría modos de recuperar la perla rosa. Levantéme temprano, me -vestí, y á las ocho llamaba á la puerta de Gonzaga Llorente. Había oído -decir que la policía, en casos especiales, averigua fácilmente el -paradero de los objetos perdidos ó robados, y esperaba que Gonzaga, con -su influencia y sus altas relaciones, me ayudaría á emplear este supremo -recurso. - ---El señorito está durmiendo, pero pase usted al gabinete, que dentro de -diez minutos le entraré el chocolate y preguntaré si puede usted -verle--dijo el criado, al notar mi insistencia y mi premura. - -Me avine á esperar. El criado abrió las maderas del gabinete, en cuyo -ambiente flotaban esencias y olor de cigarro. ¡Cuando pienso en lo -distinta que sería mi suerte si aquel criado me hace pasar -inmediatamente á la alcoba...! - -Lo cierto es... que al primer alegre rayo de sol que cruzó las -vidrieras, y antes de que el criado me dijese «tome usted asiento», yo -había visto brillar sobre el ribete de paño azul de la piel de oso -blanco, tendida al pie del muelle diván turco, ¡la perla, la perla rosa! - -Si esto que me sucedió le sucede á usted, y usted me pregunta qué debe -hacerse en tales circunstancias, yo respondo de seguro con gran energía: -«Coger una espada de la panoplia que supera el diván, y atravesársela -por el pecho al que duerme ahí al lado, para que nunca más despierte.» - -¿Sabe usted lo que hice? Me bajé; recogí la perla; la guardé en el -bolsillo; salí de aquella casa; subí á la mía; encontré á mi mujer -levantada y muy desencajada; la miré, y no la ahogué; con voz tranquila -la ordené que se pusiese los pendientes; saqué la perla del bolsillo... -y cogiéndola entre dos dedos, la dije: «Aquí está lo que perdiste. ¿Qué -tal, lo encontré pronto?» - -Es cierto que al acabar me dió no sé qué arrechucho ó qué vértigo de -locura; eché mano á aquellas orejas diminutas, arranqué de ellas los -pendientes, y todo lo pisoteé. Por fortuna, pude dominarme en el acto... -y bajar la escalera y refugiarme en el café más próximo, donde pedí -_cognac_... - -¿Que si he vuelto á ver á Lucila?... Una vez... Iba del brazo de _otro_, -que ya no era Gonzaga. Por cierto que me fijé en que el lóbulo de la -oreja izquierda lo tiene partido. Sin duda se lo rasgué yo... -involuntariamente. - - - - -Un parecido - - -No hay discusión más baldía que la de la hermosura. Mil veces la -entablamos, en aquella especie de senadillo de gentes al par -desengañadas y curiosas, donde se agitaban tantos problemas á un tiempo -atractivos é insolubles; y siempre,--aunque no escaseaban las -disertaciones,--quedábamos en mayor confusión. Uno sostenía que la -belleza era la corrección de líneas; otro, que la armonía del color; -éste, que la fusión de ambos elementos; aquél, que la juventud; el de -más allá, que la salud y robustez, ó el donaire, chiste y garabato, ó el -arte del tocador, ó la melodía de la voz, y hasta hubo alguno que -identificó la belleza con la bondad y con la inteligencia... Y el -original de Donato Abreu, que solía escuchar callando, al fin se -descolgó con la sentencia siguiente:--La belleza no es nada. - -Acostumbrados á sus salidas, callamos para ver cómo se desenredaba, y -fué así: - ---No es nada, nada absolutamente. Si nos ataca á los presentes una -oftalmía, se acabaron líneas, colores, aire de salud, juventud, -adorno... Todo eso estaba en nuestra retina... y en ninguna parte más. - ---¡Vaya una gracia!--exclamamos.--Si empieza usted por dejarnos -ciegos... - ---Es que lo están ustedes ya cuando tienen por realidad lo que no existe -fuera de nosotros. ¡Déjenme continuar! Yo aduciré ejemplos. Ante todo, -¿supongo que se trata de la belleza femenil? - ---¡Ah, pícaro!--protestó el escultor.--¡Se refugia usted ahí... porque -es donde menos refutación tienen sus herejías! A los escultores no vale -cegarnos: acuérdese usted de aquel que privado de la vista admiraba con -las yemas de los dedos el torso de una estatua griega... - ---¡Bah! Tampoco ustedes reconocen ley fija, tipo inalterable... La -_Venus dormida en su concha_, que presentó usted hace dos años y se -llevó la medalla, no se asemeja á la Venus clásica, y no por eso deja de -ser hermosa... es decir, de parecerlo... Pero no nos salgamos del -terreno general, porque el arte es patrimonio de pocos. ¿Hablábamos de -mujeres, sí ó no? - ---¿De mujeres? ¡Siempre!--afirmó el vizconde de Tresmes, el cual, según -malas lenguas, tenía un pasado asaz borrascoso.--¿Qué otra cosa merece -la pena de discutirse en este mundo? - ---Entonces, pleito ganado--insistió Donato recalcándose en la -butaca.--¿Sostienen ustedes que la hermosura de determinada mujer es la -causa de los sentimientos especiales que esa mujer nos inspira? - ---¿Pues qué había de ser?--repuso Tresmes.--¿Su fealdad? O es hermosa, ó -hermosa la creemos, y de esa belleza nos enamoramos... más ó menos... -¡que en eso cabe una escala infinita de grados y matices! - ---Oigan--suplicó Donato--no mis razones, sino la historia muy verdadera -de un amigo mío que se ha muerto en el extranjero, porque no logrando -aliviarse de un delirio amoroso, se dedicó á viajar, y en Roma una -fiebre palúdica--lo que allí conocen por _malaria_--le curó de la -enfermedad de vivir... - -Mi amigo era el hijo de segundas nupcias de un señor bastante rico; los -otros, fruto del primer tálamo, le adoraban, y le ampararon como padres, -cuando todos quedaron huérfanos. Casóse el mayor de sus hermanos con una -señorita llamada Jacinta, y mi amigo--Marcelo le diremos, por no -divulgar su verdadero nombre--fué á vivir á Madrid con el nuevo -matrimonio, para terminar la carrera de arquitecto. Era _muy bella_ la -cuñadita Jacinta--ya ven ustedes que me sirvo del lenguaje usual--y -Marcelo, un día tras otro, confianza va y halago viene, se prendó de -Jacinta con la pasión más tirana. Cuando comprendió su estado, cuando -interpretó su afán, se horrorizó de una inclinación tan culpable y se -propuso esconderla, como se esconde la mancha y la vergüenza, y no dejar -asomar por ningún resquicio ni reflejos de la hoguera que le consumía la -médula de los huesos. Y hubiese cumplido su propósito, á no suceder cosa -más terrible aún: que la señora, objeto de tan reprobable afición--ó -porque la adivinó ó porque se contagió con ella sin adivinarla--al cabo -dió en padecer del mismo achaque, y, menos cauta, lo descubrió con -indicios tan claros, que Marcelo, sintiéndose débil y vencido antes de -pelear, apeló á poner tierra en medio... Dijo á su hermano que se -encontraba enfermo--y esto no era sino relativa mentira--y que -necesitaba respirar, por receta del médico, aires puros, aires de campo; -y el hermano, solícito y compadecido, le envió á un cortijo que había -heredado de su suegro, y que por encontrarse en lo más florido y -frondoso de la serranía de Córdoba y ser entonces el mes de Abril, debía -de estar convertido en vergel delicioso. - ---Habrá comodidad suficiente para ti--advirtió--porque el padre de mi -Jacinta tenía cariño á ese sitio y lo visitaba de vez en cuando, aunque -Jacinta nunca ha puesto allí los pies, ni yo tampoco. He oído susurrar -no sé qué de la mujer del capataz...; ¡pero si se creyese cuanto se oye! -En fin, lo esencial es que no te faltarán ropas ni muebles... Y si algo -te falta, pídelo en seguida. - -Marchó Marcelo asaz desesperado á su Tebaida, y el capataz le recibió -con agasajo, encargando á su hija, mocita como de veinte años de edad, -que sirviese y atendiese al forastero. ¡Imagínense la conmoción que -sufriría éste, cuando, al fijar los ojos en el rostro de la hija del -capataz, vió en él una copia perfectísima, un acabado trasunto del de -Jacinta! Era semejanza, no sólo de facciones, sino de expresión, modales -y gesto, y--lo que más turbó á Marcelo--hasta de metal de voz, con un -ceceo andaluz que hacía encantador el de Manuelita la -cortijera.--Reconoció el enamorado los negros ojos que llevaba clavados -en el corazón, el talle cuyas ondulaciones le causaban vértigos, el -color quebrado de la suave tez, que le enloquecía, y acordándose de las -indicaciones de su hermano acerca de la mujer del capataz, no se asombró -de encontrar una nueva Jacinta en la sierra. Al pasar días fue notando -que la serrana poseía mil cualidades preciosas: limpia, fina á su modo, -viva y lista como nadie; ya alegre, ya melancólica; oportuna en -replicar, aguda en comprender, sensible á ratos y arisca á tiempo, sabía -además rasguear la guitarra y entonar el polo con un salero que quitaba -el sentido. Marcelo, embelesado, pensó que la misma Providencia le -deparaba tan sabroso remedio á sus enfermedades morales, y se dedicó á -la serrana, galanteándola y persiguiéndola sin tregua, á favor de -aquella libertad que da el campo y de las rodadas ocasiones que brinda -el vivir bajo un techo mismo. Manuelita se defendió; pero al cabo fue -ablandándose, y consintió en acudir á una reja baja, donde sin peligro -para su recato podía conversar largamente con Marcelo. Mas lo que suele -costar trabajo en estas lides es el primer triunfo, que los restantes -vienen fatalmente á su hora, y Manuelita, aunque se hizo muy de rogar, -acabó por conceder á Marcelo que una noche, en vez de hablarse por la -reja, se hablasen dentro del aposento que la reja defendía... - -El narrador se detuvo un instante, como preparando el efecto de lo que -le faltaba por contar. - ---Marcelo entró en aquel cuarto temblando de gozo, paladeando con la -imaginación el bien que esperaba. No se había atrevido Manuelita á -encender luz, pero la de la luna entraba á oleadas por la reja--en la -cual se apoyaba la muchacha ruborizada y acaso medio arrepentida ya--y -alumbraba de lleno su rostro, haciéndolo parecer más descolorido, del -tono de los jazmines que lucía apiñados en el negro rodete. Marcelo se -adelantó como el que camina en sueños, y al aproximarse á Manuelita, al -rodear con los brazos el talle curvo que se doblegaba, al respirar con -los labios el perfume de las blancas flores tan próximas á la mejilla -fresca y á la garganta tornátil, su boca exhaló, entre hondo suspiro, un -nombre... ¡el nombre de _Jacinta_! Y al oirse, al repetir -involuntariamente tal nombre, espantado, como si viese á una sierpe, se -desprendió, retrocedió, se tambaleó y al fin huyó, subiendo la escalera -á tientas y encerrándose en su dormitorio... donde pasó la noche entre -remordimientos y lágrimas, para salir á la madrugada camino de Córdoba, -y desde Córdoba á París...--¿Comprenden ustedes el motivo de la conducta -de Marcelo? - ---Que para él sólo existía Jacinta; Manuelita no había existido nunca, -sino por la pasajera realidad que le comunicó su parecido con _la -otra_...--respondimos algo impresionados, reflexionando á pesar nuestro. - ---Exactamente... Veo que son ustedes perspicaces... Al pensar Marcelo -que se libertaba de su criminal pasión, lo que hacía era recaer en ella -de plano, satisfacerla, entregarse... ¿Y la belleza? Tan guapa era -Manuela la cortijerita, como Jacinta la dama. ¡Acaso más! - ---Marcelo se me figura demasiado idealista--indicó Tresmes en tono -desdeñoso. - ---Todos lo somos...--declaró Donato.--Y la belleza, una idea, unas gotas -de ilusión, para _uso interno_... - - - - -Memento - - -El recuerdo más vivaz de mis tiempos estudiantiles--dijo el doctor -sonriendo á la evocación--no es el de varios amorcillos y lances -parecidos á los que puede contar todo el mundo, ni el de ciertas -mejillas bonitas cuyas rosas embalsamaron mis sueños. Lo que no olvido, -lo que á cada paso veo con mayor relieve, es... la tertulia de mi tía -Gabriela, doncella machucha, á quien acompañaban todas las tardes otras -tres viejas apolilladas, igualmente aspirantes á la palma sobre el -ataud. - -Reuníanse las cuatro, según he dicho, por la tarde--pues de noche las -cohibían miedos, achaques y devociones--en el gabinetito, desde cuyas -ventanas se divisaban los ricos ajimeces góticos y los altos muros de la -Catedral; y yo solía abandonar el paseo--á tal hora lleno de muchachas -deseosas de escuchar piropos--para encerrarme entre aquellas cuatro -paredes vestidas de un papel rameado que fué verde y ya era blancuzco, -sentarme en la butaca de fatigados muelles, anchota y blandufa, al cabo -también anciana, y recibir de una mano diminuta, seca, cubierta por la -rejilla de un mitón negro, palmadita suave en el hombro, mientras una -cascada voz murmuraba: «Hola, ¿ya viniste, calamidad? Hoy se muere de -gozo Candidita». - -De las solteronas, Candidita era la más joven, pues no había cumplido -los sesenta y tres. Según las crónicas de los remotos días en que -Candidita lozaneaba, jamás descolló por su belleza. Siempre tuvo el ojo -izquierdo algo caído y las espaldas encorvadas en demasía. Lo que en -ella pudo agradar fué su seráfica condición. Poseía Candidita, en -relación con su nombre de pila, alta dosis de credulidad y buena fe. -Cuanta paparrucha inverosímil se me antojase inventar, la tragaba -Candidita sin esfuerzo; en cambio no había quien la convenciese de la -realidad de picardía ninguna. Su alma rechazaba la maledicencia como se -rechaza un elemento extraño, de imposible asimilación. Yo me divertía -infinito disputando con Candidita cuando se negaba á dar crédito á -maldades notorias... y al hacerlo, sentía germinar en mi corazón una -especie de ternura, un misterioso respeto por la inocente, que sin -quitarse su traje de merino negro y sus zapatos de oreja, subiría al -cielo al momento menos pensado. - -Mi tía Gabriela, en cambio, era sagaz, lista como una pimienta. Su vida -retirada, en una soñolienta ciudad de provincia, la impedía conocer á -fondo el mundo, y quizás exageraba las trastadas y gatuperios que en él -se cometen, pero acercándose á la realidad y juzgando mil veces con -maligno acierto. Preciada de su linaje, con pergaminos y sin talegas, la -tía Gabriela era una señora á la vez modesta é imponente, chapada á la -antigua, de alma más enhiesta que un lanzón; las otras tres solteronas -parecían sus damas de honor, antes que sus amigas. - -Doña Aparición era la curiosidad de aquel museo arqueológico. Hermosa y -mundana en sus verdores, conservaba, á los setenta y seis, golpes de -coquetería y manías de adorno que hacían fruncir los labios á mi tía -Gabriela, tan majestuosa con su liso hábito del Carmen. El peluquín de -doña Aparición, con bucles y sortijillas de un rubio angelical; su -calzado estrecho; sus guantes claros de ocho botones; sus trajes de seda -á rayas verde y rosa; sus abanicos de gasa azul, y el grupo de flores -artificiales que prendía graciosamente su mantilla, nos daban harto que -reir. - -Como estaba semiciega y casi sorda y la vestía su fámula, á lo mejor -traía la peluca del revés, ó en la nariz el toque de carmín de las -mejillas, ó los guantes uno lila y otro pajizo; y como padecía de gota, -el cepo de las botitas prietas llegaba á mortificarla tanto, que mi tía -la prestaba unas holgadas pantuflas. En caso tal exclamaba -infaliblemente doña Aparición: «¡Jesús! Nunca me pasó cosa igual. Un -pliegue de la media me desolló el talón... Es un fastidio tener tan fino -el cutis.» - -No sería doña Peregrina, la cuarta solterona, la que se impusiese -torturas para presumir de pie. Al contrario: se declaraba _sans façon_. -Reducida á mezquina orfandad, compraba en los ropavejeros sus manteletas -color de ala de mosca. Por lo demás, era mujer de empuje y brío, alta, -gruesa, de una frescura rancia--si es lícito expresarse así--viva de -ojos y arrebatada de color, amiga de la broma, pero gazmoña á ratos, -siempre dentro de la nota del buen humor y la marcialidad. - -¡Cómo me festejaban aquellas cuatro señoras! Hay sitios adonde vamos -atraídos, no por nuestro gusto, sino por el que damos á los demás. Diez -años haría tal vez que las solteronas no veían de cerca un semblante -juvenil. Mi presencia y mi asiduidad eran un rasgo de galantería de -incalculable precio, que halagaba la nunca extinguida vanidad -sentimental de la mujer. El mozo que quiera ganar buen nombre, sea -amable con las viejecitas, con las desechadas, con las retiradas del -juego. Las muchachas nada agradecen. Aquellas cuatro inválidas, con su -manso charloteo, me crearon una reputación fabulosa de discreto, de -galán, de simpático, de estudioso. A su manera, me allanaban el camino -de una lucida posición y de una boda brillante. En los exámenes yo podía -contestar mal ó bien, que segura tenía la nota: tal labor subterránea -hacían mis solteronas con los catedráticos. En mi salud no cesaban de -pensar. «Vienes descolorido, Gabriel... ¿Qué tienes? ¡Ojo con las -bribonas!» Y me enviaban remedios caseros, y piperetes, y vinos -cordiales, y reliquias milagrosas, y hasta sábanas, por si las de la -posada no eran «de confianza» y «bien lavaditas». - -A fin de animar la tertulia, se me ocurrió leer en alto versos y novelas -románticas. Auditorio semejante no lo ha soñado ningún lector. Diríase -que, para escuchar, hasta la respiración suspendían. Según avanzaba la -lectura, crecía el interés. Una indignación, cómica á fuerza de ser -ingenua, contra los traidores; un terror vivísimo cuando los buenos iban -á caer en las emboscadas de los malos; un gozo pueril cuando la virtud -salía triunfante... Las exclamaciones me interrumpían. «¿Ese pillo se -equivoca y toma el veneno? ¡Castigo de Dios!» «¡Ay, que si Gontrán entra -en el bosque encuentra al otro con el puñal! ¡Que no entre, que no -entre!» «¡Jesús, al fin le da la puñalada!» «¡Infame!» «Ve usted cómo el -niño que robó el titiritero era hijo de la princesa?» etc.--En los -episodios vehementes, cuando los amantes se dicen ternezas al claror de -la luna, las solteronas se deshacían. Un leve sonrosado animaba las -mejillas amarillentas; se humedecían los áridos ojos; los encogidos -pechos anhelaban; aparecíase el bello fantasma de la lejana juventud, y -un aura dulce y tibia agitaba un momento aquellos espíritus resignados, -como el aire primaveral agita el polvo de una tierra seca y estéril. - -Llegó el plazo en que yo tenía que emprender mi viaje á la corte, para -cursar el doctorado. Dí la noticia á mis solteronas, y aunque no podía -sorprenderlas, no fué menor el efecto que produjo. Mi tía Gabriela, sin -perder el compás de la dignidad, se puso temblona, y me advirtió, en -frases que revelaban verdadera ternura, que era preciso excusar á los -viejos si se afectaban en las despedidas, porque no estaban seguros de -volver á ver á los que partían. Doña Peregrina manoteó, protestó, bufó, -me insultó, y al fin se echó á llorar como una fuente. Doña Aparición -suspiró, alzó la vista al cielo y dijo haciendo monerías: «Un joven de -estas prendas... naturalmente, ¡va á lucir en la corte! Mañana recibirá -usted un alfiler de esmeraldas... que fué de mi papá». Por su parte, -Candidita guardó silencio, y á poco se levantó, asegurando que tenía que -hacer una visita urgente. Aproveché el pretexto para abreviar la escena; -salí con ella, la ayudé á ponerse el mantón, y la ofrecí el brazo por la -escalera de peldaños carcomidos. - -De repente, en el primer descanso, escuché un ahogado sollozo; unos -brazos endebles me rodearon el cuello, y una cara fría como la nieve se -pegó á mis barbas. Comprendí de súbito... y, créanlo ustedes, ¡me quedé -más volado y más compadecido que si viese á mi propia madre de rodillas -ante mí! Noté que Candidita pesaba como pesan los cuerpos inertes; la -supuse desmayada y la arrimé al balaustre, tartamudeando lleno de -piedad: «Adiós, adiós, ya sabe que se la quiere». Mas como no me -soltaba, me encontré ridículo y la rechacé... Al hacerlo, me pareció que -estaba degollando á una ovejuela enferma, y la lástima me obligó á -volver atrás y corresponder al abrazo de Candidita con una caricia -rápida y violenta, filial y santa en la intención. Después eché á -correr, y salí á la calle resuelto á no volver por la tertulia. ¡Ah, eso -sí! La caridad tiene sus límites...--Y ahora, que también soy viejo yo, -suelo acordarme de Candidita... ¡Pobre mujer! - - - - -La caja de oro - - -Siempre la había visto sobre su mesa, al alcance de su mano bonita, que -á veces se entretenía en acariciar la tapa suavemente; pero no me era -posible averiguar lo que encerraba aquella caja de filigrana de oro con -esmaltes finísimos, porque apenas intentaba apoderarme del juguete, su -dueña lo escondía precipitada y nerviosamente en los bolsillos de la -bata, ó en lugares todavía más recónditos, dentro del seno, haciéndola -así inaccesible. - -Y cuanto más la ocultaba su dueña, mayor era mi afán por enterarme de lo -que la caja contenía. ¡Misterio irritante y tentador! ¿Qué guardaba el -artístico chirimbolo? ¿Bombones? ¿Polvos de arroz? ¿Esencias? Si -encerraba alguna de estas cosas tan inofensivas, ¿á qué venía la -ocultación? ¿Encubría un retrato, una flor seca, pelo? Imposible: tales -prendas, ó se llevan mucho más cerca ó se custodian mucho más lejos: ó -descansan sobre el corazón, ó se archivan en un secreter bien cerrado, -bien seguro... No eran despojos de amorosa historia los que dormían en -la cajita de oro, esmaltada de azules quimeras, fantásticas rosas y -volutas de verde ojiacanto. - -Califiquen como gusten mi conducta los incapaces de seguir la pista á -una historia, tal vez á una novela. Llámenme enhorabuena indiscreto, -antojadizo, y por contera, entrometido y fisgón impertinente. Lo cierto -es que la cajita me volvía tarumba, y agotados los medios legales, puse -en juego los ilícitos y heroicos... Mostréme perdidamente enamorado de -la dueña, cuando sólo lo estaba de la cajita de oro; cortejé en -apariencia á una mujer, cuando sólo cortejaba á un secreto; hice como si -persiguiese la dicha... cuando sólo perseguía la satisfacción de la -curiosidad. Y la suerte, que acaso me negaría la victoria si la victoria -realmente me importase, me la concedió... por lo mismo que al -concedérmela me echaba encima un remordimiento. - -No obstante, después de mi triunfo, la que ya me entregaba cuanto -entrega la voluntad rendida, defendía aún, con invencible obstinación, -el misterio de la cajita de oro. Desplegando zalameras coqueterías ó -repentinas y melancólicas reservas; discutiendo ó bromeando; apurando -los ardides de la ternura ó las amenazas del desamor, suplicante ó -enojado, nada obtuve; la dueña de la caja persistió en negarse á que me -enterase de su contenido, como si dentro del lindo objeto existiese la -prueba de algún crimen. - -Repugnábame emplear la fuerza y proceder como procedería un patán, y -además, exaltado ya mi amor propio (á falta de otra exaltación más dulce -y profunda), quise deber al cariño y sólo al cariño de la hermosa la -clave del enigma. Insistí, me sobrepujé á mí mismo, desplegué todos los -recursos, y como el artista que cultiva por medio de las reglas la -inspiración, llegué á tal grado de maestría en la comedia del -sentimiento, que logré arrebatar al auditorio. Un día en que algunas -fingidas lágrimas acreditaron mis celos, mi persuasión de que la cajita -encerraba la imagen de un rival, de alguien que aún me disputaba el alma -de aquella mujer, la vi demudarse, temblar, palidecer, echarme al cuello -los brazos, y exclamar, por fin, con sinceridad que me avergonzó: - ---¡Qué no haría yo por ti! Lo has querido... pues sea. Ahora mismo verás -lo que hay en la caja. - -Apretó un resorte; la tapa de la caja se alzó, y divisé en el fondo unas -cuantas bolitas tamañas como guisantes, blanquecinas, secas. Miré sin -comprender, y ella, reprimiendo un gemido, dijo solemnemente: - ---Esas píldoras me las vendió un curandero que realizaba curas casi -milagrosas en la gente de mi aldea. Se las pagué muy caras, y me aseguró -que, tomando una al sentirme enferma, tengo asegurada la vida. Sólo me -advirtió que si las apartaba de mí ó las enseñaba á alguien, perdían su -virtud. Será superstición ó lo que quieras; lo cierto es que he seguido -la prescripción del curandero, y no sólo se me quitaron achaques que -padecía (pues soy muy débil), sino que he gozado salud envidiable. Te -empeñaste en averiguar... Lo conseguiste... Para mí vales tú más que la -salud y que la vida. Ya no tengo panacea, ya mi remedio ha perdido su -eficacia: sírveme de remedio tú; quiéreme mucho, y viviré. - -Quédeme frío. Logrado mi empeño, no encontraba dentro de la cajita sino -el desencanto de una superchería y el cargo de conciencia del daño -causado á la persona que al fin me amaba. Mi curiosidad, como todas las -curiosidades, desde la fatal del Paraíso hasta la no menos funesta de la -ciencia contemporánea, llevaba en sí misma su castigo y su maldición. -Daría entonces algo bueno por no haber puesto en la cajita los ojos. Y -tan arrepentido que me creí enamorado; cayendo de rodillas á los pies de -la mujer que sollozaba, tartamudeé: - ---No tengas miedo... Todo eso es una farsa, un indigno embuste... El -curandero mintió... Vivirás, vivirás mil años... Y aunque hubiesen -perdido su virtud las píldoras, ¿qué? Nos vamos á la aldea y compramos -otras... Todo mi capital le doy al curandero por ellas. - -Me estrechó, y sonriendo en medio de su angustia, balbuceó á mi oído: - ---El curandero ha muerto. - -Desde entonces la dueña de la cajita--que ya no la ocultaba ni la miraba -siquiera, dejándola cubrirse de polvo en un rincón de la estantería -forrada de felpa azul--empezó á decaer, á consumirse, presentando todos -los síntomas de una enfermedad de languidez, refractaria á los remedios. -Cualquiera que no me tenga por un monstruo supondrá que me instalé á su -cabecera y la cuidé con caridad y abnegación. Caridad y abnegación digo, -porque otra cosa no había en mí para aquella criatura de quien había -sido verdugo involuntario. Ella se moría, quizás de pasión de ánimo, -quizás de aprensión, pero por mi culpa; y yo no podía ofrecerla, en -desquite de la vida que le había robado, lo que todo lo compensa: el don -de mí mismo, incondicional, absoluto. Intenté engañarla santamente para -hacerla dichosa, y ella, con tardía lucidez, adivinó mi indiferencia y -mi disimulado tedio, y cada vez se inclinó más hacia el sepulcro. - -Y al fin cayó en él, sin que ni los recursos de la ciencia ni mis -cuidados consiguiesen salvarla. De cuantas memorias quiso legarme su -afecto, sólo recogí la caja de oro. Aún contenía las famosas píldoras, y -cierto día se me ocurrió que las analizase un químico amigo mío, pues -todavía no se daba por satisfecha mi maldita curiosidad. Al preguntar el -resultado del análisis, el químico se echó á reir. - ---Ya podía usted figurarse--dijo--que las píldoras eran de miga de pan. -El curandero (¡si sería listo!) mandó que no las viese nadie... para que -á nadie se le ocurriese analizarlas. ¡El maldito análisis lo seca todo! - - - - -La sirena - - -No es posible pintar el cuidado y desvelo con que la ratona madre -atendió á su camada de ratoncillos. Gordos y lucios los crió, y alegres -y vivarachos y con un pelaje ceniciento tan brillante que daba gozo: y -no queriendo dejar lo divino por lo humano, prodigó á sus vástagos -avisos morales sabios y rectos, y les puso en guardia contra las -asechanzas y peligros del pícaro mundo. «Serán unos ratones de seso y -buen juicio», decía para sí la ratona, al ver cuán atentamente la oían, -y cómo fruncían plácidamente el hociquito en señal de gustosa -aprobación. - -Mas yo os contaré aquí, muy en secreto, que los ratoncillos se mostraban -tan formales, porque aún no habían asomado la cabeza fuera del agujero -donde los agasajaba su mamá. Practicada en el tronco de un árbol la -madriguera, les cobijaba á maravilla, y era abrigada en invierno y -fresca en verano, mullida siempre, y tan oculta, que los chiquillos de -la escuela ni sospechaban que allí habitase una familia ratonil. - -Sin embargo, de los tres de la nidada, uno ya empezaba á desear sacar el -hocico, á soñar con retozos, deportes y correteos por el verde prado, -que al pie del árbol se extendía alegre é incitante, esmaltado de varias -flores y bullente de insectos, mariposas y reptiles. «Me gustaría por -los gustares bajar ahí», pensaba el joven ratón, sin atreverse á decirlo -en voz alta, de puro miedo á su madre. Un día que se le escapó alguna -señal de su deseo, la madre exclamó trémula de espanto: «Ni en broma lo -digas, criatura. Si no quieres que me disguste mucho, no vuelvas á -hablar de salir al prado.» - -¿Creeréis que la prohibición le quitó al ratoncillo las ganas? ¡Bah! Ya -sabéis que las prohibiciones son espuela del antojo.--No atreviéndose á -bajar aún el antojadizo, se pasaba las horas muertas mirando al prado -deleitable. ¡Qué bueno sería trotar por entre aquella hierba suave y -perfumada! ¡Qué simpático remojarse en el limpio arroyuelo que bañaba de -aljófar las raíces de sauces y mimbreras! ¡Qué divertido dar caza á los -viboreznos y lagartijas que se deslizaban estremeciendo el follaje y -haciendo relumbrar al sol los tonos metálicos de su elegante cuerpo! -¿Por qué, vamos á ver, por qué prohibía tan inocentes recreos la madre -ratona? - -Un día que la mamá había salido, según costumbre, en busca de sustento -para su prole, el hijo se asomó al agujero, echando más de la mitad del -tronco fuera. De pronto sintió como un choque eléctrico y vió cruzar por -el prado un ser encantador. Era ni más ni menos que una gatita blanca -como la nieve, que fijaba en el ratoncillo sus anchas pupilas de -esmeralda. - -Quedóse el ratón fascinado, absorto. Nunca había visto cosa más linda -que la tal gata blanca. ¡Qué gracia y gentileza en sus movimientos, qué -soltura en su flexible andar, qué monería en su cara picaresca, y qué -virginal candor en su ropaje de armiño! ¡Y qué decir de aquellos ojos -verdes con reflejos áureos, aquellos ojos cuyo mirar derretía, -incendiaba el corazón! - -A no estar tan próxima la hora en que solía regresar á la guarida la -madre, el ratón se hubiese arrojado sin vacilar de su nido para -acercarse á la preciosa gata. Le contuvieron el temor y el hábito de -obedecer, que siempre reprimen un tanto, al principio, los ímpetus -rebeldes; pero lo que no acertó á sujetar fué su lengua, y loco de -entusiasmo, refirió á la mamá cómo le tenía fuera de sí la aparición de -la gata celeste. - ---Qué, ¿has visto á ese monstruo?--exclamó la madre. - ---¡Monstruo una criatura tan encantadora!--suspiró el ratoncillo. - ---Monstruo horrible, el más funesto, el más sanguinario, el más atroz -que, por tu negra suerte, pudiste encontrar. Huye de él, hijo mío, como -del fuego: mira que en huir te va la vida; mira que tu padre pereció en -las garras de esa maldita fiera, y que todas mis lágrimas son obra suya. - ---Madre--repuso atónito el ratoncillo--apenas puedo creer lo que me -aseguras. El agua que corre limpia y clara entre las flores del prado no -tiene los matices de aquellos cándidos ojos ya verdes, ya azulados, -siempre dulces, donde siempre juega misteriosamente la luz. Los pétalos -de las azucenas y de los lirios del valle ceden en blancura á su nevada -piel, que debe de ser más suave que el terciopelo y más flexible que la -seda. ¿Cómo quieres que vea un monstruo sanguinario y horrible en la -gata? ¡Ay, madre! desde que la contemplé, sólo en ella pienso. Cuanto no -es ella, me parece indigno de existir. Antes me gustaban el prado y el -cielo y los árboles. Ahora todo me cansa y todo lo desprecio. Madre, -cúrame de este mal, porque me siento tan triste, que creo que se me va á -acabar la vida. - -Ya supondréis que la pobre ratona haría cuanto cabe para distraer y -aliviar á su retoño. A fin de cambiar sus pensamientos en otros más -lícitos, llevóle al agujero de unas ratas algo parientas suyas, jóvenes, -ricas y honradas, que vivían royendo el trigo de repleto granero; pero -el ratón se aburría de muerte entre los montones de grano, en la -obscuridad de la troj, y echaba de menos el prado, que iluminaba, antes -que el sol, la presencia de la gata blanca. Porque ya varias veces la -había visto pasar juguetona y ligera, fijando sus radiantes pupilas en -las inaccesibles alturas del árbol, y siempre que la gata aparecía, el -ratón sentía ensanchársele la vida y escapársele el alma--sí, el alma, -porque el amor hasta en las bestias la infunde--detrás de aquella maga -de los verdes ojos. - -No hubiese querido la ratona en tan críticas circunstancias separarse un -minuto de su hijo, pero era forzoso salir á cazar, á procurar -subsistencia para la familia, y llegó una mañana en que habiendo -madrugado la ratona á dejar el nido antes de que amaneciese, el joven -ratón, pensativo y melancólico, se asomó al agujero para ver nacer el -día. Recta faja dorada franjeó el horizonte; poco á poco la bruma se -rasgó y fué absorbiéndose en la clara pureza del cielo, por donde el sol -ascendía como una rosa de oro pálido; los pajaritos saludaron su -gloriosa luz con un himno de alegría alborozado y triunfal, y sobre la -hierba, aljofarada aún de rocío, como sobre una red de diamantes, -mostróse pasando con aristocrática delicadeza y remilgada precaución, la -hermosa gata blanca. - -Exhaló el ratón un chillido de júbilo; la gata le miraba, parecía -llamarle, invitarle á que descendiese.--¿Quieres jugar -conmigo?--preguntóla él, sin reflexionar, sin acordarse para nada de las -maternales advertencias.--Baja--pareció contestar con sus ojos -misteriosos la gatita. Y el ratón bajó aprisa, disparado, ebrio de -felicidad, y el juego dió principio, con muchos saltos y carreras. -Fingía huir la gata; escondíase entre sauces y mimbres, y cuando el -ratón se cansaba de perseguirla, ella se dejaba caer sobre la muelle -alfombra del prado, y escondiendo las uñas recibía con las patitas de -terciopelo al ratón, y ya le despedía, en broma, ya le estrechaba, -retozando, en deleitosa mezcla é indescifrable confusión de tratamientos -ásperos y dulces. - -Nunca sabía el ratón, en aquel juego de veleidades, si iba á ser acogido -con demostración tierna y mimosa ó con fiero y desdeñoso zarpazo; y en -los amados ojos de la esfinge tan pronto veía piélagos de voluptuosidad -y relámpagos de risa, como destellos de ferocidad y chispazos sombríos y -crueles. Más de una vez creyó notar que las patitas blandas y muertas se -crispaban de súbito, y que bajo lo afelpado de la piel surgían uñas de -acero. Y ¡cosa rara! no bien pensaba advertir síntomas tan alarmantes, -el ratón cerraba los párpados y volvía gozoso y tembloroso á solazarse -con la gata blanca. - -Duraba aún el juego, cuando por la tarde regresó la ratona y vió de -lejos la escena y á su hijo mano á mano con el monstruo. Llorando y -desesperada gritóle desde lejos:--Hijo mío, que te pierdes.--El ratón, -por supuesto, no la hizo maldito caso. ¡Sí, para oir consejos estaba él! -Subido al quinto cielo, nunca el juego le había encantado más. La gata, -por el contrario, empezaba á fatigarse y á sospechar que había perdido -bastante tiempo con un ratoncillo de mala muerte; y al notar que iba á -ponerse el sol, que se hacía tarde--sin modificar apenas su actitud, -siempre graciosa y juguetona, como el que no hace nada--torció la -cabeza, aseguró con la boca al ratoncillo, hincó los agudos dientes... y -le lanzó al aire palpitante y moribundo, para recibirle en las uñas, -tendidas con violencia feroz... - -A punto que una nube de sangre cubría ya los ojos del desdichado, y el -delirio de la agonía ofuscaba sus sentidos, todavía pudo oirse cómo -murmuraba débilmente:--¿Quieres jugar conmigo, gatita blanca? - -Por eso su madre hizo mal en llorar amargamente al incauto ratón. ¡El -espiró tan satisfecho, tan á gusto! - - - - -Así y todo... - - -La sanción penal para la mujer--dijo en voz incisiva Carmona, aficionado -á referir casos de esos que dan escalofríos--es no encontrar hombre -dispuesto á ofrecerla mano de esposo. Una imperceptible sombra, un -pecadillo de coquetería ó de ligereza, cualquier genialidad, la más leve -impremeditación, bastan para empañar el buen nombre de una doncella, que -podrá ser honestísima, pero que, cargada con el sambenito, ya se queda -soltera hasta la consumación de los siglos, sin remedio humano. -Sucediendo así, ¿cómo se explica que infinitas mujeres notoriamente -infames, y con razón difamadas, si cien veces enviudan, otras ciento -hallan quien las lleve al altar? Para probarles este curioso fenómeno, -les contaré un suceso presenciado allá en mis mocedades, que me produjo -impresión tan indeleble, que jamás en toda mi vida me ocurrió la idea de -casarme. Sí; por culpa de aquella historia moriré solero,--y no me -pesa, bien lo sabe Dios. - -El lance pasó en M***, donde estaba de guarnición uno de los regimientos -más lucidos del ejército español, que por su arrojo y decisión en atacar -había merecido el glorioso sobrenombre de _El Adelantado_. Era yo -entrañable amigo del teniente Ramiro Quesada, mozo de arrogante figura y -ardorosa cabeza, uno de esos atolondrados simpáticos, á quienes queremos -como se quiere á los niños. No salía Ramiro sin mí; juntos íbamos al -teatro, á los saraos, á las juergas--que ya existían entonces aunque las -llamásemos de otro modo;--juntos dábamos largos paseos á caballo, y -juntos hacíamos corvetear á nuestras monturas ante las floridas rejas. -Nos confiábamos nuestros amoríos, nuestros apurillos de dinero, nuestras -ganancias al juego, nuestros sueños y nuestras esperanzas de los -veinticinco años. No éramos él ni yo precisamente unos anacoretas, pero -tampoco unos perdidos: muchachos alegres, y nada más. - -De repente noté que Ramiro se volvía huraño, y retrayéndose de mi trato -y compañía se daba á andar solo, como si tuviese algo que le importase -encubrir. Vano intento, porque en M*** no caben tapujos. Poco tardamos -en averiguar la razón del cambio de carácter del teniente. La clave del -enigma no era sino la esposa del capitán Ortiz, una de esas hembras que -no calificaré de muy hermosas, pero peores que si lo fuesen: morena, -menuda, salerosa al andar, descolorida, de ojos que parecían candelas -del infierno y una cintura redonda de las que se pueden rodear con una -liga. Ortiz, al parecer (y con motivo, pero sin fruto), era -extremadamente celoso, y Ramiro, para avistarse con su tormento, -necesitaba emplear ardides de prisionero ó de salvaje. El día en que se -le frustraba una cita ó se le malograba furtivo coloquio en la reja que -abría sobre una callejuela obscura y solitaria, estaba el pobre muchacho -como demente: ni contestaba si le hablábamos. Aunque yo no alardease de -moralista, ni tuviese autoridad para aconsejar, y menos en tales -materias, declaro que las relaciones ilícitas de mi amigo me desazonaban -mucho, y un presentimiento--le llamo así, porque no sé cómo definir el -disgusto y la inquietud que sentía--me anunciaba que algo grave, algo -penoso debían acarrearle á Ramiro aquellos malos pasos. Con todo, lejos -estaba--á mil leguas de suponer la tragedia que aconteció. - -Cierta mañana esparcióse por M*** la nueva de que el capitán Ortiz había -sido encontrado muerto, con un balazo en el pecho y otro en la cabeza, -casi á las puertas de su domicilio, cerca de la esquina donde se abría -la callejuela lóbrega. En los primeros momentos no me asaltó la terrible -sospecha: creía á Ramiro noble y leal, y sólo cuando el rumor público le -señaló, comprendí que únicamente él, poseído del demonio, podía haber -realizado la obra de tinieblas... - -A las pocas horas de descubrirse el cadáver, Ramiro fué preso. Reunióse -el Consejo de guerra, y la causa marchó con la fulminante rapidez que -caracteriza á la justicia militar, estimulada por la voluntad expresa -del Capitán General, que deseaba se cumpliesen á rajatabla las -prescripciones legales y se enterrasen á la vez la víctima y el asesino. -Al pronto Ramiro intentó negar; pero dos ó tres frases de indignación -del Fiscal provocaron en él un arranque de altiva franqueza, y confesó -de plano que á traición había disparado dos pistoletazos, la noche -anterior, al capitán Ortiz. En cuanto á los móviles del crimen, juró y -perjuró que no eran otros sino ofensas de jefe á subalterno, rencores -por cuestiones de servicio. Llamada á declarar la esposa de Ortiz, -compareció de negro, impávida, y aseguró que apenas conocía al asesino -de vista. Este, sin pestañear, confirmó la declaración de la señora; y -hallándose el reo convicto y confeso, y no habiendo tiempo ni necesidad -de más averiguaciones, se pronunció la sentencia de muerte, y Ramiro -entró en capilla á las tres de la tarde, para ser arcabuceado al rayar -el siguiente día, á las veinticuatro horas justas del crimen. - -No necesito decir que en la capilla me constituí al lado de mi amigo, -que demostraba estoica entereza. Sabiendo cuánto alivia una confidencia, -un desahogo, le dirigí preguntas afectuosas, llenas de interés; pero el -reo se encerró en un silencio sombrío, y noté que tenía los ojos -tenazmente fijos en la puerta de la capilla como en espera de que diese -paso á _alguien_... ¡Lo que esperaba el sin ventura--no necesité para -adivinarlo gran perspicacia--era la llegada de la mujer por quien iba á -beber el amargo trago! Sin duda que _ella_ no podía faltar; no podía -negarle el supremo consuelo de la despedida; sin duda, el sordo ruido de -pasos que resonaba en la antecámara era el de los suyos, que hacían -vacilantes el miedo y el dolor... Pero corrió la tarde, empezaron á -transcurrir lentas y solemnes las horas de la última noche, y la -esperanza abandonó al sentenciado. El sacerdote que le exhortaba y había -de absolverle y darle la sagrada comunión antes que el sol asomase en el -horizonte, se retiró un momento á descansar, y solo yo con Ramiro, -comprendí que por fin se abrían sus lívidos labios. - ---Hace un momento sentía que _ella_ no viniese--murmuró cogiéndome las -manos entre las suyas abrasadoras.--Ahora me alegro. Ya que me cuesta la -vida, que no me cueste también el alma. ¿Que cómo hice la atrocidad, el -cobarde asesinato de Ortiz? Mira, casi no lo sé. Me parece que quien -cometió esa acción villana no fué Ramiro Quesada, sino otra persona, un -hombre distinto de mí, que se me entró en el cuerpo. ¿Te acuerdas de lo -alegre, de lo franco que era yo? Desde que me acerqué á... esa mujer... -me volví otro. Estaba embrujado... Su marido, á quien ofendíamos, me -parecía mi enemigo personal, el obstáculo á nuestra felicidad; le -odiaba... creo que más de lo que la amaba á ella. Así que ella lo -notó... ¡guárdame siempre el secreto! ¡no lo digas ni á tu madre! -empezó á insinuarme, con medias palabras, la posibilidad del crimen. No -hablábamos claro de ese asunto, pero nos entendíamos perfectamente; -formábamos planes de retirarnos al campo _después_, y hasta--mira qué -detalle--ella se compró un traje negro nuevo, diciendo que _eso siempre -sirve_. Como un tornillo se fijó en mi cerebro el propósito del crimen. -Y así que ella me vió resuelto, se franqueó, me exaltó más, me ofreció -que compartiría mi destino, fuese el que fuese... - -Aquí se detuvo Ramiro, y vi que se alteraba más profundamente su rostro. -Con voz húmeda murmuró: - ---Yo no quería tanto... ¡Compartir mi destino! Ya ves que ante el -Consejo he logrado salvarla... Prefiero morir solo... Pero verla aquí, -un momento... antes de... Al fin, si fuí asesino, lo fuí por ella, sólo -por ella... ¡Maldita sea mi suerte! Si no conozco á esa mujer, soy -siempre honrado y tal vez me matan defendiendo á la Patria. ¡El sino del -hombre! - - * * * * * - ---¿Y le fusilaron?--preguntamos ansiosos. - ---¡Pues no! Según deseaba el General, á un tiempo se cavó la hoya del -marido y la del amante. Yo, después del horrible día, me marché de M***, -donde me consumía el tedio. Al volver, pasados cinco años, tuve -curiosidad de saber qué había sido de la esposa del capitán Ortiz... y -aquí de lo que decíamos: supe que vivía tranquila, casada en segundas -nupcias con un acaudalado caballero. Sin embargo, en M*** era pública -la causa del triste fin de Ramiro... - -Acabó así su relato Carmona, y vimos que inclinaba la cabeza, abrumado -por memorias crueles. - - - - -La cabellera de Laura - - -Madre é hija vivían, si vivir se llama aquello, en húmedo zaquizamí, al -cual se bajaba por los raídos peldaños de una escalera abierta en la -tierra misma: la claridad entraba á duras penas, macilenta y recelosa, -al través de un ventanillo enrejado; y la única habitación les servía de -cocina, dormitorio y cámara. - -Encerrada allí pasaba Laura los días, trabajando afanosamente en sus -randas y picos de encaje, sin salir nunca ni ver la luz del sol, -cuidando á su madre achacosa, y consolándola siempre que renegaba de la -adversa fortuna. ¡Hallarse reducidas á tal extremidad dos damas de -rancio abolengo, antaño poseedoras de haciendas, dehesas y joyas á -porrillo! ¡Acostarse á la luz de un candil ellas, á quienes habían -alumbrado pajes con velas de cera en candelabros de plata! No lo podía -sufrir la hoy menesterosa señora, y cuando su hija, con el acento -tranquilo de la resignación, la aconsejaba someterse á la divina -voluntad, sus labios exhalaban murmullos de impaciencia y coléricas -maldiciones. - -Como siempre los males pueden crecer, llegó un invierno de los más -rigurosos, y faltó á Laura el trabajo con que ganaba el sustento. A la -decente pobreza sustituyó la negra miseria; á la escasez, el hambre de -cóncavas mejillas y dientes amarillos y largos. - -Entonces, con acerba ironía, la madre se mofó de Laura, que pensaba, la -muy ñoña y la muy necia, asegurar el pan por medio de la labor y las -constantes vigilias. ¡Valiente pan comería así que se quedase ciega! -Saldría con un perrito á pedir limosna... ¡Ah, si no fuese tan boba y -tan mala hija--teniendo aquel talle, aquel rostro y aquella mata de pelo -como oro cendrado, que llegaba hasta los pies--no dejaría que su madre -se desmayase por falta de alimento! Al oir estas insinuaciones, Laura se -estremeció de vergüenza y quiso responder enojada; pero recordando que -su madre estaba en ayunas desde hacía muchas horas, se cubrió el rostro -con las manos y rompió á sollozar. De pronto, como quien adopta una -resolución súbita y firme, púsose en pie, se envolvió en un ancho -capuchón de lana obscura, y salió á la calle, que raras veces pisaba, -convencida de que el retiro es la salvaguardia del recato. Sin titubear -fué en dirección de un tenducho que había entrevisto y donde creía poder -feriar el solo tesoro de que estaba secretamente envanecida y -orgullosa. Era dueña del baratillo la astuta vieja Brasilda,--gran -componedora de voluntades con ribetes de hechicera,--y, muy encubierto -el rostro, entró Laura en la equívoca mansión. - -Como Brasilda preguntase maliciosamente qué traía á vender la tapada y -gallarda moza, Laura, sin dejar de esconder el semblante en los pliegues -del capuz, se volvió de espaldas y mostró tendida la espléndida -cabellera rubia, brillante y suave más que la seda, y que, con magnífico -alarde, rebosando de la orla de la saya, barría el suelo. «Esto vendo en -diez escudos--exclamó--y córtese ahora mismo.» Convenía la proposición á -la vieja, porque la mata de pelo daba para muchas pelucas y postizos, y -asiendo unas tijeras segó y tonsuró la copiosa melena. Al observar que -la moza seguía encubriendo el rostro, y creyendo advertir que lloraba -muy bajo, silbó á su oído: «Si eres doncella y tan hermosa como promete -tu cabello, aquí te esperan, no diez escudos, sino cien ó doscientos, -cuando te venga en voluntad.» - -Recogió Laura el dinero y alejóse sin responder palabra; en la puerta se -cruzó con un caballero, de buen talle y porte, que no reparó en ella: -Laura sí le miró á hurtadillas y sin querer le encontró galán. El -caballero que penetraba en la mansión de la bruja era don Luis de -Meneses, el mozo más rico, libre y desenfrenado de toda la ciudad, el -cual no visitaba á humo de pajas á la madre Brasilda, sino que acudía -allí como el cazador á que se le señalen do está la caza, y que se la -ojeen y acorralen para asegurarla y matarla á gusto. - -Después de un rato de conversación, don Luis divisó la soberana -cabellera rubia, que sobre un paño blanco había extendido la vieja, y en -la cual los destellos del velón, siempre encendido en las obscuridades -del tenducho, rielaban como en lago de oro. «¿De qué mujer es ese -pelo?»--preguntó sorprendido el galán.--«A fe que no lo sé, -hijo»--contestó la vieja.--«Una moza acaba de estar aquí, muy airosa de -cuerpo, pero tapadísima de cara, que no logré vérsela; vendióme esa -mata, cobró y con extraño misterio se fué un minuto antes que -entrases...» - ---«¿Por qué no la seguiste, buena pieza?»--«Porque sin duda ella está -más pobre que las arañas, y volverá á ganar los cien escudos que la -ofrecí...»--«¡Bruja condenada! Ese pelo es mío, y la mujer también, si -parece.» Y don Luis aflojó la bolsa, cogió delicadamente el paño y el -tesoro que contenía, y ocultándolo bajo el capotillo, se volvió á su -casa. - -Desde aquel día realizóse en don Luis un cambio sorprendente. -Renunciando á sus galanteos y aventuras, olvidando el juego, las burlas -y los desafíos, pareció otro hombre. Se le veía, eso sí, en la calle, en -el paseo, en la iglesia; sus ojos ávidos registraban y escudriñaban sin -cesar, buscando algo que le importaba mucho; pero al anochecer se -recogía, y en vida honesta y arreglada no tenían que reprenderle los -devotos viejos, de grave apostura y rosario gordo. No faltó quien dijese -que el mozo, tocado de la gracia, andaba en meterse capuchino; y es que -ni sabían, ni podían sospechar que don Luis estaba enamorado, ciegamente -enamorado, de la cabellera rubia. - -Habiéndola colocado respetuosamente sobre un cojín de tisú de plata, se -pasaba ante ella las horas muertas, ya besándola en ideal éxtasis de -devoción, como á venerada reliquia, ya estrujándola con frenesí de -amante que quisiera despedazar y morder lo mismo que adora. Exaltada la -imaginación de don Luis por la vista de aquella cascada de oro, de -aquella crin en que Febo parecía haber dejado presos sus rayos -juguetones, y de la cual se desprendía un aroma vivo, un olor de -juventud y de pureza, fantaseaba el tronco á que tal follaje -correspondía y adivinaba la mata larguísima, caudalosa, perfumada, -cayendo en crenchas y vedijas sobre unas espaldas de nieve, sobre unas -formas virginales de rosa y nácar, ó rodeando, como nimbo de santa -imagen, un rostro de angelical expresión en que se abrían las flores -azules de los luminosos ojos. Había ideas y recelos que enloquecían al -soñador amante. ¿Quién sabe si la infeliz hermosa, después de vender su -cabello por conservar la honestidad, había tenido que perder la -honestidad por conservar la vida? - -Con la fatiga de tal pensamiento, don Luis aborrecía el comer, se -consumía de rabia y se abrasaba en extraños celos. Hecho un -azotacalles, no cesaba de inquirir, pretendiendo ver al través de todos -los postigos y calar todas las rejas y celosías. ¡Trabajo perdido! -Ninguna cabeza juvenil cubierta de sortijas doradas y cortas de aquel -matiz único, incomparable, se ofrecía á sus ojos. Don Luis adelgazaba, -se desmejoraba, estaba á pique de desvariar, cada vez que la vieja -hechicera Brasilda, aturdida y desconsolada, repetía alzando las manos -secas: - ---Bruja será también la del cabello de oro, y habráse untado y volado -por la chimenea... No parece, hijo, no parece por más que me descuajo -buscándola... - -Perdido ya de amores don Luis, como hombre á quien le han dado extraño -bebedizo, llegó al caso de temer morirse de pasión y furia celosa, y -apretando al corazón la cabellera, cuyas roscas le acariciaban las manos -febriles, hizo un voto.--«Que encuentre á tu dueña, y sea rica ó pobre, -buena ó mala, noble ó de plebeya estirpe, con ella me casaré. Pongo por -testigo á este Crucifijo que me escucha.»--Después del voto, lleno de -esperanza y de ilusión salió don Luis á la calle, y al obscurecer, como -fuese muy embozado, le paró cerca de su puerta una pobre, envuelta y -cubierta con un viejísimo capuz de lana. - ---Señor caballero--decía en voz lastimera y humilde,--¿necesitan por -casa de su merced una labrandera buena y diligente? No hay donde -trabajar, y mi madre no tiene qué comer. - ---Esa es mi casa--respondió distraidamente don Luis, que pensaba en sus -fantásticos amores;--ven mañana, que tendrás harta labor... Toma á -cuenta,--y dejó en la mano tendida un escudo. - -Al otro día, Laura, sentada en el hueco de una reja de la casa de don -Luis, con una canastilla de ropa blanca delante, cosía en silencio, sin -tomar parte en la charla de las dueñas; sufría al dejar su morada, su -enferma, su retiro; la fatiga encendía sus mejillas antes pálidas. -Entraban por la reja los dardos del sol, y se prendían en los anillos, -cortos y sedosos como plumón de pajarito nuevo, de la cabeza -descubierta, que no velaba el capuz. Y, casualmente, pasó don Luis tan -absorto, que ni miró á la joven labrandera. Pero ella, reconociendo en -don Luis al caballero galán de quien no había cesado de acordarse,--el -que vió cuando salía de vender su cabellera en casa de la bruja,--exhaló -un grito involuntario... Al oirlo, volvióse don Luis, y cruzando las -manos, creyó que alguna aparición del cielo le visitaba, pues reconoció -el matiz único de la melena rubia en la ensortijada testa que bañaba el -sol... Y dirigiéndose á las dueñas y á las mozas de servicio con imperio -y ufanía, dijo solemnemente: - ---No labréis más; hoy es día de fiesta; saludad á vuestra señora... - - - - -Delincuente honrado - - -De todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos -instantes--nos dijo el Padre Téllez, que aquel día estaba animado y -verboso--el que me infundió mayor lástima fué un zapatero de viejo, -asesino de su hija única. El crimen era horrible. El tal zapatero, -después de haber tenido á la pobre muchacha rigurosamente encerrada -entre cuatro paredes; después de reprenderla por asomarse á la ventana; -después de maltratarla, pegándola por leves descuidos, acabó llegándose -una noche á su cama, y clavándola en la garganta el cuchillo de cortar -suela. La pobrecilla parece que no tuvo tiempo ni de dar un grito, -porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al -padre no le tembló la mano; de modo que la muchacha pasó, sin -transición, del sueño á la eternidad. - -La indignación de las comadres del barrio y de cuantos vieron el -cadáver de una criatura preciosa de diez y siete años, tan alevosamente -sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y -parecía medio estúpido, le condenaron á la última pena. Cuando tuve que -ejercer con él mi sagrado ministerio, á la verdad, temí encontrar, -detrás de un rostro de fiera, un corazón de corcho, ó unos sentimientos -monstruosos y salvajes. Lo que ví fué un anciano de blanquísimos -cabellos, cara demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de -las lágrimas, que poco á poco se deslizaban por las mejillas consumidas, -y á veces paraban en los labios temblones, donde el criminal, sin -querer, las bebía y saboreaba su amargor. - -Lejos de hallarle rebelde á la divina palabra, apenas entré en su celda -se abrazó á mis rodillas y me pidió que le escuchase en confesión, -rogándome también que, después de cumplir el fallo de la justicia, -hiciese públicas sus revelaciones en los periódicos, para que -rehabilitasen su memoria y quedase su decoro como correspondía. No -juzgué procedente acceder en este particular á sus deseos: pero hoy los -invoco, y me autorizan para contarles á ustedes la historia. Procuraré -recordar el mismo lenguaje de que él se sirvió, y no omitiré las -repeticiones, que prueban el trastorno de su mísera cabeza: - -»--Padre confesor--empezó por decir,--ante todo sepa usted que yo soy un -hombre decente, todo un caballero. Esa niña... que maté... nació... al -año de haberme casado. Era bonita, y su madre también... ¡ya lo creo! -preciosa, que daba gloria el mirarla! Yo tenía ya algunos añitos... y -ella, una moza de rumbo, más fresca que las mismas rosas. Digo la madre, -señor; digo su madre, porque por la madre tenemos que principiar. Los -hijos, así como heredan los dineros del que los tiene... heredan otras -cosas... Usted, que sabrá mucho, me entenderá. Yo no sé nada, pero... á -caballero no me ha ganado nadie! - -La madre... yo me miraba en sus ojos, porque la quería de alma, según -corresponde á un marido bueno. Le hacía regalos; trabajaba día y noche -para que tuviese su ropa maja y su mantón y sus aretes, y sobre todo... -¡porque eso es antes! á diario su puchero sano, y cuando parió, su -cuartillo de vino y su gallina... No me remuerde la conciencia de -haberla escatimado un real. Ella era alegre y cantaba como una -calandria, y á mí se me quitaban las penas de oirla. Lo malo fué que -como la celebraron la voz y las coplas, y empezaron á remolinarse para -escucharla, y el uno que llega y el otro que se pega, y éste que encaja -una pulla, y aquél que suelta un requiebro... en fin, ví que se ponía -aquello muy mal, y la dije lo que venía al caso. ¿Sabe usted lo que me -contestó? Que no lo podía remediar, que la gustaba el gentío y oir cómo -la jaleaban, que cada cual es según su natural y que no le rompiese la -cabeza con sermones... De allí á un mes--no se me olvida la fecha, el -día de la Candelaria--desapareció de casa, sin dar siquiera un beso á la -niña... que tenía sus cinco añitos y era como un sol.» - ---Aquí--intercaló el Padre Téllez--tuvo una crisis de sollozos, y por -poco me enternezco yo también, á pesar de que la costumbre de asistir á -los reos endurece y curte. Le consolé cuanto era posible, le di á beber -un trago de anís, y el desdichado prosiguió. - -«Supe luego que andaba por los coros de los teatros, y sabe Dios cómo... -y lo que más me barajaba los sesos--¡porque la honra trabaja mucho!--era -que me decían los amigos, al pasar delante de mi obrador:--No tienes -vergüenza... Yo que tú, la mato.--De tanto oirlo, se me pegó el -estribillo, y mientras batía suela, ¡tan, tan, catán! repetía en -alto:--No tengo vergüenza... ¡Había que matarla!--Sólo que ni la -encontré en jamás, ni tuve ánimos para echarme en su busca. Y así que -pasaron tres años, nadie me venía con que la matase, porque ella rodaba -por Andalucía, hasta que se la llevaron á América... ¡qué sé yo adonde! -¡Si vive y lee los diarios y ve como murió su hija...!» El reo tuvo un -ataque de risa convulsiva, y le sosegué otra vez á fuerza de -exhortaciones y consejos. - -«Así que se me quitó de la imaginación la madre, empecé á cuidar de la -niña. No tenía otra cosa para qué mirar en el mundo. Me propuse que no -había de perderse, ni arrimarme otro tiznón, y no la dejé salir ni al -portal. Aunque me dijese, es un verbigracia:--«Padre, tengo ganas de -correr» ó--«Padre, me pide el cuerpo ir á la plazuela»--nada, yo -sujetándola, que se divirtiese con su canario, ó con los pliegos de -aleluyas, ó con la maceta de albahaca, ¡pero sin sacar un dedo fuera! Y -así que fué espigando, y me hice cargo de que era muy bonita, tan bonita -como su madre, y parecida á ella como una gota á otra gota... y con una -voz de ángel también, se me abrieron los ojos de á cuarta, y dije:--No, -lo que es tú... no has de echarme el borrón.--Y me convertí en espía, y -la velé hasta el sueño, y no contento con guardarla dentro de casa, me -paseaba por la callejuela debajo de su ventana, á ver si andaba por allí -algún zángano; tanto que la castañera de la esquina me dijo -así:--Abuelo, está usted chiflado. ¿A quién se le ocurre rondar á su -propia hija? ¡Qué viejos mas escamones!--Pero no lo podía remediar. Toda -cuanta candidez y buena fe había tenido con la madre, ahora se me volvía -desconfianza; se me había clavado aquí, entre las cejas, que mi hija se -perdería, que era infalible que se perdiese, sobre todo si daba en -cantar; y me eché de rodillas delante de ella, y la obligué á que me -jurase que no cantaría nunca, así se hundiese el mundo. Y me lo juró: -sólo que, como ya no era yo aquel de antes, de allí á pocas mañanas, -acechando desde la esquina, la veo que abre la ventana, que se pone á -regar las macetas, y que al mismo tiempo, á competencia con el canario, -rompe á cantar... Me dió la sangre una vuelta redonda y se me quedaron -las manos frías. Volví á casa, entré en el cuarto de la muchacha, la -cogí por el pelo y debí de pegarla bastante, porque gritó y estuvo más -de una semana con una venda. ¿Creerá usted, Padre, que se enmendó? A -los quince días vuelvo á rondar y vuelve á asomarse, y otra vez el -canticio, y enfrente un grupo de mozalbetes que se para y la dice muchos -olés... Callé; no entré á castigarla; y por la tarde, mientras batía mi -suela, me parecía que una voz rara, como de algún chulo que se reía de -mí, me decía lo mismo que doce años antes:--No tienes vergüenza... Había -que matarla.--Cené muy triste, y después de que me acosté, la misma voz, -erre que erre: Matarla, matarla...--Entonces me levanté despacio, cogí -la herramienta, fuí en puntillas, me acerqué á la cama, y de un solo -golpe... Ahora hagan de mí lo que quieran, que ya tengo mi honra -desempeñada.» - ---¿Creerán ustedes,--añadió el Padre Téllez, que no le pude quitar la -tema de la honra? Se arrepentía... pero á los dos minutos volvía á -porfiar que era un caballero, y su conducta, más que culpable, -ejemplar... En este terreno casi murió impenitente... - ---Estaría loco--dijimos, á fin de consolar al sacerdote, que se había -quedado muy abatido al terminar su relato. - - - - -Primer amor - - -¿Qué edad contaría yo á la sazón? ¿Once ó doce años? Más bien serían -trece, porque antes es demasiado temprano para enamorarse tan de veras; -pero no me atrevo á asegurar nada, considerando que en los países -meridionales madruga mucho el corazón, dado que esta víscera tenga la -culpa de semejantes trastornos. - -Si no recuerdo bien el _cuándo_, por lo menos puedo decir con completa -exactitud el _cómo_ empezó mi pasión á revelarse. Gustábame -mucho--después de que mi tía se largaba á la iglesia á hacer sus -devociones vespertinas--colarme en su dormitorio y revolverle los -cajones de la cómoda, que los tenía en un orden admirable. Aquellos -cajones eran para mí un museo: siempre tropezaba en ellos con alguna -cosa rara, antigua, que exhalaba un olorcillo arcáico y discreto, el -aroma de los abanicos de sándalo que andaban por allí perfumando la -ropa blanca. Acericos de raso descolorido ya; mitones de malla, muy -doblados entre papel de seda; estampitas de santos; enseres de costura; -un _ridículo_ de terciopelo azul bordado de canutillo; un rosario de -ámbar y plata, fueron apareciendo por los rincones: yo los curioseaba y -los volvía á su sitio. Pero un día--me acuerdo lo mismo que si fuese -hoy--en la esquina del cajón superior y al través de unos cuellos de -rancio encaje, ví brillar un objeto dorado.... Metí las manos, arrugué -sin querer las puntillas, y saqué un retrato, una miniatura sobre -marfil, que mediría tres pulgadas de alto, con marco de oro. - -Me quedé como embelesado al mirarla. Un rayo de sol se filtraba por la -vidriera y hería la seductora imagen, que parecía querer desprenderse -del fondo obscuro y venir hacia mí. Era una criatura hermosísima, como -yo no la había visto jamás sino en mis sueños de adolescente, cuando los -primeros estremecimientos de la pubertad me causaban, al caer la tarde, -vagas tristezas y anhelos indefinibles. Podría la dama del retrato -frisar en los veinte y pico; no era una virgencita cándida, capullo á -medio abrir, sino una mujer en quien ya resplandecía todo el fulgor de -la belleza. Tenía la cara oval, pero no muy prolongada; los labios -carnosos, entreabiertos y risueños; los ojos lánguidamente entornados, y -un hoyuelo en la barba, que parecía abierto por la yema del dedo -juguetón de Cupido. Su peinado era extraño y gracioso: un grupo -compacto, á manera de piña de bucles al lado de las sienes y un cesto -de trenzas en lo alto de la cabeza. Este peinado antiguo, que remangaba -en la nuca, descubría toda la morbidez de la fresca garganta, donde el -hoyo de la barbilla se repetía más delicado y suave. En cuanto al -vestido..... Yo no acierto á resolver si nuestras abuelas eran de suyo -menos recatadas de lo que son nuestras esposas, ó si los confesores de -antaño gastaban manga más ancha que los de hogaño; y me inclino á creer -esto último, porque hará unos sesenta años las hembras se preciaban de -cristianas y devotas, y no desobedecerían á su director de conciencia en -cosa tan grave y patente. Lo indudable es que si en el día se presenta -alguna señora con el traje de la dama del retrato, ocasiona un motín; -pues desde el talle (que nacía casi en el sobaco) sólo la velaban leves -ondas de gasa diáfana, señalando, mejor que cubriendo, dos escándalos de -nieve, por entre los cuales serpeaba un hilo de perlas, no sin descansar -antes en la tersa superficie del satinado escote. Con el propio impudor -se ostentaban los brazos redondos, dignos de Juno, rematados por manos -esculturales..... Al decir _manos_ no soy exacto, porque en rigor, sólo -una mano se veía, y esa apretaba un pañuelo rico. - -Aún hoy me asombro del fulminante efecto que la contemplación de aquella -miniatura me produjo, y de cómo me quedé arrobado, suspensa la -respiración, comiéndome el retrato con los ojos. Ya había yo visto aquí -y acullá estampas que representaban mujeres bellas; frecuentemente, en -las _Ilustraciones_, en los grabados mitológicos del comedor, en los -escaparates de las tiendas, sucedía que una línea gallarda, un contorno -armonioso y elegante, cautivaba mis miradas precozmente artísticas; pero -la miniatura encontrada en el cajón de mi tía, aparte de su gran -gentileza, se me figuraba como animada de sutil aura vital; advertíase -en ella que no era el capricho de un pintor, sino imagen de persona -real, efectiva, de carne y hueso. El rico y jugoso tono del empaste, -hacía adivinar, bajo la nacarada epidermis, la sangre tibia; los labios -se desviaban para lucir el esmalte de los dientes; y, completando la -ilusión, corría alrededor del marco una orla de cabellos naturales, -castaños, ondeados y sedosos, que habían crecido en las sienes del -original. Lo dicho: aquello, más que copia, era reflejo de persona viva, -de la cual sólo me separaba un muro de vidrio..... Puse la mano en él, -lo calenté con mi aliento, y se me ocurrió que el calor de la misteriosa -deidad se comunicaba á mis labios y circulaba por mis venas. Estando en -esto, sentí pisadas en el corredor. Era mi tía que regresaba de sus -rezos. Oí su tos asmática y el arrastrar de sus pies gotosos. Tuve -tiempo no más que de dejar la miniatura en el cajón, cerrarlo, y -arrimarme á la vidriera, adoptando una actitud indiferente y nada -sospechosa. - -Entró mi tía sonándose recio, porque el frío de la iglesia le había -encrudecido el catarro ya crónico. Al verme se animaron sus ribeteados -ojillos, y, dándome un amistoso bofetoncito con la seca palma, me -preguntó si le había revuelto los cajones, según costumbre. - -Después, sonriéndose con picardía: - ---Aguarda, aguarda--añadió--voy á darte algo, que te chuparás los dedos. - -Y sacó de su vasta faltriquera un cucurucho, y del cucurucho tres ó -cuatro bolitas de goma adheridas entre sí, como aplastadas, que me -infundieron asco. - -La estampa de mi tía no convidaba á que uno abriese la boca y se zampase -el confite: muchos años, la dentadura traspillada, los ojos enternecidos -más de lo justo, unos asomos de bigote ó cerdas sobre la hundida boca, -la raya de tres dedos de ancho, unas canas sucias revoloteando sobre las -sienes amarillas, un pescuezo flácido y lívido como el moco del pavo -cuando está de buen humor... Vamos, que yo no tomaba las bolitas, ¡ea! -Un sentimiento de indignación: una protesta varonil se alzó en mí, y -declaré con energía: - ---No quiero, no quiero. - ---¿No quieres? ¡Gran milagro! ¡Tú que eres más goloso que la gata! - ---Ya no soy ningún chiquillo--exclamé creciéndome, empinándome en la -punta de los pies--y no quiero dulces. - -La tía me miró entre bondadosa é irónica, y al fin, cediendo á la gracia -que le hice, soltó el trapo, con lo cual se desfiguró y puso patente la -espantable anatomía de sus quijadas. Reíase de tan buena gana, que se -besaban barba y nariz, ocultando los labios, y se le señalaban dos -arrugas, ó mejor, dos zanjas hondas, y más de una docena de pliegues en -mejillas y párpados; al mismo tiempo, la cabeza y el vientre se le -columpiaban con las sacudidas de la risa, hasta que al fin vino la tos á -interrumpir las carcajadas, y entre risas y tos, involuntariamente, la -vieja me regó la cara con un rocío de saliva... Humillado y lleno de -repugnancia, huí á escape y no paré hasta el cuarto de mi madre, donde -me lavé con agua y jabón, y me dí á pensar en la dama del retrato. - -Y desde aquel punto y hora ya no acerté á separar mi pensamiento de -ella. Salir la tía y escurrirme yo hacia su aposento, entreabrir el -cajón, sacar la miniatura y embobarme contemplándola, todo era uno. A -fuerza de mirarla, figurábaseme que sus ojos entornados, al través de la -voluptuosa penumbra de las pestañas, se fijaban en los míos, y que su -blanco pecho respiraba afanosamente. Me llegó á dar vergüenza besarla, -imaginando que se enojaba de mi osadía, y sólo la apretaba contra el -corazón, ó arrimaba á ella el rostro. Todas mis acciones y pensamientos -se referían á la dama; tenía con ella extraños refinamientos y -delicadezas nimias. Antes de entrar en el cuarto de mi tía y abrir el -codiciado cajón, me lavaba, me peinaba, me componía, como ví después que -suele hacerse para acudir á las citas amorosas. - -Me sucedía á menudo encontrar en la calle á otros niños de mi edad, muy -armados ya de su cacho de novia, que ufanos me enseñaban cartitas, -retratos y flores, preguntándome si yo no escogería también _mi niña_ -con quien cartearme. Un sentimiento de pudor inexplicable me ataba la -lengua, y sólo les contestaba con enigmática y orgullosa sonrisa. Cuando -me pedían parecer acerca de la belleza de sus damiselillas, me encogía -de hombros y las calificaba desdeñosamente de _feas_ y _fachas_. Ocurrió -cierto domingo que fuí á jugar á casa de unas primitas mías, muy -graciosas en verdad, y que la mayor no llegaba á los quince. Estábamos -muy entretenidos en ver un estereóscopo, y de pronto una de las -chiquillas, la menor, doce primaveras á lo sumo, disimuladamente me -cogió la mano, y conmovidísima, colorada como una brasa, me dijo al -oído: - ---Toma. - -Al propio tiempo sentí en la palma de la mano una cosa blanda y fresca, -y ví que era un capullo de rosa, con su verde follaje. La chiquilla se -apartaba sonriendo y echándome una mirada de soslayo; pero yo, con un -puritanismo digno del casto José, grité á mi vez: - ---¡Toma! - -Y le arrojé el capullo á la nariz, desaire que la tuvo toda la tarde -llorosa y de monos conmigo, y que aún á estas fechas, que se ha casado y -tiene tres hijos, no me ha perdonado probablemente. - -Siéndome cortas para admirar el mágico retrato las dos ó tres horas que -entre mañana y tarde se pasaba mi tía en la iglesia, me resolví por fin -á guardarme la miniatura en el bolsillo, y anduve todo el día -escondiéndome de la gente lo mismo que si hubiese cometido un crimen. Se -me antojaba que el retrato, desde el fondo de su cárcel de tela, veía -todas mis acciones, y llegué al ridículo extremo de que si quería -rascarme una pulga, atarme un calcetín ó cualquiera otra cosa menos -conforme con el idealismo de mi amor purísimo, sacaba primero la -miniatura, la depositaba en sitio seguro y después me juzgaba libre de -hacer lo que más me conviniese. En fin, desde que hube consumado el -robo, no cabía en mí; de noche lo escondía bajo la almohada y me dormía -en actitud de defenderlo; el retrato quedaba vuelto hacia la pared, yo -hacia la parte de afuera, y despertaba mil veces con temor de que -viniesen á arrebatarme mi tesoro. Por fin lo saqué de debajo de la -almohada y lo deslicé entre la camisa y la carne, sobre la tetilla -izquierda, donde al día siguiente se podían ver impresos los cincelados -adornos del marco. - -El contacto de la cara miniatura me produjo sueños deliciosos. La dama -del retrato, no en efigie, sino en su natural tamaño y proporciones, -viva, airosa, afable, gallarda, venía hacia mí para conducirme á su -palacio, en un carruaje de blandos almohadones. Con dulce autoridad me -hacía sentar á sus pies en un cojín, y me pasaba la torneada mano por la -cabeza, acariciándome la frente, los ojos y el revuelto pelo. Yo le leía -en un gran misal, ó tocaba el laúd, y ella se dignaba sonreirse, -agradeciéndome el placer que la causaban mis canciones y lecturas. En -fin, las reminiscencias románticas me bullían en el cerebro, y ya era -paje, ya trovador. - -Con todas estas imaginaciones, el caso es que fuí adelgazando de un modo -notable, y lo observaron con gran inquietud mis padres y mi tía. - ---En esa difícil y crítica edad del desarrollo, todo es alarmante--dijo -mi padre, que solía leer libros de medicina y estudiaba con recelo las -ojeras obscuras, los ojos apagados, la boca contraída y pálida, y sobre -todo, la completa falta de apetito que se apoderaba de mí. - ---Juega, chiquillo; come, chiquillo--solían decirme. - -Y yo les contestaba con abatimiento: - ---No tengo ganas. - -Empezaron á discurrirme distracciones; me ofrecieron llevarme al teatro; -me suspendieron los estudios, y diéronme á beber leche recién ordeñada y -espumosa. Después me echaron por el cogote y la espalda duchas de agua -fría, para fortificar mis nervios; y noté que mi padre, en la mesa ó por -las mañanas cuando iba á su alcoba á darle los buenos días, me miraba -fijamente un rato y á veces sus manos se escurrían por mi espinazo -abajo, palpando y tentando mis vértebras. Yo bajaba hipócritamente los -ojos, resuelto á dejarme morir antes que confesar el delito. En -librándome de la cariñosa fiscalización de la familia, ya estaba con mi -dama del retrato. Por fin, para mejor acercarme á ella, acordé suprimir -el frío cristal: vacilé al ir á ponerlo en obra; al cabo pudo más el -amor que el vago miedo que semejante profanación me inspiraba, y con -gran destreza logré arrancar el vidrio y dejar patente la plancha de -marfil. - -Al apoyar en la pintura mis labios y percibir la tenue fragancia de la -orla de cabellos, se me figuró con más evidencia que era persona -viviente la que estrechaban mis manos trémulas. Un desvanecimiento se -apoderó de mí, y quedé en el sofá como privado de sentido, apretando la -miniatura. - -Cuando recobré el conocimiento ví á mi padre, á mi madre, á mi tía, -todos inclinados hacia mí con sumo interés; leí en sus caras el asombro -y el susto; mi padre me pulsaba, meneaba la cabeza y murmuraba: - ---Este pulso parece un hilito, una cosa que se va. - -Mi tía, con sus dedos ganchudos, se esforzaba en quitarme el retrato, y -yo, maquinalmente, lo escondía y aseguraba mejor. - ---Pero chiquillo... ¡suelta, que lo echas á perder!--exclamaba ella. ¿No -ves que lo estás borrando? Si no te riño, hombre... yo te lo enseñaré -cuantas veces quieras; pero no lo estropees; suelta, que le haces daño. - ---Déjaselo--suplicaba mi madre--el niño está malito. - ---¡Pues no faltaba más!--contestó la solterona.--¡Dejarlo! ¿Y quién hace -otro como ese... ni quién me vuelve á mí á los tiempos aquéllos? ¡Hoy -en día nadie pinta miniaturas... eso se acabó... y yo también me acabé y -no soy lo que ahí aparece! - -Mis ojos se dilataban de horror; mis manos aflojaban la pintura. No sé -cómo pude articular: - ---Usted... el retrato... es usted... - ---¿No te parezco tan guapa, chiquillo? ¡Bah! veintitrés años son más -bonitos que... que... que no sé cuántos, porque no llevo la cuenta; -nadie ha de robármelos! - -Doblé la cabeza, y acaso me desmayaría otra vez; lo cierto es que mi -padre me llevó en brazos á la cama, y me hizo tragar unas cucharadas de -Oporto. - -Convalecí presto y no quise entrar más en el cuarto de mi tía. - - - - -La inspiración - - -Temporada fatal estaba pasando el ilustre Fausto, el gran poeta. Por una -serie de circunstancias engranadas con persistencia increíble, todo le -salía mal, todo fallido, raquítico, como si en torno suyo se secasen los -gérmenes y la tierra se esterilizase. Sin ser viejo de cuerpo, envejecía -rápidamente su alma, deshojándose en triste otoñada sus amarillentas -ilusiones. Lo que le abrumaba no era dolor, sino atonía de su ardorosa -sensibilidad y de su imaginación fecunda. - -Acababa de romper relaciones con una mujer á quien no amaba; aquello -principió por una comedia sentimental, y duró entre una eternidad de -tedio, el cansancio insufrible del actor que representa un papel -antipático, que ya va olvidando de puro sabido, en un drama sin interés -y sin literatura. Y, no obstante, cuando la mujer mirada con tanta -indiferencia le suplantó descaradamente y le hizo blanco de acerbas -pullas que se repetían en los salones, Fausto sintió una de esas -amarguras secas, irritantes, que ulceran el alma, y quedó, sin -querérselo confesar, descontento de sí, rebajado á sus propios ojos, -saturado de un escepticismo vulgar y prosaico, embebido de la ingrata -convicción de que su mente ya no volvería á crear obra de arte, ni su -corazón á destilar sentimiento. - -Sí; Fausto se imaginaba que no era poeta ya. Así como los místicos -tienen horas en que la frialdad que advierten les induce á dudar de su -propia fe, los artistas desfallecen en momentos dados, creyéndose -impotentes, paralíticos, muertos. Recluído en su gabinete, Fausto -llamaba á la musa; pero en vano brillaba la lámpara, ardía la chimenea, -exhalaban perfume los jacintos y las violetas, susurraba la seda del -cortinaje: la infiel no acudía á la cita, y Fausto, con la frente -calenturienta apoyada en la palma de la mano--actitud familiar para -todos los que han luchado á solas con el ángel rebelde--no sentía fluir -ni una gota del manantial delicioso: solo veía rocas negras, áridos -arenales caldeados por el sol del desierto. - -En aquellos momentos de agonía, su conciencia le acusaba, diciéndole que -la decadencia del artista procedía del indiferentismo del hombre; que la -poesía no acude á los páramos, sino á los oasis, y que si no podía -volver á amar, tampoco podría volver á aparear versos--como quien unce -parejas de corzas blancas al mismo carro de oro.--Las mujeres que le -habían burlado y abandonado eran, sin duda, indignas de su amor; pero -tampoco él--Fausto, el poeta, el soñador, el ave--se había tomado el -trabajo de quererlo inspirar, ni menos de sentirlo. El desierto no era -el alma ajena, era su alma; quien sólo ofrece llanuras candentes y -peñascales yermos, no extrañe que el viajero cansado no se siente á -reposar, ni quiera dormir larga y dulce siesta, como la que se duerme á -la sombra de las palmeras verdes, al lado del fresco pozo... - -Paseábase Fausto una tarde de Septiembre, á pie y sin objeto, por una de -las solitarias rondas madrileñas, y al borde de un solar cercado de -tablas divisó grupos de gente que examinaba con muestras de vivísimo -interés, algo caído en el suelo. Las cabezas se inclinaban, y del corro -salían exclamaciones de lástima y admiración. Fausto iba á pasar sin -hacer caso; pero una sensación indefinible de curiosidad cruel le empujó -al remolino. Pensó que la realidad es madre de la poesía, y que á veces -del incidente más vulgar salta la chispa generadora. No sin algún -trabajo consiguió abrirse camino, y ya en primera fila, pudo ver lo que -causaba el asombro de aquel gentío humilde. - -Sobre la hierba enteca y mísera que á duras penas brotaba del terreno -arcilloso, yacía tendida una mujer joven, de sorprendente belleza. La -palidez de la muerte, y esa especie de misteriosa dignidad y calma que -imprime á las facciones, la hacían semejante á perfectísimo busto de -mármol, y el ligero vidriado de los árabes ojos no amenguaba su dulzura. -El pelo, suelto, rodeaba como un cojín de terciopelo mate la faz, y la -boca, entreabierta, dejaba ver los dientes de nácar entre los -descoloridos y puros labios. No se distinguía herida alguna en el cuerpo -de la joven, y sus ropas conservaban decente compostura. Estaba echada -de lado. Una faja de lana unía su cintura á la de un mocetón feo y -tosco, muerto también, de un balazo que, entrando por el oído, había -roto el cráneo. Sin duda en la agonía de los dos enamorados la faja -debió de aflojarse, pues la mujer aparecía algo vuelta hacia la derecha, -y el mozo á la izquierda, como desviándose de su compañera en el morir. - -Con mezcla de piedad y de enojo, los albañiles, las lavanderas y los -guardias de orden público comentaban el trágico suceso.--Tratábase de un -doble suicidio, concertado de antemano, y hasta anunciado por el bruto -del mozo, en una taberna, la noche anterior.--La oposición de los padres -de ella, las malas costumbres de él, y el haber caído soldado, eran la -causa. Ella no podía resignarse á la separación: ella misma, la mujer -apasionada, había lanzado la terrible idea, acogida con fruición -estúpida por el hombre celoso y feroz: morir, irse abrazados á donde -Dios dispusiese; no apartarse ya nunca; pese á quien pese, desposarse en -el ataúd... Sin dilación adquirió el revólver, y después de una mañana -que pasaron juntos almorzando en un ventorro, los dos amantes se habían -recogido al extraviado solar, donde, arrollando primero la faja del mozo -alrededor de ambas cinturas, ella había tendido con sublime confianza el -seno izquierdo, sin que, ni al sentir sobre el corazón el cañón del -arma, se borrase de sus labios aquella sonrisa que aún conservaba fija -en la boca, ¡aquella sonrisa que lucía los dientes de nácar entre los -descoloridos y puros labios! - -Por la noche, al retirarse Fausto á su casa, percibió una fiebre -singular que conocía de antemano, pues solía experimentarla cada vez que -se renovaba su ser con afectos nunca sentidos. Semejante excitación -nerviosa señalaba, como la manecilla del reloj, las etapas sucesivas de -su vida moral. La alegría extremada, la pena vehemente é inconsolable se -anunciaban igualmente para Fausto con un desasosiego raro, una inquietud -del corazón, que ya acelera sus latidos, ya se aquieta y desmaya hasta -el síncope. Las horas nocturnas las contó desvelado en la cama: no podía -apartar del pensamiento la imagen de la muchacha muerta; y mientras -volvía á ver el solar, el corro de curiosos, el grupo trágico de los -amantes que abrazados emprenden el viaje sin regreso, un bullir confuso -de rimas, un surgir de estrofas incompletas, un rodar oceánico de versos -sonoros ascendía de su corazón palpitante á su cerebro, y bajaba -después, á manera de corriente impetuosa, á su mano impaciente ya de -asir la pluma... - -Lo más raro de todo era que Fausto, con la fantasía, enmendaba la plana -al ciego Destino. La hermosa niña que había recibido en el seno -izquierdo la bala, no estaba enamorada del bárbaro y plebeyo borrachín, -del perdulario soez que descansaba á su lado, y que la amarró con la -faja antes de darle muerte. No: el predilecto de aquella mujer que sabía -querer y morir; el que antes de asesinarla había aspirado el aliento de -su boca de virgen, era Fausto, el poeta; Fausto, que por fin encontraba -su ideal, y que al encontrarlo prefería dejar la tierra, sellando con el -sello de lo irreparable tan magnífica pasión. - -¿Quién duda que sólo Fausto, capaz de comprender el valor de la acción -sublime, merecía haberla inspirado? Corrigiendo la inepcia de los -hechos, despreciando la vana apariencia de lo real, Fausto recogía para -sí la ardiente flor amorosa, la flor de sangre sembrada en el erial de -la ronda madrileña. Él era el compañero de aquella muerta que sonreía; -él era quien había apoyado el revólver sobre el impávido seno de la -heroina, no sólo tranquila ante la muerte, sino prendada de la muerte -que une eternamente, sin separación posible, á los que se quisieron con -delirio... Y la sugestión fue tan fuerte, que Fausto arrojó las sábanas, -encendió luz y empezó á emborronar papel... - - * * * * * - -Tal fué el origen del poema _Juntos_, el mejor timbre de gloria de -Fausto, lo que consagrará ante la posteridad su nombre, porque _Juntos_ -es (lo afirma la crítica) una maravilla de sentimiento verdadero, y se -comprende que está escrito con lágrimas vivas del poeta, que corresponde -á penas y goces no fingidos,--á algo que no se inventa, porque no puede -inventarse. - - - - -Champagne - - -Al destaparse la botella de dorado casco, se obscurecieron los ojos de -la compañera momentánea de Raimundo Valdés, y aquella sombra de dolor ó -de recuerdo despertó la curiosidad del joven, que se propuso inquirir -por qué una hembra que hacía profesión de jovialidad se permitía -demostrar sentimientos tristes, lujo reservado solamente á las mujeres -honradas, dueñas y señoras de su espíritu y de su corazón. - -Solicitó una confidencia y, sin duda, la _prógima_ se encontraba en uno -de esos instantes en que se necesita expansión, y se le dice al primero -que llega lo que más hondamente puede afectarnos, pues sin dificultades -ni remilgos contestó, pasándose las manos por los ojos: - ---Me conmueve siempre ver abrir una botella de Champagne, porque ese -vino me costó muy caro... el día de mi boda. - ---¿Pero tú te has casado alguna vez... ante un cura?--preguntó Raimundo -con festiva insolencia. - ---Ojalá no--repuso ella con el acento de la verdad, con franqueza -impetuosa.--Por haberme casado ando como me veo. - ---Vamos, ¿tu marido será algún tramposo, algún perdis? - ---Nada de eso. Administra muy bien lo que tiene, y posee miles de -duros... miles, sí, ó cientos de miles. - ---Chica, ¡cuántos duros! En ese caso... ¿te daba mala vida? ¿Tenía líos? -¿Te pegaba? - ---Ni me dió mala vida, ni me pegó, ni tuvo líos, que yo sepa... ¡Después -sí que me han pegado! Lo que hay es que le faltó tiempo para darme vida -mala ni buena, porque estuvimos juntos, ya casados, un par de horas nada -más. - ---¡Ah!--murmuró Valdés, presintiendo una aventura interesante. - ---Verás lo que pasó, prenda. Mis padres fueron personas muy regulares, -pero sin un céntimo. Papá tenía un empleíllo, y con el angustiado sueldo -se las arreglaban. Murió mi madre; á mi padre le quitaron el destino... -y como no podía mantenernos el pico á mi hermano y á mí, y era bastante -guapo, se dejó camelar por una jamona muy rica, y se casó con ella en -segundas. Al principio mi madrastra se portó... vamos, bien: no nos -miraba á los hijastros con malos ojos. Pero así que yo fuí creciendo y -haciéndome mujer, y que los hombres, dieron en decirme cosas en la -calle, comprendí que en casa me cobraban ojeriza. Todo cuanto yo hacía -era mal hecho, y tenía siempre detrás al juez y al alguacil... la -madrastra. Mi padre se puso muy pensativo, y comprendí que le llegaba al -alma que se me tratase mal. Y lo que resultó de estas trifulcas, fué que -se echaron á buscarme marido para zafarse de mí. Por casualidad lo -encontraron pronto, sujeto acomodado, cuarentón, formal, recomendable, -seriote... En fin, mi mismo padre se dió por contento y convino en que -era una excelente proporción la que se me presentaba. Así es que ellos -en confianza trataron y arreglaron la boda, y un día, encontrándome yo -bien descuidada... ¡á casarse! y no vale replicar. - ---¿Y qué efecto te hizo la noticia? ¿Malo, eh? - ---Malísimo... porque yo tenía la tontuna de estar enamorada hasta los -tuétanos, como se enamora una chiquilla, pero chiquilla forrada de -mujer... de _uno_ de infantería, un teniente pobre como las ratas... y -se me había metido en la cabeza que aquel había de ser mi marido apenas -saliese á capitán. Las súplicas de mi padre; los consejos de las amigas; -las órdenes y hasta los pescozones de mi madrastra--que no me dejaba -respirar--me aturdieron de tal manera, que no me atreví á resistir. Y -vengan regalos, y desclávense cajones de vestidos enviados de Madrid, y -cuélguese usted los faralaes blancos, y préndase el embelequito de la -corona de azahar, y á la iglesia, y ahí te suelto la bendición, y en -seguida gran comilona, los amigos de la familia y la parentela del novio -que brindan y me ponen la cabeza como un bombo, á mí que más ganas -tenía de lloriquear que de probar bocado... - ---Hija, por ahora no encuentro mucho de particular en tu historia. -Casarse así, rabiando y por máquina, es bastante frecuente. - ---Aguarda, aguarda--advirtió amenazándome con la mano.--Ahora entra lo -ridículo, la peripecia... Pues señor, yo en mi vida había probado el tal -Champagne... Me sirvieron la primera copa para que contestase á los -brindis, y después de vaciarla me pareció que me sentía con más ánimos, -que se me aliviaban el malestar y la negra tristeza. Bebí la segunda, y -el buen efecto aumentó. La alegría se me derramaba por el cuerpo... -Entonces me deslicé á tomar tres, cuatro, cinco, quizás media docena... - -Los convidados bromeaban celebrando la gracia de que bebiese así, y yo -bebía buscando en la especie de vértigo que causa el Champagne un olvido -completo de lo que había de suceder y de lo que me estaba sucediendo ya. -Sin embargo, me contuve antes de llegar á trastornarme por completo, y -sólo podían notar en la mesa que reía muy alto, que me relucían los -ojos, y que estaba sofocadísima. - -Nos esperaba un coche á mi marido y á mí, coche que nos había de llevar -á una casa de campo de él, á pasar la primer semana después de la -boda.--Chiquillo, no sé si fué el movimiento del coche ó si fué el aire -libre, ó buenamente que estaba yo como una uva,--pero lo cierto es que -apenas me ví sola con el tal hombre y él pretendió hacerme garatusas -cariñosas, se me desató la lengua, se me arrebató la sangre, y le solté -de pe á pa lo del teniente, y que sólo al teniente quería, y teniente va -y teniente viene, y dale con si me han casado contra mi gusto, y toma -conque ya me desquitaría y le mataría á palos... Barbaridades, cosas que -inspira el vino á los que no acostumbran... Y mi esposo, más pálido que -un muerto, mandó que volviese atrás el coche, y en el acto me devolvió á -mi casa.--Es decir, esto me lo dijeron luego, porque yo, de puro -borrachina... de nada me enteré. - ---¿Y nunca más te quiso recibir tu marido? - ---Nunca más. Parece que le espeté atrocidades tremendas. Ya ves; quien -hablaba por mi boca era el maldito espumoso... - ---¿Y... en tu casa? ¿Te admitieron contentos? - ---¡Quiá! Mi madrastra me insultaba horriblemente, y mi padre lloraba por -los rincones... Preferí tomar la puerta, ¡qué caramba! - ---¿Y... el teniente? - ---¡Sí, busca teniente! Al saber mi boda se había echado otra novia, y se -casó con ella poco después. - ---¿Sabes que has tenido mala sombra? - ---Mala por cierto... Pero creo que si todas las mujeres hablasen lo que -piensan, como hice yo por culpa del Champagne, más de cuatro y más de -ocho se verían peor que esta individua. - ---¿Y no te da tu marido alimentos? La ley le obliga. - ---¡Bah! Eso ya me lo avisó un abogadito que tuve... ¡El diablo que se -meta á pleitear! ¿Voy á pedirle que me mantenga á ese, después del -desengaño que le costé? Anda, ponme más Champagne... Ahora ya puedo -beber lo que quiera. No se me escapará ningún secreto. - - - - -Sor Aparición - - -En el convento de las Clarisas de S..., al través de la doble reja baja, -ví á una monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero -tenía el rostro pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz, y -guardaba inmovilidad absoluta. No parecía más viva que los yacentes -bultos de una reina y una infanta, cuyos mausoleos de alabastro -adornaban el coro. De pronto la monja prosternada se incorporó, sin duda -para respirar, y pude distinguir sus facciones. Se notaba que había -debido de ser muy hermosa en sus juventudes, como se conoce que unos -paredones derruídos fueron palacios espléndidos. Lo mismo podría contar -la monja ochenta años que noventa: su cara, de una amarillez sepulcral, -su temblorosa cabeza, su boca consumida, sus cejas blancas, revelaban -ese grado sumo de la senectud en que hasta es insensible el paso del -tiempo. - -Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo, -eran los ojos. Desafiando á la edad, conservaban, por caso extraño, su -fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y -dramática. La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes -ojos volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en -el claustro ofreciendo á Dios un corazón inocente; delataban un pasado -borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí -ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase á alguien -conocedor del secreto de la religiosa. - -Sirvióme la casualidad á medida del deseo. La misma noche, en la mesa -redonda de la posada, trabé conversación con un caballero machucho, muy -comunicativo y más que medianamente perspicaz, de esos que gozan cuando -enteran á un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en par -el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de las Claras -é indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja, mi -guía exclamó: - ---¡Ah! ¡Sor Aparición! Ya lo creo, ya lo creo... Tiene un _no sé qué_ en -los ojos... Lleva escrita allí su historia. Donde usted la ve, los dos -surcos de las mejillas, que de cerca parecen canales, se los han abierto -las lágrimas. ¡Llorar más de cuarenta años! Ya corre agua salada en -tantos días... El caso es que el agua no le ha apagado las brasas de la -mirada... ¡Pobre Sor Aparición! Le puedo descubrir á usted el _quid_ de -su vida mejor que nadie, porque mi padre la conoció moza, y hasta creo -que la hizo unas miajas el amor... ¡Es que era una deidad! - -Sor Aparición se llamó en el siglo Irene. Sus padres eran gente hidalga, -ricachos de pueblo; tuvieron varios retoños, pero los perdieron, y -concentraron en Irene el cariño y el mimo de hija única. El pueblo donde -nació se llama A... Y el destino, que con las sábanas de la cuna empieza -á tejer la cuerda que ha de ahorcarnos, hizo que en ese mismo pueblo -viese la luz, algunos años antes que Irene, el famoso poeta... - -Lancé una exclamación y pronuncié, adelantándome al narrador, el -glorioso nombre del autor del _Arcángel maldito_,--tal vez el más -genuino representante de la fiebre romántica;--nombre que lleva en sus -sílabas un eco de arrogancia desdeñosa, de mofador desdén, de acerba -ironía y de nostalgia desesperada y blasfemadora. Aquel nombre y el -mirar de la religiosa se confundieron en mi imaginación, sin que todavía -el uno me diese la clave del otro, pero anunciando ya, al aparecer -unidos, un drama del corazón de esos que chorrean viva sangre. - ---El mismo--repitió mi interlocutor--el célebre Juan de Camargo, orgullo -del pueblecito de A..., que ni tiene aguas minerales, ni santo -milagroso, ni catedral, ni lápidas romanas, ni nada notable que enseñar -á los que lo visitan, pero repite envanecido: «En esta casa de la plaza -nació Camargo.» - ---Vamos--interrumpí--ya comprendo; Sor Aparición... digo, Irene, se -enamoró de Camargo, él la desdeñó, y ella, para olvidar, entró en el -claustro... - ---¡Chsss!--exclamó el narrador sonriendo;--¡espere usted, espere usted, -que si no fuese más! De eso se ve todos los días; ni valdría la pena de -contarlo. No; el caso de Sor Aparición tiene miga. Paciencia, que ya -llegaremos al fin. - -De niña, Irene había visto mil veces á Juan de Camargo, sin hablarle -nunca, porque él era ya mozo y muy huraño y retraído: ni con los demás -chicos del pueblo se juntaba. Al romper Irene su capullo, Camargo, -huérfano, ya estudiaba leyes en Salamanca, y sólo venía á casa de su -tutor durante las vacaciones. Un verano, al entrar en A..., el -estudiante levantó por casualidad los ojos hacia la ventana de Irene y -reparó en la muchacha, que fijaba en él los suyos... unos ojos de date -preso, dos soles negros, porque ya ve usted lo que son todavía ahora. -Refrenó Camargo el caballejo de alquiler, para recrearse en aquella -soberana hermosura; Irene era un asombro de guapa. Pero la muchacha, -encendida como una amapola, se quitó de la ventana cerrándola de golpe. -Aquella misma noche, Camargo, que ya empezaba á publicar versos en -periodiquillos, escribió unos, preciosos, pintando el efecto que le -había producido la vista de Irene en el momento de llegar á su pueblo... -Y envolviendo en los versos una piedra, al anochecer la disparó contra -la ventana de Irene. Rompióse el vidrio, y la muchacha recogió el papel -y leyó los versos, no una vez, ciento, mil: los bebió, se empapó en -ellos. Sin embargo, aquellos versos, que no figuran en la colección de -las poesías de Camargo, no eran declaraciones amorosas, sino algo raro, -mezcla de queja é imprecación. El poeta se dolía de que la pureza y la -hermosura de la niña de la ventana no se hubiesen hecho para él, que era -un réprobo. Si él se acercase, marchitaría aquella azucena... Después -del episodio de los versos, Camargo no dió señales de acordarse de que -existía Irene en el mundo, y en Octubre se dirigió á Madrid. Empezaba el -período agitado de su vida, las aventuras políticas y la actividad -literaria. - -Desde que Camargo se marchó, Irene se puso triste, llegando á enfermar -de pasión de ánimo. Sus padres intentaron distraerla; la llevaron algún -tiempo á Badajoz, la hicieron conocer jóvenes, asistir á bailes; tuvo -adoradores, oyó lisonjas... pero no mejoró de humor ni de salud. - -No podía pensar sino en Camargo, á quien era aplicable lo que dice Byron -de _Lara_: que los que le veían no le veían en vano; que su recuerdo -acudía siempre á la memoria, pues hombres tales lanzan un reto al desdén -y al olvido. No creía la misma Irene hallarse enamorada; juzgábase sólo -víctima de un maleficio, emanado de aquellos versos tan sombríos, tan -extraños. Lo cierto es que Irene tenía eso que ahora llaman obsesión, y -á todas horas veía _aparecerse_ á Camargo, pálido, serio, el rizado pelo -sombreando la pensativa frente... Los padres de Irene, al observar que -su hija se moría minada por un padecimiento misterioso, decidieron -llevarla á la corte, donde hay grandes médicos para consultar y también -grandes distracciones. - -Cuando Irene llegó á Madrid, era célebre Camargo. Sus versos fogosos, -altaneros, de sentimiento fuerte y nervioso, hacían escuela; sus -aventuras y genialidades se comentaban. Asociada con él una pandilla de -perdidos, de bohemios desenfadados é ingeniosos, cada noche inventaban -nuevas diabluras, y ya turbaban el sueño de los honrados vecinos, ya -realizaban las orgiásticas proezas á que aluden ciertas poesías -blasfemas y obscenas, que algunos críticos aseguran que no son de -Camargo en realidad. Con las borracheras y el libertinaje alternaban las -sesiones en las logias masónicas y en los comités; Camargo se preparaba -ya la senda de la emigración. No estaba enterada de todo esto la -provinciana y cándida familia de Irene; y como se encontrasen en la -calle al poeta, le saludaron alegres, que al fin era _de allá_. - -Camargo, sorprendido otra vez de la hermosura de la joven; notando que -al verle se teñían de púrpura las descoloridas mejillas de una niña tan -preciosa, les acompañó, y prometió visitar á sus convecinos. Quedaron -lisonjeados los pobres lugareños, y creció su satisfacción al notar que -de allí á pocos días, habiendo cumplido Camargo su promesa, Irene -revivía. Desconocedores de la crónica, les parecía Camargo un yerno -posible, y consintieron que menudease las visitas. - -Veo en su cara de usted que cree adivinar el desenlace... ¡No lo -adivina! Irene, fascinada, trastornada como si hubiese bebido zumo de -yerbas, tardó sin embargo seis meses en acceder á una entrevista á -solas, en la misma casa de Camargo. La honesta resistencia de la niña -fué causa de que los perdidos amigotes del poeta se burlasen de él, y el -orgullo, que es la raíz venenosa de ciertos romanticismos, como el de -Byron y el de Camargo, inspiró á éste una apuesta, un desquite satánico, -infernal. Pidió, rogó, se alejó, volvió, dió celos, fingió planes de -suicidio, é hizo tanto, que Irene, atropellando por todo, consintió en -acudir á la peligrosa cita. Gracias á un milagro de valor y decoro, -salió de ella pura y sin mancha, y Camargo sufrió una chacota que le -enloqueció de despecho. - -A la segunda cita, se agotaron las fuerzas de Irene, se obscureció su -razón y fué vencida. Y cuando, confusa y trémula, yacía, cerrando los -párpados, en brazos del infame, éste exhaló una estrepitosa carcajada, -descorrió unas cortinas, é Irene vió que la devoraban los impuros ojos -de ocho ó diez hombres jóvenes, que también reían y palmoteaban -irónicamente... - -Irene se incorporó, dió un salto, y sin cubrirse, con el pelo suelto y -los hombros desnudos, se lanzó á la escalera y á la calle. Llegó á su -morada seguida de una turba de pilluelos que la arrojaban barro y -piedras. Jamás consintió decir de dónde venía, ni qué le había -sucedido.--Mi padre lo averiguó, porque, casualmente, era amigo de uno -de los de la apuesta de Camargo.--Irene sufrió una fiebre de septenarios -en que estuvo desahuciada; así que convaleció, entró en este -convento--lo más lejos posible de A...--Su penitencia ha espantado á las -monjas: ayunos increíbles; mezclar el pan con ceniza; pasarse tres días -sin beber; las noches de invierno descalza y de rodillas, en oración: -disciplinarse, llevar una argolla al cuello, una corona de espinas bajo -la toca, un rallo á la cintura... - -Lo que más edificó á sus compañeras, que la tienen por santa, fué el -continuo llorar. Cuentan--pero serán consejas--que una vez llenó de -llanto la escudilla del agua. ¡Y quién le dice á usted que de repente se -le quedan los ojos secos, sin una lágrima, y brillando de ese modo que -ha notado usted!--Esto aconteció más de veinte años hace; las gentes -piadosas creen que fué la señal del perdón de Dios. No obstante, Sor -Aparición, sin duda, no se cree perdonada, porque, hecha una momia, -sigue ayunando y postrándose y usando el cilicio de cerda... - ---Es que hará penitencia por dos--respondí, admirada de que en este -punto fallase la penetración de mi cronista.--¿Piensa usted que Sor -Aparición no se acuerda del alma infeliz de Camargo? - - - - -¿Justicia? - - -Sin ser filósofo ni sabio; con sólo la viveza del natural discurso, -Pablo Roldán había llegado á formarse en muchas cuestiones un criterio -extraño é independiente; no digo que superior, porque no pienso que lo -sea,--pero al menos distinto del de la generalidad de los mortales.--En -todo tiempo habrán existido estas divergencias entre el modo de pensar -colectivo y el de algunos individuos innovadores ó retrógrados con -exceso, pues tanto nos separamos de nuestra época por adelantarnos como -por rezagarnos. - -Uno de los problemas que Pablo Roldán consideraba de modo original y -hasta chocante, era el de la infidelidad de la esposa. Es de advertir -que Pablo Roldán estaba casado, y con dama tan principal, moza, hermosa -y elegante, que se llevaba los ojos y quizás el corazón de cuantos la -veían. Un tesoro así debiera hacer vigilante á su guardador; pero Pablo -Roldán no sólo alardeaba de confianza ciega, rayana en descuido, sinó -que declaraba que la vigilancia le parecía inútil, porque no juzgándose -_propietario_ de su bella mitad, no se creía en el caso de guardarla -como se guarda una viña, un huerto ó una caja de valores. Una -mujer--decía sonriendo Pablo--se diferencia de una fruta y de un rollo -de billetes de Banco, en que tiene conciencia y lengua. A nadie se le ha -ocurrido hacer responsable á la pavía si un ratero la hurta y se la -come. La mujer es capaz y responsable--y vean cómo realmente, pareciendo -tan bonachón, soy más rígido que ustedes los celosos extremeños.--La -mujer es responsable, culpable... entendámonos: cuando engaña. Claro que -la mía, moralmente, no conseguirá nunca engañarme, porque yo sería la -flor de los imbéciles si al acercarme á ella no comprendiese la -impresión que la produzco; si me ama, ó la soy indiferente, ó no me -puede sufrir. Del estado de su alma no necesitará mi esposa darme -cuenta: yo adivinaré... ¡No faltaría más! Y al adivinar--tan cierto como -me llamo Pablo Roldán y me tengo por hombre de honor--consideraré roto -el lazo que la sujeta á mí, y no haré al autor de las almas la ofensa de -violentar un alma esencialmente igual á la mía... Desde el día en que no -me quiera, mi mujer será _interiormente_ libre como el aire. Sin -embargo--pues el nudo legal es indisoluble y la equivocación mutua,--le -advertiré que queda obligada á salvar las apariencias, á tener muy en -cuenta la exterioridad, á no hacerme blanco de la burla; y yo, por mi -parte, me creeré en el deber de seguir amparándola, de escudarla contra -el menosprecio. ¡Bah! Amigo mío, esto es hablar por hablar; Felicia -parece que aun no me ha perdido el cariño... Son teorías, y ya sabe -usted que, llegado el caso práctico, raro es el hombre que las aplica -rigurosamente. - -No platicaba así Roldán sino con los pocos que tenía por verdaderos -amigos y hombres de corazón y de entendimiento; con los demás creía él -que no se debían conferir puntos tan delicados. Al parecer, el sistema -amplio y generoso de Pablo daba resultados excelentes: el matrimonio -vivía unido, respetado, contento. No obstante, yo que lo observaba sin -cesar, atraído por aquel experimento curioso, empecé á notar, -transcurridos algunos años--poco después de que la mujer de Pablo entró -en el período de esplendor de la belleza femenina, los treinta--ciertos -síntomas que me inquietaron un poco. Pablo andaba á veces triste y -meditabundo; tenía días de murria, momentos de distracción y ausencia, -aunque se rehacía luego y volvía á su acostumbrada ecuanimidad. En -cambio, su mujer demostraba una alegría y animación exageradas y -febriles, y se entregaba más que nunca al mundo y á las fiestas. Seguían -yendo siempre juntos; las buenas costumbres conyugales no se habían -alterado en lo más mínimo; pero yo, que tampoco soy la flor de los -imbéciles, no podía dudar que existía en aquella pareja antes venturosa -algún desajuste, alguna grieta oculta, algo que alteraba su contextura -íntima. Para la gente, el matrimonio Roldán se mantenía inalterable; -para mí, el matrimonio Roldán se había disuelto. - -Por aquel entonces se anunció la boda de cierta opulenta señorita, y los -padres convidaron á sus relaciones á examinar las _vistas_ y ricos -regalos que formaban la canastilla de la novia. Encontrábame entretenido -en admirar un largo hilo de perlas, obsequio del novio, cuando ví entrar -á Pablo Roldán y á su mujer. Acercáronse á la mesa cargada de preseas -magníficas, y la gente agolpada les abrió paso difícilmente. La señora -de Roldán se extasió con el hilo de perlas: ¡qué iguales! ¡qué gruesas! -¡qué oriente tan nacarado y tan puro! Mientras expresaba su admiración -hacia la joya, noté...--¿quién explicaría el por qué me fijaba -ansiosamente en los movimientos de la mujer de Pablo?--noté, digo, que -se deslizaba hacia ella, como para compartir su admiración, Dámaso -Vargas Padilla, mozo más conocido por calaveradas y despilfarros que por -obras de caridad, y hube de ver que sobre el color avellana del guante -de Suecia de la dama relucía un objetito blanco, inmediatamente -trasladado á los dominios de un guante rojizo del Tirol... Y sentí el -mismo estremecimiento que si de cosa propia se tratase, al cerciorarme -de que Pablo Roldán, demudado y con el rostro color de muerto, había -visto como yo, y sorprendido, como yo, el paso del billete de manos de -su mujer á manos de Vargas... - -Temí que se arrojase sobre los que así le escarnecían en público. No se -arrojó; no dió la más leve muestra de cólera ó pesadumbre. Al contrario, -siguió curioseando y alabando las galas bonitas, revolviendo y mezclando -los objetos colocados más cerca, deteniéndose y obligando á su mujer á -que se detuviese y reparase el mérito de cada uno. Tan despacio procedió -á este examen, que la gente fué retirándose poco á poco, y ya no -quedamos en el gabinete sino media docena de personas. Y cuando me -disponía á cruzar la puerta, en una ojeada que lancé al descuido, volví -á ver algo que me hizo el efecto de la espantable cabeza de Medusa, -paralizándome de horror, dejándome sin voz, sin discurso, sin aliento... -Pablo Roldán había deslizado rápidamente en el bolsillo de su chaleco el -hilo de perlas, y salía tranquilo, alta la frente, bromeando con su -esposa, elogiando un cuadro, en el cual logró concentrar toda la -atención de los circunstantes. - -Desde el día siguiente empezó á murmurarse sobre el tema del robo, -primero en voz baja, después con escandalosa publicidad. Hubo periódicos -que lo insinuaron; el _tole tole_ fué horrible. Las muchas personas -distinguidas que habían admirado las galas de la novia clamaban al cielo -y mostraban, naturalmente, deseo furioso de que se descubriese al -ladrón. Se calumnió á varios inocentes, y el rencor buscó medios de -herir, devolviendo la flecha. Todos respiraron por fin al saber que el -juez, avisado por una delación anónima, acababa de registrar la casa de -Pablo, encontrando el hilo de perlas en un armario del tocador de la -señora de Roldán... - -Sólo yo comprendí la tremenda venganza. Sólo yo logré penetrar el -siniestro enigma, sin clave para la propia señora, que no anda lejos de -expiar con años de presidio el delito que no cometió. Y un día que -encontré á Pablo y le abrí mi alma y le confesé mis perplejidades, mis -dudas respecto á si debía ó no revelar la verdad, puesto que la conocía, -Pablo me respondió con lágrimas de rabia al borde de los lagrimales: - ---No intervengas; ¡paso á la justicia, paso!... Dejó de amarme, y no me -creí con derecho ni á la queja; quiso á otro, y únicamente la rogué que -no me entregase á la risa del mundo... ¡Ya sabes cómo atendió á mi -ruego... ya lo sabes! Antes que consiguiese ridiculizarme, la infamé... -¡Los medios fueron malos, pero... se lo tenía advertido! Si tú eres de -los que creen que la venganza pertenece á Dios, apártate de mí, porque -no nos entendemos. Amor, odio y venganza... ¿dónde habrá nada más -humano? - -Me desvié de Pablo Roldán y no quiero volver á verle. No sé juzgarle; -tan pronto le compadezco, como me inspira horror. - - - - -Más allá - - -Era un balneario elegante; pero no de esos en que la gente rica, -antojadiza y maniática cuida imaginarias dolencias, sino de los que -reciben todos los años, desde principios de Junio, retahilas de -verdaderos enfermos pálidos y débiles, y donde, á la hora de la -consulta, se ven á la puerta del consultorio gestos ansiosos, -enrojecidos párpados, y señoras de pelo gris, que dan el brazo y -sostienen á señoritas demacradas, de trabajoso andar. Para decirlo -pronto: aquellas aguas convenían á los tísicos. - -Pared por medio estaban los dos. _Ella_, la niña apasionada y romántica, -la interesante enfermita que--indiferente á la muerte como -aniquilamiento del ser físico--no la aceptaba como abdicación de la -gracia y la belleza; que, á su paso por los salones, cuando los cruzaba -con porte airoso de ninfa joven, solía levantar un rumor halagüeño, un -murmurio pérfido de mar que acaricia y devora; y defendiendo hasta el -último instante su corona de encantos, que iba á marchitarse en el -sepulcro, se rodeaba de flores y perfumes, sonreía dulcemente, envolvía -su cuerpo enflaquecido en finos crespones de China y delicados encajes, -y calzaba su pie menudo de blanco tafilete, con igual coquetería que si -fuese á dirigir alegre y raudo cotillón.--_El_, el mozo galán que había -derrochado sus fuerzas vitales con prodigalidad regia, despreciando las -advertencias de la tierna é inquieta madre y la indicación hereditaria -de los dos tíos maternos arrebatados en lo mejor de la edad--hasta que -un día sintió á su vez el golpe sordo que le hería el pecho y le -disolvía lentamente el pulmón, avivando, en vez de extinguirlo, el -incendio que siempre había consumido su alma. - -Pared por medio estaban los dos, sin conocerse ni saber que existían, y -sin embargo, el mal que los llevaba á la tumba tenía idéntico origen; el -mismo anhelo insaciable había atacado en ellos las fuentes de la vida. -Ella y él, fascinados por el propio sueño, hicieron de la pasión único -ideal de la existencia, y aspiraron á un amor grande, profundamente -estético, ardiente y resuelto como si fuese criminal, noble y altivo -como si fuese legítimo, puro á fuerza de intensidad, abrasador á fuerza -de pureza. Y como quien busca ave fénix ó talismán poderoso, habían -buscado ambos la encantada isla de sus ensueños, ella entre los sosos -incidentes del diario _flirt_, él entre los episodios no menos vulgares -de la calvatronería orgiástica; hasta que una serie de decepciones -tristes, cómicas ó indignas les arruinó la salud, dejando intacto el -tesoro de ilusiones y aspiraciones nunca satisfechas, la sed de amar -inextinta, más bien exacerbada por la calentura y el alta tensión -nerviosa, fruto del padecimiento. - -¡Quién les dijera que allí, detrás del tabique en cuyo papel de -caprichosos dibujos hallaban maquinal entretenimiento los aburridos -ojos, se encontraba lo que habían buscado en balde tanto tiempo, lo que -necesitaban para asirse otra vez á la existencia! - -Porque ya ni él ni ella podían salir del cuarto, ni bajar las escaleras, -ni comer en el comedor. Postrados y exánimes, les traían el agua mineral -en un vaso puesto boca abajo sobre un platillo; últimamente, hasta no se -atrevieron á beber, y el médico, presintiendo fatal desenlace, advirtió -que convendría atender al alma, señal casi siempre funestísima para el -pobre del cuerpo. - -El y ella se prepararon á recibir á Jesucristo con todo el agasajo que -tal visita merece. No hubo fuerzas humanas que les impidiesen vestirse y -engalanarse como para un sarao. Ella se lavó con esencias fragantes y -jabones exquisitos, hizo peinar esmeradamente la negra mata de pelo, se -puso traje de blanco gró, y con sonriente coquetería prendió en la -mantilla sus agujas de turquesas; él atusó la bien recortada barba, -eligió la camisa más bruñida y tersa, el chaleco de mejor caída, y de -frac y corbata blanca, esperó á su Dios. Y él y ella, al sentir en los -labios la sagrada partícula, gozaron un momento de emoción deliciosa: -les pareció que la efusión esperada en vano, el supremo arrobamiento del -éxtasis, vendría después de despojada la vestidura carnal, cuando el -alma, libre y dichosa, volase al seno de su Creador... - -Así fué que tuvieron unas últimas horas edificantes, ejemplares, de un -ardor místico sublime, que hacía derramar lágrimas á los que rodeaban el -lecho. Sus palabras de esperanza sonaban conmovedoras y misteriosas, -dichas desde el borde de la huesa. Hablaban del cielo, y diríase que al -nombrarlo lo veían ya; de tal suerte se iluminaban sus ojos y -resplandecía en sus rostros la beatitud y la fe que transfigura. - -A la misma hora fallecieron, y sus espíritus se encontraron en el camino -del otro mundo, antes de tomar rumbos distintos, pues él se encaminaba -al purgatorio en forma de llama rojiza, y ella al cielo, convertida en -ligero fueguecillo azul. Entonces se vieron por primera vez, y -sorprendidos, detuviéronse á contemplarse. Como á aquellas alturas todo -se adivina, inmediatamente adivinaron de qué habían muerto y la -semejanza de sus destinos durante la vida terrenal. Y así como -comprendieron claramente que los dos habían muerto de plétora de pasión -no satisfecha ni entendida, advirtieron también con asombro que él era -el alma nacida para ella, y ella el corazón capaz de encerrar aquel amor -infinito de que él se sentía minado y consumido, como el árbol que todo -se derrite en gomas. Y lo mismo fué advertirlo, que juntarse -impetuosamente los dos espíritus, mezclándose la llama rojiza con el -fueguecillo azul tan estrechamente, que se hicieron una luz sola. - -Y sucedió que, unidos ya, él no pudo entrar en el purgatorio por la -parte que llevaba de cielo, y ella tampoco pudo ingresar en el cielo por -la parte que llevaba de purgatorio. El, generoso, la propuso que se -apartasen, yéndose ella á disfrutar las dichas del Empíreo; mas ella -prefirió seguir unida á él, aun á costa de la eterna bienandanza; y -desde entonces la luz anda errante, y los dos espíritus no hallan otro -nido para sus amores póstumos, sino la extremidad del palo de algún -buque, donde los marinos los confunden con el fuego de San Telmo. - - - - -La culpable - - -Elisa fué una mujer desgraciadísima durante toda su vida conyugal, y -murió, joven aún, minada por las penas. Es verdad que había cometido una -falta muy grave, tan grave que para ella no hay perdón: escaparse con su -marido antes de que éste lo fuese y pasar en su compañía veinticuatro -horas de tren... Después, sucedió lo de costumbre: la recogió la -autoridad, la depositaron en un convento, y á los quince días se casó, -sin que sus padres asistiesen á la boda; actitud muy digna, en opinión -de las personas sensatas. - -Ellos no se habían opuesto de frente á las relaciones de Elisa con -Adolfo: mas como quiera que no les agradaba pizca el aspirante, y creían -conocerle y presentían su condición moral, suscitaron mil dificultades -menudas y consiguieron dar largas al asunto y entretenerlo por espacio -de cinco años. Consintieron, eso sí, que Adolfo _entrase en casa_, -porque tenía poco de seductor y era hasta antipático, y esperaron que -Elisa perdiese toda ilusión al verle de cerca. Sucedió lo contrario; en -los interminables coloquios junto á la chimenea; en el diario tortoleo, -el amante corazón de Elisa se dejó cautivar para siempre, y Adolfo -aseguró la presa de la acaudalada muchacha. Después de meditadas y -estratégicas maniobras por parte del novio, llegó el instante de la -fuga, preliminar del casamiento. - -La familia de Elisa tomó muy á pechos el escándalo, por lo mismo que -eran gente conocida, bien relacionada, preciada de correcta, -intransigente en cuestiones de moralidad exterior. Hubo en la casa uno -de esos períodos de disgusto, cerrados, serios, hondos, en que hasta los -criados andan mohinos; períodos que á las personas entradas en edad les -cavan una cuarta de sepultura. Las dos hermanas de la fugitiva se -avergonzaron y corrieron de suerte que en muchos meses no se atrevieron -á salir á la calle. Una, en especial, se afectó tanto, que fué preciso -sacarla de Madrid para que no se alterase su salud. La madre jamás -pronunció el nombre de Elisa sin suspirar, como cuando se nombra á los -que fallecieron. El padre extremó el procedimiento: cerróse á la banda y -no nombró á Elisa ya nunca. Si le preguntaban cuántas hijas tenía, -contestaba que dos. «La otra la perdí», añadía crispando los labios. - -Unida ya Elisa con el que había elegido, se propuso ser intachable y -perfecta en todo para rescatar la falta. No hubo esposa más tierna y -solícita que Elisa, ni casa mejor gobernada que la suya, ni señora que -con mayor abnegación prescindiese de sí propia y se eclipsase más -modestamente en la sombra del hogar. Como al fin tenía pocos años y á -veces la sangre hervía en sus venas con ímpetu juvenil, cuando veía á -otras casadas adornarse, cubrirse de joyas, ir á bailes y fiestas y -sonreir al espejo, y ella se quedaba recluída y en bata casera, decía -para sí: «Bueno; pero esas no se escaparon con su marido antes de la -boda.» Y aunque supiese que se escapaban después... ó cosa parecida... -con otros,--siempre persistía en tenerlas por de mejor condición. - -Hasta tal punto se consideró obligada á prestar fianza de su conducta, -que nunca salió sola, ni consintió recibir una visita estando ausente su -marido. A los hombres, fuesen jóvenes ó viejos, les hablaba fría y -desabridamente, cortando en seguida la conversación. Su traje era -obscuro, subido hasta las orejas, y su peinado estudiadamente sencillo y -sin coquetería. Aficionada á las esencias y aguas de tocador, las -suprimió por completo desde que oyó decir que «la mujer de bien, ni ha -de oler mal, ni ha de oler bien». Ser tenida en concepto de mujer de -bien, fué su ambición y su sueño; pero desconfiaba de conseguirlo nunca, -por _aquello_ de la escapatoria... - -Pasada la corta luna de miel, Adolfo comenzó á distraerse, y so color de -política, se acostumbró á retirarse tarde, á pasarse los días fuera, -sin venir ni á comer. Elisa lloró en silencio: lloró mucho, porque le -quería, le quería con toda su alma, y no podía vivir dichosa sino con él -y por él, á quien todo lo había sacrificado. - -Un día, registrando el ropero de su marido para limpiar y arreglar la -ropa, encontró traspapelada en un chaqué de verano una carta -inequívoca... El dolor fue tan agudo, que Elisa se metió en la cama y -estuvo varios días sin querer comer y con gran deseo de morirse. Así que -cobró algún ánimo, se levantó y siguió viviendo. No profirió una queja: -¿con qué derecho? ¡La podían tapar la boca á las primeras palabras! ¡Y -si salía á relucir lo de la fuga!. - -Vinieron hijos, un niño y una niña; pero Elisa, que sufrió todo el peso -de la crianza, no intervino en la educación, ni ejerció jamás esa -autoridad de la madre digna y altiva, que lleva la maternidad como una -corona. Sus hijos se habituaron á que «no mandaba mamá». - -En cuanto á la hacienda, ya se infiere que la regía única y -exclusivamente Adolfo, y Elisa no se hubiese arrojado á gastar cincuenta -pesetas en nada extraordinario, sin la vénia necesaria. Muerto el padre -de Elisa y recogida la legítima, todavía pingüe, aunque mermada por el -enojo paternal, Adolfo se hizo cargo de todo y dedicó la mayor parte á -sus goces, no sin que muchas veces oyese Elisa reconvenciones duras y -alusiones amargas, fundadas en que su padre la había desheredado ó punto -menos. - -La salud de Elisa se resintió: los médicos hablaron de lesiones al -corazón, que degeneraban en hidropesía. Como la enferma se agravase, -pidió confesor, y por centésima vez se acusó de su delito, la -escapatoria fatal. El confesor la mandó que se acusase de pecados de la -vida presente, porque Dios no acostumbra recontar los ya perdonados y -absueltos. Mas la absolución del cielo no bastaba á Elisa: ya se sabe -que Dios es muy bueno; pero, en cambio, los hombres jamás olvidan -ciertas cosas, y la mancha de vergüenza allí está sobre la frente hasta -la última hora de vivir! - -Con los ojos vidriados de lágrimas, Elisa pidió que viniese Adolfo, y -así que le vió á su cabecera, echándole los brazos al cuello, murmuró á -su oído: «Alma mía, mi bien, ya sé que no tengo derecho ninguno á -pedirte que... que no te vuelvas á casar... ¡pero al menos... mira, en -esta hora solemne... perdóname de veras _aquello_... y no me olvides -así... tan pronto... tan pronto!» - -Adolfo no contestó; no obstante, le pareció natural inclinarse y -besarla. Y la culpable, dejando caer la cabeza sobre la almohada, espiró -contenta. - - - - -La novia fiel - - -Fué sorpresa muy grande para todo Marineda el que se rompiesen las -relaciones entre Germán Riaza y Amelia Sirvián. Ni la separación de un -matrimonio da margen á tantos comentarios. La gente se había -acostumbrado á creer que Germán y Amelia no podían menos de casarse. -Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo novio. Sólo el confesor -de Amelia tuvo la clave del enigma. - -Lo cierto es que aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que -casi habían ascendido á institución. Diez años de noviazgo no son grano -de anís. Amelia era novia de Germán desde el primer baile á que asistió -cuando la pusieron de largo. - -¡Qué linda estaba en el tal baile! Vestida de blanco crespón, escotada -apenas, lo suficiente para enseñar el arranque de los virginales hombros -y del seno que latía de emoción y placer, empolvado el rubio pelo, -donde se marchitaban capullos de rosa, Amelia era, según se decía en -algún grupo de señoras, ya machuchas, «un cromo», «un grabado de _La -Ilustración_». Germán la sacó á bailar, y cuando estrechó aquel talle -que se cimbreaba, y sintió la frescura de aquel hálito infantil, perdió -la chaveta, y en voz temblorosa, trastornado, sin elegir frases, hizo -una declaración sincerísima, y recogió un _sí_ espontáneo, medio -involuntario, doblemente delicioso. Se escribieron desde el día -siguiente, y vino esa época de ventaneo y seguimiento en la calle, que -es como la alborada de semejantes amoríos. Ni los padres de Amelia, -modestos propietarios, ni los de Germán, comerciantes de regular caudal, -pero de numerosa prole, se opusieron á la inclinación de los muchachos, -dando por supuesto desde el primer instante que aquello pararía en -justas nupcias, así que Germán acabase la carrera de Derecho y pudiese -sostener la carga de una familia. - -Los seis primeros años fueron encantadores. Germán pasaba los inviernos -en Compostela, cursando en la Universidad y escribiendo largas y tiernas -epístolas; entre leerlas, releerlas, contestarlas y ansiar que llegasen -las vacaciones, el tiempo se deslizaba insensible para Amelia. Las -vacaciones eran grato paréntesis, y todo el tiempo que durasen ya sabía -Amelia que se lo dedicaría íntegro su novio. Este no entraba aún en la -casa, pero acompañaba á Amelia en el paseo, y de noche se hablaban, á la -luz de la luna, por una galería con vistas al mar. La ausencia, -interrumpida por frecuentes regresos, era casi un aliciente, un encanto -más, un interés continuo, algo que llenaba la existencia de Amelia, sin -dejar cabida á la tristeza ni al tedio. - -Así que Germán tuvo en el bolsillo su título de licenciado en Derecho, -resolvió pasar á Madrid á cursar las asignaturas del doctorado. ¡Año de -prueba para la novia! Germán apenas escribía: billetes garrapateados al -vuelo, quizás sobre la mesa de un café, concisos, insulsos, sin jugo de -ternura. Y las amiguitas caritativas, que veían á Amelia ojerosa, -preocupada, alejada de las distracciones, la decían con perfidia -burlona:--Anda, tonta, diviértete... ¡Sabe Dios lo que él estará -haciendo por allá! ¡Bien inocente serías si creyeses que no te la -pega...! A mí me escribe mi primo Lorenzo que vió á Germán muy animado -en el teatro con _unas_.... - -El gozo de la vuelta de Germán compensó estos sinsabores. A los dos días -ya no se acordaba Amelia de lo sufrido, de sus dudas, de sus sospechas. -Autorizado para frecuentar la casa de su novia, Germán asistía todas las -noches á la tertulia familiar, y en la penumbra del rincón del piano, -lejos del quinqué velado por sedosa pantalla, los novios sostenían -interminable diálogo, buscándose de tiempo en tiempo las manos para -trocar una furtiva presión, y siempre los ojos para beberse la mirada -hasta el fondo de las pupilas. - -Nunca había sido tan feliz Amelia. ¿Qué podía desear? Germán estaba -allí, y la boda era asunto concertado, resuelto, aplazado sólo por la -necesidad de que Germán encontrase una posicioncita, una base para -establecerse; una fiscalía, por ejemplo. Como transcurriese un año más y -la posición no se hubiese encontrado aún, Germán decidió abrir bufete y -mezclarse en la politiquilla local, á ver si así iba adquiriendo favor y -conseguía el ansiado puesto. Los nuevos quehaceres le obligaron á no ver -á Amelia ni tanto tiempo ni tan á menudo. Cuando la muchacha se -lamentaba de esto, Germán se vindicaba plenamente; había que pensar en -el porvenir; ya sabía Amelia que un día ú otro se casarían, y no debía -fijarse en menudencias, en remilgos propios de los que empiezan á -quererse. En efecto, Germán continuaba con el firme propósito de casarse -así que se lo permitiesen las circunstancias. - -Al noveno año de relaciones notaron los padres de Amelia (y acabó por -notarlo todo el mundo), que el carácter de la muchacha parecía -completamente variado. En vez de la sana alegría y la igualdad de humor -que la adornaban, mostrábase llena de rarezas y caprichos, ya riendo á -carcajadas, ya encerrada en hosco silencio. Su salud se alteró también: -advertía desgana invencible, insomnios crueles, que la obligaban á -pasarse las noches levantada, porque decía que la cama, con el desvelo, -le parecía su sepulcro; además, sufría aflicciones al corazón y ataques -nerviosos. Cuando la preguntaban en qué consistía su mal, contestaba -lacónicamente: «No lo sé.» Y era cierto; pero al fin lo supo, y el -saberlo la hizo mayor daño. - -¿Qué mínimos indicios; qué insensibles pero eslabonados hechos; qué -inexplicables revelaciones emanadas de cuanto nos rodea, hacen que sin -averiguar nada nuevo ni concreto, sin que nadie la entere con precisión -impúdica, la ayer ignorante doncella entienda de pronto y se rasgue ante -sus ojos el velo de Isis? Amelia, súbitamente, comprendió. Su mal no era -sino deseo, ansia, prisa, necesidad de casarse. ¡Qué vergüenza, qué -sonrojo, qué dolor y qué desilusión si Germán llegaba á sospecharlo -siquiera! ¡Ah! Primero morir. ¡Disimular, disimular á toda costa, y que -ni el novio, ni los padres, ni la tierra, lo supiesen! - -Al ver á Germán tan pacífico, tan aplomado, tan armado de paciencia; -engruesando, mientras ella se consumía; chancero mientras ella empapaba -la almohada en lágrimas, Amelia se acusaba á sí propia, admirando la -serenidad, la cordura, la virtud de su novio. Y para contenerse y no -echarse sollozando en sus brazos; para no cometer la locura indigna de -salir una tarde sola é irse á casa de Germán, necesitó Amelia todo su -valor, todo su recato, todo el freno de las nociones de honor y -honestidad que la inculcaron desde la niñez. - -Un día... sin saber cómo: sin que ningún suceso extraordinario, ninguna -conversación sorprendida la ilustrase, acabaron de rasgarse los últimos -cendales del velo... Amelia veía la luz; en su alma relampagueaba la -terrible noción de la realidad; y al acordarse de que poco antes -admiraba la resignación de Germán y envidiaba su paciencia, y al -explicarse ahora la verdadera causa de esa paciencia y esa resignación -incomparable, una carcajada sardónica crispó sus labios, mientras en su -garganta creía sentir un nudo corredizo, que se apretaba poco á poco y -la extrangulaba. La convulsión fué horrible, larga, tenaz; y aún no bien -Amelia, destrozada, pudo formar frases, rogó á sus consternados padres -que advirtiesen á Germán que las relaciones quedaban rotas. Cartas del -novio, súplicas, paternales consejos, todo fué en vano: Amelia se aferró -á su resolución, y en ella persistió, sin dar razones ni excusas. - ---Hija, en mi entender, hizo usted muy mal--la decía el Padre Incienso, -viéndola bañada en lágrimas al pie del confesionario.--Un chico formal, -laborioso, dispuesto á casarse, no se encuentra por ahí fácilmente. -Hasta el aguardar á tener posición para fundar familia, lo encuentro -loable en él. En cuanto á lo demás... á esas figuraciones de usted... -Los hombres... por desgracia... Mientras está soltero, habrá tenido esos -entretenimientos... Pero usted... - ---¡Padre--exclamó la joven--créame usted, pues aquí hablo con Dios! ¡Le -quería... le quiero... y por lo mismo... por lo mismo, padre! ¡Si no le -dejo... le imito! ¡Yo tambien...! - - - - -Afra - - -La primera vez que asistí al teatro de Marineda--cuando me destinaron -con mi regimiento á la guarnición de esta bonita capital de -provincia--recuerdo que asesté los gemelos á la triple hilera de palcos, -para enterarme bien del mujerío y las esperanzas que en él podía cifrar -un muchacho de veinticinco años no cabales. - -Gozan las marinedinas fama de hermosas, y vi que no usurpada. Observé -también que su belleza consiste principalmente en el color. Blancas (por -obra de naturaleza, no del perfumista), de bermejos labios, de floridas -mejillas y mórbidas carnes, las marinedinas me parecieron una guirnalda -de rosas tendida sobre un barandal de terciopelo obscuro. De pronto, en -el cristal de los anteojos que yo paseaba lentamente por la susodicha -guirnalda, se encuadró un rostro que me fijó los gemelos en la -dirección que entonces tenían. Y no es que aquel rostro sobrepujase en -hermosura á los demás, sino que se diferenciaba de todos por la -expresión y el carácter. - -En vez de una fresca encarnadura y un plácido y picaresco gesto, vi un -rostro descolorido, de líneas enérgicas, de ojos verdes, coronados por -cejas negrísimas, casi juntas, que les prestaban una severidad singular; -de nariz delicada y bien diseñada, pero de alas movibles, reveladoras de -la pasión vehemente; una cara de corte severo, casi viril, que coronaba -un casco de trenzas de un negro de tinta; pesada cabellera que debía de -absorber los jugos vitales y causar daño á su poseedora... Aquella -fisonomía, sin dejar de atraer, alarmaba, pues era de las que dicen á -las claras desde el primer momento á quien las contempla: «Soy una -voluntad. Puedo torcerme, pero no quebrantarme. Debajo del elegante -maniquí femenino, escondo el acerado resorte de un alma.» - -He dicho que mis gemelos se detuvieron, posándose ávidamente en la -señorita pálida del pelo abundoso. Aprovechando los movimientos que -hacía para conversar con unas señoras que la acompañaban, detallé su -perfil, su acentuada barbilla, su cuello delgado y largo, que parecía -doblarse al peso del voluminoso rodete, su oreja menuda y apretada, como -para no perder sonido. Cuando hube permanecido así un buen rato, -llamando sin duda la atención por mi insistencia en considerar á aquella -mujer, sentí que me daban un golpecito en el hombro, y oí que me decía -mi compañero de armas Alberto Castro: - ---¡Cuidadito! - ---Cuidadito ¿por qué?--respondí bajando los anteojos. - ---Porque te veo en peligro de enamorarte de Afra Reyes, y si está de -Dios que ha de suceder, al menos no será sin que yo te avise y te entere -de su historia. Es un servicio que los hijos de Marineda debemos á los -forasteros. - ---¿Pero tiene historia?--murmuré haciendo un movimiento de repugnancia; -porque, aún sin amar á una mujer, me gusta su pureza, como agrada el -aseo de casas donde no pensamos vivir nunca. - ---En el sentido que se suele dar á la palabra historia, Afra no la -tiene... Al contrario, es de las muchachas más formales y menos coquetas -que se encuentran por ahí. Nadie se puede alabar de que Afra le devuelva -una miradita, ó le diga una palabra de esas que dan ánimos. Y si no, haz -la prueba: dedícate á ella; mírala más; ni siquiera se dignará volver la -cabeza. Te aseguro que he visto á muchos que anduvieron locos y no -pudieron conseguir ni una ojeada de Afra Reyes. - ---Pues entonces... ¿qué?... ¿Tiene algo... en secreto? ¿Algo que manche -su honra? - ---Su honra, ó si se quiere, su pureza... repito que ni tiene ni tuvo. -Afra, en cuanto á eso... como el cristal. Lo que hay te lo diré... pero -no aquí; cuando se acabe el teatro saldremos juntos, y allá por el -Espolón, donde nadie se entere... Porque se trata de cosas graves... de -mayor cuantía. - -Esperé con la menor impaciencia posible á que terminasen de cantar _La -bruja_, y así que cayó el telón, Alberto y yo nos dirigimos de bracero -hacia los muelles. La soledad era completa, á pesar de que la noche -tibia convidaba á pasear, y la luna plateaba las aguas de la bahía, -tranquila á la sazón como una balsa de aceite, y misteriosamente blanca -á lo lejos. - ---No creas--dijo Alberto--que te he traído aquí sólo para que no me -oyese nadie contarte la historia de Afra. También es que me pareció -bonito referirla en el mismo escenario del drama que esta historia -encierra. ¿Ves este mar tan apacible, tan dormido, que produce ese rumor -blando y sedoso contra la pared del malecón? ¡Pues sólo este mar... y -Dios, que lo ha hecho, pueden alabarse de conocer la verdad entera -respecto á la mujer que te ha llamado la atención en el teatro! Los -demás la juzgamos por meras conjeturas... ¡y tal vez calumniamos al -conjeturar! Pero hay tan fatales coincidencias; hay apariencias tan -acusadoras en el mundo... que no podría disiparlas sino la voz del mismo -Dios que ve los corazones y sabe distinguir al inocente del culpado. - -«Afra Reyes es hija de un acaudalado comerciante; se educó algún tiempo -en un colegio inglés, pero su padre tuvo quiebras, y por disminuir -gastos recogió á la chica, interrumpiendo su educación. Con todo, el -barniz de Inglaterra se le conocía: traía ciertos gustos de -independencia y mucha afición á los ejercicios corporales. Cuando llegó -la época de los baños no se habló en el pueblo sino de su destreza y -vigor para nadar; una cosa sorprendente. - -»Afra era amiga íntima, inseparable, de otra señorita de aquí, Flora -Castillo; la intimidad de las dos muchachas continuaba la de sus -familias. Se pasaban el día juntas; no salía la una si no la acompañaba -la otra; vestían igual y se enseñaban, riendo, las cartas amorosas que -las escribían. No tenían novio, ni siquiera demostraban predilección por -nadie. Vino del Departamento cierto marino muy simpático, de hermosa -presencia, primo de Flora, y empezó á decirse que el marino hacía la -corte á Afra, y que Afra le correspondía con entusiasmo. Y lo notamos -todos: los ojos de Afra no se apartaban del galán, y al hablarle, la -emoción profunda se conocía hasta en el anhelo de la respiración y en lo -velado de la voz. Cuando á los pocos meses se supo que el consabido -marino realmente venía á casarse con Flora, se armó un caramillo de -murmuraciones y chismes y se presumió que las dos amigas reñirían para -siempre. No fue así; aunque desmejorada y triste, Afra parecía -resignada, y acompañaba á Flora de tienda en tienda á escoger ropas y -galas para la boda. Esto sucedía en Agosto. - -»En Septiembre, poco antes de la fecha señalada para el enlace, las dos -amigas fueron, como de costumbre, á bañarse juntas allí... ¿no ves? en -la playita de San Wintila, donde suele haber mar brava. Generalmente las -acompañaba el novio, pero aquel día sin duda tenía que hacer, pues no -las acompañó. - -»Amagaba tormenta; la mar estaba picadísima; las gaviotas chillaban -lúgubremente, y la criada que custodiaba las ropas y ayudaba á vestirse -á las señoritas, refirió después que Flora, la rubia y tímida Flora, -sintió miedo al ver el aspecto amenazador de las grandes olas verdes que -rompían contra el arenal. Pero Afra, intrépida, ceñido ya su traje -marinero, de sarga azul obscura, animó con chanzas á su amiga. -Metiéronse mar adentro cogidas de la mano, y pronto se las vió nadar, -agarradas también, envueltas en la espuma del oleaje. - -»Poco más de un cuarto de hora después salió á la playa Afra sola, -desgreñada, ronca, lívida, gritando, pidiendo socorro, sollozando que á -Flora la había arrastrado el mar... - -»Y tan de verdad la había arrastrado, que de la linda rubia sólo -reapareció, al otro día, un cadáver desfigurado, herido en la frente... -El relato que de la desgracia hizo Afra entre gemidos y desmayos, fué -que Flora, rendida de nadar y sin fuerzas, gritó «me ahogo»; que ella, -Afra, al oirlo, se lanzó á sostenerla y salvarla; que Flora, al -forcejear para no irse á fondo, se llevaba á Afra al abismo; pero que, -aun así, hubiesen logrado quizá salir á tierra, si la fatalidad no las -empuja hacia un trasatlántico fondeado en bahía desde por la mañana. Al -chocar con la quilla, Flora se hizo la herida horrible, y Afra recibió -también los arañazos y magulladuras que se notaban en sus manos y -rostro... - -»¿Que si creo que Afra...? - -»Sólo añadiré que al marino, novio de Flora, no volvió á versele por -aquí; y Afra, desde entonces, no ha sonreído nunca... - -»Por lo demás, acuérdate de lo que dice la Sabiduría: el corazón del -hombre... selva obscura. ¡Figúrate el de la mujer!» - - - - -Cuento soñado - - -Había una princesa á quien su padre, un rey muy fosco, caviloso y -cejijunto, obligaba á vivir reclusa en sombría fortaleza, sin permitirla -salir del más alto torreón, á cuyo pie vigilaban noche y día centinelas -armados de punta en blanco y dispuestos á ensartar en sus lanzones ó -traspasar con sus venablos agudos á quien osase aproximarse. La princesa -era muy linda; tenía la tez color de luz de luna, el pelo de hebras de -oro, los ojos como las ondas del mar sereno, y su silueta prolongada y -grácil recordaba la de los lirios blancos cuando la frescura del agua -los enhiesta. En la comarca no se hablaba sino de la princesa cautiva y -de su rara beldad, y de lo muchísimo que se aburriría entre las cuatro -recias paredes de la torre, sin ver desde las ventanas alma viviente, -más que á los guardias inmóviles, semejantes á estatuas de hierro. - -Los campesinos se santiguaban de terror si casualmente tenían que cruzar -ante la torre, aunque fuese á muy respetuosa distancia. En la centenaria -selva que rodeaba la fortaleza, ni los cazadores se resolvían á -internarse, temerosos de ser cazados. Silencio y soledad alrededor de la -torre, silencio y soledad dentro de ella: tal era la suerte de la pobre -doncellita, condenada á la eterna contemplación del cielo y del bosque, -y del río caudaloso que serpenteaba lamiendo los muros del recinto. - -De pechos sobre el avance del angosto ventanil, la princesa solía -entregarse á vagos ensueños, aspirando á venturas que no conocía, de las -cuales formaba idea por referencias de sus damas y por conversaciones -entreoídas, sorprendidas--pues estaba vedado tratar delante de la -princesa del mundo y sus goces.--Así y todo, reuniendo datos dispersos y -concordándolos con ayuda de la fantasía, la secuestrada suponía fiestas -magníficas, iluminaciones mágicas suspendidas entre el follaje de -arbustos cuajados de flor y que exhalaban embriagadores aromas; oía los -acordes de los instrumentos músicos, aladas melodías que volaban como -cisnes sobre la superficie de los lagos, y veía las parejas que, cogidas -de la cintura, luciendo sedas, encajes y joyas, danzaban con incansable -ardor, deslizando los galanes palabras de miel al oído de las damiselas, -rojas de pudor y felicidad, sueltos los rizos y anhelante el seno. -Mientras la princesa se representaba estos cuadros, las nubes se teñían -de carmín hacia el Poniente, un murmullo grave y hondo ascendía del río -y del bosque, y la cautiva, oprimida de afán de libertad, murmuraba para -sí: «¿Cómo será el amor?» - -Allá donde la montaña escueta dominaba el río y el bosque, una cabañita -muy miserable, de techo de bálago, servía de vivienda á cierto -pastorcillo, que por costumbre bajaba á apacentar diez ó doce ovejas -blancas en la misma linde de la selva. Más resuelto que los otros -villanos, el mozalbete no recelaba aproximarse al castillo y deslizarse -por entre la maleza con agilidad y disimulo, para mirar hacia la torre. -Después de encontrar un senderito borrado casi, que moría en el cauce -del río, logró el pastor descubrir también que al final del sendero -abríase una boca de cueva; y metiéndose por ella intrépidamente, pudo -cerciorarse de que, pasando bajo el río, la cueva tenía otra salida que -conducía al interior del recinto fortificado. El descubrimiento hizo -latir el corazón del pastorcillo, porque estaba enamorado de la princesa -(aunque no la había visto nunca). Supuso que aprovechando el paso por la -cueva lograría verla á su sabor, sin que se lo estorbasen los armados, -los cuales, bien ajenos á que nadie pudiera introducirse en el recinto, -casi al pie de la torre, no vigilaban sino la orilla opuesta y el río. -Es cierto que entre la torre de la cautiva y el pastor, se interponían -extensos patios, anchos fosos y recios baluartes; con todo eso, el -muchacho se creía feliz: estaba dentro de la fortaleza, y pronto vería á -su amada. - -Poco tardó en conseguir tanta ventura. La princesa se asomó, y el -pastorcillo quedó deslumbrado por aquella tez color de luna y aquel pelo -de siderales hebras. No sabía como expresar su admiración y enviar un -saludo á la damisela encantadora; se le ocurrió cantar, tocar su -caramillo... pero le oirían; juntar y lanzar un ramillete de acianos, -margaritas y amapolas... pero era inaccesible el alto y calado ventanil. -Entonces tuvo una idea extraordinaria. Procuróse un pedazo de cristal, y -así que pudo volver á deslizarse en el recinto por la cueva, enfocó el -cristal de suerte que, recogiendo en él un rayo de sol, supo dirigirlo -hacia la princesa. Esta, maravillada, cerró los ojos, y al volver á -abrirlos para ver quién enviaba un rayo de sol á su camarín, divisó al -pastorcillo que la contemplaba extático. La cautiva sonrió, el enamorado -comprendió que aceptaban su obsequio... y desde entonces, todos los -días, á la misma hora, el centelleo del arco iris despedido por un -pedazo de vidrio alegró la soledad de la princesita y la cantó un -amoroso himno, que se confundía con la voz profunda de la selva allá en -lontananza... - -De pronto sobrevino un cambio radical en la vida de la princesa. -Murieron en una batalla su padre y su hermano, y recayó en ella la -sucesión del trono. Brillante comitiva de señores, guerreros, obispos, -pajes y damas, vino á buscarla solemnemente y á escoltarla hasta la -capital de sus Estados. Y la que pocos días antes sólo conversaba con -los pájaros, y sólo esperaba el rayo de sol del pastorcillo, se halló -aclamada por millares de voces, aturdida por el bullicio de espléndidos -festejos, y admiró las iluminaciones entre el follaje, y oyó las músicas -ocultas en el jardín, y giró con las parejas que danzaban, y supo lo que -es la gloria, la riqueza, el placer, la pasión delirante y la alegría -loca... - -Habían pasado muchos, muchos años, cuando la princesa, reina ya,--y casi -vieja ya,--tuvo el capricho de visitar aquella torre donde su padre, por -precaución y por tiránica desconfianza, la mantuvo emparedada durante -los momentos más bellos de la juventud. Al entrar en el camarín, una -nostalgia dolorosa, una especie de romántica melancolía se apoderó de la -reina y la obligó á reclinarse en el ajimez, sintiendo preñados de -lágrimas los ojos. La tarde caía inflamando el horizonte; el bosque -exhalaba su melodioso y hondo susurro... y la reina, tapándose la cara -con las manos, sentía que las gotas de llanto escurrían pausadamente al -través de los dedos entreabiertos. ¿Lloraba acaso al recordar lo sufrido -en el torreón; el largo cautiverio, la soledad, el aislamiento, el -fastidio? ¡Mal conocéis el corazón de las mujeres los que á eso atribuís -el llanto de tan alta señora! - -Sabed que, desde el momento en que pisó la torre, la reina echaba de -menos el rayo de sol, que todos los días, á la misma hora, la enviaba el -pastorcillo enamorado por medio de un trozo de vidrio. Por aquel trozo -de vidrio daría ahora la soberana los más ricos diamantes de su corona -real. Sólo aquel rayo podía iluminar su corazón, fatigado, lastimado, -quebrantado, marchito. Y al dejar escurrir las lágrimas, sin cuidarse de -reprimirlas ni de secarlas con el blasonado pañuelo, lloraba la -juventud, la ilusión, la misteriosa energía vital de los años -primaverales... Nunca volvería el pastorcillo á enviarla el divino -rayo. - - - - -Los buenos tiempos - - -Siempre que entrábamos en el despacho del Conde de Lobeira, atraía mis -miradas--antes que las armas auténticas, las lozas hispano-moriscas y -los retazos de cuero estampado que recubrían la pared--un retrato de -mujer, de muy buena mano, que por el traje indicaba tener, próximamente, -un siglo de fecha.--«Es mi bisabuela, doña Magdalena Varela de Tobar, -vigésima segunda Condesa de Lobeira»--había dicho el Conde, respondiendo -á mi curiosa interrogación en el tono del que no quiere explicarse más ó -no sabe otra cosa. Y por entonces hube de contentarme, acudiendo á mi -fantasía para desenvolver las ideas inspiradas por el retrato. - -Este representaba á una señora como de treinta y cinco años, de rostro -prolongado y macilento, de líneas austeras, que indicaban la existencia -sencilla y pura, consagrada al cumplimiento de nobles deberes y al -trabajo doméstico, ley de la fuerte matrona de las edades pasadas. La -modestia del vestir, en tan encumbrada señora, parecíame ejemplar; aquel -corpiño justo de alepín negro, aquel pañolito blanco sujeto á la -garganta por un escudo de los Dolores, aquel peinado liso y recogido -detrás de la oreja, eran indicaciones inestimables para delinear la -fisonomía moral de la aristocrática dama. No cabía duda: doña Magdalena -había encarnado el tipo de la esposa leal, casta y sumisa, fiel -guardadora del fuego de los lares; de la madre digna y venerada, ante -quien sus hijos se inclinan como ante una reina; del ama de casa -infatigable, vigilante y próvida, cuya presencia impone respeto y cuya -mano derrama la abundancia y el bienestar. Así es que me sorprendió en -extremo que un día, preguntándole al Conde en qué época habían sido -enajenadas las mejores fincas, los pingües estados de su casa, me -contestase sombríamente, señalando al retrato consabido. - ---En tiempo de doña Magdalena. - -El dato inesperado acrecentó mi interés. A fuerza de fijarme en el -retrato observé que aquella pintura ofrecía una particularidad rara y -siempre sugestiva: en cualquier punto de la habitación que me colocase -para mirarla, me seguían los ojos de doña Magdalena con expresión -imperiosa y ardiente. Casual acierto del pincel, ó alarde de destreza -del pintor, las pupilas del retrato estaban tocadas por tal arte que -pagaban con avidez y energía la mirada del que las contemplase desde -lejos. Algunas veces, sin querer, levantaba yo la vista como si me -atrajese tal singularidad y los ojos me llamasen. La severidad del fondo -obscuro en que se destacaba la cabeza, la única nota clara del rostro y -del pañolito, aumentaban la fuerza del extraño mirar. - -Aunque el Conde de Lobeira es de carácter reservado y frío, hay -instantes en que el corazón más tapiado se abre y deja salir el opresor -secreto. Uno de esos momentos, siempre transitorios en ciertas -organizaciones, llegó para el Conde el día en que, incitada por mi -imaginación, traidora cuanto fecunda, me arrojé á trazar la silueta de -doña Magdalena, modelo de cristianas virtudes, emblema de otros tiempos -y otras edades en que el hogar olía á incienso como el sagrario, y la -familia tenía la sólida estructura del granito. - ---¡Por Dios, no siga usted!--exclamó mi interlocutor, dejando de atizar -la chimenea y volviéndose hacia el retrato como nos volvemos hacia un -enemigo.--El error más craso de cuantos pueden cometerse es juzgar del -pasado por la impresión que nos causan sus reliquias. Cáscara vacía, -huella de fósil en la piedra, ¿qué verdad ha de contarnos un retrato, un -mueble ó un edificio ruinoso? Los soñadores como usted son los que han -falseado la historia, poetizado lo más prosaico y embellecido lo más -horrible. En ninguna época fué la humanidad mejor de lo que es ahora; -pero las iniquidades pasadas se olvidan y un lienzo embadurnado y lleno -de grietas basta para que nos abrume el descontento de lo presente. Ya -que también usted cae en esa vulgarísima y temible preocupación de que -se nos han perdido grandes virtudes, merece usted que para -desilusionarla le cuente la historia de doña Magdalena, tal como la he -entresacado de nuestro archivo y de otros documentos... ¡que obran en -archivos judiciales! - -Esa señora que está usted viendo, retratada con su jubón de alepín y su -honesto pañolito, al casarse con mi bisabuelo, llevándole rica dote y el -condado de Lobeira, se mostró apasionada hasta un grado increíble, -despótico y furioso. Mi bisabuelo pasaba por el mozo más gallardo de -toda la provincia, y doña Magdalena por una señorita fanáticamente -devota: se susurraba que usaba cilicio y que se disciplinaba todas las -noches. Fuese ó no verdad, lo que es á su marido cilicio le puso doña -Magdalena, y hasta grillos, para que de ella no se apartase ni un -minuto. Poco después de la boda, los que vieron al Conde pálido, -demacrado y abatido, esparcieron el rumor absurdo de que su esposa le -daba hierbas y filtros para subyugarle y para que ardiese más viva la -tea del amor conyugal. - -Duró esta situación, sin que la modificase el nacimiento de varios -hijos. No obstante, á los diez ó doce años de matrimonio, observóse que -el Conde, habiéndose aficionado á cazar y haciendo frecuentes -excursiones por la montaña--pues pasaban largas temporadas en el campo, -en el palacio solariego de Lobeira, según costumbre de los señores de -entonces--recobraba cierta alegría y parecía rejuvenecido. - -Como yo no estoy graduando el interés de mi historia, sino que se la -cuento á usted descarnada y sin galas--advirtió al llegar aquí el -narrador--diré inmediatamente lo que produjo la mejoría del Conde. Fué -que, algún tanto aplacada aquella pasión de vampiro de su mujer, pudo -respirar y vivir como las demás personas. Usted objetará que todo el -delito de doña Magdalena consistía en amar excesivamente á su esposo, y -que eso merece disculpa y hasta alabanza. Si yo discutiese tan delicado -punto, temería ofender sus oídos de usted con algún concepto malsonante. -Indicaré que hay cien maneras de amar, y que el santo nombre de amor -cubre á veces nuestros bárbaros egoismos ó nuestras morbosas -aberraciones. Y basta, que al buen entendedor... Ya continúo. - -Como á veces se guardan bien los secretos en las aldeas, doña Magdalena -tardó bastante en enterarse de que su marido, al volver de la caza, -solía descansar en la choza de cierto labriego que tenía una hija -preciosa. En efecto era así: el Conde de Lobeira prefería á los -suculentos manjares de su cocina señorial, la _brona_ y la leche fresca -servidas por la gentil rapaza, que, con la inocencia en los ojos y la -risa en los labios, acudía solícita á festejarle. Doña Magdalena, ya -informada, no pensó ni un minuto que allí existiese un puro idilio; vió -desde el primer instante el pecado y la injuria. Y acaso acertase: no -pretendo excusar á mi bisabuelo, aunque las crónicas afirman que era -honesta y sencilla su afición á la hija del colono. - -Lo histórico es que, en una noche de invierno muy obscura y muy larga, -la puerta del Pazo se abrió sin ruido para dejar entrar á un hombre -robusto, recio, vestido con el clásico traje del país, que hoy está casi -en desuso. La Condesa le esperaba en el zaguán: tomóle de la mano, y por -un pasadizo obscuro le llevó á una habitación interior, que alumbraba -una vela de cera puesta en candelabro de maciza plata.--Era el -oratorio.--Detrás de las colgaduras de damasco carmesí que lo vestían, y -que replegó la dama, el hombre vió abierto un boquete, á manera de -cueva; un agujero sombrío. Repito lo de antes: no busco _efectos_; pero -aunque los buscase, creo que ninguno tan terrible como decir sin más -circunloquios que el hombre--un _casero_, en las costumbres de entonces -casi un ciervo de la Condesa--era el mismo padre de la zagala á quien el -Conde solía visitar; y que doña Magdalena, enseñándole el negro hueco, -advirtió al labrador que allí ocultarían el cadáver del Conde. En -seguida le entregó un hacha nueva, afilada y cortante. - -¿Temió aquel hombre por la vida de su hija y por la suya propia? -¿Impulsóle la cobardía ó el respeto tradicional á la casa de Lobeira? -¿Fué la sugestión que ejerce sobre un cerebro inculto y una voluntad -irresoluta y débil, la hembra resuelta, de arrebatadas pasiones? ¿Fué -codicia, tentación de onzas y de ricos joyeles que la esposa ultrajada -le ofrecía en precio de la sangre? El caso es, que si hubo resistencia -por parte del labriego, duró bien poco. Según su declaración, hizo la -señal de la cruz (¡atroz detalle!) descalzóse, empuñó el hacha y siguió -á la Condesa hasta el aposento en que el Conde dormía. Y mientras la -señora alumbraba con la vela de cera del oratorio, el labriego descargó -un golpe, otro, diez, en la frente, la cara, el pecho... El dormido no -chistó: parece que al primer hachazo abrió unos ojos muy espantados... y -luego, nada. Sábanas, colchones, el hacha y el muerto, todo fué arrojado -al escondrijo; la Condesa lavó las manchas del suelo, cerró la trampa, y -atestando de oro la faltriquera del asesino, le despachó con orden de -cruzar el Miño y meterse en Portugal. - -Un rumor, vago al principio y después muy insistente, se alzó con motivo -de la desaparición del Conde de Lobeira. Su esposa hablaba de viajes -motivados por un pleito; y en el oratorio, bajo cuyo piso yacía mi -bisabuelo asesinado, celebrábase diariamente el santo sacrificio de la -misa, asistiendo á él doña Magdalena, lo mismo que la ve usted retratada -ahí: pálida, grave, modesta, rodeada de sus hijos, que la besaban la -mano cariñosos. En aquel tiempo no había prensa que escudriñase -misterios, y la coincidencia de la desaparición del Conde y la del -casero y su hija la linda moza, dió pie á que se sospechase que el -esposo de doña Magdalena vivía muy á gusto en algún rincón de esos que -saben buscar los enamorados. No faltó quien compadeciese á la abandonada -señora, en torno de la cual el respeto ascendió, como asciende la -marea. Al verla pasar, derecha, macilenta, siempre de negro, la gente se -descubría. - -Y así corrió un año entero. - -Al cumplirse, día por día, á corta distancia del Pazo de Lobeira -apareció un hombre profundamente dormido; era el casero de la Condesa; y -los demás labriegos, que le rodeaban esperando á que despertase, -quedaron atónitos cuando al volver en sí, á gritos confesó el crimen, á -gritos se denunció y á gritos pidió que le llevasen ante la justicia. -Hay fenómenos morales que no explica satisfactoriamente ningún -raciocinio: la mitad de nuestra alma está sumergida en sombras, y nadie -es capaz de presentir qué alimañas saldrían de esa caverna, si nos -empeñásemos en registrarla. El aldeano, cuando le preguntaron el móvil -de su conducta, afirmó con rústicas razones que no lo sabía; que una -gana irresistible--un _volunto_, como dicen ahora--le obligó á salir de -Portugal y á ver de nuevo el Pazo; y que al avistarlo, le acometió un -sueño letárgico, invencible también, y ya despierto, un ímpetu de -confesar, de decir la verdad, de ser castigado--porque sin duda, calculo -yo, su endeble alma no podía con el peso del secreto, que impenetrable y -tranquila guardaba el alma varonil de doña Magdalena. - -La prendieron, claro está, y aún se enseña en la cárcel marinedina el -negro calabozo donde la Condesa de Lobeira se pudrió muchos meses... El -casero fue ahorcado; y para librar á mi bisabuela del patíbulo, -empeñóse la hacienda de mi casa. La justicia se comió con apetito tan -sabrosa breva, y nuestra decadencia viene de ahí. - - * * * * * - -Alcé los ojos y busqué los del retrato. La mirada de doña Magdalena se -me figuró más tenaz, más intensa, más dolorosa. El biznieto callaba y -suspiraba, como si le oprimiese el corazón el drama ancestral, como si -percibiese la humedad de las lágrimas evaporadas hace un siglo. - - - - -Sara y Agar - - -Explíqueme usted,--dije al señor de Bernárdez,--una cosa que siempre me -infundió curiosidad. ¿Por qué en su sala tiene usted, bajo marcos -gemelos, los retratos de su difunta esposa y de un niño desconocido, que -según usted asegura, ni es hijo, ni sobrino, ni nada de ella? ¿De quién -es otra fotografía de mujer, colocada enfrente, sobre el piano...? ¿no -sabe usted? ¿una mujer joven, agraciada, con flecos de ricillos á la -frente? - -El sexagenario parpadeó, se detuvo, y un matiz rosa cruzó por sus -mustias mejillas. Como íbamos subiendo un repecho de la carretera, lo -atribuí á cansancio y le ofrecí el brazo, animándole á continuar el -paseo, tan conveniente para su salud; como que, si no paseaba, solía -acostarse sin cenar y dormir mal y poco. Hizo seña con la mano de que -podía seguir la caminata, y anduvimos unos cien pasos más, en silencio. -Al llegar al pie de la iglesia, un banco, tibio aún del sol y bien -situado para dominar el paisaje, nos tentó, y á un mismo tiempo nos -dirigimos hacia él. Apenas hubo reposado y respirado un poco Bernárdez, -se hizo cargo de mi pregunta. - ---Me extraña que no sepa usted la historia de esos retratos: ¡en -poblaciones como Goyán, cada quisque mete la nariz en la vida del -vecino, y glosa lo que ocurre y lo que no ocurre, y lo que no averigua -lo inventa! - -Comprendí que al buen señor debían de haberle molestado mucho antaño las -curiosidades y chismografías del lugar, y callé, haciendo un movimiento -de aprobación con la cabeza. Dos minutos después pude convencerme de -que, como casi todos los que han tenido alegrías y penas de cierta -índole, Bernárdez disfrutaba puerilmente en referirlas; porque no son -numerosas las almas altaneras que prefieren ser para sí propios á la par -Cristo y Cirineo y echarse á cuestas su historia.--He aquí la de -Bernárdez, tal cual me la refirió mientras el sol se ponía detrás del -verde monte en que se asienta Goyán. - -«Mi mujer y yo nos casamos muy jovencitos: dos nenes, con la leche en -los labios. Ella tenía quince años, yo diez y ocho. Una muchachada, -quién lo duda. Lo que pasó con tanto madrugar fué, que queriéndonos y -llevándonos como dos ángeles, de puro bien avenidos que estábamos, al -entrar yo en los treinta y cinco, mi mujer empezó á parecerme así... -vamos, como mi hermana. La profesaba una ternura sin límites; no hacía -nada sin consultarla, no daba un paso que ella no me aconsejase, no veía -sino por sus ojos... pero todo fraternal, todo muy tranquilo. - -»No teníamos sucesión, y no la echábamos de menos. Jamás hicimos -rogativa ni oferta á ningún santo para que nos enviase tal dolor de -cabeza. La casa marchaba lo mismo que un cronómetro: mi notaría -prosperaba; tomaba incremento nuestra hacienda; adquiríamos tierras; -gozábamos de mil comodidades; no cruzábamos una palabra más alta que -otra, y veíamos juntos aproximarse la vejez sin desazón ni sobresalto, -como el marino que se acerca al término de un viaje feliz, emprendido -por iniciativa propia, por gusto y por deber. - -»Cierto día, mi mujer me trajo la noticia de que había muerto la -inquilina de una casucha de nuestra pertenencia. Era esta inquilina una -pobretona, viuda de un guardia civil, y quedaba sola en el mundo la -huérfana, criatura de cinco años.--Podíamos recogerla, Hipólito--añadió -Romana.--Parte el alma verla así. La enseñaríamos á planchar, á coser, á -guisar, y tendríamos, cuando sea mayor, una criadita fiel y humilde.--Dí -que haríamos una obra de misericordia y que tú tienes el corazón de -manteca.--Esto fué lo que respondí, bromeando. ¡Ay! ¡Si el hombre -pudiese prever dónde salta su destino! - -»Recogimos, pues, la criatura, que se llamaba Mercedes, y así que la -lavamos y la adecentamos, amaneció una divinidad, con un pelo -ensortijado como virutas de oro, y unos ojos que parecían dos violetas, -y una gracia y una zalamería... Desde que la vimos... ¡adiós planes de -enseñarla á planchar y á poner el puchero! Empezamos á educarla del modo -que se educan las señoritas... según educaríamos á una hija, si la -tuviésemos. Claro que en Goyán no la podíamos afinar mucho, pero se hizo -todo lo que permite el rincón este. Y lo que es mimarla... ¡Señor! ¡En -especial Romana... un desastre! Figúrese usted que la pobre Romana, tan -modesta para sí que jamás la ví encaprichada con un perifollo... -encargaba los trajes y los abriguitos de Mercedes á la mejor modista de -Marineda. ¿Qué tal? - -»Cuando llegó la chiquilla á presumir de mujer, empezaron también á -requebrarla y á rondarla los señoritos en los días de ferias y fiestas, -y yo á rabiar cuando notaba que la hacían cocos. Ella se reía y me decía -siempre, mirándome mucho á la cara:--Padrino (me llamaba así), vamos á -burlarnos de estos tontos; á usted le quiero más que á ninguno.--Me -complacía tanto que me lo dijese (¡cosas del demonio!) que la reñía sólo -por oirla repetir:--Le quiero más á usted...--Hasta que una vez, muy -bajito, al oído:--¡Le quiero más, y me gusta más... y no me casaré, -nunca, padrino!--¡Por éstas, que así habló la rapaza! - -»Se me trastornó el sentido. Hice mal, muy mal, y sin embargo, no sé, en -mi pellejo, lo que harían más de cien santones. En fin, repito que me -puse como lunático, y sin intención, sin premeditar las consecuencias -(porque repito que perdí la chaveta completamente), yo, que había vivido -más de veinte años como hombre de bien y marido leal, lo eché á rodar -todo en un día... en un cuarto de hora... - -»Todo á rodar, no; porque tan cierto como que Dios nos oye, yo seguía -consagrando un cariño profundo, inalterable, á mi mujer, y si me -proponen que la deje y me vaya con Mercedes por esos mundos--se lo -confesé á Mercedes misma, no crea usted, y lloró á mares,--antes me -aparto de cien Mercedes que de mi esposa. Después de tantos años de vida -común, se me figuraba que Romana y yo habíamos nacido al mismo tiempo, y -que reunidos y cogidos de las manos debíamos morir. Sólo que Mercedes me -sorbía el seso, y cuando la sentía acercarse á mí, la sangre me daba una -sola vuelta de arriba abajo, y se me abrasaba el paladar, y en los oídos -me parecía que resonaba galope de caballos, un estrépito que me -aturdía.» - ---¿Es de Mercedes el retrato que está sobre el piano?--pregunté al -viejo. - ---De Mercedes es. Pues verá usted: Romana se malició algo, y los -chismosos intrigantes se encargaron de lo demás. Entonces, por evitar -disgustos, conté una historia: dije que unos señores de Marineda, que -iban á pasar larga temporada en Madrid, querían llevarse á Mercedes, y -lo que hice fué amueblar en Marineda un piso, donde Mercedes se -estableció decorosamente, con una criadita. A pretexto de asuntos, yo -veía á la muchacha una vez por semana lo menos. Así, la situación fué -mejor... vamos, más tolerable que si estuviesen las dos bajo un mismo -techo, y yo entre ellas. - -»Romana callaba,--era muy prudente,--pero andaba inquieta, pensativa, -alterada; y decía yo: ¿por dónde estallará la bomba? Y estalló... ¿por -dónde creerá usted? Una tarde que volví de Marineda, mi mujer, sin darme -tiempo á soltar la capa, se encerró conmigo en su cuarto y me dijo que -no ignoraba el estado de Mercedes... ¡Ya supondrá usted cuál sería el -estado de Mercedes!... y que, pues había sufrido tanto y con tal -paciencia, lo que naciese, para ella, para Romana, tenía que ser en toda -propiedad..... como si lo hubiese parido Romana misma. - -»Me quedé tonto. Y el caso es que mi mujer se expresaba de tal manera, -¡con un tono y unas palabras!, y tenía además tanta razón y tal sobra de -motivos para mandar y exigir, que apenas nació el niño y lo ví empañado, -lo envolví en un chal de calceta que me dió Romana para ese fin, y en el -coche de Marineda á Goyán hizo su primer viaje de este mundo.» - ---¿Ese niño es el que está retratado al lado de su esposa de usted, -dentro de los marcos gemelos? - ---Ajajá. Precisamente. ¡Mire usted: dificulto que ningún chiquillo, ni -Alfonso XIII, se haya visto mejor cuidado y más estimado! Romana, desde -que se apoderó del pequeño, no hizo caso de mí, ni de nadie, sino de él. -El niño dormía en su cuarto; ella le vestía, ella le desnudaba, ella le -tenía en el regazo, ella le enseñaba á juntar las letras y ella le hacía -rezar. Hasta formó resolución de testar en favor del niño... Sólo que él -falleció antes que Romana; como que al rapaz le dieron las viruelas el -20 de Marzo, y una semana después voló á la gloria... y Romana, el 7 de -Abril fué cuando la desahució el médico, y la perdí á la madrugada -siguiente.» - ---¿Se la pegaron las viruelas?--pregunté al señor de Bernárdez, que se -aplicaba el pañuelo sin desdoblar á los ribeteados y mortecinos ojos. - ---¡Naturalmente... Si no se apartó del niño! - ---¿Y usted, cómo no se casó con Mercedes? - ---Porque malo soy, pero no tanto como eso--contestó en voz temblona, -mientras una aguadilla que no se redondeó en lágrima asomaba á sus -áridos lagrimales. - - - - -Maldición de gitana - - -Siempre que se trata, entre gente con pretensiones de instruída, de -agorerías y supersticiones, no hay nadie que no se declare exento de -miedos pueriles, y punto menos desenfadado que don Juan frente á las -estatuas de sus víctimas. No obstante, transcurridos los diez minutos -consagrados á alardear de espíritu fuerte, cada cual sabe alguna -historia rara, algún sucedido inexplicable, una «coincidencia». (Las -coincidencias hacen el gasto.) - -La ocasión más frecuente de hablar de supersticiones la ofrecen los -convites. De los catorce ó quince invitados se excusan uno ó dos: al -sentarse á la mesa, alguien nota que son trece los comensales,--y al -punto decae la animación, óyense forzadas risas y chanzas poco sinceras, -y los amos de la casa se ven precisados á buscar, aunque sea en los -infiernos, un número catorce. Conjurado ya el mal sino, renace el -contento; las risitas de las señoras tienen un sonido franco; se ve que -los pulmones respiran á gusto. ¿Quién no ha asistido á un episodio de -esta índole? - -En el último que presencié pude observar que Gustavo Lizana, mozo asaz -despreocupado, era el más carilargo al contar trece, y el que más -desfrunció el gesto cuando fuímos catorce. No hacía yo tan supersticioso -á aquel infatigable cazador y _sportsman_, y extrañándome verle hasta -demudado en los primeros momentos, á la hora del café le llevé hacia un -ángulo del saloncillo japonés, y le interrogué directamente. - ---Una coincidencia--respondió, como era de presumir; y al ver que yo -sonreía, me ofreció con un ademán el sofá bordado, en cuyos cogines una -bandada de grullas blancas con patitas rosa volaba sobre un cañaveral de -oro, nacido en fantástica laguna: se sentó él en una silla de bambú, y -rápidamente, entrecortando la narración con agitados movimientos, me -refirió su _coincidencia_ del número fatídico. - ---Mis dos amigos íntimos--los de corazón--eran los dos chicos de -Mayoral, de una familia extremeña antigua y pudiente. Habíamos estado -juntos en el colegio de los jesuítas, y cuando salimos al mundo, la -amistad se estrechó. Llamábanse el mayor Leoncio y el otro Santiago; y -habrá usted visto pocas figuras más hermosas, pocos muchachos más -simpáticos y pocos hermanos que tan entrañablemente se quisiesen. -Huérfanos de padre y madre, y dueños de su hacienda, no conocían tuyo ni -mío: bolsa común, confianza entera, y á pesar de la diferencia de -caracteres--Leoncio nervioso y vehemente hasta lo sumo, y Santiago de un -genio igual y pacífico--inalterable armonía. A mí me llamaban, en broma, -su otro hermano, y la gente, á fuerza de vernos unidos, había llegado á -pensar que éramos, cuando menos, próximos parientes los Mayoral y yo. - -Apasionados cazadores los tres, nos íbamos semanas enteras á las dehesas -y cotos que los Mayoral poseían en la Mancha y Extremadura, donde hay de -cuanta alimaña Dios crió, desde perdices y conejos hasta corzos, -venados, jabalís, ginetas y gatos monteses. - -Con buen refuerzo de escopetas negras y una jauría de excelentes -podencos, hacíamos cada ojeo y cada batida, que eran el asombro de la -comarca. De estas excursiones resolvimos una cierto día de San Leoncio; -no cabe olvidar la fecha. Nos había convidado juntos una tía de los de -Mayoral, señora discretísima y madre de una muchacha encantadora, por -quien Santiago bebía los vientos: sutilizando mucho, creo que esta -pasión de Santiago tuvo su parte de culpa en la desgracia que sucedió: -ya diré por qué. - -Ello es que nos reunimos en la casa, donde, con motivo de la fiesta, -había otros varios convidados: amiguitas de la niña, señores formales, -íntimos de la mamá... Y yo, que jamás contaba entonces los comensales, -al pasar al comedor, involuntariamente, me fijo en los platos... ¡Eramos -trece, trece justos! - -Ni se me ocurrió chistar: por otra parte, no sentía aprensión. -Estaríamos á la mitad de la comida, cuando lo advirtió el ama de la -casa, y dijo riéndose:--«¡Hola! ¡Pues con el resfriado de Julia, que la -impidió venir, nos hemos quedado en la docena del fraile! No asustarse, -señores; que aquí nadie ha cumplido los sesenta más que yo, y en todo -caso seré la escogida.»--¿Qué habíamos de hacer? Lo echamos á broma -también, y brindamos alegremente por que se desmintiese el augurio. Y -había allí un señor que, presumiendo de gracioso, dijo con sorna:--«Es -muy malo comer trece... cuando sólo hay comida para doce». - -A la madrugada siguiente tomamos el tren y salimos hacia el cazadero. La -expedición se presentaba magnífica; la temperatura era, como de mediados -de Septiembre, templada y deliciosa; cada tarde los zurrones volvían -atestados de piezas, y para mayor satisfacción, nos habían anunciado que -andaban reses por el monte, y que el primer ojeo nos prometía rico -botín. Decidimos que este ojeo principiase un miércoles por la mañana, y -apenas despachadas las migas y el chocolate, salimos á cabalgar nuestros -jacos, que nos esperaban á la puerta, entre el tropel de las escopetas -negras y la gresca y alborozo de los perros. Como tengo tan presentes -las menores circunstancias de aquel día, recuerdo que me extrañó mucho -la furia con que los animales ladraban, y al asomarme fuera, ví, apoyada -en uno de los postes del emparrado que sombreaba la puerta, á una gitana -atezada, escuálida, andrajosa. - -Podría tener sus veinte años, y si la suciedad, la descalcez y las -greñas no la afeasen, no carecería de cierto salvaje atractivo, porque -los ojos brillaban en su faz cetrina como negros diamantes, los dientes -eran piñones mondados y el talle un junco airoso. Los pingajos de su -falda apenas cubrían sus desnudos y delgados tobillos, y al cuello tenía -una sarta de vidrio, mezclada con no sé qué amuletos. Dije que sus ojos -brillaban, y era cierto; brillaban de un modo raro, que no supe definir; -los tenía clavados en Santiago--que, lo repito, era un muchacho -arrogante, rubio y blanco, y en aquel instante, subido al poyo de montar -y con un pie en el estribo, con su sombrero de alas anchas, su bizarro -capote hecho de una manta zamorana, de vuelto cuello de terciopelo -verde, y sus altos zajones de caza, que marcaban la derechura de la -pierna, aún parecía más apuesto y gallardo.--Y á Santiago fué á quien -dirigió sus letanías la egipcia, soltándole esos requiebros raros que -gastan ellas, y ofreciéndose á decirle la buenaventura. En aquel -momento, Santiago, de seguro, pensaba en el dulce rostro de su novia, y -el contraste con el de la gitana debió de causarle una impresión de -repugnancia hacia ésta; porque era galante con todas las mujeres, y sin -embargo, soltó una frase dura y hasta cruel, una frase fatal... yo así -lo creo... - ---¿Qué buenaventura vas á darme tú?--exclamó Santiago.--¡Para ti la -quisieras! ¡Si tuvieses ventura, no serías tan fea y tan negra, -chiquilla! - -La gitana no se inmutó en apariencia, pero yo noté en sus ojos algo que -parecía la sombra de un abismo; y fijándolos de nuevo en Santiago, que -estaba á caballo ya, articuló despacio, con indiferencia atroz y en voz -ronca: - ---¿No quieres buenaventuras, jermoso? Pues toma mardisiones... Premita -Dios... Premita Dios... ¡que vayas montao y vuelvas tendío! - -Yo no sé con qué tono pudo decirlo la malvada, que nos quedamos de -hielo. Leoncio, en especial, como adoraba en su hermano, se demudó un -poco y avanzó hacia la gitana en actitud amenazadora; los perros, que -conocen tan perfectamente las intenciones de sus amos, se abalanzaron -ladrando con furia; uno de ellos hincó los dientes en la pierna desnuda -de la mujer, que dió un chillido. Esto bastó para que Leoncio y yo, y -todos, incluso Santiago, nos distrajésemos de la maldición y pensásemos -únicamente en salvar á la bruja moza, en riesgo inminente de ser -destrozada por la jauría. Contenidos los perros, cuando volvimos la -cabeza, la gitana ya no parecía por allí; sin duda se había puesto en -cobro, aunque nadie supo por donde. - -Al llegar aquí de su narración Gustavo, me hirió de súbito un recuerdo. - ---Espere usted, espere usted...--murmuré recapacitando.--Creo que -conozco el final de la historia... Cuando usted nombró á los Mayoral, -empezó á trabajar mi cabeza... El nombre _me sonaba_... Tengo idea de -que conozco á los dos hermanos, y ya voy reconstruyendo su figura... -Leoncio, vivo, moreno, delgado; Santiago, rubio y algo más grueso... -¿Fué en esa cacería donde?... - ---Donde Leoncio, creyendo disparar á un corzo, mató á Santiago de un -balazo en la cabeza--respondió lentamente Gustavo, cruzando las manos -con involuntaria angustia.--Santiago _volvió tendido_... Perdí á la vez -mis dos amigos; porque el matador, si no enloqueció de repente, como -pasa en las novelas y en las comedias, quedó en un estado de -perturbación y de alelamiento que fué creciendo cada día; y quizás por -olvidar cortos instantes la horrible escena, se entregó--él que era tan -formalillo que hasta le embromábamos--á mil excesos, acabando así de -idiotizarse. ¿Después de saber esta _coincidencia_, extrañará usted que -me agrade poco sentarme á una mesa de trece? Por más que quiero -dominarme, se me conoce el miedo... ¡El miedo, sí; hay que llamar á las -cosas por su nombre! - ---¿Y volvió á parecer la gitana?--pregunté con curiosidad. - ---¡La gitana! ¡Quién sabe adónde vuelan esas cornejas agoreras!--exclamó -Gustavo sombríamente.--Los de esa casta no tienen poso ni paradero... -Como dice Cervantes, á su ligereza no la impiden grillos, ni la detienen -barrancos, ni la contrastan paredes... Cuando velábamos al pobre -Santiago, y tratábamos de impedir que se suicidase el desesperado -Leoncio, ya la bruja debía de estar entre breñas, camino de Huelva ó de -Portugal. - - - - -La bicha - - -Han leído ustedes á Selgas?--preguntó la discreta viuda, cerrando su -abanico antiguo de _vernis Martín_, una de esas joyas que para todo -sirven, excepto para abanicarse.--¿Han leído á Selgas? - -Los que formábamos _peñita_ en la estufa, huyendo de los sofocados y -atestados salones, movimos la cabeza. ¿Selgas? Un autor á quien, como -suele decirse, «le ha pasado el sol por la puerta»... Nombre casi -borrado ya... - ---Pues era ingenioso--declaró la viudita--y á mí me divertía -muchísimo... En no sé qué libro suyo--las citas exactas allá para los -sabiondos--sienta una teoría sustanciosa, no crean ustedes. A propósito -del sistema parlamentario, que le fastidiaba mucho, dice que mientras -nadie se queja de lo que no escoge, todo el mundo rabia con lo que -escogió; que rara vez nos mostramos descontentos de nuestros padres ni -de nuestros hijos, pero que de los cónyuges y de los criados siempre hay -algo malo que contar. ¿Verdad que es gracioso? Sólo que en ese capítulo -de la elección conyugal, le faltó distinguir... Se le olvidó decir que -sólo los hombres eligen, mientras las mujeres toman lo que se -presenta... Y el caso es que la elección conyugal confirma la teoría de -Selgas: los hombres, que escogen amplia y libremente, son los que -escogen peor. - -Esta afirmación de la viuda levantó un turbión de humorísticas protestas -entre el elemento masculino de la peñita. - ---No hay que amontonarse--exclamó la señora intrépidamente.--Los hombres -que aciertan, aciertan como _el consabido_ de la fábula... Y si no... á -la prueba. Todos los jueves que nos reunamos aquí--en este rincón, á la -sombra de estos pandanos tan colosales, cerca de esta fuente tan bonita -con la luz eléctrica--me ofrezco á contarles á ustedes una historia de -elección conyugal masculina... que les parecerá increíble. Empezaremos -ahora mismo... Ahí va la de hoy. - -Cuando perdí á mi marido, tuve que vivir varios años en una capital de -provincia, desenredando asuntos de mucho interés para mí y para mis -hijos. Ya saben ustedes que no soy huraña, y pasado el luto, aproveché -las contadas ocasiones de ver gente que se ofrecían allí. Había una -Sociedad de recreo que daba en Carnaval dos ó tres bailes de máscaras, y -me gustaba ir á sentarme en un palco, acompañada de varias amigas y -amigos de los que solían hacerme tertulia, y divertirme en remirar los -disfraces caprichosos, la animación y las bromas que se corrían abajo, -en el hervidero de la sala. Eran bailes en que se mezclaban el señorío y -la mesocracia con bastantes familias artesanas, sin que se conociesen -mucho las diferencias entre estas clases sociales--porque las artesanas -de M*** se visten, peinan y prenden con gusto, son guapas y tienen aire -fino.--La Junta directiva sólo excluía rigurosamente á las mujeres -notoriamente indignas; y figúrense ustedes el espanto de la concurrencia -cuando, la noche del lunes de Carnaval, empezó á esparcirse la voz de -que estaba en el baile, enmascarada y del brazo de un socio, la célebre -Natalia, por otro nombre _La Bicha_ (la _Culebra_); la daban este apodo -por su fama de mala y engañadora, ó, según otros, porque tenía la cabeza -pequeñita, la tez morena aceitunada y el pelo casi azulado de puro -negro; señas de cuya exactitud pudimos cerciorarnos todos, como verán -ustedes. - -Al saberse la noticia, justamente se hallaba en mi palco el presidente -de la Sociedad, señor viudo, acaudalado y respetable, padre de una niña -preciosa que yo me llevaba á casa por las tardes á jugar con la -chiquilla mía. Sobrecogido y turbado, el presidente se agitaba en el -asiento, haciendo coraje, como suele decirse, para bajar á cumplir su -deber de expulsar á la intrusa. Comprenderán ustedes que no existe deber -más penoso: ir á darle en público un bofetón á una mujer... ¡sea quien -sea! Todos seguíamos con los ojos á la máscara sospechosa, y la -indignación fermentaba. Abandonada desde el primer run-run por el socio -que la introdujo y que se dió prisa á desaparecer; asaltada por unos -cuantos mozalbetes, que la asaetaban con insolentes pullas y -dicharachos; aislada á la vez en un espacio libre--porque todas las -demás mujeres se apartaban--la _Culebra_, apretando contra el rostro su -antifaz, recogiendo los pliegues de su manto de _beata_, como para -ocultarse, permanecía apoyada en una columna de las que sostienen los -palcos, en actitud de fiera á quien acosan. Por fin, el presidente se -decidió, y, tomando precipitadamente el sombrero, salió al pasillo; -pronto le vimos aparecer en el salón y dirigirse á donde estaba la -_Culebra_. A las frases secas y rápidas, cual latigazos, del presidente, -los mozalbetes se desviaron, dejando sola á la mujer; y ésta, con un -movimiento de soberbia que remedaba la dignidad, revolviéndose bajo el -ultraje, se arrancó de súbito la careta de raso negro, echó atrás el -manto, y descubierta la cabeza, erguido el cuello, rechispeantes los -ojos, miró, retó, fulminó al presidente primero, después, circularmente, -á todo el concurso, á las señoras, á las señoritas, que volvían la cara -ruborizándose, á los hombres que cuchicheaban y se reían... Y despacio, -sin bajar la frente, pasó por entre la multitud apiñada que se -estremecía á su contacto, y todavía, desde la puerta, volviéndose, -disparó el venablo de sus pupilas (¡qué mirada aquella, Dios mío!) al -presidente, que accionaba entre un círculo de individuos de la Directiva -y de señores que le felicitaban por su acción... Minutos después, muy -exaltado, volvía al palco el buen señor, y al acompañarme, á la salida, -todavía hablaba del descoco de la pájara, refiriéndonos, con el recato -posible, su vida y milagros, capaces, ciertamente, de poner colorada á -una estatua de piedra. - -A la vuelta de cinco meses; cuando á las frioleras diversiones del -Carnaval reemplazan los idílicos goces de las giras y de las campestres -romerías,--empezó á susurrarse en M*** que el presidente de la Sociedad -_Centro de Amigos_, el honrado y formal don Mariano Subleiras, con sus -cincuenta del pico, su viudez y su niña encantadora, pasaba á segundas -nupcias... ¿Ya han adivinado ustedes con quién?... ¡Con la propia -Natalia, la _Bicha_, la prójima echada del baile!--Al oirlo, sepan -ustedes que no lo puse en duda ni un momento. Dirán ustedes que soy -pesimista... Digan lo que quieran, ¡El caso es que yo, en seguida, creí -firmemente que era gran verdad eso que á todos les parecía el colmo de -lo absurdo!--¿Pero no se acuerda usted?--me objetaban.--Pero si fué él -mismo quien la puso de patitas...--Pues por eso, cabalmente por -eso--contestaba yo, dejándoles con la boca de un palmo. Al fin, tanto me -calentaron la cabeza con la boda dichosa, que entre el deseo de -complacer y la lástima que me infundía la pequeña, aquella rubita -monísima, amenazada de madrastra semejante, me decidí á meterme donde -no me llamaban y á hacer á don Mariano el siempre inoportuno regalo del -buen consejo... Le llamé á capítulo, le prediqué un sermón que ni un -padre capuchino; estuve elocuente, les aseguro que sí... Y me puse muy -hueca cuando al terminar mi plática, don Mariano, al parecer conmovido, -murmuró aplicando el pico del pañuelo á los ojos:--Prometo á usted que -no me casaré con la Natalia... - ---¿Y al poco tiempo se casó?--interrogaron con malicia los de la peña. - ---No, señores... No se casó al poco tiempo... ¡Cuando me empeñaba una -palabra inquebrantable... estaba ya casado... secretamente! - -Hubo en el grupo exclamaciones, risas, comentarios, y Ramiro Nozales, -que la echaba de observador, pronunció con énfasis: - ---¡Qué humano es eso! - ---Lo que á mí me preocupó mucho entonces--prosiguió la señora--fué -averiguar cómo se las había compuesto la lagarta para hacer presa en don -Mariano. Su móvil era patente: una venganza que eriza el pelo... Pero, -¿de qué medios se había valido? Cuando fué expulsada del baile, don -Mariano sólo la conocía de vista y por su lamentable reputación... -Excitada mi curiosidad, en que entraba tanto interés por la pobre niña, -pude averiguar algo... ¡Algo que también va usted á decir que es _muy -humano_, amigo Nozales, porque conozco su escuela de usted!... Parece -que la _Bicha_ se presentó en casa de don Mariano días después de la -expulsión, y bañada en lágrimas, y con hartos desmayos y suspiros, le -pidió reparación del ultraje; reparación... ¿cómo diré yo?, una -reparación privada, una palabra benévola, una excusa, algo que la -consolase, porque desde aquel episodio se sentía enferma, abatida y á -punto de muerte... «De otra persona, mire usted, no me hubiese -importado; pero de usted... vamos, de usted... un señor tan digno, un -señor tan virtuoso...», dicen que silbaba la _Culebra_, empezando -insensiblemente á enroscarse... De aquí al vasito de agua, á contar una -larga historia, á ser escuchada y compadecida, visitada después, á -enlazar con el primer anillo, á deslizarse, á abrazar ya con las roscas -flexibles el pecho, la cabeza y el cuerpo todo... el camino ni es largo -ni difícil, y en cuatro meses y medio lo anduvo la _Bicha_... hasta -llegar á la iglesia.--Al año siguiente, la noche del lunes de Carnaval, -don Mariano y su señora ocupaban el palco fronterizo al mío... Fué la -primera vez que aparecieron juntos en público. Después, ya nunca vimos -solo á don Mariano; á ella, sí. Contaban que su mujer le mandaba de tal -suerte, que, al salir de casa, le dejaba encerrado... - ---¿Y la niña?--preguntó Nozales con afán triste. - ---¡Ah!--suspiró la señora.--La niña... me han escrito de allá que murió -tísica!... - - - - -Sangre del brazo - - -El lunes de Pascua de Resurrección, con un sol esplendente y un aire -tibio y perfumado, que provocaba impaciencias y fervorines primaverales -en los retoños frescos de los árboles y en los senderos que deseaban -florecer y donde á las últimas violetas descoloridas hacían competencia -las primeras campánulas blancas y las margaritas de rosado -cerco,--unieron sus destinos en la capilla del restaurado castillo -señorial la linda heredera de la noble casa y estados de Abencerraje, -con el apuesto y galán marquesito de Alcalá de los Hidalgos. - -Todo sonreía en aquella boda, lo mismo la naturaleza que el porvenir de -los desposados. Al cuadro de su juventud, del amor del novio, que -revelaban mil finezas y extremos, y á la cándida belleza de la novia, -servían de marco de oro y rosas la cuantiosa hacienda, la ilustre cuna, -el respeto y cariño de la buena gente campesina, y hasta la venturosa -circunstancia de verse enlazadas por ella, ante el cielo y ante el -mundo, las dos casas más ricas y nobles de la provincia, las que la -representaban en la historia nacional. - -A la puerta de la capilla aguardaba el coche familiar que había de -conducir á los esposos á la estación del camino de hierro. Iban á -emprender uno de esos viajes que son la realidad de un sueño divino: -Italia y sus ciudades-museos; Suiza y sus lagos, trozos de la bóveda -azul del firmamento caídos sobre la nieve; Alemania con sus ríos, en que -las ondinas nadan al rayo de la luna; después el Oriente, Grecia, -Constantinopla, y, por último, el invierno en París, entre los -prestigios del lujo y la magia de la refinadísima civilización; París -con sus fiestas y sus elegancias exquisitas, sus nidos de coquetería y -de molicie para la dicha renovada... La perspectiva de tantos días -risueños y venturosos; más que todo la del amor puro, noble, legítimo, -constante regocijo y secreta y dulce efusión del alma, hacía latir de -gozo el corazón de la novia, de la rubia y tierna María de las Azucenas, -cuando el coche arrancó al trote largo de los cuatro fogosos caballos -que lo arrastraban, llevándosela á ella, al que ya era su dueño, y á la -doncella, Luisilla, aldeana viva y fiel, elegida y designada para, -acompañar y servir á María durante el viaje... - -Por espacio de algunos meses fueron llegando al castillo faustas nuevas -de los novios. Aun cuando la escondida aldea de Abencerraje distaba -tanto de esas lejanas tierras por donde ellos paseaban la ufanía de su -felicidad, por mil no sospechados conductos--cartas, sueltos de -periódicos, referencias de otros viajeros, de cónsules, de amigos, de -desconocidos quizás--en Abencerraje se sabía confusamente que el viaje -era feliz, alegre, fecundo en incidentes gratos, y que marido y mujer -disfrutaban de salud y contento. Corrió así el verano, pasóse el otoño, -y se averiguó que, cumpliendo estrictamente el programa, se encontraban -ya en la capital de la república francesa los marqueses, divertidos, -festejados, girando en el torbellino del placer. Hacia Febrero ó Marzo -se habló de que la recién casada sufría una grave enfermedad, pero casi -se supo al mismo tiempo el mal y la mejoría. Y pocas semanas después, el -lunes de Pascua de Resurrección, á la caída de una tarde admirable por -lo serena, cuando las últimas violetas descoloridas exhalaban su -delicado aroma y los árboles desabrochaban su flor de primavera, el país -vió asombrado que el coche familiar regresaba de la estación con mucho -repique de cascabeles, y las gentes, que se asomaban curiosas á las -puertas de las cabañas, no divisaron dentro del coche más que á María de -las Azucenas, tan descolorida como las últimas violetas de los senderos, -y á Luisilla, sentada á su lado, también desmejorada y amarillenta, -sosteniendo en el hombro la fatigada cabeza de su señora; ambas mudas, -ambas tristes, ambas con la huella del padecimiento en el rostro.--Y ni -aquel día, ni los siguientes, ni nunca más, asomó el Marqués de Alcalá -en el castillo de su mujer, ni por la comarca siquiera, y María y -Luisilla vivieron solas, siempre juntas, más que como ama y criada, como -hermanas amantísimas é inseparables. - -Repicaron las lenguas, y se fantasearon historias de ilícitas pasiones y -desvaríos del Marqués, tragedias horribles, duelos, conatos de -envenenamiento, y otras mil invenciones novelescas que prueban la -ardorosa imaginación de los naturales de Abencerraje. La verdad no se -supo hasta que corrieron algunos años, cuando el Marqués de Alcalá -comisionó á un sacerdote para lograr de su esposa que le perdonase y -consintiese en vivir á su lado. Habiendo fracasado por completo la -diplomacia del sacerdote, en los primeros momentos de contrariedad éste -se espontaneó con el párroco de Abencerraje, éste con el boticario, éste -con el médico, el notario, el Alcalde... y así llegó á conocer la -comarca la siguiente aventura. - -Después de un viaje que fué un idilio, llegaron á París los enamorados -esposos en busca de alguna quietud, pues la reclamaba el estado -interesante de María, expuesta á percances en fondas y trenes. A pesar -del cuidado y del método que observó la Marquesa, hacia el sexto mes del -embarazo cayó en cama, con síntomas de parto prematuro. Acaeció la -temida desgracia, y fué lo peor que una hemorragia violenta puso en -peligro inminente la vida de la señora. «Se desangra, se nos va», había -dicho el médico, un español ilustre, después de ensayar los recursos de -su ciencia, luchando denodadamente con la muerte que se aproximaba -silenciosa. Y entonces el marido, que veía á su esposa desfallecer en -síncope mortal, blanca como la almohada donde apoyaba su frente de cera, -preguntó al doctor: - ---¿Pero no hay algún medio de salvarla? ¿No hay alguno? - ---Hay uno todavía--respondió el médico.--Si se encuentra una persona -sana, robusta, joven y que quiera lo bastante á esta señora para dar -sangre de las venas de su brazo... verificaremos la transfusión y verá -usted á la enferma resucitar. - -Al hablar así, el doctor miraba afanosamente al Marqués, clavándole en -el rostro, y mejor aún en el espíritu, sus ojos interrogadores y -desengañados de hombre que ha presenciado en este pícaro mundo muchas -miserias; y al notar que el Marqués no contestaba y se volvía tan pálido -como si ya le estuviesen extrayendo de las venas la sangre que le pedía -de limosna el amor, el médico se encogió de hombros murmurando -vagamente: - ---Pero es difícil... muy difícil. Hay que renunciar á esa esperanza. - -En aquel punto mismo se levantó una mujer que permanecía acurrucada á -los pies del lecho de la moribunda, y sencillamente, presentando su -brazo izquierdo desnudo, blanco, grueso, surcado de venas azules, -exclamó: - ---Ahí tiene, señor... ahí tiene... Sangre no me falta, y sana estoy como -las propias manzanas en el árbol... Ahí tiene, y ojalá que la sangre de -una pobre aldeana sirva para resucitar á la señora. - -Ni un minuto tardó el doctor en aceptar la oferta de Luisilla. Aplicando -la cánula, sangró copiosamente el recio brazo, pues se necesitaba mucha, -mucha sangre, setecientos gramos, para reparar las pérdidas sufridas. La -muchacha, sonriente, no pestañeaba, repitiendo á cada paso: - ---Saque, señor; tengo yo la mar de sangre buena que ofrecer á mi ama. - -El Marqués había huído de la habitación. Cuando la sutil jeringuilla -empezó á inyectar el precioso licor en el cuerpo de la agonizante, y -ésta á notar el calor delicioso que de las venas pasaba al corazón -reanimándolo; cuando su rostro de mármol se coloreó y sus ojos se -abrieron lentamente, lo primero que buscaron fué al amado, á la mitad de -su ser, pues había comprendido al revivir que alguien la daba su sangre -en compensación de la que había perdido, y creía que sólo podía ser él, -el esposo, el compañero, el adorado, el ídolo de su alma. Y al no -encontrarle; al ver á Luisa, á quien vendaban y á quien hacían beber, -para reanimarla del desfallecimiento, café puro, la esposa comprendió, y -volvió á cerrar los ojos, como si aspirase al desmayo del cual solo se -despierta en los brazos de la muerte... - -Apenas pudo ponerse en camino, María partió sin más compañera que la -aldeanita, cuya humilde sangre llevaba en las venas y á quien debía el -existir. Todas las gestiones del Marqués de Alcalá se estrellaron contra -la invencible repugnancia, ó más bien el horror de su mujer. Demasiado -altiva para buscar consuelo de aquel desengaño, vivió con Luisilla, -haciendo caridades y llorando á solas muchas veces,--sobre todo en -Pascua de Resurrección, cuando la implacable naturaleza reflorecía. - - - - -Consuelo - - -Teodoro iba á casarse perdidamente enamorado. Su novia y él aprovechaban -hasta los segundos para tortolear y apurar esa dulce comunicación que -exalta el amor por medio de la esperanza próxima á realizarse. La boda -sería en Mayo, si no se atravesaba ningún obstáculo en el camino de la -felicidad de los novios. Pero al acercarse la concertada fecha se -atravesó uno terrible: Teodoro entró en sorteo de oficiales, y la suerte -le fué adversa: le reclamaba la patria. - -Ya se sabe lo que ocurre en semejantes ocasiones. La novia sufrió -síncopes y ataques de nervios; derramó lágrimas que corrían por sus -mejillas frescas, pálidas como hojas de magnolia, ó empapaban el -pañolito de encaje; y en los últimos días que Teodoro pudo pasar al lado -de su amada, trocáronse juramentos de constancia y se aplazó la dicha -para el regreso. Tales fueron los extremos de la novia, que Teodoro -marchó con el alma menos triste, regocijado casi por momentos, pues era -animoso y no rehuía, ni aun de pensamiento, la aceptación del deber. - -Escribió siempre que pudo, y no le faltaron cartas amantes y fervorosas, -en contestación á las suyas algo lacónicas, redactadas después de una -jornada de horrible fatiga, robando tiempo al descanso, y evitando -referir las molestias y las privaciones de la cruel campaña, por no -angustiar á la niña ausente. Un amigo á prueba, comisionado para espiar -á la novia de Teodoro--no hay hombre que no caiga en estas puerilidades, -si se va muy lejos y ama de veras--mandaba noticias de que la muchacha -vivía en retraimiento, como una viuda. Al saberlo, Teodoro sentía un -gozo que le hacía olvidarse de la ardiente sed, del sol que abrasa, de -la fiebre que flota en el aire y de las espinas que desgarran las -epidermis. - -Cierto día, de espeso matorral salieron algunos disparos al paso de la -columna que Teodoro mandaba. Teodoro cerró los ojos y osciló sobre el -caballo: le recogieron y trataron de curarle, mientras huía cobardemente -el invisible enemigo. Trasladado el herido al hospital, se vió que tenía -destrozado el hueso de la pierna,--fractura complicada, gravísima.--El -médico dió su fallo: para salvar la vida había que practicar -urgentemente la amputación por más arriba de la rótula, advirtiendo que -consideraba peligroso dar cloroformo al paciente. Teodoro resistió la -operación con los ojos abiertos, y vió cómo el bisturí incindía su piel -y resecaba sus músculos, cómo la sierra mordía en el hueso hasta llegar -al tuétano, y cómo su pierna derecha, ensangrentada, muerta ya, era -llevada á que la enterrasen... Y no exhaló un grito ni un gemido: tan -sólo, en el paroxismo del dolor, tronzó con los dientes el cigarro que -chupaba. - -Según el cirujano, la operación había salido divinamente. No hubo -inflamación ni gangrena; cicatrizó bien y pronto, y Teodoro no tardó en -ensayar su pierna de palo, una pata vulgar, mientras no podía encargar á -Alemania otra, hecha con arreglo á los últimos adelantos... - -Al escribir á su novia desde el hospital sólo había hablado de herida, y -herida leve. No quería afligirla ni espantarla. Así y todo, lo de la -herida alarmó á la muchacha tanto, que sus cartas eran gritos de terror -y efusiones de cariño. ¿Por qué no estaba ella allí para asistirle, y -acompañarle y endulzar sus torturas? ¿Cómo iba á resistir hasta la carta -siguiente, donde él participase su mejoría? - -Aquellas páginas tiernas y sencillas, que debían consolar á Teodoro, le -causaron, por el contrario, una inquietud profunda. Pensaba á cada -instante que iba á regresar, á ver á su adorada, y que ella le vería -también... ¡pero cómo! ¡Qué diferencial Ya no era el gallardo oficial de -esbelta silueta y andar resuelto y brioso. Era un inválido, un pobrecito -inválido, un infeliz inútil. Adiós las marchas, adiós los fogosos -caballos, adiós el vals que embriaga, adiós la esgrima que fortalece: -tendría que vivir sentado, que pudrirse en la inacción, y que recibir -una limosna de amor ó de lástima, otorgada por caridad á su desventura. -Y Teodoro, al dar sus primeros pasos apoyado en la muleta, presentía la -impresión de su novia cuando él llegase así, cojo y mutilado,--él, el -apuesto novio que antes envidiaban las amigas.--Ver la luz de la -compasión en unos ojos adorados... ¡qué triste sería, qué triste! Miróse -al espejo y comprobó en su rostro las huellas del sufrimiento, y pensó -en el ruido seco de la pata de palo sobre las escaleras de la casa de su -futura... Con el revés de la mano se arrancó una lágrima de rabia que -surgía al canto del lagrimal: pidió papel y pluma, y escribió una breve -carta de rompimiento y despedida eterna. - -Dos años pasaron. Teodoro había vuelto á la Península, aunque no á la -ciudad donde amó y esperó. Por necesidad tuvo que ir á ella pocos días, -y aunque evitaba salir á la calle, una tarde encontró de improviso á la -que fué su novia y,--sofocado, tembloroso,--se detuvo y la dejó pasar. -Iba ella del brazo de un hombre--su marido.--El amputado, repuesto, -firme ya sobre su pata hábilmente fabricada en Berlín, maravilla de -ortopedia, que disimulaba la cojera y terminaba en brillante bota, notó -que el esposo de su amada era ridículamente conformado, muy patituerto, -de rodillas huesudas é innoble pie... y una sonrisa de melancólica burla -jugó en su semblante grave y varonil. - - - - -La novela de Raimundo - - -¿Suponéis que no hay en mis recuerdos nada dramático, nada que despierte -interés, una novela tremenda?--nos dijo casi ofendido el apacible -Raimundo Ariza, á quien considerábamos el muchacho más formal de cuantos -remojábamos la persona en aquella tranquila playa y nos reuníamos por -las tardes á jugar á tanto módico en el Casino.--No pudimos menos de -mirar á Raimundo con sorpresa y algo de incredulidad. Sin embargo, -Raimundo no era feo: tenía estatura proporcionada, correctas facciones, -ojos garzos y dulces, sonrisa simpática y blanca tez; pero su bonita -figura destilaba sosería; no había nacido fascinador; parecía formado -por la naturaleza para ser á los cuarenta buen padre de familia, y -Alcalde de su pueblo. - ---Dudamos de tu novela romántica--exclamó al cabo uno de nosotros. - ---Pues es de las de patente...--replicó Raimundo.--Hay dos clases de -novelas, señores escépticos: las voluntarias y las involuntarias. Las -primeras, las buscan por la mano sus héroes. Las otras... se vienen á -las manos. De estas fué la mía. A ciertas personas suele decirse que -«_les sucede todo_;» y es porque ellas andan á caza de sucesos... A fe -que si se estuviesen quietecitos, las mujeres no se precipitarían á -echarles memoriales. - -En mi pueblo, como sabéis, no suele haber grandes emociones, y cualquier -cosa se vuelve acontecimiento. Todo constituye distracción, rompiendo la -monotonía de aquel vivir.--Hará cosa de tres años, en primavera, nos -alborotó la llegada de una tribu errante de gitanos ó zíngaros. -Plantaron sus negruzcas tiendas y amarraron sus trasijadas monturas en -cierto campillo árido, cercano á uno de los barrios en construcción, y -formamos costumbre de ir por las tardes á curiosear las fisonomías y los -hábitos de tan extraña gente. - -Nos gustaba ver cómo remendaban y estañaban calderos y componían -jáquimas y pretales, todo al sol y con la cabeza descubierta, porque -dentro de las tiendas no se rebullían. Comentábase mucho la noticia de -que el jefe de una taifa tan sórdida y desarrapada hubiese depositado en -el Banco, el día de su arribo, bastantes miles de duros en ricas onzas -españolas, de las que ya no se encuentran por ninguna parte. Viajaban -con su caudal, y por no ser desbalijados, al sentar sus reales lo -aseguraban así. Se decía también que poseían á docenas soberbias -cadenas de oro y joyeles bárbaros de pedrería; pero es la verdad que, al -exterior, sólo mostraban miserias, andrajos y densa capa de mugre, no -teniendo poco de asombroso que tan mala capa no bastase á encubrir ni á -degradar la noble hermosura y pintoresca originalidad de los bohemios -que admirábamos. - -Resaltaba esta belleza en todos los individuos jóvenes de la tribu; -pero, como es natural, yo prefería observarla en las mujeres, y solía -acercarme á la tienda donde habitaba una gitanilla del más puro tipo -oriental que pueda soñarse. Esbelta, de tez finísima y aceitunada; de -ojos de gacela, tristes, almendrados é inmensos; de cabellera azulada á -fuerza de negror y repartida en dos trenzas de esterilla á ambos lados -del rostro, la gitana estaba reclamando un pintor que se inspirase en su -figura. Aunque era, según supe después, esposa del jefe de la tribu, su -vestimenta se componía de una falda muy vieja y un casaquín desgarrado, -por cuyas roturas salía el seno, y en lugar de los fantásticos joyeles -del misterioso tesoro, adornaba su cuello una sarta de corales falsos. -Su tierna juventud y su singular beldad resplandecían iluminando los -harapos y el interior de la tienda, por otra parte semejante á un -capricho de Goya, donde humeaba un pote sobre unas trébedes y un fuego -de brasa, atizado por una gitana vieja, tan caracterizada de bruja, que -pensé que iba á salir volando á horcajadas sobre una escoba. - -Así que me vió la gitanilla, con voz muy melodiosa y con gutural -pronunciación extranjera me pidió la mano para echarme la buenaventura. -Se la tendí, con dos pesetas para señalar, y después de oídas las -profecías que dicen siempre las gitanas, dejé gustoso las dos pesetas en -su poder. La mujer hablaba aprisa, porque un chiquillo desnudo, de -cobriza tez, arrastrándose por el suelo, lloriqueaba; así que su madre -le tomó en brazos, calló agarrando el seno. De súbito la gitana exhaló -un chillido de dolor: el crío acababa de morderla cruelmente, y ella, -casi en broma, aplicó dos azotes ligeros á la criatura. No sé que fué -más pronto, si romper el chico en llanto desconsolador ó entrar en la -tienda el jefe de la tribu, un arrogante bohemio de enérgicas facciones -y pelo rizado en largos bucles; y sin encomendarse á Dios ni al diablo, -profiriendo imprecaciones en su jerigonza, soltarle á su mujer un feroz -puntapié que la echó á tierra. - -Indignado por tal brutalidad, me precipité á levantarla; se alzó pálida -y temblando; sus ojos oblongos, tan dulces poco antes, fulguraban con un -brillo sombrío, que me pareció de odio y furor, pero al fijarse en mí -destellaron agradecimiento. No lo pude remediar; aunque por sistema con -nadie ni en nada me meto, aquella escena me había trastornado: apostrofé -é increpé al gitano, y hasta le amenacé, si maltrataba de tal suerte á -una criatura indefensa, con denunciarle á la autoridad, que le aplicaría -condigno castigo. No sé qué pasaría por dentro del alma del bohemio: sé -que me escuchó muy grave, que chapurreó excusas, y al mismo tiempo, á -guisa de amo de casa que hace cortesía, me acompañó, sacándome fuera de -su domicilio, á pretexto de enseñarme los caballos y los carricoches; en -términos que, al despedirme de aquel hombre, me creí en el deber de -aflojar otras monedas... que aceptó sin perder la dignidad. - -Al día siguiente, y los demás, volví al campamento y fuí derecho á la -tienda de la gitana... ¡No arméis alboroto ni me déis broma! Yo no -sentía nada parecido á lo que suele llamarse, no ya amor, sino sólo -interés ó capricho por una mujer. Quizás por obra de la suciedad salvaje -en que vivía envuelta la gitana, ó por el carácter exótico de su -hermosura de dieciséis abriles, lo que me inspiraba era una especie de -lástima cariñosa unida á un desvío raro: yo no concebía, con tal mujer, -sino la contemplación desinteresada y remota que despiertan un cuadro ó -un cachivache de museo. A veces me creía inferior á ella, que procedía -de raza más pura y noble, de aquel Oriente en que la humanidad tuvo su -cuna; otras, por el contrario, se me figuraba un animal bravío, un ser -de instinto y de pasión á quien yo dominaba por la inteligencia. Y -encontraba gusto en ir á verla, únicamente porque ella, al aparecer yo, -mostraba una alegría pueril, una exaltación inexplicable, sonriendo con -labios muy rojos y dientes muy blancos, diciéndome palabras zalameras, -contándome sus correrías, sus fatigas y sus deseos de regresar á una -patria donde el firmamento no tuviese nubes, ni llorase agua jamás. -«Feo cuando llueve», repetía. A esto se redujo nuestro idilio... No -tengo nada de héroe, y así que noté que el arrogante gitano fruncía las -negrísimas y correctas cejas al encontrarme en sus dominios, espacié mis -visitas, y ni siquiera me despedí de mi amiga--pues los bohemios -levantaron el campo de improviso una mañana, y desaparecieron, sin dejar -más huellas de su paso que varios montones de carbón y ceniza en el -real, y dos ó tres hurtos de poca monta que se les atribuyeron, quizás -falsamente. - -Hasta aquí la historia es bien sencilla... Lo novelesco empieza ahora... -y consiste en un solo hecho, que ustedes explicarán como gusten... pues -yo me lo explico á mi modo, y acaso esté en un error! Al mes de alejarse -de mi ciudad la tribu zíngara, se supo por la prensa que en las -asperezas de la sierra de los Castros habían descubierto unos pastores -el cuerpo de una mujer muy joven, cuyas señas inequívocas coincidían con -las de mi gitanilla. El cuerpo había sido enterrado á bastante -profundidad, pero venteado por los perros y desenterrado prontamente, -dió á la justicia indicios de que se hallaba sobre la pista de un -horrendo crimen. Se inició el procedimiento sin resultado alguno, porque -los de la errante tribu estuvieron conformes en declarar que la -gitanilla había huído separándose de ellos, y que ellos no se habían -acercado ni á veinte leguas de la sierra de los Castros. La muerte de la -gitanilla fué un negro misterio más, de tantos como no desentraña la -justicia nunca. Sólo yo creí ver claro en el lance... Acordéme de las -palabras que Cervantes pone en boca del gitano viejo: «Libres y exentos -vivimos de la amarga pestilencia de los celos; nosotros somos los jueces -y verdugos de nuestras esposas y amigas; con la misma facilidad las -matamos y las enterramos por las montañas y desiertos, como si fuesen -animales nocivos; no hay pariente que las vengue, ni padres que nos -pidan su muerte...» - - - - -El encaje roto - - -Convidada á la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no -habiendo podido asistir, grande fué mi sorpresa cuando supe al día -siguiente--la ceremonia debía verificarse á las diez de la noche en casa -de la novia--que ésta, al pie del mismo altar, al preguntarle el Obispo -de San Juan de Acre si recibía á Bernardo por esposo, soltó un _no_ -claro y enérgico; y como reiterada con extrañeza la pregunta se -repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar un cuarto de hora -la situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose -la reunión y el enlace á la vez. - -No son inauditos casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero -ocurren entre gente de clase humilde, de muy modesto estado, en esferas -donde las conveniencias sociales no embarazan la manifestación franca y -espontánea del sentimiento y de la voluntad. - -Lo peculiar de la escena provocada por Micaelita, era el medio ambiente -en que se desarrolló. Parecíame ver el cuadro, y no podía consolarme de -no haberlo contemplado por mis propios ojos. Figurábame el salón -atestado, la escogida concurrencia, las señoras vestidas de seda y -terciopelo, con collares de pedrería, al brazo la mantilla blanca para -tocársela en el momento de la ceremonia; los hombres con -resplandecientes placas ó luciendo veneras de Ordenes militares en el -delantero del frac; la madre de la novia, ricamente prendida, atareada, -solícita, de grupo en grupo, recibiendo felicitaciones; las hermanitas, -conmovidas, muy monas, de rosa la mayor, de azul la menor, ostentando -los brazaletes de turquesas, regalo del cuñado futuro; el Obispo que ha -de bendecir la boda, alternando grave y afablemente, sonriendo, -dignándose soltar chanzas urbanas ó discretos elogios, mientras allá en -el fondo se adivina el misterio del oratorio revestido de flores, una -inundación de rosas blancas, desde el suelo hasta la cupulilla, donde -convergen radios de rosas y de lilas como la nieve, sobre rama verde, -artísticamente dispuesta; y en el altar, la efigie de la Virgen -protectora de la aristocrática mansión, semioculta por una cortina de -azahar, el contenido de un departamento lleno de azahar que envió de -Valencia el riquísimo propietario Aránguiz, tío y padrino de la novia, -que no vino en persona por viejo y achacoso--detalles que corren de boca -en boca, calculándose la magnífica herencia que corresponderá á -Micaelita, una esperanza más de ventura para el matrimonio, el cual irá -á Valencia á pasar su luna de miel.--En un grupo de hombres me -representaba al novio, algo nervioso, ligeramente pálido, mordiéndose el -bigote sin querer, inclinando la cabeza para contestar á las delicadas -bromas y á las frases halagüeñas que le dirigen... - -Y por último, veía aparecer en el marco de la puerta que da á las -habitaciones interiores una especie de aparición, la novia, cuyas -facciones apenas se divisan bajo la nubecilla del tul, y que pasa -haciendo crujir la seda de su traje, mientras en su pelo brilla como -sembrado de rocío la roca antigua del aderezo nupcial... Y ya la -ceremonia se organiza, la pareja avanza conducida por los padrinos, la -cándida figura se arrodilla al lado de la esbelta y airosa del novio... -Apíñase en primer término la familia, buscando buen sitio para ver -amigos y curiosos, y entre el silencio y la respetuosa atención de los -circunstantes... el Obispo formula una interrogación, á la cual responde -un _no_ seco como un disparo, rotundo como una bala. Y--siempre con la -imaginación--notaba el movimiento del novio, que se revuelve herido; el -ímpetu de la madre, que se lanza para proteger y amparar á su hija, la -insistencia del Obispo, forma de su asombro, el estremecimiento del -concurso, el ansia de la pregunta transmitida en un segundo: «¿Qué pasa? -¿Qué hay? ¿La novia se ha puesto mala? ¿Que dice _no_? Imposible... -¿Pero es seguro? ¡Qué episodio!...» - -Todo esto, dentro de la vida social, constituye un terrible drama. Y en -el caso de Micaelita, al par que drama, fué logogrifo. Nunca llegó á -saberse de cierto la causa de la súbita negativa. - -Micaelita se limitaba á decir que había cambiado de opinión y que era -bien libre y dueña de volverse atrás, aunque fuese al pie del ara, -mientras el _sí_ no partiese de sus labios. Los íntimos de la casa se -devanaban los sesos, emitiendo suposiciones inverosímiles. Lo indudable -era que todos vieron, hasta el momento fatal, a los novios satisfechos y -amarteladísimos; y las amiguitas que entraron á admirar á la novia -engalanada, minutos antes del escándalo, referían que estaba loca de -contento, y tan ilusionada y satisfecha que no se cambiaría por nadie. -Datos eran estos para obscurecer más el extraño enigma que por largo -tiempo dió pábulo á la murmuración, irritada con el misterio y dispuesta -á explicarlo desfavorablemente. - -A los tres años,--cuando ya casi nadie iba acordándose del sucedido de -las bodas de Micaelita, me la encontré en un balneario de moda donde su -madre tomaba las aguas. No hay cosa que facilite las relaciones como la -vida de balneario, y la señorita de Aránguiz se hizo tan íntima mía, que -una tarde, paseando hacia la iglesia, me reveló su secreto, afirmando -que me permite divulgarlo, en la seguridad de que explicación tan -sencilla no será creída por nadie. - ---Fué la cosa más tonta... De puro tonta no quise decirla; la gente -siempre atribuye los sucesos á causas profundas y trascendentales, sin -reparar de que á veces nuestro destino lo fijan las niñerías, las -_pequeñeces_ más pequeñas... Pero son pequeñeces que significan algo, y -para ciertas personas significan demasiado. Verá usted lo que pasó; y no -concibo que no se enterase nadie, porque el caso ocurrió allí mismo, -delante de todos; sólo que no se fijaron, porque fué, realmente, un -decir Jesús. - -Ya sabe usted que mi boda con Bernardo de Meneses parecía reunir todas -las condiciones y garantías de felicidad. Además, confieso que mi novio -me gustaba mucho, más que ningún hombre de los que conocía y conozco; -creo que estaba enamorada de él. Lo único que sentía era no poder -estudiar su carácter: algunas personas le juzgaban violento; pero yo le -veía siempre cortés, deferente, blando como un guante, y recelaba que -adoptase apariencias destinadas á engañarme y á encubrir una fiera y -avinagrada condición. Maldecía yo mil veces la sujeción de la mujer -soltera, para la cual es un imposible seguir los pasos á su novio, -ahondar la realidad y obtener informes leales, sinceros hasta la -crudeza--los únicos que me tranquilizarían. Intenté someter á varias -pruebas á Bernardo, y salió bien de ellas; su conducta fué tan correcta, -que llegué á creer que podía fiarle sin temor alguno mi porvenir y mi -dicha. - -Llegó el día de la boda. A pesar de la natural emoción, al vestirme el -traje blanco reparé una vez más en el soberbio volante de encaje que lo -adornaba, y era regalo de mi novio. Había pertenecido á su familia aquel -viejo Alenzón auténtico, de una tercia de ancho--una maravilla--de un -dibujo exquisito, perfectamente conservado, digno del escaparate de un -museo. Bernardo me lo había regalado, encareciendo su valor, lo cual -llegó á impacientarme, pues por mucho que el encaje valiese, mi futuro -debía suponer que era poco para mí. - -En aquel momento solemne, al verlo realzado por el denso raso del -vestido, me pareció que la delicadísima labor significaba una promesa de -ventura, y que su tejido tan frágil y á la vez tan resistente prendía en -sutiles mallas dos corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché á -andar hacia el salón, en cuya puerta me esperaba mi novio. Al -precipitarme para saludarle llena de alegría, por última vez antes de -pertenecerle en alma y cuerpo, el encaje se enganchó en un hierro de la -puerta, con tan mala suerte, que al quererme soltar oí el ruido peculiar -del desgarrón, y pude ver que un girón del magnífico adorno colgaba -sobre la falda. Sólo que también vi otra cosa: la cara de Bernardo, -contraída y desfigurada por el enojo más vivo; sus pupilas chispeantes, -su boca entreabierta ya para proferir la reconvención y la injuria... No -llegó á tanto, porque se encontró rodeado de gente; pero en aquel -instante fugaz se alzó un telón y detrás apareció desnuda un alma. - -Debí de inmutarme; por fortuna, el tul de mi velo me cubría el rostro. -En mi interior algo crujía y se despedazaba, y el júbilo con que -atravesé el umbral del salón se cambió en horror profundo. Bernardo se -me aparecía siempre con aquella expresión de ira, dureza y menosprecio -que acababa de sorprender en su rostro; esta convicción se apoderó de -mí, y con ella vino otra: la de que no podía, la de que no quería -entregarme á tal hombre, ni entonces, ni jamás... Y, sin embargo, fui -acercándome al altar, me arrodillé, escuché las exhortaciones del -Obispo... Pero cuando me preguntaron, la verdad me saltó á los labios, -impetuosa, terrible... - -Aquel _no_ brotaba sin proponérmelo; me lo decía á mí propia... ¡para -que lo oyesen todos! - ---¿Y por qué no declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos -comentarios se hicieron? - ---Lo repito: por su misma sencillez... No se hubiesen convencido jamás. -Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman serias... - - - - -Martina - - -Hija única de cariñosos padres que la habían criado con blandura, sin un -regaño ni un castigo, Martina fué la alegría del honrado hogar donde -nació y creció. Cuando se puso de largo, la gente empezó á decir que era -bonita, y la madre, llena de inocente vanidad, se esmeró en componerla y -adornarla para que resaltase su hermosura virginal y fresca. En el -teatro, en los bailes, en el paseo de las tardes de invierno y de las -veraniegas noches, Martina, vestida al pico de la moda y con atavíos -siempre finos y graciosos, gustaba y rayaba en primera línea entre las -señoritas de Marineda. Se alababa también su juicio, su viveza, su -agrado, que no era coquetismo, y su alegría, tan natural como el canto -en las aves. Una atmósfera de simpatía dulcificaba su vivir. Creía que -todos eran buenos, porque todos le hablaban con benevolencia en los ojos -y mieles en la boca. Se sentía feliz, pero se prometía para lo futuro -dichas mayores, más ricas y profundas, que debían empezar el día en que -se enamorase. Ninguno de los caballeretes que revoloteaban en torno de -Martina atraídos por la juventud y la buena cara, unidas á no -despreciable hacienda, mereció que la muchacha fijase en él las grandes -y rientes pupilas arriba de un minuto. Y en ese minuto, más que las -prendas y seducciones del caballerete, solía ver Martina sus -defectillos, chanceándose luego acerca de ellos con las amigas. Chanzas -inofensivas, en que las vírgenes, con malicioso candor, hacen la -anatomía de sus pretendientes, obedeciendo á ese instinto de hostilidad -burlona que caracteriza el primer período de la juventud. - -Así pasaron tres ó cuatro inviernos; en Marineda empezó á susurrarse que -Martina era delicada de gusto, que picaba alto y que encontrar su media -naranja le sería difícil. - -Sin embargo, al aparecer en la ciudad el capitán de artillería Lorenzo -Mendoza, conocióse que Martina había recibido plomo en el ala. Lorenzo -Mendoza venía de Madrid: era apuesto, cortés, reservado, serio, más bien -un poco triste, aunque en sociedad se esforzaba por aparecer ameno y -expansivo; su vestir y modales revelaban el hábito de un trato escogido -y de un respeto á sí mismo que no degeneraba en fatuidad ni en -afectación; sin que presumiese de buen mozo, era en extremo simpática su -cara morena, de obscura barba y facciones expresivas. Con todo esto, hay -más de lo necesario para sorber el seso á una niña provinciana, hasta -sin pretenderlo, como en efecto no lo pretendía Mendoza al principio. -Las bromas de los compañeros, la fama de _picar alto_ de Martina y -también sus atractivos y gracias, su belleza en plena florescencia -entonces, impulsaron á Mendoza á acercársele, á preferir su conversación -y, poco á poco, á cortejarla. - -El pintor que quisiese trazar una personificación de la dicha pudo tomar -á Martina por modelo en aquella época deliciosa en que creía sentir que -su sangre circulaba como río de néctar y su corazón se iluminaba como -ardiente rubí en la perpetua fiesta de sus esperanzas divinas. - -Al ocupar Lorenzo la silla libre al lado de la muchacha, ésta se ponía -alternativamente roja y pálida: sus oídos zumbaban, brillaban sus ojos, -enfriábanse sus manos de emoción; y á las primeras palabras del capitán, -un gozo embriagador fijaba en la boca de Martina una sonrisa como de -éxtasis. - -Rara vez dejan de provocar envidia estas felicidades, y más cuando no se -ocultan, como no ocultaba la suya Martina, que no veía razón para -esconder un sentimiento puro y legítimo. Si no fué la envidia, fué la -curiosidad la que escudriñó el pasado de Mendoza, como se registra una -casa para encontrar un arma oculta y herir con ella. Y averiguóse sin -gran esfuerzo--porque casi todo se sabe, aunque se sepa truncado y sin -ilación lógica,--que Mendoza, al venirse, había cortado una de esas -historias pasionales, borrascosas, largas, complicadas, un imposible -adorado y funesto, de esos lazos que obligan á huir á los confines del -mundo y que, elásticos á medida de la ausencia, no siempre se rompen por -mucho que se estiren. Con la falta de penetración que caracteriza al -vulgo, opinaban los curiosos de Marineda que Mendoza habría olvidado -inmediatamente á su tirana, la cual, sobre costarle desazones y -amarguras sin cuento, ni era niña ni hermosa. Al lado de aquel capullo, -de aquella Martina cándida y radiante como un amanecer y que llevaba en -sus lindas manos un caudal, ¿qué podía echar de menos el bizarro capitán -de artillería? - -Así y todo, almas caritativas se deleitaron en enterar de la historia -vieja al padre de Martina, seguros de que él, solícito é inquieto, á su -hija se lo había de contar. No se equivocaban: una noche, en el paseo -del terraplén, á la hora en que la salitrosa brisa del mar refresca el -rostro y vigoriza el ánimo, y en que la música militar, sonora y -vibrante, cubre la voz y sólo permite el cuchicheo íntimo y dulce de los -enamorados, Martina preguntó lealmente, y Lorenzo contestó turbado y -sombrío... ¿Quién se lo había dicho?... Tonterías. Eran cosas pasadas, -bien pasadas; muertas y bien muertas. Mendoza no comprendía ni por qué -las recordaba nadie ni á santo de qué las sacaba á relucir Martina... Y -ella, alzando los ojos llenos de lágrimas y relucientes de pasión, -sonriendo de aquel modo extático, olvidando el lugar donde se -encontraba, murmuró hondamente: «No me he de casar con otro sino -contigo, y me parece justo saber si hay algo que lo estorbe». Conmovido, -sin darse cuenta de lo que hacía, Mendoza se inclinó, y buscando -disimuladamente la mano de la muchacha, y estrechándola con apretón -furtivo entre el remolino de los paseantes, que encubre tales -expansiones, la murmuró al oído: - ---Pues no hay nada... y por mí que sea prontito... ¡Te quiero! - -Al acabar la frase Mendoza, Martina se volvió hacia su padre, que venía -detrás, exclamando: - ---No estoy bien... Llévame á sentarme... ¡El brazo! - -Pronto se repuso, porque la alegría puede trastornar, pero hace daño -rara vez: y de allí á dos semanas, la boda de Martina y de Mendoza era -noticia oficial, y se sabía el encargo del equipo y galas, y se discutía -el mobiliario y alojamiento de los novios. - -Se fijó la ceremonia para fines de Septiembre. ¿Qué falta hacía esperar? -El amor que está en sazón debe cogerse, como la fruta madura. Iban -llegando cajones con ropa blanca, trajes de seda, capotitas, estuches de -joyas: en la sala de los padres de Martina servía de escaparate ancha -mesa; amigas y amigos venían, contemplaban, aprobaban, censuraban y -salían contentos, displicentes ó taciturnos, según su carácter más ó -menos generoso. Martina, todas las mañanas, arrancaba triunfalmente una -hoja del calendario, cortado ya por la fecha de la boda. ¡Qué pocas -hojas faltan! ¡Diez... ocho... una semanita no más! Este domingo es el -último de soltera... Cuatro días... Mañana... Sí, mañana á las ocho; ahí -están el vestido blanco, los guantes blancos, el abanico, el azahar que -llegó de Valencia y que embalsama el ambiente. Lorenzo venía por las -noches á hacer tertulia á su novia y se mostraba galán, aunque siempre -grave. - -La víspera de la boda, Martina le esperaba, como de costumbre, en el -gabinetillo. La madre, que vigilaba sus coloquios, no creyó que aquella -noche fuese preciso hacer centinela: ocupada en quehaceres múltiples, -dejó sola á su hija. Y Martina, en vez de alegrarse, sintió de pronto -una pena agobiadora, inmensa, una desolación sin límites, un miedo -horrible á algo que no se explicaba, ni se fundaba en nada racional. -Tardaba ya Mendoza. Sonó la campanilla, y por instinto Martina se lanzó -á la escalera. El criado la presentó una carta que acababa de traer «el -asistente del señorito». ¡Una carta! Las piernas de Martina parecían de -algodón: creyó que nunca podría andar el trecho que separaba la antesala -del gabinete. Se acercó á la lámpara, rompió el sobre, leyó... Antes que -sus ojos la había leído su corazón, fiel zahorí. - -Aquellas excusas, aquellas forzadas frases de cariño, aquellas mentiras -con que se pretendía paliar la infame deserción, las presentía Martina -desde una hora antes. Y los motivos de la repentina marcha, bien sabía -Martina que no eran los que fingía la carta, sino otros, que no podían -decirse, pero que explicaban á la vez el viaje y la continua tristeza, -invencible, misteriosa, de su futuro... Llamábale otra vez el abismo; -resucitaba lo que sin duda no había muerto. Martina cayó desplomada en -el sofá: no lloraba: gemía bajito, como quien reprime la queja de mortal -dolor. Sin embargo, la misma violencia del golpe; la indignación,--mil -sentimientos confusos,--la impulsaron á levantarse, tomar un fósforo, -pegar fuego á la carta, abrir la ventana y echar á volar las cenizas, -cual si temiera que la delatasen. Buscando luego á sus padres, les -declaró con voz firme y serena que había renunciado, por su gusto y -deliberadamente, á casarse con Lorenzo Mendoza, al cual no volverían á -ver más, porque salía aquella noche en el tren correo hacia Madrid. - -Poseían los padres de Martina una casa de campo no muy distante de la -ciudad, y en ella se ocultaron con su hija, para dejar disiparse la -primer polvareda de la deshecha boda. Allí pasaron el invierno; Martina -parecía contenta. La hablaron de viajes á la corte, al extranjero: -rechazó la idea con disgusto. Vino la primavera y ya no pensaron en -dejar la residencia campestre. Al acercarse el otro invierno preguntaron -á Martina, y pidió, por favor, encarecidamente, un año más de soledad. -La misma escena se repitió al siguiente; los padres empezaban á -impacientarse: les parecía que ya era hora de que su hija volviese al -mundo y se le buscase otro novio formal y auténtico, que borrase de su -memoria lo pasado. Mas en esto aconteció que enfermaron los viejos, y -con distancia de pocos días sé los llevó al sepulcro, al padre una -fiebre reumática, y á la madre un inveterado padecimiento del corazón. -Martina, sola ya, de luto riguroso, negóse á recibir pésames, á admitir -consuelos de amigas, y se encerró más que nunca entre las paredes de su -tapia, y entre los árboles de su solitaria finca. Corrió algún tiempo. -En Marineda ya apenas se hablaba de Martina. Los más la creían -maniática. No la trataba nadie. - - * * * * * - -Una tarde golpeó el aldabón de la portalada un jinete, que regía un -caballejo castaño. El hortelano salió á abrir, y contestó la frase -sacramental: la señora no estaba, y además no acostumbraba admitir -visitas. - ---Dígale usted--objetó el jinete apeándose--¡que es D. Lorenzo -Mendoza!... Puede ser que entonces... - -A los diez minutos volvía el hortelano con respuesta negativa, -terminante. Mendoza bajó la cabeza é hizo ademán de volver á montar. De -pronto, como si variase de parecer y obedeciese á una inspiración -súbita, arrollando al hortelano, cruzó la puerta, se metió patio -adentro, subió una escalera exterior tapizada de madreselvas, que daba -acceso á la casa, y entró en una sala obscura, de vidrieras entornadas, -silenciosa. Oyó un grito de mujer; fué derecho á donde sonaba y -estrechó á Martina en los brazos. No hubo palabras: todo se expresó con -halagos, inarticulados sones, caricias insensatas por parte de él, -primero rechazadas débilmente y pagadas luego. Después vinieron las -excusas, los ruegos, las explicaciones que Mendoza dió casi de rodillas, -y ella oyó trémula, desfallecida, reclinada la cabeza en el hombro del -suplicante. Y siguieron las promesas, los juramentos, las protestas de -enmienda y lealtad, los plazos de ventura que Mendoza desarrollaba -risueño, enclavijando sus dedos en los de Martina, que no oponían -resistencia. La noche caía; la luna llena se alzaba blanca y apacible; -las madreselvas exhalaban su balsámico aroma. Los antiguos novios eran -ya amantes; la primavera se trocaba en estío; y el enajenado Mendoza no -echó de ver que Martina, en medio de su delirio, á veces gemía muy bajo, -como quien reprime la queja de mortal dolor--como había gemido años -antes al recibir la carta de despedida. - -A la mañana siguiente, cuando despertó Mendoza, no vió á Martina: la -llamó á voces, y no contestó nadie. Por fin acudieron los criados; -sabían que su ama se había marchado tempranito, pero ignoraban adonde... - -En Marineda se supo sin asombro, á la semana siguiente, que Martina -vivía reclusa, como _señora de piso_, en un convento de Compostela. Lo -que nunca se divulgó fué que hubiese adoptado tal resolución por evitar -el sonrojo de sentirse morir de felicidad cerca de _aquél_ que un día la -engañó y vendió. - - - - -Apólogo - - -Habíase enamorado Vicente de Laura oyéndola cantar una opereta en que -desempeñaba, con donaire delicioso, un papel entre cómico y patético. La -natural hermosura de la cantante parecía mayor, realzada por atavío -caprichoso y original, al reflejo de las candilejas, que jugueteaba en -la tostada venturina de sus ondeantes y sueltos cabellos, flotantes -hasta más abajo de la rodilla. Hallábase Laura en esos primeros años -felices de la profesión en que un nombre, después de hacerse conocido, -llega á ser célebre; esos años en que la chispita de luz se convierte en -astro, y los homenajes, las contratas, los ramilletes, las joyas, los -retratos en publicaciones ilustradas, los artículos elogiosos, caldeados -por el entusiasmo, llueven sobre la artista lírica, halagando su -vanidad, exaltando su amor propio y haciéndola soñar con la gloria. ¿Por -qué entre el enjambre de adoradores que zumbaba á su alrededor Laura -distinguió á Vicente, escogió á Vicente, oficial que no poseía más que -su espada y un apellido, eso sí, muy ilustre: el sonoro apellido -hispano-árabe de Alcántara Zegrí?. - -Lo cierto es que la elección de Laura fué muy perjudicial á su -tranquilidad y dicha. Vicente Zegrí, como le llamaban sus amigos, por -atavismo y tradiciones de raza llevaba en la sangre el virus corrosivo -de los celos; y si esta enfermedad moral hace estragos donde quiera que -aparece, no pueden calcularse sus consecuencias en hombre que ama á -mujer de profesión artística, cuyas gracias, en cierto modo, tiene -derecho el publico á usufructuar. Antes anduvo Vicente rabioso que -gozoso; tragó la hiel cuando aún no gustara la miel, y nunca recibió el -divino premio de los halagos de la amada, sin que se lo amargasen con -amargor de muerte negras sospechas, infames imaginaciones y desesperados -recelos. Tanto pudo con él esta fatiga y desazón celosa, que un día--ó, -para no faltar á la verdad, una noche en que á la salida del teatro -había acompañado á Laura--ya no acertó á reprimirse, y abrió su corazón, -mostrando lo profundo de la llaga. - ---Mi sufrimiento es tal--declaró estrujando las manos de su amiga, en -aquel momento heladas de terror--que necesito echar por la calle de en -medio, realizar una acción decisiva: á seguir así, me volvería loco, y -haga lo que haga, quiero hacerlo estando cuerdo, poseyendo la conciencia -de mis actos. Cuando te aplauden, siento impulsos de prender fuego al -teatro; cuanto se te llena de necios y de osados el _camerino_, se me -ocurre sacar la espada y entrar pegando tajos á diestro y siniestro. La -tentación es tan fuerte, que por no ceder á ella suelo marcharme á mi -casa; pero como me conozco y sé que tarde ó temprano cedería, prefiero -consultarte, confesarme contigo, á ver si entre los dos discurrimos modo -de salvarnos. - -Laura miraba fijamente al oficial, notando con profundo estremecimiento -el brillo siniestro de sus pupilas, el temblor involuntario de sus -labios cárdenos, lo fruncido de sus cejas, la crispación de sus dedos, -la alteración de su voz; y con dulce sonrisa y acento que chorreaba -ternura, le preguntó, entre un intento de caricia que rehuyó el celoso: - ---¿Y qué has pensado hacer, Vicente mío? Ya que discutimos -amigablemente, dímelo sin reparo y te contestaré con franqueza. - ---¡He pensado que nos casemos, que seas mi esposa!--declaró Zegrí. - ---¿Y que yo... renuncie al arte? - ---¡Pues si no renunciases, bonito negocio!--exclamó el enamorado con -exaltada vehemencia.--¿Te habrás figurado otra cosa, eh? Desde el -momento en que Vicente Zegrí se llame tu marido, á tu marido -pertenecerás, y él y sólo él podrá contemplar tus hechizos, oir tu canto -y ver desatada esta cabellera.--Al hablar así agarró la profusa mata de -pelo, sacudiéndola con furor apasionado. - -Púsose Laura más blanca que los encajes de su bata de seda; el tirón -había dolido; pero ni la sonrisa se apartó de sus labios, ni un punto -cambió la lánguida y acariciadora expresión de sus ojos. Dirigiéndose á -Vicente con reposo y dulzura, le interrogó: - ---¿Me permites que te cuente un cuento oriental? Me lo refirieron allá -en Rusia, donde he cantado hace dos inviernos, y donde tienen muchas -ganas de que vuelva una temporadita. - -Pasándose la mano por la frente como para espantar una pesadilla, -Vicente hizo con la cabeza señal de que estaba dispuesto á oir. - ---Parece--empezó Laura--que hubo en Rusia, no sé en qué siglo, un Rey -muy malo y feroz, á quien le pusieron por sus desafueros y tiranías el -sobrenombre de _Iván el Terrible_. Aunque con Dios no debía de estar muy -á bien, el caso es que se le ocurrió construir una catedral magnífica, -dedicada á un santo que allí le llaman _Vassili Blagennoi_, lo cual -significa _el Bienaventurado Basilio_... - ---¿Y qué tiene que ver...?--murmuró Vicente, no sin impaciencia. - ---¡Aguarda, aguarda...! El Rey buscó mucho tiempo arquitecto capaz de -comprender toda la suntuosidad y grandeza que él deseaba para la -catedral, hasta que por fin se presentó uno con un plano asombroso, que -dejó al Rey encantado. Elevóse el templo, y fué pasmo y admiración de -todos; y el Rey, contentísimo, colmó de regalos y de honores y -distinciones al arquitecto.--Un día, terminadas las obras, le llamó á -palacio y le preguntó si se creía capaz de erigir otro templo tan -magnífico y sorprendente como aquél. El arquitecto, lisonjeado, -respondió que sí, y que hasta esperaba idear nuevo edificio que superase -al primero en belleza y esplendor. Entonces el bárbaro del Rey, -sirviéndose del agudo chuzo de hierro que llevaba siempre á la cintura, -le vació al pobre arquitecto los dos ojos uno tras otro, á fin de que -jamás pudiese construir para nadie un templo... - -Laura calló, y Vicente Zegrí, que acababa de comprender la moraleja del -apólogo, la miró con una especie de estravío. Ligera espuma asomó al -canto de su boca, y por sus venas serpeó el frío sutil del aura -epiléptica, que incita al crimen. Dominándose con esfuerzo supremo se -incorporó, dispuesto á marcharse, y articuló pausadamente mientras -recogía su airosa capa española: - ---Ese Rey hizo mal. Sacar los ojos es acción propia de un verdugo. Si -quería inutilizar al arquitecto, debió matarle. - -Diciendo así, con súbito impulso se acercó Vicente á Laura, la rodeó con -los brazos, y tan violentamente la apretó, de tan insensato modo, -incrustándole tan reciamente los dedos en las costillas, que la artista -exhaló un grito de miedo, un chillido que salía del fondo de su ser, de -esos que sólo dicta el instinto de conservación, el horror á la nada y -al sepulcro. Al oir el grito, Vicente la soltó, embozóse en su capa y -salió tropezando con las paredes. - -Pasóse lo que faltaba hasta el amanecer vagando por las calles, en un -estado tan horrible, que dos ó tres veces se recostó en una puerta para -llorar. El día que siguió á aquella noche no fue menos cruel. Escribió á -Laura cien cartas, que desgarraba después con furia; adoptó y desechó -mil planes contradictorios; pensó en echarse de rodillas, en suicidarse, -en abrasar el barrio, en secuestrar á su amada á viva fuerza, y, por -último, la idea de la muerte fué la que se esculpió en su espíritu con -relieve poderoso. Su alma pedía sangre, hierro y fuego, violencia, -destrozo y aniquilamiento; el instinto anárquico que tantas veces -acompaña al amor, se alzaba rugiente y desatado como racha de huracán. -Ya ni siquiera intentaba Vicente recobrar la razón, la cordura y el -aplomo: las imágenes suscitadas por los celos, Laura atrayendo á sí los -ojos de tantos hombres, que se recreaban en sus gracias y picardías, que -bebían su voz, que la admiraban con el cabello suelto, eran flechas de -llama que le desatinaban, como al toro la ardiente banderilla. Ni aun -creía amar á Laura: la consideraba una enemiga mortal. Figurábase por -momentos que la odiaba con toda su voluntad iracunda, y este odio -clamaba por saciarse y gozarse en la destrucción. - -Llegada la hora de ir al teatro, donde cantaba Laura una de las operetas -en que estaba más linda y recogía más aplausos, Vicente, resuelto, algo -aliviado por la decisión fiera, concreta, irrevocable, se echó al -bolsillo el revólver. Si sufría demasiado... allí tenía el remedio. Ya -habían alzado el telón, pero no aparecía Laura; y Vicente, abstraído en -su frenesí, hubo de notar por fin que la gente profería exclamaciones de -descontento y que la función no era la anunciada, la que Laura debía -representar. Alarmado, antes de terminarse el acto dejó su asiento, -corrió á informarse entre bastidores... Aquella mañana misma, la -cantante había rescindido su contrata perdiendo lo que quiso el -empresario, y partido en dirección á San Petersburgo. - - - - -A secreto agravio... - - -Aquella tienda de ultramarinos de la calle Mayor regocijaba los ojos y -era orgullo de los moradores de la ciudad, quienes, después de mostrar á -los forasteros sus dos o tres monumentos románicos y sus Docks, no -dejaban de añadir: «Fíjese usted en el establecimiento de Riopardo, que -compite con los mejores del extranjero.» - -Y competía. Los amplios vidrios; los escaparates de blanco mármol; las -relucientes balanzas; los grifos de dorado latón; el artesonado techo; -las banquetas forradas de rico terciopelo verde de Utrecht; las -brillantes latas de conservas formando pirámides; las piñas y plátanos -maduros en trofeo; las baterías de botellas de licor, de formas raras y -charoladas etiquetas, todo alumbrado por racimos de bombillas -eléctricas, hacían del establecimiento un suntuoso palacio de la -golosina. Así como en Madrid salen las señoras á revolver trapos, en la -apacible capital de provincia salían «á ver qué tiene Riopardo de -nuevo.» Riopardo sustituía al teatro y á otros goces de la civilización; -y los turrones y los quesos y los higos de Esmirna eran el pecadillo -dulce de las pacíficas amas de casa y sus sedentarios maridos, por lo -cual no faltaban censores mal humorados y flatulentos que acusasen á -Riopardo de haber corrompido las costumbres y trocado la patriarcal -sencillez de las comidas en fausto babilónico... - -Entretanto, el establecimiento medraba, y Riopardo, moreno, afeitado, -lucio, adquiría ese aplomo que acompaña á la prosperidad. Los negocios -iban como una seda, y esperaba morir capitalista, á semejanza de otros -negociantes de la misma plaza que habían tenido comienzos más humildes -aún... Hoy convenía trabajar, aprovechando el vigor de los treinta años -y la salud férrea. De día, desde las seis de la mañana, al pie del -cañón, haciendo limpiar y asear, pesando, despachando, cobrando; de -noche, compulsando registros, copiando facturas, contestando cartas... y -así, sin descanso ni más intervalo que el de algún corto viaje á -Barcelona y Madrid. - -De uno de éstos volvió casado Riopardo; su mujer, linda muchacha, hija -de un perfumista, apareció en la tienda desde el primer día, ayudando en -el despacho á su marido y al dependiente. La cara juvenil y la fina -habla castellana de María fueron otro aliciente más para la clientela. -Sin ser activa ni laboriosa como su esposo, María era zalamera y -solícita y daba gozo verla, bien ceñida de corsé, muy fosca de peinado, -cortar con su blanca manecita de afilados dedos una rebanada de Gruyère -ó una serie de rajas de salchichón, sutiles como hostias, pesarlas -pulcramente y envolverlas en papeles de seda atados con cinta azul. La -tienda sonreía, animada por el revuelo de unas faldas ligeras, y nadie -como María para aplacar á una parroquiana descontenta, para halagar á un -parroquiano exigente, para regalar un cromo á un niño ó deslizar un -puñado de dátiles en el delantal de una cocinera gruñona... - -El ejemplo de María, su atractivo, su complacencia, habían influído en -el dependiente Germán. Mientras estuvo solo con Riopardo, Germán era -hosco, indiferente y torpe; no se mudaba, no se rasuraba. María le -arregló el cuarto--porque Germán vivía con sus patrones en el piso -principal--le surtió de buen lavabo, de toallas; le repasó la ropa -blanca y le compró cuellos y puños, con lo cual el dependiente sacó á -luz su figura adamada, su rubio pelo rizado con gracia sobre la sien, y -las criadas y las mismas señoras compraron de mejor gana en el -establecimiento, que al fin las cosas de comer gusta recibirlas de gente -aseada, moza y no fea... «También se come con la vista», solían decir. - -Una tarde, casi anochecido, Riopardo, volviendo de arreglar asuntos -urgentes en la Aduana, prefirió entrar en su casa por la puerta trasera, -que caía á la Marina, ahorrándose así diez minutos de callejeo inútil, -pues era, á fuer de hombre de acción, avaro de tiempo. Tenía en el -bolsillo el llavín: abrió, salvó un pasadizo, y empujó la puerta del -almacén, que cedió sin rechinar. El almacén, atestado de latas de -petróleo, bocoyes de aguardiente y aceite, y sacas de arroz y harina, -estaba á obscuras, y allá á su extremidad, Riopardo creyó percibir un -cuchicheo ahogado y suave. Se detuvo, resguardado por una gran barrica, -y miró. Al pronto no se ve nada, viniendo de fuera, cuando la luz es -poca; pero á los tres minutos, la vista se acostumbra, y algo se -percibe. Riopardo logró distinguir dos personas. De pronto, una de -ellas, Germán, dijo en alta voz: «Está alguien en la tienda.» Y el modo -de separarse, brusco, azorado, fué más inequívoco aún que la proximidad -de los dos bultos... - -Retrocedió Riopardo: salió por donde había entrado, y sin cuidarse ya de -economizar tiempo penetró por la tienda en su casa. Cerróse ésta á la -hora habitual; cenaron los tres, marido, mujer y dependiente, y se -recogieron en paz á sus respectivos dormitorios los dos últimos. -Riopardo volvió á bajar: era el momento de repasar cuentas y manejar -libros. Llevaba su linterna sorda que le servía para registrar el -almacén, en previsión de un incendio; y ya dentro del vasto recinto, -empezó por atrancar la puerta que daba al pasadizo, y probar los -cerrojos de la que con la tienda comunicaba. - -Después, entregóse á una faena extraña: abrió un centenar de latas de -petróleo y las inclinó para que el mineral corriese por el suelo; en -seguida, ensopando una gran escoba en los charcos que se formaban, -barnizó bien un punto determinado del techo, rociándolo de continuo con -hisopazos fuertes. De un rincón trajo brazados de paja, papeles y -astillas--residuos de los embalajes de las botellas--y los hacinó hasta -formar una pirámide, que con ayuda de una escalera subió á la altura de -las vigas del techo, en el mismo punto en que las había untado de -petróleo. Hecho esto, siguió destapando latas y dió la vuelta al grifo -de un inmenso barril de alcohol. El trajín había sido largo; Riopardo -sentía que un sudor helado brotaba de sus cabellos. Descansó un instante -y miró el reloj: era la una menos cuarto. Entonces se descalzó, abrió la -puerta exterior dejándola arrimada, subió furtivamente la escalera y no -paró hasta su alcoba. María dormía ó aparentaba dormir serenamente. La -alcoba no tenía ventana. Riopardo, con maravilloso silencio, colocó -delante de la vidriera sillas, butacas, ropas, un cofre, cuantos objetos -pudo trasladar sin hacer ruido. - -Retiróse, y al salir echó por fuera cerrojo y llave á la puerta del -gabinete que comunicaba con la alcoba. Descendió otra vez á la tienda, -metióse en el almacén, raspó un fósforo, encendió una mecha corta y la -aplicó al suelo encharcado de aceite mineral. La llamarada súbita que se -alzó le chamuscó pestañas y cabello. Sólo tuvo tiempo de huir á la -tienda. El almacén no tardaría tres minutos en ser un brasero enorme. - -El marido, con flema, se calzó, se limpió las manos y subió pisando -recio. Golpeó á la puerta del dormitorio de Germán, que salió medio -desnudo, despavorido. «Creo que hay fuego... Huele á humo... Baje -usted... ¡No, antes de pedir socorro hay que cerciorarse!» Germán se -precipitó sin más ropa que unos pantalones vestidos á escape y babuchas. -Mal despierto aún del primer sueño de los veinte años, casi no -comprendía lo que pasaba. Le precedía, Riopardo con la indispensable -linterna. - -Tienda y portal estaban ya llenos de un humo acre, asfixiante. «Pase -usted, mire á ver dónde es...» Titubeaba el dependiente, ciego y -atónito; Riopardo le empujó, le precipitó, ya sin disimular, dentro del -horno, y aún tuvo fuerzas para correr los cerrojos y huir, saliendo al -portal y á la calle. En ella respiró con delicia, cerciorándose de que -por allí no andaba el sereno, ni pasaba nadie, y probablemente sucedería -lo mismo durante el cuarto de hora necesario... - -Sin embargo, á los diez minutos el humo era tal que, temeroso de ver -abrirse ventanas y oir voces de socorro, el mismo Riopardo gritó. Al -llegar los primeros auxilios, la casa, sobre todo el bajo y principal, -no formaban más que una hoguera. Se atendió á aislar las casas vecinas y -á salvar con escalas á los inquilinos del segundo y tercero. La -fatalidad--observaron las gentes--quiso que el fuego se iniciase en la -parte del almacén que correspondía con el dormitorio de la esposa de -Riopardo, la cual, asfixiada por el humo, ni pudo levantarse á pedir -socorro. Apareció carbonizada, lo mismo que el dependiente, presunto reo -de imprudencia temeraria por fumar en el almacén. - -No estando aseguradas las existencias del establecimiento, sobre el -dueño no recayeron sospechas, sino gran lástima. Arruinado -completamente, no faltó quien, estimando sus cualidades mercantiles, su -laboriosidad, le adelantase dinero para abrir otra lonja; pero Riopardo -dice tristemente á su antigua y fiel clientela: - ---Ya no tengo ilusión... ¡Una esposa y un dependiente como los que -perdí, no he de encontrarlos nunca! - - - - -La religión de Gonzalo - - -¿Y qué tal tu marido?--preguntó Rosalía á su amiga de la niñez Beatriz -Córdoba, aprovechando el momento de intimidad y confianza que crea entre -dos personas la atmósfera común, tibia de alientos y saturada de ligeros -perfumes, de una berlina bien cerrada, bien acolchada, rodando por las -desiertas calles del Retiro á las once de una espléndida y glacial -mañana de Diciembre. - ---¿Mi marido?--contestó Beatriz marcando sorpresa, porque creía que su -completa felicidad debía leerse en la cara.--¿Mi marido? ¿No me ves? -¡Otro así...! Por la de nadie cambiaría yo mi suerte... - -Rosalía hizo un gestecillo, el mohín de instinto malévolo con que los -mejores amigos acogen la exhibición de la ajena dicha, y murmuró -impaciente: - ---Mira, yo no te pregunto de interioridades. No soy tan indiscreta... -Me refería á las ideas religiosas... ¿No te acuerdas?... ¡Gonzalo era... -así... de la cáscara amarga, vamos! - -Beatriz guardó silencio algunos instantes; y después, como si se -resolviese á completas revelaciones, de esas que hacemos más por oirnos -á nosotros mismos que porque un amigo las escuche, se volvió hacia su -compañera de encierro, y alzando el velito á la altura de la nariz para -emitir libremente la voz, habló aprisa: - ---¡La irreligiosidad de Gonzalo! ¿Y si te dijese que por ella estuvimos -á punto de no casarnos nunca? La pura verdad. Tú ya sabes que Gonzalo es -mi primo, y mi familia y la suya siempre soñaron con hacer la boda, -hasta que la mala reputación de Gonzalo en materias religiosas desbarató -por completo el proyecto. Bien conociste á la pobre mamá, y no -extrañarás si te digo que llegó al extremo de cerrarle la puerta á -Gonzalo á piedra y lodo; vino diez veces lo menos, ¡y siempre habíamos -salido! «Reconozco--decía mamá--que mi sobrino es muy simpático, que ha -recibido una educación escogida, que posee una ilustración más que -mediana; no puedo negar su hermosa figura, ni su clara inteligencia, ni -su caballerosidad; tiene mi sangre, no le faltan bienes de fortuna... -pero me horroriza pensar que no cree en nada, y ni se toma el trabajo de -disimularlo. Malo es padecer desvaríos del alma y peor no ocultarlos -siquiera.» Al escuchar estas cosas, yo salía á la defensa de Gonzalo; no -me era posible dejar de quererle... un poco... es decir ¡mucho! -Francamente, le seguía queriendo, incapaz de olvidar los tiempos en que -le consideraba mi novio. Mamá notó de qué pie cojeaba su hija, y, para -desimpresionarme, arregló mis bodas con Leoncio Díaz Saravia, el que -ahora es subsecretario de Gobernación; era muchacho de valía, y se le -presentaba un porvenir brillante; pero así y todo, yo no estaba -entusiasmada: á lo sumo me resignaba, sin frío ni calor, al casamiento. -¡Somos tan raros! Lo único que me prestaba cierta tranquilidad, lo que -me daba fuerzas cuando sentía sobre mí el peso abrumador de una tristeza -involuntaria, era la voz que corría de que Gonzalo no quería amores, de -que había resuelto no casarse jamás. «Eso lo hace por mí, por mi -recuerdo», pensaba yo; y me consolaba al pensarlo. - ---El que no se consuela...--murmuró sonriendo Rosalía, mientras alisaba -con repetidos pases la blanda y densa piel de su manguito. - ---Un día... no, una noche, porque estábamos en el teatro cuando nos -enteramos... cundió la noticia de que Gonzalo, en un café, la había -emprendido á bofetadas con un sujeto, y que se encontraban desafiados; -lance serio, en condiciones de las que ya no se estilan, á quedar uno -sobre el terreno... ¿Causa del conflicto? Voz unánime: «Una mujer.» El -mismo Gonzalo lo confesaba, según decían los bien informados: tratábase -de una señora, insultada delante de Gonzalo, y cuya defensa había tomado -éste hiriendo el rostro del villano ofensor... ¡Lo que yo sentí! ¡En -qué estado volví á casa! ¡Qué noche pasé, querida Rosalía! Es lo que no -puede pintarse... Aparte del terror de que matasen á Gonzalo, otra cosa -me encendía la sangre y me atirantaba los nervios... - ---¿Los celos?--preguntó Rosalía con malicia gozosa. - ---¿Quién lo duda?--Figúrate que se venían á tierra todas mis ilusiones. -Que Gonzalo no me quisiese, pase, y era mucho pasar; pero que quisiese á -otra tanto, hasta abofetear á la gente, hasta jugarse la vida... Yo -había estado soñando por lo visto... ¡soñando como una necia! Mi novio -de los primeros años, mi oculto anhelo de siempre, ni se ocupaba de mí; -por otra iba á cruzar la espada, por otra á quien secretamente también -prefería... ¿Quién era aquella mujer? ¿De qué sílabas se componían su -nombre y su apellido? ¿Soltera? ¿Casada? Casada de seguro, cuando tal -misterio la envolvía, que Gonzalo se negaba á nombrarla... Y yo daba -vueltas en la cama, y la almohada se impregnaba de lágrimas calientes... -Entonces me parecía estúpida mi resignación, inconcebible, absurda mi -obediencia, absurda mi boda; y apenas amaneció, me fuí derecha al -dormitorio de mi madre, y me abracé á ella en tal estado de aflicción y -de trastorno, que la pobrecilla (bien recordarás lo extremosa que era en -quererme) me dijo así: «Pequeña, serénate... Voy á ver qué le ha -sucedido al talabarte de mi sobrino... Si está herido, te prometo -cuidarle como su propia madre le cuidaría...» - -Herido estaba en efecto, pero no de gravedad; su adversario sí que se -llevó una buena estocada, ¡que á no resbalar en una costilla...! Así que -Gonzalo pudo salir--y fué muy pronto--vino apresurado á dar las gracias -á mamá. ¡Ay, Rosalía! ¡Qué impresión! Noté que me miraba... vamos... -como otras veces... y á las primeras palabritas que deslizó, estando los -dos en el hueco de una ventana que daba al jardín... no lo pude -remediar... solté la pregunta difícil... - ---¿Esa mujer por quien te has batido...? - -Se puso encarnadísimo, lo cual me pareció mala señal, y contestó muy -confuso y medio riendo: - ---¡Mujer!... Sí, ¡una mujer ha sido la causa!... - -Hice un movimiento para separarme, para huir (estaba furiosa, le hubiese -pegado), y entonces él, con ese modo que tiene de decir las cosas, que -no hay remedio sino creerle, exclamó: - ---Beatriz, no caviles... A mí no me ha dado en qué pensar, en cierto -terreno y por cierto estilo, ninguna mujer sino una... ¡que tú conoces -mucho...! Ea, no te alteres, no pongas esa cara... Si no te burlas, te -enteraré... El bárbaro á quien di una lección estaba injuriando... - ---¿A quién?--pregunté con afán al ver que Gonzalo se paraba. - ---A... ¡á la Virgen María!... - ---¡A la Virgen María!--repetí yo atónita. - ---Justamente... Por mi honor que es verdad... Ya conozco que te parecerá -raro... Por eso no permití que se divulgase; más vale que se figuren -otra cosa; así al menos no se reirán de mí... no me llamarán Quijote... - ---Pero tú... Gonzalo... tú... Entonces, mamá, que dice que tú... que tus -creencias... tartamudeé, temiendo asfixiarme de alegría. - ---¿Qué tienen que ver las creencias?--me replicó él casi con dureza.--La -Virgen es una mujer... y delante de quien tenga vergüenza y manos, á una -mujer no se la ofende... - - * * * * * - -Rosalía callaba sorprendida; Beatriz, conmovida, afectaba mirar hacia -fuera, á los árboles despojados de hoja, finos como arborizaciones de -ágata sobre el cielo puro. - ---¿Y después, sin más, os casásteis?--interrogó la amiga con picardía y -sorna. - ---Sin más--respondió con energía Beatriz.--Mamá dijo que Gonzalo, á su -manera, tenía religión, tenía una fe... el honor, ¿sabes? y que la -Virgen haría lo que faltaba... Y lo hizo, Rosalía. Mi marido, cuando yo -voy á misa... no se queda ya á la puerta! - - - - -El panorama de la Princesa - - -El palacio del Rey de Magna estaba triste, muy triste, desde que un -padecimiento extraño, incomprensible para los médicos, obligaba á la -Princesa Rosamor á no salir de sus habitaciones. Silencio glacial se -extendía, como neblina gris, por las vastas galerías de arrogantes -arcadas y los salones revestidos de tapices, con altos techos de -grandiosas pinturas; y el paso apresurado y solícito de los servidores, -el andar respetuoso y contenido de los cortesanos, el golpe mate del -cuento de las alabardas sobre las alfombras, las conversaciones en voz -baja, susurrantes apenas, producían impresión peculiar de antecámara de -enfermo grave. ¡Tenía el Rey una cara tan severa, un gesto tan -desalentado é indiferente para los áulicos, hasta para los que antaño -eran sus amigos y favoritos! ¿A qué luchar? ¡La Princesa se moría de -languidez... Nadie acertaba á salvarla, y la ciencia declaraba agotados -sus recursos! - -Una mañana llegó á la puerta del palacio cierto viejo de luenga barba y -raida hopalanda color avellana seca, precedido de un borriquillo cuyos -lomos agobiaba enorme caja de madera ennegrecida. Intentaron los -guardias desviar con aspereza al viejo y á su borriquillo, pero -titubearon al oir decir que en aquella caja tosca venían la salud y la -vida de la Princesa Rosamor. Y mientras se consultaban, irresolutos, -dominados á pesar suyo por el aplomo y seguridad con que hablaba el -viejo, un gallardo caballero desconocido, mozo y de buen talante, cuya -toca de plumas rizaba el viento, cuya melena obscura caía densa y sedosa -sobre un cuello moreno y erguido, se acercó á los guardias, y, con la -superioridad que prestan el rico traje y la bizarra apostura, les ordenó -que dejasen pasar al anciano, si no querían ser responsables ante el Rey -de la muerte de su hija; y los guardias, aterrados, se hicieron atrás, -el anciano pasó, y el jumentillo hirió con sus cascos las sonoras losas -de mármol del gran patio donde esperaban en fila las carrozas de los -poderosos. En pos del viejo y el borriquillo, entró el mozo también. - -Avisado el Rey de que abajo esperaba un hombre que aseguraba traer en un -cajón la salud de la Princesa, mandó que subiese al punto; porque los -desesperados de un clavo ardiendo se agarran, y no se sabe nunca de qué -lado lloverá la Providencia. Hubo entre los cortesanos cuchicheos y -alguna sonrisa reprimida pronto, al ver subir á dos porteros abrumados -bajo el peso de la enorme caja de madera, y detrás de ellos al viejo de -la hopalanda avellana y al lindo hidalgo de suntuoso traje á quien nadie -conocía; pero la curiosidad, más aguda que el sarcasmo, les devoraba el -alma con sus dientecillos de ratón, y no tuvieron reposo hasta que el -primer Ministro, también algo alarmado por la novedad, les enteró de que -la famosa caja del viejo sólo contenía un panorama, y que con enseñarle -las vistas á la Princesa aquel singular curandero respondía de su -alivio. En cuanto al mozo, era el ayudante encargado de colocarse detrás -de una cortina sin ser visto, y hacer desfilar los cuadros por medio de -un mecanismo original. Inútil me parece añadir que al saber en qué -consistía el remedio, los cortesanos, sin perder el compás de la -veneración monárquica, se burlaron suavemente y soltaron muy donosas -pullas. - -Entre tanto, instalábase el panorama en la cámara de la Princesa, la -cual, desde el mismo sillón donde yacía recostada sobre pilas de -almohadones, podía recrearse en aquellas vistas que, según el viejo -continuaba afirmando terminantemente, habían de sanarla. Oculto é -invisible, el galán hizo girar un manubrio, y empezaron á aparecer, -sobre el fondo del inmenso paño extendido que cubría todo un lado de la -cámara, y al través de amplio cristal, cuadros interesantísimos. Con -una verdad y un relieve sorprendentes, desfilaron ante los ojos de la -Princesa las ciudades más magníficas, los monumentos más grandiosos y -los paisajes más admirables de todo el mundo. En voz cascada, pero con -suma elocuencia, explicaba el viejo los esplendores, verbigracia, de -Roma, el Coliseo, las Termas, el Vaticano, el Foro; y tan pronto -mostraba á la Princesa una naumaquia, con sus luchas de monstruos -marinos y sus combates navales entre galeras incrustadas de marfil, como -la hacía descender á las sombrías Catacumbas y presenciar el entierro de -un mártir, depuesto en paz con su ampolla llena de sangre al lado. Desde -los famosos pensiles de Semíramis y las colosales construcciones de -Nabucodonosor, hasta los risueños valles de la Arcadia, donde en el -fondo de un sagrado bosque centenario danzan las blancas ninfas en corro -alrededor de un busto de Pan que enrama frondosa mata de hiedra; desde -las nevadas cumbres de los Alpes hasta las voluptuosas ensenadas del -golfo partenópeo, cuyas aguas penetran vueltas líquido zafiro bajo las -bóvedas celestes de la gruta de Azur, no hubo aspecto sublime de la -historia, asombro de la naturaleza ni obra estupenda de la actividad -humana que no se presentase ante los ojos de la Princesa -Rosamor--aquellos ojos grandes y soñadores, cercados de una mancha de -livor sombrío, que delataba los estragos de la enfermedad.--Pero los -ojos no se reanimaban; las mejillas no perdían su palidez de -transparente cera; los labios seguían contraídos, olvidados de las -sonrisas; las encías marchitas y blanquecinas hacían parecer amarilla la -dentadura, y las manos afiladas continuaban ardiendo de fiebre ó -congeladas por el hielo mortal. Y el Rey, furioso al ver defraudada una -última esperanza, más viva cuanto más quimérica, juró enojadísimo que -ahorcaría de muy alto al impostor del viejo, y ordenó que subiese el -verdugo, provisto de ensebada soga, á la torre más eminente del palacio, -para colgar de una almena, á vista de todos, al que le había engañado. -Pero el viejo, tranquilo y hasta desdeñoso, pidió al Rey un plazo breve: -faltábale por enseñar á la Princesa una vista, una sola, de su panorama, -y si después de contemplarla no se sentía mejor, que le ahorcasen -enhorabuena, por torpe é ignorante. Condescendió el Rey, no queriendo -espantar aún la vana esperanza postrera, y se salió de la cámara, por no -asistir al desengaño. Al cuarto de hora, no pudiendo contener la -impaciencia, entró, y notó con transporte una singular variación en el -aspecto de la enferma; sus ojos relucían; un ligero sonrosado teñía sus -mejillas flacas; sus labios palpitaban enrojecidos y su talle se -enderezaba airoso como un junco. Parecía aquello un milagro, y el Rey, -en su enajenación, se arrancó del cuello una cadena de oro y la alargó -al viejo, que rehusó el presente. La única recompensa que pedía era que -le dejasen continuar la cura de la Princesa, sin condiciones ni -obstáculos, ofreciendo terminarla en un mes. Y, loco de gozo, el Rey se -avino á todo, hasta á respetar el misterio de aquella vista prodigiosa -que había empezado á devolver á su hija la salud. - -No obstante--transcurrida una semana y confirmada la mejoría de la -enferma, mejoría tan acentuada que ya la Princesa había dejado su -sillón, y, esbelta como un lirio, se paseaba por el aposento y las -galerías próximas, ansiosa de respirar el aire, animada y -sonriente,--anheló el Rey saber qué octava maravilla del orbe, qué -portentoso cuadro era aquel cuya contemplación había resucitado á -Rosamor moribunda. Y como la Princesa, cubierta de rubor, se arrojase á -sus pies suplicándole que no indagara su secreto, el Rey, cada vez más -lleno de curiosidad, mandó que sin dilación se le hiciese contemplar la -milagrosa última vista del panorama. ¡Oh sorpresa inaudita! Lo que se -apareció sobre el fondo del inmenso paño negro, al través del claro -cristal, no fué ni más ni menos que el rostro de un hombre, joven y -guapo, eso sí, pero que nada tenía de extraordinario ni de portentoso. -El rostro sonreía con dulzura y pasión á la Princesa, y ella pagaba la -sonrisa con otra no menos tierna y extática... El Rey reconoció al -supuesto ayudante del médico, aquel mozo gallardo, y comprendió que, en -vez de enseñar las vistas de su panorama, se enseñaba á sí propio, y -sólo con este remedio había sanado el enfermo corazón y el espíritu -contristado y abatido de la niña; y si alguna duda le quedase acerca de -este punto, se la quitaría la misma Rosamor, al decirle confusa, -temblorosa y en voz baja, como quien pide anticipadamente perdón y -aquiescencia: - ---Padre, todos los monumentos y todas las bellezas del mundo no -equivalen á la vista de un rostro amado... - - - - -Remordimiento - - -Conocí en su vejez á un famoso calaverón que vivía solitario, y al -parecer tranquilo, en una soberbia casa, cuidándose mucho y con un -criado para cada dedo, porque la fortuna--caprichosa á fuer de mujer, -diría algún escritor de esos que están tan seguros del sexo de la -fortuna como yo del mosquito que me crucificó esta noche--había -dispuesto (sigo refiriéndome á la fortuna) que aquel perdulario -derrochase primero su legítima, después las de sus hermanos, que -murieron jóvenes, luego la de una tía solterona, y al cabo la de un -tutor opulento y chocho por su pupilo. Y, por último, volvieron á -ponerle á flote el juego ú otras granjerías que se ignoran, cuando ya -había penetrado en su cabeza la noción de que es bueno conservar algo -para los años tristes. Desde que mi calvatrueno (llamábase el vizconde -de Tresmes) llegó á persuadirse de que interesaba á su felicidad no -morirse en el hospital, cuidó de su hacienda con la perseverancia del -egoismo, y no hubo capital mejor regido y conservado. Por eso, al tiempo -que yo conocí al vizconde--poco antes de que un reuma al corazón le -llevase al otro barrio--era un viejo rico, y su casa--desmintiendo la -opinión del vulgo respecto á las viviendas de los solteros--modelo de -pulcritud y orden elegante. - -Miraba yo al vizconde con interés curioso, buscando en su fisonomía la -historia íntima del terrible traga-corazones, por quien habitaba un -manicomio una duquesa, y una infanta de España había estado á punto de -echar á rodar el infantazgo y cuanto echar á rodar se puede.--Si no -supiese que veía al más refinado epicúreo, creería estar mirando los -restos de un poeta, de un artista, de uno de esos hombres que fascinan -porque su acción dominadora no se limita á la materia, sino que subyuga -la imaginación. Las nobles facciones de su rostro recordaban las de -Volfango Goethe, no en su gloriosa ancianidad, sino más bien en la época -del famoso viaje á Italia; es decir, lo que serían si Goethe, al -envejecer, conservase las líneas de la juventud. Aquella finura de -trazo; aquella boca un tanto carnosa; aquella nariz de vara delgada, de -griega pureza en su hechura; aquellas cejas negrísimas, sutiles, de arco -gentil, que acentúan la expresión de los vivos y profundos ojos; -aquellas mejillas pálidas, duras, de grandes planos, como talladas en -mármol, mejillas viriles--pues las redondas son de mujer ó niño;--aquel -cuello largo, que destaca de los bien derribados hombros la altiva -cabeza... todo esto, aunque en ruinas ya, subsistía aún, y á la vez el -cuerpo delataba en sus proporciones justas, en su musculosa esbeltez, -algo recogida, como de gimnasta, la robustez de acero del hombre á quien -los excesos ni rinden ni consumen. Verdad que estas singulares -condiciones del vizconde las adivinaba yo por la aptitud que tengo para -restar los estragos de la vejez y reconstruir á las personas tal cual -fueron en sus mejores años. - -Gustaba el vizconde de charlar conmigo, y á veces me refería lances de -su azarosa vida, que no serían para contados, si él no supiese salvar -los detalles escabrosos con exquisito aticismo, y cubrir la inverecundia -del fondo con lo escogido de la forma. No obstante, en las narraciones -del vizconde había algo que me sublevaba, y era la absoluta carencia de -sentido moral, el cinismo frío, visible bajo la delicada corteza del -lenguaje. Punzábame una curiosidad, y pensaba entre mí: «¿Será posible -que este hombre, que para sus semejantes ha sido no sólo inútil, sino -dañino; que ha libado el jugo de todas las flores sacando miel para -embriagarse de ella, aunque la destilase con sangre y lágrimas; este -corsario, este negrero del amor, repito, será posible que no haya -conservado nada vivo y sano bajo los tejidos marchitos por el -libertinaje? ¿No tendrá un remordimiento, no habrá realizado un acto de -abnegación, una obra de caridad?» - -Un día me resolví á preguntárselo directamente. - ---Porque al fin--le dije--en las batallas que usted solía ganar hay -muertos y heridos; sólo que, como en las heridas de florete, la -hemorragia es interna, pues el honor manda callar y sucumbir en -silencio. ¡Cuántos maridos, cuántos hermanos, cuántos padres (sin hablar -de las propias víctimas) habrán ardido por culpa de usted en un infierno -de vergüenza! - ---¡Bah! No lo crea usted--respondía el don Juan sin alterarse en lo más -mínimo.--En estas cuestiones, los expertos somos un poquillo fatalistas. -¡Lo escrito se cumple! Y lo que yo, por escrúpulos más ó menos -justificados, desperdiciase, otro lo recogería, quizá con menos arte, -tino y miramiento que yo. La pavía madura cuelga de la rama y va por -instantes á desprenderse del tallo. El que pasa y la coge suavemente, le -ahorra el sonrojo de caer al suelo, de mancharse, de ser pisada... - -Al ver que su extraño razonamiento me dejaba algo perplejo, el vizconde -añadió: - ---A pesar de todo, confieso que hice un acto de abnegación y que tengo -un remordimiento... - -Esperé, y el viejo, apoyando la barba en dos dedos de la mano izquierda, -habló con lentitud y en tono menos irónico que de costumbre: - ---Ha de saber usted que tuve una hermana que se casó y se murió casi en -seguida (en mi casa todos murieron jóvenes y tísicos, excepto yo, que -absorbí la fuerza que debía repartirse entre los demás). Mi cuñado, poco -después, se cayó de un caballo y no sobrevivió á la caída. Quedó una -niña, bonita como un serafín. Yo era su tutor, y aunque cuidé bien de su -educación y de sus intereses, la veía poco, porque no me gustan los -chiquillos. Vino la pubertad, y entonces la criatura tomó formas menos -seráficas y más apetecibles para los humanos. Y, cosa rara, si de -chiquilla, al verme, se deshacía en fiestas y se volvía loca de gozo, ya -de mujercita no parecía sino que la afligía mi presencia, y me acuerdo -que hasta sufrió un síncope porque la dí un beso paternal... Paternal -(se lo afirmo á usted bajo palabra de honor), porque tenemos la tontería -de figurarnos que los que conocimos niños no llegan nunca á personas -mayores... - -Con todo, ciertos errores pronto se disipan, y como los síntomas iban -acentuándose, no tardé en conocer la índole de la enfermedad... La -muchacha repito que era una hermosura. Le enseñaré á usted su retrato, y -me dirá si exagero. Aparte de esto de la belleza, nunca ví mujer que más -traspasada se mostrase. Rendida ya, vencida por fuerza superior á su -albedrío, lejos de huirme, me seguía y buscaba incesantemente, y se leía -en sus ojos, en su voz y en sus menores acciones, que era tan mía, tan -mía que podía yo marcarla en la frente la S y el clavo. Mi edad era -entonces la de las pasiones violentas: tenía treinta y ocho años... pero -¡así y todo!... - ---¿No se resolvió usted á coger la pavía? - ---No era pavía, como usted verá--respondió el calaverón frunciendo las -cejas.--Lo que puedo decir á usted es que al comprender la realidad, huí -de mi sobrina, viajé, estuve ausente más de un año, y al ver á mi -regreso á la niña enferma de pasión y amartelada como nunca, la hablé lo -mismo que un padre, la pinté mi vida y mi condición y hasta mis -vicios... - ---Leña al fuego--interrumpí. - ---¡Leña al fuego, sí, tal vez!... En fin, la dije redondamente que -estaba resuelto á no casarme nunca; que no me casaría ni con Eugenia de -Montijo, emperatriz de Francia... - ---¿Y ella?... - ---Ella... Ella... después de llorar y de ponerse más pálida y más roja y -más temblorosa que una sentenciada... acabó por decirme que... soltero ó -casado, malo ó bueno, rico ó pobre... - ---¡Comprendo!... - ---Bien, pues yo... no sólo rehusé, desvié, contuve, sino que busqué -marido, joven, guapo, bueno... y con todo mi ascendiente, con mi -mandato, lo hice aceptar... - ---¡Ya me parecía!--exclamé entusiasmada.--¡Una acción generosa, bonita! -¡Si no podía menos! - ---Una acción detestable--repuso el vizconde, cuyos labios temblaron -ligeramente.--Así que se casó mi sobrina, se me cayeron á mí las escamas -de los ojos, y me hice cargo de que me estaba muriendo por ella... Y la -busqué, y la perseguí, y la asedié, y agoté los recursos, y sólo -encontré repulsa, glacial desdén, rigor tan sistemático y tan -perseverante, que me dí por vencido, y me salieron las primeras canas... - ---Vamos, la sobrinita se encontraba bien con el marido que usted -eligió... - ---Tan bien--añadió el don Juan sombríamente--que a los seis meses mi -sobrina enfermó de pasión de ánimo; y á los diez, en la agonía, me llamó -para despedirse de mí y decirme al oído que... ¡como siempre! - -Tresmes bajó la cabeza y me pareció ver que una nube cruzaba por su -frente olímpica. - ---Ahí tiene usted--murmuró después de una pausa,--mi remordimiento. -Nadie debe salirse de su vocación, y la mía no era conducir á nadie al -sendero del deber y la virtud. - - - - -Temprano y con sol... - - -EL empleado que despachaba los billetes en la taquilla de la estación -del Norte no pudo reprimir un movimiento de sorpresa cuando la infantil -vocecica pronunció, en tono imperativo: - ---¡Dos de primera... á Paris!... - -Acercando la cabeza cuanto lo permite el agujero del ventano, miró á su -interlocutora, y vió que era una morena de once á doce años, de ojos -como tinteros, de tupida melena negra, vestida con rico y bien cortado -ropón de franela inglesa roja, y luciendo un sombrerillo jockey de -terciopelo granate que la sentaba a las mil maravillas. Agarrado de la -mano traía la señorita á un caballerete que representaba la misma edad -sobre poco más ó menos, y también tenía trazas en su semblante y atavío -de pertenecer á muy distinguida clase y á muy acomodada familia. El -chico parecía azorado: la niña, alegre, con nerviosa alegría. El -empleado sonrió á la gentil pareja, y murmuró como quien da algún -paternal aviso: - ---¿Directo ó á la frontera? A la frontera... son ciento cincuenta -pesetas, y... - ---Ahí va dinero--contestó la intrépida señorita, alargando un abierto -portamonedas. El empleado volvió á sonreir, ya con marcada extrañeza y -compasión, y advirtió: - ---Aquí no tenemos bastante... - ---¡Hay quince duros y tres pesetas!--exclamó la viajerilla. - ---Pues no alcanza... Y para convencerse, pregunten ustedes á sus papas. - -Al decir esto el empleado, vivo carmín tiñó hasta las orejas del galán, -cuya mano no había soltado la damisela, y ésta, dando impaciente patada -en el suelo, gritó: - ---¡Bien... pues entonces... un billete más barato! - ---¿Cómo más barato? ¿De segunda? ¿De tercera? ¿A una estación más -próxima? ¿Escorial, Avila...? - ---¡Avila, sí... Avila... justamente, Avila...!--respondió con energía la -del rojo balandrán. Dudó el empleado un momento; al fin se encogió de -hombros como el que dice: «¿A mí qué? ya se desenredará este lío;» y -tendió los dos billetes, devolviendo muy aligerado el portamonedas... - -Sonó la campana de aviso; salieron los chicos disparados al andén; -metiéronse en el primer vagón que vieron, sin pensar en buscar un -departamento donde fuesen solos; y con gran asombro del turista -británico que acomodaba en un rincón de la red su balija de cuero, al -verse dentro del coche se agarraron de la cintura y rompieron á -brincar... - - * * * * * - -¿Cómo principió aquella pasión devoradora, frenética, incendiaria? ¡Ah! -Los orígenes primeros de lo grave y trascendental en nuestra vida, son -insignificantes menudencias, pequeñeces míseras, átomos morales que se -asocian en un torbellinito molecular, y á fuerza de dar vueltas y más -vueltas sobre sí mismo, el torbellino se redondea, se solidifica, -adquiere forma, toma la consistencia del diamante... No desconfiéis -nunca en la vida de las cosas grandes, que se presentan con imponente -aparato; esas ya avisan, y hay medio de precaverse: temed á las -tentaciones menudas, á los peligros sutiles é insidiosos. Toda la teoría -de los microbios, hoy admitida, ¿qué es sino demostración de la -importancia capital de lo infinitamente pequeño? - -La pasión empezó, pues, del modo más sencillo, más inocente y más -bobo... Empezó por una manía... Ambos eran coleccionistas.--¿De qué? Ya -lo podéis presumir, vosotros los que frisais en la edad de mis héroes. -La afición á coleccionar suele desarrollarse entre los cuarenta y los -sesenta: apenas he visto un bibliómano joven, y las tiendas de los -chamarileros son más frecuentadas por señores respetables que por -alegres mozos. Hay, sin embargo, una excepción á esta regla general, y -es la chifladura por reunir sellos de correos. Sin que yo niegue que -pueden padecerla muy graves personajes, la verdad es que el período en -que suele hacer estragos es la etapa comprendida entre los diez y los -quince. Y en ese lustro auroral que separa la edad del trompo y la -cuerda de la edad del pavo, vivían mis dos enamorados fugitivos del -tren. - -Ya se ha dicho que su galeoto, el libro de Lanzarote y Ginebra donde -bebieron la ponzoña amorosa, fué el coleccionismo, la manía de la -filatelia, común á entrambos. El papá de Serafina, vulgo Finita, y la -mamá de Francisco, vulgo Currín, se trataban poco; ni siquiera se -visitaban, á pesar de vivir en la misma opulenta casa del barrio de -Salamanca: en el principal el papá de Finita, y en el segundo la mamá de -Currín. Currín y Finita, en cambio, se encontraban muy á menudo en la -escalera, cuando él iba á clase y ella salía para su colegio; pero valga -la verdad: ni habrían reparado el uno en el otro, si no fuera porque -cierta mañana, al bajar las escaleras, Currín notó que Finita llevaba -bajo el brazo un objeto, un libro encuadernado en tafilete rojo... -¡libro tantas veces codiciado y soñado por él! «¡Me debía haber comprado -mamá uno así, carambita! En cuanto me examine y saque nota, ya me lo -está comprando. ¡No faltaba más! El mío es una porquería...» De esto á -rogar á Finita que le enseñase el magnífico album de sellos, mediaba un -paso. Finita, en el mismo descanso de la escalera, accedió á los ruegos -de Currín: pusieron el álbum sobre la repisa de la ventana, y se dieron -á hojearlo con vivacidad.--«Esta página es del Perú... Mira los de las -islas Hawai... Tengo la colección completa...» - -Y desfilaban los minúsculos y artísticos grabaditos con que cada nación -marca y autoriza su correspondencia; los aristocráticos perfiles de las -dinastías sajonas, que se desdeñan de mirarnos á la cara, y las -burguesas y honradas fisonomías de los presidentes de Estados -americanos, siempre de frente; la república francesa, con sus dos -airosas figuras que se dan la mano, y el reyecillo español, con su -redonda cabeza de bebé; los sellos chinos y su dragón, los turcos y su -cimitarra; Don Carlos, recuerdo de nuestras vicisitudes políticas, y Don -Amadeo, efímera memoria de la misma agitada época; los preciosos sellos -de Terranova, con la testa entonces ideal del príncipe de Gales, y los -fastuosos sellos de las colonias británicas, en que la abuelita Victoria -aparece oficiando de emperatriz... Currín se embelesaba y chillaba de -vez en cuando dando brincos: «¡Ay! ¡Ay! ¡Caracoles, qué bonito! Este no -lo tengo yo...» Por fin, al llegar á uno muy raro, el de la república de -Liberia, no pudo contenerse: «¿Me lo das?»--«Toma»;--respondió con -expansión Finita.--«Gracias, hermosa»,--contestó el galán;--y como -Finita, al oir el requiebro, se pusiese del color de la cubierta de su -album, Currín reparó en que Finita era muy mona, sobre todo así, -colorada de placer y con los negros ojos brillantes, rebosando alegría. -«¿Sabes que te he de decir una cosa?»--murmuró el chico.--«Anda, -dímela.»--«Hoy no.»--La doncella francesa que acompañaba á Finita al -colegio, había mostrado hasta aquel instante risueña tolerancia con la -digresión filatélica; pero parecióle que se prolongaba mucho, y -pronunció un «Mademoiselle, s’il vous plaît», que significaba: «Hay que -ir al colegio rabiando ó cantando, conque... una buena resolución.» - -Currín se quedó admirando su sello... y pensando en Finita. Era Currín -un chico dulce de carácter, no muy travieso, aficionado á los dramas -tristes, á las novelas de aventuras extraordinarias, y á leer versos y -aprendérselos de memoria. Siempre estaba pensando que le había de -suceder algo raro y maravilloso; de noche soñaba mucho, y con cosas del -otro mundo ó con algo procedente de sus lecturas. Desde que coleccionaba -sellos, soñaba también con viajes de circunnavegación y países -desconocidos, á lo cual contribuía mucho el ser decidido admirador de -Julio Verne... Aquella noche realizó dormido una excursioncita breve... -á Terranova, al país de los sellos hermosos. Mejor dicho, no era -excursión, sino instantánea traslación; y en una playa orlada de -monolitos de hielo, que alumbraba una aurora boreal, Finita y él se -paseaban muy serios, cogidos del brazo... - -Al otro día, nuevo encuentro en la escalera. Currín llevaba duplicados -de sellos para obsequiar á Finita. En cuanto la dama vió al galán, -sonrió y se acercó con misterio. «Aquí te traigo esto...»--balbuceó -él...--Finita puso un dedo sobre los labios, como para indicar al chico -que se recatase de la francesa; pero constándole á Currín que no había -en el obsequio de los sellos malicia alguna, fué muy resuelto á -entregarlos. Finita se quedó, al parecer, algo chafada; sin duda -esperaba otra cosa; y llegándose vivamente á Currín, le dijo entre -dientes: - ---¿Y... y aquello? - ---¿Aquello..? - ---Lo que me ibas á decir ayer... - -Currín suspiró, se miró á las botas, y salió con esta pata de gallo: - ---Si no era nada... - ---¡Cómo nada!--articuló Finita furiosa.--¡Pareces memo de la cabeza! -Nada, ¿eh? - -Y el muchacho, dando tormento al rey Leopoldo de Bélgica que apretaba -entre sus dedos, se puso muy cerquita del oído de la niña, y murmuró -suavemente: «Sí, era algo... Quería decirte que eres... ¡más guapita!» Y -espantado de su osadía, echó á correr escalera abajo, y del portal salió -en volandas á la calle. - -Al otro día, Currín escribió unos versos (poseo el original) en que -decía á su tormento: - - Nace el amor de la nada; - de una mirada tranquila; - al girar de una pupila - se halla un alma enamorada... - -Endeblillos y todo, graves autores aseguran que Currín los sacó de un -libro que le prestó un compañero... Mas ¿qué importa? El caso es que -Currín se sentía como lo pintaban los versos: enamorado, atrozmente -enamorado... No pensaba más que en Finita; se sacaba la raya -esmeradamente, se compró una corbata nueva, y suspiraba á solas. - -Al fin de la semana eran novios en regla. La doncella francesa cerraba -los ojos... ó no veía, creyendo buenamente que de sellos se hablaba -allí, y aprovechaba el ratito charlando también de lo que le parecía con -su compatriota el cocinero... - -Cierta tarde creyó el portero que soñaba, y se frotó los ojos. ¿No era -aquella la señorita Serafina, que pasaba sola, con un saquillo de piel -al brazo? ¿Y no era aquel que iba detrás el señorito Currín? ¿Y no se -subían los dos á un coche de punto, que salía echando diablos? ¡Jesús, -María y José! ¡Pero cómo están los tiempos y las costumbres! ¿Y á dónde -irán? ¿Aviso ó no aviso á los padres? ¿Qué hace en este apuro un hombre -de bien? ¿Me recibirán con cajas destempladas... ó caerá una propinaza -de las gordas? - - * * * * * - ---Oye tú--decía Finita á Currín apenas el tren se puso en marcha--Avila, -¿cómo es? ¿Muy grande? ¿Bonita lo mismo que París? - ---No...--respondió Currín con cierto escepticismo amargo.--Debe de ser -un pueblo de pesca. - ---Pues entonces... no conviene quedarse allí. Hay que seguir á París. Yo -quiero ver París á todo trance; y también quiero ver las Pirámides de -Egipto. - ---Sí...--murmuró Currín, por cuya boca hablaban el buen sentido y la -realidad--pero... ¿y los monises? - ---¿Los monises?--contestó remedándole Finita--Eres más bobo que el que -asó la manteca. ¡Se pide prestado! - ---¿Y á quién? - ---¡A cualquiera! - ---¿Y si no nos lo quieren dar? - ---¿Y por qué, melón de arroba? Yo tengo reloj que empeñar. Tú también. -Empeño además el abrigo nuevo: me va asando de calor. No sirves para -nada... ¡Escribimos á papás que nos envíen... un.. un bono... no, una -letra! Papá las está mandando cada día á París y á todas partes. - ---Tu papá estará echando chispas... Nos mandará un demontre!... Como mi -mamá... ¡La hicimos, Finita!... No sé qué será de nosotros. - ---Pues se empeña el reloj, y en paz... ¡Ay! ¡Lo que nos divertiremos en -Avila! Me llevarás al café... y al teatro... y al paseo... - -Cuando oyeron cantar «¡Avila! ¡Veinticinco minutos!...» saltaron del -tren, pero al sentar el pie en el andén, se quedaron indecisos, -aturrullados. La gente salía, se atropellaba hacia la fonda, y los -enamorados no sabían qué hacer. «¿Por dónde se va á Avila?»--preguntó -Currín á un _faquino_, que viendo á dos niños sin equipaje, se encogió -de hombros y se alejó. Por instinto se encaminaron á una puerta, -entregaron sus billetes, y asediados por un solícito mozo de fonda, se -metieron en el coche, que los llevó á la del Inglés... - -Acababa de recibir el señor gobernador de Avila telegrama de Madrid, -«interesando la captura,» de la apasionada pareja. Era urgentísimo el -aviso, y delataba la situación moral de una familia sumida en la -angustia y la desesperación,--mejor dicho, dos familias debían de ser -las desesperadas.--La captura se verificó en toda regla, no sin risa por -un lado y declamaciones sobre lo que «cunde la inmoralidad», por otro. -Los fugitivos fueron llevados á Madrid, y, acto continuo, Finita quedó -internada en las _Dames anglaises_, y Currín en un colegio de donde no -se le permitió salir en un año, ni aun los domingos. Con motivo del -trágico suceso, el papá de Finita y la mamá de Currín se relacionaron, y -conferenciaron largo y tendido, quedando acordes en que era preciso -«echar tierra», «desorientar la opinión...» «hacer la conspiración del -silencio». Con tal motivo, el papá de Finita reparó en lo bien -conservada que estaba la mamá de Currín, y ésta notó en el banquero -excelentes condiciones de hombre práctico en los negocios y de caballero -galán con las damas. Su amistad se consolidó, y hay quien cree que se -visitan á menudo. No se presume, sin embargo, que jamás se hayan -escapado juntos... ¿Para qué? - - - - -Sí, señor - - -Lo que voy á contar no lo he inventado. Si lo hubiese inventado alguien, -si no fuese la exacta verdad, digo que bien inventado estaría; pero -también me corresponde declarar que lo he oído referir... Lo cual -disminuye muchísimo el mérito de este relato, y obliga á suponer que mi -fantasía no es tan fecunda como se ha solido suponer, en momentos de -benevolencia. - -¿Eres tímido, oh tú que me lees? Porque la timidez es uno de los -martirios ridículos; nos pone en berlina, nos amarra á banco duro. La -timidez es un dogal á la garganta, una piedra al pescuezo, una camisa de -plomo sobre los hombros, una cadena á las muñecas, unos grillos á los -pies... Y el peor género de timidez no es el que procede de modestia, de -recelo por insuficiencia de facultades. Hay otro más terrible: la -timidez por exceso de emoción; la timidez del enamorado ante su amada, -del fanático ante su ídolo. - -De un enamorado se trata en este cuento, y tan enamorado, que no sé si -nunca Romeo el veronés, Marsilla el turolense, ó Macías el galaico, lo -estuvieron con mayor vehemencia. No envidiéis nunca á esta clase de -locos. A los que mucho amaron se les podrá perdonar; pero envidiarles, -sería no conocer la vida. Son más desventurados que el mendigo que pide -limosna; más que el sentenciado que en su cárcel cuenta las horas que le -quedan de vida horrible... Son desventurados porque tienen dislocada el -alma, y les duele á cada movimiento... Doble su desdicha si la acompaña -el suplicio de la timidez. Y la timidez, en bastantes casos, se cura con -la confianza; pero la hay crónica é invencible; la hay en maridos que -llevan veinte años de unión conyugal y no se han acostumbrado á tener -franqueza con sus mujeres; en mujeres que, viviendo con un hombre en la -mayor intimidad, no se acercan á él sin temor y temblor... Generalmente, -sin embargo, se presenta el fenómeno durante ese período en que el amor, -sin fueros y sin gallardías se estremece ante un gesto ó una palabra... -Y éste era el caso de Agustín Oriol, perdidamente esclavo de la -coquetuela y encantadora Condesa viuda de Dolfos. - -Dícese que una viuda es más fácil de galantear que una soltera; pero en -estas cuestiones tan peliagudas, yo digo que no hay reglas ni axiomas; -cada persona difiere ó por su carácter ó por el mismo exceso de su -apasionamiento. Agustín sentía, al acercarse á la Condesa, todos los -síntomas de la timidez enfermiza, y mientras á solas preparaba -declaraciones abrasadoras, discursos perfectamente hilados y tan -persuasivos que ablandarían las piedras, lo cierto es que en presencia -de su diosa no sabía despegar los labios; su garganta no formaba -sonidos, ni su pensamiento coordinaba ideas... Todos reconocerán que -este estado tiene poco de agradable, y que Agustín no era dichoso, ni -mucho menos. - -Vanamente apelaba á su razón para vencer aquella timidez estúpida... Su -razón le decía que él, Agustín Oriol de Lopardo, caballero por los -cuatro costados, joven, con hacienda, inteligencia y aptitudes para -abrirse camino, era un excelente candidato á la mano de cualquiera -mujer, por bonita y encopetada que se la suponga... ¿Por qué no había de -quererle la Condesa? ¿Por qué, vamos á ver, por qué? El debía acercarse -á ella ufano, arrogante, seguro de su victoria. Y todas las noches, al -retirarse á su casa, se lo proponía...., y al día siguiente procedía lo -mismo que el anterior. Se insultaba a sí mismo; se trataba de menguado, -de necio, pero no podía vencerse... No podía, y no podía. - -De modo que, al año próximamente de un enamoramiento tan intenso que le -ocasionaba trastornos cardíacos, violentos hasta el síncope, Agustín no -había cruzado aún palabra, lo que se dice palabra, con su idolatrada -viuda. Iba á todas partes donde podía encontrarse con ella, pasaba -muchas veces por debajo de sus balcones, se trasladaba á San Sebastián -el mismo día que ella y en el mismo tren..., y aun ignoraría el sonido -de su voz si no hubiese prestado ansioso oído á las conversaciones que -ella sostenía con otras personas... - -Por fin, un día--precisamente en San Sebastián--presentóse rodada la -ocasión de romper el hielo. Fue en la terraza del Casino, á la hora en -que una muchedumbre elegantemente ataviada respira el aire y escucha, ó, -por mejor decir, no escucha la música, sino las infinitas charlas, que -hacen otro rumor más contenido y más suave, como de colmena. Agustín -estaba muy próximo á su amada, y devoraba con los ojos el perfil fino, -asomando bajo el sombrero todo empenachado de plumas. Ella le observaba -de reojo; y viéndole tan cerca, de pronto sintió impulsos de dirigirla -la palabra. No era correcto, no era serio, no era propio de una -señora... Bueno. Por encima de las fórmulas sociales están las -circunstancias, y hay de estas irregularidades que todo el mundo comete, -cuando á ello le empuja un fuerte estímulo... La viudita no podía menos -de haber notado aquella adoración profunda, continua, que la rodeaba -como el cuerpo astral al cuerpo visible, y sentía una curiosidad -femenil, ardorosa, el afán de saber qué diría aquel adorador mudo, que -la bebía y la respiraba. Resuelta, con sonriente afabilidad, con un -alarde infantil que disimulaba lo aturdido del procedimiento, exclamó: - ---¡Qué noche tan hermosa! ¿Verdad que es una delicia? - -Agustín sintió como si campanas doblasen en su cerebro, no sabía si á -muerte ó si á gloria; su sangre giró de súbito, sus oídos zumbaron..., y -con tartajosa lengua, con voz imposible de reconocer, con un acento -ronco y balbuciente, soltó esta frase: - ---Sí... señor! ¡Sí... señor! - -Fué como si otro hubiese hablado... Un individuo zumbón, dentro de -Agustín, se reía sardónico, se mofaba de la extravagante respuesta... -¡Acababa de llamar «señor» á la única mujer que para él existía en el -mundo! ¡No se le había ocurrido sino tal inepcia! Y ahora, con la lengua -seca y el corazón inundado de bochorno, tampoco se le ocurría más. ¡Qué -había de ocurrírsele! La terraza daba vueltas, el suelo huía bajo sus -pies... Exhaló un gemido ronco, se llevó las manos á la cabeza, y -levantándose, tambaleándose, huyó sin volver la vista atrás. Aquella -noche pensó varias veces en el suicidio. - -A la mañana siguiente, sintiéndose incapaz de presentarse de nuevo ante -la que ya debía despreciarle, salió para Francia en el primer tren. -Estuvo ausente muchos años; en ellos no volvió á saber de su adorada. Un -día leyó en un periódico que se había casado. Todavía la noticia le -causó grave pena. Después, lentamente, fue olvidando, nunca del todo. - -Habían corrido cerca de cuatro lustros; las canas rafagueaban el negro -cabello de Agustín, cuando en uno de sus viajes entró una señora, con -dos señoritas, en el mismo departamento. Agustín la reconoció..., y aun -su corazón, del cual padecía, le avisó de que era ella,--muy cambiada, -muy envejecida,--pero ella. ¿Fue reconocido Agustín? No se sabe. Lo -cierto es que se trabó conversación entre ambos viajeros, y que esta -vez, no habiendo el estorbo de un amor tan insensato, Agustín charló sin -recelo, y las horas corrieron sin sentir. La viajera habló de su -juventud, y murmuró confidencialmente: - ---De cuantos homenajes han podido tributarme, el que más agradecí, -porque era el más sincero, consistió en que un joven que me seguía como -mi sombra, me contestase, al dirigirle yo por primera vez la palabra: -«Sí, señor...» ¿Comprende usted? Era tal su aturdimiento, que no acertó -á decir otra cosa... Los requiebros más entusiastas no pueden halagar -tanto á una mujer como una turbación, que parece señal de pasión -verdadera... - ---¿De modo... que usted no se rió de aquel hombre?--preguntó Agustín. - ---Al contrario...--respondió la señora, con acento en que parecía -temblar una lágrima. - - - - -INDICE - - - _Págs._ - -Prefacio 5 - -El amor asesinado 13 - -El viajero 17 - -El corazón perdido 22 - -Mi suicidio 26 - -La última ilusión de Don Juan 32 - -Desquite 38 - -El dominó verde 44 - -La aventura del Angel 52 - -El fantasma 59 - -La perla rosa 65 - -Un parecido 72 - -Memento 79 - -La caja de oro 86 - -La sirena 91 - -Así y todo 98 - -La cabellera de Laura 105 - -Delincuente honrado 112 - -Primer amor 118 - -La inspiración 129 - -Champagne 136 - -Sor Aparición 142 - -¿Justicia? 150 - -Más allá 156 - -La culpable 161 - -La novia fiel 166 - -Afra 172 - -Cuento soñado 179 - -Los buenos tiempos 185 - -Sara y Agar 194 - -Maldición de gitana 201 - -La bicha 208 - -Sangre del brazo 215 - -Consuelo 222 - -La novela de Raimundo 226 - -El encaje roto 233 - -Martina 240 - -Apólogo 249 - -A secreto agravio 256 - -La religión de Gonzalo 263 - -El panorama de la Princesa 263 - -Remordimiento 276 - -Temprano y con sol 283 - -Sí, señor 293 - - - - - - - -End of the Project Gutenberg EBook of Cuentos de amor, by Emilia Pardo Bazán - -*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK CUENTOS DE AMOR *** - -***** This file should be named 55514-0.txt or 55514-0.zip ***** -This and all associated files of various formats will be found in: - http://www.gutenberg.org/5/5/5/1/55514/ - -Produced by Chuck Greif and the Online Distributed -Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This book was -produced from scanned images of public domain material -from the Google Books project.) - - -Updated editions will replace the previous one--the old editions -will be renamed. - -Creating the works from public domain print editions means that no -one owns a United States copyright in these works, so the Foundation -(and you!) can copy and distribute it in the United States without -permission and without paying copyright royalties. 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You may copy it, give it away or -re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included -with this eBook or online at www.gutenberg.org/license - - -Title: Cuentos de amor - -Author: Emilia Pardo Bazán - -Release Date: September 9, 2017 [EBook #55514] - -Language: Spanish - -Character set encoding: UTF-8 - -*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK CUENTOS DE AMOR *** - - - - -Produced by Chuck Greif and the Online Distributed -Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This book was -produced from scanned images of public domain material -from the Google Books project.) - - - - - - -</pre> - -<hr class="full" /> - -<div class="figcenter"> -<img src="images/cover.jpg" alt="" /> -</div> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_001" id="page_001"></a>{1}</span></p> - -<p class="cb"> -OBRAS COMPLETAS<br /> - -<small>DE</small><br /> - -<span class="courr">EMILIA PARDO BAZAN</span><br /> -<br /> -<small>CONDESA DE PARDO BAZÁN</small><br /> -<br /> -<span class="sans">TOMO 16</span><br /> -</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_002" id="page_002"></a>{2}</span> </p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_003" id="page_003"></a>{3}</span> </p> - -<p class="cb"> -EMILIA PARDO BAZAN<br /> - -<span class="sans">CONDESA DE PARDO BAZAN</span><br /> - -<small>OBRAS COMPLETAS.—TOMO 16</small><br /> -</p> - -<p class="cbsml">\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/</p> - -<h1><img src="images/cuentos.png" -alt="CUENTOS DE AMOR" -/></h1> - -<p class="c"><img src="images/ill_pg_003.png" -width="100" -alt="" -/><br /> -<br /> -<br /> -ADMINISTRACION<br /> -<br /> -<i>Calle de San Bernardo, 37, principal</i><br /> -<br /> -<b>MADRID</b><br /> -</p> - -<table border="1" cellpadding="4" cellspacing="0" summary=""> -<tr><td align="left"><a href="#INDICE"><b>AL ÍNDICE</b></a></td></tr> -</table> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_004" id="page_004"></a>{4}</span></p> - -<table border="0" cellpadding="1" cellspacing="0" summary="" -style="border-top:1px solid black;border-bottom:1px solid black; -margin:3em auto 3em auto;font-size:85%;"> -<tr><td> Es propiedad.</td></tr> -<tr><td> Queda hecho el depósito</td></tr> -<tr><td>que marca la ley.</td></tr> -</table> - -<p class="cov"> R. Velasco, impresor, Marqués de Santa Ana, 11 - </p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_005" id="page_005"></a>{5}</span></p> - -<h2><a name="PREFACIO" id="PREFACIO"></a><img src="images/ill_pg_005.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -PREFACIO</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">T</span>RANQUILÍZATE, lector: no se trata de un prólogo grave pegado á un libro -de entretenimiento, lastre de plomo de algo tan leve como el ala de la -mariposa: sólo encontrarás aquí unas cuantas advertencias, por otra -parte innecesarias si para mí no rigiesen distintas leyes que para los -demás autores, y si en mí no se calificase de delito lo que en ellos es -acción indiferente, cuando no gracia merecedora de aplauso.</p> - -<p>No ignorarás que he escrito á estas fechas gran número de cuentos, pero -acaso te sorprenda si digo que pasan de cuatrocientos, y á todo correr -se acercan á quinientos ya. No pocos, antes de ser recogidos en volumen, -andan vertidos á varias lenguas en tierras muy lejanas, á pesar del -descuido de una autora que no por indiferencia ni por desdén, sino por -falta de tiempo, suele no contestar á las amables cartas de sus -bondadosos traductores.</p> - -<p>De estos cuatrocientos y pico de cuentos hay<span class="pagenum"><a name="page_006" id="page_006"></a>{6}</span> tres ó cuatro de los -cuales se murmuró; para decir más verdad, de quien se murmuró no fué de -ellos, sino de mí, negándome la propiedad del asunto. Ninguno de los -incluídos en el presente volumen ha sido discutido, que yo sepa, en -concepto tal; pero me adelanto, lector, á advertirte que tres de los que -aquí te ofrezco no son míos por el asunto, y cinco ó seis tampoco son -patrimonio de mi inventiva, sino narraciones de casos auténticos y -reales—lo que Fernán Caballero llamaba <i>sucedidos</i>.—Yo los vestí y -arreglé á mi manera, unas veces por gusto y capricho, otras, sobre todo -cuando se trata de sucesos recientes, por respetos á la vida privada -ajena.</p> - -<p>Al ver la luz en <i>El Imparcial</i> el cuento titulado <i>La sirena</i>, consigné -en nota que su asunto estaba tomado de un lindo y breve apólogo de -Leopoldo Trenor, <i>La gata blanca</i>. Después hubo quien me aseguró que el -apólogo, á su vez, se funda en una poesía alemana. No he podido -comprobar la aserción, y queda rectificada de antemano, si fuese -inexacta y si el señor Trenor, en vez de hacer como yo hice, hubiese -concebido la idea primera del apólogo.</p> - -<p><i>La cabellera de Laura</i> es libre glosa de un <i>ejemplo</i> que refiere el -franciscano Padre Juan Laguna en sus <i>Casos raros de vicios y virtudes -para escarmiento de pecadores</i>.—<i>Mi suicidio</i> y <i>Cuento soñado</i>, son -pensamientos que me sugirió platicando el ilustre y venerable Campoamor; -y aunque él, á fuer de opulento, no reclamaría nunca esas dos perlitas, -me complazco<span class="pagenum"><a name="page_007" id="page_007"></a>{7}</span> en agradecerle el donativo y en pedirle excusas por el -engarce.</p> - -<p>Y pues se trata de perlas, vamos á <i>La perla rosa</i>. Verdaderamente me -asombra, lector entendido, que mis vigilantes aduaneros y agentes del -resguardo no hayan gritado <i>¡matute!</i> cuando inserté ese cuento en <i>El -Liberal</i>. Me denuncio, ya que ellos se duermen. A los pocos meses de -aparecer en <i>El Liberal La perla rosa</i>, ví en el mismo diario un <i>cuento -ajeno</i>, firmado por <i>León de Tinseau</i>, y titulado <i>La perla negra</i>, que, -además de la semejanza del título, ofrecía coincidencias de asunto. En -ambos cuentos, la pérdida de una perla descubre la falta de una mujer. -Leído el cuento de Tinseau, tuve esperanzas de que fuese posterior en -fecha al mío, y escribí á Miguel Moya rogándole me dijese dónde lo había -encontrado. Al saber que en un libro que lleva por epígrafe <i>Mon oncle -Alcide</i>, lo encargué á Francia, y ví que estaba impreso hacía tres ó -cuatro años. Por lo tanto, á la letra, yo soy quien ha aprovechado una -idea de Tinseau. Los que no den crédito á mi afirmación de que ni -sospechaba la existencia de <i>La perla negra</i> cuando escribí <i>La perla -rosa</i>, dueños son de afirmar á su vez que ésta es hija de aquélla. Sin -falsa modestia, debo añadir que <i>La perla rosa</i> tiene mejor oriente.</p> - -<p>Con igual sinceridad declaro que si el cuento de Tinseau resultase -escrito después que el mío, no por eso creería yo á ojos cerrados que -era imitación ó copia. Algún celebrado escritor español<span class="pagenum"><a name="page_008" id="page_008"></a>{8}</span> podría -atestiguar que no padezco la obsesión de tomar las coincidencias -fortuitas por atentados contra mi propiedad; algún francés podría dar fe -de lo mismo. Ideas análogas se les ocurren á escritores contemporáneos -sujetos á influencias similares, y no lo dudará nadie que conozca la -historia literaria. No insisto, porque he prometido no cansarte, lector, -al menos á sabiendas.</p> - -<p>Supongo que no necesita apología el hecho de que varios cuentos míos se -funden en sucesos reales. Las corrientes vienen y van; hace veinte años, -tal vez incurriría en censura de los doctores de la iglesia crítica, no -por basar en la realidad ciertos cuentos, sino por inventar de pies á -cabeza la inmensa mayoría de los que escribo. Ambos procedimientos, á mi -entender, son igualmente lícitos, como lo es el refundir asuntos ya -tratados, ó el buscarlos en la tradición y la sabiduría popular ó -<i>folklore</i>. No hay género más amplio y libre que el cuento; no hay, -entre los más insignes, cuentista algo fecundo que no explote todas las -canteras y filones, empezando por el de su propia fantasía y siguiendo -por los variadísimos que le ofrecen las literaturas antiguas y modernas, -escritas y orales. De chascarrillos que corrían de boca en boca se hizo -recientemente un libro, redactado por ilustres escritores, y en el -Prólogo que lo encabeza, una pluma famosísima consignó el principio de -que al cuentista le basta la propiedad de la forma de que sabe revestir -el cuento más resobado, trillado y vulgar.<span class="pagenum"><a name="page_009" id="page_009"></a>{9}</span> El principio estaba ya -sancionado por la práctica, y no era necesario el nuevo ejemplo para -legitimar lo que de tiempo inmemorial venía practicándose.</p> - -<p>Por otra parte, quizás nunca como ahora ha sobreabundado la invención en -los cuentistas. Antaño era usual apoderarse de una colección de apólogos -ó fábulas orientales—persas ó chinas, árabes ó indianas—y, sin más -ceremonias, traduciéndolas y adaptándolas en lenguaje castizo, se -graduaba un escritor de cuentista y de moralista. El cuento literario -original es relativamente novísimo en las literaturas occidentales: -procede de la transformación de la poesía épico-lírica, y tiene -precedentes, no sólo en los <i>fabliaux</i> y en los ejemplos de los libros -devotos (aun hoy mina inagotable para el cuentista) sino en ciertas -composiciones poéticas con argumento; verbi-gracia, las <i>Cantigas</i> de -Alfonso el Sabio y las baladas alemanas. Noto particular analogía entre -la concepción del cuento y la de la poesía lírica: una y otra son -rápidas como un chispazo, y muy intensas—porque á ello obliga la -brevedad, condición precisa del <i>cuento</i>.—Cuento original que no se -concibe de súbito, no cuaja nunca. Días hay—dispensa, lector, estas -confidencias íntimas y personales—en que no se me ocurre ni un mal -asunto de cuento, y horas en que á docenas se presentan á mi imaginación -asuntos posibles, y al par siento impaciencia de trasladarlos al papel. -Paseando ó leyendo; en el teatro ó en ferrocarril; al chisporroteo de la -llama en invierno<span class="pagenum"><a name="page_010" id="page_010"></a>{10}</span> y al blando rumor del mar en verano, saltan ideas de -cuentos con sus líneas y colores, como las estrofas en la mente del -poeta lírico, que suele concebir de una vez el pensamiento y su forma -métrica. De las ideas que en tropel me acuden, no aprovecho la mitad; -desecho infinitas, no sólo por creerlas desde el primer instante -indignas de vivir, sino porque algunas me parecen atrevidas, peligrosas -y capaces de horripilarte, ¡oh lector no siempre benévolo! Si esto pasa -con las ideas de cosecha propia, en mayor proporción quizás acontece con -las que me sugieren los libros viejos, y sobre todo, las que se fundan -en datos de la vida real. Por fuerte y viva que supongamos la fantasía -de un escritor, jamás llega al límite de la realidad posible. Cuanto -pudiésemos fingir, queda muy por bajo de lo verdadero. Llamamos -inverosímil á lo inusitado; pero no hay acaecimiento extraño, -monstruoso, espeluznante y peregrino que no conozcamos por la realidad. -Lo saben los de mi profesión: nunca se puede incorporar á la literatura -toda la verdad observada, so pena de ser tildado de extravagante, de -escritor descabellado y de bárbaro sin gusto ni delicadeza; y sin -embargo, las mayores osadías y crudezas de la pluma, aunque sea de -hierro y la mojemos en ácido sulfúrico, son blandenguerías para lo que -escribe en caracteres de fuego la realidad tremenda.</p> - -<p>He observado el estremecimiento del público ante ciertos cuentos -verdaderos. Ahí están, para ejemplo en el presente tomo, <i>Los buenos<span class="pagenum"><a name="page_011" id="page_011"></a>{11}</span> -tiempos</i> y <i>Sor Aparición</i>. De <i>Sor Aparición</i> se espantó mucha gente. -Releo el cuento despacio y no puedo explicarme tal horror, sino por la -crueldad de lo real que palpita en él. La narración pienso que está -hecha en términos bien honestos, con el mayor recato y decoro posible; -además, he modificado la historia, y presentado á la infeliz enamorada -del burlador Camargo cuando ejercita la más rigurosa y ejemplar -penitencia. Tantos años de mortificación y de lágrimas la impuse, que -deben bastar para sosiego del más asombradizo. La verdad estricta es que -ignoro el paradero de la víctima de esa broma infame, dada por uno de -nuestros mayores poetas románticos. No sé si entró en un convento, si se -entregó á la disipación, ó si vegetó en la indiferencia; pero me ha -parecido que, dentro de la concepción ideal del cuento, tenía que expiar -su yerro para ennoblecer su desventura. Y cátate que, así y todo, -bastante gente se persignó, como se persignó al leer <i>Los buenos -tiempos</i>, historia trágica de la cual se conservan testimonios y -recuerdos todavía. Acaso el público sea hoy mas nervioso é impresionable -que en otras épocas; sólo así se comprende que de libros de devoción -clásicos y venerables no se pueda extraer un cuento sin que se alborote -el cotarro y se desquicie la bóveda celeste. De esto volveremos á -hablar, oh lector, cuando publique mis <i>Cuentos sacro-profanos</i>.</p> - -<p class="r"> -<span class="smcap">Emilia Pardo Bazán.</span><br /> -</p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_012" id="page_012"></a>{12}</span> </p> - -<p><span class="pagenum"><a name="page_013" id="page_013"></a>{13}</span> </p> - -<h2><a name="EL_AMOR_ASESINADO" id="EL_AMOR_ASESINADO"></a><img src="images/ill_pg_013.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -El amor asesinado</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">N</span>UNCA podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de -zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarla punto -de reposo.</p> - -<p>Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que -sujeta al alma á los lugares donde por primera vez se nos aparece el -Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió á -la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante -se deslizó en el saquillo de mano, y por último, en los bolsillos de la -viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita -maliciosa y la decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo -de ti. Vamos juntos».</p> - -<p>Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien -resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida<span class="pagenum"><a name="page_014" id="page_014"></a>{14}</span> por -guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y -claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, -un anochecer que se asomó agobiada de tedio á mirar el campo y á gozar -la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en -la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con -agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente,—sólo consiguió Eva que -el Amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del -tejado ó por el agujero de la llave.</p> - -<p>Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, -creyéndose á salvo de atrevimientos y demasías: mas no contaba con lo -ducho que es en tretas y picardigüelas el Amor. El muy maldito se -disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca -y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, -con una fiebre muy semejante á la que causa la atmósfera sobresaturada -de oxígeno.</p> - -<p>Ya fuera de tino, desesperando de poder tener á raya al malvado Amor, -Eva comenzó á pensar en la manera de librarse de él definitivamente, á -toda costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el -Amor y Eva, la lucha era á muerte, y no importaba el cómo se vencía, -sino sólo obtener la victoria.</p> - -<p>Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque poseía -instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de -engatusar con maulas y zalamerías al mismo<span class="pagenum"><a name="page_015" id="page_015"></a>{15}</span> diablo, que no al Amor, de -suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor, -y desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.</p> - -<p>Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de -miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y -dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y -mimosas, en voz velada por la emoción, de notas más melodiosas que las -del agua cuando se destrenza sobre guijas ó cae suspirando en morisca -fuente.</p> - -<p>Y el Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado -como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como -varón vigoroso.</p> - -<p>Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle -golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le -vió calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó á -extrangularle, apretándole la garganta con rabia y brío.</p> - -<p>Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves -instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor -aquél! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía -una lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de -su boca purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones -mondados de sus dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus -azules pupilas, entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa -de los últimos instantes;<span class="pagenum"><a name="page_016" id="page_016"></a>{16}</span> y plegadas sobre su cuerpo de helénicas -proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva -notó ganas de llorar...</p> - -<p>No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada, -libre... Y cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos -enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía, -del quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante.</p> - -<p>Al fin Eva soltó á su víctima y la contempló... El Amor ni respiraba ni -se rebullía: estaba muerto,—tan muerto como mi abuela.</p> - -<p>Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un dolor -terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que -ascendía á su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente -su pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía...</p> - -<p>El Amor, á quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su mismo -corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.<span class="pagenum"><a name="page_017" id="page_017"></a>{17}</span></p> - -<h2><a name="EL_VIAJERO" id="EL_VIAJERO"></a><img src="images/ill_pg_017.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -El viajero</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">F</span>RÍA, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la -lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos ó -tres veces que Marta se había atrevido á acercarse á su ventana por ver -si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y -la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que -parecía echar abajo la casa.</p> - -<p>Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta -distintamente que llamaban á su puerta, y percibió un acento plañidero y -apremiante que la instaba á abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba -á Marta desoirlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino -honrado se atreve á echarse á la calle, sólo los malhechores y los -perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de -aventuras y presa. Marta debió<span class="pagenum"><a name="page_018" id="page_018"></a>{18}</span> haber reflexionado que el que posee un -hogar, fuego en él, y á su lado una madre, una hermana, una esposa que -le consuele, no sale en el mes de Enero y con una tormenta desatada, ni -llama á puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas -honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora -mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve -para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se -había quedado zaguera según costumbre, y el impulso de la piedad, el -primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, al -través del postigo, preguntase compadecida: «¿Quién llama?» Voz de tenor -dulce y vibrante respondió en tono persuasivo: «Un viajero.» Y la -bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la -tranca, descorrió el cerrojo y dió vuelta á la llave, movida por el -encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce.</p> - -<p>Entró el viajero, saludando cortesmente; y quitándose con gentil -desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y desembozándose la -capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y tomó asiento -cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Esta apenas se atrevía á -mirarle, porque en aquel punto la consabida tardía reflexión empezaba á -hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero que -llama, es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse á levantar los -ojos, vió de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle, -descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de<span class="pagenum"><a name="page_019" id="page_019"></a>{19}</span> señor acostumbrado al -mando y á ocupar alto puesto. Sintióse Marta encogida y llena de -confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido y la decía cosas -halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían más; y á fin de -disimular su turbación, se dió prisa á servir la cena y ofrecer al -viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese á dormir.</p> - -<p>Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el -sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba -para que se ausentase el huésped. Y sucedió que éste, cuando bajó, ya -descansado y sonriente, á tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni -tampoco á la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida -y embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle que -ella no era mesonera de oficio.</p> - -<p>Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más dueño -ni más amo que aquel viajero á quien en una noche tempestuosa tuvo la -imprevisión de acoger. El mandaba, y Marta obedecía sumisa, muda, veloz -como el pensamiento.</p> - -<p>No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía -en continua zozobra y pena. He calificado de amo al viajero, y tirano -debí llamarle, pues sus caprichos despóticos y su inconstante humor -traían á Marta medio loca. Al principio el viajero parecía obediente, -afectuoso, zalamero, humilde; pero fué creciéndose y tomando fueros, -hasta no haber quien<span class="pagenum"><a name="page_020" id="page_020"></a>{20}</span> le soportase. Lo peor de todo era que nunca podía -Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa, -cuando menos debía temerse ó esperarse, estaba frenético ó contentísimo, -pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa á la -rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos é insensatos, -que á los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en -placideces angelicales; ya se emperraba como un chico, ya se desesperaba -como un hombre; ya hartaba á Marta de improperios, ya la prodigaba los -nombres más dulces y las ternezas más rendidas.</p> - -<p>Sus extravagancias eran á veces tan insufribles, que Marta, con los -nervios de punta, el alma de través y el corazón á dos dedos de la boca, -maldecía el fatal momento en que dió acogida á su terrible huésped. Lo -malo es que cuando justamente Marta, apurada la paciencia, iba á saltar -y á sacudir el yugo, no parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón -con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo -olvidaba instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce -de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones.</p> - -<p>¡Qué en olvido las tenía puestas,... cuando el huésped, á medias -palabras y con precauciones y rodeos, anunció que <i>ya</i> había llegado la -ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas lentas -que la arrancó la desesperación cayeron sobre las manos del viajero,<span class="pagenum"><a name="page_021" id="page_021"></a>{21}</span> -que sonreía tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas consoladoras, -promesas de escribir, de volver, de recordar. Y como Marta, en su -amargura, balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor dulce -y vibrante, alegó por vía de disculpa: «Bien te dije, niña, que soy un -viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo.» Y -habéis de saber que sólo al oir esta declaración franca, sólo al sentir -que se desgarraban las fibras más íntimas de su ser, conoció la -inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor, y que había -abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe.</p> - -<p>Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender á lagrimitas está -él!), sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de -sí, el Amor se fué, embozado en su capa, ladeado el chambergo—cuyas -plumas, secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente—en busca -de nuevos horizontes, á llamar á otras puertas mejor trancadas y -defendidas. Y Marta quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de sustos, -de temores, de alarmas, y entregada á la compañía de la grave y -excelente reflexión, que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde. No -sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que -las noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se -estrella contra los vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón, -que la duele á fuerza de latir apresurado, no cesa de prestar oído, por -si llama á la puerta el huésped.<span class="pagenum"><a name="page_022" id="page_022"></a>{22}</span></p> - -<h2><a name="EL_CORAZON_PERDIDO" id="EL_CORAZON_PERDIDO"></a><img src="images/ill_pg_022.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -El corazón perdido</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">Y</span>ENDO una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo -un objeto rojo: me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí -cuidadosamente. Debe de habérsele perdido á alguna mujer—pensé al -observar la blandura y delicadeza de la tierna víscera que, al contacto -de mis dedos, palpitaba como si estuviese todavía dentro del pecho de su -dueña.—Lo envolví con esmero en un blanco paño, lo abrigué, lo escondí -bajo mi ropa, y me dediqué á averiguar quien era la mujer que había -perdido el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos -maravillosos anteojos, que permitían ver, al través del corpiño, de la -ropa interior, de la carne y de las costillas—como por esos relicarios -que son el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de -cristal—el lugar que ocupa el corazón.</p> - -<p>Apenas me hube calado mis anteojos mágicos,<span class="pagenum"><a name="page_023" id="page_023"></a>{23}</span> miré ansiosamente á la -primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro! la mujer no tenía corazón. Ella -debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fué que, -al decirla yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba á sus -órdenes por si gustaba recogerlo, la mujer indignada juró y perjuró que -no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo -sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la -terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda, -seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad, -el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta -tenía corazón! Y cuando la ofrecí respetuosamente el que yo llevaba -guardadito, menos aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un -modo grave suponer que ó la faltaba el corazón, ó era tan descuidada que -había podido perderlo así en la vía pública sin que lo advirtiese.</p> - -<p>Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas -y pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y á todas las eché los -anteojos y en todas noté que del corazón sólo tenían el sitio, pero que -el órgano, ó no había existido nunca, ó se había perdido tiempos atrás. -Y todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el corazón -de que carecían, negábanse á aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya -porque sin él se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban -injuriadas por<span class="pagenum"><a name="page_024" id="page_024"></a>{24}</span> la oferta, ya porque no se atrevían á arrostrar el -peligro de poseer un corazón.—Iba desesperando de restituir á un pecho -de mujer el pobre corazón abandonado, cuando por casualidad, con ayuda -de mis prodigiosos lentes, acerté á ver que pasaba por la calle una niña -pálida, y en su pecho ¡por fin! distinguí un corazón, un verdadero -corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé por qué—pues -reconozco que era un absurdo brindar corazón á quien lo tenía tan vivo y -tan despierto—se me ocurrió hacer la prueba de presentarla el que -habían desechado todas; y he aquí que la niña, en vez de rechazarme como -las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en mi fatiga, iba -á dejar otra vez caído sobre los guijarros.</p> - -<p>Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida -aún: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta -la médula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la -amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el amor, los celos, todo -era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse á -suprimir uno de sus dos corazones, ó los dos á un tiempo, diríase que se -complacía en vivir doble vida espiritual queriendo, gozando y sufriendo -por duplicado, sumando impresiones de esas que bastan para extinguir la -vida. La criatura era como vela encendida por los dos cabos, que se -consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su -lecho de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un -pajarillo,<span class="pagenum"><a name="page_025" id="page_025"></a>{25}</span> vinieron los médicos y aseguraron que, lo que la arrebataba -de este mundo era la ruptura de un aneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!) -supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se había muerto -por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho á un corazón perdido -en la calle.<span class="pagenum"><a name="page_026" id="page_026"></a>{26}</span></p> - -<h2><a name="MI_SUICIDIO" id="MI_SUICIDIO"></a><img src="images/ill_pg_026.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Mi suicidio</h2> - -<p class="r"> -A Campoamor.<br /> -</p> - -<p>Muerta <i>ella</i>; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba -que aun me parecía ver con sus doradas molduras de antipático brillo, -¿qué me restaba en el mundo ya? En ella cifraba yo mi luz, mi regocijo, -mi ilusión, mi delicia toda... y desaparecer así, de súbito, arrebatada -en la flor de su juventud y de su seductora belleza, era tanto como -decirme con melodiosa voz—la voz mágica, la voz que vibraba en mi -interior produciendo acordes divinos: «Pues me amas, sígueme.»</p> - -<p>¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, á la altura -de mi dolor, y el remedio para el eterno abandono á que me condenaba la -adorada criatura huyendo á lejanas regiones. Seguirla, reunirme con -ella, sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre... y estrecharla<span class="pagenum"><a name="page_027" id="page_027"></a>{27}</span> -delirante, exclamando: «Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin tí? Mira -como he sabido buscarte y encontrarte y evitar que de hoy más nos separe -poder alguno de la tierra ni del cielo.»</p> - -<p class="dtts">...............................</p> - -<p>Determinado á realizar mi propósito, quise verificarlo en aquel mismo -aposento donde se deslizaron insensiblemente tantas horas de ventura, -medidas por el suave ritmo de nuestros corazones... Al entrar olvidé la -desgracia, y pareciome que <i>ella</i>, viva y sonriente, acudía como otras -veces á mi encuentro, levantando la cortina para verme más pronto, y -dejando irradiar en sus pupilas la bienvenida, y en sus mejillas el -arrebol de la felicidad.—Allí estaba el amplio sofá donde nos -sentábamos tan juntos como si fuese estrechísimo; allí la chimenea hacia -cuya llama tendía los piececitos, y á la cual yo, envidioso, los -disputaba abrigándolos con mis manos, donde cabían holgadamente; allí la -butaca donde se aislaba, en los cortos instantes de enfado pueril que -duplicaban el precio de las reconciliaciones; allí la gorgona de irisado -vidrio de Salviati, con las últimas flores, ya secas y pálidas, que su -mano había dispuesto artísticamente para festejar mi presencia... Y -allí, por último, como maravillosa resurrección del pasado, -inmortalizando su adorable forma, ella, ella misma... es decir, su -retrato, su gran retrato de cuerpo entero, obra maestra de célebre -artista, que la representaba sentada, vistiendo uno de mis trajes -preferidos,<span class="pagenum"><a name="page_028" id="page_028"></a>{28}</span> la sencilla y cándida bata de blanca seda que la envolvía -en una nube de espuma. Y era su actitud familiar, y eran sus ojos verdes -y lumínicos que me fascinaban, y era su boca entreabierta, como para -exclamar, entre halago y reprensión, el «¡qué tarde vienes!» de la -impaciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos, que se ceñían á mi -cuello como la ola al tronco del náufrago, y era, en suma, el fidelísimo -trasunto de los rasgos y colores, al través de los cuales me había -cautivado un alma; imagen encantadora que significaba para mí lo mejor -de la existencia... Allí, ante todo cuanto me hablaba de ella y me -recordaba nuestra unión; allí, al pie del querido retrato, -arrodillándome en el sofá, debía yo apretar el gatillo de la pistola -inglesa de dos cañones—que lleva en su seno el remedio de todos los -males y el pasaje para arribar al puerto donde <i>ella</i> me -aguardaba...—Así no se borraría de mis ojos ni un segundo su efigie: -los cerraría mirándola, y volvería á abrirlos, viéndola no ya en -pintura, sino en espíritu...</p> - -<p>La tarde caía; y como deseaba contemplar á mi sabor el retrato al apoyar -en la sien el cañón de la pistola, encendí la lámpara y todas las bujías -de los candelabros. Uno de tres brazos había sobre el <i>secreter</i> de palo -de rosa con incrustaciones, y al acercar al pábilo el fósforo, se me -ocurrió que allí dentro estarían mis cartas, mi retrato, los recuerdos -de nuestra dilatada é íntima historia. Un vivaz deseo de releer aquellas -páginas me impulsó á abrir el mueble.<span class="pagenum"><a name="page_029" id="page_029"></a>{29}</span></p> - -<p>Es de advertir que yo no poseía cartas de ella: las que recibía -devolvíalas una vez leídas, por precaución, por respeto, por -caballerosidad. Pensé que acaso ella no había tenido valor para -destruirlas, y que de los cajoncitos del secreter volvería á alzarse su -voz insinuante y adorada, repitiendo las dulces frases que no habían -tenido tiempo de grabarse en mi memoria. No vacilé—¿vacila el que va á -morir?—en descerrajar con violencia el primoroso mueblecillo. Saltó en -astillas la cubierta, y metí la mano febrilmente en los cajoncitos, -revolviéndolos ansioso.</p> - -<p>Sólo en uno había cartas.—Los demás los llenaban cintas, joyas, -dijecillos, abanicos y pañuelos perfumados.—El paquete, envuelto en un -trozo de rica seda brochada, lo tomé muy despacio, lo palpé como se -palpa la cabeza del ser querido antes de depositar en ella un beso, y -acercándome á la luz, me dispuse á leer. Era letra de ella: eran sus -queridas cartas. Y mi corazón agradecía á la muerta el delicado -refinamiento de haberlas guardado allí, como testimonio de su pasión, -como codicilo en que me legaba su ternura.</p> - -<p>Desaté, desdoblé, empecé á deletrear... Al pronto creía recordar las -candentes frases, las apasionadas protestas y hasta las alusiones á -detalles íntimos, de esos que sólo pueden conocer des personas en el -mundo. Sin embargo, á la segunda carilla, un indefinible malestar, un -terror vago, cruzaron por mi imaginación, como cruza la bala por el aire -antes de herir. Rechacé<span class="pagenum"><a name="page_030" id="page_030"></a>{30}</span> la idea; la maldije; pero volvió, volvió... y -volvió apoyada en los párrafos de la carilla tercera, donde ya -hormigueaban rasgos y pormenores imposibles de referir á mi persona y á -la historia de mi amor... A la cuarta carilla, ni sombra de duda pudo -quedarme: la carta se había escrito á otro, y recordaba otros días, -otras horas, otros sucesos, para mí desconocidos...</p> - -<p>Repasé el resto del paquete; recorrí las cartas una por una, pues -todavía la esperanza terca me convidaba á asirme de un clavo ardiendo... -Quizá las demás cartas eran las mías, y sólo aquella se había deslizado -en el grupo como aislado memento de una historia vieja y relegada al -olvido... Pero al examinar los papeles; al descifrar, frotándome los -ojos, un párrafo aquí y otro acullá, hube de convencerme: ninguna de las -epístolas que contenía el paquete había sido dirigida á mí... Las que yo -recibí y restituí con religiosidad, probablemente se encontraban -incorporadas á la ceniza de la chimenea; y las que, como un tesoro, -<i>ella</i> había conservado siempre, en el oculto rincón del secreter, en el -aposento testigo de nuestra ventura... señalaban, tan exactamente como -la brújula señala el norte, la dirección verdadera del corazón que yo -juzgara orientado hacia el mío... ¡Más dolor, más infamia! De los -terribles párrafos, de las páginas surcadas por rengloncitos de una -letra que yo hubiese reconocido entre todas las del mundo saqué en -limpio que <i>tal vez</i>... al <i>mismo tiempo</i> ó <i>muy poco antes</i>... Y una -voz irónica gritábame<span class="pagenum"><a name="page_031" id="page_031"></a>{31}</span> al oído: «Ahora sí... ahora sí que debes -suicidarte, desdichado!»</p> - -<p>Lágrimas de rabia escaldaron mis pupilas; me coloqué, según había -resuelto, frente al retrato; empuñé la pistola, alcé el cañón... y -apuntando fríamente, sin prisa, sin que me temblase el pulso... con los -dos tiros... reventé los dos verdes y lumínicos ojos, que me -fascinaban.<span class="pagenum"><a name="page_032" id="page_032"></a>{32}</span></p> - -<h2><a name="LA_ULTIMA_ILUSION_DE_DON_JUAN" id="LA_ULTIMA_ILUSION_DE_DON_JUAN"></a><img src="images/ill_pg_032.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -La última ilusión de don Juan</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">L</span>AS gentes superficiales, que nunca se han tomado el trabajo de observar -al microscopio la complicada mecánica del corazón, suponen buenamente -que á don Juan, el precoz libertino, el burlador sempiterno, le bastan -para su satisfacción los sentidos y á lo sumo la fantasía, y que no -necesita ni gasta el inútil lujo del sentimiento, ni abre nunca el -dorado ajimez donde se asoma el espíritu para mirar al cielo cuando el -peso de la tierra le oprime. Y yo os digo en verdad que eses gentes -superficiales se equivocan de medio á medio y son injustas con el pobre -don Juan, á quien sólo hemos comprendido los poetas, los que tenemos el -alma inundada de caridad y somos perspicaces... cabalmente porque, -cándidos en apariencia, creemos en muchas cosas.</p> - -<p>A fin de poner la verdad en su punto, os contaré la historia de cómo -alimentó y sostuvo<span class="pagenum"><a name="page_033" id="page_033"></a>{33}</span> don Juan su última ilusión... y cómo vino á -perderla.</p> - -<p>Entre la numerosa parentela de don Juan—que dicho sea de paso, es -hidalgo como el Rey—se cuentan unas primitas provincianas muy -celebradas de hermosas. La más joven, Estrella, se distinguía de sus -hermanas por la dulzura del carácter, la exaltación de la virtud y el -fervor de la religiosidad, por lo cual en su casa la llamaban <i>la -beatita</i>. Su rostro angelical no desmentía las cualidades del alma: -parecíase á una Virgen de Murillo, de las que respiran honestidad y -pureza (porque algunas, como la morena <i>de la servilleta</i>, llamada -<i>Refitolera</i>, sólo respiran juventud y vigor). Siempre que el humor -vagabundo de don Juan le impulsaba á darse una vuelta por la región -donde vivían sus primas, iba á verlas, frecuentaba su trato, y pasaba -con Estrella pláticas interminables. Si me preguntáis qué imán atraía al -perdido hacia la santa, y más aún á la santa hacia el perdido, os diré -que era quizás el mismo contraste de sus temperamentos... y después de -esta explicación, nos quedaremos tan enterados como antes.</p> - -<p>Lo cierto es que mientras don Juan galanteaba por sistema á todas las -mujeres, con Estrella hablaba en serio, sin permitirse la más mínima -insinuación atrevida; y que mientras Estrella rehuía el trato de todos -los hombres, veníase á la mano de don Juan como la mansa paloma, -confiada, segura de no mancharse el plumaje blanco. Las conversaciones -de los primos podía oirlas el mundo entero: después de<span class="pagenum"><a name="page_034" id="page_034"></a>{34}</span> horas de charla -inofensiva, reposada y dulce, levantábanse tan dueños de sí mismos, tan -tranquilos, tan venturosos, y Estrella volaba á la cocina ó á la -despensa á preparar con esmero algún plato de los que sabía que -agradaban á don Juan. Saboreaba éste, más que las golosinas, el mimo con -que se las presentaban, y la frescura de su sangre y la anestesia de sus -sentidos le hacían bien, como un refrigerante baño al que caminó largo -tiempo por abrasados arenales.</p> - -<p>Cuando don Juan levantaba el vuelo, yéndose á las grandes ciudades en -que la vida es fiebre y locura, Estrella le escribía difusas cartas, y -él contestaba en pocos renglones,—pero siempre.—Al retirarse á su casa -al amanecer, tambaleándose, aturdido por la bacanal ó vibrantes aún sus -nervios de las violentas emociones de la profana cita; al encerrarse -para mascar, entre risa irónica, la hiel de un desengaño—porque también -don Juan los cosecha;—al prepararse al lance de honor templando la -voluntad para arrostrar impávido la muerte; al reir, al blasfemar, al -derrochar su mocedad y su salud cual pródigo insensato de los mejores -bienes que nos ofrece el cielo, don Juan reservaba y apartaba, como se -aparta el dinero para una ofrenda á Nuestra Señora, diez minutos que -dedicar á Estrella. En su ambición de cariño, aquella casta consagración -de un ser tan delicado y noble representaba el sorbo de agua que se bebe -en medio del combate y restituye al combatiente fuerzas para seguir -lidiando. Traiciones, falsías, perfidias y vilezas de otras mujeres -podían llevarse<span class="pagenum"><a name="page_035" id="page_035"></a>{35}</span> en paciencia, mientras en un rincón del mundo alentase -el leal afecto de Estrella la beatita. A cada carta ingenua y -encantadora que recibía don Juan, soñaba el mismo sueño; se veía -caminando difícilmente por entre tinieblas muy densas, muy frías, casi -palpables, que rasgaban por intervalos la luz sulfurosa del relámpago y -el culebreo del rayo; pero allá lejos, muy lejos, donde ya el cielo se -esclarecía un poco, divisaba don Juan blanca figura velada, una mujer -con los ojos bajos, sosteniendo en la diestra una lamparita encendida y -protegiéndola con la izquierda. Aquella luz no se apagaba jamás.</p> - -<p>En efecto, corrían años; don Juan se precipitaba más, despeñado por la -pendiente de su delirio, y las cartas continuaban con regularidad -inalterable, impregnadas de igual ternura latente y serena. Eran tan -gratas á don Juan estas cartas, que había determinado no volver á ver á -su prima nunca, temeroso de encontrarla desmejorada y cambiada por el -tiempo, y no tener luego ilusión bastante para sostener la -correspondencia. A toda costa deseaba eternizar su ensueño, ver siempre -á Estrella con rostro murillesco, de santita virgen de veinte años. Las -epístolas de don Juan, á la verdad, expresaban vivo deseo de hacer á su -prima una visita, de renovar la charla sabrosa; pero como nadie le -impedía á don Juan realizar este propósito, hay que creer, pues no lo -realizaba, que no debía de apretarle mucho.</p> - -<p>Eran pasados dos lustros, cuando un día recibió<span class="pagenum"><a name="page_036" id="page_036"></a>{36}</span> don Juan, en vez del -ancho pliego acostumbrado, escrito por las cuatro carillas y cruzado -después, una esquelita sin cruzar, grave y reservada en su estilo, y en -que hasta la letra carecía del abandono que imprime la efusión del -espíritu guiando la mano y haciéndola acariciar, por decirlo así, el -papel. ¡Oh mujer, oh agua corriente, oh llama fugaz, oh soplo de aire! -Estrella pedía á don Juan que ni se sorprendiese ni se enojase, y le -confesaba que iba á casarse muy pronto... Se había presentado un novio á -pedir de boca, un caballero excelente, rico, honrado, á quien el padre -de Estrella debía atenciones sin cuento; y los consejos y exhortaciones -de <i>todos</i> habían decidido á la santita,—que esperaba, con la ayuda de -Dios, ser dichosa en su nuevo estado y ganar el cielo.</p> - -<p>Quedó don Juan absorto breves instantes; luego arrugó el papel y lo -lanzó con desprecio á la encendida chimenea. ¡Pensar que si alguien le -hubiese dicho dos horas antes que podía casarse Estrella, al tal le -hubiese tratado de bellaca calumniador! ¡Y se lo participaba ella misma, -sin rubor, como el que cuenta la cosa más natural y lícita del mundo!</p> - -<p>Desde aquel día don Juan, el alegre libertino, ha perdido su última -ilusión; su alma va peregrinando entre sombras, sin ver jamás el -resplandorcito de la lámpara suave que una virgen protege con la mano; y -el que aún tenía algo de hombre, es solo fiera, con dientes para morder -y garras para destrozar sin misericordia. Su profesión de fe es una -carcajada cínica, su amor<span class="pagenum"><a name="page_037" id="page_037"></a>{37}</span> un latigazo que quema y arranca la piel -haciendo brotar la sangre...</p> - -<p>Me diréis que la santita tenía derecho á buscar felicidades reales y -goces siempre más puros que los que libaba sin tregua su desenfrenado -ídolo. Y acaso diréis muy bien, según el vulgar sentido común y la enana -razoncilla práctica. ¡Que esa enteca razón os aproveche! En el sentir de -los poetas, menos malo es ser galeote, del vicio que desertor del ideal. -La santita pecó contra la poesía y contra los sueños divinos del amor -irrealizable.—Don Juan, creyendo en su abnegación eterna, era, de los -dos, el verdadero soñador.<span class="pagenum"><a name="page_038" id="page_038"></a>{38}</span></p> - -<h2><a name="DESQUITE" id="DESQUITE"></a><img src="images/ill_pg_038.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Desquite</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">T</span>RIFÓN Liliosa nació raquítico y contrahecho, y tuvo la malaventura de -no morirse en la niñez. Con los años creció más que su cuerpo su -fealdad, y se desarrolló su imaginación combustible, su exaltado amor -propio y su nervioso temperamento de artista y de ambicioso. A los -quince, Trifón, huérfano de madre desde la cuna, no había escuchado una -palabra cariñosa; en cambio había aguantado innumerables torniscones, -sufrido continuas burlas y desprecios, y recibido el apodo de -<i>Fenómeno</i>; á los diez y siete se escapaba de su casa, y, aprovechando -lo poco que sabía de música, se contrataba en una murga, en una orquesta -después. Sus rápidos adelantos le entreabrieron el paraíso: esperó -llegar á ser un compositor genial, un Weber, un Listz. Adivinaba en toda -su plenitud la magnificencia de la gloria, y ya se veía festejado, -aplaudido, olvidada su deformidad,<span class="pagenum"><a name="page_039" id="page_039"></a>{39}</span> disimulada y cubierta por un haz de -balsámicos laureles. La edad viril—¿pueden llamarse así los treinta -años de un escuerzo?—disipó estas quimeras de la juventud. Trifón -Liliosa hubo de convencerse de que era uno de los muchos llamados y no -escogidos; de los que ven cercana la tierra de promisión, pero no llegan -nunca á pisar sus floridos valles. La pérdida de ilusiones tales deja el -alma muy negra, muy ulcerada, muy venenosa. Cuando Trifón se resignó á -no pasar nunca de maestro de música á domicilio, tuvo un ataque de -ictericia tan cruel, que la bilis le rebosaba hasta por los amarillentos -ojos.</p> - -<p>Lecciones le salían á docenas, no sólo porque era en realidad un -excelente profesor, sino porque tranquilizaba á los padres su ridícula -facha y su corcova. ¿Qué señorita, ni la más impresionable, iba á correr -peligro con aquel macaco, cuyo talle era un jarrón, cuyas manos -desproporcionadas parecían, al vagar sobre las teclas, arañas pálidas á -medio despachurrar? Y se lo espetó en su misma cara, sin reparo -alguno—al llamarle para enseñar á su hija canto y piano,—la madre de -la linda María Vega. Sólo á un sujeto «así como él», le permitiría -acercarse á niña tan candorosa y tan sentimental. ¡Mientras mayor -inocencia en las criaturas, más prudencia y precaución en las madres!</p> - -<p>Con todo, no era prudente, y menos aún delicada y caritativa la -franqueza de la señora. Nadie debe ser la gota de agua que hace -desbordar el vaso de amargura, y por muy convencido<span class="pagenum"><a name="page_040" id="page_040"></a>{40}</span> que esté de su -miseria el miserable, recia cosa es arrojársela al rostro. Pensó sin -duda la inconsiderada señora que Trifón, habiéndose mirado al espejo, -sabría de sobra que era un monstruo; y ciertamente, Trifón se había -mirado y conocía su triste catadura; y así y todo le hirió, como hiere -el insulto cobarde, la frase que le excluía del número de los hombres; y -aquella noche misma, revolviéndose en su frío lecho, mordiendo de rabia -las sábanas, decidió entre sí: «Esta pagará por todas: ésta será mi -desquite. ¡La necia de la madre, que sólo ha mirado mi cuerpo, no sabe -que con el espíritu se puede seducir á las mujeres que tienen espíritu -también!»</p> - -<p>Al día siguiente empezaron las lecciones de María, que era en efecto una -niña celestial, fina y lánguida como una rosa blanca, de esas que para -marchitarlas basta un soplo de aire. Acostumbrado Trifón á que sus -discípulas sofocasen la carcajada cuando le veían por primera vez, notó -que María, al contrario, le miraba con lástima infinita, y la piedad de -la niña, en vez de conmoverle, ahincó su resolución implacable. Bien -fácil le fué observar que la nueva discípula poseía un alma delicada, -una exquisita sensibilidad, y la música producía en ella impresión -profunda, humedeciéndose sus azules ojos en las páginas melancólicas, -mientras las melodías apasionadas apresuraban su aliento. La soledad y -retiro en que vivía hasta que se vistiese de largo y recogiese en -abultado moño su hermosa mata de pelo de un rubio de miel, la hacían<span class="pagenum"><a name="page_041" id="page_041"></a>{41}</span> -más propensa á exaltarse y á soñar. Por experiencia conocía Trifón esta -manera de ser, y cuanto predispone á la credulidad y á las aspiraciones -novelescas. Cautamente, á modo de criminal reflexivo que prepara el -atentado, observaba los hábitos de María, las horas á que bajaba al -jardín, los sitios donde prefería sentarse, los tiestos que cuidaba ella -sola; y prolongando la lección sin extrañeza ni recelo de los padres, -eligiendo la música mas perturbadora, cultivaba el ensueño enfermizo á -que María iba á entregarse.</p> - -<p>Dos ó tres meses hacía que la niña estudiaba música, cuando una mañana, -al pie de cierta maceta que regaba todos los días, encontró un billetito -doblado. Sorprendida, abrió y leyó. Más que declaración amorosa, era un -suave preludio de ella: no tenía firma, y el autor anunciaba que no -quería ser conocido, ni pedía respuesta alguna: se contentaba con -expresar sus sentimientos, muy apacibles y de una pureza ideal. María, -pensativa, rompió el billete; pero al otro día, al regar la maceta, su -corazón quería salirse del pecho y temblaba su mano, salpicando de -menudas gotas de agua su traje. Corrida una semana, nuevo -billete,—tierno, dulce, poético, devoto;—pasada otra más, dos pliegos -rendidos, pero ya insinuantes y abrasadores. La niña no se apartaba del -jardín, y á cada ruido del viento en las hojas pensaba ver aparecerse al -desconocido, bizarro, galán, diciendo de perlas lo que de oro escribía. -Mas el autor de los billetes no se mostraba, y los billetes<span class="pagenum"><a name="page_042" id="page_042"></a>{42}</span> -continuaban, elocuentes, incendiarios, colocados allí por invisible -mano, solicitando respuestas y esperanzas. Después de no pocas -vacilaciones, y con harta vergüenza, acabó la niña por trazar unos -renglones, que depositó en la maceta, besándola;—eran la ingenua -confesión de su amor virginal.—Varió entonces el tono de las cartas: de -respetuosas se hicieron arrogantes y triunfales; parecían un himno; pero -el incógnito no quería presentarse; temía perder lo conquistado; ¿á qué -ver la envoltura física de un alma? ¿qué le importaba á María el barro -en que se agitaba un corazón? Y María, entregado ya completamente el -albedrío á su enamorado misterioso, ansiaba contemplarle, comerle con -los ojos, segura de que sería un dechado de perfecciones, el sér más -bello de cuantos pisan la tierra. Ni cabía menos en quien de tan -expresiva manera y con tal calor se explicaba, que María, sólo con -releer los billetes, se sentía morir de turbación y gozo. Por fin, -después de muchas y muy regaladas ternezas que se cruzaron entre el -invisible y la reclusa, María recibió una epístola, que decía en -substancia: «Quiero que vengas á mí»; y después de una noche de desvelo, -zozobra, llanto y remordimiento, la niña ponía en la maceta la -contestación terrible: «Iré cuando y como quieras.»</p> - -<p>¡Oh! ¡Qué temblor de alegría maldita asaltó á Trifón, el monstruo, el -ridículo <i>Fenómeno</i>, al punto en que, dentro del carruaje sin faroles -donde la esperaba, recibió á María con los brazos! La completa -obscuridad de la noche—escogida,<span class="pagenum"><a name="page_043" id="page_043"></a>{43}</span> de boca de lobo—no permitía á la -pobre enamorada ni entrever siquiera las facciones del seductor... Pero, -balbuciente, desfallecida, con explosión de cariño sublime, entre -aquellas tinieblas, María pronunció bajo, al oído del ser deforme y -contrahecho, las palabras que éste no había escuchado nunca, las rotas -frases divinas que arranca á la mujer de lo más secreto de su pecho la -vencedora pasión... y una gota de humedad deliciosa, refrigerante como -el manantial que surte bajo las palmeras y refresca la arena del Sahara, -mojó la mejilla demacrada del corcovado... El efecto de aquellas -palabras, de aquella sagrada lágrima infantil, fué que Trifón, sacando -la cabeza por la ventanilla, dió en voz ronca una orden, y el coche -retrocedió, y pocos minutos después María, atónita, volvía á entrar en -su domicilio por la misma puerta del jardín que había favorecido la -fuga.</p> - -<p>Gran sorpresa la de los padres de María cuando se enteraron de que -Trifón no quería dar más lecciones en aquella casa; pero mayor la -incredulidad de los contados amigos que Trifón posee, cuando le oyen -decir alguna vez, torvo, suspirando y agachando la cabeza:</p> - -<p>—También á mí me ha querido, ¡y mucho! ¡y desinteresadamente!, una -mujer preciosa...<span class="pagenum"><a name="page_044" id="page_044"></a>{44}</span></p> - -<h2><a name="EL_DOMINO_VERDE" id="EL_DOMINO_VERDE"></a><img src="images/ill_pg_044.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -El dominó verde</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">I</span>NCREÍBLE me pareció que me dejase en paz aquella mujer, que ya no -intentase verme, que no me escribiese carta sobre carta, que no apelase -á todos los medios imaginables para acercarse á mí. Al romper la cadena -de su agobiador cariño, respiré cual si me hubiese quitado de encima un -odio jurado y mortal.</p> - -<p>Quien no haya estudiado las complicaciones de nuestro espíritu, tendrá -por inverosímil que tanto deseemos desatar lazos que nadie nos obligó á -atar, y hasta deplorará que mientras las fieras y los animales brutos -agradecen á su modo el apego que se les demuestra, el hombre, más duro é -insensible, se irrite porque le halagan, y aborrezca á veces á la mujer -que le brinda amor. Mas no es culpa nuestra si de este barro nos -amasaron, si el sentimiento que no compartimos nos molesta y acaso nos -repugna, si<span class="pagenum"><a name="page_045" id="page_045"></a>{45}</span> las señales de la pasión que no halla eco en nosotros nos -incitan á la mofa y al desprecio, y si nos gozamos en pisotear un -corazón, por lo mismo que sabemos que ha de palpitar y verter sangre -bajo nuestros crueles pies.</p> - -<p>Lo cierto es que yo, cuando ví que por fin guardaba silencio María, -cuando transcurrió un mes sin recibir recados ni epístolas delirantes y -húmedas de lágrimas, me sentí tan bien, tan alegre, que me lancé al -mundo con el ímpetu de un colegial en vacaciones, con ese deseo é -instinto de renovación íntima que parece que da nuevo y grato sabor á la -existencia. Acudí á los paseos, frecuenté los teatros, admití convites, -concurrí á saraos y tertulias, y hasta busqué diversiones de vuelo bajo, -á manera de hambriento que no distingue de comidas. En suma, me desaté, -movido por un instinto miserable, de humorística venganza, que se -tradujo en el deseo de regalar á cualquier mujer, á la primera que -tropezase casualmente, los momentos de fugaz embriaguez que negaba á -María—á María triste y pálida, á María medio loca por mi abandono, á -María enferma, desesperada, herida en lo más íntimo por mi implacable -desdén.</p> - -<p>Es la casualidad tan antojadiza en esto de proporcionar aventuras, que -si á veces presenta ocasiones en ramillete, otras no brinda una por un -ojo de la cara. En muchos días de disipación y bureo, de rodar por -distintas esferas sociales pidiendo guerra, no encontré nada que me -tentase; y ya mi capricho se exaltaba, cuando el domingo de -Carnestolendas, aburrido y por matar<span class="pagenum"><a name="page_046" id="page_046"></a>{46}</span> el tiempo, entré en el insípido -baile de máscaras del Teatro Real.</p> - -<p>Transcurrida más de una hora, sentí que empezaba á hastiarme, y -reflexionaba sobre la conveniencia de tomar la puerta y refugiarme entre -sábanas cortando las hojas de un libro nuevo de favorito autor, á tiempo -que cruzó entre el remolino del abigarrado tropel una máscara envuelta -en amplio dominó de rica seda verde. Era la máscara de fino porte y -trazas señoriles, cosa ya de suyo extraña en aquel baile, y noté que con -singular insistencia clavaba en mí los ojos como si desease acercarse y -no se atreviese, á pesar de las franquicias del antifaz. La chispa de -las pupilas ardientes de la máscara determinó en mí un repentino -interés, una especie de emoción de la cual me reí por dentro, pero que -me impulsó á hendir la multitud y aproximarme á la encubierta. Al ir -consiguiéndolo, me convencí más y más de que la del verde dominó era -dama, y dama muy principal, y que sólo la curiosidad ó algún empeño más -hondo, debía de haberla arrastrado á un baile de tan mal género. «Grande -será el interés que la trajo aquí—pensé—y muy visible su posición en -la sociedad, para que se venga así, sin la compañía de una amiga, sin el -brazo protector de un hombre. A toda costa quiere que se ignore el -lance; que nadie la pueda delatar.» Y al advertir que seguía mirándome, -que sus ojos me buscaban enmedio del gentío, ocurrióseme que aquel -interés decisivo podía ser yo.</p> - -<p>Con tal suposición dió un vuelco mi sangre,<span class="pagenum"><a name="page_047" id="page_047"></a>{47}</span> y jugando los codos y las -rodillas lo mejor que supe, pugné por alcanzar á la gentil encapuchada. -La multitud, desgraciadamente, se arremolinaba compacta y densa, -formando viva muralla que me era imposible romper. De lejos veía asomar -la cabeza del dominó y flotar los lazos complicados de la capucha, que -disimulaba la forma, sin duda hechicera, de la testa juvenil; pero -insensiblemente deslizábase hasta perderse, y el miedo de que se -escabullese me espoleaba. Iba yo ganando terreno, mas la enmascarada me -llevaba gran ventaja sin duda, y empecé á recelar que huía de mí, y que -después de derramar en mi alma el veneno de sus fogosos ojos, ahora me -evitaba, se escurría, se volvía duende para evaporarse como una -visión... Este temor que sentí fué ardoroso incentivo del deseo de -reunirme á la máscara. Con sobrehumano esfuerzo rompí la valla que me -oprimía, y aprovechando un resquicio, me hallé poco distante del dominó -verde. Sólo que este, á su vez, apretó el paso y desapareció por una de -las puertas del salón.</p> - -<p>Una persecución en toda regla emprendí entonces: persecución franca, -ardorosa, caza más bien. Anhelante, acongojado, como si realmente la -mujer que trataba de evadirse fuese algo que me importase mucho, recorrí -velozmente los pasadizos, las escaleras, las galerías, el <i>foyer</i>, -buscando donde quiera á la incitante máscara. Sin duda ella había -adivinado con sagacidad mi violento antojo, pues parecía complacerse en -desesperarme, y si teniéndome lejos se<span class="pagenum"><a name="page_048" id="page_048"></a>{48}</span> dejaba envolver por algún grupo -de hombres ó se paraba en actitud negligente, apenas comprendía que me -acercaba, levantaba el vuelo con ligereza de sílfide y me desorientaba -por medio de impensada maniobra. De improviso alegraba un palco el -fresco color verde del dominó; yo me precipitaba, y cuando llegaba -jadeante á la puerta del palco, la desconocida no estaba ya en él, sino -en otro de más arriba, para subir al cual había que invertir cinco -minutos, tiempo suficiente á que la máscara se enhebrase por un pasillo, -saliendo enfrente de mí á buena distancia. Desalado, loco, con la -imaginación caldeada y secas las fauces por el afán, me apresuraba, -bajaba, subía, ponía en tensión todas las fuerzas de mi cuerpo y de mi -espíritu sin dar alcance á la misteriosa hermosura que (ya era evidente) -se complacía en burlarme.</p> - -<p>La astucia me sirvió mejor que la agilidad en este caso. Comprendiendo -que tan aristocrático dominó no querría permanecer en el baile pasadas -las primeras horas de la noche, y evitaría el momento de las cenas y de -las cabezas calientes; seguro de que sólo había venido allí para -marearme, y logrado este objeto desaparecería, adiviné que toda su -estrategia era batirse en retirada hacia la puerta, y cortándole la -salida la atrapaba de fijo. También supuse que saldría por el punto más -solitario, por la puerta menos alumbrada, por la calle donde es más -fácil saltar furtivamente dentro de un coche que espera y huir sin dejar -rastro. Mis cálculos resultaron exactísimos. Me situé en acecho con<span class="pagenum"><a name="page_049" id="page_049"></a>{49}</span> tal -fortuna, que al cuarto de hora de espera ví asomar á la encapuchada del -verde dominó, la cual, mirando á uno y otro lado, como recelosa, -exploraba el terreno. Me arrojé á cerrarla el paso, y á mis primeras -palabras suplicantes y rendidas contestó con el chillón falsete habitual -en las máscaras, rogándome, por Dios, que la dejase, que no me opusiese -á su marcha y que no insistiese en acosarla así.</p> - -<p>La creí sincera, pero cuanto más demostraba ansia de evitarme, más -crecía en mí la voluntad de detenerla, de que me escuchase, de que me -mirase otra vez, de que me amase sobre todo. La vehemencia de aquel -súbito antojo era tal, que si no fuese porque pasaba gente, creo que me -dejo caer de rodillas á los pies del dominó. Hasta me sentí elocuente é -inspirado, y noté que las frases acudían á mis labios incendiarias y -dominadoras, con el acento y la expresión que presta un sentimiento -real, aunque sólo dure minutos.</p> - -<p>—Si querías huir de mí—dije á la máscara estrechándola de cerca—¿por -qué me miraste con esos ojos que me inflamaron el corazón? ¿Por qué me -clavaste la saeta, dí, si habías de negarte á curar mi herida? ¿No estás -viendo cómo has removido, con esa mirada sola, todo mi ser? ¿No oyes mi -voz alterada por la emoción, no observas el trastorno de mis sentidos, -no me ves hecho un loco? ¿No conoces que tengo fiebre? ¿No sabes que yo -te presentía, que adivinaba tu aparición, que vine á este baile en la -seguridad de que tu presencia lo llenaría de<span class="pagenum"><a name="page_050" id="page_050"></a>{50}</span> luz y de encanto? ¿Y crees -que voy á dejarte escapar así, que lo consentiré, que no te seguiré -hasta el infierno? Si no podrás irte. En tu mirada se delató el amor, y -sigue delatándose en tu actitud, en tu agitación, máscara mía.</p> - -<p>Era verdad. La máscara, como fascinada, se reclinaba en la pared. Su -cuerpo se estremecía, su seno se alzaba y bajaba precipitadamente, y al -través de los reducidos agujeros del antifaz, ví temblar sobre el negro -terciopelo de sus pupilas dos ardientes lágrimas. Con voz que apenas se -oía, y en la cual también se quebraban los sollozos, murmuró lentamente, -cual si desease grabar sus palabras para siempre en mi memoria:</p> - -<p>—Es cierto: sólo por acercarme á ti, por gozar de tu vista, he adoptado -este disfraz, he cometido la locura de venir al baile. Y mira qué -extraño caso: queriéndote así, lloro... á causa de que me dices palabras -de amor. Por oirlas con la cara descubierta daría mi sangre. Pero tú, -que acabas de jurar que me adoras, ahora que me ves envuelta en este -trapo verde, tú... huirías de mí si me presentase sin careta. Me has -perseguido, me has dado caza, sólo porque no veías mi rostro. Y ni soy -vieja ni fea... ¡No es eso! ¡Mírame y comprenderás! ¡Mírame y después... -ya no tendrás que volver á mirarme nunca!</p> - -<p>Y alzándose el antifaz, el dominó verde me enseñó la cara de mi -abandonada, de mi rechazada, de mi desdeñada María... Aprovechando mi -estupor, corrió, saltó al coche que la aguardaba,<span class="pagenum"><a name="page_051" id="page_051"></a>{51}</span> y al quererme -precipitar detrás de ella, oí el estrépito de las ruedas sobre el -empedrado.</p> - -<p>Desde tan triste episodio carnavalesco sé que lo único que nos trastorna -es un trapo verde—la Esperanza, la máscara eterna, la encubierta que -siempre huye, la que todo lo promete...—la que bajo su risueño disfraz -oculta el descolorido rostro del viejo Desengaño.<span class="pagenum"><a name="page_052" id="page_052"></a>{52}</span></p> - -<h2><a name="LA_AVENTURA_DEL_ANGEL" id="LA_AVENTURA_DEL_ANGEL"></a><img src="images/ill_pg_052.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -La aventura del ángel</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">P</span>OR falta menos grave que la de Luzbel, que no alcanzó proporciones de -<i>caída</i>, un ángel fué condenado á pena de destierro en el mundo. Tenía -que cumplirla por espacio de un año, lo cual supone una inmensa suma de -perdida felicidad: un año de beatitud es un infinito de goces y bienes, -que no pueden vislumbrar ni remotamente nuestros sentidos groseros y -nuestra mezquina imaginación. Sin embargo, el ángel, sumiso y pesaroso -de su yerro, no chistó: bajó los ojos, abrió las alas, y con vuelo -pausado y seguro descendió á nuestro planeta.</p> - -<p>Lo primero que sintió al poner en él los pies, fue dolorosa impresión de -soledad y aislamiento. A nadie conocía, y nadie le conocía á él tampoco -bajo la forma humana que se había visto precisado á adoptar. Y se le -hacía pesado é intolerable, pues los ángeles ni son hoscos ni huraños, -sino sociables en grado sumo, como<span class="pagenum"><a name="page_053" id="page_053"></a>{53}</span> que rara vez andan solos, y se -juntan y acompañan y amigan para cantar himnos de gloria á Dios, para -agruparse al pie de su trono, y hasta para recorrer las amenidades del -Paraíso: además, están organizados en milicias y los une la estrecha -solidaridad de los hermanos de armas.</p> - -<p>Aburrido de ver pasar caras desconocidas y gente indiferente, el ángel, -la tarde del primer día de su castigo, salió de una gran ciudad, se -sentó á la orilla del camino, sobre una piedra miliaria, y alzó los ojos -hacia el firmamento que le ocultaba su patria, y que estaba á la sazón -teñido de un verde luminoso, ligeramente franjeado de naranja á la parte -del Poniente. El desterrado gimió, pensando cómo podría volver á la -deleitosa morada de sus hermanos: pero sabía que una orden divina no se -revoca fácilmente, y entre la melancolía del crepúsculo apoyó en las -manos la cabeza, y lloró hermosas lágrimas de contrición, pues aparte -del dolor del castigo, pesábale de haber ofendido á Dios por ser quien -es, y por lo mucho que le amaba. Ya he cuidado de advertir, que, á pesar -de su desliz, este ángel era un ángel bastante bueno.</p> - -<p>Apenas se calmó su aflicción, ocurrióle mirar hacia el suelo, y vió que -donde habían caído las gotas de su llanto, nacían y crecían y abrían sus -cálices con increíble celeridad muchas flores blancas, de las que llaman -margaritas, pero que tenían los pétalos de finas perlas y el corazoncito -de oro. El ángel se inclinó, recogió una por una las maravillosas -flores, y las guardó cuidadosamente en un pliegue de su manto. Al -bajarse<span class="pagenum"><a name="page_054" id="page_054"></a>{54}</span> para la recolección, distinguió en el suelo un objeto -blanco,—un pedazo de papel, un trozo de periódico.—Lo tomó también y -empezó á leerlo, porque el ángel de mi cuento no era ningún ignorante á -quien le estorbase lo negro sobre lo blanco; y con gozo profundo, vió -que ocupaban una columna del periódico ciertos desiguales renglones, -bajo este epígrafe:</p> - -<p>Á UN ÁNGEL</p> - -<p>¡A un ángel! ¡Qué coincidencia!—Leyó afanosamente, y, por el contexto -de la poesía, dedujo que el ángel vivía en la tierra y habitaba una casa -en la ciudad, cuyas señas daba minuciosamente el poeta, describiendo la -reja de la ventana tapizada de jazmín, la tapia del jardín de donde se -desbordaban las enredaderas y los rosales, y hasta el recodo de la -calle, con la torre de la iglesia á la vuelta. «Alguno de mis -hermanos—pensó el desterrado—ha cometido, sin duda, otro delito igual -al mío, y le han aplicado la misma pena que á mí. ¡Qué consuelo tan -grande recibirá su alma cuando me vea! ¡Qué felicidad la suya, y también -la mía, al encontrar un compañero! Y no puedo dudar que lo es. La poesía -lo dice bien claro: que ha bajado del cielo, que está aquí, en el mundo, -por casualidad, y teme el poeta que se vuelva el día<span class="pagenum"><a name="page_055" id="page_055"></a>{55}</span> menos pensado á su -patria... ¡Oh ventura! A buscarle inmediatamente.»</p> - -<p>Dicho y hecho. El ángel se dirigió hacia la ciudad. No sabía en qué -barrio podría vivir su hermano, pero estaba seguro de acertar pronto. -Hasta suponía que de la casa habitada por el ángel se exhalaría un -perfume peculiar que delatase su celestial presencia. Empezó, pues, a -recorrer calles y callejuelas. La luna brillaba, y á su luz clarísima el -ángel podía examinar las rejas y las tapias, y ver por cuál de ellas se -enramaba el jazmín y se desbordaban las rosas.</p> - -<p>Al fin, en una calle muy solitaria, un aroma que traía la brisa hizo -latir fuertemente el corazón del ángel; no olía á gloria, pero sí olía á -jazmín; y el perfume era embriagador y sutil como un pensamiento -amoroso. A la vez que percibía el perfume, divisó tras los hierros de -una reja una cara muy bonita, muy bonita, rodeada de una aureola de pelo -obscuro... No cabía duda; aquel era el otro ángel desterrado, el que -debía aliviarle la pena de la soledad. Se acercó á la reja trémulo de -emoción.</p> - -<p>No archivan las historias el traslado fiel de lo que platicaron al -través de los hierros el ángel verdadero y el supuesto ángel, que -escondía su faz entre el follaje menudo y las pálidas flores del -fragante jazmín. Sin duda desde el primer momento, sin más -explicaciones, se convino en que, efectivamente, era un ángel la -criatura resguardada por la reja; habituada á oírselo llamar en verso, -no extrañó que una vez más se le atribuyese en prosa naturaleza -angélica.—Así es<span class="pagenum"><a name="page_056" id="page_056"></a>{56}</span> como los ripios falsean el juicio, y los poetas -chirles hacen más daño que la langosta.</p> - -<p>Lo que también comprendió el ángel desterrado, fué que el otro ángel era -doblemente desdichado que él, pues se quejaba de no poder salir de allí, -de que le guardaban y vigilaban mucho, de que le tenían sujeto entre -cuatro paredes, y de que su único desahogo era asomarse á aquella reja á -respirar el aire nocturno y á echar un ratito de parrafeo. El desterrado -prometió acudir fielmente todas las noches á dar este consuelo al -recluso, y tan á gusto cumplió su promesa, que desde entonces lo único -que le pareció largo fué el día, mientras no llegaba la grata hora del -coloquio.</p> - -<p>Cada noche se prolongaba más, y por último, sólo cuando blanqueaba el -alba y se apagaban las dulces estrellas, se retiraba de la reja el -ángel, tan dichoso y anegado en bienestar sin límites, como si nadase -todavía en la luz del Empíreo, y le asistiese la perfecta -bienaventuranza. Sin embargo, el recluso iba mostrándose descontento y -exigente. Sacando los dedos por la reja y cogiendo los de su amigo, -preguntábale, con asomos de mal humor, cuándo pensaba libertarle de -aquel cautiverio.</p> - -<p>El ángel, para entretenerle, fué regalándole las margaritas de corazón -de oro y pétalos de perlas; hasta que, muy estrechado ya, hubo de decir -que sin duda el encierro era disposición de Dios, y que no se debían -contrariar sus decretos santos. Una carcajada burlona fué la respuesta -del encerrado, y á la otra noche, al acudir<span class="pagenum"><a name="page_057" id="page_057"></a>{57}</span> á la reja, el ángel vió con -sorpresa que por la puertecilla del jardín salía una figura velada y -tapada, que un brazo se cogía de su brazo, y una voz dulce, apasionada y -melodiosa le decía al oído: «Ya somos libres... Llévame contigo... -escapemos pronto, no sea que me echen de menos.»</p> - -<p>El ángel, sobrecogido, no acertó á responder: apretó el paso y huyeron, -no sólo de la calle, sino de la ciudad, refugiándose en el monte. La -noche era deliciosa, del mes de Mayo: acogiéronse al pie de un árbol -frondoso, él saboreando plácidamente, como ángel que era, la dicha de -estar juntos; ella—porque ya habrán sospechado los lectores que se -trataba de una mujer—nerviosa, sardónica, soltando lagrimitas y -haciendo desplantes.</p> - -<p>No podía explicarse—ahora que ya no se interponía entre ellos la -reja—cómo su compañero de escapatoria no se mostraba más vehemente, -cómo no formaba planes de vida; cómo no hablaba de matrimonio y otros -temas de indiscutible actualidad. Nada: allí se mantenía tan sereno, tan -contento al parecer, extasiado, sonriendo, abrigándola con su manto de -anchos pliegues, y mirando al cielo, lo mismo que si de la luna fuese á -caerle en la boca algún bollo. La mujer, que empezó por extrañarse, -acabó por indignarse y enfurecerse; alejóse algunos pasos, y como el -ángel preguntase afectuosamente la causa del desvío, alzó la mano de -súbito y descargó en la hermosa mejilla angélica solemne y estruendoso -bofetón... después de lo cual rompió<span class="pagenum"><a name="page_058" id="page_058"></a>{58}</span> á correr como una loca en -dirección de la ciudad. Y el abandonado, sin sentir el dolor ni la -afrenta, murmuraba tristemente:</p> - -<p>—¡El poeta mentía! ¡No era un ángel! ¡No era un ángel!</p> - -<p>Al decir esto vió abrirse las nubes y bajar una legión de ángeles, pero -de ángeles reales y efectivos, que le rodearon gozosos. Estaba -perdonado: había vencido la mayor tentación, que es la de la mujer, y -Dios le alzaba el destierro. Mezclándose al coro luminoso, ascendió el -ángel al cielo, entre resplandores de gloria; pero al ascender, volvía -la cabeza atrás para mirar á la tierra á hurtadillas, y un suspiro -hinchaba y oprimía su corazón. Allí se le quedaba un sueño... ¡Y olía -tan bien el jazmín de la reja!<span class="pagenum"><a name="page_059" id="page_059"></a>{59}</span></p> - -<h2><a name="EL_FANTASMA" id="EL_FANTASMA"></a><img src="images/ill_pg_059.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -El fantasma</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">C</span>UANDO estudiaba carrera mayor en Madrid, todos los jueves comía en casa -de mis parientes lejanos los señores de Cardona, que desde el primer día -me acogieron y trataron con afecto sumo. Marido y mujer formaban -marcadísimo contraste: él era robusto, sanguíneo, franco, alegre, -partidario de las soluciones prácticas; ella pálida, nerviosa, -romántica, perseguidora del ideal. El se llamada Ramón; ella llevaba el -anticuado nombre de Leonor. Para mi imaginación juvenil, representaban -aquellos dos seres la prosa y la poesía.</p> - -<p>Esmerábase Leonor en presentarme los platos que me agradaban, mis -golosinas predilectas, y con sus propias manos me preparaba, en bruñida -cafetera rusa, el café más fuerte y aromático que un aficionado puede -apetecer. Sus dedos largos y finos me ofrecían la taza de porcelana -<i>cáscara de huevo</i>, y mientras yo paladeaba la<span class="pagenum"><a name="page_060" id="page_060"></a>{60}</span> deliciosa infusión, los -ojos de Leonor, del mismo tono obscuro y caliente á la vez que el café, -se fijaban en mí de un modo magnético. Parecía que deseaban ponerse en -estrecho contacto con mi alma.</p> - -<p>Los señores de Cardona eran ricos y estimados. Nada les faltaba de -cuanto contribuye á proporcionar la suma de ventura posible en este -mundo. Sin embargo, yo dí en cavilar que aquel matrimonio entre personas -de tan distinta complexión moral y física, no podía ser dichoso.</p> - -<p>Aunque todos afirmaban que á Don Ramón Cardona le rebosaba la bondad y á -su mujer el decoro, para mí existía en su hogar un misterio. ¿Me lo -revelarían las pupilas color café?</p> - -<p>Poco á poco, jueves tras jueves, fui tomándome un interés egoísta en la -solución del problema. No es fácil á los veinte años permanecer -insensible ante ojos tan expresivos, y ya mi tranquilidad empezaba á -turbarse y á flaquear mi voluntad. Después de la comida, el señor de -Cardona salía; iba al casino ó á alguna tertulia, pues era sociable, y -nos quedábamos Leonor y yo de sobremesa, tocando el piano, comentando -lecturas, jugando al ajedrez ó conversando. A veces, las vecinas del -segundo bajaban á pasar un ratito; otras estábamos solos hasta las once, -hora en que acostumbraba á retirarme, antes de que cerrasen la puerta. -Y, con fatuidad de muchacho, pensaba que era bien ridículo que no -tuviese D. Ramón Cardona celos de mí.</p> - -<p>Una de las noches en que no bajaron las vecinas,—noche de Mayo, tibia y -estrellada,—estando<span class="pagenum"><a name="page_061" id="page_061"></a>{61}</span> el balcón abierto y entrando el perfume de las -acacias á embriagarme el corazón, me tentó el diablo más fuerte, y -resolví declararme. Ya balbuceaba entrecortadas palabras, no -precisamente de pasión, pero de adhesión, rendimiento y ternura, cuando -Leonor me atajó diciéndome que estaba tan cierta de mi leal amistad, que -deseaba confiarme algo muy grave, el terrible secreto de su vida. -Suspendí mis confesiones para oir las de la dama, y me fué poco grato -escuchar de sus labios, trémulos de vergüenza, la narración de un -episodio amoroso. «Mi único remordimiento, mi único yerro—murmuró -acongojada doña Leonor—se llama el marqués de Cazalla. Es, como todos -saben, un perdido y un espadachín. Tiene en su poder mis cartas, -escritas en momentos de delirio. Por recogerlas, no sé qué daría.» Y vi, -á la luz de los brilladores astros, que se deslizaba de las pupilas -obscuras una lágrima lenta...</p> - -<p>Al separarme de Leonor, llevaba formado propósito de ver al marqués de -Cazalla al día siguiente. Mi petulancia juvenil me dictaba tal -resolución. El Marqués, á quien hice pasar mi tarjeta, me recibió al -punto en artístico <i>fumoir</i>, y á las primeras palabras relativas al -asunto que motivaba mi visita, se encogió de hombros y pronunció -afablemente:</p> - -<p>—No me sorprende el paso que usted da, pero le ruego que me crea, y le -empeño palabra de honor de que es la pura verdad cuanto voy á decirle. -Considero el caso de la señora de Cardona el más raro que en mi vida me -ha sucedido.<span class="pagenum"><a name="page_062" id="page_062"></a>{62}</span> No sólo no poseo ni he poseído jamás los documentos á que -esa señora se refiere, sino que no he tenido nunca el gusto...—porque -gusto sería—de tratarla... ¡Repito que lo afirmo bajo palabra de honor!</p> - -<p>Era tan inverosímil la respuesta, que no obstante el tono de sinceridad -absoluta del Marqués, yo puse cara escéptica, quizás hasta insolente.</p> - -<p>—Veo que no me cree usted—añadió el Marqués entonces.—No me doy por -ofendido. Lo descontaba. Podrá usted dudar de mi palabra, pero ni usted -ni nadie tiene derecho á suponer que soy hombre que rehuye, por medio de -subterfugios, un lance personal. Si lo que busca usted es pendencia, me -tiene á su disposición. Sólo le suplico que antes de resolver esta -cuestión de un modo ó de otro, consulte... al señor de Cardona. He dicho -<i>al señor</i>. No me mire usted con esos ojos espantados... Oigame hasta -que termine. Doña Leonor Cardona, que según opinión general es una -señora honradísima, ha debido de padecer una pesadilla y soñar que -teníamos relaciones, que nos veíamos, que me había escrito, etc. Bajo el -influjo de ilusorios remordimientos, le ha contado á su marido <i>todo</i>... -es decir, <i>nada</i>... pero <i>todo</i> para ella; y el marido ha venido aquí, -como usted, sólo que más enojado, naturalmente, á pedirme cuentas, á -querer beber mi sangre. Si yo no la tuviese bastante fría, á estas horas -pesa sobre mi conciencia el asesinato de Cardona..., ó él me habría -matado á mí (no digo que no pudiese suceder). Por fortuna<span class="pagenum"><a name="page_063" id="page_063"></a>{63}</span> no me aturdí, -y preguntando á Cardona las épocas en que su esposa afirmaba que habían -tenido lugar nuestras entrevistas criminales, pude demostrarle de un -modo fehaciente que á la sazón me encontraba yo en París, en Sevilla ó -en Londres. Con igual facilidad le probé la inexactitud de otros datos -aducidos por doña Leonor. Así es que el señor Cardona, muy confuso y -asombrado, tuvo que retirarse pidiéndome excusas. Si usted me pregunta -cómo me explico suceso tan extraordinario, le diré que creo que esa -señora, á quien después he procurado conocer (por la memoria de mi madre -le juro á usted que antes, ni de vista...!), sufre alguna enfermedad -moral..., y ha tenido una visión...; vamos, que se le ha aparecido un -espectro de amor..., y ese espectro ¡vaya usted á saber por qué! ha -tomado mi forma. Y no hay más... No se admire usted tanto. Dentro de -diez años, si trata usted algunas mujeres, se habituará á no admirarse -casi de nada.</p> - -<p>Salí de casa del marqués en un estado de ánimo indefinible. No había -medio de desmentirle, y al mismo tiempo la incredulidad persistía. -Impresionado, no obstante, por las firmes y categóricas declaraciones -del <i>dandy</i>, me dediqué desde aquel punto, no á cortejar á Leonor, sino -á observar á Cardona. Procuré hablarle mucho, hacerle hablar, y fuí -sacando, hilo por hilo, conversaciones referentes á la fidelidad -conyugal, á los lances que pueden originar un error, á las alucinaciones -que á veces sufrimos, á los estragos que causa la fantasía... Por fin,<span class="pagenum"><a name="page_064" id="page_064"></a>{64}</span> -un día, como al descuido, dejé deslizar en el diálogo el nombre del -marqués de Cazalla y una alusión á sus conquistas... Y entonces Cardona, -mirándome cara á cara, con gesto entre burlón y grave, preguntó:</p> - -<p>—¿Qué? ¿Ya te han enviado allá á ti también? ¡Pobrecilla Leonor, está -visto que no tiene cura!</p> - -<p>No necesité más para confesar de plano mis gestiones, y Cardona, -sonriendo, aunque algo alterada su sonora voz, me dijo:</p> - -<p>—Has de saber que cuando fuí á casa del marqués de Cazalla, ya llevaba -yo ciertos barruntos y sospechas de la alucinación de Leonor, de la cual -me convencí plenamente después. Si bien no parezco celoso, y hasta se -diría que me pierdo por confiado, he vigilado á Leonor siempre, porque -la quiero mucho, y en ninguna época hubiese podido ella cometer, sin que -yo me enterase, los delitos de que se acusaba. Comprendí que se trataba -de una fantasmagoría, de un sueño, y me resigné á la hipótesis de una -falta imaginaria... ¡Quién sabe si ese fantasma de pasión y -arrepentimiento la sirve de escudo contra la realidad! Lo que te aseguro -es que Leonor, viviendo yo, nunca saldrá de la región de los -fantasmas... ¡Y no volvamos á hablar de esto en la vida!</p> - -<p>Aproveché el aviso, y de allí en adelante evité quedarme á solas con -Leonor, y hasta fijar la mirada en sus obscuros ojos, nublados por la -quimera.<span class="pagenum"><a name="page_065" id="page_065"></a>{65}</span></p> - -<h2><a name="LA_PERLA_ROSA" id="LA_PERLA_ROSA"></a><img src="images/ill_pg_065.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -La perla rosa</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">S</span>ÓLO el hombre que de día se encierra y vela muchas horas de la noche -para ganar con qué satisfacer los caprichos de una mujer querida (díjome -en quebrantada voz mi infeliz amigo) comprenderá el placer de juntar á -escondidas una regular suma, y así que la redondea, salir á invertirla -en el más quimérico, en el más extravagante é inútil de los antojos de -esa mujer. Lo que ella contempló á distancia como irrealizable sueño, lo -que apenas hirió su imaginación con la punzada de un deseo loco, es lo -que mi iniciativa, mi laboriosidad y mi cariño van á darla dentro de un -instante... y ya creo ver la admiración en sus ojos, y ya me parece que -siento sus brazos ceñidos á mi cuello, para estrecharme con delirio de -gratitud.</p> - -<p>Mi único temor, al echarme á la calle con la cartera bien lastrada y el -alma inundada de júbilo, era que el joyero hubiese despachado ya<span class="pagenum"><a name="page_066" id="page_066"></a>{66}</span> las -dos encantadoras perlas color de rosa que tanto entusiasmaron á Lucila -la tarde que se detuvo, colgada de mi brazo, á golosinear con los ojos -el escaparate. Es tan difícil reunir dos perlas de ese raro y peregrino -matiz, de ese hermoso oriente, de esa perfecta forma globulosa, de esa -igualdad absoluta, que juzgué imposible que alguna señora antojadiza -como mi mujer, y más rica, no las encerrase ya en su guardajoyas. Y me -dolería tanto que así hubiese sucedido, que hasta me latió el corazón -cuando vi sobre el limpio cristal, entre un collar magnífico y una -cascada de brazaletes de oro, el fino estuche de terciopelo blanco donde -lucían misteriosamente las dos perlas rosa orladas de brillantes.</p> - -<p>Aunque iba preparado á que me hiciesen pagar el capricho, me desconcertó -el alto precio en que el joyero tasaba las perlas. Todas mis economías, -y un pico, iban á invertirse en aquel par de botoncitos, no más gruesos -que un garbanzo chiquitín. Me asaltó la duda—¡soy tan poco experto en -compras de lujo!—de si el joyero pretendería explotar mi ignorancia -pidiéndome, sólo por pedir, un disparate, creyendo tal vez que mi pelaje -no era el de un hombre capaz de adquirir dos perlas rosa. A tiempo que -pensaba así, observé, al través del alto y diáfano vidrio de la tienda, -que pasaba por la acera mi antiguo condiscípulo y mejor amigo Gonzaga -Llorente. Ver su apuesta figura y salir á llamarle fué todo uno. ¿Quién -mejor para ilustrarme y aconsejarme que el elegante Gonzaga, tan al -corriente<span class="pagenum"><a name="page_067" id="page_067"></a>{67}</span> de la moda, tan lanzado al mundo, tan bien relacionado, que -cada visita que hacía á nuestra modesta y burguesa casa—y hacía -bastantes desde algún tiempo acá—yo la estimaba como especialísima -prueba de afecto?</p> - -<p>Manifestando cordial sorpresa, Gonzaga se volvió y entró conmigo en la -joyería, enterándose del asunto. Inmediatamente se declaró admirador de -las perlas rosa, y añadió que sabía que andaban bebiendo los vientos por -adquirirlas ciertas empingorotadas señoras, entre las cuales citó á dos -ó tres de altisonantes títulos. En un discreto aparte me aseguró que el -precio que exigía el joyero no tenía nada de excesivo, en atención á la -singularidad de las perlas. Y como yo recelase aún, molestado por el -piquillo que en aquel momento no me era posible abonar, Gonzaga, con su -simpática franqueza, abrió la cartera y me entregó varios billetes, -bromeando y jurando que si yo no admitiese tan pequeño servicio, en -todos los días de su vida volvería á mirarme á la cara. ¡Qué miserables -somos! No debí aceptar el préstamo; no debí llevar á mi casa sino lo que -pudiese pagar al contado... pero la pasión me dominaba, y hubiese besado -de rodillas la mano que me ofrecía medio de satisfacerla. Convinimos en -que Gonzaga almorzaría con nosotros al día siguiente, en celebración del -estreno de las perlas rosa, y con el estuche en el bolsillo me dirigí á -mi casa disparado; quisiera tener alas.</p> - -<p>Lucila trasteaba cuando yo entré, y al verme plantado delante de ella, -diciéndola con cara<span class="pagenum"><a name="page_068" id="page_068"></a>{68}</span> de beatitud «Regístrame», comprendió y murmuró -«Regalo tenemos». Viva y traviesa (¡su manera de ser!) revolvió mis -bolsillos haciéndome cosquillas deliciosas, hasta acertar con el -estuche. El grito que exhaló al ver las perlas, es de eso que no se -olvida jamás. En la efusión de su agradecimiento, me sobó la cara y -hasta me besó... ¡Puede que en aquel instante me quisiese un poco! No -acertaba á creer que joya tan codiciada y espléndida fuese suya; no -podía convencerse de que iba á ostentarla. Y yo mismo, desabrochando los -sencillos aretes de oro que Lucila llevaba puestos, enganché las perlas -rosa en las orejitas pequeñas, encendidas de placer. Me hace mucho daño -acordarme estas tonterías, pero me acuerdo siempre.</p> - -<p>Al otro día, que era domingo, almorzó en casa Gonzaga y estuvimos todos -bulliciosos y decidores. Lucila se había puesto el vestido de seda gris, -que la sentaba muy bien, y una rosa en el pecho,—una rosa del mismo -color de las perlas.—Gonzaga nos convidó al teatro y nos llevó á Apolo, -á una función alegre, en que sin tregua nos reimos. Al otro día volví -con afán á mis quehaceres, pues deseaba saldar cuanto antes el pico, -resto de las perlas. Regresé á mi casa á la hora de costumbre, y al -sentarme á la mesa, mi primera mirada fué para las orejas de Lucila. Dí -un salto y lancé una interjección al ver que faltaba del diminuto cerco -de brillantes una de las perlas rosa.</p> - -<p>—¡Has perdido una perla!—exclamé.</p> - -<p>—¿Cómo una perla?—tartamudeó mi mujer<span class="pagenum"><a name="page_069" id="page_069"></a>{69}</span> echando mano á sus orejas y -palpando los aretes.—Al ver que era cierto, quedóse tan aterrada, que -me alarmé, no ya por la perla, sino por el susto de Lucila.</p> - -<p>—Calma—la dije.—Busquemos, que parecerá.</p> - -<p>Excuso decir que empezamos á mirar y registrar por todas partes, -recorriendo la alfombra, sacudiendo las cortinas, alzando los muebles, -escudriñando hasta cajones que Lucila afirmaba no haber abierto desde un -mes antes. A cada pesquisa inútil, los ojos de Lucila se arrasaban de -lágrimas. Mientras revolvíamos, se me ocurrió preguntarla:</p> - -<p>—¿Has salido esta tarde?</p> - -<p>—Sí... creo que sí...—respondió titubeando.</p> - -<p>—¿A dónde?</p> - -<p>—A varios sitios... es decir... Fuí... por ahí... á compras...</p> - -<p>—Pero... ¿á qué tiendas?</p> - -<p>—¡Qué sé yo! A la calle de Postas... á la plazuela del Angel... á la -Carrera...</p> - -<p>—¿A pie ó en coche?</p> - -<p>—A pie... Luego tomé un cochecillo.</p> - -<p>—¿No recuerdas el punto... el número?</p> - -<p>—¿Cómo quieres que lo recuerde? ¡Válgame Dios! Si era un coche que -pasaba—objetó nerviosamente Lucila, que rompió á sollozar con amargura.</p> - -<p>—Pero las tiendas sí las recordarás... Dímelas, que iré una por una, á -ver si en el suelo ó en el mostrador... Pondremos anuncios...</p> - -<p>—¡Si no me acuerdo! ¡Por Dios, déjame en paz!—exclamó tan afligida, -que no me atreví á<span class="pagenum"><a name="page_070" id="page_070"></a>{70}</span> insistir, y preferí aguardar á que se calmase.</p> - -<p>Pasamos una noche de inquietud y desvelo; oí á Lucila suspirar y dar -vueltas en la cama, como si no consiguiese dormir. Yo, entretanto, -discurría modos de recuperar la perla rosa. Levantéme temprano, me -vestí, y á las ocho llamaba á la puerta de Gonzaga Llorente. Había oído -decir que la policía, en casos especiales, averigua fácilmente el -paradero de los objetos perdidos ó robados, y esperaba que Gonzaga, con -su influencia y sus altas relaciones, me ayudaría á emplear este supremo -recurso.</p> - -<p>—El señorito está durmiendo, pero pase usted al gabinete, que dentro de -diez minutos le entraré el chocolate y preguntaré si puede usted -verle—dijo el criado, al notar mi insistencia y mi premura.</p> - -<p>Me avine á esperar. El criado abrió las maderas del gabinete, en cuyo -ambiente flotaban esencias y olor de cigarro. ¡Cuando pienso en lo -distinta que sería mi suerte si aquel criado me hace pasar -inmediatamente á la alcoba...!</p> - -<p>Lo cierto es... que al primer alegre rayo de sol que cruzó las -vidrieras, y antes de que el criado me dijese «tome usted asiento», yo -había visto brillar sobre el ribete de paño azul de la piel de oso -blanco, tendida al pie del muelle diván turco, ¡la perla, la perla rosa!</p> - -<p>Si esto que me sucedió le sucede á usted, y usted me pregunta qué debe -hacerse en tales circunstancias, yo respondo de seguro con gran energía: -«Coger una espada de la panoplia que supera el diván, y atravesársela -por el pecho al<span class="pagenum"><a name="page_071" id="page_071"></a>{71}</span> que duerme ahí al lado, para que nunca más despierte.»</p> - -<p>¿Sabe usted lo que hice? Me bajé; recogí la perla; la guardé en el -bolsillo; salí de aquella casa; subí á la mía; encontré á mi mujer -levantada y muy desencajada; la miré, y no la ahogué; con voz tranquila -la ordené que se pusiese los pendientes; saqué la perla del bolsillo... -y cogiéndola entre dos dedos, la dije: «Aquí está lo que perdiste. ¿Qué -tal, lo encontré pronto?»</p> - -<p>Es cierto que al acabar me dió no sé qué arrechucho ó qué vértigo de -locura; eché mano á aquellas orejas diminutas, arranqué de ellas los -pendientes, y todo lo pisoteé. Por fortuna, pude dominarme en el acto... -y bajar la escalera y refugiarme en el café más próximo, donde pedí -<i>cognac</i>...</p> - -<p>¿Que si he vuelto á ver á Lucila?... Una vez... Iba del brazo de <i>otro</i>, -que ya no era Gonzaga. Por cierto que me fijé en que el lóbulo de la -oreja izquierda lo tiene partido. Sin duda se lo rasgué yo... -involuntariamente.<span class="pagenum"><a name="page_072" id="page_072"></a>{72}</span></p> - -<h2><a name="UN_PARECIDO" id="UN_PARECIDO"></a><img src="images/ill_pg_072.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Un parecido</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">N</span>O hay discusión más baldía que la de la hermosura. Mil veces la -entablamos, en aquella especie de senadillo de gentes al par -desengañadas y curiosas, donde se agitaban tantos problemas á un tiempo -atractivos é insolubles; y siempre,—aunque no escaseaban las -disertaciones,—quedábamos en mayor confusión. Uno sostenía que la -belleza era la corrección de líneas; otro, que la armonía del color; -éste, que la fusión de ambos elementos; aquél, que la juventud; el de -más allá, que la salud y robustez, ó el donaire, chiste y garabato, ó el -arte del tocador, ó la melodía de la voz, y hasta hubo alguno que -identificó la belleza con la bondad y con la inteligencia... Y el -original de Donato Abreu, que solía escuchar callando, al fin se -descolgó con la sentencia siguiente:—La belleza no es nada.<span class="pagenum"><a name="page_073" id="page_073"></a>{73}</span></p> - -<p>Acostumbrados á sus salidas, callamos para ver cómo se desenredaba, y -fué así:</p> - -<p>—No es nada, nada absolutamente. Si nos ataca á los presentes una -oftalmía, se acabaron líneas, colores, aire de salud, juventud, -adorno... Todo eso estaba en nuestra retina... y en ninguna parte más.</p> - -<p>—¡Vaya una gracia!—exclamamos.—Si empieza usted por dejarnos -ciegos...</p> - -<p>—Es que lo están ustedes ya cuando tienen por realidad lo que no existe -fuera de nosotros. ¡Déjenme continuar! Yo aduciré ejemplos. Ante todo, -¿supongo que se trata de la belleza femenil?</p> - -<p>—¡Ah, pícaro!—protestó el escultor.—¡Se refugia usted ahí... porque -es donde menos refutación tienen sus herejías! A los escultores no vale -cegarnos: acuérdese usted de aquel que privado de la vista admiraba con -las yemas de los dedos el torso de una estatua griega...</p> - -<p>—¡Bah! Tampoco ustedes reconocen ley fija, tipo inalterable... La -<i>Venus dormida en su concha</i>, que presentó usted hace dos años y se -llevó la medalla, no se asemeja á la Venus clásica, y no por eso deja de -ser hermosa... es decir, de parecerlo... Pero no nos salgamos del -terreno general, porque el arte es patrimonio de pocos. ¿Hablábamos de -mujeres, sí ó no?</p> - -<p>—¿De mujeres? ¡Siempre!—afirmó el vizconde de Tresmes, el cual, según -malas lenguas, tenía un pasado asaz borrascoso.—¿Qué otra<span class="pagenum"><a name="page_074" id="page_074"></a>{74}</span> cosa merece -la pena de discutirse en este mundo?</p> - -<p>—Entonces, pleito ganado—insistió Donato recalcándose en la -butaca.—¿Sostienen ustedes que la hermosura de determinada mujer es la -causa de los sentimientos especiales que esa mujer nos inspira?</p> - -<p>—¿Pues qué había de ser?—repuso Tresmes.—¿Su fealdad? O es hermosa, ó -hermosa la creemos, y de esa belleza nos enamoramos... más ó menos... -¡que en eso cabe una escala infinita de grados y matices!</p> - -<p>—Oigan—suplicó Donato—no mis razones, sino la historia muy verdadera -de un amigo mío que se ha muerto en el extranjero, porque no logrando -aliviarse de un delirio amoroso, se dedicó á viajar, y en Roma una -fiebre palúdica—lo que allí conocen por <i>malaria</i>—le curó de la -enfermedad de vivir...</p> - -<p>Mi amigo era el hijo de segundas nupcias de un señor bastante rico; los -otros, fruto del primer tálamo, le adoraban, y le ampararon como padres, -cuando todos quedaron huérfanos. Casóse el mayor de sus hermanos con una -señorita llamada Jacinta, y mi amigo—Marcelo le diremos, por no -divulgar su verdadero nombre—fué á vivir á Madrid con el nuevo -matrimonio, para terminar la carrera de arquitecto. Era <i>muy bella</i> la -cuñadita Jacinta—ya ven ustedes que me sirvo del lenguaje usual—y -Marcelo, un día tras otro, confianza va y halago viene, se prendó de -Jacinta con la pasión más tirana. Cuando comprendió su estado, cuando<span class="pagenum"><a name="page_075" id="page_075"></a>{75}</span> -interpretó su afán, se horrorizó de una inclinación tan culpable y se -propuso esconderla, como se esconde la mancha y la vergüenza, y no dejar -asomar por ningún resquicio ni reflejos de la hoguera que le consumía la -médula de los huesos. Y hubiese cumplido su propósito, á no suceder cosa -más terrible aún: que la señora, objeto de tan reprobable afición—ó -porque la adivinó ó porque se contagió con ella sin adivinarla—al cabo -dió en padecer del mismo achaque, y, menos cauta, lo descubrió con -indicios tan claros, que Marcelo, sintiéndose débil y vencido antes de -pelear, apeló á poner tierra en medio... Dijo á su hermano que se -encontraba enfermo—y esto no era sino relativa mentira—y que -necesitaba respirar, por receta del médico, aires puros, aires de campo; -y el hermano, solícito y compadecido, le envió á un cortijo que había -heredado de su suegro, y que por encontrarse en lo más florido y -frondoso de la serranía de Córdoba y ser entonces el mes de Abril, debía -de estar convertido en vergel delicioso.</p> - -<p>—Habrá comodidad suficiente para ti—advirtió—porque el padre de mi -Jacinta tenía cariño á ese sitio y lo visitaba de vez en cuando, aunque -Jacinta nunca ha puesto allí los pies, ni yo tampoco. He oído susurrar -no sé qué de la mujer del capataz...; ¡pero si se creyese cuanto se oye! -En fin, lo esencial es que no te faltarán ropas ni muebles... Y si algo -te falta, pídelo en seguida.</p> - -<p>Marchó Marcelo asaz desesperado á su Tebaida,<span class="pagenum"><a name="page_076" id="page_076"></a>{76}</span> y el capataz le recibió -con agasajo, encargando á su hija, mocita como de veinte años de edad, -que sirviese y atendiese al forastero. ¡Imagínense la conmoción que -sufriría éste, cuando, al fijar los ojos en el rostro de la hija del -capataz, vió en él una copia perfectísima, un acabado trasunto del de -Jacinta! Era semejanza, no sólo de facciones, sino de expresión, modales -y gesto, y—lo que más turbó á Marcelo—hasta de metal de voz, con un -ceceo andaluz que hacía encantador el de Manuelita la -cortijera.—Reconoció el enamorado los negros ojos que llevaba clavados -en el corazón, el talle cuyas ondulaciones le causaban vértigos, el -color quebrado de la suave tez, que le enloquecía, y acordándose de las -indicaciones de su hermano acerca de la mujer del capataz, no se asombró -de encontrar una nueva Jacinta en la sierra. Al pasar días fue notando -que la serrana poseía mil cualidades preciosas: limpia, fina á su modo, -viva y lista como nadie; ya alegre, ya melancólica; oportuna en -replicar, aguda en comprender, sensible á ratos y arisca á tiempo, sabía -además rasguear la guitarra y entonar el polo con un salero que quitaba -el sentido. Marcelo, embelesado, pensó que la misma Providencia le -deparaba tan sabroso remedio á sus enfermedades morales, y se dedicó á -la serrana, galanteándola y persiguiéndola sin tregua, á favor de -aquella libertad que da el campo y de las rodadas ocasiones que brinda -el vivir bajo un techo mismo. Manuelita se defendió; pero al cabo fue -ablandándose, y consintió en acudir<span class="pagenum"><a name="page_077" id="page_077"></a>{77}</span> á una reja baja, donde sin peligro -para su recato podía conversar largamente con Marcelo. Mas lo que suele -costar trabajo en estas lides es el primer triunfo, que los restantes -vienen fatalmente á su hora, y Manuelita, aunque se hizo muy de rogar, -acabó por conceder á Marcelo que una noche, en vez de hablarse por la -reja, se hablasen dentro del aposento que la reja defendía...</p> - -<p>El narrador se detuvo un instante, como preparando el efecto de lo que -le faltaba por contar.</p> - -<p>—Marcelo entró en aquel cuarto temblando de gozo, paladeando con la -imaginación el bien que esperaba. No se había atrevido Manuelita á -encender luz, pero la de la luna entraba á oleadas por la reja—en la -cual se apoyaba la muchacha ruborizada y acaso medio arrepentida ya—y -alumbraba de lleno su rostro, haciéndolo parecer más descolorido, del -tono de los jazmines que lucía apiñados en el negro rodete. Marcelo se -adelantó como el que camina en sueños, y al aproximarse á Manuelita, al -rodear con los brazos el talle curvo que se doblegaba, al respirar con -los labios el perfume de las blancas flores tan próximas á la mejilla -fresca y á la garganta tornátil, su boca exhaló, entre hondo suspiro, un -nombre... ¡el nombre de <i>Jacinta</i>! Y al oirse, al repetir -involuntariamente tal nombre, espantado, como si viese á una sierpe, se -desprendió, retrocedió, se tambaleó y al fin huyó, subiendo la escalera -á tientas y encerrándose en su dormitorio... donde<span class="pagenum"><a name="page_078" id="page_078"></a>{78}</span> pasó la noche entre -remordimientos y lágrimas, para salir á la madrugada camino de Córdoba, -y desde Córdoba á París...—¿Comprenden ustedes el motivo de la conducta -de Marcelo?</p> - -<p>—Que para él sólo existía Jacinta; Manuelita no había existido nunca, -sino por la pasajera realidad que le comunicó su parecido con <i>la -otra</i>...—respondimos algo impresionados, reflexionando á pesar nuestro.</p> - -<p>—Exactamente... Veo que son ustedes perspicaces... Al pensar Marcelo -que se libertaba de su criminal pasión, lo que hacía era recaer en ella -de plano, satisfacerla, entregarse... ¿Y la belleza? Tan guapa era -Manuela la cortijerita, como Jacinta la dama. ¡Acaso más!</p> - -<p>—Marcelo se me figura demasiado idealista—indicó Tresmes en tono -desdeñoso.</p> - -<p>—Todos lo somos...—declaró Donato.—Y la belleza, una idea, unas gotas -de ilusión, para <i>uso interno</i>...<span class="pagenum"><a name="page_079" id="page_079"></a>{79}</span></p> - -<h2><a name="MEMENTO" id="MEMENTO"></a><img src="images/ill_pg_079.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Memento</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">E</span>L recuerdo más vivaz de mis tiempos estudiantiles—dijo el doctor -sonriendo á la evocación—no es el de varios amorcillos y lances -parecidos á los que puede contar todo el mundo, ni el de ciertas -mejillas bonitas cuyas rosas embalsamaron mis sueños. Lo que no olvido, -lo que á cada paso veo con mayor relieve, es... la tertulia de mi tía -Gabriela, doncella machucha, á quien acompañaban todas las tardes otras -tres viejas apolilladas, igualmente aspirantes á la palma sobre el -ataud.</p> - -<p>Reuníanse las cuatro, según he dicho, por la tarde—pues de noche las -cohibían miedos, achaques y devociones—en el gabinetito, desde cuyas -ventanas se divisaban los ricos ajimeces góticos y los altos muros de la -Catedral; y yo solía abandonar el paseo—á tal hora lleno de muchachas -deseosas de escuchar piropos—para encerrarme entre aquellas cuatro -paredes<span class="pagenum"><a name="page_080" id="page_080"></a>{80}</span> vestidas de un papel rameado que fué verde y ya era blancuzco, -sentarme en la butaca de fatigados muelles, anchota y blandufa, al cabo -también anciana, y recibir de una mano diminuta, seca, cubierta por la -rejilla de un mitón negro, palmadita suave en el hombro, mientras una -cascada voz murmuraba: «Hola, ¿ya viniste, calamidad? Hoy se muere de -gozo Candidita».</p> - -<p>De las solteronas, Candidita era la más joven, pues no había cumplido -los sesenta y tres. Según las crónicas de los remotos días en que -Candidita lozaneaba, jamás descolló por su belleza. Siempre tuvo el ojo -izquierdo algo caído y las espaldas encorvadas en demasía. Lo que en -ella pudo agradar fué su seráfica condición. Poseía Candidita, en -relación con su nombre de pila, alta dosis de credulidad y buena fe. -Cuanta paparrucha inverosímil se me antojase inventar, la tragaba -Candidita sin esfuerzo; en cambio no había quien la convenciese de la -realidad de picardía ninguna. Su alma rechazaba la maledicencia como se -rechaza un elemento extraño, de imposible asimilación. Yo me divertía -infinito disputando con Candidita cuando se negaba á dar crédito á -maldades notorias... y al hacerlo, sentía germinar en mi corazón una -especie de ternura, un misterioso respeto por la inocente, que sin -quitarse su traje de merino negro y sus zapatos de oreja, subiría al -cielo al momento menos pensado.</p> - -<p>Mi tía Gabriela, en cambio, era sagaz, lista<span class="pagenum"><a name="page_081" id="page_081"></a>{81}</span> como una pimienta. Su vida -retirada, en una soñolienta ciudad de provincia, la impedía conocer á -fondo el mundo, y quizás exageraba las trastadas y gatuperios que en él -se cometen, pero acercándose á la realidad y juzgando mil veces con -maligno acierto. Preciada de su linaje, con pergaminos y sin talegas, la -tía Gabriela era una señora á la vez modesta é imponente, chapada á la -antigua, de alma más enhiesta que un lanzón; las otras tres solteronas -parecían sus damas de honor, antes que sus amigas.</p> - -<p>Doña Aparición era la curiosidad de aquel museo arqueológico. Hermosa y -mundana en sus verdores, conservaba, á los setenta y seis, golpes de -coquetería y manías de adorno que hacían fruncir los labios á mi tía -Gabriela, tan majestuosa con su liso hábito del Carmen. El peluquín de -doña Aparición, con bucles y sortijillas de un rubio angelical; su -calzado estrecho; sus guantes claros de ocho botones; sus trajes de seda -á rayas verde y rosa; sus abanicos de gasa azul, y el grupo de flores -artificiales que prendía graciosamente su mantilla, nos daban harto que -reir.</p> - -<p>Como estaba semiciega y casi sorda y la vestía su fámula, á lo mejor -traía la peluca del revés, ó en la nariz el toque de carmín de las -mejillas, ó los guantes uno lila y otro pajizo; y como padecía de gota, -el cepo de las botitas prietas llegaba á mortificarla tanto, que mi tía -la prestaba unas holgadas pantuflas. En caso tal exclamaba -infaliblemente doña Aparición:<span class="pagenum"><a name="page_082" id="page_082"></a>{82}</span> «¡Jesús! Nunca me pasó cosa igual. Un -pliegue de la media me desolló el talón... Es un fastidio tener tan fino -el cutis.»</p> - -<p>No sería doña Peregrina, la cuarta solterona, la que se impusiese -torturas para presumir de pie. Al contrario: se declaraba <i>sans façon</i>. -Reducida á mezquina orfandad, compraba en los ropavejeros sus manteletas -color de ala de mosca. Por lo demás, era mujer de empuje y brío, alta, -gruesa, de una frescura rancia—si es lícito expresarse así—viva de -ojos y arrebatada de color, amiga de la broma, pero gazmoña á ratos, -siempre dentro de la nota del buen humor y la marcialidad.</p> - -<p>¡Cómo me festejaban aquellas cuatro señoras! Hay sitios adonde vamos -atraídos, no por nuestro gusto, sino por el que damos á los demás. Diez -años haría tal vez que las solteronas no veían de cerca un semblante -juvenil. Mi presencia y mi asiduidad eran un rasgo de galantería de -incalculable precio, que halagaba la nunca extinguida vanidad -sentimental de la mujer. El mozo que quiera ganar buen nombre, sea -amable con las viejecitas, con las desechadas, con las retiradas del -juego. Las muchachas nada agradecen. Aquellas cuatro inválidas, con su -manso charloteo, me crearon una reputación fabulosa de discreto, de -galán, de simpático, de estudioso. A su manera, me allanaban el camino -de una lucida posición y de una boda brillante. En los exámenes yo podía -contestar mal ó bien, que segura tenía la nota: tal labor subterránea -hacían mis solteronas con los catedráticos.<span class="pagenum"><a name="page_083" id="page_083"></a>{83}</span> En mi salud no cesaban de -pensar. «Vienes descolorido, Gabriel... ¿Qué tienes? ¡Ojo con las -bribonas!» Y me enviaban remedios caseros, y piperetes, y vinos -cordiales, y reliquias milagrosas, y hasta sábanas, por si las de la -posada no eran «de confianza» y «bien lavaditas».</p> - -<p>A fin de animar la tertulia, se me ocurrió leer en alto versos y novelas -románticas. Auditorio semejante no lo ha soñado ningún lector. Diríase -que, para escuchar, hasta la respiración suspendían. Según avanzaba la -lectura, crecía el interés. Una indignación, cómica á fuerza de ser -ingenua, contra los traidores; un terror vivísimo cuando los buenos iban -á caer en las emboscadas de los malos; un gozo pueril cuando la virtud -salía triunfante... Las exclamaciones me interrumpían. «¿Ese pillo se -equivoca y toma el veneno? ¡Castigo de Dios!» «¡Ay, que si Gontrán entra -en el bosque encuentra al otro con el puñal! ¡Que no entre, que no -entre!» «¡Jesús, al fin le da la puñalada!» «¡Infame!» «Ve usted cómo el -niño que robó el titiritero era hijo de la princesa?» etc.—En los -episodios vehementes, cuando los amantes se dicen ternezas al claror de -la luna, las solteronas se deshacían. Un leve sonrosado animaba las -mejillas amarillentas; se humedecían los áridos ojos; los encogidos -pechos anhelaban; aparecíase el bello fantasma de la lejana juventud, y -un aura dulce y tibia agitaba un momento aquellos espíritus resignados, -como el aire primaveral agita el polvo de una tierra seca y estéril.<span class="pagenum"><a name="page_084" id="page_084"></a>{84}</span></p> - -<p>Llegó el plazo en que yo tenía que emprender mi viaje á la corte, para -cursar el doctorado. Dí la noticia á mis solteronas, y aunque no podía -sorprenderlas, no fué menor el efecto que produjo. Mi tía Gabriela, sin -perder el compás de la dignidad, se puso temblona, y me advirtió, en -frases que revelaban verdadera ternura, que era preciso excusar á los -viejos si se afectaban en las despedidas, porque no estaban seguros de -volver á ver á los que partían. Doña Peregrina manoteó, protestó, bufó, -me insultó, y al fin se echó á llorar como una fuente. Doña Aparición -suspiró, alzó la vista al cielo y dijo haciendo monerías: «Un joven de -estas prendas... naturalmente, ¡va á lucir en la corte! Mañana recibirá -usted un alfiler de esmeraldas... que fué de mi papá». Por su parte, -Candidita guardó silencio, y á poco se levantó, asegurando que tenía que -hacer una visita urgente. Aproveché el pretexto para abreviar la escena; -salí con ella, la ayudé á ponerse el mantón, y la ofrecí el brazo por la -escalera de peldaños carcomidos.</p> - -<p>De repente, en el primer descanso, escuché un ahogado sollozo; unos -brazos endebles me rodearon el cuello, y una cara fría como la nieve se -pegó á mis barbas. Comprendí de súbito... y, créanlo ustedes, ¡me quedé -más volado y más compadecido que si viese á mi propia madre de rodillas -ante mí! Noté que Candidita pesaba como pesan los cuerpos inertes; la -supuse desmayada y la arrimé al balaustre, tartamudeando lleno de -piedad: «Adiós, adiós,<span class="pagenum"><a name="page_085" id="page_085"></a>{85}</span> ya sabe que se la quiere». Mas como no me -soltaba, me encontré ridículo y la rechacé... Al hacerlo, me pareció que -estaba degollando á una ovejuela enferma, y la lástima me obligó á -volver atrás y corresponder al abrazo de Candidita con una caricia -rápida y violenta, filial y santa en la intención. Después eché á -correr, y salí á la calle resuelto á no volver por la tertulia. ¡Ah, eso -sí! La caridad tiene sus límites...—Y ahora, que también soy viejo yo, -suelo acordarme de Candidita... ¡Pobre mujer!<span class="pagenum"><a name="page_086" id="page_086"></a>{86}</span></p> - -<h2><a name="LA_CAJA_DE_ORO" id="LA_CAJA_DE_ORO"></a><img src="images/ill_pg_086.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -La caja de oro</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">S</span>IEMPRE la había visto sobre su mesa, al alcance de su mano bonita, que -á veces se entretenía en acariciar la tapa suavemente; pero no me era -posible averiguar lo que encerraba aquella caja de filigrana de oro con -esmaltes finísimos, porque apenas intentaba apoderarme del juguete, su -dueña lo escondía precipitada y nerviosamente en los bolsillos de la -bata, ó en lugares todavía más recónditos, dentro del seno, haciéndola -así inaccesible.</p> - -<p>Y cuanto más la ocultaba su dueña, mayor era mi afán por enterarme de lo -que la caja contenía. ¡Misterio irritante y tentador! ¿Qué guardaba el -artístico chirimbolo? ¿Bombones? ¿Polvos de arroz? ¿Esencias? Si -encerraba alguna de estas cosas tan inofensivas, ¿á qué venía la -ocultación? ¿Encubría un retrato, una flor seca, pelo? Imposible: tales -prendas, ó se llevan mucho más cerca ó se custodian mucho<span class="pagenum"><a name="page_087" id="page_087"></a>{87}</span> más lejos: ó -descansan sobre el corazón, ó se archivan en un secreter bien cerrado, -bien seguro... No eran despojos de amorosa historia los que dormían en -la cajita de oro, esmaltada de azules quimeras, fantásticas rosas y -volutas de verde ojiacanto.</p> - -<p>Califiquen como gusten mi conducta los incapaces de seguir la pista á -una historia, tal vez á una novela. Llámenme enhorabuena indiscreto, -antojadizo, y por contera, entrometido y fisgón impertinente. Lo cierto -es que la cajita me volvía tarumba, y agotados los medios legales, puse -en juego los ilícitos y heroicos... Mostréme perdidamente enamorado de -la dueña, cuando sólo lo estaba de la cajita de oro; cortejé en -apariencia á una mujer, cuando sólo cortejaba á un secreto; hice como si -persiguiese la dicha... cuando sólo perseguía la satisfacción de la -curiosidad. Y la suerte, que acaso me negaría la victoria si la victoria -realmente me importase, me la concedió... por lo mismo que al -concedérmela me echaba encima un remordimiento.</p> - -<p>No obstante, después de mi triunfo, la que ya me entregaba cuanto -entrega la voluntad rendida, defendía aún, con invencible obstinación, -el misterio de la cajita de oro. Desplegando zalameras coqueterías ó -repentinas y melancólicas reservas; discutiendo ó bromeando; apurando -los ardides de la ternura ó las amenazas del desamor, suplicante ó -enojado, nada obtuve; la dueña de la caja persistió en negarse á que me -enterase de su contenido, como si dentro<span class="pagenum"><a name="page_088" id="page_088"></a>{88}</span> del lindo objeto existiese la -prueba de algún crimen.</p> - -<p>Repugnábame emplear la fuerza y proceder como procedería un patán, y -además, exaltado ya mi amor propio (á falta de otra exaltación más dulce -y profunda), quise deber al cariño y sólo al cariño de la hermosa la -clave del enigma. Insistí, me sobrepujé á mí mismo, desplegué todos los -recursos, y como el artista que cultiva por medio de las reglas la -inspiración, llegué á tal grado de maestría en la comedia del -sentimiento, que logré arrebatar al auditorio. Un día en que algunas -fingidas lágrimas acreditaron mis celos, mi persuasión de que la cajita -encerraba la imagen de un rival, de alguien que aún me disputaba el alma -de aquella mujer, la vi demudarse, temblar, palidecer, echarme al cuello -los brazos, y exclamar, por fin, con sinceridad que me avergonzó:</p> - -<p>—¡Qué no haría yo por ti! Lo has querido... pues sea. Ahora mismo verás -lo que hay en la caja.</p> - -<p>Apretó un resorte; la tapa de la caja se alzó, y divisé en el fondo unas -cuantas bolitas tamañas como guisantes, blanquecinas, secas. Miré sin -comprender, y ella, reprimiendo un gemido, dijo solemnemente:</p> - -<p>—Esas píldoras me las vendió un curandero que realizaba curas casi -milagrosas en la gente de mi aldea. Se las pagué muy caras, y me aseguró -que, tomando una al sentirme enferma, tengo asegurada la vida. Sólo me -advirtió que si las apartaba de mí ó las enseñaba á alguien,<span class="pagenum"><a name="page_089" id="page_089"></a>{89}</span> perdían su -virtud. Será superstición ó lo que quieras; lo cierto es que he seguido -la prescripción del curandero, y no sólo se me quitaron achaques que -padecía (pues soy muy débil), sino que he gozado salud envidiable. Te -empeñaste en averiguar... Lo conseguiste... Para mí vales tú más que la -salud y que la vida. Ya no tengo panacea, ya mi remedio ha perdido su -eficacia: sírveme de remedio tú; quiéreme mucho, y viviré.</p> - -<p>Quédeme frío. Logrado mi empeño, no encontraba dentro de la cajita sino -el desencanto de una superchería y el cargo de conciencia del daño -causado á la persona que al fin me amaba. Mi curiosidad, como todas las -curiosidades, desde la fatal del Paraíso hasta la no menos funesta de la -ciencia contemporánea, llevaba en sí misma su castigo y su maldición. -Daría entonces algo bueno por no haber puesto en la cajita los ojos. Y -tan arrepentido que me creí enamorado; cayendo de rodillas á los pies de -la mujer que sollozaba, tartamudeé:</p> - -<p>—No tengas miedo... Todo eso es una farsa, un indigno embuste... El -curandero mintió... Vivirás, vivirás mil años... Y aunque hubiesen -perdido su virtud las píldoras, ¿qué? Nos vamos á la aldea y compramos -otras... Todo mi capital le doy al curandero por ellas.</p> - -<p>Me estrechó, y sonriendo en medio de su angustia, balbuceó á mi oído:</p> - -<p>—El curandero ha muerto.</p> - -<p>Desde entonces la dueña de la cajita—que ya no la ocultaba ni la miraba -siquiera, dejándola<span class="pagenum"><a name="page_090" id="page_090"></a>{90}</span> cubrirse de polvo en un rincón de la estantería -forrada de felpa azul—empezó á decaer, á consumirse, presentando todos -los síntomas de una enfermedad de languidez, refractaria á los remedios. -Cualquiera que no me tenga por un monstruo supondrá que me instalé á su -cabecera y la cuidé con caridad y abnegación. Caridad y abnegación digo, -porque otra cosa no había en mí para aquella criatura de quien había -sido verdugo involuntario. Ella se moría, quizás de pasión de ánimo, -quizás de aprensión, pero por mi culpa; y yo no podía ofrecerla, en -desquite de la vida que le había robado, lo que todo lo compensa: el don -de mí mismo, incondicional, absoluto. Intenté engañarla santamente para -hacerla dichosa, y ella, con tardía lucidez, adivinó mi indiferencia y -mi disimulado tedio, y cada vez se inclinó más hacia el sepulcro.</p> - -<p>Y al fin cayó en él, sin que ni los recursos de la ciencia ni mis -cuidados consiguiesen salvarla. De cuantas memorias quiso legarme su -afecto, sólo recogí la caja de oro. Aún contenía las famosas píldoras, y -cierto día se me ocurrió que las analizase un químico amigo mío, pues -todavía no se daba por satisfecha mi maldita curiosidad. Al preguntar el -resultado del análisis, el químico se echó á reir.</p> - -<p>—Ya podía usted figurarse—dijo—que las píldoras eran de miga de pan. -El curandero (¡si sería listo!) mandó que no las viese nadie... para que -á nadie se le ocurriese analizarlas. ¡El maldito análisis lo seca todo!<span class="pagenum"><a name="page_091" id="page_091"></a>{91}</span></p> - -<h2><a name="LA_SIRENA" id="LA_SIRENA"></a><img src="images/ill_pg_091.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -La sirena</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">N</span>O es posible pintar el cuidado y desvelo con que la ratona madre -atendió á su camada de ratoncillos. Gordos y lucios los crió, y alegres -y vivarachos y con un pelaje ceniciento tan brillante que daba gozo: y -no queriendo dejar lo divino por lo humano, prodigó á sus vástagos -avisos morales sabios y rectos, y les puso en guardia contra las -asechanzas y peligros del pícaro mundo. «Serán unos ratones de seso y -buen juicio», decía para sí la ratona, al ver cuán atentamente la oían, -y cómo fruncían plácidamente el hociquito en señal de gustosa -aprobación.</p> - -<p>Mas yo os contaré aquí, muy en secreto, que los ratoncillos se mostraban -tan formales, porque aún no habían asomado la cabeza fuera del agujero -donde los agasajaba su mamá. Practicada en el tronco de un árbol la -madriguera, les cobijaba á maravilla, y era abrigada en invierno<span class="pagenum"><a name="page_092" id="page_092"></a>{92}</span> y -fresca en verano, mullida siempre, y tan oculta, que los chiquillos de -la escuela ni sospechaban que allí habitase una familia ratonil.</p> - -<p>Sin embargo, de los tres de la nidada, uno ya empezaba á desear sacar el -hocico, á soñar con retozos, deportes y correteos por el verde prado, -que al pie del árbol se extendía alegre é incitante, esmaltado de varias -flores y bullente de insectos, mariposas y reptiles. «Me gustaría por -los gustares bajar ahí», pensaba el joven ratón, sin atreverse á decirlo -en voz alta, de puro miedo á su madre. Un día que se le escapó alguna -señal de su deseo, la madre exclamó trémula de espanto: «Ni en broma lo -digas, criatura. Si no quieres que me disguste mucho, no vuelvas á -hablar de salir al prado.»</p> - -<p>¿Creeréis que la prohibición le quitó al ratoncillo las ganas? ¡Bah! Ya -sabéis que las prohibiciones son espuela del antojo.—No atreviéndose á -bajar aún el antojadizo, se pasaba las horas muertas mirando al prado -deleitable. ¡Qué bueno sería trotar por entre aquella hierba suave y -perfumada! ¡Qué simpático remojarse en el limpio arroyuelo que bañaba de -aljófar las raíces de sauces y mimbreras! ¡Qué divertido dar caza á los -viboreznos y lagartijas que se deslizaban estremeciendo el follaje y -haciendo relumbrar al sol los tonos metálicos de su elegante cuerpo! -¿Por qué, vamos á ver, por qué prohibía tan inocentes recreos la madre -ratona?</p> - -<p>Un día que la mamá había salido, según costumbre,<span class="pagenum"><a name="page_093" id="page_093"></a>{93}</span> en busca de sustento -para su prole, el hijo se asomó al agujero, echando más de la mitad del -tronco fuera. De pronto sintió como un choque eléctrico y vió cruzar por -el prado un ser encantador. Era ni más ni menos que una gatita blanca -como la nieve, que fijaba en el ratoncillo sus anchas pupilas de -esmeralda.</p> - -<p>Quedóse el ratón fascinado, absorto. Nunca había visto cosa más linda -que la tal gata blanca. ¡Qué gracia y gentileza en sus movimientos, qué -soltura en su flexible andar, qué monería en su cara picaresca, y qué -virginal candor en su ropaje de armiño! ¡Y qué decir de aquellos ojos -verdes con reflejos áureos, aquellos ojos cuyo mirar derretía, -incendiaba el corazón!</p> - -<p>A no estar tan próxima la hora en que solía regresar á la guarida la -madre, el ratón se hubiese arrojado sin vacilar de su nido para -acercarse á la preciosa gata. Le contuvieron el temor y el hábito de -obedecer, que siempre reprimen un tanto, al principio, los ímpetus -rebeldes; pero lo que no acertó á sujetar fué su lengua, y loco de -entusiasmo, refirió á la mamá cómo le tenía fuera de sí la aparición de -la gata celeste.</p> - -<p>—Qué, ¿has visto á ese monstruo?—exclamó la madre.</p> - -<p>—¡Monstruo una criatura tan encantadora!—suspiró el ratoncillo.</p> - -<p>—Monstruo horrible, el más funesto, el más sanguinario, el más atroz -que, por tu negra suerte, pudiste encontrar. Huye de él, hijo mío,<span class="pagenum"><a name="page_094" id="page_094"></a>{94}</span> como -del fuego: mira que en huir te va la vida; mira que tu padre pereció en -las garras de esa maldita fiera, y que todas mis lágrimas son obra suya.</p> - -<p>—Madre—repuso atónito el ratoncillo—apenas puedo creer lo que me -aseguras. El agua que corre limpia y clara entre las flores del prado no -tiene los matices de aquellos cándidos ojos ya verdes, ya azulados, -siempre dulces, donde siempre juega misteriosamente la luz. Los pétalos -de las azucenas y de los lirios del valle ceden en blancura á su nevada -piel, que debe de ser más suave que el terciopelo y más flexible que la -seda. ¿Cómo quieres que vea un monstruo sanguinario y horrible en la -gata? ¡Ay, madre! desde que la contemplé, sólo en ella pienso. Cuanto no -es ella, me parece indigno de existir. Antes me gustaban el prado y el -cielo y los árboles. Ahora todo me cansa y todo lo desprecio. Madre, -cúrame de este mal, porque me siento tan triste, que creo que se me va á -acabar la vida.</p> - -<p>Ya supondréis que la pobre ratona haría cuanto cabe para distraer y -aliviar á su retoño. A fin de cambiar sus pensamientos en otros más -lícitos, llevóle al agujero de unas ratas algo parientas suyas, jóvenes, -ricas y honradas, que vivían royendo el trigo de repleto granero; pero -el ratón se aburría de muerte entre los montones de grano, en la -obscuridad de la troj, y echaba de menos el prado, que iluminaba, antes -que el sol, la presencia de la gata blanca. Porque ya varias veces la -había visto pasar juguetona<span class="pagenum"><a name="page_095" id="page_095"></a>{95}</span> y ligera, fijando sus radiantes pupilas en -las inaccesibles alturas del árbol, y siempre que la gata aparecía, el -ratón sentía ensanchársele la vida y escapársele el alma—sí, el alma, -porque el amor hasta en las bestias la infunde—detrás de aquella maga -de los verdes ojos.</p> - -<p>No hubiese querido la ratona en tan críticas circunstancias separarse un -minuto de su hijo, pero era forzoso salir á cazar, á procurar -subsistencia para la familia, y llegó una mañana en que habiendo -madrugado la ratona á dejar el nido antes de que amaneciese, el joven -ratón, pensativo y melancólico, se asomó al agujero para ver nacer el -día. Recta faja dorada franjeó el horizonte; poco á poco la bruma se -rasgó y fué absorbiéndose en la clara pureza del cielo, por donde el sol -ascendía como una rosa de oro pálido; los pajaritos saludaron su -gloriosa luz con un himno de alegría alborozado y triunfal, y sobre la -hierba, aljofarada aún de rocío, como sobre una red de diamantes, -mostróse pasando con aristocrática delicadeza y remilgada precaución, la -hermosa gata blanca.</p> - -<p>Exhaló el ratón un chillido de júbilo; la gata le miraba, parecía -llamarle, invitarle á que descendiese.—¿Quieres jugar -conmigo?—preguntóla él, sin reflexionar, sin acordarse para nada de las -maternales advertencias.—Baja—pareció contestar con sus ojos -misteriosos la gatita. Y el ratón bajó aprisa, disparado, ebrio de -felicidad, y el juego dió principio, con muchos saltos y carreras. -Fingía huir la gata; escondíase entre sauces y mimbres, y cuando el<span class="pagenum"><a name="page_096" id="page_096"></a>{96}</span> -ratón se cansaba de perseguirla, ella se dejaba caer sobre la muelle -alfombra del prado, y escondiendo las uñas recibía con las patitas de -terciopelo al ratón, y ya le despedía, en broma, ya le estrechaba, -retozando, en deleitosa mezcla é indescifrable confusión de tratamientos -ásperos y dulces.</p> - -<p>Nunca sabía el ratón, en aquel juego de veleidades, si iba á ser acogido -con demostración tierna y mimosa ó con fiero y desdeñoso zarpazo; y en -los amados ojos de la esfinge tan pronto veía piélagos de voluptuosidad -y relámpagos de risa, como destellos de ferocidad y chispazos sombríos y -crueles. Más de una vez creyó notar que las patitas blandas y muertas se -crispaban de súbito, y que bajo lo afelpado de la piel surgían uñas de -acero. Y ¡cosa rara! no bien pensaba advertir síntomas tan alarmantes, -el ratón cerraba los párpados y volvía gozoso y tembloroso á solazarse -con la gata blanca.</p> - -<p>Duraba aún el juego, cuando por la tarde regresó la ratona y vió de -lejos la escena y á su hijo mano á mano con el monstruo. Llorando y -desesperada gritóle desde lejos:—Hijo mío, que te pierdes.—El ratón, -por supuesto, no la hizo maldito caso. ¡Sí, para oir consejos estaba él! -Subido al quinto cielo, nunca el juego le había encantado más. La gata, -por el contrario, empezaba á fatigarse y á sospechar que había perdido -bastante tiempo con un ratoncillo de mala muerte; y al notar que iba á -ponerse el sol, que se hacía tarde—sin modificar apenas su actitud,<span class="pagenum"><a name="page_097" id="page_097"></a>{97}</span> -siempre graciosa y juguetona, como el que no hace nada—torció la -cabeza, aseguró con la boca al ratoncillo, hincó los agudos dientes... y -le lanzó al aire palpitante y moribundo, para recibirle en las uñas, -tendidas con violencia feroz...</p> - -<p>A punto que una nube de sangre cubría ya los ojos del desdichado, y el -delirio de la agonía ofuscaba sus sentidos, todavía pudo oirse cómo -murmuraba débilmente:—¿Quieres jugar conmigo, gatita blanca?</p> - -<p>Por eso su madre hizo mal en llorar amargamente al incauto ratón. ¡El -espiró tan satisfecho, tan á gusto!<span class="pagenum"><a name="page_098" id="page_098"></a>{98}</span></p> - -<h2><a name="ASI_Y_TODO" id="ASI_Y_TODO"></a><img src="images/ill_pg_098.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Así y todo...</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">L</span>A sanción penal para la mujer—dijo en voz incisiva Carmona, aficionado -á referir casos de esos que dan escalofríos—es no encontrar hombre -dispuesto á ofrecerla mano de esposo. Una imperceptible sombra, un -pecadillo de coquetería ó de ligereza, cualquier genialidad, la más leve -impremeditación, bastan para empañar el buen nombre de una doncella, que -podrá ser honestísima, pero que, cargada con el sambenito, ya se queda -soltera hasta la consumación de los siglos, sin remedio humano. -Sucediendo así, ¿cómo se explica que infinitas mujeres notoriamente -infames, y con razón difamadas, si cien veces enviudan, otras ciento -hallan quien las lleve al altar? Para probarles este curioso fenómeno, -les contaré un suceso presenciado allá en mis mocedades, que me produjo -impresión tan indeleble, que jamás en toda mi vida me ocurrió la idea de -casarme.<span class="pagenum"><a name="page_099" id="page_099"></a>{99}</span> Sí; por culpa de aquella historia moriré solero,—y no me -pesa, bien lo sabe Dios.</p> - -<p>El lance pasó en M***, donde estaba de guarnición uno de los regimientos -más lucidos del ejército español, que por su arrojo y decisión en atacar -había merecido el glorioso sobrenombre de <i>El Adelantado</i>. Era yo -entrañable amigo del teniente Ramiro Quesada, mozo de arrogante figura y -ardorosa cabeza, uno de esos atolondrados simpáticos, á quienes queremos -como se quiere á los niños. No salía Ramiro sin mí; juntos íbamos al -teatro, á los saraos, á las juergas—que ya existían entonces aunque las -llamásemos de otro modo;—juntos dábamos largos paseos á caballo, y -juntos hacíamos corvetear á nuestras monturas ante las floridas rejas. -Nos confiábamos nuestros amoríos, nuestros apurillos de dinero, nuestras -ganancias al juego, nuestros sueños y nuestras esperanzas de los -veinticinco años. No éramos él ni yo precisamente unos anacoretas, pero -tampoco unos perdidos: muchachos alegres, y nada más.</p> - -<p>De repente noté que Ramiro se volvía huraño, y retrayéndose de mi trato -y compañía se daba á andar solo, como si tuviese algo que le importase -encubrir. Vano intento, porque en M*** no caben tapujos. Poco tardamos -en averiguar la razón del cambio de carácter del teniente. La clave del -enigma no era sino la esposa del capitán Ortiz, una de esas hembras que -no calificaré de muy hermosas, pero peores que si lo fuesen: morena, -menuda, salerosa<span class="pagenum"><a name="page_100" id="page_100"></a>{100}</span> al andar, descolorida, de ojos que parecían candelas -del infierno y una cintura redonda de las que se pueden rodear con una -liga. Ortiz, al parecer (y con motivo, pero sin fruto), era -extremadamente celoso, y Ramiro, para avistarse con su tormento, -necesitaba emplear ardides de prisionero ó de salvaje. El día en que se -le frustraba una cita ó se le malograba furtivo coloquio en la reja que -abría sobre una callejuela obscura y solitaria, estaba el pobre muchacho -como demente: ni contestaba si le hablábamos. Aunque yo no alardease de -moralista, ni tuviese autoridad para aconsejar, y menos en tales -materias, declaro que las relaciones ilícitas de mi amigo me desazonaban -mucho, y un presentimiento—le llamo así, porque no sé cómo definir el -disgusto y la inquietud que sentía—me anunciaba que algo grave, algo -penoso debían acarrearle á Ramiro aquellos malos pasos. Con todo, lejos -estaba—á mil leguas de suponer la tragedia que aconteció.</p> - -<p>Cierta mañana esparcióse por M*** la nueva de que el capitán Ortiz había -sido encontrado muerto, con un balazo en el pecho y otro en la cabeza, -casi á las puertas de su domicilio, cerca de la esquina donde se abría -la callejuela lóbrega. En los primeros momentos no me asaltó la terrible -sospecha: creía á Ramiro noble y leal, y sólo cuando el rumor público le -señaló, comprendí que únicamente él, poseído del demonio, podía haber -realizado la obra de tinieblas...</p> - -<p>A las pocas horas de descubrirse el cadáver,<span class="pagenum"><a name="page_101" id="page_101"></a>{101}</span> Ramiro fué preso. Reunióse -el Consejo de guerra, y la causa marchó con la fulminante rapidez que -caracteriza á la justicia militar, estimulada por la voluntad expresa -del Capitán General, que deseaba se cumpliesen á rajatabla las -prescripciones legales y se enterrasen á la vez la víctima y el asesino. -Al pronto Ramiro intentó negar; pero dos ó tres frases de indignación -del Fiscal provocaron en él un arranque de altiva franqueza, y confesó -de plano que á traición había disparado dos pistoletazos, la noche -anterior, al capitán Ortiz. En cuanto á los móviles del crimen, juró y -perjuró que no eran otros sino ofensas de jefe á subalterno, rencores -por cuestiones de servicio. Llamada á declarar la esposa de Ortiz, -compareció de negro, impávida, y aseguró que apenas conocía al asesino -de vista. Este, sin pestañear, confirmó la declaración de la señora; y -hallándose el reo convicto y confeso, y no habiendo tiempo ni necesidad -de más averiguaciones, se pronunció la sentencia de muerte, y Ramiro -entró en capilla á las tres de la tarde, para ser arcabuceado al rayar -el siguiente día, á las veinticuatro horas justas del crimen.</p> - -<p>No necesito decir que en la capilla me constituí al lado de mi amigo, -que demostraba estoica entereza. Sabiendo cuánto alivia una confidencia, -un desahogo, le dirigí preguntas afectuosas, llenas de interés; pero el -reo se encerró en un silencio sombrío, y noté que tenía los ojos -tenazmente fijos en la puerta de la capilla como en espera de que diese -paso á <i>alguien</i>...<span class="pagenum"><a name="page_102" id="page_102"></a>{102}</span> ¡Lo que esperaba el sin ventura—no necesité para -adivinarlo gran perspicacia—era la llegada de la mujer por quien iba á -beber el amargo trago! Sin duda que <i>ella</i> no podía faltar; no podía -negarle el supremo consuelo de la despedida; sin duda, el sordo ruido de -pasos que resonaba en la antecámara era el de los suyos, que hacían -vacilantes el miedo y el dolor... Pero corrió la tarde, empezaron á -transcurrir lentas y solemnes las horas de la última noche, y la -esperanza abandonó al sentenciado. El sacerdote que le exhortaba y había -de absolverle y darle la sagrada comunión antes que el sol asomase en el -horizonte, se retiró un momento á descansar, y solo yo con Ramiro, -comprendí que por fin se abrían sus lívidos labios.</p> - -<p>—Hace un momento sentía que <i>ella</i> no viniese—murmuró cogiéndome las -manos entre las suyas abrasadoras.—Ahora me alegro. Ya que me cuesta la -vida, que no me cueste también el alma. ¿Que cómo hice la atrocidad, el -cobarde asesinato de Ortiz? Mira, casi no lo sé. Me parece que quien -cometió esa acción villana no fué Ramiro Quesada, sino otra persona, un -hombre distinto de mí, que se me entró en el cuerpo. ¿Te acuerdas de lo -alegre, de lo franco que era yo? Desde que me acerqué á... esa mujer... -me volví otro. Estaba embrujado... Su marido, á quien ofendíamos, me -parecía mi enemigo personal, el obstáculo á nuestra felicidad; le -odiaba... creo que más de lo que la amaba á ella. Así que ella lo -notó... ¡guárdame siempre el secreto! ¡no lo digas ni á tu madre!<span class="pagenum"><a name="page_103" id="page_103"></a>{103}</span> -empezó á insinuarme, con medias palabras, la posibilidad del crimen. No -hablábamos claro de ese asunto, pero nos entendíamos perfectamente; -formábamos planes de retirarnos al campo <i>después</i>, y hasta—mira qué -detalle—ella se compró un traje negro nuevo, diciendo que <i>eso siempre -sirve</i>. Como un tornillo se fijó en mi cerebro el propósito del crimen. -Y así que ella me vió resuelto, se franqueó, me exaltó más, me ofreció -que compartiría mi destino, fuese el que fuese...</p> - -<p>Aquí se detuvo Ramiro, y vi que se alteraba más profundamente su rostro. -Con voz húmeda murmuró:</p> - -<p>—Yo no quería tanto... ¡Compartir mi destino! Ya ves que ante el -Consejo he logrado salvarla... Prefiero morir solo... Pero verla aquí, -un momento... antes de... Al fin, si fuí asesino, lo fuí por ella, sólo -por ella... ¡Maldita sea mi suerte! Si no conozco á esa mujer, soy -siempre honrado y tal vez me matan defendiendo á la Patria. ¡El sino del -hombre!</p> - -<p class="dtts">...............................</p> - -<p>—¿Y le fusilaron?—preguntamos ansiosos.</p> - -<p>—¡Pues no! Según deseaba el General, á un tiempo se cavó la hoya del -marido y la del amante. Yo, después del horrible día, me marché de M***, -donde me consumía el tedio. Al volver, pasados cinco años, tuve -curiosidad de saber qué había sido de la esposa del capitán Ortiz... y -aquí de lo que decíamos: supe que vivía tranquila, casada en segundas -nupcias con un acaudalado caballero. Sin embargo, en<span class="pagenum"><a name="page_104" id="page_104"></a>{104}</span> M*** era pública -la causa del triste fin de Ramiro...</p> - -<p>Acabó así su relato Carmona, y vimos que inclinaba la cabeza, abrumado -por memorias crueles.<span class="pagenum"><a name="page_105" id="page_105"></a>{105}</span></p> - -<h2><a name="LA_CABELLERA_DE_LAURA" id="LA_CABELLERA_DE_LAURA"></a><img src="images/ill_pg_105.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -La cabellera de Laura</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">M</span>ADRE é hija vivían, si vivir se llama aquello, en húmedo zaquizamí, al -cual se bajaba por los raídos peldaños de una escalera abierta en la -tierra misma: la claridad entraba á duras penas, macilenta y recelosa, -al través de un ventanillo enrejado; y la única habitación les servía de -cocina, dormitorio y cámara.</p> - -<p>Encerrada allí pasaba Laura los días, trabajando afanosamente en sus -randas y picos de encaje, sin salir nunca ni ver la luz del sol, -cuidando á su madre achacosa, y consolándola siempre que renegaba de la -adversa fortuna. ¡Hallarse reducidas á tal extremidad dos damas de -rancio abolengo, antaño poseedoras de haciendas, dehesas y joyas á -porrillo! ¡Acostarse á la luz de un candil ellas, á quienes habían -alumbrado pajes con velas de cera en candelabros de plata! No lo podía -sufrir la hoy menesterosa<span class="pagenum"><a name="page_106" id="page_106"></a>{106}</span> señora, y cuando su hija, con el acento -tranquilo de la resignación, la aconsejaba someterse á la divina -voluntad, sus labios exhalaban murmullos de impaciencia y coléricas -maldiciones.</p> - -<p>Como siempre los males pueden crecer, llegó un invierno de los más -rigurosos, y faltó á Laura el trabajo con que ganaba el sustento. A la -decente pobreza sustituyó la negra miseria; á la escasez, el hambre de -cóncavas mejillas y dientes amarillos y largos.</p> - -<p>Entonces, con acerba ironía, la madre se mofó de Laura, que pensaba, la -muy ñoña y la muy necia, asegurar el pan por medio de la labor y las -constantes vigilias. ¡Valiente pan comería así que se quedase ciega! -Saldría con un perrito á pedir limosna... ¡Ah, si no fuese tan boba y -tan mala hija—teniendo aquel talle, aquel rostro y aquella mata de pelo -como oro cendrado, que llegaba hasta los pies—no dejaría que su madre -se desmayase por falta de alimento! Al oir estas insinuaciones, Laura se -estremeció de vergüenza y quiso responder enojada; pero recordando que -su madre estaba en ayunas desde hacía muchas horas, se cubrió el rostro -con las manos y rompió á sollozar. De pronto, como quien adopta una -resolución súbita y firme, púsose en pie, se envolvió en un ancho -capuchón de lana obscura, y salió á la calle, que raras veces pisaba, -convencida de que el retiro es la salvaguardia del recato. Sin titubear -fué en dirección de un tenducho que había entrevisto y donde creía poder -feriar el<span class="pagenum"><a name="page_107" id="page_107"></a>{107}</span> solo tesoro de que estaba secretamente envanecida y -orgullosa. Era dueña del baratillo la astuta vieja Brasilda,—gran -componedora de voluntades con ribetes de hechicera,—y, muy encubierto -el rostro, entró Laura en la equívoca mansión.</p> - -<p>Como Brasilda preguntase maliciosamente qué traía á vender la tapada y -gallarda moza, Laura, sin dejar de esconder el semblante en los pliegues -del capuz, se volvió de espaldas y mostró tendida la espléndida -cabellera rubia, brillante y suave más que la seda, y que, con magnífico -alarde, rebosando de la orla de la saya, barría el suelo. «Esto vendo en -diez escudos—exclamó—y córtese ahora mismo.» Convenía la proposición á -la vieja, porque la mata de pelo daba para muchas pelucas y postizos, y -asiendo unas tijeras segó y tonsuró la copiosa melena. Al observar que -la moza seguía encubriendo el rostro, y creyendo advertir que lloraba -muy bajo, silbó á su oído: «Si eres doncella y tan hermosa como promete -tu cabello, aquí te esperan, no diez escudos, sino cien ó doscientos, -cuando te venga en voluntad.»</p> - -<p>Recogió Laura el dinero y alejóse sin responder palabra; en la puerta se -cruzó con un caballero, de buen talle y porte, que no reparó en ella: -Laura sí le miró á hurtadillas y sin querer le encontró galán. El -caballero que penetraba en la mansión de la bruja era don Luis de -Meneses, el mozo más rico, libre y desenfrenado de toda la ciudad, el -cual no visitaba á humo de pajas á la madre Brasilda, sino que<span class="pagenum"><a name="page_108" id="page_108"></a>{108}</span> acudía -allí como el cazador á que se le señalen do está la caza, y que se la -ojeen y acorralen para asegurarla y matarla á gusto.</p> - -<p>Después de un rato de conversación, don Luis divisó la soberana -cabellera rubia, que sobre un paño blanco había extendido la vieja, y en -la cual los destellos del velón, siempre encendido en las obscuridades -del tenducho, rielaban como en lago de oro. «¿De qué mujer es ese -pelo?»—preguntó sorprendido el galán.—«A fe que no lo sé, -hijo»—contestó la vieja.—«Una moza acaba de estar aquí, muy airosa de -cuerpo, pero tapadísima de cara, que no logré vérsela; vendióme esa -mata, cobró y con extraño misterio se fué un minuto antes que -entrases...»</p> - -<p>—«¿Por qué no la seguiste, buena pieza?»—«Porque sin duda ella está -más pobre que las arañas, y volverá á ganar los cien escudos que la -ofrecí...»—«¡Bruja condenada! Ese pelo es mío, y la mujer también, si -parece.» Y don Luis aflojó la bolsa, cogió delicadamente el paño y el -tesoro que contenía, y ocultándolo bajo el capotillo, se volvió á su -casa.</p> - -<p>Desde aquel día realizóse en don Luis un cambio sorprendente. -Renunciando á sus galanteos y aventuras, olvidando el juego, las burlas -y los desafíos, pareció otro hombre. Se le veía, eso sí, en la calle, en -el paseo, en la iglesia; sus ojos ávidos registraban y escudriñaban sin -cesar, buscando algo que le importaba mucho; pero al anochecer se -recogía, y en vida honesta y arreglada no tenían que reprenderle<span class="pagenum"><a name="page_109" id="page_109"></a>{109}</span> los -devotos viejos, de grave apostura y rosario gordo. No faltó quien dijese -que el mozo, tocado de la gracia, andaba en meterse capuchino; y es que -ni sabían, ni podían sospechar que don Luis estaba enamorado, ciegamente -enamorado, de la cabellera rubia.</p> - -<p>Habiéndola colocado respetuosamente sobre un cojín de tisú de plata, se -pasaba ante ella las horas muertas, ya besándola en ideal éxtasis de -devoción, como á venerada reliquia, ya estrujándola con frenesí de -amante que quisiera despedazar y morder lo mismo que adora. Exaltada la -imaginación de don Luis por la vista de aquella cascada de oro, de -aquella crin en que Febo parecía haber dejado presos sus rayos -juguetones, y de la cual se desprendía un aroma vivo, un olor de -juventud y de pureza, fantaseaba el tronco á que tal follaje -correspondía y adivinaba la mata larguísima, caudalosa, perfumada, -cayendo en crenchas y vedijas sobre unas espaldas de nieve, sobre unas -formas virginales de rosa y nácar, ó rodeando, como nimbo de santa -imagen, un rostro de angelical expresión en que se abrían las flores -azules de los luminosos ojos. Había ideas y recelos que enloquecían al -soñador amante. ¿Quién sabe si la infeliz hermosa, después de vender su -cabello por conservar la honestidad, había tenido que perder la -honestidad por conservar la vida?</p> - -<p>Con la fatiga de tal pensamiento, don Luis aborrecía el comer, se -consumía de rabia y se abrasaba en extraños celos. Hecho un -azotacalles,<span class="pagenum"><a name="page_110" id="page_110"></a>{110}</span> no cesaba de inquirir, pretendiendo ver al través de todos -los postigos y calar todas las rejas y celosías. ¡Trabajo perdido! -Ninguna cabeza juvenil cubierta de sortijas doradas y cortas de aquel -matiz único, incomparable, se ofrecía á sus ojos. Don Luis adelgazaba, -se desmejoraba, estaba á pique de desvariar, cada vez que la vieja -hechicera Brasilda, aturdida y desconsolada, repetía alzando las manos -secas:</p> - -<p>—Bruja será también la del cabello de oro, y habráse untado y volado -por la chimenea... No parece, hijo, no parece por más que me descuajo -buscándola...</p> - -<p>Perdido ya de amores don Luis, como hombre á quien le han dado extraño -bebedizo, llegó al caso de temer morirse de pasión y furia celosa, y -apretando al corazón la cabellera, cuyas roscas le acariciaban las manos -febriles, hizo un voto.—«Que encuentre á tu dueña, y sea rica ó pobre, -buena ó mala, noble ó de plebeya estirpe, con ella me casaré. Pongo por -testigo á este Crucifijo que me escucha.»—Después del voto, lleno de -esperanza y de ilusión salió don Luis á la calle, y al obscurecer, como -fuese muy embozado, le paró cerca de su puerta una pobre, envuelta y -cubierta con un viejísimo capuz de lana.</p> - -<p>—Señor caballero—decía en voz lastimera y humilde,—¿necesitan por -casa de su merced una labrandera buena y diligente? No hay donde -trabajar, y mi madre no tiene qué comer.</p> - -<p>—Esa es mi casa—respondió distraidamente don Luis, que pensaba en sus -fantásticos amores;<span class="pagenum"><a name="page_111" id="page_111"></a>{111}</span>—ven mañana, que tendrás harta labor... Toma á -cuenta,—y dejó en la mano tendida un escudo.</p> - -<p>Al otro día, Laura, sentada en el hueco de una reja de la casa de don -Luis, con una canastilla de ropa blanca delante, cosía en silencio, sin -tomar parte en la charla de las dueñas; sufría al dejar su morada, su -enferma, su retiro; la fatiga encendía sus mejillas antes pálidas. -Entraban por la reja los dardos del sol, y se prendían en los anillos, -cortos y sedosos como plumón de pajarito nuevo, de la cabeza -descubierta, que no velaba el capuz. Y, casualmente, pasó don Luis tan -absorto, que ni miró á la joven labrandera. Pero ella, reconociendo en -don Luis al caballero galán de quien no había cesado de acordarse,—el -que vió cuando salía de vender su cabellera en casa de la bruja,—exhaló -un grito involuntario... Al oirlo, volvióse don Luis, y cruzando las -manos, creyó que alguna aparición del cielo le visitaba, pues reconoció -el matiz único de la melena rubia en la ensortijada testa que bañaba el -sol... Y dirigiéndose á las dueñas y á las mozas de servicio con imperio -y ufanía, dijo solemnemente:</p> - -<p>—No labréis más; hoy es día de fiesta; saludad á vuestra señora...<span class="pagenum"><a name="page_112" id="page_112"></a>{112}</span></p> - -<h2><a name="DELINCUENTE_HONRADO" id="DELINCUENTE_HONRADO"></a><img src="images/ill_pg_112.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Delincuente honrado</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">D</span>E todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos -instantes—nos dijo el Padre Téllez, que aquel día estaba animado y -verboso—el que me infundió mayor lástima fué un zapatero de viejo, -asesino de su hija única. El crimen era horrible. El tal zapatero, -después de haber tenido á la pobre muchacha rigurosamente encerrada -entre cuatro paredes; después de reprenderla por asomarse á la ventana; -después de maltratarla, pegándola por leves descuidos, acabó llegándose -una noche á su cama, y clavándola en la garganta el cuchillo de cortar -suela. La pobrecilla parece que no tuvo tiempo ni de dar un grito, -porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al -padre no le tembló la mano; de modo que la muchacha pasó, sin -transición, del sueño á la eternidad.</p> - -<p>La indignación de las comadres del barrio y<span class="pagenum"><a name="page_113" id="page_113"></a>{113}</span> de cuantos vieron el -cadáver de una criatura preciosa de diez y siete años, tan alevosamente -sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y -parecía medio estúpido, le condenaron á la última pena. Cuando tuve que -ejercer con él mi sagrado ministerio, á la verdad, temí encontrar, -detrás de un rostro de fiera, un corazón de corcho, ó unos sentimientos -monstruosos y salvajes. Lo que ví fué un anciano de blanquísimos -cabellos, cara demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de -las lágrimas, que poco á poco se deslizaban por las mejillas consumidas, -y á veces paraban en los labios temblones, donde el criminal, sin -querer, las bebía y saboreaba su amargor.</p> - -<p>Lejos de hallarle rebelde á la divina palabra, apenas entré en su celda -se abrazó á mis rodillas y me pidió que le escuchase en confesión, -rogándome también que, después de cumplir el fallo de la justicia, -hiciese públicas sus revelaciones en los periódicos, para que -rehabilitasen su memoria y quedase su decoro como correspondía. No -juzgué procedente acceder en este particular á sus deseos: pero hoy los -invoco, y me autorizan para contarles á ustedes la historia. Procuraré -recordar el mismo lenguaje de que él se sirvió, y no omitiré las -repeticiones, que prueban el trastorno de su mísera cabeza:</p> - -<p>»—Padre confesor—empezó por decir,—ante todo sepa usted que yo soy un -hombre decente, todo un caballero. Esa niña... que maté... nació... al -año de haberme casado. Era bonita, y su madre también... ¡ya lo creo! -preciosa, que daba<span class="pagenum"><a name="page_114" id="page_114"></a>{114}</span> gloria el mirarla! Yo tenía ya algunos añitos... y -ella, una moza de rumbo, más fresca que las mismas rosas. Digo la madre, -señor; digo su madre, porque por la madre tenemos que principiar. Los -hijos, así como heredan los dineros del que los tiene... heredan otras -cosas... Usted, que sabrá mucho, me entenderá. Yo no sé nada, pero... á -caballero no me ha ganado nadie!</p> - -<p>La madre... yo me miraba en sus ojos, porque la quería de alma, según -corresponde á un marido bueno. Le hacía regalos; trabajaba día y noche -para que tuviese su ropa maja y su mantón y sus aretes, y sobre todo... -¡porque eso es antes! á diario su puchero sano, y cuando parió, su -cuartillo de vino y su gallina... No me remuerde la conciencia de -haberla escatimado un real. Ella era alegre y cantaba como una -calandria, y á mí se me quitaban las penas de oirla. Lo malo fué que -como la celebraron la voz y las coplas, y empezaron á remolinarse para -escucharla, y el uno que llega y el otro que se pega, y éste que encaja -una pulla, y aquél que suelta un requiebro... en fin, ví que se ponía -aquello muy mal, y la dije lo que venía al caso. ¿Sabe usted lo que me -contestó? Que no lo podía remediar, que la gustaba el gentío y oir cómo -la jaleaban, que cada cual es según su natural y que no le rompiese la -cabeza con sermones... De allí á un mes—no se me olvida la fecha, el -día de la Candelaria—desapareció de casa, sin dar siquiera un beso á la -niña... que tenía sus cinco añitos y era como un sol.»</p> - -<p>—Aquí—intercaló el Padre Téllez—tuvo una<span class="pagenum"><a name="page_115" id="page_115"></a>{115}</span> crisis de sollozos, y por -poco me enternezco yo también, á pesar de que la costumbre de asistir á -los reos endurece y curte. Le consolé cuanto era posible, le di á beber -un trago de anís, y el desdichado prosiguió.</p> - -<p>«Supe luego que andaba por los coros de los teatros, y sabe Dios cómo... -y lo que más me barajaba los sesos—¡porque la honra trabaja mucho!—era -que me decían los amigos, al pasar delante de mi obrador:—No tienes -vergüenza... Yo que tú, la mato.—De tanto oirlo, se me pegó el -estribillo, y mientras batía suela, ¡tan, tan, catán! repetía en -alto:—No tengo vergüenza... ¡Había que matarla!—Sólo que ni la -encontré en jamás, ni tuve ánimos para echarme en su busca. Y así que -pasaron tres años, nadie me venía con que la matase, porque ella rodaba -por Andalucía, hasta que se la llevaron á América... ¡qué sé yo adonde! -¡Si vive y lee los diarios y ve como murió su hija...!» El reo tuvo un -ataque de risa convulsiva, y le sosegué otra vez á fuerza de -exhortaciones y consejos.</p> - -<p>«Así que se me quitó de la imaginación la madre, empecé á cuidar de la -niña. No tenía otra cosa para qué mirar en el mundo. Me propuse que no -había de perderse, ni arrimarme otro tiznón, y no la dejé salir ni al -portal. Aunque me dijese, es un verbigracia:—«Padre, tengo ganas de -correr» ó—«Padre, me pide el cuerpo ir á la plazuela»—nada, yo -sujetándola, que se divirtiese con su canario, ó con los pliegos de -aleluyas, ó con la maceta de albahaca, ¡pero<span class="pagenum"><a name="page_116" id="page_116"></a>{116}</span> sin sacar un dedo fuera! Y -así que fué espigando, y me hice cargo de que era muy bonita, tan bonita -como su madre, y parecida á ella como una gota á otra gota... y con una -voz de ángel también, se me abrieron los ojos de á cuarta, y dije:—No, -lo que es tú... no has de echarme el borrón.—Y me convertí en espía, y -la velé hasta el sueño, y no contento con guardarla dentro de casa, me -paseaba por la callejuela debajo de su ventana, á ver si andaba por allí -algún zángano; tanto que la castañera de la esquina me dijo -así:—Abuelo, está usted chiflado. ¿A quién se le ocurre rondar á su -propia hija? ¡Qué viejos mas escamones!—Pero no lo podía remediar. Toda -cuanta candidez y buena fe había tenido con la madre, ahora se me volvía -desconfianza; se me había clavado aquí, entre las cejas, que mi hija se -perdería, que era infalible que se perdiese, sobre todo si daba en -cantar; y me eché de rodillas delante de ella, y la obligué á que me -jurase que no cantaría nunca, así se hundiese el mundo. Y me lo juró: -sólo que, como ya no era yo aquel de antes, de allí á pocas mañanas, -acechando desde la esquina, la veo que abre la ventana, que se pone á -regar las macetas, y que al mismo tiempo, á competencia con el canario, -rompe á cantar... Me dió la sangre una vuelta redonda y se me quedaron -las manos frías. Volví á casa, entré en el cuarto de la muchacha, la -cogí por el pelo y debí de pegarla bastante, porque gritó y estuvo más -de una semana con una venda. ¿Creerá usted, Padre, que se enmendó?<span class="pagenum"><a name="page_117" id="page_117"></a>{117}</span> A -los quince días vuelvo á rondar y vuelve á asomarse, y otra vez el -canticio, y enfrente un grupo de mozalbetes que se para y la dice muchos -olés... Callé; no entré á castigarla; y por la tarde, mientras batía mi -suela, me parecía que una voz rara, como de algún chulo que se reía de -mí, me decía lo mismo que doce años antes:—No tienes vergüenza... Había -que matarla.—Cené muy triste, y después de que me acosté, la misma voz, -erre que erre: Matarla, matarla...—Entonces me levanté despacio, cogí -la herramienta, fuí en puntillas, me acerqué á la cama, y de un solo -golpe... Ahora hagan de mí lo que quieran, que ya tengo mi honra -desempeñada.»</p> - -<p>—¿Creerán ustedes,—añadió el Padre Téllez, que no le pude quitar la -tema de la honra? Se arrepentía... pero á los dos minutos volvía á -porfiar que era un caballero, y su conducta, más que culpable, -ejemplar... En este terreno casi murió impenitente...</p> - -<p>—Estaría loco—dijimos, á fin de consolar al sacerdote, que se había -quedado muy abatido al terminar su relato.<span class="pagenum"><a name="page_118" id="page_118"></a>{118}</span></p> - -<h2><a name="PRIMER_AMOR" id="PRIMER_AMOR"></a><img src="images/ill_pg_118.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Primer amor</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">¿Q</span>UÉ edad contaría yo á la sazón? ¿Once ó doce años? Más bien serían -trece, porque antes es demasiado temprano para enamorarse tan de veras; -pero no me atrevo á asegurar nada, considerando que en los países -meridionales madruga mucho el corazón, dado que esta víscera tenga la -culpa de semejantes trastornos.</p> - -<p>Si no recuerdo bien el <i>cuándo</i>, por lo menos puedo decir con completa -exactitud el <i>cómo</i> empezó mi pasión á revelarse. Gustábame -mucho—después de que mi tía se largaba á la iglesia á hacer sus -devociones vespertinas—colarme en su dormitorio y revolverle los -cajones de la cómoda, que los tenía en un orden admirable. Aquellos -cajones eran para mí un museo: siempre tropezaba en ellos con alguna -cosa rara, antigua, que exhalaba un olorcillo arcáico y discreto, el -aroma de los abanicos de sándalo que andaban por allí perfumando la<span class="pagenum"><a name="page_119" id="page_119"></a>{119}</span> -ropa blanca. Acericos de raso descolorido ya; mitones de malla, muy -doblados entre papel de seda; estampitas de santos; enseres de costura; -un <i>ridículo</i> de terciopelo azul bordado de canutillo; un rosario de -ámbar y plata, fueron apareciendo por los rincones: yo los curioseaba y -los volvía á su sitio. Pero un día—me acuerdo lo mismo que si fuese -hoy—en la esquina del cajón superior y al través de unos cuellos de -rancio encaje, ví brillar un objeto dorado.... Metí las manos, arrugué -sin querer las puntillas, y saqué un retrato, una miniatura sobre -marfil, que mediría tres pulgadas de alto, con marco de oro.</p> - -<p>Me quedé como embelesado al mirarla. Un rayo de sol se filtraba por la -vidriera y hería la seductora imagen, que parecía querer desprenderse -del fondo obscuro y venir hacia mí. Era una criatura hermosísima, como -yo no la había visto jamás sino en mis sueños de adolescente, cuando los -primeros estremecimientos de la pubertad me causaban, al caer la tarde, -vagas tristezas y anhelos indefinibles. Podría la dama del retrato -frisar en los veinte y pico; no era una virgencita cándida, capullo á -medio abrir, sino una mujer en quien ya resplandecía todo el fulgor de -la belleza. Tenía la cara oval, pero no muy prolongada; los labios -carnosos, entreabiertos y risueños; los ojos lánguidamente entornados, y -un hoyuelo en la barba, que parecía abierto por la yema del dedo -juguetón de Cupido. Su peinado era extraño y gracioso: un grupo -compacto, á manera<span class="pagenum"><a name="page_120" id="page_120"></a>{120}</span> de piña de bucles al lado de las sienes y un cesto -de trenzas en lo alto de la cabeza. Este peinado antiguo, que remangaba -en la nuca, descubría toda la morbidez de la fresca garganta, donde el -hoyo de la barbilla se repetía más delicado y suave. En cuanto al -vestido..... Yo no acierto á resolver si nuestras abuelas eran de suyo -menos recatadas de lo que son nuestras esposas, ó si los confesores de -antaño gastaban manga más ancha que los de hogaño; y me inclino á creer -esto último, porque hará unos sesenta años las hembras se preciaban de -cristianas y devotas, y no desobedecerían á su director de conciencia en -cosa tan grave y patente. Lo indudable es que si en el día se presenta -alguna señora con el traje de la dama del retrato, ocasiona un motín; -pues desde el talle (que nacía casi en el sobaco) sólo la velaban leves -ondas de gasa diáfana, señalando, mejor que cubriendo, dos escándalos de -nieve, por entre los cuales serpeaba un hilo de perlas, no sin descansar -antes en la tersa superficie del satinado escote. Con el propio impudor -se ostentaban los brazos redondos, dignos de Juno, rematados por manos -esculturales..... Al decir <i>manos</i> no soy exacto, porque en rigor, sólo -una mano se veía, y esa apretaba un pañuelo rico.</p> - -<p>Aún hoy me asombro del fulminante efecto que la contemplación de aquella -miniatura me produjo, y de cómo me quedé arrobado, suspensa la -respiración, comiéndome el retrato con los ojos. Ya había yo visto aquí -y acullá<span class="pagenum"><a name="page_121" id="page_121"></a>{121}</span> estampas que representaban mujeres bellas; frecuentemente, en -las <i>Ilustraciones</i>, en los grabados mitológicos del comedor, en los -escaparates de las tiendas, sucedía que una línea gallarda, un contorno -armonioso y elegante, cautivaba mis miradas precozmente artísticas; pero -la miniatura encontrada en el cajón de mi tía, aparte de su gran -gentileza, se me figuraba como animada de sutil aura vital; advertíase -en ella que no era el capricho de un pintor, sino imagen de persona -real, efectiva, de carne y hueso. El rico y jugoso tono del empaste, -hacía adivinar, bajo la nacarada epidermis, la sangre tibia; los labios -se desviaban para lucir el esmalte de los dientes; y, completando la -ilusión, corría alrededor del marco una orla de cabellos naturales, -castaños, ondeados y sedosos, que habían crecido en las sienes del -original. Lo dicho: aquello, más que copia, era reflejo de persona viva, -de la cual sólo me separaba un muro de vidrio..... Puse la mano en él, -lo calenté con mi aliento, y se me ocurrió que el calor de la misteriosa -deidad se comunicaba á mis labios y circulaba por mis venas. Estando en -esto, sentí pisadas en el corredor. Era mi tía que regresaba de sus -rezos. Oí su tos asmática y el arrastrar de sus pies gotosos. Tuve -tiempo no más que de dejar la miniatura en el cajón, cerrarlo, y -arrimarme á la vidriera, adoptando una actitud indiferente y nada -sospechosa.</p> - -<p>Entró mi tía sonándose recio, porque el frío de la iglesia le había -encrudecido el catarro ya<span class="pagenum"><a name="page_122" id="page_122"></a>{122}</span> crónico. Al verme se animaron sus ribeteados -ojillos, y, dándome un amistoso bofetoncito con la seca palma, me -preguntó si le había revuelto los cajones, según costumbre.</p> - -<p>Después, sonriéndose con picardía:</p> - -<p>—Aguarda, aguarda—añadió—voy á darte algo, que te chuparás los dedos.</p> - -<p>Y sacó de su vasta faltriquera un cucurucho, y del cucurucho tres ó -cuatro bolitas de goma adheridas entre sí, como aplastadas, que me -infundieron asco.</p> - -<p>La estampa de mi tía no convidaba á que uno abriese la boca y se zampase -el confite: muchos años, la dentadura traspillada, los ojos enternecidos -más de lo justo, unos asomos de bigote ó cerdas sobre la hundida boca, -la raya de tres dedos de ancho, unas canas sucias revoloteando sobre las -sienes amarillas, un pescuezo flácido y lívido como el moco del pavo -cuando está de buen humor... Vamos, que yo no tomaba las bolitas, ¡ea! -Un sentimiento de indignación: una protesta varonil se alzó en mí, y -declaré con energía:</p> - -<p>—No quiero, no quiero.</p> - -<p>—¿No quieres? ¡Gran milagro! ¡Tú que eres más goloso que la gata!</p> - -<p>—Ya no soy ningún chiquillo—exclamé creciéndome, empinándome en la -punta de los pies—y no quiero dulces.</p> - -<p>La tía me miró entre bondadosa é irónica, y al fin, cediendo á la gracia -que le hice, soltó el trapo, con lo cual se desfiguró y puso patente la -espantable anatomía de sus quijadas. Reíase<span class="pagenum"><a name="page_123" id="page_123"></a>{123}</span> de tan buena gana, que se -besaban barba y nariz, ocultando los labios, y se le señalaban dos -arrugas, ó mejor, dos zanjas hondas, y más de una docena de pliegues en -mejillas y párpados; al mismo tiempo, la cabeza y el vientre se le -columpiaban con las sacudidas de la risa, hasta que al fin vino la tos á -interrumpir las carcajadas, y entre risas y tos, involuntariamente, la -vieja me regó la cara con un rocío de saliva... Humillado y lleno de -repugnancia, huí á escape y no paré hasta el cuarto de mi madre, donde -me lavé con agua y jabón, y me dí á pensar en la dama del retrato.</p> - -<p>Y desde aquel punto y hora ya no acerté á separar mi pensamiento de -ella. Salir la tía y escurrirme yo hacia su aposento, entreabrir el -cajón, sacar la miniatura y embobarme contemplándola, todo era uno. A -fuerza de mirarla, figurábaseme que sus ojos entornados, al través de la -voluptuosa penumbra de las pestañas, se fijaban en los míos, y que su -blanco pecho respiraba afanosamente. Me llegó á dar vergüenza besarla, -imaginando que se enojaba de mi osadía, y sólo la apretaba contra el -corazón, ó arrimaba á ella el rostro. Todas mis acciones y pensamientos -se referían á la dama; tenía con ella extraños refinamientos y -delicadezas nimias. Antes de entrar en el cuarto de mi tía y abrir el -codiciado cajón, me lavaba, me peinaba, me componía, como ví después que -suele hacerse para acudir á las citas amorosas.</p> - -<p>Me sucedía á menudo encontrar en la calle<span class="pagenum"><a name="page_124" id="page_124"></a>{124}</span> á otros niños de mi edad, muy -armados ya de su cacho de novia, que ufanos me enseñaban cartitas, -retratos y flores, preguntándome si yo no escogería también <i>mi niña</i> -con quien cartearme. Un sentimiento de pudor inexplicable me ataba la -lengua, y sólo les contestaba con enigmática y orgullosa sonrisa. Cuando -me pedían parecer acerca de la belleza de sus damiselillas, me encogía -de hombros y las calificaba desdeñosamente de <i>feas</i> y <i>fachas</i>. Ocurrió -cierto domingo que fuí á jugar á casa de unas primitas mías, muy -graciosas en verdad, y que la mayor no llegaba á los quince. Estábamos -muy entretenidos en ver un estereóscopo, y de pronto una de las -chiquillas, la menor, doce primaveras á lo sumo, disimuladamente me -cogió la mano, y conmovidísima, colorada como una brasa, me dijo al -oído:</p> - -<p>—Toma.</p> - -<p>Al propio tiempo sentí en la palma de la mano una cosa blanda y fresca, -y ví que era un capullo de rosa, con su verde follaje. La chiquilla se -apartaba sonriendo y echándome una mirada de soslayo; pero yo, con un -puritanismo digno del casto José, grité á mi vez:</p> - -<p>—¡Toma!</p> - -<p>Y le arrojé el capullo á la nariz, desaire que la tuvo toda la tarde -llorosa y de monos conmigo, y que aún á estas fechas, que se ha casado y -tiene tres hijos, no me ha perdonado probablemente.</p> - -<p>Siéndome cortas para admirar el mágico retrato las dos ó tres horas que -entre mañana y<span class="pagenum"><a name="page_125" id="page_125"></a>{125}</span> tarde se pasaba mi tía en la iglesia, me resolví por fin -á guardarme la miniatura en el bolsillo, y anduve todo el día -escondiéndome de la gente lo mismo que si hubiese cometido un crimen. Se -me antojaba que el retrato, desde el fondo de su cárcel de tela, veía -todas mis acciones, y llegué al ridículo extremo de que si quería -rascarme una pulga, atarme un calcetín ó cualquiera otra cosa menos -conforme con el idealismo de mi amor purísimo, sacaba primero la -miniatura, la depositaba en sitio seguro y después me juzgaba libre de -hacer lo que más me conviniese. En fin, desde que hube consumado el -robo, no cabía en mí; de noche lo escondía bajo la almohada y me dormía -en actitud de defenderlo; el retrato quedaba vuelto hacia la pared, yo -hacia la parte de afuera, y despertaba mil veces con temor de que -viniesen á arrebatarme mi tesoro. Por fin lo saqué de debajo de la -almohada y lo deslicé entre la camisa y la carne, sobre la tetilla -izquierda, donde al día siguiente se podían ver impresos los cincelados -adornos del marco.</p> - -<p>El contacto de la cara miniatura me produjo sueños deliciosos. La dama -del retrato, no en efigie, sino en su natural tamaño y proporciones, -viva, airosa, afable, gallarda, venía hacia mí para conducirme á su -palacio, en un carruaje de blandos almohadones. Con dulce autoridad me -hacía sentar á sus pies en un cojín, y me pasaba la torneada mano por la -cabeza, acariciándome la frente, los ojos y el revuelto pelo. Yo le leía -en un gran misal, ó tocaba el laúd, y ella se<span class="pagenum"><a name="page_126" id="page_126"></a>{126}</span> dignaba sonreirse, -agradeciéndome el placer que la causaban mis canciones y lecturas. En -fin, las reminiscencias románticas me bullían en el cerebro, y ya era -paje, ya trovador.</p> - -<p>Con todas estas imaginaciones, el caso es que fuí adelgazando de un modo -notable, y lo observaron con gran inquietud mis padres y mi tía.</p> - -<p>—En esa difícil y crítica edad del desarrollo, todo es alarmante—dijo -mi padre, que solía leer libros de medicina y estudiaba con recelo las -ojeras obscuras, los ojos apagados, la boca contraída y pálida, y sobre -todo, la completa falta de apetito que se apoderaba de mí.</p> - -<p>—Juega, chiquillo; come, chiquillo—solían decirme.</p> - -<p>Y yo les contestaba con abatimiento:</p> - -<p>—No tengo ganas.</p> - -<p>Empezaron á discurrirme distracciones; me ofrecieron llevarme al teatro; -me suspendieron los estudios, y diéronme á beber leche recién ordeñada y -espumosa. Después me echaron por el cogote y la espalda duchas de agua -fría, para fortificar mis nervios; y noté que mi padre, en la mesa ó por -las mañanas cuando iba á su alcoba á darle los buenos días, me miraba -fijamente un rato y á veces sus manos se escurrían por mi espinazo -abajo, palpando y tentando mis vértebras. Yo bajaba hipócritamente los -ojos, resuelto á dejarme morir antes que confesar el delito. En -librándome de la cariñosa fiscalización de la familia, ya estaba con mi -dama del retrato. Por fin, para mejor acercarme<span class="pagenum"><a name="page_127" id="page_127"></a>{127}</span> á ella, acordé suprimir -el frío cristal: vacilé al ir á ponerlo en obra; al cabo pudo más el -amor que el vago miedo que semejante profanación me inspiraba, y con -gran destreza logré arrancar el vidrio y dejar patente la plancha de -marfil.</p> - -<p>Al apoyar en la pintura mis labios y percibir la tenue fragancia de la -orla de cabellos, se me figuró con más evidencia que era persona -viviente la que estrechaban mis manos trémulas. Un desvanecimiento se -apoderó de mí, y quedé en el sofá como privado de sentido, apretando la -miniatura.</p> - -<p>Cuando recobré el conocimiento ví á mi padre, á mi madre, á mi tía, -todos inclinados hacia mí con sumo interés; leí en sus caras el asombro -y el susto; mi padre me pulsaba, meneaba la cabeza y murmuraba:</p> - -<p>—Este pulso parece un hilito, una cosa que se va.</p> - -<p>Mi tía, con sus dedos ganchudos, se esforzaba en quitarme el retrato, y -yo, maquinalmente, lo escondía y aseguraba mejor.</p> - -<p>—Pero chiquillo... ¡suelta, que lo echas á perder!—exclamaba ella. ¿No -ves que lo estás borrando? Si no te riño, hombre... yo te lo enseñaré -cuantas veces quieras; pero no lo estropees; suelta, que le haces daño.</p> - -<p>—Déjaselo—suplicaba mi madre—el niño está malito.</p> - -<p>—¡Pues no faltaba más!—contestó la solterona.—¡Dejarlo! ¿Y quién hace -otro como ese... ni quién me vuelve á mí á los tiempos aquéllos?<span class="pagenum"><a name="page_128" id="page_128"></a>{128}</span> ¡Hoy -en día nadie pinta miniaturas... eso se acabó... y yo también me acabé y -no soy lo que ahí aparece!</p> - -<p>Mis ojos se dilataban de horror; mis manos aflojaban la pintura. No sé -cómo pude articular:</p> - -<p>—Usted... el retrato... es usted...</p> - -<p>—¿No te parezco tan guapa, chiquillo? ¡Bah! veintitrés años son más -bonitos que... que... que no sé cuántos, porque no llevo la cuenta; -nadie ha de robármelos!</p> - -<p>Doblé la cabeza, y acaso me desmayaría otra vez; lo cierto es que mi -padre me llevó en brazos á la cama, y me hizo tragar unas cucharadas de -Oporto.</p> - -<p>Convalecí presto y no quise entrar más en el cuarto de mi tía.<span class="pagenum"><a name="page_129" id="page_129"></a>{129}</span></p> - -<h2><a name="LA_INSPIRACION" id="LA_INSPIRACION"></a><img src="images/ill_pg_129.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -La inspiración</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">T</span>EMPORADA fatal estaba pasando el ilustre Fausto, el gran poeta. Por una -serie de circunstancias engranadas con persistencia increíble, todo le -salía mal, todo fallido, raquítico, como si en torno suyo se secasen los -gérmenes y la tierra se esterilizase. Sin ser viejo de cuerpo, envejecía -rápidamente su alma, deshojándose en triste otoñada sus amarillentas -ilusiones. Lo que le abrumaba no era dolor, sino atonía de su ardorosa -sensibilidad y de su imaginación fecunda.</p> - -<p>Acababa de romper relaciones con una mujer á quien no amaba; aquello -principió por una comedia sentimental, y duró entre una eternidad de -tedio, el cansancio insufrible del actor que representa un papel -antipático, que ya va olvidando de puro sabido, en un drama sin interés -y sin literatura. Y, no obstante, cuando la mujer mirada con tanta -indiferencia<span class="pagenum"><a name="page_130" id="page_130"></a>{130}</span> le suplantó descaradamente y le hizo blanco de acerbas -pullas que se repetían en los salones, Fausto sintió una de esas -amarguras secas, irritantes, que ulceran el alma, y quedó, sin -querérselo confesar, descontento de sí, rebajado á sus propios ojos, -saturado de un escepticismo vulgar y prosaico, embebido de la ingrata -convicción de que su mente ya no volvería á crear obra de arte, ni su -corazón á destilar sentimiento.</p> - -<p>Sí; Fausto se imaginaba que no era poeta ya. Así como los místicos -tienen horas en que la frialdad que advierten les induce á dudar de su -propia fe, los artistas desfallecen en momentos dados, creyéndose -impotentes, paralíticos, muertos. Recluído en su gabinete, Fausto -llamaba á la musa; pero en vano brillaba la lámpara, ardía la chimenea, -exhalaban perfume los jacintos y las violetas, susurraba la seda del -cortinaje: la infiel no acudía á la cita, y Fausto, con la frente -calenturienta apoyada en la palma de la mano—actitud familiar para -todos los que han luchado á solas con el ángel rebelde—no sentía fluir -ni una gota del manantial delicioso: solo veía rocas negras, áridos -arenales caldeados por el sol del desierto.</p> - -<p>En aquellos momentos de agonía, su conciencia le acusaba, diciéndole que -la decadencia del artista procedía del indiferentismo del hombre; que la -poesía no acude á los páramos, sino á los oasis, y que si no podía -volver á amar, tampoco podría volver á aparear versos—como quien unce -parejas de corzas blancas<span class="pagenum"><a name="page_131" id="page_131"></a>{131}</span> al mismo carro de oro.—Las mujeres que le -habían burlado y abandonado eran, sin duda, indignas de su amor; pero -tampoco él—Fausto, el poeta, el soñador, el ave—se había tomado el -trabajo de quererlo inspirar, ni menos de sentirlo. El desierto no era -el alma ajena, era su alma; quien sólo ofrece llanuras candentes y -peñascales yermos, no extrañe que el viajero cansado no se siente á -reposar, ni quiera dormir larga y dulce siesta, como la que se duerme á -la sombra de las palmeras verdes, al lado del fresco pozo...</p> - -<p>Paseábase Fausto una tarde de Septiembre, á pie y sin objeto, por una de -las solitarias rondas madrileñas, y al borde de un solar cercado de -tablas divisó grupos de gente que examinaba con muestras de vivísimo -interés, algo caído en el suelo. Las cabezas se inclinaban, y del corro -salían exclamaciones de lástima y admiración. Fausto iba á pasar sin -hacer caso; pero una sensación indefinible de curiosidad cruel le empujó -al remolino. Pensó que la realidad es madre de la poesía, y que á veces -del incidente más vulgar salta la chispa generadora. No sin algún -trabajo consiguió abrirse camino, y ya en primera fila, pudo ver lo que -causaba el asombro de aquel gentío humilde.</p> - -<p>Sobre la hierba enteca y mísera que á duras penas brotaba del terreno -arcilloso, yacía tendida una mujer joven, de sorprendente belleza. La -palidez de la muerte, y esa especie de misteriosa dignidad y calma que -imprime á las facciones, la hacían semejante á perfectísimo busto<span class="pagenum"><a name="page_132" id="page_132"></a>{132}</span> de -mármol, y el ligero vidriado de los árabes ojos no amenguaba su dulzura. -El pelo, suelto, rodeaba como un cojín de terciopelo mate la faz, y la -boca, entreabierta, dejaba ver los dientes de nácar entre los -descoloridos y puros labios. No se distinguía herida alguna en el cuerpo -de la joven, y sus ropas conservaban decente compostura. Estaba echada -de lado. Una faja de lana unía su cintura á la de un mocetón feo y -tosco, muerto también, de un balazo que, entrando por el oído, había -roto el cráneo. Sin duda en la agonía de los dos enamorados la faja -debió de aflojarse, pues la mujer aparecía algo vuelta hacia la derecha, -y el mozo á la izquierda, como desviándose de su compañera en el morir.</p> - -<p>Con mezcla de piedad y de enojo, los albañiles, las lavanderas y los -guardias de orden público comentaban el trágico suceso.—Tratábase de un -doble suicidio, concertado de antemano, y hasta anunciado por el bruto -del mozo, en una taberna, la noche anterior.—La oposición de los padres -de ella, las malas costumbres de él, y el haber caído soldado, eran la -causa. Ella no podía resignarse á la separación: ella misma, la mujer -apasionada, había lanzado la terrible idea, acogida con fruición -estúpida por el hombre celoso y feroz: morir, irse abrazados á donde -Dios dispusiese; no apartarse ya nunca; pese á quien pese, desposarse en -el ataúd... Sin dilación adquirió el revólver, y después de una mañana -que pasaron juntos almorzando en un ventorro, los dos amantes se<span class="pagenum"><a name="page_133" id="page_133"></a>{133}</span> habían -recogido al extraviado solar, donde, arrollando primero la faja del mozo -alrededor de ambas cinturas, ella había tendido con sublime confianza el -seno izquierdo, sin que, ni al sentir sobre el corazón el cañón del -arma, se borrase de sus labios aquella sonrisa que aún conservaba fija -en la boca, ¡aquella sonrisa que lucía los dientes de nácar entre los -descoloridos y puros labios!</p> - -<p>Por la noche, al retirarse Fausto á su casa, percibió una fiebre -singular que conocía de antemano, pues solía experimentarla cada vez que -se renovaba su ser con afectos nunca sentidos. Semejante excitación -nerviosa señalaba, como la manecilla del reloj, las etapas sucesivas de -su vida moral. La alegría extremada, la pena vehemente é inconsolable se -anunciaban igualmente para Fausto con un desasosiego raro, una inquietud -del corazón, que ya acelera sus latidos, ya se aquieta y desmaya hasta -el síncope. Las horas nocturnas las contó desvelado en la cama: no podía -apartar del pensamiento la imagen de la muchacha muerta; y mientras -volvía á ver el solar, el corro de curiosos, el grupo trágico de los -amantes que abrazados emprenden el viaje sin regreso, un bullir confuso -de rimas, un surgir de estrofas incompletas, un rodar oceánico de versos -sonoros ascendía de su corazón palpitante á su cerebro, y bajaba -después, á manera de corriente impetuosa, á su mano impaciente ya de -asir la pluma...</p> - -<p>Lo más raro de todo era que Fausto, con la<span class="pagenum"><a name="page_134" id="page_134"></a>{134}</span> fantasía, enmendaba la plana -al ciego Destino. La hermosa niña que había recibido en el seno -izquierdo la bala, no estaba enamorada del bárbaro y plebeyo borrachín, -del perdulario soez que descansaba á su lado, y que la amarró con la -faja antes de darle muerte. No: el predilecto de aquella mujer que sabía -querer y morir; el que antes de asesinarla había aspirado el aliento de -su boca de virgen, era Fausto, el poeta; Fausto, que por fin encontraba -su ideal, y que al encontrarlo prefería dejar la tierra, sellando con el -sello de lo irreparable tan magnífica pasión.</p> - -<p>¿Quién duda que sólo Fausto, capaz de comprender el valor de la acción -sublime, merecía haberla inspirado? Corrigiendo la inepcia de los -hechos, despreciando la vana apariencia de lo real, Fausto recogía para -sí la ardiente flor amorosa, la flor de sangre sembrada en el erial de -la ronda madrileña. Él era el compañero de aquella muerta que sonreía; -él era quien había apoyado el revólver sobre el impávido seno de la -heroina, no sólo tranquila ante la muerte, sino prendada de la muerte -que une eternamente, sin separación posible, á los que se quisieron con -delirio... Y la sugestión fue tan fuerte, que Fausto arrojó las sábanas, -encendió luz y empezó á emborronar papel...</p> - -<p class="dtts">...............................</p> - -<p>Tal fué el origen del poema <i>Juntos</i>, el mejor timbre de gloria de -Fausto, lo que consagrará ante la posteridad su nombre, porque<span class="pagenum"><a name="page_135" id="page_135"></a>{135}</span> <i>Juntos</i> -es (lo afirma la crítica) una maravilla de sentimiento verdadero, y se -comprende que está escrito con lágrimas vivas del poeta, que corresponde -á penas y goces no fingidos,—á algo que no se inventa, porque no puede -inventarse.<span class="pagenum"><a name="page_136" id="page_136"></a>{136}</span></p> - -<h2><a name="CHAMPAGNE" id="CHAMPAGNE"></a><img src="images/ill_pg_136.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Champagne</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">A</span>L destaparse la botella de dorado casco, se obscurecieron los ojos de -la compañera momentánea de Raimundo Valdés, y aquella sombra de dolor ó -de recuerdo despertó la curiosidad del joven, que se propuso inquirir -por qué una hembra que hacía profesión de jovialidad se permitía -demostrar sentimientos tristes, lujo reservado solamente á las mujeres -honradas, dueñas y señoras de su espíritu y de su corazón.</p> - -<p>Solicitó una confidencia y, sin duda, la <i>prógima</i> se encontraba en uno -de esos instantes en que se necesita expansión, y se le dice al primero -que llega lo que más hondamente puede afectarnos, pues sin dificultades -ni remilgos contestó, pasándose las manos por los ojos:</p> - -<p>—Me conmueve siempre ver abrir una botella de Champagne, porque ese -vino me costó muy caro... el día de mi boda.<span class="pagenum"><a name="page_137" id="page_137"></a>{137}</span></p> - -<p>—¿Pero tú te has casado alguna vez... ante un cura?—preguntó Raimundo -con festiva insolencia.</p> - -<p>—Ojalá no—repuso ella con el acento de la verdad, con franqueza -impetuosa.—Por haberme casado ando como me veo.</p> - -<p>—Vamos, ¿tu marido será algún tramposo, algún perdis?</p> - -<p>—Nada de eso. Administra muy bien lo que tiene, y posee miles de -duros... miles, sí, ó cientos de miles.</p> - -<p>—Chica, ¡cuántos duros! En ese caso... ¿te daba mala vida? ¿Tenía líos? -¿Te pegaba?</p> - -<p>—Ni me dió mala vida, ni me pegó, ni tuvo líos, que yo sepa... ¡Después -sí que me han pegado! Lo que hay es que le faltó tiempo para darme vida -mala ni buena, porque estuvimos juntos, ya casados, un par de horas nada -más.</p> - -<p>—¡Ah!—murmuró Valdés, presintiendo una aventura interesante.</p> - -<p>—Verás lo que pasó, prenda. Mis padres fueron personas muy regulares, -pero sin un céntimo. Papá tenía un empleíllo, y con el angustiado sueldo -se las arreglaban. Murió mi madre; á mi padre le quitaron el destino... -y como no podía mantenernos el pico á mi hermano y á mí, y era bastante -guapo, se dejó camelar por una jamona muy rica, y se casó con ella en -segundas. Al principio mi madrastra se portó... vamos, bien: no nos -miraba á los hijastros con malos ojos. Pero así que yo fuí creciendo y -haciéndome mujer, y que los hombres, dieron en decirme cosas en la -calle, comprendí que en<span class="pagenum"><a name="page_138" id="page_138"></a>{138}</span> casa me cobraban ojeriza. Todo cuanto yo hacía -era mal hecho, y tenía siempre detrás al juez y al alguacil... la -madrastra. Mi padre se puso muy pensativo, y comprendí que le llegaba al -alma que se me tratase mal. Y lo que resultó de estas trifulcas, fué que -se echaron á buscarme marido para zafarse de mí. Por casualidad lo -encontraron pronto, sujeto acomodado, cuarentón, formal, recomendable, -seriote... En fin, mi mismo padre se dió por contento y convino en que -era una excelente proporción la que se me presentaba. Así es que ellos -en confianza trataron y arreglaron la boda, y un día, encontrándome yo -bien descuidada... ¡á casarse! y no vale replicar.</p> - -<p>—¿Y qué efecto te hizo la noticia? ¿Malo, eh?</p> - -<p>—Malísimo... porque yo tenía la tontuna de estar enamorada hasta los -tuétanos, como se enamora una chiquilla, pero chiquilla forrada de -mujer... de <i>uno</i> de infantería, un teniente pobre como las ratas... y -se me había metido en la cabeza que aquel había de ser mi marido apenas -saliese á capitán. Las súplicas de mi padre; los consejos de las amigas; -las órdenes y hasta los pescozones de mi madrastra—que no me dejaba -respirar—me aturdieron de tal manera, que no me atreví á resistir. Y -vengan regalos, y desclávense cajones de vestidos enviados de Madrid, y -cuélguese usted los faralaes blancos, y préndase el embelequito de la -corona de azahar, y á la iglesia, y ahí te suelto la bendición, y en -seguida gran comilona, los amigos de la familia y la parentela del novio -que brindan<span class="pagenum"><a name="page_139" id="page_139"></a>{139}</span> y me ponen la cabeza como un bombo, á mí que más ganas -tenía de lloriquear que de probar bocado...</p> - -<p>—Hija, por ahora no encuentro mucho de particular en tu historia. -Casarse así, rabiando y por máquina, es bastante frecuente.</p> - -<p>—Aguarda, aguarda—advirtió amenazándome con la mano.—Ahora entra lo -ridículo, la peripecia... Pues señor, yo en mi vida había probado el tal -Champagne... Me sirvieron la primera copa para que contestase á los -brindis, y después de vaciarla me pareció que me sentía con más ánimos, -que se me aliviaban el malestar y la negra tristeza. Bebí la segunda, y -el buen efecto aumentó. La alegría se me derramaba por el cuerpo... -Entonces me deslicé á tomar tres, cuatro, cinco, quizás media docena...</p> - -<p>Los convidados bromeaban celebrando la gracia de que bebiese así, y yo -bebía buscando en la especie de vértigo que causa el Champagne un olvido -completo de lo que había de suceder y de lo que me estaba sucediendo ya. -Sin embargo, me contuve antes de llegar á trastornarme por completo, y -sólo podían notar en la mesa que reía muy alto, que me relucían los -ojos, y que estaba sofocadísima.</p> - -<p>Nos esperaba un coche á mi marido y á mí, coche que nos había de llevar -á una casa de campo de él, á pasar la primer semana después de la -boda.—Chiquillo, no sé si fué el movimiento del coche ó si fué el aire -libre, ó buenamente que estaba yo como una uva,—pero lo<span class="pagenum"><a name="page_140" id="page_140"></a>{140}</span> cierto es que -apenas me ví sola con el tal hombre y él pretendió hacerme garatusas -cariñosas, se me desató la lengua, se me arrebató la sangre, y le solté -de pe á pa lo del teniente, y que sólo al teniente quería, y teniente va -y teniente viene, y dale con si me han casado contra mi gusto, y toma -conque ya me desquitaría y le mataría á palos... Barbaridades, cosas que -inspira el vino á los que no acostumbran... Y mi esposo, más pálido que -un muerto, mandó que volviese atrás el coche, y en el acto me devolvió á -mi casa.—Es decir, esto me lo dijeron luego, porque yo, de puro -borrachina... de nada me enteré.</p> - -<p>—¿Y nunca más te quiso recibir tu marido?</p> - -<p>—Nunca más. Parece que le espeté atrocidades tremendas. Ya ves; quien -hablaba por mi boca era el maldito espumoso...</p> - -<p>—¿Y... en tu casa? ¿Te admitieron contentos?</p> - -<p>—¡Quiá! Mi madrastra me insultaba horriblemente, y mi padre lloraba por -los rincones... Preferí tomar la puerta, ¡qué caramba!</p> - -<p>—¿Y... el teniente?</p> - -<p>—¡Sí, busca teniente! Al saber mi boda se había echado otra novia, y se -casó con ella poco después.</p> - -<p>—¿Sabes que has tenido mala sombra?</p> - -<p>—Mala por cierto... Pero creo que si todas las mujeres hablasen lo que -piensan, como hice yo por culpa del Champagne, más de cuatro y más de -ocho se verían peor que esta individua.</p> - -<p>—¿Y no te da tu marido alimentos? La ley le obliga.<span class="pagenum"><a name="page_141" id="page_141"></a>{141}</span></p> - -<p>—¡Bah! Eso ya me lo avisó un abogadito que tuve... ¡El diablo que se -meta á pleitear! ¿Voy á pedirle que me mantenga á ese, después del -desengaño que le costé? Anda, ponme más Champagne... Ahora ya puedo -beber lo que quiera. No se me escapará ningún secreto.<span class="pagenum"><a name="page_142" id="page_142"></a>{142}</span></p> - -<h2><a name="SOR_APARICION" id="SOR_APARICION"></a><img src="images/ill_pg_142.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Sor Aparición</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">E</span>N el convento de las Clarisas de S..., al través de la doble reja baja, -ví á una monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero -tenía el rostro pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz, y -guardaba inmovilidad absoluta. No parecía más viva que los yacentes -bultos de una reina y una infanta, cuyos mausoleos de alabastro -adornaban el coro. De pronto la monja prosternada se incorporó, sin duda -para respirar, y pude distinguir sus facciones. Se notaba que había -debido de ser muy hermosa en sus juventudes, como se conoce que unos -paredones derruídos fueron palacios espléndidos. Lo mismo podría contar -la monja ochenta años que noventa: su cara, de una amarillez sepulcral, -su temblorosa cabeza, su boca consumida, sus cejas blancas, revelaban -ese grado sumo de la senectud en que hasta es insensible el paso del -tiempo.<span class="pagenum"><a name="page_143" id="page_143"></a>{143}</span></p> - -<p>Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo, -eran los ojos. Desafiando á la edad, conservaban, por caso extraño, su -fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y -dramática. La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes -ojos volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en -el claustro ofreciendo á Dios un corazón inocente; delataban un pasado -borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí -ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase á alguien -conocedor del secreto de la religiosa.</p> - -<p>Sirvióme la casualidad á medida del deseo. La misma noche, en la mesa -redonda de la posada, trabé conversación con un caballero machucho, muy -comunicativo y más que medianamente perspicaz, de esos que gozan cuando -enteran á un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en par -el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de las Claras -é indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja, mi -guía exclamó:</p> - -<p>—¡Ah! ¡Sor Aparición! Ya lo creo, ya lo creo... Tiene un <i>no sé qué</i> en -los ojos... Lleva escrita allí su historia. Donde usted la ve, los dos -surcos de las mejillas, que de cerca parecen canales, se los han abierto -las lágrimas. ¡Llorar más de cuarenta años! Ya corre agua salada en -tantos días... El caso es que el agua no le ha apagado las brasas de la -mirada... ¡Pobre Sor Aparición! Le puedo descubrir á usted el <i>quid</i><span class="pagenum"><a name="page_144" id="page_144"></a>{144}</span> de -su vida mejor que nadie, porque mi padre la conoció moza, y hasta creo -que la hizo unas miajas el amor... ¡Es que era una deidad!</p> - -<p>Sor Aparición se llamó en el siglo Irene. Sus padres eran gente hidalga, -ricachos de pueblo; tuvieron varios retoños, pero los perdieron, y -concentraron en Irene el cariño y el mimo de hija única. El pueblo donde -nació se llama A... Y el destino, que con las sábanas de la cuna empieza -á tejer la cuerda que ha de ahorcarnos, hizo que en ese mismo pueblo -viese la luz, algunos años antes que Irene, el famoso poeta...</p> - -<p>Lancé una exclamación y pronuncié, adelantándome al narrador, el -glorioso nombre del autor del <i>Arcángel maldito</i>,—tal vez el más -genuino representante de la fiebre romántica;—nombre que lleva en sus -sílabas un eco de arrogancia desdeñosa, de mofador desdén, de acerba -ironía y de nostalgia desesperada y blasfemadora. Aquel nombre y el -mirar de la religiosa se confundieron en mi imaginación, sin que todavía -el uno me diese la clave del otro, pero anunciando ya, al aparecer -unidos, un drama del corazón de esos que chorrean viva sangre.</p> - -<p>—El mismo—repitió mi interlocutor—el célebre Juan de Camargo, orgullo -del pueblecito de A..., que ni tiene aguas minerales, ni santo -milagroso, ni catedral, ni lápidas romanas, ni nada notable que enseñar -á los que lo visitan, pero repite envanecido: «En esta casa de la plaza -nació Camargo.»</p> - -<p>—Vamos—interrumpí—ya comprendo; Sor Aparición... digo, Irene, se -enamoró de Camargo,<span class="pagenum"><a name="page_145" id="page_145"></a>{145}</span> él la desdeñó, y ella, para olvidar, entró en el -claustro...</p> - -<p>—¡Chsss!—exclamó el narrador sonriendo;—¡espere usted, espere usted, -que si no fuese más! De eso se ve todos los días; ni valdría la pena de -contarlo. No; el caso de Sor Aparición tiene miga. Paciencia, que ya -llegaremos al fin.</p> - -<p>De niña, Irene había visto mil veces á Juan de Camargo, sin hablarle -nunca, porque él era ya mozo y muy huraño y retraído: ni con los demás -chicos del pueblo se juntaba. Al romper Irene su capullo, Camargo, -huérfano, ya estudiaba leyes en Salamanca, y sólo venía á casa de su -tutor durante las vacaciones. Un verano, al entrar en A..., el -estudiante levantó por casualidad los ojos hacia la ventana de Irene y -reparó en la muchacha, que fijaba en él los suyos... unos ojos de date -preso, dos soles negros, porque ya ve usted lo que son todavía ahora. -Refrenó Camargo el caballejo de alquiler, para recrearse en aquella -soberana hermosura; Irene era un asombro de guapa. Pero la muchacha, -encendida como una amapola, se quitó de la ventana cerrándola de golpe. -Aquella misma noche, Camargo, que ya empezaba á publicar versos en -periodiquillos, escribió unos, preciosos, pintando el efecto que le -había producido la vista de Irene en el momento de llegar á su pueblo... -Y envolviendo en los versos una piedra, al anochecer la disparó contra -la ventana de Irene. Rompióse el vidrio, y la muchacha recogió el papel -y leyó los versos, no una vez, ciento, mil: los bebió, se empapó en -ellos. Sin<span class="pagenum"><a name="page_146" id="page_146"></a>{146}</span> embargo, aquellos versos, que no figuran en la colección de -las poesías de Camargo, no eran declaraciones amorosas, sino algo raro, -mezcla de queja é imprecación. El poeta se dolía de que la pureza y la -hermosura de la niña de la ventana no se hubiesen hecho para él, que era -un réprobo. Si él se acercase, marchitaría aquella azucena... Después -del episodio de los versos, Camargo no dió señales de acordarse de que -existía Irene en el mundo, y en Octubre se dirigió á Madrid. Empezaba el -período agitado de su vida, las aventuras políticas y la actividad -literaria.</p> - -<p>Desde que Camargo se marchó, Irene se puso triste, llegando á enfermar -de pasión de ánimo. Sus padres intentaron distraerla; la llevaron algún -tiempo á Badajoz, la hicieron conocer jóvenes, asistir á bailes; tuvo -adoradores, oyó lisonjas... pero no mejoró de humor ni de salud.</p> - -<p>No podía pensar sino en Camargo, á quien era aplicable lo que dice Byron -de <i>Lara</i>: que los que le veían no le veían en vano; que su recuerdo -acudía siempre á la memoria, pues hombres tales lanzan un reto al desdén -y al olvido. No creía la misma Irene hallarse enamorada; juzgábase sólo -víctima de un maleficio, emanado de aquellos versos tan sombríos, tan -extraños. Lo cierto es que Irene tenía eso que ahora llaman obsesión, y -á todas horas veía <i>aparecerse</i> á Camargo, pálido, serio, el rizado pelo -sombreando la pensativa frente... Los padres de Irene, al observar que -su hija se moría<span class="pagenum"><a name="page_147" id="page_147"></a>{147}</span> minada por un padecimiento misterioso, decidieron -llevarla á la corte, donde hay grandes médicos para consultar y también -grandes distracciones.</p> - -<p>Cuando Irene llegó á Madrid, era célebre Camargo. Sus versos fogosos, -altaneros, de sentimiento fuerte y nervioso, hacían escuela; sus -aventuras y genialidades se comentaban. Asociada con él una pandilla de -perdidos, de bohemios desenfadados é ingeniosos, cada noche inventaban -nuevas diabluras, y ya turbaban el sueño de los honrados vecinos, ya -realizaban las orgiásticas proezas á que aluden ciertas poesías -blasfemas y obscenas, que algunos críticos aseguran que no son de -Camargo en realidad. Con las borracheras y el libertinaje alternaban las -sesiones en las logias masónicas y en los comités; Camargo se preparaba -ya la senda de la emigración. No estaba enterada de todo esto la -provinciana y cándida familia de Irene; y como se encontrasen en la -calle al poeta, le saludaron alegres, que al fin era <i>de allá</i>.</p> - -<p>Camargo, sorprendido otra vez de la hermosura de la joven; notando que -al verle se teñían de púrpura las descoloridas mejillas de una niña tan -preciosa, les acompañó, y prometió visitar á sus convecinos. Quedaron -lisonjeados los pobres lugareños, y creció su satisfacción al notar que -de allí á pocos días, habiendo cumplido Camargo su promesa, Irene -revivía. Desconocedores de la crónica, les parecía Camargo un yerno -posible, y consintieron que menudease las visitas.<span class="pagenum"><a name="page_148" id="page_148"></a>{148}</span></p> - -<p>Veo en su cara de usted que cree adivinar el desenlace... ¡No lo -adivina! Irene, fascinada, trastornada como si hubiese bebido zumo de -yerbas, tardó sin embargo seis meses en acceder á una entrevista á -solas, en la misma casa de Camargo. La honesta resistencia de la niña -fué causa de que los perdidos amigotes del poeta se burlasen de él, y el -orgullo, que es la raíz venenosa de ciertos romanticismos, como el de -Byron y el de Camargo, inspiró á éste una apuesta, un desquite satánico, -infernal. Pidió, rogó, se alejó, volvió, dió celos, fingió planes de -suicidio, é hizo tanto, que Irene, atropellando por todo, consintió en -acudir á la peligrosa cita. Gracias á un milagro de valor y decoro, -salió de ella pura y sin mancha, y Camargo sufrió una chacota que le -enloqueció de despecho.</p> - -<p>A la segunda cita, se agotaron las fuerzas de Irene, se obscureció su -razón y fué vencida. Y cuando, confusa y trémula, yacía, cerrando los -párpados, en brazos del infame, éste exhaló una estrepitosa carcajada, -descorrió unas cortinas, é Irene vió que la devoraban los impuros ojos -de ocho ó diez hombres jóvenes, que también reían y palmoteaban -irónicamente...</p> - -<p>Irene se incorporó, dió un salto, y sin cubrirse, con el pelo suelto y -los hombros desnudos, se lanzó á la escalera y á la calle. Llegó á su -morada seguida de una turba de pilluelos que la arrojaban barro y -piedras. Jamás consintió decir de dónde venía, ni qué le había -sucedido.—Mi padre lo averiguó, porque, casualmente,<span class="pagenum"><a name="page_149" id="page_149"></a>{149}</span> era amigo de uno -de los de la apuesta de Camargo.—Irene sufrió una fiebre de septenarios -en que estuvo desahuciada; así que convaleció, entró en este -convento—lo más lejos posible de A...—Su penitencia ha espantado á las -monjas: ayunos increíbles; mezclar el pan con ceniza; pasarse tres días -sin beber; las noches de invierno descalza y de rodillas, en oración: -disciplinarse, llevar una argolla al cuello, una corona de espinas bajo -la toca, un rallo á la cintura...</p> - -<p>Lo que más edificó á sus compañeras, que la tienen por santa, fué el -continuo llorar. Cuentan—pero serán consejas—que una vez llenó de -llanto la escudilla del agua. ¡Y quién le dice á usted que de repente se -le quedan los ojos secos, sin una lágrima, y brillando de ese modo que -ha notado usted!—Esto aconteció más de veinte años hace; las gentes -piadosas creen que fué la señal del perdón de Dios. No obstante, Sor -Aparición, sin duda, no se cree perdonada, porque, hecha una momia, -sigue ayunando y postrándose y usando el cilicio de cerda...</p> - -<p>—Es que hará penitencia por dos—respondí, admirada de que en este -punto fallase la penetración de mi cronista.—¿Piensa usted que Sor -Aparición no se acuerda del alma infeliz de Camargo?<span class="pagenum"><a name="page_150" id="page_150"></a>{150}</span></p> - -<h2><a name="JUSTICIA" id="JUSTICIA"></a><img src="images/ill_pg_150.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -¿Justicia?</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">S</span>IN ser filósofo ni sabio; con sólo la viveza del natural discurso, -Pablo Roldán había llegado á formarse en muchas cuestiones un criterio -extraño é independiente; no digo que superior, porque no pienso que lo -sea,—pero al menos distinto del de la generalidad de los mortales.—En -todo tiempo habrán existido estas divergencias entre el modo de pensar -colectivo y el de algunos individuos innovadores ó retrógrados con -exceso, pues tanto nos separamos de nuestra época por adelantarnos como -por rezagarnos.</p> - -<p>Uno de los problemas que Pablo Roldán consideraba de modo original y -hasta chocante, era el de la infidelidad de la esposa. Es de advertir -que Pablo Roldán estaba casado, y con dama tan principal, moza, hermosa -y elegante, que se llevaba los ojos y quizás el corazón de cuantos la -veían. Un tesoro así debiera hacer<span class="pagenum"><a name="page_151" id="page_151"></a>{151}</span> vigilante á su guardador; pero Pablo -Roldán no sólo alardeaba de confianza ciega, rayana en descuido, sinó -que declaraba que la vigilancia le parecía inútil, porque no juzgándose -<i>propietario</i> de su bella mitad, no se creía en el caso de guardarla -como se guarda una viña, un huerto ó una caja de valores. Una -mujer—decía sonriendo Pablo—se diferencia de una fruta y de un rollo -de billetes de Banco, en que tiene conciencia y lengua. A nadie se le ha -ocurrido hacer responsable á la pavía si un ratero la hurta y se la -come. La mujer es capaz y responsable—y vean cómo realmente, pareciendo -tan bonachón, soy más rígido que ustedes los celosos extremeños.—La -mujer es responsable, culpable... entendámonos: cuando engaña. Claro que -la mía, moralmente, no conseguirá nunca engañarme, porque yo sería la -flor de los imbéciles si al acercarme á ella no comprendiese la -impresión que la produzco; si me ama, ó la soy indiferente, ó no me -puede sufrir. Del estado de su alma no necesitará mi esposa darme -cuenta: yo adivinaré... ¡No faltaría más! Y al adivinar—tan cierto como -me llamo Pablo Roldán y me tengo por hombre de honor—consideraré roto -el lazo que la sujeta á mí, y no haré al autor de las almas la ofensa de -violentar un alma esencialmente igual á la mía... Desde el día en que no -me quiera, mi mujer será <i>interiormente</i> libre como el aire. Sin -embargo—pues el nudo legal es indisoluble y la equivocación mutua,—le -advertiré que queda obligada á salvar las apariencias, á tener muy<span class="pagenum"><a name="page_152" id="page_152"></a>{152}</span> en -cuenta la exterioridad, á no hacerme blanco de la burla; y yo, por mi -parte, me creeré en el deber de seguir amparándola, de escudarla contra -el menosprecio. ¡Bah! Amigo mío, esto es hablar por hablar; Felicia -parece que aun no me ha perdido el cariño... Son teorías, y ya sabe -usted que, llegado el caso práctico, raro es el hombre que las aplica -rigurosamente.</p> - -<p>No platicaba así Roldán sino con los pocos que tenía por verdaderos -amigos y hombres de corazón y de entendimiento; con los demás creía él -que no se debían conferir puntos tan delicados. Al parecer, el sistema -amplio y generoso de Pablo daba resultados excelentes: el matrimonio -vivía unido, respetado, contento. No obstante, yo que lo observaba sin -cesar, atraído por aquel experimento curioso, empecé á notar, -transcurridos algunos años—poco después de que la mujer de Pablo entró -en el período de esplendor de la belleza femenina, los treinta—ciertos -síntomas que me inquietaron un poco. Pablo andaba á veces triste y -meditabundo; tenía días de murria, momentos de distracción y ausencia, -aunque se rehacía luego y volvía á su acostumbrada ecuanimidad. En -cambio, su mujer demostraba una alegría y animación exageradas y -febriles, y se entregaba más que nunca al mundo y á las fiestas. Seguían -yendo siempre juntos; las buenas costumbres conyugales no se habían -alterado en lo más mínimo; pero yo, que tampoco soy la flor de los -imbéciles, no podía dudar que existía en aquella pareja antes venturosa -algún<span class="pagenum"><a name="page_153" id="page_153"></a>{153}</span> desajuste, alguna grieta oculta, algo que alteraba su contextura -íntima. Para la gente, el matrimonio Roldán se mantenía inalterable; -para mí, el matrimonio Roldán se había disuelto.</p> - -<p>Por aquel entonces se anunció la boda de cierta opulenta señorita, y los -padres convidaron á sus relaciones á examinar las <i>vistas</i> y ricos -regalos que formaban la canastilla de la novia. Encontrábame entretenido -en admirar un largo hilo de perlas, obsequio del novio, cuando ví entrar -á Pablo Roldán y á su mujer. Acercáronse á la mesa cargada de preseas -magníficas, y la gente agolpada les abrió paso difícilmente. La señora -de Roldán se extasió con el hilo de perlas: ¡qué iguales! ¡qué gruesas! -¡qué oriente tan nacarado y tan puro! Mientras expresaba su admiración -hacia la joya, noté...—¿quién explicaría el por qué me fijaba -ansiosamente en los movimientos de la mujer de Pablo?—noté, digo, que -se deslizaba hacia ella, como para compartir su admiración, Dámaso -Vargas Padilla, mozo más conocido por calaveradas y despilfarros que por -obras de caridad, y hube de ver que sobre el color avellana del guante -de Suecia de la dama relucía un objetito blanco, inmediatamente -trasladado á los dominios de un guante rojizo del Tirol... Y sentí el -mismo estremecimiento que si de cosa propia se tratase, al cerciorarme -de que Pablo Roldán, demudado y con el rostro color de muerto, había -visto como yo, y sorprendido, como yo, el paso del billete de manos de -su mujer á manos de Vargas...<span class="pagenum"><a name="page_154" id="page_154"></a>{154}</span></p> - -<p>Temí que se arrojase sobre los que así le escarnecían en público. No se -arrojó; no dió la más leve muestra de cólera ó pesadumbre. Al contrario, -siguió curioseando y alabando las galas bonitas, revolviendo y mezclando -los objetos colocados más cerca, deteniéndose y obligando á su mujer á -que se detuviese y reparase el mérito de cada uno. Tan despacio procedió -á este examen, que la gente fué retirándose poco á poco, y ya no -quedamos en el gabinete sino media docena de personas. Y cuando me -disponía á cruzar la puerta, en una ojeada que lancé al descuido, volví -á ver algo que me hizo el efecto de la espantable cabeza de Medusa, -paralizándome de horror, dejándome sin voz, sin discurso, sin aliento... -Pablo Roldán había deslizado rápidamente en el bolsillo de su chaleco el -hilo de perlas, y salía tranquilo, alta la frente, bromeando con su -esposa, elogiando un cuadro, en el cual logró concentrar toda la -atención de los circunstantes.</p> - -<p>Desde el día siguiente empezó á murmurarse sobre el tema del robo, -primero en voz baja, después con escandalosa publicidad. Hubo periódicos -que lo insinuaron; el <i>tole tole</i> fué horrible. Las muchas personas -distinguidas que habían admirado las galas de la novia clamaban al cielo -y mostraban, naturalmente, deseo furioso de que se descubriese al -ladrón. Se calumnió á varios inocentes, y el rencor buscó medios de -herir, devolviendo la flecha. Todos respiraron por fin al saber que el -juez, avisado por una delación anónima, acababa de registrar<span class="pagenum"><a name="page_155" id="page_155"></a>{155}</span> la casa de -Pablo, encontrando el hilo de perlas en un armario del tocador de la -señora de Roldán...</p> - -<p>Sólo yo comprendí la tremenda venganza. Sólo yo logré penetrar el -siniestro enigma, sin clave para la propia señora, que no anda lejos de -expiar con años de presidio el delito que no cometió. Y un día que -encontré á Pablo y le abrí mi alma y le confesé mis perplejidades, mis -dudas respecto á si debía ó no revelar la verdad, puesto que la conocía, -Pablo me respondió con lágrimas de rabia al borde de los lagrimales:</p> - -<p>—No intervengas; ¡paso á la justicia, paso!... Dejó de amarme, y no me -creí con derecho ni á la queja; quiso á otro, y únicamente la rogué que -no me entregase á la risa del mundo... ¡Ya sabes cómo atendió á mi -ruego... ya lo sabes! Antes que consiguiese ridiculizarme, la infamé... -¡Los medios fueron malos, pero... se lo tenía advertido! Si tú eres de -los que creen que la venganza pertenece á Dios, apártate de mí, porque -no nos entendemos. Amor, odio y venganza... ¿dónde habrá nada más -humano?</p> - -<p>Me desvié de Pablo Roldán y no quiero volver á verle. No sé juzgarle; -tan pronto le compadezco, como me inspira horror.<span class="pagenum"><a name="page_156" id="page_156"></a>{156}</span></p> - -<h2><a name="MAS_ALLA" id="MAS_ALLA"></a><img src="images/ill_pg_156.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Más allá</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">E</span>RA un balneario elegante; pero no de esos en que la gente rica, -antojadiza y maniática cuida imaginarias dolencias, sino de los que -reciben todos los años, desde principios de Junio, retahilas de -verdaderos enfermos pálidos y débiles, y donde, á la hora de la -consulta, se ven á la puerta del consultorio gestos ansiosos, -enrojecidos párpados, y señoras de pelo gris, que dan el brazo y -sostienen á señoritas demacradas, de trabajoso andar. Para decirlo -pronto: aquellas aguas convenían á los tísicos.</p> - -<p>Pared por medio estaban los dos. <i>Ella</i>, la niña apasionada y romántica, -la interesante enfermita que—indiferente á la muerte como -aniquilamiento del ser físico—no la aceptaba como abdicación de la -gracia y la belleza; que, á su paso por los salones, cuando los cruzaba -con porte airoso de ninfa joven, solía levantar un rumor halagüeño, un -murmurio pérfido de<span class="pagenum"><a name="page_157" id="page_157"></a>{157}</span> mar que acaricia y devora; y defendiendo hasta el -último instante su corona de encantos, que iba á marchitarse en el -sepulcro, se rodeaba de flores y perfumes, sonreía dulcemente, envolvía -su cuerpo enflaquecido en finos crespones de China y delicados encajes, -y calzaba su pie menudo de blanco tafilete, con igual coquetería que si -fuese á dirigir alegre y raudo cotillón.—<i>El</i>, el mozo galán que había -derrochado sus fuerzas vitales con prodigalidad regia, despreciando las -advertencias de la tierna é inquieta madre y la indicación hereditaria -de los dos tíos maternos arrebatados en lo mejor de la edad—hasta que -un día sintió á su vez el golpe sordo que le hería el pecho y le -disolvía lentamente el pulmón, avivando, en vez de extinguirlo, el -incendio que siempre había consumido su alma.</p> - -<p>Pared por medio estaban los dos, sin conocerse ni saber que existían, y -sin embargo, el mal que los llevaba á la tumba tenía idéntico origen; el -mismo anhelo insaciable había atacado en ellos las fuentes de la vida. -Ella y él, fascinados por el propio sueño, hicieron de la pasión único -ideal de la existencia, y aspiraron á un amor grande, profundamente -estético, ardiente y resuelto como si fuese criminal, noble y altivo -como si fuese legítimo, puro á fuerza de intensidad, abrasador á fuerza -de pureza. Y como quien busca ave fénix ó talismán poderoso, habían -buscado ambos la encantada isla de sus ensueños, ella entre los sosos -incidentes del diario <i>flirt</i>, él entre los episodios no menos<span class="pagenum"><a name="page_158" id="page_158"></a>{158}</span> vulgares -de la calvatronería orgiástica; hasta que una serie de decepciones -tristes, cómicas ó indignas les arruinó la salud, dejando intacto el -tesoro de ilusiones y aspiraciones nunca satisfechas, la sed de amar -inextinta, más bien exacerbada por la calentura y el alta tensión -nerviosa, fruto del padecimiento.</p> - -<p>¡Quién les dijera que allí, detrás del tabique en cuyo papel de -caprichosos dibujos hallaban maquinal entretenimiento los aburridos -ojos, se encontraba lo que habían buscado en balde tanto tiempo, lo que -necesitaban para asirse otra vez á la existencia!</p> - -<p>Porque ya ni él ni ella podían salir del cuarto, ni bajar las escaleras, -ni comer en el comedor. Postrados y exánimes, les traían el agua mineral -en un vaso puesto boca abajo sobre un platillo; últimamente, hasta no se -atrevieron á beber, y el médico, presintiendo fatal desenlace, advirtió -que convendría atender al alma, señal casi siempre funestísima para el -pobre del cuerpo.</p> - -<p>El y ella se prepararon á recibir á Jesucristo con todo el agasajo que -tal visita merece. No hubo fuerzas humanas que les impidiesen vestirse y -engalanarse como para un sarao. Ella se lavó con esencias fragantes y -jabones exquisitos, hizo peinar esmeradamente la negra mata de pelo, se -puso traje de blanco gró, y con sonriente coquetería prendió en la -mantilla sus agujas de turquesas; él atusó la bien recortada barba, -eligió la camisa más bruñida y tersa, el chaleco de mejor caída, y de -frac y corbata<span class="pagenum"><a name="page_159" id="page_159"></a>{159}</span> blanca, esperó á su Dios. Y él y ella, al sentir en los -labios la sagrada partícula, gozaron un momento de emoción deliciosa: -les pareció que la efusión esperada en vano, el supremo arrobamiento del -éxtasis, vendría después de despojada la vestidura carnal, cuando el -alma, libre y dichosa, volase al seno de su Creador...</p> - -<p>Así fué que tuvieron unas últimas horas edificantes, ejemplares, de un -ardor místico sublime, que hacía derramar lágrimas á los que rodeaban el -lecho. Sus palabras de esperanza sonaban conmovedoras y misteriosas, -dichas desde el borde de la huesa. Hablaban del cielo, y diríase que al -nombrarlo lo veían ya; de tal suerte se iluminaban sus ojos y -resplandecía en sus rostros la beatitud y la fe que transfigura.</p> - -<p>A la misma hora fallecieron, y sus espíritus se encontraron en el camino -del otro mundo, antes de tomar rumbos distintos, pues él se encaminaba -al purgatorio en forma de llama rojiza, y ella al cielo, convertida en -ligero fueguecillo azul. Entonces se vieron por primera vez, y -sorprendidos, detuviéronse á contemplarse. Como á aquellas alturas todo -se adivina, inmediatamente adivinaron de qué habían muerto y la -semejanza de sus destinos durante la vida terrenal. Y así como -comprendieron claramente que los dos habían muerto de plétora de pasión -no satisfecha ni entendida, advirtieron también con asombro que él era -el alma nacida para ella, y ella el corazón capaz de encerrar aquel amor -infinito de que él se sentía minado y consumido,<span class="pagenum"><a name="page_160" id="page_160"></a>{160}</span> como el árbol que todo -se derrite en gomas. Y lo mismo fué advertirlo, que juntarse -impetuosamente los dos espíritus, mezclándose la llama rojiza con el -fueguecillo azul tan estrechamente, que se hicieron una luz sola.</p> - -<p>Y sucedió que, unidos ya, él no pudo entrar en el purgatorio por la -parte que llevaba de cielo, y ella tampoco pudo ingresar en el cielo por -la parte que llevaba de purgatorio. El, generoso, la propuso que se -apartasen, yéndose ella á disfrutar las dichas del Empíreo; mas ella -prefirió seguir unida á él, aun á costa de la eterna bienandanza; y -desde entonces la luz anda errante, y los dos espíritus no hallan otro -nido para sus amores póstumos, sino la extremidad del palo de algún -buque, donde los marinos los confunden con el fuego de San Telmo.<span class="pagenum"><a name="page_161" id="page_161"></a>{161}</span></p> - -<h2><a name="LA_CULPABLE" id="LA_CULPABLE"></a><img src="images/ill_pg_161.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -La culpable</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">E</span>LISA fué una mujer desgraciadísima durante toda su vida conyugal, y -murió, joven aún, minada por las penas. Es verdad que había cometido una -falta muy grave, tan grave que para ella no hay perdón: escaparse con su -marido antes de que éste lo fuese y pasar en su compañía veinticuatro -horas de tren... Después, sucedió lo de costumbre: la recogió la -autoridad, la depositaron en un convento, y á los quince días se casó, -sin que sus padres asistiesen á la boda; actitud muy digna, en opinión -de las personas sensatas.</p> - -<p>Ellos no se habían opuesto de frente á las relaciones de Elisa con -Adolfo: mas como quiera que no les agradaba pizca el aspirante, y creían -conocerle y presentían su condición moral, suscitaron mil dificultades -menudas y consiguieron dar largas al asunto y entretenerlo por espacio -de cinco años. Consintieron,<span class="pagenum"><a name="page_162" id="page_162"></a>{162}</span> eso sí, que Adolfo <i>entrase en casa</i>, -porque tenía poco de seductor y era hasta antipático, y esperaron que -Elisa perdiese toda ilusión al verle de cerca. Sucedió lo contrario; en -los interminables coloquios junto á la chimenea; en el diario tortoleo, -el amante corazón de Elisa se dejó cautivar para siempre, y Adolfo -aseguró la presa de la acaudalada muchacha. Después de meditadas y -estratégicas maniobras por parte del novio, llegó el instante de la -fuga, preliminar del casamiento.</p> - -<p>La familia de Elisa tomó muy á pechos el escándalo, por lo mismo que -eran gente conocida, bien relacionada, preciada de correcta, -intransigente en cuestiones de moralidad exterior. Hubo en la casa uno -de esos períodos de disgusto, cerrados, serios, hondos, en que hasta los -criados andan mohinos; períodos que á las personas entradas en edad les -cavan una cuarta de sepultura. Las dos hermanas de la fugitiva se -avergonzaron y corrieron de suerte que en muchos meses no se atrevieron -á salir á la calle. Una, en especial, se afectó tanto, que fué preciso -sacarla de Madrid para que no se alterase su salud. La madre jamás -pronunció el nombre de Elisa sin suspirar, como cuando se nombra á los -que fallecieron. El padre extremó el procedimiento: cerróse á la banda y -no nombró á Elisa ya nunca. Si le preguntaban cuántas hijas tenía, -contestaba que dos. «La otra la perdí», añadía crispando los labios.</p> - -<p>Unida ya Elisa con el que había elegido, se propuso ser intachable y -perfecta en todo para<span class="pagenum"><a name="page_163" id="page_163"></a>{163}</span> rescatar la falta. No hubo esposa más tierna y -solícita que Elisa, ni casa mejor gobernada que la suya, ni señora que -con mayor abnegación prescindiese de sí propia y se eclipsase más -modestamente en la sombra del hogar. Como al fin tenía pocos años y á -veces la sangre hervía en sus venas con ímpetu juvenil, cuando veía á -otras casadas adornarse, cubrirse de joyas, ir á bailes y fiestas y -sonreir al espejo, y ella se quedaba recluída y en bata casera, decía -para sí: «Bueno; pero esas no se escaparon con su marido antes de la -boda.» Y aunque supiese que se escapaban después... ó cosa parecida... -con otros,—siempre persistía en tenerlas por de mejor condición.</p> - -<p>Hasta tal punto se consideró obligada á prestar fianza de su conducta, -que nunca salió sola, ni consintió recibir una visita estando ausente su -marido. A los hombres, fuesen jóvenes ó viejos, les hablaba fría y -desabridamente, cortando en seguida la conversación. Su traje era -obscuro, subido hasta las orejas, y su peinado estudiadamente sencillo y -sin coquetería. Aficionada á las esencias y aguas de tocador, las -suprimió por completo desde que oyó decir que «la mujer de bien, ni ha -de oler mal, ni ha de oler bien». Ser tenida en concepto de mujer de -bien, fué su ambición y su sueño; pero desconfiaba de conseguirlo nunca, -por <i>aquello</i> de la escapatoria...</p> - -<p>Pasada la corta luna de miel, Adolfo comenzó á distraerse, y so color de -política, se acostumbró á retirarse tarde, á pasarse los días<span class="pagenum"><a name="page_164" id="page_164"></a>{164}</span> fuera, -sin venir ni á comer. Elisa lloró en silencio: lloró mucho, porque le -quería, le quería con toda su alma, y no podía vivir dichosa sino con él -y por él, á quien todo lo había sacrificado.</p> - -<p>Un día, registrando el ropero de su marido para limpiar y arreglar la -ropa, encontró traspapelada en un chaqué de verano una carta -inequívoca... El dolor fue tan agudo, que Elisa se metió en la cama y -estuvo varios días sin querer comer y con gran deseo de morirse. Así que -cobró algún ánimo, se levantó y siguió viviendo. No profirió una queja: -¿con qué derecho? ¡La podían tapar la boca á las primeras palabras! ¡Y -si salía á relucir lo de la fuga!.</p> - -<p>Vinieron hijos, un niño y una niña; pero Elisa, que sufrió todo el peso -de la crianza, no intervino en la educación, ni ejerció jamás esa -autoridad de la madre digna y altiva, que lleva la maternidad como una -corona. Sus hijos se habituaron á que «no mandaba mamá».</p> - -<p>En cuanto á la hacienda, ya se infiere que la regía única y -exclusivamente Adolfo, y Elisa no se hubiese arrojado á gastar cincuenta -pesetas en nada extraordinario, sin la vénia necesaria. Muerto el padre -de Elisa y recogida la legítima, todavía pingüe, aunque mermada por el -enojo paternal, Adolfo se hizo cargo de todo y dedicó la mayor parte á -sus goces, no sin que muchas veces oyese Elisa reconvenciones duras y -alusiones amargas, fundadas en que su padre la había desheredado ó punto -menos.<span class="pagenum"><a name="page_165" id="page_165"></a>{165}</span></p> - -<p>La salud de Elisa se resintió: los médicos hablaron de lesiones al -corazón, que degeneraban en hidropesía. Como la enferma se agravase, -pidió confesor, y por centésima vez se acusó de su delito, la -escapatoria fatal. El confesor la mandó que se acusase de pecados de la -vida presente, porque Dios no acostumbra recontar los ya perdonados y -absueltos. Mas la absolución del cielo no bastaba á Elisa: ya se sabe -que Dios es muy bueno; pero, en cambio, los hombres jamás olvidan -ciertas cosas, y la mancha de vergüenza allí está sobre la frente hasta -la última hora de vivir!</p> - -<p>Con los ojos vidriados de lágrimas, Elisa pidió que viniese Adolfo, y -así que le vió á su cabecera, echándole los brazos al cuello, murmuró á -su oído: «Alma mía, mi bien, ya sé que no tengo derecho ninguno á -pedirte que... que no te vuelvas á casar... ¡pero al menos... mira, en -esta hora solemne... perdóname de veras <i>aquello</i>... y no me olvides -así... tan pronto... tan pronto!»</p> - -<p>Adolfo no contestó; no obstante, le pareció natural inclinarse y -besarla. Y la culpable, dejando caer la cabeza sobre la almohada, espiró -contenta.<span class="pagenum"><a name="page_166" id="page_166"></a>{166}</span></p> - -<h2><a name="LA_NOVIA_FIEL" id="LA_NOVIA_FIEL"></a><img src="images/ill_pg_166.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -La novia fiel</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">F</span>UÉ sorpresa muy grande para todo Marineda el que se rompiesen las -relaciones entre Germán Riaza y Amelia Sirvián. Ni la separación de un -matrimonio da margen á tantos comentarios. La gente se había -acostumbrado á creer que Germán y Amelia no podían menos de casarse. -Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo novio. Sólo el confesor -de Amelia tuvo la clave del enigma.</p> - -<p>Lo cierto es que aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que -casi habían ascendido á institución. Diez años de noviazgo no son grano -de anís. Amelia era novia de Germán desde el primer baile á que asistió -cuando la pusieron de largo.</p> - -<p>¡Qué linda estaba en el tal baile! Vestida de blanco crespón, escotada -apenas, lo suficiente para enseñar el arranque de los virginales hombros -y del seno que latía de emoción y placer,<span class="pagenum"><a name="page_167" id="page_167"></a>{167}</span> empolvado el rubio pelo, -donde se marchitaban capullos de rosa, Amelia era, según se decía en -algún grupo de señoras, ya machuchas, «un cromo», «un grabado de <i>La -Ilustración</i>». Germán la sacó á bailar, y cuando estrechó aquel talle -que se cimbreaba, y sintió la frescura de aquel hálito infantil, perdió -la chaveta, y en voz temblorosa, trastornado, sin elegir frases, hizo -una declaración sincerísima, y recogió un <i>sí</i> espontáneo, medio -involuntario, doblemente delicioso. Se escribieron desde el día -siguiente, y vino esa época de ventaneo y seguimiento en la calle, que -es como la alborada de semejantes amoríos. Ni los padres de Amelia, -modestos propietarios, ni los de Germán, comerciantes de regular caudal, -pero de numerosa prole, se opusieron á la inclinación de los muchachos, -dando por supuesto desde el primer instante que aquello pararía en -justas nupcias, así que Germán acabase la carrera de Derecho y pudiese -sostener la carga de una familia.</p> - -<p>Los seis primeros años fueron encantadores. Germán pasaba los inviernos -en Compostela, cursando en la Universidad y escribiendo largas y tiernas -epístolas; entre leerlas, releerlas, contestarlas y ansiar que llegasen -las vacaciones, el tiempo se deslizaba insensible para Amelia. Las -vacaciones eran grato paréntesis, y todo el tiempo que durasen ya sabía -Amelia que se lo dedicaría íntegro su novio. Este no entraba aún en la -casa, pero acompañaba á Amelia en el paseo, y de noche se hablaban, á la -luz de la luna, por una galería con vistas al<span class="pagenum"><a name="page_168" id="page_168"></a>{168}</span> mar. La ausencia, -interrumpida por frecuentes regresos, era casi un aliciente, un encanto -más, un interés continuo, algo que llenaba la existencia de Amelia, sin -dejar cabida á la tristeza ni al tedio.</p> - -<p>Así que Germán tuvo en el bolsillo su título de licenciado en Derecho, -resolvió pasar á Madrid á cursar las asignaturas del doctorado. ¡Año de -prueba para la novia! Germán apenas escribía: billetes garrapateados al -vuelo, quizás sobre la mesa de un café, concisos, insulsos, sin jugo de -ternura. Y las amiguitas caritativas, que veían á Amelia ojerosa, -preocupada, alejada de las distracciones, la decían con perfidia -burlona:—Anda, tonta, diviértete... ¡Sabe Dios lo que él estará -haciendo por allá! ¡Bien inocente serías si creyeses que no te la -pega...! A mí me escribe mi primo Lorenzo que vió á Germán muy animado -en el teatro con <i>unas</i>....</p> - -<p>El gozo de la vuelta de Germán compensó estos sinsabores. A los dos días -ya no se acordaba Amelia de lo sufrido, de sus dudas, de sus sospechas. -Autorizado para frecuentar la casa de su novia, Germán asistía todas las -noches á la tertulia familiar, y en la penumbra del rincón del piano, -lejos del quinqué velado por sedosa pantalla, los novios sostenían -interminable diálogo, buscándose de tiempo en tiempo las manos para -trocar una furtiva presión, y siempre los ojos para beberse la mirada -hasta el fondo de las pupilas.</p> - -<p>Nunca había sido tan feliz Amelia. ¿Qué podía desear? Germán estaba -allí, y la boda era<span class="pagenum"><a name="page_169" id="page_169"></a>{169}</span> asunto concertado, resuelto, aplazado sólo por la -necesidad de que Germán encontrase una posicioncita, una base para -establecerse; una fiscalía, por ejemplo. Como transcurriese un año más y -la posición no se hubiese encontrado aún, Germán decidió abrir bufete y -mezclarse en la politiquilla local, á ver si así iba adquiriendo favor y -conseguía el ansiado puesto. Los nuevos quehaceres le obligaron á no ver -á Amelia ni tanto tiempo ni tan á menudo. Cuando la muchacha se -lamentaba de esto, Germán se vindicaba plenamente; había que pensar en -el porvenir; ya sabía Amelia que un día ú otro se casarían, y no debía -fijarse en menudencias, en remilgos propios de los que empiezan á -quererse. En efecto, Germán continuaba con el firme propósito de casarse -así que se lo permitiesen las circunstancias.</p> - -<p>Al noveno año de relaciones notaron los padres de Amelia (y acabó por -notarlo todo el mundo), que el carácter de la muchacha parecía -completamente variado. En vez de la sana alegría y la igualdad de humor -que la adornaban, mostrábase llena de rarezas y caprichos, ya riendo á -carcajadas, ya encerrada en hosco silencio. Su salud se alteró también: -advertía desgana invencible, insomnios crueles, que la obligaban á -pasarse las noches levantada, porque decía que la cama, con el desvelo, -le parecía su sepulcro; además, sufría aflicciones al corazón y ataques -nerviosos. Cuando la preguntaban en qué consistía su mal, contestaba -lacónicamente: «No lo sé.» Y era cierto;<span class="pagenum"><a name="page_170" id="page_170"></a>{170}</span> pero al fin lo supo, y el -saberlo la hizo mayor daño.</p> - -<p>¿Qué mínimos indicios; qué insensibles pero eslabonados hechos; qué -inexplicables revelaciones emanadas de cuanto nos rodea, hacen que sin -averiguar nada nuevo ni concreto, sin que nadie la entere con precisión -impúdica, la ayer ignorante doncella entienda de pronto y se rasgue ante -sus ojos el velo de Isis? Amelia, súbitamente, comprendió. Su mal no era -sino deseo, ansia, prisa, necesidad de casarse. ¡Qué vergüenza, qué -sonrojo, qué dolor y qué desilusión si Germán llegaba á sospecharlo -siquiera! ¡Ah! Primero morir. ¡Disimular, disimular á toda costa, y que -ni el novio, ni los padres, ni la tierra, lo supiesen!</p> - -<p>Al ver á Germán tan pacífico, tan aplomado, tan armado de paciencia; -engruesando, mientras ella se consumía; chancero mientras ella empapaba -la almohada en lágrimas, Amelia se acusaba á sí propia, admirando la -serenidad, la cordura, la virtud de su novio. Y para contenerse y no -echarse sollozando en sus brazos; para no cometer la locura indigna de -salir una tarde sola é irse á casa de Germán, necesitó Amelia todo su -valor, todo su recato, todo el freno de las nociones de honor y -honestidad que la inculcaron desde la niñez.</p> - -<p>Un día... sin saber cómo: sin que ningún suceso extraordinario, ninguna -conversación sorprendida la ilustrase, acabaron de rasgarse los últimos -cendales del velo... Amelia veía la luz; en su alma relampagueaba la -terrible noción de<span class="pagenum"><a name="page_171" id="page_171"></a>{171}</span> la realidad; y al acordarse de que poco antes -admiraba la resignación de Germán y envidiaba su paciencia, y al -explicarse ahora la verdadera causa de esa paciencia y esa resignación -incomparable, una carcajada sardónica crispó sus labios, mientras en su -garganta creía sentir un nudo corredizo, que se apretaba poco á poco y -la extrangulaba. La convulsión fué horrible, larga, tenaz; y aún no bien -Amelia, destrozada, pudo formar frases, rogó á sus consternados padres -que advirtiesen á Germán que las relaciones quedaban rotas. Cartas del -novio, súplicas, paternales consejos, todo fué en vano: Amelia se aferró -á su resolución, y en ella persistió, sin dar razones ni excusas.</p> - -<p>—Hija, en mi entender, hizo usted muy mal—la decía el Padre Incienso, -viéndola bañada en lágrimas al pie del confesionario.—Un chico formal, -laborioso, dispuesto á casarse, no se encuentra por ahí fácilmente. -Hasta el aguardar á tener posición para fundar familia, lo encuentro -loable en él. En cuanto á lo demás... á esas figuraciones de usted... -Los hombres... por desgracia... Mientras está soltero, habrá tenido esos -entretenimientos... Pero usted...</p> - -<p>—¡Padre—exclamó la joven—créame usted, pues aquí hablo con Dios! ¡Le -quería... le quiero... y por lo mismo... por lo mismo, padre! ¡Si no le -dejo... le imito! ¡Yo tambien...!<span class="pagenum"><a name="page_172" id="page_172"></a>{172}</span></p> - -<h2><a name="AFRA" id="AFRA"></a><img src="images/ill_pg_172.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Afra</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">L</span>A primera vez que asistí al teatro de Marineda—cuando me destinaron -con mi regimiento á la guarnición de esta bonita capital de -provincia—recuerdo que asesté los gemelos á la triple hilera de palcos, -para enterarme bien del mujerío y las esperanzas que en él podía cifrar -un muchacho de veinticinco años no cabales.</p> - -<p>Gozan las marinedinas fama de hermosas, y vi que no usurpada. Observé -también que su belleza consiste principalmente en el color. Blancas (por -obra de naturaleza, no del perfumista), de bermejos labios, de floridas -mejillas y mórbidas carnes, las marinedinas me parecieron una guirnalda -de rosas tendida sobre un barandal de terciopelo obscuro. De pronto, en -el cristal de los anteojos que yo paseaba lentamente por la susodicha -guirnalda, se encuadró un rostro que me fijó los gemelos en la -dirección<span class="pagenum"><a name="page_173" id="page_173"></a>{173}</span> que entonces tenían. Y no es que aquel rostro sobrepujase en -hermosura á los demás, sino que se diferenciaba de todos por la -expresión y el carácter.</p> - -<p>En vez de una fresca encarnadura y un plácido y picaresco gesto, vi un -rostro descolorido, de líneas enérgicas, de ojos verdes, coronados por -cejas negrísimas, casi juntas, que les prestaban una severidad singular; -de nariz delicada y bien diseñada, pero de alas movibles, reveladoras de -la pasión vehemente; una cara de corte severo, casi viril, que coronaba -un casco de trenzas de un negro de tinta; pesada cabellera que debía de -absorber los jugos vitales y causar daño á su poseedora... Aquella -fisonomía, sin dejar de atraer, alarmaba, pues era de las que dicen á -las claras desde el primer momento á quien las contempla: «Soy una -voluntad. Puedo torcerme, pero no quebrantarme. Debajo del elegante -maniquí femenino, escondo el acerado resorte de un alma.»</p> - -<p>He dicho que mis gemelos se detuvieron, posándose ávidamente en la -señorita pálida del pelo abundoso. Aprovechando los movimientos que -hacía para conversar con unas señoras que la acompañaban, detallé su -perfil, su acentuada barbilla, su cuello delgado y largo, que parecía -doblarse al peso del voluminoso rodete, su oreja menuda y apretada, como -para no perder sonido. Cuando hube permanecido así un buen rato, -llamando sin duda la atención por mi insistencia en considerar á aquella -mujer, sentí que me daban un golpecito en el hombro, y oí<span class="pagenum"><a name="page_174" id="page_174"></a>{174}</span> que me decía -mi compañero de armas Alberto Castro:</p> - -<p>—¡Cuidadito!</p> - -<p>—Cuidadito ¿por qué?—respondí bajando los anteojos.</p> - -<p>—Porque te veo en peligro de enamorarte de Afra Reyes, y si está de -Dios que ha de suceder, al menos no será sin que yo te avise y te entere -de su historia. Es un servicio que los hijos de Marineda debemos á los -forasteros.</p> - -<p>—¿Pero tiene historia?—murmuré haciendo un movimiento de repugnancia; -porque, aún sin amar á una mujer, me gusta su pureza, como agrada el -aseo de casas donde no pensamos vivir nunca.</p> - -<p>—En el sentido que se suele dar á la palabra historia, Afra no la -tiene... Al contrario, es de las muchachas más formales y menos coquetas -que se encuentran por ahí. Nadie se puede alabar de que Afra le devuelva -una miradita, ó le diga una palabra de esas que dan ánimos. Y si no, haz -la prueba: dedícate á ella; mírala más; ni siquiera se dignará volver la -cabeza. Te aseguro que he visto á muchos que anduvieron locos y no -pudieron conseguir ni una ojeada de Afra Reyes.</p> - -<p>—Pues entonces... ¿qué?... ¿Tiene algo... en secreto? ¿Algo que manche -su honra?</p> - -<p>—Su honra, ó si se quiere, su pureza... repito que ni tiene ni tuvo. -Afra, en cuanto á eso... como el cristal. Lo que hay te lo diré... pero -no aquí; cuando se acabe el teatro saldremos juntos, y allá por el -Espolón, donde nadie<span class="pagenum"><a name="page_175" id="page_175"></a>{175}</span> se entere... Porque se trata de cosas graves... de -mayor cuantía.</p> - -<p>Esperé con la menor impaciencia posible á que terminasen de cantar <i>La -bruja</i>, y así que cayó el telón, Alberto y yo nos dirigimos de bracero -hacia los muelles. La soledad era completa, á pesar de que la noche -tibia convidaba á pasear, y la luna plateaba las aguas de la bahía, -tranquila á la sazón como una balsa de aceite, y misteriosamente blanca -á lo lejos.</p> - -<p>—No creas—dijo Alberto—que te he traído aquí sólo para que no me -oyese nadie contarte la historia de Afra. También es que me pareció -bonito referirla en el mismo escenario del drama que esta historia -encierra. ¿Ves este mar tan apacible, tan dormido, que produce ese rumor -blando y sedoso contra la pared del malecón? ¡Pues sólo este mar... y -Dios, que lo ha hecho, pueden alabarse de conocer la verdad entera -respecto á la mujer que te ha llamado la atención en el teatro! Los -demás la juzgamos por meras conjeturas... ¡y tal vez calumniamos al -conjeturar! Pero hay tan fatales coincidencias; hay apariencias tan -acusadoras en el mundo... que no podría disiparlas sino la voz del mismo -Dios que ve los corazones y sabe distinguir al inocente del culpado.</p> - -<p>«Afra Reyes es hija de un acaudalado comerciante; se educó algún tiempo -en un colegio inglés, pero su padre tuvo quiebras, y por disminuir -gastos recogió á la chica, interrumpiendo su educación. Con todo, el -barniz de Inglaterra se le conocía: traía ciertos gustos de<span class="pagenum"><a name="page_176" id="page_176"></a>{176}</span> -independencia y mucha afición á los ejercicios corporales. Cuando llegó -la época de los baños no se habló en el pueblo sino de su destreza y -vigor para nadar; una cosa sorprendente.</p> - -<p>»Afra era amiga íntima, inseparable, de otra señorita de aquí, Flora -Castillo; la intimidad de las dos muchachas continuaba la de sus -familias. Se pasaban el día juntas; no salía la una si no la acompañaba -la otra; vestían igual y se enseñaban, riendo, las cartas amorosas que -las escribían. No tenían novio, ni siquiera demostraban predilección por -nadie. Vino del Departamento cierto marino muy simpático, de hermosa -presencia, primo de Flora, y empezó á decirse que el marino hacía la -corte á Afra, y que Afra le correspondía con entusiasmo. Y lo notamos -todos: los ojos de Afra no se apartaban del galán, y al hablarle, la -emoción profunda se conocía hasta en el anhelo de la respiración y en lo -velado de la voz. Cuando á los pocos meses se supo que el consabido -marino realmente venía á casarse con Flora, se armó un caramillo de -murmuraciones y chismes y se presumió que las dos amigas reñirían para -siempre. No fue así; aunque desmejorada y triste, Afra parecía -resignada, y acompañaba á Flora de tienda en tienda á escoger ropas y -galas para la boda. Esto sucedía en Agosto.</p> - -<p>»En Septiembre, poco antes de la fecha señalada para el enlace, las dos -amigas fueron, como de costumbre, á bañarse juntas allí... ¿no ves? en -la playita de San Wintila, donde suele haber mar brava. Generalmente las -acompañaba<span class="pagenum"><a name="page_177" id="page_177"></a>{177}</span> el novio, pero aquel día sin duda tenía que hacer, pues no -las acompañó.</p> - -<p>»Amagaba tormenta; la mar estaba picadísima; las gaviotas chillaban -lúgubremente, y la criada que custodiaba las ropas y ayudaba á vestirse -á las señoritas, refirió después que Flora, la rubia y tímida Flora, -sintió miedo al ver el aspecto amenazador de las grandes olas verdes que -rompían contra el arenal. Pero Afra, intrépida, ceñido ya su traje -marinero, de sarga azul obscura, animó con chanzas á su amiga. -Metiéronse mar adentro cogidas de la mano, y pronto se las vió nadar, -agarradas también, envueltas en la espuma del oleaje.</p> - -<p>»Poco más de un cuarto de hora después salió á la playa Afra sola, -desgreñada, ronca, lívida, gritando, pidiendo socorro, sollozando que á -Flora la había arrastrado el mar...</p> - -<p>»Y tan de verdad la había arrastrado, que de la linda rubia sólo -reapareció, al otro día, un cadáver desfigurado, herido en la frente... -El relato que de la desgracia hizo Afra entre gemidos y desmayos, fué -que Flora, rendida de nadar y sin fuerzas, gritó «me ahogo»; que ella, -Afra, al oirlo, se lanzó á sostenerla y salvarla; que Flora, al -forcejear para no irse á fondo, se llevaba á Afra al abismo; pero que, -aun así, hubiesen logrado quizá salir á tierra, si la fatalidad no las -empuja hacia un trasatlántico fondeado en bahía desde por la mañana. Al -chocar con la quilla, Flora se hizo la herida horrible, y Afra recibió -también los arañazos<span class="pagenum"><a name="page_178" id="page_178"></a>{178}</span> y magulladuras que se notaban en sus manos y -rostro...</p> - -<p>»¿Que si creo que Afra...?</p> - -<p>»Sólo añadiré que al marino, novio de Flora, no volvió á versele por -aquí; y Afra, desde entonces, no ha sonreído nunca...</p> - -<p>»Por lo demás, acuérdate de lo que dice la Sabiduría: el corazón del -hombre... selva obscura. ¡Figúrate el de la mujer!»<span class="pagenum"><a name="page_179" id="page_179"></a>{179}</span></p> - -<h2><a name="CUENTO_SONADO" id="CUENTO_SONADO"></a><img src="images/ill_pg_179.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Cuento soñado</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">H</span>ABÍA una princesa á quien su padre, un rey muy fosco, caviloso y -cejijunto, obligaba á vivir reclusa en sombría fortaleza, sin permitirla -salir del más alto torreón, á cuyo pie vigilaban noche y día centinelas -armados de punta en blanco y dispuestos á ensartar en sus lanzones ó -traspasar con sus venablos agudos á quien osase aproximarse. La princesa -era muy linda; tenía la tez color de luz de luna, el pelo de hebras de -oro, los ojos como las ondas del mar sereno, y su silueta prolongada y -grácil recordaba la de los lirios blancos cuando la frescura del agua -los enhiesta. En la comarca no se hablaba sino de la princesa cautiva y -de su rara beldad, y de lo muchísimo que se aburriría entre las cuatro -recias paredes de la torre, sin ver desde las ventanas alma viviente, -más que á los guardias inmóviles, semejantes á estatuas de hierro.<span class="pagenum"><a name="page_180" id="page_180"></a>{180}</span></p> - -<p>Los campesinos se santiguaban de terror si casualmente tenían que cruzar -ante la torre, aunque fuese á muy respetuosa distancia. En la centenaria -selva que rodeaba la fortaleza, ni los cazadores se resolvían á -internarse, temerosos de ser cazados. Silencio y soledad alrededor de la -torre, silencio y soledad dentro de ella: tal era la suerte de la pobre -doncellita, condenada á la eterna contemplación del cielo y del bosque, -y del río caudaloso que serpenteaba lamiendo los muros del recinto.</p> - -<p>De pechos sobre el avance del angosto ventanil, la princesa solía -entregarse á vagos ensueños, aspirando á venturas que no conocía, de las -cuales formaba idea por referencias de sus damas y por conversaciones -entreoídas, sorprendidas—pues estaba vedado tratar delante de la -princesa del mundo y sus goces.—Así y todo, reuniendo datos dispersos y -concordándolos con ayuda de la fantasía, la secuestrada suponía fiestas -magníficas, iluminaciones mágicas suspendidas entre el follaje de -arbustos cuajados de flor y que exhalaban embriagadores aromas; oía los -acordes de los instrumentos músicos, aladas melodías que volaban como -cisnes sobre la superficie de los lagos, y veía las parejas que, cogidas -de la cintura, luciendo sedas, encajes y joyas, danzaban con incansable -ardor, deslizando los galanes palabras de miel al oído de las damiselas, -rojas de pudor y felicidad, sueltos los rizos y anhelante el seno. -Mientras la princesa se representaba estos cuadros, las nubes se teñían -de carmín<span class="pagenum"><a name="page_181" id="page_181"></a>{181}</span> hacia el Poniente, un murmullo grave y hondo ascendía del río -y del bosque, y la cautiva, oprimida de afán de libertad, murmuraba para -sí: «¿Cómo será el amor?»</p> - -<p>Allá donde la montaña escueta dominaba el río y el bosque, una cabañita -muy miserable, de techo de bálago, servía de vivienda á cierto -pastorcillo, que por costumbre bajaba á apacentar diez ó doce ovejas -blancas en la misma linde de la selva. Más resuelto que los otros -villanos, el mozalbete no recelaba aproximarse al castillo y deslizarse -por entre la maleza con agilidad y disimulo, para mirar hacia la torre. -Después de encontrar un senderito borrado casi, que moría en el cauce -del río, logró el pastor descubrir también que al final del sendero -abríase una boca de cueva; y metiéndose por ella intrépidamente, pudo -cerciorarse de que, pasando bajo el río, la cueva tenía otra salida que -conducía al interior del recinto fortificado. El descubrimiento hizo -latir el corazón del pastorcillo, porque estaba enamorado de la princesa -(aunque no la había visto nunca). Supuso que aprovechando el paso por la -cueva lograría verla á su sabor, sin que se lo estorbasen los armados, -los cuales, bien ajenos á que nadie pudiera introducirse en el recinto, -casi al pie de la torre, no vigilaban sino la orilla opuesta y el río. -Es cierto que entre la torre de la cautiva y el pastor, se interponían -extensos patios, anchos fosos y recios baluartes; con todo eso, el -muchacho se creía feliz: estaba dentro de la fortaleza, y pronto vería á -su amada.<span class="pagenum"><a name="page_182" id="page_182"></a>{182}</span></p> - -<p>Poco tardó en conseguir tanta ventura. La princesa se asomó, y el -pastorcillo quedó deslumbrado por aquella tez color de luna y aquel pelo -de siderales hebras. No sabía como expresar su admiración y enviar un -saludo á la damisela encantadora; se le ocurrió cantar, tocar su -caramillo... pero le oirían; juntar y lanzar un ramillete de acianos, -margaritas y amapolas... pero era inaccesible el alto y calado ventanil. -Entonces tuvo una idea extraordinaria. Procuróse un pedazo de cristal, y -así que pudo volver á deslizarse en el recinto por la cueva, enfocó el -cristal de suerte que, recogiendo en él un rayo de sol, supo dirigirlo -hacia la princesa. Esta, maravillada, cerró los ojos, y al volver á -abrirlos para ver quién enviaba un rayo de sol á su camarín, divisó al -pastorcillo que la contemplaba extático. La cautiva sonrió, el enamorado -comprendió que aceptaban su obsequio... y desde entonces, todos los -días, á la misma hora, el centelleo del arco iris despedido por un -pedazo de vidrio alegró la soledad de la princesita y la cantó un -amoroso himno, que se confundía con la voz profunda de la selva allá en -lontananza...</p> - -<p>De pronto sobrevino un cambio radical en la vida de la princesa. -Murieron en una batalla su padre y su hermano, y recayó en ella la -sucesión del trono. Brillante comitiva de señores, guerreros, obispos, -pajes y damas, vino á buscarla solemnemente y á escoltarla hasta la -capital de sus Estados. Y la que pocos días antes sólo conversaba con -los pájaros, y sólo esperaba el rayo<span class="pagenum"><a name="page_183" id="page_183"></a>{183}</span> de sol del pastorcillo, se halló -aclamada por millares de voces, aturdida por el bullicio de espléndidos -festejos, y admiró las iluminaciones entre el follaje, y oyó las músicas -ocultas en el jardín, y giró con las parejas que danzaban, y supo lo que -es la gloria, la riqueza, el placer, la pasión delirante y la alegría -loca...</p> - -<p>Habían pasado muchos, muchos años, cuando la princesa, reina ya,—y casi -vieja ya,—tuvo el capricho de visitar aquella torre donde su padre, por -precaución y por tiránica desconfianza, la mantuvo emparedada durante -los momentos más bellos de la juventud. Al entrar en el camarín, una -nostalgia dolorosa, una especie de romántica melancolía se apoderó de la -reina y la obligó á reclinarse en el ajimez, sintiendo preñados de -lágrimas los ojos. La tarde caía inflamando el horizonte; el bosque -exhalaba su melodioso y hondo susurro... y la reina, tapándose la cara -con las manos, sentía que las gotas de llanto escurrían pausadamente al -través de los dedos entreabiertos. ¿Lloraba acaso al recordar lo sufrido -en el torreón; el largo cautiverio, la soledad, el aislamiento, el -fastidio? ¡Mal conocéis el corazón de las mujeres los que á eso atribuís -el llanto de tan alta señora!</p> - -<p>Sabed que, desde el momento en que pisó la torre, la reina echaba de -menos el rayo de sol, que todos los días, á la misma hora, la enviaba el -pastorcillo enamorado por medio de un trozo de vidrio. Por aquel trozo -de vidrio daría ahora la soberana los más ricos diamantes de su<span class="pagenum"><a name="page_184" id="page_184"></a>{184}</span> corona -real. Sólo aquel rayo podía iluminar su corazón, fatigado, lastimado, -quebrantado, marchito. Y al dejar escurrir las lágrimas, sin cuidarse de -reprimirlas ni de secarlas con el blasonado pañuelo, lloraba la -juventud, la ilusión, la misteriosa energía vital de los años -primaverales... Nunca volvería el pastorcillo á enviarla el divino -rayo.<span class="pagenum"><a name="page_185" id="page_185"></a>{185}</span></p> - -<h2><a name="LOS_BUENOS_TIEMPOS" id="LOS_BUENOS_TIEMPOS"></a><img src="images/ill_pg_185.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Los buenos tiempos</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">S</span>IEMPRE que entrábamos en el despacho del Conde de Lobeira, atraía mis -miradas—antes que las armas auténticas, las lozas hispano-moriscas y -los retazos de cuero estampado que recubrían la pared—un retrato de -mujer, de muy buena mano, que por el traje indicaba tener, próximamente, -un siglo de fecha.—«Es mi bisabuela, doña Magdalena Varela de Tobar, -vigésima segunda Condesa de Lobeira»—había dicho el Conde, respondiendo -á mi curiosa interrogación en el tono del que no quiere explicarse más ó -no sabe otra cosa. Y por entonces hube de contentarme, acudiendo á mi -fantasía para desenvolver las ideas inspiradas por el retrato.</p> - -<p>Este representaba á una señora como de treinta y cinco años, de rostro -prolongado y macilento, de líneas austeras, que indicaban la existencia -sencilla y pura, consagrada al cumplimiento<span class="pagenum"><a name="page_186" id="page_186"></a>{186}</span> de nobles deberes y al -trabajo doméstico, ley de la fuerte matrona de las edades pasadas. La -modestia del vestir, en tan encumbrada señora, parecíame ejemplar; aquel -corpiño justo de alepín negro, aquel pañolito blanco sujeto á la -garganta por un escudo de los Dolores, aquel peinado liso y recogido -detrás de la oreja, eran indicaciones inestimables para delinear la -fisonomía moral de la aristocrática dama. No cabía duda: doña Magdalena -había encarnado el tipo de la esposa leal, casta y sumisa, fiel -guardadora del fuego de los lares; de la madre digna y venerada, ante -quien sus hijos se inclinan como ante una reina; del ama de casa -infatigable, vigilante y próvida, cuya presencia impone respeto y cuya -mano derrama la abundancia y el bienestar. Así es que me sorprendió en -extremo que un día, preguntándole al Conde en qué época habían sido -enajenadas las mejores fincas, los pingües estados de su casa, me -contestase sombríamente, señalando al retrato consabido.</p> - -<p>—En tiempo de doña Magdalena.</p> - -<p>El dato inesperado acrecentó mi interés. A fuerza de fijarme en el -retrato observé que aquella pintura ofrecía una particularidad rara y -siempre sugestiva: en cualquier punto de la habitación que me colocase -para mirarla, me seguían los ojos de doña Magdalena con expresión -imperiosa y ardiente. Casual acierto del pincel, ó alarde de destreza -del pintor, las pupilas del retrato estaban tocadas por tal arte que -pagaban con avidez y energía la mirada del que<span class="pagenum"><a name="page_187" id="page_187"></a>{187}</span> las contemplase desde -lejos. Algunas veces, sin querer, levantaba yo la vista como si me -atrajese tal singularidad y los ojos me llamasen. La severidad del fondo -obscuro en que se destacaba la cabeza, la única nota clara del rostro y -del pañolito, aumentaban la fuerza del extraño mirar.</p> - -<p>Aunque el Conde de Lobeira es de carácter reservado y frío, hay -instantes en que el corazón más tapiado se abre y deja salir el opresor -secreto. Uno de esos momentos, siempre transitorios en ciertas -organizaciones, llegó para el Conde el día en que, incitada por mi -imaginación, traidora cuanto fecunda, me arrojé á trazar la silueta de -doña Magdalena, modelo de cristianas virtudes, emblema de otros tiempos -y otras edades en que el hogar olía á incienso como el sagrario, y la -familia tenía la sólida estructura del granito.</p> - -<p>—¡Por Dios, no siga usted!—exclamó mi interlocutor, dejando de atizar -la chimenea y volviéndose hacia el retrato como nos volvemos hacia un -enemigo.—El error más craso de cuantos pueden cometerse es juzgar del -pasado por la impresión que nos causan sus reliquias. Cáscara vacía, -huella de fósil en la piedra, ¿qué verdad ha de contarnos un retrato, un -mueble ó un edificio ruinoso? Los soñadores como usted son los que han -falseado la historia, poetizado lo más prosaico y embellecido lo más -horrible. En ninguna época fué la humanidad mejor de lo que es ahora; -pero las iniquidades pasadas se olvidan y un lienzo embadurnado y<span class="pagenum"><a name="page_188" id="page_188"></a>{188}</span> lleno -de grietas basta para que nos abrume el descontento de lo presente. Ya -que también usted cae en esa vulgarísima y temible preocupación de que -se nos han perdido grandes virtudes, merece usted que para -desilusionarla le cuente la historia de doña Magdalena, tal como la he -entresacado de nuestro archivo y de otros documentos... ¡que obran en -archivos judiciales!</p> - -<p>Esa señora que está usted viendo, retratada con su jubón de alepín y su -honesto pañolito, al casarse con mi bisabuelo, llevándole rica dote y el -condado de Lobeira, se mostró apasionada hasta un grado increíble, -despótico y furioso. Mi bisabuelo pasaba por el mozo más gallardo de -toda la provincia, y doña Magdalena por una señorita fanáticamente -devota: se susurraba que usaba cilicio y que se disciplinaba todas las -noches. Fuese ó no verdad, lo que es á su marido cilicio le puso doña -Magdalena, y hasta grillos, para que de ella no se apartase ni un -minuto. Poco después de la boda, los que vieron al Conde pálido, -demacrado y abatido, esparcieron el rumor absurdo de que su esposa le -daba hierbas y filtros para subyugarle y para que ardiese más viva la -tea del amor conyugal.</p> - -<p>Duró esta situación, sin que la modificase el nacimiento de varios -hijos. No obstante, á los diez ó doce años de matrimonio, observóse que -el Conde, habiéndose aficionado á cazar y haciendo frecuentes -excursiones por la montaña—pues pasaban largas temporadas en el campo, -en el palacio solariego de Lobeira, según<span class="pagenum"><a name="page_189" id="page_189"></a>{189}</span> costumbre de los señores de -entonces—recobraba cierta alegría y parecía rejuvenecido.</p> - -<p>Como yo no estoy graduando el interés de mi historia, sino que se la -cuento á usted descarnada y sin galas—advirtió al llegar aquí el -narrador—diré inmediatamente lo que produjo la mejoría del Conde. Fué -que, algún tanto aplacada aquella pasión de vampiro de su mujer, pudo -respirar y vivir como las demás personas. Usted objetará que todo el -delito de doña Magdalena consistía en amar excesivamente á su esposo, y -que eso merece disculpa y hasta alabanza. Si yo discutiese tan delicado -punto, temería ofender sus oídos de usted con algún concepto malsonante. -Indicaré que hay cien maneras de amar, y que el santo nombre de amor -cubre á veces nuestros bárbaros egoismos ó nuestras morbosas -aberraciones. Y basta, que al buen entendedor... Ya continúo.</p> - -<p>Como á veces se guardan bien los secretos en las aldeas, doña Magdalena -tardó bastante en enterarse de que su marido, al volver de la caza, -solía descansar en la choza de cierto labriego que tenía una hija -preciosa. En efecto era así: el Conde de Lobeira prefería á los -suculentos manjares de su cocina señorial, la <i>brona</i> y la leche fresca -servidas por la gentil rapaza, que, con la inocencia en los ojos y la -risa en los labios, acudía solícita á festejarle. Doña Magdalena, ya -informada, no pensó ni un minuto que allí existiese un puro idilio; vió -desde el primer instante el pecado y la injuria. Y acaso acertase: no -pretendo excusar á mi bisabuelo,<span class="pagenum"><a name="page_190" id="page_190"></a>{190}</span> aunque las crónicas afirman que era -honesta y sencilla su afición á la hija del colono.</p> - -<p>Lo histórico es que, en una noche de invierno muy obscura y muy larga, -la puerta del Pazo se abrió sin ruido para dejar entrar á un hombre -robusto, recio, vestido con el clásico traje del país, que hoy está casi -en desuso. La Condesa le esperaba en el zaguán: tomóle de la mano, y por -un pasadizo obscuro le llevó á una habitación interior, que alumbraba -una vela de cera puesta en candelabro de maciza plata.—Era el -oratorio.—Detrás de las colgaduras de damasco carmesí que lo vestían, y -que replegó la dama, el hombre vió abierto un boquete, á manera de -cueva; un agujero sombrío. Repito lo de antes: no busco <i>efectos</i>; pero -aunque los buscase, creo que ninguno tan terrible como decir sin más -circunloquios que el hombre—un <i>casero</i>, en las costumbres de entonces -casi un ciervo de la Condesa—era el mismo padre de la zagala á quien el -Conde solía visitar; y que doña Magdalena, enseñándole el negro hueco, -advirtió al labrador que allí ocultarían el cadáver del Conde. En -seguida le entregó un hacha nueva, afilada y cortante.</p> - -<p>¿Temió aquel hombre por la vida de su hija y por la suya propia? -¿Impulsóle la cobardía ó el respeto tradicional á la casa de Lobeira? -¿Fué la sugestión que ejerce sobre un cerebro inculto y una voluntad -irresoluta y débil, la hembra resuelta, de arrebatadas pasiones? ¿Fué -codicia, tentación de onzas y de ricos joyeles que la esposa ultrajada -le ofrecía en precio de<span class="pagenum"><a name="page_191" id="page_191"></a>{191}</span> la sangre? El caso es, que si hubo resistencia -por parte del labriego, duró bien poco. Según su declaración, hizo la -señal de la cruz (¡atroz detalle!) descalzóse, empuñó el hacha y siguió -á la Condesa hasta el aposento en que el Conde dormía. Y mientras la -señora alumbraba con la vela de cera del oratorio, el labriego descargó -un golpe, otro, diez, en la frente, la cara, el pecho... El dormido no -chistó: parece que al primer hachazo abrió unos ojos muy espantados... y -luego, nada. Sábanas, colchones, el hacha y el muerto, todo fué arrojado -al escondrijo; la Condesa lavó las manchas del suelo, cerró la trampa, y -atestando de oro la faltriquera del asesino, le despachó con orden de -cruzar el Miño y meterse en Portugal.</p> - -<p>Un rumor, vago al principio y después muy insistente, se alzó con motivo -de la desaparición del Conde de Lobeira. Su esposa hablaba de viajes -motivados por un pleito; y en el oratorio, bajo cuyo piso yacía mi -bisabuelo asesinado, celebrábase diariamente el santo sacrificio de la -misa, asistiendo á él doña Magdalena, lo mismo que la ve usted retratada -ahí: pálida, grave, modesta, rodeada de sus hijos, que la besaban la -mano cariñosos. En aquel tiempo no había prensa que escudriñase -misterios, y la coincidencia de la desaparición del Conde y la del -casero y su hija la linda moza, dió pie á que se sospechase que el -esposo de doña Magdalena vivía muy á gusto en algún rincón de esos que -saben buscar los enamorados. No faltó quien compadeciese á la abandonada -señora,<span class="pagenum"><a name="page_192" id="page_192"></a>{192}</span> en torno de la cual el respeto ascendió, como asciende la -marea. Al verla pasar, derecha, macilenta, siempre de negro, la gente se -descubría.</p> - -<p>Y así corrió un año entero.</p> - -<p>Al cumplirse, día por día, á corta distancia del Pazo de Lobeira -apareció un hombre profundamente dormido; era el casero de la Condesa; y -los demás labriegos, que le rodeaban esperando á que despertase, -quedaron atónitos cuando al volver en sí, á gritos confesó el crimen, á -gritos se denunció y á gritos pidió que le llevasen ante la justicia. -Hay fenómenos morales que no explica satisfactoriamente ningún -raciocinio: la mitad de nuestra alma está sumergida en sombras, y nadie -es capaz de presentir qué alimañas saldrían de esa caverna, si nos -empeñásemos en registrarla. El aldeano, cuando le preguntaron el móvil -de su conducta, afirmó con rústicas razones que no lo sabía; que una -gana irresistible—un <i>volunto</i>, como dicen ahora—le obligó á salir de -Portugal y á ver de nuevo el Pazo; y que al avistarlo, le acometió un -sueño letárgico, invencible también, y ya despierto, un ímpetu de -confesar, de decir la verdad, de ser castigado—porque sin duda, calculo -yo, su endeble alma no podía con el peso del secreto, que impenetrable y -tranquila guardaba el alma varonil de doña Magdalena.</p> - -<p>La prendieron, claro está, y aún se enseña en la cárcel marinedina el -negro calabozo donde la Condesa de Lobeira se pudrió muchos meses... El -casero fue ahorcado; y para librar á<span class="pagenum"><a name="page_193" id="page_193"></a>{193}</span> mi bisabuela del patíbulo, -empeñóse la hacienda de mi casa. La justicia se comió con apetito tan -sabrosa breva, y nuestra decadencia viene de ahí.</p> - -<p class="dtts">...............................</p> - -<p>Alcé los ojos y busqué los del retrato. La mirada de doña Magdalena se -me figuró más tenaz, más intensa, más dolorosa. El biznieto callaba y -suspiraba, como si le oprimiese el corazón el drama ancestral, como si -percibiese la humedad de las lágrimas evaporadas hace un siglo.<span class="pagenum"><a name="page_194" id="page_194"></a>{194}</span></p> - -<h2><a name="SARA_Y_AGAR" id="SARA_Y_AGAR"></a><img src="images/ill_pg_194.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Sara y Agar</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">E</span>XPLÍQUEME usted,—dije al señor de Bernárdez,—una cosa que siempre me -infundió curiosidad. ¿Por qué en su sala tiene usted, bajo marcos -gemelos, los retratos de su difunta esposa y de un niño desconocido, que -según usted asegura, ni es hijo, ni sobrino, ni nada de ella? ¿De quién -es otra fotografía de mujer, colocada enfrente, sobre el piano...? ¿no -sabe usted? ¿una mujer joven, agraciada, con flecos de ricillos á la -frente?</p> - -<p>El sexagenario parpadeó, se detuvo, y un matiz rosa cruzó por sus -mustias mejillas. Como íbamos subiendo un repecho de la carretera, lo -atribuí á cansancio y le ofrecí el brazo, animándole á continuar el -paseo, tan conveniente para su salud; como que, si no paseaba, solía -acostarse sin cenar y dormir mal y poco. Hizo seña con la mano de que -podía seguir la caminata, y anduvimos unos cien pasos más, en<span class="pagenum"><a name="page_195" id="page_195"></a>{195}</span> silencio. -Al llegar al pie de la iglesia, un banco, tibio aún del sol y bien -situado para dominar el paisaje, nos tentó, y á un mismo tiempo nos -dirigimos hacia él. Apenas hubo reposado y respirado un poco Bernárdez, -se hizo cargo de mi pregunta.</p> - -<p>—Me extraña que no sepa usted la historia de esos retratos: ¡en -poblaciones como Goyán, cada quisque mete la nariz en la vida del -vecino, y glosa lo que ocurre y lo que no ocurre, y lo que no averigua -lo inventa!</p> - -<p>Comprendí que al buen señor debían de haberle molestado mucho antaño las -curiosidades y chismografías del lugar, y callé, haciendo un movimiento -de aprobación con la cabeza. Dos minutos después pude convencerme de -que, como casi todos los que han tenido alegrías y penas de cierta -índole, Bernárdez disfrutaba puerilmente en referirlas; porque no son -numerosas las almas altaneras que prefieren ser para sí propios á la par -Cristo y Cirineo y echarse á cuestas su historia.—He aquí la de -Bernárdez, tal cual me la refirió mientras el sol se ponía detrás del -verde monte en que se asienta Goyán.</p> - -<p>«Mi mujer y yo nos casamos muy jovencitos: dos nenes, con la leche en -los labios. Ella tenía quince años, yo diez y ocho. Una muchachada, -quién lo duda. Lo que pasó con tanto madrugar fué, que queriéndonos y -llevándonos como dos ángeles, de puro bien avenidos que estábamos, al -entrar yo en los treinta y cinco, mi mujer empezó á parecerme así... -vamos, como<span class="pagenum"><a name="page_196" id="page_196"></a>{196}</span> mi hermana. La profesaba una ternura sin límites; no hacía -nada sin consultarla, no daba un paso que ella no me aconsejase, no veía -sino por sus ojos... pero todo fraternal, todo muy tranquilo.</p> - -<p>»No teníamos sucesión, y no la echábamos de menos. Jamás hicimos -rogativa ni oferta á ningún santo para que nos enviase tal dolor de -cabeza. La casa marchaba lo mismo que un cronómetro: mi notaría -prosperaba; tomaba incremento nuestra hacienda; adquiríamos tierras; -gozábamos de mil comodidades; no cruzábamos una palabra más alta que -otra, y veíamos juntos aproximarse la vejez sin desazón ni sobresalto, -como el marino que se acerca al término de un viaje feliz, emprendido -por iniciativa propia, por gusto y por deber.</p> - -<p>»Cierto día, mi mujer me trajo la noticia de que había muerto la -inquilina de una casucha de nuestra pertenencia. Era esta inquilina una -pobretona, viuda de un guardia civil, y quedaba sola en el mundo la -huérfana, criatura de cinco años.—Podíamos recogerla, Hipólito—añadió -Romana.—Parte el alma verla así. La enseñaríamos á planchar, á coser, á -guisar, y tendríamos, cuando sea mayor, una criadita fiel y humilde.—Dí -que haríamos una obra de misericordia y que tú tienes el corazón de -manteca.—Esto fué lo que respondí, bromeando. ¡Ay! ¡Si el hombre -pudiese prever dónde salta su destino!</p> - -<p>»Recogimos, pues, la criatura, que se llamaba Mercedes, y así que la -lavamos y la adecentamos,<span class="pagenum"><a name="page_197" id="page_197"></a>{197}</span> amaneció una divinidad, con un pelo -ensortijado como virutas de oro, y unos ojos que parecían dos violetas, -y una gracia y una zalamería... Desde que la vimos... ¡adiós planes de -enseñarla á planchar y á poner el puchero! Empezamos á educarla del modo -que se educan las señoritas... según educaríamos á una hija, si la -tuviésemos. Claro que en Goyán no la podíamos afinar mucho, pero se hizo -todo lo que permite el rincón este. Y lo que es mimarla... ¡Señor! ¡En -especial Romana... un desastre! Figúrese usted que la pobre Romana, tan -modesta para sí que jamás la ví encaprichada con un perifollo... -encargaba los trajes y los abriguitos de Mercedes á la mejor modista de -Marineda. ¿Qué tal?</p> - -<p>»Cuando llegó la chiquilla á presumir de mujer, empezaron también á -requebrarla y á rondarla los señoritos en los días de ferias y fiestas, -y yo á rabiar cuando notaba que la hacían cocos. Ella se reía y me decía -siempre, mirándome mucho á la cara:—Padrino (me llamaba así), vamos á -burlarnos de estos tontos; á usted le quiero más que á ninguno.—Me -complacía tanto que me lo dijese (¡cosas del demonio!) que la reñía sólo -por oirla repetir:—Le quiero más á usted...—Hasta que una vez, muy -bajito, al oído:—¡Le quiero más, y me gusta más... y no me casaré, -nunca, padrino!—¡Por éstas, que así habló la rapaza!</p> - -<p>»Se me trastornó el sentido. Hice mal, muy mal, y sin embargo, no sé, en -mi pellejo, lo que harían más de cien santones. En fin, repito que<span class="pagenum"><a name="page_198" id="page_198"></a>{198}</span> me -puse como lunático, y sin intención, sin premeditar las consecuencias -(porque repito que perdí la chaveta completamente), yo, que había vivido -más de veinte años como hombre de bien y marido leal, lo eché á rodar -todo en un día... en un cuarto de hora...</p> - -<p>»Todo á rodar, no; porque tan cierto como que Dios nos oye, yo seguía -consagrando un cariño profundo, inalterable, á mi mujer, y si me -proponen que la deje y me vaya con Mercedes por esos mundos—se lo -confesé á Mercedes misma, no crea usted, y lloró á mares,—antes me -aparto de cien Mercedes que de mi esposa. Después de tantos años de vida -común, se me figuraba que Romana y yo habíamos nacido al mismo tiempo, y -que reunidos y cogidos de las manos debíamos morir. Sólo que Mercedes me -sorbía el seso, y cuando la sentía acercarse á mí, la sangre me daba una -sola vuelta de arriba abajo, y se me abrasaba el paladar, y en los oídos -me parecía que resonaba galope de caballos, un estrépito que me -aturdía.»</p> - -<p>—¿Es de Mercedes el retrato que está sobre el piano?—pregunté al -viejo.</p> - -<p>—De Mercedes es. Pues verá usted: Romana se malició algo, y los -chismosos intrigantes se encargaron de lo demás. Entonces, por evitar -disgustos, conté una historia: dije que unos señores de Marineda, que -iban á pasar larga temporada en Madrid, querían llevarse á Mercedes, y -lo que hice fué amueblar en Marineda un piso, donde Mercedes se -estableció decorosamente, con una criadita. A pretexto de asuntos,<span class="pagenum"><a name="page_199" id="page_199"></a>{199}</span> yo -veía á la muchacha una vez por semana lo menos. Así, la situación fué -mejor... vamos, más tolerable que si estuviesen las dos bajo un mismo -techo, y yo entre ellas.</p> - -<p>»Romana callaba,—era muy prudente,—pero andaba inquieta, pensativa, -alterada; y decía yo: ¿por dónde estallará la bomba? Y estalló... ¿por -dónde creerá usted? Una tarde que volví de Marineda, mi mujer, sin darme -tiempo á soltar la capa, se encerró conmigo en su cuarto y me dijo que -no ignoraba el estado de Mercedes... ¡Ya supondrá usted cuál sería el -estado de Mercedes!... y que, pues había sufrido tanto y con tal -paciencia, lo que naciese, para ella, para Romana, tenía que ser en toda -propiedad..... como si lo hubiese parido Romana misma.</p> - -<p>»Me quedé tonto. Y el caso es que mi mujer se expresaba de tal manera, -¡con un tono y unas palabras!, y tenía además tanta razón y tal sobra de -motivos para mandar y exigir, que apenas nació el niño y lo ví empañado, -lo envolví en un chal de calceta que me dió Romana para ese fin, y en el -coche de Marineda á Goyán hizo su primer viaje de este mundo.»</p> - -<p>—¿Ese niño es el que está retratado al lado de su esposa de usted, -dentro de los marcos gemelos?</p> - -<p>—Ajajá. Precisamente. ¡Mire usted: dificulto que ningún chiquillo, ni -Alfonso XIII, se haya visto mejor cuidado y más estimado! Romana, desde -que se apoderó del pequeño, no hizo caso de mí, ni de nadie, sino de él. -El niño dormía<span class="pagenum"><a name="page_200" id="page_200"></a>{200}</span> en su cuarto; ella le vestía, ella le desnudaba, ella le -tenía en el regazo, ella le enseñaba á juntar las letras y ella le hacía -rezar. Hasta formó resolución de testar en favor del niño... Sólo que él -falleció antes que Romana; como que al rapaz le dieron las viruelas el -20 de Marzo, y una semana después voló á la gloria... y Romana, el 7 de -Abril fué cuando la desahució el médico, y la perdí á la madrugada -siguiente.»</p> - -<p>—¿Se la pegaron las viruelas?—pregunté al señor de Bernárdez, que se -aplicaba el pañuelo sin desdoblar á los ribeteados y mortecinos ojos.</p> - -<p>—¡Naturalmente... Si no se apartó del niño!</p> - -<p>—¿Y usted, cómo no se casó con Mercedes?</p> - -<p>—Porque malo soy, pero no tanto como eso—contestó en voz temblona, -mientras una aguadilla que no se redondeó en lágrima asomaba á sus -áridos lagrimales.<span class="pagenum"><a name="page_201" id="page_201"></a>{201}</span></p> - -<h2><a name="MALDICION_DE_GITANA" id="MALDICION_DE_GITANA"></a><img src="images/ill_pg_201.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Maldición de gitana</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">S</span>IEMPRE que se trata, entre gente con pretensiones de instruída, de -agorerías y supersticiones, no hay nadie que no se declare exento de -miedos pueriles, y punto menos desenfadado que don Juan frente á las -estatuas de sus víctimas. No obstante, transcurridos los diez minutos -consagrados á alardear de espíritu fuerte, cada cual sabe alguna -historia rara, algún sucedido inexplicable, una «coincidencia». (Las -coincidencias hacen el gasto.)</p> - -<p>La ocasión más frecuente de hablar de supersticiones la ofrecen los -convites. De los catorce ó quince invitados se excusan uno ó dos: al -sentarse á la mesa, alguien nota que son trece los comensales,—y al -punto decae la animación, óyense forzadas risas y chanzas poco sinceras, -y los amos de la casa se ven precisados á buscar, aunque sea en los -infiernos, un número catorce. Conjurado ya el mal sino, renace el<span class="pagenum"><a name="page_202" id="page_202"></a>{202}</span> -contento; las risitas de las señoras tienen un sonido franco; se ve que -los pulmones respiran á gusto. ¿Quién no ha asistido á un episodio de -esta índole?</p> - -<p>En el último que presencié pude observar que Gustavo Lizana, mozo asaz -despreocupado, era el más carilargo al contar trece, y el que más -desfrunció el gesto cuando fuímos catorce. No hacía yo tan supersticioso -á aquel infatigable cazador y <i>sportsman</i>, y extrañándome verle hasta -demudado en los primeros momentos, á la hora del café le llevé hacia un -ángulo del saloncillo japonés, y le interrogué directamente.</p> - -<p>—Una coincidencia—respondió, como era de presumir; y al ver que yo -sonreía, me ofreció con un ademán el sofá bordado, en cuyos cogines una -bandada de grullas blancas con patitas rosa volaba sobre un cañaveral de -oro, nacido en fantástica laguna: se sentó él en una silla de bambú, y -rápidamente, entrecortando la narración con agitados movimientos, me -refirió su <i>coincidencia</i> del número fatídico.</p> - -<p>—Mis dos amigos íntimos—los de corazón—eran los dos chicos de -Mayoral, de una familia extremeña antigua y pudiente. Habíamos estado -juntos en el colegio de los jesuítas, y cuando salimos al mundo, la -amistad se estrechó. Llamábanse el mayor Leoncio y el otro Santiago; y -habrá usted visto pocas figuras más hermosas, pocos muchachos más -simpáticos y pocos hermanos que tan entrañablemente se quisiesen. -Huérfanos de padre y madre, y dueños de su hacienda, no conocían tuyo ni -mío: bolsa común,<span class="pagenum"><a name="page_203" id="page_203"></a>{203}</span> confianza entera, y á pesar de la diferencia de -caracteres—Leoncio nervioso y vehemente hasta lo sumo, y Santiago de un -genio igual y pacífico—inalterable armonía. A mí me llamaban, en broma, -su otro hermano, y la gente, á fuerza de vernos unidos, había llegado á -pensar que éramos, cuando menos, próximos parientes los Mayoral y yo.</p> - -<p>Apasionados cazadores los tres, nos íbamos semanas enteras á las dehesas -y cotos que los Mayoral poseían en la Mancha y Extremadura, donde hay de -cuanta alimaña Dios crió, desde perdices y conejos hasta corzos, -venados, jabalís, ginetas y gatos monteses.</p> - -<p>Con buen refuerzo de escopetas negras y una jauría de excelentes -podencos, hacíamos cada ojeo y cada batida, que eran el asombro de la -comarca. De estas excursiones resolvimos una cierto día de San Leoncio; -no cabe olvidar la fecha. Nos había convidado juntos una tía de los de -Mayoral, señora discretísima y madre de una muchacha encantadora, por -quien Santiago bebía los vientos: sutilizando mucho, creo que esta -pasión de Santiago tuvo su parte de culpa en la desgracia que sucedió: -ya diré por qué.</p> - -<p>Ello es que nos reunimos en la casa, donde, con motivo de la fiesta, -había otros varios convidados: amiguitas de la niña, señores formales, -íntimos de la mamá... Y yo, que jamás contaba entonces los comensales, -al pasar al comedor, involuntariamente, me fijo en los platos... ¡Eramos -trece, trece justos!</p> - -<p>Ni se me ocurrió chistar: por otra parte, no<span class="pagenum"><a name="page_204" id="page_204"></a>{204}</span> sentía aprensión. -Estaríamos á la mitad de la comida, cuando lo advirtió el ama de la -casa, y dijo riéndose:—«¡Hola! ¡Pues con el resfriado de Julia, que la -impidió venir, nos hemos quedado en la docena del fraile! No asustarse, -señores; que aquí nadie ha cumplido los sesenta más que yo, y en todo -caso seré la escogida.»—¿Qué habíamos de hacer? Lo echamos á broma -también, y brindamos alegremente por que se desmintiese el augurio. Y -había allí un señor que, presumiendo de gracioso, dijo con sorna:—«Es -muy malo comer trece... cuando sólo hay comida para doce».</p> - -<p>A la madrugada siguiente tomamos el tren y salimos hacia el cazadero. La -expedición se presentaba magnífica; la temperatura era, como de mediados -de Septiembre, templada y deliciosa; cada tarde los zurrones volvían -atestados de piezas, y para mayor satisfacción, nos habían anunciado que -andaban reses por el monte, y que el primer ojeo nos prometía rico -botín. Decidimos que este ojeo principiase un miércoles por la mañana, y -apenas despachadas las migas y el chocolate, salimos á cabalgar nuestros -jacos, que nos esperaban á la puerta, entre el tropel de las escopetas -negras y la gresca y alborozo de los perros. Como tengo tan presentes -las menores circunstancias de aquel día, recuerdo que me extrañó mucho -la furia con que los animales ladraban, y al asomarme fuera, ví, apoyada -en uno de los postes del emparrado que sombreaba la puerta, á una gitana -atezada, escuálida, andrajosa.<span class="pagenum"><a name="page_205" id="page_205"></a>{205}</span></p> - -<p>Podría tener sus veinte años, y si la suciedad, la descalcez y las -greñas no la afeasen, no carecería de cierto salvaje atractivo, porque -los ojos brillaban en su faz cetrina como negros diamantes, los dientes -eran piñones mondados y el talle un junco airoso. Los pingajos de su -falda apenas cubrían sus desnudos y delgados tobillos, y al cuello tenía -una sarta de vidrio, mezclada con no sé qué amuletos. Dije que sus ojos -brillaban, y era cierto; brillaban de un modo raro, que no supe definir; -los tenía clavados en Santiago—que, lo repito, era un muchacho -arrogante, rubio y blanco, y en aquel instante, subido al poyo de montar -y con un pie en el estribo, con su sombrero de alas anchas, su bizarro -capote hecho de una manta zamorana, de vuelto cuello de terciopelo -verde, y sus altos zajones de caza, que marcaban la derechura de la -pierna, aún parecía más apuesto y gallardo.—Y á Santiago fué á quien -dirigió sus letanías la egipcia, soltándole esos requiebros raros que -gastan ellas, y ofreciéndose á decirle la buenaventura. En aquel -momento, Santiago, de seguro, pensaba en el dulce rostro de su novia, y -el contraste con el de la gitana debió de causarle una impresión de -repugnancia hacia ésta; porque era galante con todas las mujeres, y sin -embargo, soltó una frase dura y hasta cruel, una frase fatal... yo así -lo creo...</p> - -<p>—¿Qué buenaventura vas á darme tú?—exclamó Santiago.—¡Para ti la -quisieras! ¡Si tuvieses ventura, no serías tan fea y tan negra, -chiquilla!<span class="pagenum"><a name="page_206" id="page_206"></a>{206}</span></p> - -<p>La gitana no se inmutó en apariencia, pero yo noté en sus ojos algo que -parecía la sombra de un abismo; y fijándolos de nuevo en Santiago, que -estaba á caballo ya, articuló despacio, con indiferencia atroz y en voz -ronca:</p> - -<p>—¿No quieres buenaventuras, jermoso? Pues toma mardisiones... Premita -Dios... Premita Dios... ¡que vayas montao y vuelvas tendío!</p> - -<p>Yo no sé con qué tono pudo decirlo la malvada, que nos quedamos de -hielo. Leoncio, en especial, como adoraba en su hermano, se demudó un -poco y avanzó hacia la gitana en actitud amenazadora; los perros, que -conocen tan perfectamente las intenciones de sus amos, se abalanzaron -ladrando con furia; uno de ellos hincó los dientes en la pierna desnuda -de la mujer, que dió un chillido. Esto bastó para que Leoncio y yo, y -todos, incluso Santiago, nos distrajésemos de la maldición y pensásemos -únicamente en salvar á la bruja moza, en riesgo inminente de ser -destrozada por la jauría. Contenidos los perros, cuando volvimos la -cabeza, la gitana ya no parecía por allí; sin duda se había puesto en -cobro, aunque nadie supo por donde.</p> - -<p>Al llegar aquí de su narración Gustavo, me hirió de súbito un recuerdo.</p> - -<p>—Espere usted, espere usted...—murmuré recapacitando.—Creo que -conozco el final de la historia... Cuando usted nombró á los Mayoral, -empezó á trabajar mi cabeza... El nombre <i>me sonaba</i>... Tengo idea de -que conozco á los dos hermanos, y ya voy reconstruyendo su<span class="pagenum"><a name="page_207" id="page_207"></a>{207}</span> figura... -Leoncio, vivo, moreno, delgado; Santiago, rubio y algo más grueso... -¿Fué en esa cacería donde?...</p> - -<p>—Donde Leoncio, creyendo disparar á un corzo, mató á Santiago de un -balazo en la cabeza—respondió lentamente Gustavo, cruzando las manos -con involuntaria angustia.—Santiago <i>volvió tendido</i>... Perdí á la vez -mis dos amigos; porque el matador, si no enloqueció de repente, como -pasa en las novelas y en las comedias, quedó en un estado de -perturbación y de alelamiento que fué creciendo cada día; y quizás por -olvidar cortos instantes la horrible escena, se entregó—él que era tan -formalillo que hasta le embromábamos—á mil excesos, acabando así de -idiotizarse. ¿Después de saber esta <i>coincidencia</i>, extrañará usted que -me agrade poco sentarme á una mesa de trece? Por más que quiero -dominarme, se me conoce el miedo... ¡El miedo, sí; hay que llamar á las -cosas por su nombre!</p> - -<p>—¿Y volvió á parecer la gitana?—pregunté con curiosidad.</p> - -<p>—¡La gitana! ¡Quién sabe adónde vuelan esas cornejas agoreras!—exclamó -Gustavo sombríamente.—Los de esa casta no tienen poso ni paradero... -Como dice Cervantes, á su ligereza no la impiden grillos, ni la detienen -barrancos, ni la contrastan paredes... Cuando velábamos al pobre -Santiago, y tratábamos de impedir que se suicidase el desesperado -Leoncio, ya la bruja debía de estar entre breñas, camino de Huelva ó de -Portugal.<span class="pagenum"><a name="page_208" id="page_208"></a>{208}</span></p> - -<h2><a name="LA_BICHA" id="LA_BICHA"></a><img src="images/ill_pg_208.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -La bicha</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">H</span>AN leído ustedes á Selgas?—preguntó la discreta viuda, cerrando su -abanico antiguo de <i>vernis Martín</i>, una de esas joyas que para todo -sirven, excepto para abanicarse.—¿Han leído á Selgas?</p> - -<p>Los que formábamos <i>peñita</i> en la estufa, huyendo de los sofocados y -atestados salones, movimos la cabeza. ¿Selgas? Un autor á quien, como -suele decirse, «le ha pasado el sol por la puerta»... Nombre casi -borrado ya...</p> - -<p>—Pues era ingenioso—declaró la viudita—y á mí me divertía -muchísimo... En no sé qué libro suyo—las citas exactas allá para los -sabiondos—sienta una teoría sustanciosa, no crean ustedes. A propósito -del sistema parlamentario, que le fastidiaba mucho, dice que mientras -nadie se queja de lo que no escoge, todo el mundo rabia con lo que -escogió; que rara vez nos mostramos descontentos de nuestros padres ni<span class="pagenum"><a name="page_209" id="page_209"></a>{209}</span> -de nuestros hijos, pero que de los cónyuges y de los criados siempre hay -algo malo que contar. ¿Verdad que es gracioso? Sólo que en ese capítulo -de la elección conyugal, le faltó distinguir... Se le olvidó decir que -sólo los hombres eligen, mientras las mujeres toman lo que se -presenta... Y el caso es que la elección conyugal confirma la teoría de -Selgas: los hombres, que escogen amplia y libremente, son los que -escogen peor.</p> - -<p>Esta afirmación de la viuda levantó un turbión de humorísticas protestas -entre el elemento masculino de la peñita.</p> - -<p>—No hay que amontonarse—exclamó la señora intrépidamente.—Los hombres -que aciertan, aciertan como <i>el consabido</i> de la fábula... Y si no... á -la prueba. Todos los jueves que nos reunamos aquí—en este rincón, á la -sombra de estos pandanos tan colosales, cerca de esta fuente tan bonita -con la luz eléctrica—me ofrezco á contarles á ustedes una historia de -elección conyugal masculina... que les parecerá increíble. Empezaremos -ahora mismo... Ahí va la de hoy.</p> - -<p>Cuando perdí á mi marido, tuve que vivir varios años en una capital de -provincia, desenredando asuntos de mucho interés para mí y para mis -hijos. Ya saben ustedes que no soy huraña, y pasado el luto, aproveché -las contadas ocasiones de ver gente que se ofrecían allí. Había una -Sociedad de recreo que daba en Carnaval dos ó tres bailes de máscaras, y -me gustaba ir á sentarme en un palco, acompañada<span class="pagenum"><a name="page_210" id="page_210"></a>{210}</span> de varias amigas y -amigos de los que solían hacerme tertulia, y divertirme en remirar los -disfraces caprichosos, la animación y las bromas que se corrían abajo, -en el hervidero de la sala. Eran bailes en que se mezclaban el señorío y -la mesocracia con bastantes familias artesanas, sin que se conociesen -mucho las diferencias entre estas clases sociales—porque las artesanas -de M*** se visten, peinan y prenden con gusto, son guapas y tienen aire -fino.—La Junta directiva sólo excluía rigurosamente á las mujeres -notoriamente indignas; y figúrense ustedes el espanto de la concurrencia -cuando, la noche del lunes de Carnaval, empezó á esparcirse la voz de -que estaba en el baile, enmascarada y del brazo de un socio, la célebre -Natalia, por otro nombre <i>La Bicha</i> (la <i>Culebra</i>); la daban este apodo -por su fama de mala y engañadora, ó, según otros, porque tenía la cabeza -pequeñita, la tez morena aceitunada y el pelo casi azulado de puro -negro; señas de cuya exactitud pudimos cerciorarnos todos, como verán -ustedes.</p> - -<p>Al saberse la noticia, justamente se hallaba en mi palco el presidente -de la Sociedad, señor viudo, acaudalado y respetable, padre de una niña -preciosa que yo me llevaba á casa por las tardes á jugar con la -chiquilla mía. Sobrecogido y turbado, el presidente se agitaba en el -asiento, haciendo coraje, como suele decirse, para bajar á cumplir su -deber de expulsar á la intrusa. Comprenderán ustedes que no existe deber -más penoso: ir á darle en público un bofetón á<span class="pagenum"><a name="page_211" id="page_211"></a>{211}</span> una mujer... ¡sea quien -sea! Todos seguíamos con los ojos á la máscara sospechosa, y la -indignación fermentaba. Abandonada desde el primer run-run por el socio -que la introdujo y que se dió prisa á desaparecer; asaltada por unos -cuantos mozalbetes, que la asaetaban con insolentes pullas y -dicharachos; aislada á la vez en un espacio libre—porque todas las -demás mujeres se apartaban—la <i>Culebra</i>, apretando contra el rostro su -antifaz, recogiendo los pliegues de su manto de <i>beata</i>, como para -ocultarse, permanecía apoyada en una columna de las que sostienen los -palcos, en actitud de fiera á quien acosan. Por fin, el presidente se -decidió, y, tomando precipitadamente el sombrero, salió al pasillo; -pronto le vimos aparecer en el salón y dirigirse á donde estaba la -<i>Culebra</i>. A las frases secas y rápidas, cual latigazos, del presidente, -los mozalbetes se desviaron, dejando sola á la mujer; y ésta, con un -movimiento de soberbia que remedaba la dignidad, revolviéndose bajo el -ultraje, se arrancó de súbito la careta de raso negro, echó atrás el -manto, y descubierta la cabeza, erguido el cuello, rechispeantes los -ojos, miró, retó, fulminó al presidente primero, después, circularmente, -á todo el concurso, á las señoras, á las señoritas, que volvían la cara -ruborizándose, á los hombres que cuchicheaban y se reían... Y despacio, -sin bajar la frente, pasó por entre la multitud apiñada que se -estremecía á su contacto, y todavía, desde la puerta, volviéndose, -disparó el venablo de sus pupilas (¡qué mirada aquella, Dios<span class="pagenum"><a name="page_212" id="page_212"></a>{212}</span> mío!) al -presidente, que accionaba entre un círculo de individuos de la Directiva -y de señores que le felicitaban por su acción... Minutos después, muy -exaltado, volvía al palco el buen señor, y al acompañarme, á la salida, -todavía hablaba del descoco de la pájara, refiriéndonos, con el recato -posible, su vida y milagros, capaces, ciertamente, de poner colorada á -una estatua de piedra.</p> - -<p>A la vuelta de cinco meses; cuando á las frioleras diversiones del -Carnaval reemplazan los idílicos goces de las giras y de las campestres -romerías,—empezó á susurrarse en M*** que el presidente de la Sociedad -<i>Centro de Amigos</i>, el honrado y formal don Mariano Subleiras, con sus -cincuenta del pico, su viudez y su niña encantadora, pasaba á segundas -nupcias... ¿Ya han adivinado ustedes con quién?... ¡Con la propia -Natalia, la <i>Bicha</i>, la prójima echada del baile!—Al oirlo, sepan -ustedes que no lo puse en duda ni un momento. Dirán ustedes que soy -pesimista... Digan lo que quieran, ¡El caso es que yo, en seguida, creí -firmemente que era gran verdad eso que á todos les parecía el colmo de -lo absurdo!—¿Pero no se acuerda usted?—me objetaban.—Pero si fué él -mismo quien la puso de patitas...—Pues por eso, cabalmente por -eso—contestaba yo, dejándoles con la boca de un palmo. Al fin, tanto me -calentaron la cabeza con la boda dichosa, que entre el deseo de -complacer y la lástima que me infundía la pequeña, aquella rubita -monísima, amenazada de madrastra semejante, me decidí á meterme<span class="pagenum"><a name="page_213" id="page_213"></a>{213}</span> donde -no me llamaban y á hacer á don Mariano el siempre inoportuno regalo del -buen consejo... Le llamé á capítulo, le prediqué un sermón que ni un -padre capuchino; estuve elocuente, les aseguro que sí... Y me puse muy -hueca cuando al terminar mi plática, don Mariano, al parecer conmovido, -murmuró aplicando el pico del pañuelo á los ojos:—Prometo á usted que -no me casaré con la Natalia...</p> - -<p>—¿Y al poco tiempo se casó?—interrogaron con malicia los de la peña.</p> - -<p>—No, señores... No se casó al poco tiempo... ¡Cuando me empeñaba una -palabra inquebrantable... estaba ya casado... secretamente!</p> - -<p>Hubo en el grupo exclamaciones, risas, comentarios, y Ramiro Nozales, -que la echaba de observador, pronunció con énfasis:</p> - -<p>—¡Qué humano es eso!</p> - -<p>—Lo que á mí me preocupó mucho entonces—prosiguió la señora—fué -averiguar cómo se las había compuesto la lagarta para hacer presa en don -Mariano. Su móvil era patente: una venganza que eriza el pelo... Pero, -¿de qué medios se había valido? Cuando fué expulsada del baile, don -Mariano sólo la conocía de vista y por su lamentable reputación... -Excitada mi curiosidad, en que entraba tanto interés por la pobre niña, -pude averiguar algo... ¡Algo que también va usted á decir que es <i>muy -humano</i>, amigo Nozales, porque conozco su escuela de usted!... Parece -que la <i>Bicha</i> se presentó en casa de don Mariano días después de la -expulsión, y bañada en lágrimas, y con hartos<span class="pagenum"><a name="page_214" id="page_214"></a>{214}</span> desmayos y suspiros, le -pidió reparación del ultraje; reparación... ¿cómo diré yo?, una -reparación privada, una palabra benévola, una excusa, algo que la -consolase, porque desde aquel episodio se sentía enferma, abatida y á -punto de muerte... «De otra persona, mire usted, no me hubiese -importado; pero de usted... vamos, de usted... un señor tan digno, un -señor tan virtuoso...», dicen que silbaba la <i>Culebra</i>, empezando -insensiblemente á enroscarse... De aquí al vasito de agua, á contar una -larga historia, á ser escuchada y compadecida, visitada después, á -enlazar con el primer anillo, á deslizarse, á abrazar ya con las roscas -flexibles el pecho, la cabeza y el cuerpo todo... el camino ni es largo -ni difícil, y en cuatro meses y medio lo anduvo la <i>Bicha</i>... hasta -llegar á la iglesia.—Al año siguiente, la noche del lunes de Carnaval, -don Mariano y su señora ocupaban el palco fronterizo al mío... Fué la -primera vez que aparecieron juntos en público. Después, ya nunca vimos -solo á don Mariano; á ella, sí. Contaban que su mujer le mandaba de tal -suerte, que, al salir de casa, le dejaba encerrado...</p> - -<p>—¿Y la niña?—preguntó Nozales con afán triste.</p> - -<p>—¡Ah!—suspiró la señora.—La niña... me han escrito de allá que murió -tísica!...<span class="pagenum"><a name="page_215" id="page_215"></a>{215}</span></p> - -<h2><a name="SANGRE_DEL_BRAZO" id="SANGRE_DEL_BRAZO"></a><img src="images/ill_pg_215.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Sangre del brazo</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">E</span>L lunes de Pascua de Resurrección, con un sol esplendente y un aire -tibio y perfumado, que provocaba impaciencias y fervorines primaverales -en los retoños frescos de los árboles y en los senderos que deseaban -florecer y donde á las últimas violetas descoloridas hacían competencia -las primeras campánulas blancas y las margaritas de rosado -cerco,—unieron sus destinos en la capilla del restaurado castillo -señorial la linda heredera de la noble casa y estados de Abencerraje, -con el apuesto y galán marquesito de Alcalá de los Hidalgos.</p> - -<p>Todo sonreía en aquella boda, lo mismo la naturaleza que el porvenir de -los desposados. Al cuadro de su juventud, del amor del novio, que -revelaban mil finezas y extremos, y á la cándida belleza de la novia, -servían de marco de oro y rosas la cuantiosa hacienda, la ilustre cuna, -el respeto y cariño de la buena gente<span class="pagenum"><a name="page_216" id="page_216"></a>{216}</span> campesina, y hasta la venturosa -circunstancia de verse enlazadas por ella, ante el cielo y ante el -mundo, las dos casas más ricas y nobles de la provincia, las que la -representaban en la historia nacional.</p> - -<p>A la puerta de la capilla aguardaba el coche familiar que había de -conducir á los esposos á la estación del camino de hierro. Iban á -emprender uno de esos viajes que son la realidad de un sueño divino: -Italia y sus ciudades-museos; Suiza y sus lagos, trozos de la bóveda -azul del firmamento caídos sobre la nieve; Alemania con sus ríos, en que -las ondinas nadan al rayo de la luna; después el Oriente, Grecia, -Constantinopla, y, por último, el invierno en París, entre los -prestigios del lujo y la magia de la refinadísima civilización; París -con sus fiestas y sus elegancias exquisitas, sus nidos de coquetería y -de molicie para la dicha renovada... La perspectiva de tantos días -risueños y venturosos; más que todo la del amor puro, noble, legítimo, -constante regocijo y secreta y dulce efusión del alma, hacía latir de -gozo el corazón de la novia, de la rubia y tierna María de las Azucenas, -cuando el coche arrancó al trote largo de los cuatro fogosos caballos -que lo arrastraban, llevándosela á ella, al que ya era su dueño, y á la -doncella, Luisilla, aldeana viva y fiel, elegida y designada para, -acompañar y servir á María durante el viaje...</p> - -<p>Por espacio de algunos meses fueron llegando al castillo faustas nuevas -de los novios. Aun<span class="pagenum"><a name="page_217" id="page_217"></a>{217}</span> cuando la escondida aldea de Abencerraje distaba -tanto de esas lejanas tierras por donde ellos paseaban la ufanía de su -felicidad, por mil no sospechados conductos—cartas, sueltos de -periódicos, referencias de otros viajeros, de cónsules, de amigos, de -desconocidos quizás—en Abencerraje se sabía confusamente que el viaje -era feliz, alegre, fecundo en incidentes gratos, y que marido y mujer -disfrutaban de salud y contento. Corrió así el verano, pasóse el otoño, -y se averiguó que, cumpliendo estrictamente el programa, se encontraban -ya en la capital de la república francesa los marqueses, divertidos, -festejados, girando en el torbellino del placer. Hacia Febrero ó Marzo -se habló de que la recién casada sufría una grave enfermedad, pero casi -se supo al mismo tiempo el mal y la mejoría. Y pocas semanas después, el -lunes de Pascua de Resurrección, á la caída de una tarde admirable por -lo serena, cuando las últimas violetas descoloridas exhalaban su -delicado aroma y los árboles desabrochaban su flor de primavera, el país -vió asombrado que el coche familiar regresaba de la estación con mucho -repique de cascabeles, y las gentes, que se asomaban curiosas á las -puertas de las cabañas, no divisaron dentro del coche más que á María de -las Azucenas, tan descolorida como las últimas violetas de los senderos, -y á Luisilla, sentada á su lado, también desmejorada y amarillenta, -sosteniendo en el hombro la fatigada cabeza de su señora; ambas mudas, -ambas tristes, ambas con la huella del padecimiento<span class="pagenum"><a name="page_218" id="page_218"></a>{218}</span> en el rostro.—Y ni -aquel día, ni los siguientes, ni nunca más, asomó el Marqués de Alcalá -en el castillo de su mujer, ni por la comarca siquiera, y María y -Luisilla vivieron solas, siempre juntas, más que como ama y criada, como -hermanas amantísimas é inseparables.</p> - -<p>Repicaron las lenguas, y se fantasearon historias de ilícitas pasiones y -desvaríos del Marqués, tragedias horribles, duelos, conatos de -envenenamiento, y otras mil invenciones novelescas que prueban la -ardorosa imaginación de los naturales de Abencerraje. La verdad no se -supo hasta que corrieron algunos años, cuando el Marqués de Alcalá -comisionó á un sacerdote para lograr de su esposa que le perdonase y -consintiese en vivir á su lado. Habiendo fracasado por completo la -diplomacia del sacerdote, en los primeros momentos de contrariedad éste -se espontaneó con el párroco de Abencerraje, éste con el boticario, éste -con el médico, el notario, el Alcalde... y así llegó á conocer la -comarca la siguiente aventura.</p> - -<p>Después de un viaje que fué un idilio, llegaron á París los enamorados -esposos en busca de alguna quietud, pues la reclamaba el estado -interesante de María, expuesta á percances en fondas y trenes. A pesar -del cuidado y del método que observó la Marquesa, hacia el sexto mes del -embarazo cayó en cama, con síntomas de parto prematuro. Acaeció la -temida desgracia, y fué lo peor que una hemorragia violenta puso en -peligro inminente la vida de la señora.<span class="pagenum"><a name="page_219" id="page_219"></a>{219}</span> «Se desangra, se nos va», había -dicho el médico, un español ilustre, después de ensayar los recursos de -su ciencia, luchando denodadamente con la muerte que se aproximaba -silenciosa. Y entonces el marido, que veía á su esposa desfallecer en -síncope mortal, blanca como la almohada donde apoyaba su frente de cera, -preguntó al doctor:</p> - -<p>—¿Pero no hay algún medio de salvarla? ¿No hay alguno?</p> - -<p>—Hay uno todavía—respondió el médico.—Si se encuentra una persona -sana, robusta, joven y que quiera lo bastante á esta señora para dar -sangre de las venas de su brazo... verificaremos la transfusión y verá -usted á la enferma resucitar.</p> - -<p>Al hablar así, el doctor miraba afanosamente al Marqués, clavándole en -el rostro, y mejor aún en el espíritu, sus ojos interrogadores y -desengañados de hombre que ha presenciado en este pícaro mundo muchas -miserias; y al notar que el Marqués no contestaba y se volvía tan pálido -como si ya le estuviesen extrayendo de las venas la sangre que le pedía -de limosna el amor, el médico se encogió de hombros murmurando -vagamente:</p> - -<p>—Pero es difícil... muy difícil. Hay que renunciar á esa esperanza.</p> - -<p>En aquel punto mismo se levantó una mujer que permanecía acurrucada á -los pies del lecho de la moribunda, y sencillamente, presentando su -brazo izquierdo desnudo, blanco, grueso, surcado de venas azules, -exclamó:<span class="pagenum"><a name="page_220" id="page_220"></a>{220}</span></p> - -<p>—Ahí tiene, señor... ahí tiene... Sangre no me falta, y sana estoy como -las propias manzanas en el árbol... Ahí tiene, y ojalá que la sangre de -una pobre aldeana sirva para resucitar á la señora.</p> - -<p>Ni un minuto tardó el doctor en aceptar la oferta de Luisilla. Aplicando -la cánula, sangró copiosamente el recio brazo, pues se necesitaba mucha, -mucha sangre, setecientos gramos, para reparar las pérdidas sufridas. La -muchacha, sonriente, no pestañeaba, repitiendo á cada paso:</p> - -<p>—Saque, señor; tengo yo la mar de sangre buena que ofrecer á mi ama.</p> - -<p>El Marqués había huído de la habitación. Cuando la sutil jeringuilla -empezó á inyectar el precioso licor en el cuerpo de la agonizante, y -ésta á notar el calor delicioso que de las venas pasaba al corazón -reanimándolo; cuando su rostro de mármol se coloreó y sus ojos se -abrieron lentamente, lo primero que buscaron fué al amado, á la mitad de -su ser, pues había comprendido al revivir que alguien la daba su sangre -en compensación de la que había perdido, y creía que sólo podía ser él, -el esposo, el compañero, el adorado, el ídolo de su alma. Y al no -encontrarle; al ver á Luisa, á quien vendaban y á quien hacían beber, -para reanimarla del desfallecimiento, café puro, la esposa comprendió, y -volvió á cerrar los ojos, como si aspirase al desmayo del cual solo se -despierta en los brazos de la muerte...</p> - -<p>Apenas pudo ponerse en camino, María partió<span class="pagenum"><a name="page_221" id="page_221"></a>{221}</span> sin más compañera que la -aldeanita, cuya humilde sangre llevaba en las venas y á quien debía el -existir. Todas las gestiones del Marqués de Alcalá se estrellaron contra -la invencible repugnancia, ó más bien el horror de su mujer. Demasiado -altiva para buscar consuelo de aquel desengaño, vivió con Luisilla, -haciendo caridades y llorando á solas muchas veces,—sobre todo en -Pascua de Resurrección, cuando la implacable naturaleza reflorecía.<span class="pagenum"><a name="page_222" id="page_222"></a>{222}</span></p> - -<h2><a name="CONSUELO" id="CONSUELO"></a><img src="images/ill_pg_222.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Consuelo</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">T</span>EODORO iba á casarse perdidamente enamorado. Su novia y él aprovechaban -hasta los segundos para tortolear y apurar esa dulce comunicación que -exalta el amor por medio de la esperanza próxima á realizarse. La boda -sería en Mayo, si no se atravesaba ningún obstáculo en el camino de la -felicidad de los novios. Pero al acercarse la concertada fecha se -atravesó uno terrible: Teodoro entró en sorteo de oficiales, y la suerte -le fué adversa: le reclamaba la patria.</p> - -<p>Ya se sabe lo que ocurre en semejantes ocasiones. La novia sufrió -síncopes y ataques de nervios; derramó lágrimas que corrían por sus -mejillas frescas, pálidas como hojas de magnolia, ó empapaban el -pañolito de encaje; y en los últimos días que Teodoro pudo pasar al lado -de su amada, trocáronse juramentos de constancia y se aplazó la dicha -para el regreso. Tales fueron<span class="pagenum"><a name="page_223" id="page_223"></a>{223}</span> los extremos de la novia, que Teodoro -marchó con el alma menos triste, regocijado casi por momentos, pues era -animoso y no rehuía, ni aun de pensamiento, la aceptación del deber.</p> - -<p>Escribió siempre que pudo, y no le faltaron cartas amantes y fervorosas, -en contestación á las suyas algo lacónicas, redactadas después de una -jornada de horrible fatiga, robando tiempo al descanso, y evitando -referir las molestias y las privaciones de la cruel campaña, por no -angustiar á la niña ausente. Un amigo á prueba, comisionado para espiar -á la novia de Teodoro—no hay hombre que no caiga en estas puerilidades, -si se va muy lejos y ama de veras—mandaba noticias de que la muchacha -vivía en retraimiento, como una viuda. Al saberlo, Teodoro sentía un -gozo que le hacía olvidarse de la ardiente sed, del sol que abrasa, de -la fiebre que flota en el aire y de las espinas que desgarran las -epidermis.</p> - -<p>Cierto día, de espeso matorral salieron algunos disparos al paso de la -columna que Teodoro mandaba. Teodoro cerró los ojos y osciló sobre el -caballo: le recogieron y trataron de curarle, mientras huía cobardemente -el invisible enemigo. Trasladado el herido al hospital, se vió que tenía -destrozado el hueso de la pierna,—fractura complicada, gravísima.—El -médico dió su fallo: para salvar la vida había que practicar -urgentemente la amputación por más arriba de la rótula, advirtiendo que -consideraba peligroso dar cloroformo al paciente. Teodoro resistió la -operación con los ojos abiertos, y vió<span class="pagenum"><a name="page_224" id="page_224"></a>{224}</span> cómo el bisturí incindía su piel -y resecaba sus músculos, cómo la sierra mordía en el hueso hasta llegar -al tuétano, y cómo su pierna derecha, ensangrentada, muerta ya, era -llevada á que la enterrasen... Y no exhaló un grito ni un gemido: tan -sólo, en el paroxismo del dolor, tronzó con los dientes el cigarro que -chupaba.</p> - -<p>Según el cirujano, la operación había salido divinamente. No hubo -inflamación ni gangrena; cicatrizó bien y pronto, y Teodoro no tardó en -ensayar su pierna de palo, una pata vulgar, mientras no podía encargar á -Alemania otra, hecha con arreglo á los últimos adelantos...</p> - -<p>Al escribir á su novia desde el hospital sólo había hablado de herida, y -herida leve. No quería afligirla ni espantarla. Así y todo, lo de la -herida alarmó á la muchacha tanto, que sus cartas eran gritos de terror -y efusiones de cariño. ¿Por qué no estaba ella allí para asistirle, y -acompañarle y endulzar sus torturas? ¿Cómo iba á resistir hasta la carta -siguiente, donde él participase su mejoría?</p> - -<p>Aquellas páginas tiernas y sencillas, que debían consolar á Teodoro, le -causaron, por el contrario, una inquietud profunda. Pensaba á cada -instante que iba á regresar, á ver á su adorada, y que ella le vería -también... ¡pero cómo! ¡Qué diferencial Ya no era el gallardo oficial de -esbelta silueta y andar resuelto y brioso. Era un inválido, un pobrecito -inválido, un infeliz inútil. Adiós las marchas, adiós los fogosos -caballos, adiós el vals que embriaga,<span class="pagenum"><a name="page_225" id="page_225"></a>{225}</span> adiós la esgrima que fortalece: -tendría que vivir sentado, que pudrirse en la inacción, y que recibir -una limosna de amor ó de lástima, otorgada por caridad á su desventura. -Y Teodoro, al dar sus primeros pasos apoyado en la muleta, presentía la -impresión de su novia cuando él llegase así, cojo y mutilado,—él, el -apuesto novio que antes envidiaban las amigas.—Ver la luz de la -compasión en unos ojos adorados... ¡qué triste sería, qué triste! Miróse -al espejo y comprobó en su rostro las huellas del sufrimiento, y pensó -en el ruido seco de la pata de palo sobre las escaleras de la casa de su -futura... Con el revés de la mano se arrancó una lágrima de rabia que -surgía al canto del lagrimal: pidió papel y pluma, y escribió una breve -carta de rompimiento y despedida eterna.</p> - -<p>Dos años pasaron. Teodoro había vuelto á la Península, aunque no á la -ciudad donde amó y esperó. Por necesidad tuvo que ir á ella pocos días, -y aunque evitaba salir á la calle, una tarde encontró de improviso á la -que fué su novia y,—sofocado, tembloroso,—se detuvo y la dejó pasar. -Iba ella del brazo de un hombre—su marido.—El amputado, repuesto, -firme ya sobre su pata hábilmente fabricada en Berlín, maravilla de -ortopedia, que disimulaba la cojera y terminaba en brillante bota, notó -que el esposo de su amada era ridículamente conformado, muy patituerto, -de rodillas huesudas é innoble pie... y una sonrisa de melancólica burla -jugó en su semblante grave y varonil.<span class="pagenum"><a name="page_226" id="page_226"></a>{226}</span></p> - -<h2><a name="LA_NOVELA_DE_RAIMUNDO" id="LA_NOVELA_DE_RAIMUNDO"></a><img src="images/ill_pg_226.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -La novela de Raimundo</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">¿S</span>UPONÉIS que no hay en mis recuerdos nada dramático, nada que despierte -interés, una novela tremenda?—nos dijo casi ofendido el apacible -Raimundo Ariza, á quien considerábamos el muchacho más formal de cuantos -remojábamos la persona en aquella tranquila playa y nos reuníamos por -las tardes á jugar á tanto módico en el Casino.—No pudimos menos de -mirar á Raimundo con sorpresa y algo de incredulidad. Sin embargo, -Raimundo no era feo: tenía estatura proporcionada, correctas facciones, -ojos garzos y dulces, sonrisa simpática y blanca tez; pero su bonita -figura destilaba sosería; no había nacido fascinador; parecía formado -por la naturaleza para ser á los cuarenta buen padre de familia, y -Alcalde de su pueblo.</p> - -<p>—Dudamos de tu novela romántica—exclamó al cabo uno de nosotros.</p> - -<p>—Pues es de las de patente...—replicó Raimundo.<span class="pagenum"><a name="page_227" id="page_227"></a>{227}</span>—Hay dos clases de -novelas, señores escépticos: las voluntarias y las involuntarias. Las -primeras, las buscan por la mano sus héroes. Las otras... se vienen á -las manos. De estas fué la mía. A ciertas personas suele decirse que -«<i>les sucede todo</i>;» y es porque ellas andan á caza de sucesos... A fe -que si se estuviesen quietecitos, las mujeres no se precipitarían á -echarles memoriales.</p> - -<p>En mi pueblo, como sabéis, no suele haber grandes emociones, y cualquier -cosa se vuelve acontecimiento. Todo constituye distracción, rompiendo la -monotonía de aquel vivir.—Hará cosa de tres años, en primavera, nos -alborotó la llegada de una tribu errante de gitanos ó zíngaros. -Plantaron sus negruzcas tiendas y amarraron sus trasijadas monturas en -cierto campillo árido, cercano á uno de los barrios en construcción, y -formamos costumbre de ir por las tardes á curiosear las fisonomías y los -hábitos de tan extraña gente.</p> - -<p>Nos gustaba ver cómo remendaban y estañaban calderos y componían -jáquimas y pretales, todo al sol y con la cabeza descubierta, porque -dentro de las tiendas no se rebullían. Comentábase mucho la noticia de -que el jefe de una taifa tan sórdida y desarrapada hubiese depositado en -el Banco, el día de su arribo, bastantes miles de duros en ricas onzas -españolas, de las que ya no se encuentran por ninguna parte. Viajaban -con su caudal, y por no ser desbalijados, al sentar sus reales lo -aseguraban así. Se decía también que poseían á docenas<span class="pagenum"><a name="page_228" id="page_228"></a>{228}</span> soberbias -cadenas de oro y joyeles bárbaros de pedrería; pero es la verdad que, al -exterior, sólo mostraban miserias, andrajos y densa capa de mugre, no -teniendo poco de asombroso que tan mala capa no bastase á encubrir ni á -degradar la noble hermosura y pintoresca originalidad de los bohemios -que admirábamos.</p> - -<p>Resaltaba esta belleza en todos los individuos jóvenes de la tribu; -pero, como es natural, yo prefería observarla en las mujeres, y solía -acercarme á la tienda donde habitaba una gitanilla del más puro tipo -oriental que pueda soñarse. Esbelta, de tez finísima y aceitunada; de -ojos de gacela, tristes, almendrados é inmensos; de cabellera azulada á -fuerza de negror y repartida en dos trenzas de esterilla á ambos lados -del rostro, la gitana estaba reclamando un pintor que se inspirase en su -figura. Aunque era, según supe después, esposa del jefe de la tribu, su -vestimenta se componía de una falda muy vieja y un casaquín desgarrado, -por cuyas roturas salía el seno, y en lugar de los fantásticos joyeles -del misterioso tesoro, adornaba su cuello una sarta de corales falsos. -Su tierna juventud y su singular beldad resplandecían iluminando los -harapos y el interior de la tienda, por otra parte semejante á un -capricho de Goya, donde humeaba un pote sobre unas trébedes y un fuego -de brasa, atizado por una gitana vieja, tan caracterizada de bruja, que -pensé que iba á salir volando á horcajadas sobre una escoba.</p> - -<p>Así que me vió la gitanilla, con voz muy melodiosa<span class="pagenum"><a name="page_229" id="page_229"></a>{229}</span> y con gutural -pronunciación extranjera me pidió la mano para echarme la buenaventura. -Se la tendí, con dos pesetas para señalar, y después de oídas las -profecías que dicen siempre las gitanas, dejé gustoso las dos pesetas en -su poder. La mujer hablaba aprisa, porque un chiquillo desnudo, de -cobriza tez, arrastrándose por el suelo, lloriqueaba; así que su madre -le tomó en brazos, calló agarrando el seno. De súbito la gitana exhaló -un chillido de dolor: el crío acababa de morderla cruelmente, y ella, -casi en broma, aplicó dos azotes ligeros á la criatura. No sé que fué -más pronto, si romper el chico en llanto desconsolador ó entrar en la -tienda el jefe de la tribu, un arrogante bohemio de enérgicas facciones -y pelo rizado en largos bucles; y sin encomendarse á Dios ni al diablo, -profiriendo imprecaciones en su jerigonza, soltarle á su mujer un feroz -puntapié que la echó á tierra.</p> - -<p>Indignado por tal brutalidad, me precipité á levantarla; se alzó pálida -y temblando; sus ojos oblongos, tan dulces poco antes, fulguraban con un -brillo sombrío, que me pareció de odio y furor, pero al fijarse en mí -destellaron agradecimiento. No lo pude remediar; aunque por sistema con -nadie ni en nada me meto, aquella escena me había trastornado: apostrofé -é increpé al gitano, y hasta le amenacé, si maltrataba de tal suerte á -una criatura indefensa, con denunciarle á la autoridad, que le aplicaría -condigno castigo. No sé qué pasaría por dentro del alma del bohemio: sé -que me escuchó muy grave,<span class="pagenum"><a name="page_230" id="page_230"></a>{230}</span> que chapurreó excusas, y al mismo tiempo, á -guisa de amo de casa que hace cortesía, me acompañó, sacándome fuera de -su domicilio, á pretexto de enseñarme los caballos y los carricoches; en -términos que, al despedirme de aquel hombre, me creí en el deber de -aflojar otras monedas... que aceptó sin perder la dignidad.</p> - -<p>Al día siguiente, y los demás, volví al campamento y fuí derecho á la -tienda de la gitana... ¡No arméis alboroto ni me déis broma! Yo no -sentía nada parecido á lo que suele llamarse, no ya amor, sino sólo -interés ó capricho por una mujer. Quizás por obra de la suciedad salvaje -en que vivía envuelta la gitana, ó por el carácter exótico de su -hermosura de dieciséis abriles, lo que me inspiraba era una especie de -lástima cariñosa unida á un desvío raro: yo no concebía, con tal mujer, -sino la contemplación desinteresada y remota que despiertan un cuadro ó -un cachivache de museo. A veces me creía inferior á ella, que procedía -de raza más pura y noble, de aquel Oriente en que la humanidad tuvo su -cuna; otras, por el contrario, se me figuraba un animal bravío, un ser -de instinto y de pasión á quien yo dominaba por la inteligencia. Y -encontraba gusto en ir á verla, únicamente porque ella, al aparecer yo, -mostraba una alegría pueril, una exaltación inexplicable, sonriendo con -labios muy rojos y dientes muy blancos, diciéndome palabras zalameras, -contándome sus correrías, sus fatigas y sus deseos de regresar á una -patria donde el firmamento<span class="pagenum"><a name="page_231" id="page_231"></a>{231}</span> no tuviese nubes, ni llorase agua jamás. -«Feo cuando llueve», repetía. A esto se redujo nuestro idilio... No -tengo nada de héroe, y así que noté que el arrogante gitano fruncía las -negrísimas y correctas cejas al encontrarme en sus dominios, espacié mis -visitas, y ni siquiera me despedí de mi amiga—pues los bohemios -levantaron el campo de improviso una mañana, y desaparecieron, sin dejar -más huellas de su paso que varios montones de carbón y ceniza en el -real, y dos ó tres hurtos de poca monta que se les atribuyeron, quizás -falsamente.</p> - -<p>Hasta aquí la historia es bien sencilla... Lo novelesco empieza ahora... -y consiste en un solo hecho, que ustedes explicarán como gusten... pues -yo me lo explico á mi modo, y acaso esté en un error! Al mes de alejarse -de mi ciudad la tribu zíngara, se supo por la prensa que en las -asperezas de la sierra de los Castros habían descubierto unos pastores -el cuerpo de una mujer muy joven, cuyas señas inequívocas coincidían con -las de mi gitanilla. El cuerpo había sido enterrado á bastante -profundidad, pero venteado por los perros y desenterrado prontamente, -dió á la justicia indicios de que se hallaba sobre la pista de un -horrendo crimen. Se inició el procedimiento sin resultado alguno, porque -los de la errante tribu estuvieron conformes en declarar que la -gitanilla había huído separándose de ellos, y que ellos no se habían -acercado ni á veinte leguas de la sierra de los Castros. La muerte de la -gitanilla fué un negro<span class="pagenum"><a name="page_232" id="page_232"></a>{232}</span> misterio más, de tantos como no desentraña la -justicia nunca. Sólo yo creí ver claro en el lance... Acordéme de las -palabras que Cervantes pone en boca del gitano viejo: «Libres y exentos -vivimos de la amarga pestilencia de los celos; nosotros somos los jueces -y verdugos de nuestras esposas y amigas; con la misma facilidad las -matamos y las enterramos por las montañas y desiertos, como si fuesen -animales nocivos; no hay pariente que las vengue, ni padres que nos -pidan su muerte...»<span class="pagenum"><a name="page_233" id="page_233"></a>{233}</span></p> - -<h2><a name="EL_ENCAJE_ROTO" id="EL_ENCAJE_ROTO"></a><img src="images/ill_pg_233.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -El encaje roto</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">C</span>ONVIDADA á la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no -habiendo podido asistir, grande fué mi sorpresa cuando supe al día -siguiente—la ceremonia debía verificarse á las diez de la noche en casa -de la novia—que ésta, al pie del mismo altar, al preguntarle el Obispo -de San Juan de Acre si recibía á Bernardo por esposo, soltó un <i>no</i> -claro y enérgico; y como reiterada con extrañeza la pregunta se -repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar un cuarto de hora -la situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose -la reunión y el enlace á la vez.</p> - -<p>No son inauditos casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero -ocurren entre gente de clase humilde, de muy modesto estado, en esferas -donde las conveniencias sociales no embarazan la manifestación franca y -espontánea del sentimiento y de la voluntad.<span class="pagenum"><a name="page_234" id="page_234"></a>{234}</span></p> - -<p>Lo peculiar de la escena provocada por Micaelita, era el medio ambiente -en que se desarrolló. Parecíame ver el cuadro, y no podía consolarme de -no haberlo contemplado por mis propios ojos. Figurábame el salón -atestado, la escogida concurrencia, las señoras vestidas de seda y -terciopelo, con collares de pedrería, al brazo la mantilla blanca para -tocársela en el momento de la ceremonia; los hombres con -resplandecientes placas ó luciendo veneras de Ordenes militares en el -delantero del frac; la madre de la novia, ricamente prendida, atareada, -solícita, de grupo en grupo, recibiendo felicitaciones; las hermanitas, -conmovidas, muy monas, de rosa la mayor, de azul la menor, ostentando -los brazaletes de turquesas, regalo del cuñado futuro; el Obispo que ha -de bendecir la boda, alternando grave y afablemente, sonriendo, -dignándose soltar chanzas urbanas ó discretos elogios, mientras allá en -el fondo se adivina el misterio del oratorio revestido de flores, una -inundación de rosas blancas, desde el suelo hasta la cupulilla, donde -convergen radios de rosas y de lilas como la nieve, sobre rama verde, -artísticamente dispuesta; y en el altar, la efigie de la Virgen -protectora de la aristocrática mansión, semioculta por una cortina de -azahar, el contenido de un departamento lleno de azahar que envió de -Valencia el riquísimo propietario Aránguiz, tío y padrino de la novia, -que no vino en persona por viejo y achacoso—detalles que corren de boca -en boca, calculándose la magnífica herencia que<span class="pagenum"><a name="page_235" id="page_235"></a>{235}</span> corresponderá á -Micaelita, una esperanza más de ventura para el matrimonio, el cual irá -á Valencia á pasar su luna de miel.—En un grupo de hombres me -representaba al novio, algo nervioso, ligeramente pálido, mordiéndose el -bigote sin querer, inclinando la cabeza para contestar á las delicadas -bromas y á las frases halagüeñas que le dirigen...</p> - -<p>Y por último, veía aparecer en el marco de la puerta que da á las -habitaciones interiores una especie de aparición, la novia, cuyas -facciones apenas se divisan bajo la nubecilla del tul, y que pasa -haciendo crujir la seda de su traje, mientras en su pelo brilla como -sembrado de rocío la roca antigua del aderezo nupcial... Y ya la -ceremonia se organiza, la pareja avanza conducida por los padrinos, la -cándida figura se arrodilla al lado de la esbelta y airosa del novio... -Apíñase en primer término la familia, buscando buen sitio para ver -amigos y curiosos, y entre el silencio y la respetuosa atención de los -circunstantes... el Obispo formula una interrogación, á la cual responde -un <i>no</i> seco como un disparo, rotundo como una bala. Y—siempre con la -imaginación—notaba el movimiento del novio, que se revuelve herido; el -ímpetu de la madre, que se lanza para proteger y amparar á su hija, la -insistencia del Obispo, forma de su asombro, el estremecimiento del -concurso, el ansia de la pregunta transmitida en un segundo: «¿Qué pasa? -¿Qué hay? ¿La novia se ha puesto mala? ¿Que dice <i>no</i>? Imposible... -¿Pero es seguro? ¡Qué episodio!...»<span class="pagenum"><a name="page_236" id="page_236"></a>{236}</span></p> - -<p>Todo esto, dentro de la vida social, constituye un terrible drama. Y en -el caso de Micaelita, al par que drama, fué logogrifo. Nunca llegó á -saberse de cierto la causa de la súbita negativa.</p> - -<p>Micaelita se limitaba á decir que había cambiado de opinión y que era -bien libre y dueña de volverse atrás, aunque fuese al pie del ara, -mientras el <i>sí</i> no partiese de sus labios. Los íntimos de la casa se -devanaban los sesos, emitiendo suposiciones inverosímiles. Lo indudable -era que todos vieron, hasta el momento fatal, a los novios satisfechos y -amarteladísimos; y las amiguitas que entraron á admirar á la novia -engalanada, minutos antes del escándalo, referían que estaba loca de -contento, y tan ilusionada y satisfecha que no se cambiaría por nadie. -Datos eran estos para obscurecer más el extraño enigma que por largo -tiempo dió pábulo á la murmuración, irritada con el misterio y dispuesta -á explicarlo desfavorablemente.</p> - -<p>A los tres años,—cuando ya casi nadie iba acordándose del sucedido de -las bodas de Micaelita, me la encontré en un balneario de moda donde su -madre tomaba las aguas. No hay cosa que facilite las relaciones como la -vida de balneario, y la señorita de Aránguiz se hizo tan íntima mía, que -una tarde, paseando hacia la iglesia, me reveló su secreto, afirmando -que me permite divulgarlo, en la seguridad de que explicación tan -sencilla no será creída por nadie.</p> - -<p>—Fué la cosa más tonta... De puro tonta no<span class="pagenum"><a name="page_237" id="page_237"></a>{237}</span> quise decirla; la gente -siempre atribuye los sucesos á causas profundas y trascendentales, sin -reparar de que á veces nuestro destino lo fijan las niñerías, las -<i>pequeñeces</i> más pequeñas... Pero son pequeñeces que significan algo, y -para ciertas personas significan demasiado. Verá usted lo que pasó; y no -concibo que no se enterase nadie, porque el caso ocurrió allí mismo, -delante de todos; sólo que no se fijaron, porque fué, realmente, un -decir Jesús.</p> - -<p>Ya sabe usted que mi boda con Bernardo de Meneses parecía reunir todas -las condiciones y garantías de felicidad. Además, confieso que mi novio -me gustaba mucho, más que ningún hombre de los que conocía y conozco; -creo que estaba enamorada de él. Lo único que sentía era no poder -estudiar su carácter: algunas personas le juzgaban violento; pero yo le -veía siempre cortés, deferente, blando como un guante, y recelaba que -adoptase apariencias destinadas á engañarme y á encubrir una fiera y -avinagrada condición. Maldecía yo mil veces la sujeción de la mujer -soltera, para la cual es un imposible seguir los pasos á su novio, -ahondar la realidad y obtener informes leales, sinceros hasta la -crudeza—los únicos que me tranquilizarían. Intenté someter á varias -pruebas á Bernardo, y salió bien de ellas; su conducta fué tan correcta, -que llegué á creer que podía fiarle sin temor alguno mi porvenir y mi -dicha.</p> - -<p>Llegó el día de la boda. A pesar de la natural emoción, al vestirme el -traje blanco reparé una vez más en el soberbio volante de encaje<span class="pagenum"><a name="page_238" id="page_238"></a>{238}</span> que lo -adornaba, y era regalo de mi novio. Había pertenecido á su familia aquel -viejo Alenzón auténtico, de una tercia de ancho—una maravilla—de un -dibujo exquisito, perfectamente conservado, digno del escaparate de un -museo. Bernardo me lo había regalado, encareciendo su valor, lo cual -llegó á impacientarme, pues por mucho que el encaje valiese, mi futuro -debía suponer que era poco para mí.</p> - -<p>En aquel momento solemne, al verlo realzado por el denso raso del -vestido, me pareció que la delicadísima labor significaba una promesa de -ventura, y que su tejido tan frágil y á la vez tan resistente prendía en -sutiles mallas dos corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché á -andar hacia el salón, en cuya puerta me esperaba mi novio. Al -precipitarme para saludarle llena de alegría, por última vez antes de -pertenecerle en alma y cuerpo, el encaje se enganchó en un hierro de la -puerta, con tan mala suerte, que al quererme soltar oí el ruido peculiar -del desgarrón, y pude ver que un girón del magnífico adorno colgaba -sobre la falda. Sólo que también vi otra cosa: la cara de Bernardo, -contraída y desfigurada por el enojo más vivo; sus pupilas chispeantes, -su boca entreabierta ya para proferir la reconvención y la injuria... No -llegó á tanto, porque se encontró rodeado de gente; pero en aquel -instante fugaz se alzó un telón y detrás apareció desnuda un alma.</p> - -<p>Debí de inmutarme; por fortuna, el tul de mi velo me cubría el rostro. -En mi interior algo crujía y se despedazaba, y el júbilo con que<span class="pagenum"><a name="page_239" id="page_239"></a>{239}</span> -atravesé el umbral del salón se cambió en horror profundo. Bernardo se -me aparecía siempre con aquella expresión de ira, dureza y menosprecio -que acababa de sorprender en su rostro; esta convicción se apoderó de -mí, y con ella vino otra: la de que no podía, la de que no quería -entregarme á tal hombre, ni entonces, ni jamás... Y, sin embargo, fui -acercándome al altar, me arrodillé, escuché las exhortaciones del -Obispo... Pero cuando me preguntaron, la verdad me saltó á los labios, -impetuosa, terrible...</p> - -<p>Aquel <i>no</i> brotaba sin proponérmelo; me lo decía á mí propia... ¡para -que lo oyesen todos!</p> - -<p>—¿Y por qué no declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos -comentarios se hicieron?</p> - -<p>—Lo repito: por su misma sencillez... No se hubiesen convencido jamás. -Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman serias...<span class="pagenum"><a name="page_240" id="page_240"></a>{240}</span></p> - -<h2><a name="MARTINA" id="MARTINA"></a><img src="images/ill_pg_240.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Martina</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">H</span>IJA única de cariñosos padres que la habían criado con blandura, sin un -regaño ni un castigo, Martina fué la alegría del honrado hogar donde -nació y creció. Cuando se puso de largo, la gente empezó á decir que era -bonita, y la madre, llena de inocente vanidad, se esmeró en componerla y -adornarla para que resaltase su hermosura virginal y fresca. En el -teatro, en los bailes, en el paseo de las tardes de invierno y de las -veraniegas noches, Martina, vestida al pico de la moda y con atavíos -siempre finos y graciosos, gustaba y rayaba en primera línea entre las -señoritas de Marineda. Se alababa también su juicio, su viveza, su -agrado, que no era coquetismo, y su alegría, tan natural como el canto -en las aves. Una atmósfera de simpatía dulcificaba su vivir. Creía que -todos eran buenos, porque todos le hablaban con benevolencia en los ojos -y mieles en la boca.<span class="pagenum"><a name="page_241" id="page_241"></a>{241}</span> Se sentía feliz, pero se prometía para lo futuro -dichas mayores, más ricas y profundas, que debían empezar el día en que -se enamorase. Ninguno de los caballeretes que revoloteaban en torno de -Martina atraídos por la juventud y la buena cara, unidas á no -despreciable hacienda, mereció que la muchacha fijase en él las grandes -y rientes pupilas arriba de un minuto. Y en ese minuto, más que las -prendas y seducciones del caballerete, solía ver Martina sus -defectillos, chanceándose luego acerca de ellos con las amigas. Chanzas -inofensivas, en que las vírgenes, con malicioso candor, hacen la -anatomía de sus pretendientes, obedeciendo á ese instinto de hostilidad -burlona que caracteriza el primer período de la juventud.</p> - -<p>Así pasaron tres ó cuatro inviernos; en Marineda empezó á susurrarse que -Martina era delicada de gusto, que picaba alto y que encontrar su media -naranja le sería difícil.</p> - -<p>Sin embargo, al aparecer en la ciudad el capitán de artillería Lorenzo -Mendoza, conocióse que Martina había recibido plomo en el ala. Lorenzo -Mendoza venía de Madrid: era apuesto, cortés, reservado, serio, más bien -un poco triste, aunque en sociedad se esforzaba por aparecer ameno y -expansivo; su vestir y modales revelaban el hábito de un trato escogido -y de un respeto á sí mismo que no degeneraba en fatuidad ni en -afectación; sin que presumiese de buen mozo, era en extremo simpática su -cara morena, de obscura barba y facciones expresivas. Con todo esto, hay -más de lo necesario<span class="pagenum"><a name="page_242" id="page_242"></a>{242}</span> para sorber el seso á una niña provinciana, hasta -sin pretenderlo, como en efecto no lo pretendía Mendoza al principio. -Las bromas de los compañeros, la fama de <i>picar alto</i> de Martina y -también sus atractivos y gracias, su belleza en plena florescencia -entonces, impulsaron á Mendoza á acercársele, á preferir su conversación -y, poco á poco, á cortejarla.</p> - -<p>El pintor que quisiese trazar una personificación de la dicha pudo tomar -á Martina por modelo en aquella época deliciosa en que creía sentir que -su sangre circulaba como río de néctar y su corazón se iluminaba como -ardiente rubí en la perpetua fiesta de sus esperanzas divinas.</p> - -<p>Al ocupar Lorenzo la silla libre al lado de la muchacha, ésta se ponía -alternativamente roja y pálida: sus oídos zumbaban, brillaban sus ojos, -enfriábanse sus manos de emoción; y á las primeras palabras del capitán, -un gozo embriagador fijaba en la boca de Martina una sonrisa como de -éxtasis.</p> - -<p>Rara vez dejan de provocar envidia estas felicidades, y más cuando no se -ocultan, como no ocultaba la suya Martina, que no veía razón para -esconder un sentimiento puro y legítimo. Si no fué la envidia, fué la -curiosidad la que escudriñó el pasado de Mendoza, como se registra una -casa para encontrar un arma oculta y herir con ella. Y averiguóse sin -gran esfuerzo—porque casi todo se sabe, aunque se sepa truncado y sin -ilación lógica,—que Mendoza, al venirse, había cortado una de esas -historias<span class="pagenum"><a name="page_243" id="page_243"></a>{243}</span> pasionales, borrascosas, largas, complicadas, un imposible -adorado y funesto, de esos lazos que obligan á huir á los confines del -mundo y que, elásticos á medida de la ausencia, no siempre se rompen por -mucho que se estiren. Con la falta de penetración que caracteriza al -vulgo, opinaban los curiosos de Marineda que Mendoza habría olvidado -inmediatamente á su tirana, la cual, sobre costarle desazones y -amarguras sin cuento, ni era niña ni hermosa. Al lado de aquel capullo, -de aquella Martina cándida y radiante como un amanecer y que llevaba en -sus lindas manos un caudal, ¿qué podía echar de menos el bizarro capitán -de artillería?</p> - -<p>Así y todo, almas caritativas se deleitaron en enterar de la historia -vieja al padre de Martina, seguros de que él, solícito é inquieto, á su -hija se lo había de contar. No se equivocaban: una noche, en el paseo -del terraplén, á la hora en que la salitrosa brisa del mar refresca el -rostro y vigoriza el ánimo, y en que la música militar, sonora y -vibrante, cubre la voz y sólo permite el cuchicheo íntimo y dulce de los -enamorados, Martina preguntó lealmente, y Lorenzo contestó turbado y -sombrío... ¿Quién se lo había dicho?... Tonterías. Eran cosas pasadas, -bien pasadas; muertas y bien muertas. Mendoza no comprendía ni por qué -las recordaba nadie ni á santo de qué las sacaba á relucir Martina... Y -ella, alzando los ojos llenos de lágrimas y relucientes de pasión, -sonriendo de aquel modo extático, olvidando el lugar donde se -encontraba, murmuró hondamente:<span class="pagenum"><a name="page_244" id="page_244"></a>{244}</span> «No me he de casar con otro sino -contigo, y me parece justo saber si hay algo que lo estorbe». Conmovido, -sin darse cuenta de lo que hacía, Mendoza se inclinó, y buscando -disimuladamente la mano de la muchacha, y estrechándola con apretón -furtivo entre el remolino de los paseantes, que encubre tales -expansiones, la murmuró al oído:</p> - -<p>—Pues no hay nada... y por mí que sea prontito... ¡Te quiero!</p> - -<p>Al acabar la frase Mendoza, Martina se volvió hacia su padre, que venía -detrás, exclamando:</p> - -<p>—No estoy bien... Llévame á sentarme... ¡El brazo!</p> - -<p>Pronto se repuso, porque la alegría puede trastornar, pero hace daño -rara vez: y de allí á dos semanas, la boda de Martina y de Mendoza era -noticia oficial, y se sabía el encargo del equipo y galas, y se discutía -el mobiliario y alojamiento de los novios.</p> - -<p>Se fijó la ceremonia para fines de Septiembre. ¿Qué falta hacía esperar? -El amor que está en sazón debe cogerse, como la fruta madura. Iban -llegando cajones con ropa blanca, trajes de seda, capotitas, estuches de -joyas: en la sala de los padres de Martina servía de escaparate ancha -mesa; amigas y amigos venían, contemplaban, aprobaban, censuraban y -salían contentos, displicentes ó taciturnos, según su carácter más ó -menos generoso. Martina, todas las mañanas, arrancaba triunfalmente una -hoja del calendario, cortado ya por la fecha de la boda.<span class="pagenum"><a name="page_245" id="page_245"></a>{245}</span> ¡Qué pocas -hojas faltan! ¡Diez... ocho... una semanita no más! Este domingo es el -último de soltera... Cuatro días... Mañana... Sí, mañana á las ocho; ahí -están el vestido blanco, los guantes blancos, el abanico, el azahar que -llegó de Valencia y que embalsama el ambiente. Lorenzo venía por las -noches á hacer tertulia á su novia y se mostraba galán, aunque siempre -grave.</p> - -<p>La víspera de la boda, Martina le esperaba, como de costumbre, en el -gabinetillo. La madre, que vigilaba sus coloquios, no creyó que aquella -noche fuese preciso hacer centinela: ocupada en quehaceres múltiples, -dejó sola á su hija. Y Martina, en vez de alegrarse, sintió de pronto -una pena agobiadora, inmensa, una desolación sin límites, un miedo -horrible á algo que no se explicaba, ni se fundaba en nada racional. -Tardaba ya Mendoza. Sonó la campanilla, y por instinto Martina se lanzó -á la escalera. El criado la presentó una carta que acababa de traer «el -asistente del señorito». ¡Una carta! Las piernas de Martina parecían de -algodón: creyó que nunca podría andar el trecho que separaba la antesala -del gabinete. Se acercó á la lámpara, rompió el sobre, leyó... Antes que -sus ojos la había leído su corazón, fiel zahorí.</p> - -<p>Aquellas excusas, aquellas forzadas frases de cariño, aquellas mentiras -con que se pretendía paliar la infame deserción, las presentía Martina -desde una hora antes. Y los motivos de la repentina marcha, bien sabía -Martina que no<span class="pagenum"><a name="page_246" id="page_246"></a>{246}</span> eran los que fingía la carta, sino otros, que no podían -decirse, pero que explicaban á la vez el viaje y la continua tristeza, -invencible, misteriosa, de su futuro... Llamábale otra vez el abismo; -resucitaba lo que sin duda no había muerto. Martina cayó desplomada en -el sofá: no lloraba: gemía bajito, como quien reprime la queja de mortal -dolor. Sin embargo, la misma violencia del golpe; la indignación,—mil -sentimientos confusos,—la impulsaron á levantarse, tomar un fósforo, -pegar fuego á la carta, abrir la ventana y echar á volar las cenizas, -cual si temiera que la delatasen. Buscando luego á sus padres, les -declaró con voz firme y serena que había renunciado, por su gusto y -deliberadamente, á casarse con Lorenzo Mendoza, al cual no volverían á -ver más, porque salía aquella noche en el tren correo hacia Madrid.</p> - -<p>Poseían los padres de Martina una casa de campo no muy distante de la -ciudad, y en ella se ocultaron con su hija, para dejar disiparse la -primer polvareda de la deshecha boda. Allí pasaron el invierno; Martina -parecía contenta. La hablaron de viajes á la corte, al extranjero: -rechazó la idea con disgusto. Vino la primavera y ya no pensaron en -dejar la residencia campestre. Al acercarse el otro invierno preguntaron -á Martina, y pidió, por favor, encarecidamente, un año más de soledad. -La misma escena se repitió al siguiente; los padres empezaban á -impacientarse: les parecía que ya era hora de que su hija volviese al -mundo y se le<span class="pagenum"><a name="page_247" id="page_247"></a>{247}</span> buscase otro novio formal y auténtico, que borrase de su -memoria lo pasado. Mas en esto aconteció que enfermaron los viejos, y -con distancia de pocos días sé los llevó al sepulcro, al padre una -fiebre reumática, y á la madre un inveterado padecimiento del corazón. -Martina, sola ya, de luto riguroso, negóse á recibir pésames, á admitir -consuelos de amigas, y se encerró más que nunca entre las paredes de su -tapia, y entre los árboles de su solitaria finca. Corrió algún tiempo. -En Marineda ya apenas se hablaba de Martina. Los más la creían -maniática. No la trataba nadie.</p> - -<p class="dtts">...............................</p> - -<p>Una tarde golpeó el aldabón de la portalada un jinete, que regía un -caballejo castaño. El hortelano salió á abrir, y contestó la frase -sacramental: la señora no estaba, y además no acostumbraba admitir -visitas.</p> - -<p>—Dígale usted—objetó el jinete apeándose—¡que es D. Lorenzo -Mendoza!... Puede ser que entonces...</p> - -<p>A los diez minutos volvía el hortelano con respuesta negativa, -terminante. Mendoza bajó la cabeza é hizo ademán de volver á montar. De -pronto, como si variase de parecer y obedeciese á una inspiración -súbita, arrollando al hortelano, cruzó la puerta, se metió patio -adentro, subió una escalera exterior tapizada de madreselvas, que daba -acceso á la casa, y entró en una sala obscura, de vidrieras entornadas, -silenciosa. Oyó un grito de mujer; fué derecho<span class="pagenum"><a name="page_248" id="page_248"></a>{248}</span> á donde sonaba y -estrechó á Martina en los brazos. No hubo palabras: todo se expresó con -halagos, inarticulados sones, caricias insensatas por parte de él, -primero rechazadas débilmente y pagadas luego. Después vinieron las -excusas, los ruegos, las explicaciones que Mendoza dió casi de rodillas, -y ella oyó trémula, desfallecida, reclinada la cabeza en el hombro del -suplicante. Y siguieron las promesas, los juramentos, las protestas de -enmienda y lealtad, los plazos de ventura que Mendoza desarrollaba -risueño, enclavijando sus dedos en los de Martina, que no oponían -resistencia. La noche caía; la luna llena se alzaba blanca y apacible; -las madreselvas exhalaban su balsámico aroma. Los antiguos novios eran -ya amantes; la primavera se trocaba en estío; y el enajenado Mendoza no -echó de ver que Martina, en medio de su delirio, á veces gemía muy bajo, -como quien reprime la queja de mortal dolor—como había gemido años -antes al recibir la carta de despedida.</p> - -<p>A la mañana siguiente, cuando despertó Mendoza, no vió á Martina: la -llamó á voces, y no contestó nadie. Por fin acudieron los criados; -sabían que su ama se había marchado tempranito, pero ignoraban adonde...</p> - -<p>En Marineda se supo sin asombro, á la semana siguiente, que Martina -vivía reclusa, como <i>señora de piso</i>, en un convento de Compostela. Lo -que nunca se divulgó fué que hubiese adoptado tal resolución por evitar -el sonrojo de sentirse morir de felicidad cerca de <i>aquél</i> que un día la -engañó y vendió.<span class="pagenum"><a name="page_249" id="page_249"></a>{249}</span></p> - -<h2><a name="APOLOGO" id="APOLOGO"></a><img src="images/ill_pg_249.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Apólogo</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">H</span>ABÍASE enamorado Vicente de Laura oyéndola cantar una opereta en que -desempeñaba, con donaire delicioso, un papel entre cómico y patético. La -natural hermosura de la cantante parecía mayor, realzada por atavío -caprichoso y original, al reflejo de las candilejas, que jugueteaba en -la tostada venturina de sus ondeantes y sueltos cabellos, flotantes -hasta más abajo de la rodilla. Hallábase Laura en esos primeros años -felices de la profesión en que un nombre, después de hacerse conocido, -llega á ser célebre; esos años en que la chispita de luz se convierte en -astro, y los homenajes, las contratas, los ramilletes, las joyas, los -retratos en publicaciones ilustradas, los artículos elogiosos, caldeados -por el entusiasmo, llueven sobre la artista lírica, halagando su -vanidad, exaltando su amor propio y haciéndola soñar con la gloria. ¿Por -qué entre el enjambre de<span class="pagenum"><a name="page_250" id="page_250"></a>{250}</span> adoradores que zumbaba á su alrededor Laura -distinguió á Vicente, escogió á Vicente, oficial que no poseía más que -su espada y un apellido, eso sí, muy ilustre: el sonoro apellido -hispano-árabe de Alcántara Zegrí?.</p> - -<p>Lo cierto es que la elección de Laura fué muy perjudicial á su -tranquilidad y dicha. Vicente Zegrí, como le llamaban sus amigos, por -atavismo y tradiciones de raza llevaba en la sangre el virus corrosivo -de los celos; y si esta enfermedad moral hace estragos donde quiera que -aparece, no pueden calcularse sus consecuencias en hombre que ama á -mujer de profesión artística, cuyas gracias, en cierto modo, tiene -derecho el publico á usufructuar. Antes anduvo Vicente rabioso que -gozoso; tragó la hiel cuando aún no gustara la miel, y nunca recibió el -divino premio de los halagos de la amada, sin que se lo amargasen con -amargor de muerte negras sospechas, infames imaginaciones y desesperados -recelos. Tanto pudo con él esta fatiga y desazón celosa, que un día—ó, -para no faltar á la verdad, una noche en que á la salida del teatro -había acompañado á Laura—ya no acertó á reprimirse, y abrió su corazón, -mostrando lo profundo de la llaga.</p> - -<p>—Mi sufrimiento es tal—declaró estrujando las manos de su amiga, en -aquel momento heladas de terror—que necesito echar por la calle de en -medio, realizar una acción decisiva: á seguir así, me volvería loco, y -haga lo que haga, quiero hacerlo estando cuerdo, poseyendo la conciencia -de mis actos. Cuando te aplauden,<span class="pagenum"><a name="page_251" id="page_251"></a>{251}</span> siento impulsos de prender fuego al -teatro; cuanto se te llena de necios y de osados el <i>camerino</i>, se me -ocurre sacar la espada y entrar pegando tajos á diestro y siniestro. La -tentación es tan fuerte, que por no ceder á ella suelo marcharme á mi -casa; pero como me conozco y sé que tarde ó temprano cedería, prefiero -consultarte, confesarme contigo, á ver si entre los dos discurrimos modo -de salvarnos.</p> - -<p>Laura miraba fijamente al oficial, notando con profundo estremecimiento -el brillo siniestro de sus pupilas, el temblor involuntario de sus -labios cárdenos, lo fruncido de sus cejas, la crispación de sus dedos, -la alteración de su voz; y con dulce sonrisa y acento que chorreaba -ternura, le preguntó, entre un intento de caricia que rehuyó el celoso:</p> - -<p>—¿Y qué has pensado hacer, Vicente mío? Ya que discutimos -amigablemente, dímelo sin reparo y te contestaré con franqueza.</p> - -<p>—¡He pensado que nos casemos, que seas mi esposa!—declaró Zegrí.</p> - -<p>—¿Y que yo... renuncie al arte?</p> - -<p>—¡Pues si no renunciases, bonito negocio!—exclamó el enamorado con -exaltada vehemencia.—¿Te habrás figurado otra cosa, eh? Desde el -momento en que Vicente Zegrí se llame tu marido, á tu marido -pertenecerás, y él y sólo él podrá contemplar tus hechizos, oir tu canto -y ver desatada esta cabellera.—Al hablar así agarró la profusa mata de -pelo, sacudiéndola con furor apasionado.</p> - -<p>Púsose Laura más blanca que los encajes de<span class="pagenum"><a name="page_252" id="page_252"></a>{252}</span> su bata de seda; el tirón -había dolido; pero ni la sonrisa se apartó de sus labios, ni un punto -cambió la lánguida y acariciadora expresión de sus ojos. Dirigiéndose á -Vicente con reposo y dulzura, le interrogó:</p> - -<p>—¿Me permites que te cuente un cuento oriental? Me lo refirieron allá -en Rusia, donde he cantado hace dos inviernos, y donde tienen muchas -ganas de que vuelva una temporadita.</p> - -<p>Pasándose la mano por la frente como para espantar una pesadilla, -Vicente hizo con la cabeza señal de que estaba dispuesto á oir.</p> - -<p>—Parece—empezó Laura—que hubo en Rusia, no sé en qué siglo, un Rey -muy malo y feroz, á quien le pusieron por sus desafueros y tiranías el -sobrenombre de <i>Iván el Terrible</i>. Aunque con Dios no debía de estar muy -á bien, el caso es que se le ocurrió construir una catedral magnífica, -dedicada á un santo que allí le llaman <i>Vassili Blagennoi</i>, lo cual -significa <i>el Bienaventurado Basilio</i>...</p> - -<p>—¿Y qué tiene que ver...?—murmuró Vicente, no sin impaciencia.</p> - -<p>—¡Aguarda, aguarda...! El Rey buscó mucho tiempo arquitecto capaz de -comprender toda la suntuosidad y grandeza que él deseaba para la -catedral, hasta que por fin se presentó uno con un plano asombroso, que -dejó al Rey encantado. Elevóse el templo, y fué pasmo y admiración de -todos; y el Rey, contentísimo, colmó de regalos y de honores y -distinciones al arquitecto.—Un día, terminadas las obras, le<span class="pagenum"><a name="page_253" id="page_253"></a>{253}</span> llamó á -palacio y le preguntó si se creía capaz de erigir otro templo tan -magnífico y sorprendente como aquél. El arquitecto, lisonjeado, -respondió que sí, y que hasta esperaba idear nuevo edificio que superase -al primero en belleza y esplendor. Entonces el bárbaro del Rey, -sirviéndose del agudo chuzo de hierro que llevaba siempre á la cintura, -le vació al pobre arquitecto los dos ojos uno tras otro, á fin de que -jamás pudiese construir para nadie un templo...</p> - -<p>Laura calló, y Vicente Zegrí, que acababa de comprender la moraleja del -apólogo, la miró con una especie de estravío. Ligera espuma asomó al -canto de su boca, y por sus venas serpeó el frío sutil del aura -epiléptica, que incita al crimen. Dominándose con esfuerzo supremo se -incorporó, dispuesto á marcharse, y articuló pausadamente mientras -recogía su airosa capa española:</p> - -<p>—Ese Rey hizo mal. Sacar los ojos es acción propia de un verdugo. Si -quería inutilizar al arquitecto, debió matarle.</p> - -<p>Diciendo así, con súbito impulso se acercó Vicente á Laura, la rodeó con -los brazos, y tan violentamente la apretó, de tan insensato modo, -incrustándole tan reciamente los dedos en las costillas, que la artista -exhaló un grito de miedo, un chillido que salía del fondo de su ser, de -esos que sólo dicta el instinto de conservación, el horror á la nada y -al sepulcro. Al oir el grito, Vicente la soltó, embozóse en su capa y -salió tropezando con las paredes.<span class="pagenum"><a name="page_254" id="page_254"></a>{254}</span></p> - -<p>Pasóse lo que faltaba hasta el amanecer vagando por las calles, en un -estado tan horrible, que dos ó tres veces se recostó en una puerta para -llorar. El día que siguió á aquella noche no fue menos cruel. Escribió á -Laura cien cartas, que desgarraba después con furia; adoptó y desechó -mil planes contradictorios; pensó en echarse de rodillas, en suicidarse, -en abrasar el barrio, en secuestrar á su amada á viva fuerza, y, por -último, la idea de la muerte fué la que se esculpió en su espíritu con -relieve poderoso. Su alma pedía sangre, hierro y fuego, violencia, -destrozo y aniquilamiento; el instinto anárquico que tantas veces -acompaña al amor, se alzaba rugiente y desatado como racha de huracán. -Ya ni siquiera intentaba Vicente recobrar la razón, la cordura y el -aplomo: las imágenes suscitadas por los celos, Laura atrayendo á sí los -ojos de tantos hombres, que se recreaban en sus gracias y picardías, que -bebían su voz, que la admiraban con el cabello suelto, eran flechas de -llama que le desatinaban, como al toro la ardiente banderilla. Ni aun -creía amar á Laura: la consideraba una enemiga mortal. Figurábase por -momentos que la odiaba con toda su voluntad iracunda, y este odio -clamaba por saciarse y gozarse en la destrucción.</p> - -<p>Llegada la hora de ir al teatro, donde cantaba Laura una de las operetas -en que estaba más linda y recogía más aplausos, Vicente, resuelto, algo -aliviado por la decisión fiera, concreta, irrevocable, se echó al -bolsillo el revólver. Si sufría demasiado... allí tenía el remedio. Ya<span class="pagenum"><a name="page_255" id="page_255"></a>{255}</span> -habían alzado el telón, pero no aparecía Laura; y Vicente, abstraído en -su frenesí, hubo de notar por fin que la gente profería exclamaciones de -descontento y que la función no era la anunciada, la que Laura debía -representar. Alarmado, antes de terminarse el acto dejó su asiento, -corrió á informarse entre bastidores... Aquella mañana misma, la -cantante había rescindido su contrata perdiendo lo que quiso el -empresario, y partido en dirección á San Petersburgo.<span class="pagenum"><a name="page_256" id="page_256"></a>{256}</span></p> - -<h2><a name="A_SECRETO_AGRAVIO" id="A_SECRETO_AGRAVIO"></a><img src="images/ill_pg_256.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -A secreto agravio...</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">A</span>QUELLA tienda de ultramarinos de la calle Mayor regocijaba los ojos y -era orgullo de los moradores de la ciudad, quienes, después de mostrar á -los forasteros sus dos o tres monumentos románicos y sus Docks, no -dejaban de añadir: «Fíjese usted en el establecimiento de Riopardo, que -compite con los mejores del extranjero.»</p> - -<p>Y competía. Los amplios vidrios; los escaparates de blanco mármol; las -relucientes balanzas; los grifos de dorado latón; el artesonado techo; -las banquetas forradas de rico terciopelo verde de Utrecht; las -brillantes latas de conservas formando pirámides; las piñas y plátanos -maduros en trofeo; las baterías de botellas de licor, de formas raras y -charoladas etiquetas, todo alumbrado por racimos de bombillas -eléctricas, hacían del establecimiento un suntuoso palacio de la -golosina. Así como en Madrid<span class="pagenum"><a name="page_257" id="page_257"></a>{257}</span> salen las señoras á revolver trapos, en la -apacible capital de provincia salían «á ver qué tiene Riopardo de -nuevo.» Riopardo sustituía al teatro y á otros goces de la civilización; -y los turrones y los quesos y los higos de Esmirna eran el pecadillo -dulce de las pacíficas amas de casa y sus sedentarios maridos, por lo -cual no faltaban censores mal humorados y flatulentos que acusasen á -Riopardo de haber corrompido las costumbres y trocado la patriarcal -sencillez de las comidas en fausto babilónico...</p> - -<p>Entretanto, el establecimiento medraba, y Riopardo, moreno, afeitado, -lucio, adquiría ese aplomo que acompaña á la prosperidad. Los negocios -iban como una seda, y esperaba morir capitalista, á semejanza de otros -negociantes de la misma plaza que habían tenido comienzos más humildes -aún... Hoy convenía trabajar, aprovechando el vigor de los treinta años -y la salud férrea. De día, desde las seis de la mañana, al pie del -cañón, haciendo limpiar y asear, pesando, despachando, cobrando; de -noche, compulsando registros, copiando facturas, contestando cartas... y -así, sin descanso ni más intervalo que el de algún corto viaje á -Barcelona y Madrid.</p> - -<p>De uno de éstos volvió casado Riopardo; su mujer, linda muchacha, hija -de un perfumista, apareció en la tienda desde el primer día, ayudando en -el despacho á su marido y al dependiente. La cara juvenil y la fina -habla castellana de María fueron otro aliciente más para la clientela. -Sin ser activa ni laboriosa como su<span class="pagenum"><a name="page_258" id="page_258"></a>{258}</span> esposo, María era zalamera y -solícita y daba gozo verla, bien ceñida de corsé, muy fosca de peinado, -cortar con su blanca manecita de afilados dedos una rebanada de Gruyère -ó una serie de rajas de salchichón, sutiles como hostias, pesarlas -pulcramente y envolverlas en papeles de seda atados con cinta azul. La -tienda sonreía, animada por el revuelo de unas faldas ligeras, y nadie -como María para aplacar á una parroquiana descontenta, para halagar á un -parroquiano exigente, para regalar un cromo á un niño ó deslizar un -puñado de dátiles en el delantal de una cocinera gruñona...</p> - -<p>El ejemplo de María, su atractivo, su complacencia, habían influído en -el dependiente Germán. Mientras estuvo solo con Riopardo, Germán era -hosco, indiferente y torpe; no se mudaba, no se rasuraba. María le -arregló el cuarto—porque Germán vivía con sus patrones en el piso -principal—le surtió de buen lavabo, de toallas; le repasó la ropa -blanca y le compró cuellos y puños, con lo cual el dependiente sacó á -luz su figura adamada, su rubio pelo rizado con gracia sobre la sien, y -las criadas y las mismas señoras compraron de mejor gana en el -establecimiento, que al fin las cosas de comer gusta recibirlas de gente -aseada, moza y no fea... «También se come con la vista», solían decir.</p> - -<p>Una tarde, casi anochecido, Riopardo, volviendo de arreglar asuntos -urgentes en la Aduana, prefirió entrar en su casa por la puerta trasera, -que caía á la Marina, ahorrándose así diez<span class="pagenum"><a name="page_259" id="page_259"></a>{259}</span> minutos de callejeo inútil, -pues era, á fuer de hombre de acción, avaro de tiempo. Tenía en el -bolsillo el llavín: abrió, salvó un pasadizo, y empujó la puerta del -almacén, que cedió sin rechinar. El almacén, atestado de latas de -petróleo, bocoyes de aguardiente y aceite, y sacas de arroz y harina, -estaba á obscuras, y allá á su extremidad, Riopardo creyó percibir un -cuchicheo ahogado y suave. Se detuvo, resguardado por una gran barrica, -y miró. Al pronto no se ve nada, viniendo de fuera, cuando la luz es -poca; pero á los tres minutos, la vista se acostumbra, y algo se -percibe. Riopardo logró distinguir dos personas. De pronto, una de -ellas, Germán, dijo en alta voz: «Está alguien en la tienda.» Y el modo -de separarse, brusco, azorado, fué más inequívoco aún que la proximidad -de los dos bultos...</p> - -<p>Retrocedió Riopardo: salió por donde había entrado, y sin cuidarse ya de -economizar tiempo penetró por la tienda en su casa. Cerróse ésta á la -hora habitual; cenaron los tres, marido, mujer y dependiente, y se -recogieron en paz á sus respectivos dormitorios los dos últimos. -Riopardo volvió á bajar: era el momento de repasar cuentas y manejar -libros. Llevaba su linterna sorda que le servía para registrar el -almacén, en previsión de un incendio; y ya dentro del vasto recinto, -empezó por atrancar la puerta que daba al pasadizo, y probar los -cerrojos de la que con la tienda comunicaba.</p> - -<p>Después, entregóse á una faena extraña:<span class="pagenum"><a name="page_260" id="page_260"></a>{260}</span> abrió un centenar de latas de -petróleo y las inclinó para que el mineral corriese por el suelo; en -seguida, ensopando una gran escoba en los charcos que se formaban, -barnizó bien un punto determinado del techo, rociándolo de continuo con -hisopazos fuertes. De un rincón trajo brazados de paja, papeles y -astillas—residuos de los embalajes de las botellas—y los hacinó hasta -formar una pirámide, que con ayuda de una escalera subió á la altura de -las vigas del techo, en el mismo punto en que las había untado de -petróleo. Hecho esto, siguió destapando latas y dió la vuelta al grifo -de un inmenso barril de alcohol. El trajín había sido largo; Riopardo -sentía que un sudor helado brotaba de sus cabellos. Descansó un instante -y miró el reloj: era la una menos cuarto. Entonces se descalzó, abrió la -puerta exterior dejándola arrimada, subió furtivamente la escalera y no -paró hasta su alcoba. María dormía ó aparentaba dormir serenamente. La -alcoba no tenía ventana. Riopardo, con maravilloso silencio, colocó -delante de la vidriera sillas, butacas, ropas, un cofre, cuantos objetos -pudo trasladar sin hacer ruido.</p> - -<p>Retiróse, y al salir echó por fuera cerrojo y llave á la puerta del -gabinete que comunicaba con la alcoba. Descendió otra vez á la tienda, -metióse en el almacén, raspó un fósforo, encendió una mecha corta y la -aplicó al suelo encharcado de aceite mineral. La llamarada súbita que se -alzó le chamuscó pestañas y cabello. Sólo tuvo tiempo de huir á la -tienda. El<span class="pagenum"><a name="page_261" id="page_261"></a>{261}</span> almacén no tardaría tres minutos en ser un brasero enorme.</p> - -<p>El marido, con flema, se calzó, se limpió las manos y subió pisando -recio. Golpeó á la puerta del dormitorio de Germán, que salió medio -desnudo, despavorido. «Creo que hay fuego... Huele á humo... Baje -usted... ¡No, antes de pedir socorro hay que cerciorarse!» Germán se -precipitó sin más ropa que unos pantalones vestidos á escape y babuchas. -Mal despierto aún del primer sueño de los veinte años, casi no -comprendía lo que pasaba. Le precedía, Riopardo con la indispensable -linterna.</p> - -<p>Tienda y portal estaban ya llenos de un humo acre, asfixiante. «Pase -usted, mire á ver dónde es...» Titubeaba el dependiente, ciego y -atónito; Riopardo le empujó, le precipitó, ya sin disimular, dentro del -horno, y aún tuvo fuerzas para correr los cerrojos y huir, saliendo al -portal y á la calle. En ella respiró con delicia, cerciorándose de que -por allí no andaba el sereno, ni pasaba nadie, y probablemente sucedería -lo mismo durante el cuarto de hora necesario...</p> - -<p>Sin embargo, á los diez minutos el humo era tal que, temeroso de ver -abrirse ventanas y oir voces de socorro, el mismo Riopardo gritó. Al -llegar los primeros auxilios, la casa, sobre todo el bajo y principal, -no formaban más que una hoguera. Se atendió á aislar las casas vecinas y -á salvar con escalas á los inquilinos del segundo y tercero. La -fatalidad—observaron las gentes—quiso que el fuego se iniciase en la -parte<span class="pagenum"><a name="page_262" id="page_262"></a>{262}</span> del almacén que correspondía con el dormitorio de la esposa de -Riopardo, la cual, asfixiada por el humo, ni pudo levantarse á pedir -socorro. Apareció carbonizada, lo mismo que el dependiente, presunto reo -de imprudencia temeraria por fumar en el almacén.</p> - -<p>No estando aseguradas las existencias del establecimiento, sobre el -dueño no recayeron sospechas, sino gran lástima. Arruinado -completamente, no faltó quien, estimando sus cualidades mercantiles, su -laboriosidad, le adelantase dinero para abrir otra lonja; pero Riopardo -dice tristemente á su antigua y fiel clientela:</p> - -<p>—Ya no tengo ilusión... ¡Una esposa y un dependiente como los que -perdí, no he de encontrarlos nunca!<span class="pagenum"><a name="page_263" id="page_263"></a>{263}</span></p> - -<h2><a name="LA_RELIGION_DE_GONZALO" id="LA_RELIGION_DE_GONZALO"></a><img src="images/ill_pg_263.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -La religión de Gonzalo</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">¿Y</span> qué tal tu marido?—preguntó Rosalía á su amiga de la niñez Beatriz -Córdoba, aprovechando el momento de intimidad y confianza que crea entre -dos personas la atmósfera común, tibia de alientos y saturada de ligeros -perfumes, de una berlina bien cerrada, bien acolchada, rodando por las -desiertas calles del Retiro á las once de una espléndida y glacial -mañana de Diciembre.</p> - -<p>—¿Mi marido?—contestó Beatriz marcando sorpresa, porque creía que su -completa felicidad debía leerse en la cara.—¿Mi marido? ¿No me ves? -¡Otro así...! Por la de nadie cambiaría yo mi suerte...</p> - -<p>Rosalía hizo un gestecillo, el mohín de instinto malévolo con que los -mejores amigos acogen la exhibición de la ajena dicha, y murmuró -impaciente:</p> - -<p>—Mira, yo no te pregunto de interioridades.<span class="pagenum"><a name="page_264" id="page_264"></a>{264}</span> No soy tan indiscreta... -Me refería á las ideas religiosas... ¿No te acuerdas?... ¡Gonzalo era... -así... de la cáscara amarga, vamos!</p> - -<p>Beatriz guardó silencio algunos instantes; y después, como si se -resolviese á completas revelaciones, de esas que hacemos más por oirnos -á nosotros mismos que porque un amigo las escuche, se volvió hacia su -compañera de encierro, y alzando el velito á la altura de la nariz para -emitir libremente la voz, habló aprisa:</p> - -<p>—¡La irreligiosidad de Gonzalo! ¿Y si te dijese que por ella estuvimos -á punto de no casarnos nunca? La pura verdad. Tú ya sabes que Gonzalo es -mi primo, y mi familia y la suya siempre soñaron con hacer la boda, -hasta que la mala reputación de Gonzalo en materias religiosas desbarató -por completo el proyecto. Bien conociste á la pobre mamá, y no -extrañarás si te digo que llegó al extremo de cerrarle la puerta á -Gonzalo á piedra y lodo; vino diez veces lo menos, ¡y siempre habíamos -salido! «Reconozco—decía mamá—que mi sobrino es muy simpático, que ha -recibido una educación escogida, que posee una ilustración más que -mediana; no puedo negar su hermosa figura, ni su clara inteligencia, ni -su caballerosidad; tiene mi sangre, no le faltan bienes de fortuna... -pero me horroriza pensar que no cree en nada, y ni se toma el trabajo de -disimularlo. Malo es padecer desvaríos del alma y peor no ocultarlos -siquiera.» Al escuchar estas cosas, yo salía á la defensa de Gonzalo; no -me era posible<span class="pagenum"><a name="page_265" id="page_265"></a>{265}</span> dejar de quererle... un poco... es decir ¡mucho! -Francamente, le seguía queriendo, incapaz de olvidar los tiempos en que -le consideraba mi novio. Mamá notó de qué pie cojeaba su hija, y, para -desimpresionarme, arregló mis bodas con Leoncio Díaz Saravia, el que -ahora es subsecretario de Gobernación; era muchacho de valía, y se le -presentaba un porvenir brillante; pero así y todo, yo no estaba -entusiasmada: á lo sumo me resignaba, sin frío ni calor, al casamiento. -¡Somos tan raros! Lo único que me prestaba cierta tranquilidad, lo que -me daba fuerzas cuando sentía sobre mí el peso abrumador de una tristeza -involuntaria, era la voz que corría de que Gonzalo no quería amores, de -que había resuelto no casarse jamás. «Eso lo hace por mí, por mi -recuerdo», pensaba yo; y me consolaba al pensarlo.</p> - -<p>—El que no se consuela...—murmuró sonriendo Rosalía, mientras alisaba -con repetidos pases la blanda y densa piel de su manguito.</p> - -<p>—Un día... no, una noche, porque estábamos en el teatro cuando nos -enteramos... cundió la noticia de que Gonzalo, en un café, la había -emprendido á bofetadas con un sujeto, y que se encontraban desafiados; -lance serio, en condiciones de las que ya no se estilan, á quedar uno -sobre el terreno... ¿Causa del conflicto? Voz unánime: «Una mujer.» El -mismo Gonzalo lo confesaba, según decían los bien informados: tratábase -de una señora, insultada delante de Gonzalo, y cuya defensa había tomado -éste hiriendo el rostro del villano ofensor... ¡Lo que<span class="pagenum"><a name="page_266" id="page_266"></a>{266}</span> yo sentí! ¡En -qué estado volví á casa! ¡Qué noche pasé, querida Rosalía! Es lo que no -puede pintarse... Aparte del terror de que matasen á Gonzalo, otra cosa -me encendía la sangre y me atirantaba los nervios...</p> - -<p>—¿Los celos?—preguntó Rosalía con malicia gozosa.</p> - -<p>—¿Quién lo duda?—Figúrate que se venían á tierra todas mis ilusiones. -Que Gonzalo no me quisiese, pase, y era mucho pasar; pero que quisiese á -otra tanto, hasta abofetear á la gente, hasta jugarse la vida... Yo -había estado soñando por lo visto... ¡soñando como una necia! Mi novio -de los primeros años, mi oculto anhelo de siempre, ni se ocupaba de mí; -por otra iba á cruzar la espada, por otra á quien secretamente también -prefería... ¿Quién era aquella mujer? ¿De qué sílabas se componían su -nombre y su apellido? ¿Soltera? ¿Casada? Casada de seguro, cuando tal -misterio la envolvía, que Gonzalo se negaba á nombrarla... Y yo daba -vueltas en la cama, y la almohada se impregnaba de lágrimas calientes... -Entonces me parecía estúpida mi resignación, inconcebible, absurda mi -obediencia, absurda mi boda; y apenas amaneció, me fuí derecha al -dormitorio de mi madre, y me abracé á ella en tal estado de aflicción y -de trastorno, que la pobrecilla (bien recordarás lo extremosa que era en -quererme) me dijo así: «Pequeña, serénate... Voy á ver qué le ha -sucedido al talabarte de mi sobrino... Si está herido, te prometo -cuidarle como su propia madre le cuidaría...»<span class="pagenum"><a name="page_267" id="page_267"></a>{267}</span></p> - -<p>Herido estaba en efecto, pero no de gravedad; su adversario sí que se -llevó una buena estocada, ¡que á no resbalar en una costilla...! Así que -Gonzalo pudo salir—y fué muy pronto—vino apresurado á dar las gracias -á mamá. ¡Ay, Rosalía! ¡Qué impresión! Noté que me miraba... vamos... -como otras veces... y á las primeras palabritas que deslizó, estando los -dos en el hueco de una ventana que daba al jardín... no lo pude -remediar... solté la pregunta difícil...</p> - -<p>—¿Esa mujer por quien te has batido...?</p> - -<p>Se puso encarnadísimo, lo cual me pareció mala señal, y contestó muy -confuso y medio riendo:</p> - -<p>—¡Mujer!... Sí, ¡una mujer ha sido la causa!...</p> - -<p>Hice un movimiento para separarme, para huir (estaba furiosa, le hubiese -pegado), y entonces él, con ese modo que tiene de decir las cosas, que -no hay remedio sino creerle, exclamó:</p> - -<p>—Beatriz, no caviles... A mí no me ha dado en qué pensar, en cierto -terreno y por cierto estilo, ninguna mujer sino una... ¡que tú conoces -mucho...! Ea, no te alteres, no pongas esa cara... Si no te burlas, te -enteraré... El bárbaro á quien di una lección estaba injuriando...</p> - -<p>—¿A quién?—pregunté con afán al ver que Gonzalo se paraba.</p> - -<p>—A... ¡á la Virgen María!...</p> - -<p>—¡A la Virgen María!—repetí yo atónita.</p> - -<p>—Justamente... Por mi honor que es verdad... Ya conozco que te parecerá -raro... Por eso no<span class="pagenum"><a name="page_268" id="page_268"></a>{268}</span> permití que se divulgase; más vale que se figuren -otra cosa; así al menos no se reirán de mí... no me llamarán Quijote...</p> - -<p>—Pero tú... Gonzalo... tú... Entonces, mamá, que dice que tú... que tus -creencias... tartamudeé, temiendo asfixiarme de alegría.</p> - -<p>—¿Qué tienen que ver las creencias?—me replicó él casi con dureza.—La -Virgen es una mujer... y delante de quien tenga vergüenza y manos, á una -mujer no se la ofende...</p> - -<p class="dtts">...............................</p> - -<p>Rosalía callaba sorprendida; Beatriz, conmovida, afectaba mirar hacia -fuera, á los árboles despojados de hoja, finos como arborizaciones de -ágata sobre el cielo puro.</p> - -<p>—¿Y después, sin más, os casásteis?—interrogó la amiga con picardía y -sorna.</p> - -<p>—Sin más—respondió con energía Beatriz.—Mamá dijo que Gonzalo, á su -manera, tenía religión, tenía una fe... el honor, ¿sabes? y que la -Virgen haría lo que faltaba... Y lo hizo, Rosalía. Mi marido, cuando yo -voy á misa... no se queda ya á la puerta!<span class="pagenum"><a name="page_269" id="page_269"></a>{269}</span></p> - -<h2><a name="EL_PANORAMA_DE_LA_PRINCESA" id="EL_PANORAMA_DE_LA_PRINCESA"></a><img src="images/ill_pg_269.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -El panorama de la Princesa</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">E</span>L palacio del Rey de Magna estaba triste, muy triste, desde que un -padecimiento extraño, incomprensible para los médicos, obligaba á la -Princesa Rosamor á no salir de sus habitaciones. Silencio glacial se -extendía, como neblina gris, por las vastas galerías de arrogantes -arcadas y los salones revestidos de tapices, con altos techos de -grandiosas pinturas; y el paso apresurado y solícito de los servidores, -el andar respetuoso y contenido de los cortesanos, el golpe mate del -cuento de las alabardas sobre las alfombras, las conversaciones en voz -baja, susurrantes apenas, producían impresión peculiar de antecámara de -enfermo grave. ¡Tenía el Rey una cara tan severa, un gesto tan -desalentado é indiferente para los áulicos, hasta para los que antaño -eran sus<span class="pagenum"><a name="page_270" id="page_270"></a>{270}</span> amigos y favoritos! ¿A qué luchar? ¡La Princesa se moría de -languidez... Nadie acertaba á salvarla, y la ciencia declaraba agotados -sus recursos!</p> - -<p>Una mañana llegó á la puerta del palacio cierto viejo de luenga barba y -raida hopalanda color avellana seca, precedido de un borriquillo cuyos -lomos agobiaba enorme caja de madera ennegrecida. Intentaron los -guardias desviar con aspereza al viejo y á su borriquillo, pero -titubearon al oir decir que en aquella caja tosca venían la salud y la -vida de la Princesa Rosamor. Y mientras se consultaban, irresolutos, -dominados á pesar suyo por el aplomo y seguridad con que hablaba el -viejo, un gallardo caballero desconocido, mozo y de buen talante, cuya -toca de plumas rizaba el viento, cuya melena obscura caía densa y sedosa -sobre un cuello moreno y erguido, se acercó á los guardias, y, con la -superioridad que prestan el rico traje y la bizarra apostura, les ordenó -que dejasen pasar al anciano, si no querían ser responsables ante el Rey -de la muerte de su hija; y los guardias, aterrados, se hicieron atrás, -el anciano pasó, y el jumentillo hirió con sus cascos las sonoras losas -de mármol del gran patio donde esperaban en fila las carrozas de los -poderosos. En pos del viejo y el borriquillo, entró el mozo también.</p> - -<p>Avisado el Rey de que abajo esperaba un hombre que aseguraba traer en un -cajón la salud de la Princesa, mandó que subiese al punto; porque los -desesperados de un clavo ardiendo<span class="pagenum"><a name="page_271" id="page_271"></a>{271}</span> se agarran, y no se sabe nunca de qué -lado lloverá la Providencia. Hubo entre los cortesanos cuchicheos y -alguna sonrisa reprimida pronto, al ver subir á dos porteros abrumados -bajo el peso de la enorme caja de madera, y detrás de ellos al viejo de -la hopalanda avellana y al lindo hidalgo de suntuoso traje á quien nadie -conocía; pero la curiosidad, más aguda que el sarcasmo, les devoraba el -alma con sus dientecillos de ratón, y no tuvieron reposo hasta que el -primer Ministro, también algo alarmado por la novedad, les enteró de que -la famosa caja del viejo sólo contenía un panorama, y que con enseñarle -las vistas á la Princesa aquel singular curandero respondía de su -alivio. En cuanto al mozo, era el ayudante encargado de colocarse detrás -de una cortina sin ser visto, y hacer desfilar los cuadros por medio de -un mecanismo original. Inútil me parece añadir que al saber en qué -consistía el remedio, los cortesanos, sin perder el compás de la -veneración monárquica, se burlaron suavemente y soltaron muy donosas -pullas.</p> - -<p>Entre tanto, instalábase el panorama en la cámara de la Princesa, la -cual, desde el mismo sillón donde yacía recostada sobre pilas de -almohadones, podía recrearse en aquellas vistas que, según el viejo -continuaba afirmando terminantemente, habían de sanarla. Oculto é -invisible, el galán hizo girar un manubrio, y empezaron á aparecer, -sobre el fondo del inmenso paño extendido que cubría todo un lado de la -cámara, y al través de amplio cristal, cuadros<span class="pagenum"><a name="page_272" id="page_272"></a>{272}</span> interesantísimos. Con -una verdad y un relieve sorprendentes, desfilaron ante los ojos de la -Princesa las ciudades más magníficas, los monumentos más grandiosos y -los paisajes más admirables de todo el mundo. En voz cascada, pero con -suma elocuencia, explicaba el viejo los esplendores, verbigracia, de -Roma, el Coliseo, las Termas, el Vaticano, el Foro; y tan pronto -mostraba á la Princesa una naumaquia, con sus luchas de monstruos -marinos y sus combates navales entre galeras incrustadas de marfil, como -la hacía descender á las sombrías Catacumbas y presenciar el entierro de -un mártir, depuesto en paz con su ampolla llena de sangre al lado. Desde -los famosos pensiles de Semíramis y las colosales construcciones de -Nabucodonosor, hasta los risueños valles de la Arcadia, donde en el -fondo de un sagrado bosque centenario danzan las blancas ninfas en corro -alrededor de un busto de Pan que enrama frondosa mata de hiedra; desde -las nevadas cumbres de los Alpes hasta las voluptuosas ensenadas del -golfo partenópeo, cuyas aguas penetran vueltas líquido zafiro bajo las -bóvedas celestes de la gruta de Azur, no hubo aspecto sublime de la -historia, asombro de la naturaleza ni obra estupenda de la actividad -humana que no se presentase ante los ojos de la Princesa -Rosamor—aquellos ojos grandes y soñadores, cercados de una mancha de -livor sombrío, que delataba los estragos de la enfermedad.—Pero los -ojos no se reanimaban; las mejillas no perdían su palidez de -transparente cera; los labios<span class="pagenum"><a name="page_273" id="page_273"></a>{273}</span> seguían contraídos, olvidados de las -sonrisas; las encías marchitas y blanquecinas hacían parecer amarilla la -dentadura, y las manos afiladas continuaban ardiendo de fiebre ó -congeladas por el hielo mortal. Y el Rey, furioso al ver defraudada una -última esperanza, más viva cuanto más quimérica, juró enojadísimo que -ahorcaría de muy alto al impostor del viejo, y ordenó que subiese el -verdugo, provisto de ensebada soga, á la torre más eminente del palacio, -para colgar de una almena, á vista de todos, al que le había engañado. -Pero el viejo, tranquilo y hasta desdeñoso, pidió al Rey un plazo breve: -faltábale por enseñar á la Princesa una vista, una sola, de su panorama, -y si después de contemplarla no se sentía mejor, que le ahorcasen -enhorabuena, por torpe é ignorante. Condescendió el Rey, no queriendo -espantar aún la vana esperanza postrera, y se salió de la cámara, por no -asistir al desengaño. Al cuarto de hora, no pudiendo contener la -impaciencia, entró, y notó con transporte una singular variación en el -aspecto de la enferma; sus ojos relucían; un ligero sonrosado teñía sus -mejillas flacas; sus labios palpitaban enrojecidos y su talle se -enderezaba airoso como un junco. Parecía aquello un milagro, y el Rey, -en su enajenación, se arrancó del cuello una cadena de oro y la alargó -al viejo, que rehusó el presente. La única recompensa que pedía era que -le dejasen continuar la cura de la Princesa, sin condiciones ni -obstáculos, ofreciendo terminarla en un mes. Y, loco de gozo, el Rey se<span class="pagenum"><a name="page_274" id="page_274"></a>{274}</span> -avino á todo, hasta á respetar el misterio de aquella vista prodigiosa -que había empezado á devolver á su hija la salud.</p> - -<p>No obstante—transcurrida una semana y confirmada la mejoría de la -enferma, mejoría tan acentuada que ya la Princesa había dejado su -sillón, y, esbelta como un lirio, se paseaba por el aposento y las -galerías próximas, ansiosa de respirar el aire, animada y -sonriente,—anheló el Rey saber qué octava maravilla del orbe, qué -portentoso cuadro era aquel cuya contemplación había resucitado á -Rosamor moribunda. Y como la Princesa, cubierta de rubor, se arrojase á -sus pies suplicándole que no indagara su secreto, el Rey, cada vez más -lleno de curiosidad, mandó que sin dilación se le hiciese contemplar la -milagrosa última vista del panorama. ¡Oh sorpresa inaudita! Lo que se -apareció sobre el fondo del inmenso paño negro, al través del claro -cristal, no fué ni más ni menos que el rostro de un hombre, joven y -guapo, eso sí, pero que nada tenía de extraordinario ni de portentoso. -El rostro sonreía con dulzura y pasión á la Princesa, y ella pagaba la -sonrisa con otra no menos tierna y extática... El Rey reconoció al -supuesto ayudante del médico, aquel mozo gallardo, y comprendió que, en -vez de enseñar las vistas de su panorama, se enseñaba á sí propio, y -sólo con este remedio había sanado el enfermo corazón y el espíritu -contristado y abatido de la niña; y si alguna duda le quedase acerca de -este punto, se la quitaría la misma Rosamor, al decirle confusa, -temblorosa<span class="pagenum"><a name="page_275" id="page_275"></a>{275}</span> y en voz baja, como quien pide anticipadamente perdón y -aquiescencia:</p> - -<p>—Padre, todos los monumentos y todas las bellezas del mundo no -equivalen á la vista de un rostro amado...<span class="pagenum"><a name="page_276" id="page_276"></a>{276}</span></p> - -<h2><a name="REMORDIMIENTO" id="REMORDIMIENTO"></a><img src="images/ill_pg_276.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Remordimiento</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">C</span>ONOCÍ en su vejez á un famoso calaverón que vivía solitario, y al -parecer tranquilo, en una soberbia casa, cuidándose mucho y con un -criado para cada dedo, porque la fortuna—caprichosa á fuer de mujer, -diría algún escritor de esos que están tan seguros del sexo de la -fortuna como yo del mosquito que me crucificó esta noche—había -dispuesto (sigo refiriéndome á la fortuna) que aquel perdulario -derrochase primero su legítima, después las de sus hermanos, que -murieron jóvenes, luego la de una tía solterona, y al cabo la de un -tutor opulento y chocho por su pupilo. Y, por último, volvieron á -ponerle á flote el juego ú otras granjerías que se ignoran, cuando ya -había penetrado en su cabeza la noción de que es bueno conservar algo -para los años tristes. Desde que mi calvatrueno (llamábase el vizconde -de Tresmes) llegó á persuadirse de que interesaba<span class="pagenum"><a name="page_277" id="page_277"></a>{277}</span> á su felicidad no -morirse en el hospital, cuidó de su hacienda con la perseverancia del -egoismo, y no hubo capital mejor regido y conservado. Por eso, al tiempo -que yo conocí al vizconde—poco antes de que un reuma al corazón le -llevase al otro barrio—era un viejo rico, y su casa—desmintiendo la -opinión del vulgo respecto á las viviendas de los solteros—modelo de -pulcritud y orden elegante.</p> - -<p>Miraba yo al vizconde con interés curioso, buscando en su fisonomía la -historia íntima del terrible traga-corazones, por quien habitaba un -manicomio una duquesa, y una infanta de España había estado á punto de -echar á rodar el infantazgo y cuanto echar á rodar se puede.—Si no -supiese que veía al más refinado epicúreo, creería estar mirando los -restos de un poeta, de un artista, de uno de esos hombres que fascinan -porque su acción dominadora no se limita á la materia, sino que subyuga -la imaginación. Las nobles facciones de su rostro recordaban las de -Volfango Goethe, no en su gloriosa ancianidad, sino más bien en la época -del famoso viaje á Italia; es decir, lo que serían si Goethe, al -envejecer, conservase las líneas de la juventud. Aquella finura de -trazo; aquella boca un tanto carnosa; aquella nariz de vara delgada, de -griega pureza en su hechura; aquellas cejas negrísimas, sutiles, de arco -gentil, que acentúan la expresión de los vivos y profundos ojos; -aquellas mejillas pálidas, duras, de grandes planos, como talladas en -mármol, mejillas viriles—pues las redondas son de mujer ó<span class="pagenum"><a name="page_278" id="page_278"></a>{278}</span> niño;—aquel -cuello largo, que destaca de los bien derribados hombros la altiva -cabeza... todo esto, aunque en ruinas ya, subsistía aún, y á la vez el -cuerpo delataba en sus proporciones justas, en su musculosa esbeltez, -algo recogida, como de gimnasta, la robustez de acero del hombre á quien -los excesos ni rinden ni consumen. Verdad que estas singulares -condiciones del vizconde las adivinaba yo por la aptitud que tengo para -restar los estragos de la vejez y reconstruir á las personas tal cual -fueron en sus mejores años.</p> - -<p>Gustaba el vizconde de charlar conmigo, y á veces me refería lances de -su azarosa vida, que no serían para contados, si él no supiese salvar -los detalles escabrosos con exquisito aticismo, y cubrir la inverecundia -del fondo con lo escogido de la forma. No obstante, en las narraciones -del vizconde había algo que me sublevaba, y era la absoluta carencia de -sentido moral, el cinismo frío, visible bajo la delicada corteza del -lenguaje. Punzábame una curiosidad, y pensaba entre mí: «¿Será posible -que este hombre, que para sus semejantes ha sido no sólo inútil, sino -dañino; que ha libado el jugo de todas las flores sacando miel para -embriagarse de ella, aunque la destilase con sangre y lágrimas; este -corsario, este negrero del amor, repito, será posible que no haya -conservado nada vivo y sano bajo los tejidos marchitos por el -libertinaje? ¿No tendrá un remordimiento, no habrá realizado un acto de -abnegación, una obra de caridad?»<span class="pagenum"><a name="page_279" id="page_279"></a>{279}</span></p> - -<p>Un día me resolví á preguntárselo directamente.</p> - -<p>—Porque al fin—le dije—en las batallas que usted solía ganar hay -muertos y heridos; sólo que, como en las heridas de florete, la -hemorragia es interna, pues el honor manda callar y sucumbir en -silencio. ¡Cuántos maridos, cuántos hermanos, cuántos padres (sin hablar -de las propias víctimas) habrán ardido por culpa de usted en un infierno -de vergüenza!</p> - -<p>—¡Bah! No lo crea usted—respondía el don Juan sin alterarse en lo más -mínimo.—En estas cuestiones, los expertos somos un poquillo fatalistas. -¡Lo escrito se cumple! Y lo que yo, por escrúpulos más ó menos -justificados, desperdiciase, otro lo recogería, quizá con menos arte, -tino y miramiento que yo. La pavía madura cuelga de la rama y va por -instantes á desprenderse del tallo. El que pasa y la coge suavemente, le -ahorra el sonrojo de caer al suelo, de mancharse, de ser pisada...</p> - -<p>Al ver que su extraño razonamiento me dejaba algo perplejo, el vizconde -añadió:</p> - -<p>—A pesar de todo, confieso que hice un acto de abnegación y que tengo -un remordimiento...</p> - -<p>Esperé, y el viejo, apoyando la barba en dos dedos de la mano izquierda, -habló con lentitud y en tono menos irónico que de costumbre:</p> - -<p>—Ha de saber usted que tuve una hermana que se casó y se murió casi en -seguida (en mi casa todos murieron jóvenes y tísicos, excepto<span class="pagenum"><a name="page_280" id="page_280"></a>{280}</span> yo, que -absorbí la fuerza que debía repartirse entre los demás). Mi cuñado, poco -después, se cayó de un caballo y no sobrevivió á la caída. Quedó una -niña, bonita como un serafín. Yo era su tutor, y aunque cuidé bien de su -educación y de sus intereses, la veía poco, porque no me gustan los -chiquillos. Vino la pubertad, y entonces la criatura tomó formas menos -seráficas y más apetecibles para los humanos. Y, cosa rara, si de -chiquilla, al verme, se deshacía en fiestas y se volvía loca de gozo, ya -de mujercita no parecía sino que la afligía mi presencia, y me acuerdo -que hasta sufrió un síncope porque la dí un beso paternal... Paternal -(se lo afirmo á usted bajo palabra de honor), porque tenemos la tontería -de figurarnos que los que conocimos niños no llegan nunca á personas -mayores...</p> - -<p>Con todo, ciertos errores pronto se disipan, y como los síntomas iban -acentuándose, no tardé en conocer la índole de la enfermedad... La -muchacha repito que era una hermosura. Le enseñaré á usted su retrato, y -me dirá si exagero. Aparte de esto de la belleza, nunca ví mujer que más -traspasada se mostrase. Rendida ya, vencida por fuerza superior á su -albedrío, lejos de huirme, me seguía y buscaba incesantemente, y se leía -en sus ojos, en su voz y en sus menores acciones, que era tan mía, tan -mía que podía yo marcarla en la frente la S y el clavo. Mi edad era -entonces la de las pasiones violentas: tenía treinta y ocho años... pero -¡así y todo!...<span class="pagenum"><a name="page_281" id="page_281"></a>{281}</span></p> - -<p>—¿No se resolvió usted á coger la pavía?</p> - -<p>—No era pavía, como usted verá—respondió el calaverón frunciendo las -cejas.—Lo que puedo decir á usted es que al comprender la realidad, huí -de mi sobrina, viajé, estuve ausente más de un año, y al ver á mi -regreso á la niña enferma de pasión y amartelada como nunca, la hablé lo -mismo que un padre, la pinté mi vida y mi condición y hasta mis -vicios...</p> - -<p>—Leña al fuego—interrumpí.</p> - -<p>—¡Leña al fuego, sí, tal vez!... En fin, la dije redondamente que -estaba resuelto á no casarme nunca; que no me casaría ni con Eugenia de -Montijo, emperatriz de Francia...</p> - -<p>—¿Y ella?...</p> - -<p>—Ella... Ella... después de llorar y de ponerse más pálida y más roja y -más temblorosa que una sentenciada... acabó por decirme que... soltero ó -casado, malo ó bueno, rico ó pobre...</p> - -<p>—¡Comprendo!...</p> - -<p>—Bien, pues yo... no sólo rehusé, desvié, contuve, sino que busqué -marido, joven, guapo, bueno... y con todo mi ascendiente, con mi -mandato, lo hice aceptar...</p> - -<p>—¡Ya me parecía!—exclamé entusiasmada.—¡Una acción generosa, bonita! -¡Si no podía menos!</p> - -<p>—Una acción detestable—repuso el vizconde, cuyos labios temblaron -ligeramente.—Así que se casó mi sobrina, se me cayeron á mí las escamas -de los ojos, y me hice cargo de que me estaba muriendo por ella... Y la -busqué, y la perseguí, y la asedié, y agoté los recursos, y<span class="pagenum"><a name="page_282" id="page_282"></a>{282}</span> sólo -encontré repulsa, glacial desdén, rigor tan sistemático y tan -perseverante, que me dí por vencido, y me salieron las primeras canas...</p> - -<p>—Vamos, la sobrinita se encontraba bien con el marido que usted -eligió...</p> - -<p>—Tan bien—añadió el don Juan sombríamente—que a los seis meses mi -sobrina enfermó de pasión de ánimo; y á los diez, en la agonía, me llamó -para despedirse de mí y decirme al oído que... ¡como siempre!</p> - -<p>Tresmes bajó la cabeza y me pareció ver que una nube cruzaba por su -frente olímpica.</p> - -<p>—Ahí tiene usted—murmuró después de una pausa,—mi remordimiento. -Nadie debe salirse de su vocación, y la mía no era conducir á nadie al -sendero del deber y la virtud.<span class="pagenum"><a name="page_283" id="page_283"></a>{283}</span></p> - -<h2><a name="TEMPRANO_Y_CON_SOL" id="TEMPRANO_Y_CON_SOL"></a><img src="images/ill_pg_283.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Temprano y con sol...</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">E</span>L empleado que despachaba los billetes en la taquilla de la estación -del Norte no pudo reprimir un movimiento de sorpresa cuando la infantil -vocecica pronunció, en tono imperativo:</p> - -<p>—¡Dos de primera... á Paris!...</p> - -<p>Acercando la cabeza cuanto lo permite el agujero del ventano, miró á su -interlocutora, y vió que era una morena de once á doce años, de ojos -como tinteros, de tupida melena negra, vestida con rico y bien cortado -ropón de franela inglesa roja, y luciendo un sombrerillo jockey de -terciopelo granate que la sentaba a las mil maravillas. Agarrado de la -mano traía la señorita á un caballerete que representaba la misma edad -sobre poco más ó menos, y también tenía trazas en su semblante y atavío -de pertenecer á muy distinguida clase y á muy acomodada familia. El -chico parecía azorado: la niña, alegre, con nerviosa alegría. El -empleado<span class="pagenum"><a name="page_284" id="page_284"></a>{284}</span> sonrió á la gentil pareja, y murmuró como quien da algún -paternal aviso:</p> - -<p>—¿Directo ó á la frontera? A la frontera... son ciento cincuenta -pesetas, y...</p> - -<p>—Ahí va dinero—contestó la intrépida señorita, alargando un abierto -portamonedas. El empleado volvió á sonreir, ya con marcada extrañeza y -compasión, y advirtió:</p> - -<p>—Aquí no tenemos bastante...</p> - -<p>—¡Hay quince duros y tres pesetas!—exclamó la viajerilla.</p> - -<p>—Pues no alcanza... Y para convencerse, pregunten ustedes á sus papas.</p> - -<p>Al decir esto el empleado, vivo carmín tiñó hasta las orejas del galán, -cuya mano no había soltado la damisela, y ésta, dando impaciente patada -en el suelo, gritó:</p> - -<p>—¡Bien... pues entonces... un billete más barato!</p> - -<p>—¿Cómo más barato? ¿De segunda? ¿De tercera? ¿A una estación más -próxima? ¿Escorial, Avila...?</p> - -<p>—¡Avila, sí... Avila... justamente, Avila...!—respondió con energía la -del rojo balandrán. Dudó el empleado un momento; al fin se encogió de -hombros como el que dice: «¿A mí qué? ya se desenredará este lío;» y -tendió los dos billetes, devolviendo muy aligerado el portamonedas...</p> - -<p>Sonó la campana de aviso; salieron los chicos disparados al andén; -metiéronse en el primer vagón que vieron, sin pensar en buscar un -departamento donde fuesen solos; y con gran<span class="pagenum"><a name="page_285" id="page_285"></a>{285}</span> asombro del turista -británico que acomodaba en un rincón de la red su balija de cuero, al -verse dentro del coche se agarraron de la cintura y rompieron á -brincar...</p> - -<p class="dtts">...............................</p> - -<p>¿Cómo principió aquella pasión devoradora, frenética, incendiaria? ¡Ah! -Los orígenes primeros de lo grave y trascendental en nuestra vida, son -insignificantes menudencias, pequeñeces míseras, átomos morales que se -asocian en un torbellinito molecular, y á fuerza de dar vueltas y más -vueltas sobre sí mismo, el torbellino se redondea, se solidifica, -adquiere forma, toma la consistencia del diamante... No desconfiéis -nunca en la vida de las cosas grandes, que se presentan con imponente -aparato; esas ya avisan, y hay medio de precaverse: temed á las -tentaciones menudas, á los peligros sutiles é insidiosos. Toda la teoría -de los microbios, hoy admitida, ¿qué es sino demostración de la -importancia capital de lo infinitamente pequeño?</p> - -<p>La pasión empezó, pues, del modo más sencillo, más inocente y más -bobo... Empezó por una manía... Ambos eran coleccionistas.—¿De qué? Ya -lo podéis presumir, vosotros los que frisais en la edad de mis héroes. -La afición á coleccionar suele desarrollarse entre los cuarenta y los -sesenta: apenas he visto un bibliómano joven, y las tiendas de los -chamarileros son más frecuentadas por señores respetables que por -alegres mozos. Hay, sin embargo, una excepción á esta regla general, y -es la chifladura por reunir sellos de correos. Sin que yo niegue que<span class="pagenum"><a name="page_286" id="page_286"></a>{286}</span> -pueden padecerla muy graves personajes, la verdad es que el período en -que suele hacer estragos es la etapa comprendida entre los diez y los -quince. Y en ese lustro auroral que separa la edad del trompo y la -cuerda de la edad del pavo, vivían mis dos enamorados fugitivos del -tren.</p> - -<p>Ya se ha dicho que su galeoto, el libro de Lanzarote y Ginebra donde -bebieron la ponzoña amorosa, fué el coleccionismo, la manía de la -filatelia, común á entrambos. El papá de Serafina, vulgo Finita, y la -mamá de Francisco, vulgo Currín, se trataban poco; ni siquiera se -visitaban, á pesar de vivir en la misma opulenta casa del barrio de -Salamanca: en el principal el papá de Finita, y en el segundo la mamá de -Currín. Currín y Finita, en cambio, se encontraban muy á menudo en la -escalera, cuando él iba á clase y ella salía para su colegio; pero valga -la verdad: ni habrían reparado el uno en el otro, si no fuera porque -cierta mañana, al bajar las escaleras, Currín notó que Finita llevaba -bajo el brazo un objeto, un libro encuadernado en tafilete rojo... -¡libro tantas veces codiciado y soñado por él! «¡Me debía haber comprado -mamá uno así, carambita! En cuanto me examine y saque nota, ya me lo -está comprando. ¡No faltaba más! El mío es una porquería...» De esto á -rogar á Finita que le enseñase el magnífico album de sellos, mediaba un -paso. Finita, en el mismo descanso de la escalera, accedió á los ruegos -de Currín: pusieron el álbum sobre la repisa de la ventana, y se dieron<span class="pagenum"><a name="page_287" id="page_287"></a>{287}</span> -á hojearlo con vivacidad.—«Esta página es del Perú... Mira los de las -islas Hawai... Tengo la colección completa...»</p> - -<p>Y desfilaban los minúsculos y artísticos grabaditos con que cada nación -marca y autoriza su correspondencia; los aristocráticos perfiles de las -dinastías sajonas, que se desdeñan de mirarnos á la cara, y las -burguesas y honradas fisonomías de los presidentes de Estados -americanos, siempre de frente; la república francesa, con sus dos -airosas figuras que se dan la mano, y el reyecillo español, con su -redonda cabeza de bebé; los sellos chinos y su dragón, los turcos y su -cimitarra; Don Carlos, recuerdo de nuestras vicisitudes políticas, y Don -Amadeo, efímera memoria de la misma agitada época; los preciosos sellos -de Terranova, con la testa entonces ideal del príncipe de Gales, y los -fastuosos sellos de las colonias británicas, en que la abuelita Victoria -aparece oficiando de emperatriz... Currín se embelesaba y chillaba de -vez en cuando dando brincos: «¡Ay! ¡Ay! ¡Caracoles, qué bonito! Este no -lo tengo yo...» Por fin, al llegar á uno muy raro, el de la república de -Liberia, no pudo contenerse: «¿Me lo das?»—«Toma»;—respondió con -expansión Finita.—«Gracias, hermosa»,—contestó el galán;—y como -Finita, al oir el requiebro, se pusiese del color de la cubierta de su -album, Currín reparó en que Finita era muy mona, sobre todo así, -colorada de placer y con los negros ojos brillantes, rebosando alegría. -«¿Sabes que te he de decir una cosa?»—murmuró el chico.—«Anda, -dímela.<span class="pagenum"><a name="page_288" id="page_288"></a>{288}</span>»—«Hoy no.»—La doncella francesa que acompañaba á Finita al -colegio, había mostrado hasta aquel instante risueña tolerancia con la -digresión filatélica; pero parecióle que se prolongaba mucho, y -pronunció un «Mademoiselle, s’il vous plaît», que significaba: «Hay que -ir al colegio rabiando ó cantando, conque... una buena resolución.»</p> - -<p>Currín se quedó admirando su sello... y pensando en Finita. Era Currín -un chico dulce de carácter, no muy travieso, aficionado á los dramas -tristes, á las novelas de aventuras extraordinarias, y á leer versos y -aprendérselos de memoria. Siempre estaba pensando que le había de -suceder algo raro y maravilloso; de noche soñaba mucho, y con cosas del -otro mundo ó con algo procedente de sus lecturas. Desde que coleccionaba -sellos, soñaba también con viajes de circunnavegación y países -desconocidos, á lo cual contribuía mucho el ser decidido admirador de -Julio Verne... Aquella noche realizó dormido una excursioncita breve... -á Terranova, al país de los sellos hermosos. Mejor dicho, no era -excursión, sino instantánea traslación; y en una playa orlada de -monolitos de hielo, que alumbraba una aurora boreal, Finita y él se -paseaban muy serios, cogidos del brazo...</p> - -<p>Al otro día, nuevo encuentro en la escalera. Currín llevaba duplicados -de sellos para obsequiar á Finita. En cuanto la dama vió al galán, -sonrió y se acercó con misterio. «Aquí te traigo esto...»—balbuceó -él...—Finita puso un dedo sobre los labios, como para indicar al chico -que<span class="pagenum"><a name="page_289" id="page_289"></a>{289}</span> se recatase de la francesa; pero constándole á Currín que no había -en el obsequio de los sellos malicia alguna, fué muy resuelto á -entregarlos. Finita se quedó, al parecer, algo chafada; sin duda -esperaba otra cosa; y llegándose vivamente á Currín, le dijo entre -dientes:</p> - -<p>—¿Y... y aquello?</p> - -<p>—¿Aquello..?</p> - -<p>—Lo que me ibas á decir ayer...</p> - -<p>Currín suspiró, se miró á las botas, y salió con esta pata de gallo:</p> - -<p>—Si no era nada...</p> - -<p>—¡Cómo nada!—articuló Finita furiosa.—¡Pareces memo de la cabeza! -Nada, ¿eh?</p> - -<p>Y el muchacho, dando tormento al rey Leopoldo de Bélgica que apretaba -entre sus dedos, se puso muy cerquita del oído de la niña, y murmuró -suavemente: «Sí, era algo... Quería decirte que eres... ¡más guapita!» Y -espantado de su osadía, echó á correr escalera abajo, y del portal salió -en volandas á la calle.</p> - -<p>Al otro día, Currín escribió unos versos (poseo el original) en que -decía á su tormento:</p> - -<div class="poetry"> -<div class="poem"><div class="stanza"> -<span class="i2">Nace el amor de la nada;<br /></span> -<span class="i0">de una mirada tranquila;<br /></span> -<span class="i0">al girar de una pupila<br /></span> -<span class="i0">se halla un alma enamorada...<br /></span> -</div></div> -</div> - -<p>Endeblillos y todo, graves autores aseguran que Currín los sacó de un -libro que le prestó un compañero... Mas ¿qué importa? El caso es que -Currín se sentía como lo pintaban los versos: enamorado, atrozmente -enamorado... No<span class="pagenum"><a name="page_290" id="page_290"></a>{290}</span> pensaba más que en Finita; se sacaba la raya -esmeradamente, se compró una corbata nueva, y suspiraba á solas.</p> - -<p>Al fin de la semana eran novios en regla. La doncella francesa cerraba -los ojos... ó no veía, creyendo buenamente que de sellos se hablaba -allí, y aprovechaba el ratito charlando también de lo que le parecía con -su compatriota el cocinero...</p> - -<p>Cierta tarde creyó el portero que soñaba, y se frotó los ojos. ¿No era -aquella la señorita Serafina, que pasaba sola, con un saquillo de piel -al brazo? ¿Y no era aquel que iba detrás el señorito Currín? ¿Y no se -subían los dos á un coche de punto, que salía echando diablos? ¡Jesús, -María y José! ¡Pero cómo están los tiempos y las costumbres! ¿Y á dónde -irán? ¿Aviso ó no aviso á los padres? ¿Qué hace en este apuro un hombre -de bien? ¿Me recibirán con cajas destempladas... ó caerá una propinaza -de las gordas?</p> - -<p class="dtts">...............................</p> - -<p>—Oye tú—decía Finita á Currín apenas el tren se puso en marcha—Avila, -¿cómo es? ¿Muy grande? ¿Bonita lo mismo que París?</p> - -<p>—No...—respondió Currín con cierto escepticismo amargo.—Debe de ser -un pueblo de pesca.</p> - -<p>—Pues entonces... no conviene quedarse allí. Hay que seguir á París. Yo -quiero ver París á todo trance; y también quiero ver las Pirámides de -Egipto.</p> - -<p>—Sí...—murmuró Currín, por cuya boca hablaban<span class="pagenum"><a name="page_291" id="page_291"></a>{291}</span> el buen sentido y la -realidad—pero... ¿y los monises?</p> - -<p>—¿Los monises?—contestó remedándole Finita—Eres más bobo que el que -asó la manteca. ¡Se pide prestado!</p> - -<p>—¿Y á quién?</p> - -<p>—¡A cualquiera!</p> - -<p>—¿Y si no nos lo quieren dar?</p> - -<p>—¿Y por qué, melón de arroba? Yo tengo reloj que empeñar. Tú también. -Empeño además el abrigo nuevo: me va asando de calor. No sirves para -nada... ¡Escribimos á papás que nos envíen... un.. un bono... no, una -letra! Papá las está mandando cada día á París y á todas partes.</p> - -<p>—Tu papá estará echando chispas... Nos mandará un demontre!... Como mi -mamá... ¡La hicimos, Finita!... No sé qué será de nosotros.</p> - -<p>—Pues se empeña el reloj, y en paz... ¡Ay! ¡Lo que nos divertiremos en -Avila! Me llevarás al café... y al teatro... y al paseo...</p> - -<p>Cuando oyeron cantar «¡Avila! ¡Veinticinco minutos!...» saltaron del -tren, pero al sentar el pie en el andén, se quedaron indecisos, -aturrullados. La gente salía, se atropellaba hacia la fonda, y los -enamorados no sabían qué hacer. «¿Por dónde se va á Avila?»—preguntó -Currín á un <i>faquino</i>, que viendo á dos niños sin equipaje, se encogió -de hombros y se alejó. Por instinto se encaminaron á una puerta, -entregaron sus billetes, y asediados por un solícito mozo de fonda, se -metieron en el coche, que los llevó á la del Inglés...<span class="pagenum"><a name="page_292" id="page_292"></a>{292}</span></p> - -<p>Acababa de recibir el señor gobernador de Avila telegrama de Madrid, -«interesando la captura,» de la apasionada pareja. Era urgentísimo el -aviso, y delataba la situación moral de una familia sumida en la -angustia y la desesperación,—mejor dicho, dos familias debían de ser -las desesperadas.—La captura se verificó en toda regla, no sin risa por -un lado y declamaciones sobre lo que «cunde la inmoralidad», por otro. -Los fugitivos fueron llevados á Madrid, y, acto continuo, Finita quedó -internada en las <i>Dames anglaises</i>, y Currín en un colegio de donde no -se le permitió salir en un año, ni aun los domingos. Con motivo del -trágico suceso, el papá de Finita y la mamá de Currín se relacionaron, y -conferenciaron largo y tendido, quedando acordes en que era preciso -«echar tierra», «desorientar la opinión...» «hacer la conspiración del -silencio». Con tal motivo, el papá de Finita reparó en lo bien -conservada que estaba la mamá de Currín, y ésta notó en el banquero -excelentes condiciones de hombre práctico en los negocios y de caballero -galán con las damas. Su amistad se consolidó, y hay quien cree que se -visitan á menudo. No se presume, sin embargo, que jamás se hayan -escapado juntos... ¿Para qué?<span class="pagenum"><a name="page_293" id="page_293"></a>{293}</span></p> - -<h2><a name="SI_SENOR" id="SI_SENOR"></a><img src="images/ill_pg_293.png" -width="450" -alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br /> -Sí, señor</h2> - -<p class="nind"><span class="lettre">L</span>O que voy á contar no lo he inventado. Si lo hubiese inventado alguien, -si no fuese la exacta verdad, digo que bien inventado estaría; pero -también me corresponde declarar que lo he oído referir... Lo cual -disminuye muchísimo el mérito de este relato, y obliga á suponer que mi -fantasía no es tan fecunda como se ha solido suponer, en momentos de -benevolencia.</p> - -<p>¿Eres tímido, oh tú que me lees? Porque la timidez es uno de los -martirios ridículos; nos pone en berlina, nos amarra á banco duro. La -timidez es un dogal á la garganta, una piedra al pescuezo, una camisa de -plomo sobre los hombros, una cadena á las muñecas, unos grillos á los -pies... Y el peor género de timidez no es el que procede de modestia, de -recelo por insuficiencia de facultades. Hay otro más terrible: la -timidez por exceso de emoción; la timidez<span class="pagenum"><a name="page_294" id="page_294"></a>{294}</span> del enamorado ante su amada, -del fanático ante su ídolo.</p> - -<p>De un enamorado se trata en este cuento, y tan enamorado, que no sé si -nunca Romeo el veronés, Marsilla el turolense, ó Macías el galaico, lo -estuvieron con mayor vehemencia. No envidiéis nunca á esta clase de -locos. A los que mucho amaron se les podrá perdonar; pero envidiarles, -sería no conocer la vida. Son más desventurados que el mendigo que pide -limosna; más que el sentenciado que en su cárcel cuenta las horas que le -quedan de vida horrible... Son desventurados porque tienen dislocada el -alma, y les duele á cada movimiento... Doble su desdicha si la acompaña -el suplicio de la timidez. Y la timidez, en bastantes casos, se cura con -la confianza; pero la hay crónica é invencible; la hay en maridos que -llevan veinte años de unión conyugal y no se han acostumbrado á tener -franqueza con sus mujeres; en mujeres que, viviendo con un hombre en la -mayor intimidad, no se acercan á él sin temor y temblor... Generalmente, -sin embargo, se presenta el fenómeno durante ese período en que el amor, -sin fueros y sin gallardías se estremece ante un gesto ó una palabra... -Y éste era el caso de Agustín Oriol, perdidamente esclavo de la -coquetuela y encantadora Condesa viuda de Dolfos.</p> - -<p>Dícese que una viuda es más fácil de galantear que una soltera; pero en -estas cuestiones tan peliagudas, yo digo que no hay reglas ni axiomas; -cada persona difiere ó por su carácter<span class="pagenum"><a name="page_295" id="page_295"></a>{295}</span> ó por el mismo exceso de su -apasionamiento. Agustín sentía, al acercarse á la Condesa, todos los -síntomas de la timidez enfermiza, y mientras á solas preparaba -declaraciones abrasadoras, discursos perfectamente hilados y tan -persuasivos que ablandarían las piedras, lo cierto es que en presencia -de su diosa no sabía despegar los labios; su garganta no formaba -sonidos, ni su pensamiento coordinaba ideas... Todos reconocerán que -este estado tiene poco de agradable, y que Agustín no era dichoso, ni -mucho menos.</p> - -<p>Vanamente apelaba á su razón para vencer aquella timidez estúpida... Su -razón le decía que él, Agustín Oriol de Lopardo, caballero por los -cuatro costados, joven, con hacienda, inteligencia y aptitudes para -abrirse camino, era un excelente candidato á la mano de cualquiera -mujer, por bonita y encopetada que se la suponga... ¿Por qué no había de -quererle la Condesa? ¿Por qué, vamos á ver, por qué? El debía acercarse -á ella ufano, arrogante, seguro de su victoria. Y todas las noches, al -retirarse á su casa, se lo proponía...., y al día siguiente procedía lo -mismo que el anterior. Se insultaba a sí mismo; se trataba de menguado, -de necio, pero no podía vencerse... No podía, y no podía.</p> - -<p>De modo que, al año próximamente de un enamoramiento tan intenso que le -ocasionaba trastornos cardíacos, violentos hasta el síncope, Agustín no -había cruzado aún palabra, lo que se dice palabra, con su idolatrada -viuda. Iba á todas partes donde podía encontrarse con ella,<span class="pagenum"><a name="page_296" id="page_296"></a>{296}</span> pasaba -muchas veces por debajo de sus balcones, se trasladaba á San Sebastián -el mismo día que ella y en el mismo tren..., y aun ignoraría el sonido -de su voz si no hubiese prestado ansioso oído á las conversaciones que -ella sostenía con otras personas...</p> - -<p>Por fin, un día—precisamente en San Sebastián—presentóse rodada la -ocasión de romper el hielo. Fue en la terraza del Casino, á la hora en -que una muchedumbre elegantemente ataviada respira el aire y escucha, ó, -por mejor decir, no escucha la música, sino las infinitas charlas, que -hacen otro rumor más contenido y más suave, como de colmena. Agustín -estaba muy próximo á su amada, y devoraba con los ojos el perfil fino, -asomando bajo el sombrero todo empenachado de plumas. Ella le observaba -de reojo; y viéndole tan cerca, de pronto sintió impulsos de dirigirla -la palabra. No era correcto, no era serio, no era propio de una -señora... Bueno. Por encima de las fórmulas sociales están las -circunstancias, y hay de estas irregularidades que todo el mundo comete, -cuando á ello le empuja un fuerte estímulo... La viudita no podía menos -de haber notado aquella adoración profunda, continua, que la rodeaba -como el cuerpo astral al cuerpo visible, y sentía una curiosidad -femenil, ardorosa, el afán de saber qué diría aquel adorador mudo, que -la bebía y la respiraba. Resuelta, con sonriente afabilidad, con un -alarde infantil que disimulaba lo aturdido del procedimiento, exclamó:<span class="pagenum"><a name="page_297" id="page_297"></a>{297}</span></p> - -<p>—¡Qué noche tan hermosa! ¿Verdad que es una delicia?</p> - -<p>Agustín sintió como si campanas doblasen en su cerebro, no sabía si á -muerte ó si á gloria; su sangre giró de súbito, sus oídos zumbaron..., y -con tartajosa lengua, con voz imposible de reconocer, con un acento -ronco y balbuciente, soltó esta frase:</p> - -<p>—Sí... señor! ¡Sí... señor!</p> - -<p>Fué como si otro hubiese hablado... Un individuo zumbón, dentro de -Agustín, se reía sardónico, se mofaba de la extravagante respuesta... -¡Acababa de llamar «señor» á la única mujer que para él existía en el -mundo! ¡No se le había ocurrido sino tal inepcia! Y ahora, con la lengua -seca y el corazón inundado de bochorno, tampoco se le ocurría más. ¡Qué -había de ocurrírsele! La terraza daba vueltas, el suelo huía bajo sus -pies... Exhaló un gemido ronco, se llevó las manos á la cabeza, y -levantándose, tambaleándose, huyó sin volver la vista atrás. Aquella -noche pensó varias veces en el suicidio.</p> - -<p>A la mañana siguiente, sintiéndose incapaz de presentarse de nuevo ante -la que ya debía despreciarle, salió para Francia en el primer tren. -Estuvo ausente muchos años; en ellos no volvió á saber de su adorada. Un -día leyó en un periódico que se había casado. Todavía la noticia le -causó grave pena. Después, lentamente, fue olvidando, nunca del todo.</p> - -<p>Habían corrido cerca de cuatro lustros; las canas rafagueaban el negro -cabello de Agustín,<span class="pagenum"><a name="page_298" id="page_298"></a>{298}</span> cuando en uno de sus viajes entró una señora, con -dos señoritas, en el mismo departamento. Agustín la reconoció..., y aun -su corazón, del cual padecía, le avisó de que era ella,—muy cambiada, -muy envejecida,—pero ella. ¿Fue reconocido Agustín? No se sabe. Lo -cierto es que se trabó conversación entre ambos viajeros, y que esta -vez, no habiendo el estorbo de un amor tan insensato, Agustín charló sin -recelo, y las horas corrieron sin sentir. La viajera habló de su -juventud, y murmuró confidencialmente:</p> - -<p>—De cuantos homenajes han podido tributarme, el que más agradecí, -porque era el más sincero, consistió en que un joven que me seguía como -mi sombra, me contestase, al dirigirle yo por primera vez la palabra: -«Sí, señor...» ¿Comprende usted? Era tal su aturdimiento, que no acertó -á decir otra cosa... Los requiebros más entusiastas no pueden halagar -tanto á una mujer como una turbación, que parece señal de pasión -verdadera...</p> - -<p>—¿De modo... que usted no se rió de aquel hombre?—preguntó Agustín.</p> - -<p>—Al contrario...—respondió la señora, con acento en que parecía -temblar una lágrima.<span class="pagenum"><a name="page_299" id="page_299"></a>{299}</span></p> - -<h2><a name="INDICE" id="INDICE"></a>INDICE</h2> - -<table border="0" cellpadding="1" cellspacing="0" summary=""> - -<tr><td> </td><td class="rt"><i>Págs.</i></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#PREFACIO">Prefacio</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_005">5</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#EL_AMOR_ASESINADO">El amor asesinado</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_013">13</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#EL_VIAJERO">El viajero</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_017">17</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#EL_CORAZON_PERDIDO">El corazón perdido</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_022">22</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#MI_SUICIDIO">Mi suicidio</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_026">26</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#LA_ULTIMA_ILUSION_DE_DON_JUAN">La última ilusión de Don Juan</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_032">32</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#DESQUITE">Desquite</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_038">38</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#EL_DOMINO_VERDE">El dominó verde</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_044">44</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#LA_AVENTURA_DEL_ANGEL">La aventura del Angel</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_052">52</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#EL_FANTASMA">El fantasma</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_059">59</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#LA_PERLA_ROSA">La perla rosa</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_065">65</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#UN_PARECIDO">Un parecido</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_072">72</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#MEMENTO">Memento</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_079">79</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#LA_CAJA_DE_ORO">La caja de oro</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_086">86</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#LA_SIRENA">La sirena</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_091">91</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#ASI_Y_TODO">Así y todo</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_098">98</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#LA_CABELLERA_DE_LAURA">La cabellera de Laura</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_105">105</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#DELINCUENTE_HONRADO">Delincuente honrado</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_112">112</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#PRIMER_AMOR">Primer amor</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_118">118</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#LA_INSPIRACION">La inspiración</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_129">129</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#CHAMPAGNE">Champagne</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_136">136</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#SOR_APARICION">Sor Aparición</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_142">142</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#JUSTICIA">¿Justicia?</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_150">150</a><span class="pagenum"><a name="page_300" id="page_300"></a>{300}</span></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#MAS_ALLA">Más allá</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_156">156</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#LA_CULPABLE">La culpable</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_161">161</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#LA_NOVIA_FIEL">La novia fiel</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_166">166</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#AFRA">Afra</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_172">172</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#CUENTO_SONADO">Cuento soñado</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_179">179</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#LOS_BUENOS_TIEMPOS">Los buenos tiempos</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_185">185</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#SARA_Y_AGAR">Sara y Agar</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_194">194</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#MALDICION_DE_GITANA">Maldición de gitana</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_201">201</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#LA_BICHA">La bicha</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_208">208</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#SANGRE_DEL_BRAZO">Sangre del brazo</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_215">215</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#CONSUELO">Consuelo</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_222">222</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#LA_NOVELA_DE_RAIMUNDO">La novela de Raimundo</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_226">226</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#EL_ENCAJE_ROTO">El encaje roto</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_233">233</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#MARTINA">Martina</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_240">240</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#APOLOGO">Apólogo</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_249">249</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#A_SECRETO_AGRAVIO">A secreto agravio</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_256">256</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#LA_RELIGION_DE_GONZALO">La religión de Gonzalo</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_263">263</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#EL_PANORAMA_DE_LA_PRINCESA">El panorama de la Princesa</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_263">263</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#REMORDIMIENTO">Remordimiento</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_276">276</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#TEMPRANO_Y_CON_SOL">Temprano y con sol</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_283">283</a></td></tr> -<tr><td valign="top"><a href="#SI_SENOR">Sí, señor</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_293">293</a></td></tr> -</table> - -<hr class="full" /> - - - - - - - -<pre> - - - - - -End of the Project Gutenberg EBook of Cuentos de amor, by Emilia Pardo Bazán - -*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK CUENTOS DE AMOR *** - -***** This file should be named 55514-h.htm or 55514-h.zip ***** -This and all associated files of various formats will be found in: - http://www.gutenberg.org/5/5/5/1/55514/ - -Produced by Chuck Greif and the Online Distributed -Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This book was -produced from scanned images of public domain material -from the Google Books project.) - - -Updated editions will replace the previous one--the old editions -will be renamed. - -Creating the works from public domain print editions means that no -one owns a United States copyright in these works, so the Foundation -(and you!) can copy and distribute it in the United States without -permission and without paying copyright royalties. Special rules, -set forth in the General Terms of Use part of this license, apply to -copying and distributing Project Gutenberg-tm electronic works to -protect the PROJECT GUTENBERG-tm concept and trademark. Project -Gutenberg is a registered trademark, and may not be used if you -charge for the eBooks, unless you receive specific permission. If you -do not charge anything for copies of this eBook, complying with the -rules is very easy. You may use this eBook for nearly any purpose -such as creation of derivative works, reports, performances and -research. They may be modified and printed and given away--you may do -practically ANYTHING with public domain eBooks. Redistribution is -subject to the trademark license, especially commercial -redistribution. - - - -*** START: FULL LICENSE *** - -THE FULL PROJECT GUTENBERG LICENSE -PLEASE READ THIS BEFORE YOU DISTRIBUTE OR USE THIS WORK - -To protect the Project Gutenberg-tm mission of promoting the free -distribution of electronic works, by using or distributing this work -(or any other work associated in any way with the phrase "Project -Gutenberg"), you agree to comply with all the terms of the Full Project -Gutenberg-tm License (available with this file or online at -http://gutenberg.org/license). - - -Section 1. General Terms of Use and Redistributing Project Gutenberg-tm -electronic works - -1.A. By reading or using any part of this Project Gutenberg-tm -electronic work, you indicate that you have read, understand, agree to -and accept all the terms of this license and intellectual property -(trademark/copyright) agreement. 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INDEMNITY - You agree to indemnify and hold the Foundation, the -trademark owner, any agent or employee of the Foundation, anyone -providing copies of Project Gutenberg-tm electronic works in accordance -with this agreement, and any volunteers associated with the production, -promotion and distribution of Project Gutenberg-tm electronic works, -harmless from all liability, costs and expenses, including legal fees, -that arise directly or indirectly from any of the following which you do -or cause to occur: (a) distribution of this or any Project Gutenberg-tm -work, (b) alteration, modification, or additions or deletions to any -Project Gutenberg-tm work, and (c) any Defect you cause. - - -Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg-tm - -Project Gutenberg-tm is synonymous with the free distribution of -electronic works in formats readable by the widest variety of computers -including obsolete, old, middle-aged and new computers. It exists -because of the efforts of hundreds of volunteers and donations from -people in all walks of life. - -Volunteers and financial support to provide volunteers with the -assistance they need, are critical to reaching Project Gutenberg-tm's -goals and ensuring that the Project Gutenberg-tm collection will -remain freely available for generations to come. In 2001, the Project -Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure -and permanent future for Project Gutenberg-tm and future generations. -To learn more about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation -and how your efforts and donations can help, see Sections 3 and 4 -and the Foundation web page at http://www.pglaf.org. - - -Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive -Foundation - -The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non profit -501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the -state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal -Revenue Service. The Foundation's EIN or federal tax identification -number is 64-6221541. Its 501(c)(3) letter is posted at -http://pglaf.org/fundraising. Contributions to the Project Gutenberg -Literary Archive Foundation are tax deductible to the full extent -permitted by U.S. federal laws and your state's laws. - -The Foundation's principal office is located at 4557 Melan Dr. S. -Fairbanks, AK, 99712., but its volunteers and employees are scattered -throughout numerous locations. Its business office is located at -809 North 1500 West, Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887, email -business@pglaf.org. 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