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-The Project Gutenberg EBook of Cuentos de amor, by Emilia Pardo Bazán
-
-This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with
-almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or
-re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included
-with this eBook or online at www.gutenberg.org/license
-
-
-Title: Cuentos de amor
-
-Author: Emilia Pardo Bazán
-
-Release Date: September 9, 2017 [EBook #55514]
-
-Language: Spanish
-
-Character set encoding: UTF-8
-
-*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK CUENTOS DE AMOR ***
-
-
-
-
-Produced by Chuck Greif and the Online Distributed
-Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This book was
-produced from scanned images of public domain material
-from the Google Books project.)
-
-
-
-
-
-
-
-
-
-
- OBRAS COMPLETAS
-
- DE
-
- EMILIA PARDO BAZAN
-
- CONDESA DE PARDO BAZÁN
-
- TOMO 16
-
-
-
-
- EMILIA PARDO BAZAN
-
- CONDESA DE PARDO BAZAN
-
- OBRAS COMPLETAS.--TOMO 16
-
-
- CUENTOS DE AMOR
-
- [Illustration: colofón]
-
- ADMINISTRACION
-
- _Calle de San Bernardo, 37, principal_
-
- MADRID
-
-
-
-
- Es propiedad.
-
- Queda hecho el depósito
- que marca la ley.
-
-
- R. Velasco, impresor, Marqués de Santa Ana, 11
-
-
-
-
-PREFACIO
-
-
-Tranquilízate, lector: no se trata de un prólogo grave pegado á un libro
-de entretenimiento, lastre de plomo de algo tan leve como el ala de la
-mariposa: sólo encontrarás aquí unas cuantas advertencias, por otra
-parte innecesarias si para mí no rigiesen distintas leyes que para los
-demás autores, y si en mí no se calificase de delito lo que en ellos es
-acción indiferente, cuando no gracia merecedora de aplauso.
-
-No ignorarás que he escrito á estas fechas gran número de cuentos, pero
-acaso te sorprenda si digo que pasan de cuatrocientos, y á todo correr
-se acercan á quinientos ya. No pocos, antes de ser recogidos en volumen,
-andan vertidos á varias lenguas en tierras muy lejanas, á pesar del
-descuido de una autora que no por indiferencia ni por desdén, sino por
-falta de tiempo, suele no contestar á las amables cartas de sus
-bondadosos traductores.
-
-De estos cuatrocientos y pico de cuentos hay tres ó cuatro de los
-cuales se murmuró; para decir más verdad, de quien se murmuró no fué de
-ellos, sino de mí, negándome la propiedad del asunto. Ninguno de los
-incluídos en el presente volumen ha sido discutido, que yo sepa, en
-concepto tal; pero me adelanto, lector, á advertirte que tres de los que
-aquí te ofrezco no son míos por el asunto, y cinco ó seis tampoco son
-patrimonio de mi inventiva, sino narraciones de casos auténticos y
-reales--lo que Fernán Caballero llamaba _sucedidos_.--Yo los vestí y
-arreglé á mi manera, unas veces por gusto y capricho, otras, sobre todo
-cuando se trata de sucesos recientes, por respetos á la vida privada
-ajena.
-
-Al ver la luz en _El Imparcial_ el cuento titulado _La sirena_, consigné
-en nota que su asunto estaba tomado de un lindo y breve apólogo de
-Leopoldo Trenor, _La gata blanca_. Después hubo quien me aseguró que el
-apólogo, á su vez, se funda en una poesía alemana. No he podido
-comprobar la aserción, y queda rectificada de antemano, si fuese
-inexacta y si el señor Trenor, en vez de hacer como yo hice, hubiese
-concebido la idea primera del apólogo.
-
-_La cabellera de Laura_ es libre glosa de un _ejemplo_ que refiere el
-franciscano Padre Juan Laguna en sus _Casos raros de vicios y virtudes
-para escarmiento de pecadores_.--_Mi suicidio_ y _Cuento soñado_, son
-pensamientos que me sugirió platicando el ilustre y venerable Campoamor;
-y aunque él, á fuer de opulento, no reclamaría nunca esas dos perlitas,
-me complazco en agradecerle el donativo y en pedirle excusas por el
-engarce.
-
-Y pues se trata de perlas, vamos á _La perla rosa_. Verdaderamente me
-asombra, lector entendido, que mis vigilantes aduaneros y agentes del
-resguardo no hayan gritado _¡matute!_ cuando inserté ese cuento en _El
-Liberal_. Me denuncio, ya que ellos se duermen. A los pocos meses de
-aparecer en _El Liberal La perla rosa_, ví en el mismo diario un _cuento
-ajeno_, firmado por _León de Tinseau_, y titulado _La perla negra_, que,
-además de la semejanza del título, ofrecía coincidencias de asunto. En
-ambos cuentos, la pérdida de una perla descubre la falta de una mujer.
-Leído el cuento de Tinseau, tuve esperanzas de que fuese posterior en
-fecha al mío, y escribí á Miguel Moya rogándole me dijese dónde lo había
-encontrado. Al saber que en un libro que lleva por epígrafe _Mon oncle
-Alcide_, lo encargué á Francia, y ví que estaba impreso hacía tres ó
-cuatro años. Por lo tanto, á la letra, yo soy quien ha aprovechado una
-idea de Tinseau. Los que no den crédito á mi afirmación de que ni
-sospechaba la existencia de _La perla negra_ cuando escribí _La perla
-rosa_, dueños son de afirmar á su vez que ésta es hija de aquélla. Sin
-falsa modestia, debo añadir que _La perla rosa_ tiene mejor oriente.
-
-Con igual sinceridad declaro que si el cuento de Tinseau resultase
-escrito después que el mío, no por eso creería yo á ojos cerrados que
-era imitación ó copia. Algún celebrado escritor español podría
-atestiguar que no padezco la obsesión de tomar las coincidencias
-fortuitas por atentados contra mi propiedad; algún francés podría dar fe
-de lo mismo. Ideas análogas se les ocurren á escritores contemporáneos
-sujetos á influencias similares, y no lo dudará nadie que conozca la
-historia literaria. No insisto, porque he prometido no cansarte, lector,
-al menos á sabiendas.
-
-Supongo que no necesita apología el hecho de que varios cuentos míos se
-funden en sucesos reales. Las corrientes vienen y van; hace veinte años,
-tal vez incurriría en censura de los doctores de la iglesia crítica, no
-por basar en la realidad ciertos cuentos, sino por inventar de pies á
-cabeza la inmensa mayoría de los que escribo. Ambos procedimientos, á mi
-entender, son igualmente lícitos, como lo es el refundir asuntos ya
-tratados, ó el buscarlos en la tradición y la sabiduría popular ó
-_folklore_. No hay género más amplio y libre que el cuento; no hay,
-entre los más insignes, cuentista algo fecundo que no explote todas las
-canteras y filones, empezando por el de su propia fantasía y siguiendo
-por los variadísimos que le ofrecen las literaturas antiguas y modernas,
-escritas y orales. De chascarrillos que corrían de boca en boca se hizo
-recientemente un libro, redactado por ilustres escritores, y en el
-Prólogo que lo encabeza, una pluma famosísima consignó el principio de
-que al cuentista le basta la propiedad de la forma de que sabe revestir
-el cuento más resobado, trillado y vulgar. El principio estaba ya
-sancionado por la práctica, y no era necesario el nuevo ejemplo para
-legitimar lo que de tiempo inmemorial venía practicándose.
-
-Por otra parte, quizás nunca como ahora ha sobreabundado la invención en
-los cuentistas. Antaño era usual apoderarse de una colección de apólogos
-ó fábulas orientales--persas ó chinas, árabes ó indianas--y, sin más
-ceremonias, traduciéndolas y adaptándolas en lenguaje castizo, se
-graduaba un escritor de cuentista y de moralista. El cuento literario
-original es relativamente novísimo en las literaturas occidentales:
-procede de la transformación de la poesía épico-lírica, y tiene
-precedentes, no sólo en los _fabliaux_ y en los ejemplos de los libros
-devotos (aun hoy mina inagotable para el cuentista) sino en ciertas
-composiciones poéticas con argumento; verbi-gracia, las _Cantigas_ de
-Alfonso el Sabio y las baladas alemanas. Noto particular analogía entre
-la concepción del cuento y la de la poesía lírica: una y otra son
-rápidas como un chispazo, y muy intensas--porque á ello obliga la
-brevedad, condición precisa del _cuento_.--Cuento original que no se
-concibe de súbito, no cuaja nunca. Días hay--dispensa, lector, estas
-confidencias íntimas y personales--en que no se me ocurre ni un mal
-asunto de cuento, y horas en que á docenas se presentan á mi imaginación
-asuntos posibles, y al par siento impaciencia de trasladarlos al papel.
-Paseando ó leyendo; en el teatro ó en ferrocarril; al chisporroteo de la
-llama en invierno y al blando rumor del mar en verano, saltan ideas de
-cuentos con sus líneas y colores, como las estrofas en la mente del
-poeta lírico, que suele concebir de una vez el pensamiento y su forma
-métrica. De las ideas que en tropel me acuden, no aprovecho la mitad;
-desecho infinitas, no sólo por creerlas desde el primer instante
-indignas de vivir, sino porque algunas me parecen atrevidas, peligrosas
-y capaces de horripilarte, ¡oh lector no siempre benévolo! Si esto pasa
-con las ideas de cosecha propia, en mayor proporción quizás acontece con
-las que me sugieren los libros viejos, y sobre todo, las que se fundan
-en datos de la vida real. Por fuerte y viva que supongamos la fantasía
-de un escritor, jamás llega al límite de la realidad posible. Cuanto
-pudiésemos fingir, queda muy por bajo de lo verdadero. Llamamos
-inverosímil á lo inusitado; pero no hay acaecimiento extraño,
-monstruoso, espeluznante y peregrino que no conozcamos por la realidad.
-Lo saben los de mi profesión: nunca se puede incorporar á la literatura
-toda la verdad observada, so pena de ser tildado de extravagante, de
-escritor descabellado y de bárbaro sin gusto ni delicadeza; y sin
-embargo, las mayores osadías y crudezas de la pluma, aunque sea de
-hierro y la mojemos en ácido sulfúrico, son blandenguerías para lo que
-escribe en caracteres de fuego la realidad tremenda.
-
-He observado el estremecimiento del público ante ciertos cuentos
-verdaderos. Ahí están, para ejemplo en el presente tomo, _Los buenos
-tiempos_ y _Sor Aparición_. De _Sor Aparición_ se espantó mucha gente.
-Releo el cuento despacio y no puedo explicarme tal horror, sino por la
-crueldad de lo real que palpita en él. La narración pienso que está
-hecha en términos bien honestos, con el mayor recato y decoro posible;
-además, he modificado la historia, y presentado á la infeliz enamorada
-del burlador Camargo cuando ejercita la más rigurosa y ejemplar
-penitencia. Tantos años de mortificación y de lágrimas la impuse, que
-deben bastar para sosiego del más asombradizo. La verdad estricta es que
-ignoro el paradero de la víctima de esa broma infame, dada por uno de
-nuestros mayores poetas románticos. No sé si entró en un convento, si se
-entregó á la disipación, ó si vegetó en la indiferencia; pero me ha
-parecido que, dentro de la concepción ideal del cuento, tenía que expiar
-su yerro para ennoblecer su desventura. Y cátate que, así y todo,
-bastante gente se persignó, como se persignó al leer _Los buenos
-tiempos_, historia trágica de la cual se conservan testimonios y
-recuerdos todavía. Acaso el público sea hoy mas nervioso é impresionable
-que en otras épocas; sólo así se comprende que de libros de devoción
-clásicos y venerables no se pueda extraer un cuento sin que se alborote
-el cotarro y se desquicie la bóveda celeste. De esto volveremos á
-hablar, oh lector, cuando publique mis _Cuentos sacro-profanos_.
-
- EMILIA PARDO BAZÁN.
-
-
-
-
-El amor asesinado
-
-
-Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de
-zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarla punto
-de reposo.
-
-Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que
-sujeta al alma á los lugares donde por primera vez se nos aparece el
-Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió á
-la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante
-se deslizó en el saquillo de mano, y por último, en los bolsillos de la
-viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita
-maliciosa y la decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo
-de ti. Vamos juntos».
-
-Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien
-resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por
-guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y
-claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana,
-un anochecer que se asomó agobiada de tedio á mirar el campo y á gozar
-la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en
-la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con
-agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente,--sólo consiguió Eva que
-el Amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del
-tejado ó por el agujero de la llave.
-
-Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios,
-creyéndose á salvo de atrevimientos y demasías: mas no contaba con lo
-ducho que es en tretas y picardigüelas el Amor. El muy maldito se
-disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca
-y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca,
-con una fiebre muy semejante á la que causa la atmósfera sobresaturada
-de oxígeno.
-
-Ya fuera de tino, desesperando de poder tener á raya al malvado Amor,
-Eva comenzó á pensar en la manera de librarse de él definitivamente, á
-toda costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el
-Amor y Eva, la lucha era á muerte, y no importaba el cómo se vencía,
-sino sólo obtener la victoria.
-
-Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque poseía
-instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de
-engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de
-suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor,
-y desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.
-
-Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de
-miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y
-dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y
-mimosas, en voz velada por la emoción, de notas más melodiosas que las
-del agua cuando se destrenza sobre guijas ó cae suspirando en morisca
-fuente.
-
-Y el Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado
-como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como
-varón vigoroso.
-
-Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle
-golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le
-vió calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó á
-extrangularle, apretándole la garganta con rabia y brío.
-
-Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves
-instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor
-aquél! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía
-una lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de
-su boca purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones
-mondados de sus dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus
-azules pupilas, entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa
-de los últimos instantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicas
-proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva
-notó ganas de llorar...
-
-No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada,
-libre... Y cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos
-enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía,
-del quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante.
-
-Al fin Eva soltó á su víctima y la contempló... El Amor ni respiraba ni
-se rebullía: estaba muerto,--tan muerto como mi abuela.
-
-Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un dolor
-terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que
-ascendía á su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente
-su pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía...
-
-El Amor, á quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su mismo
-corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.
-
-
-
-
-El viajero
-
-
-Fría, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la
-lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos ó
-tres veces que Marta se había atrevido á acercarse á su ventana por ver
-si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y
-la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que
-parecía echar abajo la casa.
-
-Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta
-distintamente que llamaban á su puerta, y percibió un acento plañidero y
-apremiante que la instaba á abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba
-á Marta desoirlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino
-honrado se atreve á echarse á la calle, sólo los malhechores y los
-perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de
-aventuras y presa. Marta debió haber reflexionado que el que posee un
-hogar, fuego en él, y á su lado una madre, una hermana, una esposa que
-le consuele, no sale en el mes de Enero y con una tormenta desatada, ni
-llama á puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas
-honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora
-mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve
-para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se
-había quedado zaguera según costumbre, y el impulso de la piedad, el
-primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, al
-través del postigo, preguntase compadecida: «¿Quién llama?» Voz de tenor
-dulce y vibrante respondió en tono persuasivo: «Un viajero.» Y la
-bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la
-tranca, descorrió el cerrojo y dió vuelta á la llave, movida por el
-encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce.
-
-Entró el viajero, saludando cortesmente; y quitándose con gentil
-desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y desembozándose la
-capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y tomó asiento
-cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Esta apenas se atrevía á
-mirarle, porque en aquel punto la consabida tardía reflexión empezaba á
-hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero que
-llama, es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse á levantar los
-ojos, vió de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle,
-descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de señor acostumbrado al
-mando y á ocupar alto puesto. Sintióse Marta encogida y llena de
-confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido y la decía cosas
-halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían más; y á fin de
-disimular su turbación, se dió prisa á servir la cena y ofrecer al
-viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese á dormir.
-
-Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el
-sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba
-para que se ausentase el huésped. Y sucedió que éste, cuando bajó, ya
-descansado y sonriente, á tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni
-tampoco á la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida
-y embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle que
-ella no era mesonera de oficio.
-
-Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más dueño
-ni más amo que aquel viajero á quien en una noche tempestuosa tuvo la
-imprevisión de acoger. El mandaba, y Marta obedecía sumisa, muda, veloz
-como el pensamiento.
-
-No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía
-en continua zozobra y pena. He calificado de amo al viajero, y tirano
-debí llamarle, pues sus caprichos despóticos y su inconstante humor
-traían á Marta medio loca. Al principio el viajero parecía obediente,
-afectuoso, zalamero, humilde; pero fué creciéndose y tomando fueros,
-hasta no haber quien le soportase. Lo peor de todo era que nunca podía
-Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa,
-cuando menos debía temerse ó esperarse, estaba frenético ó contentísimo,
-pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa á la
-rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos é insensatos,
-que á los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en
-placideces angelicales; ya se emperraba como un chico, ya se desesperaba
-como un hombre; ya hartaba á Marta de improperios, ya la prodigaba los
-nombres más dulces y las ternezas más rendidas.
-
-Sus extravagancias eran á veces tan insufribles, que Marta, con los
-nervios de punta, el alma de través y el corazón á dos dedos de la boca,
-maldecía el fatal momento en que dió acogida á su terrible huésped. Lo
-malo es que cuando justamente Marta, apurada la paciencia, iba á saltar
-y á sacudir el yugo, no parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón
-con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo
-olvidaba instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce
-de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones.
-
-¡Qué en olvido las tenía puestas,... cuando el huésped, á medias
-palabras y con precauciones y rodeos, anunció que _ya_ había llegado la
-ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas lentas
-que la arrancó la desesperación cayeron sobre las manos del viajero,
-que sonreía tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas consoladoras,
-promesas de escribir, de volver, de recordar. Y como Marta, en su
-amargura, balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor dulce
-y vibrante, alegó por vía de disculpa: «Bien te dije, niña, que soy un
-viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo.» Y
-habéis de saber que sólo al oir esta declaración franca, sólo al sentir
-que se desgarraban las fibras más íntimas de su ser, conoció la
-inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor, y que había
-abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe.
-
-Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender á lagrimitas está
-él!), sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de
-sí, el Amor se fué, embozado en su capa, ladeado el chambergo--cuyas
-plumas, secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente--en busca
-de nuevos horizontes, á llamar á otras puertas mejor trancadas y
-defendidas. Y Marta quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de sustos,
-de temores, de alarmas, y entregada á la compañía de la grave y
-excelente reflexión, que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde. No
-sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que
-las noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se
-estrella contra los vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón,
-que la duele á fuerza de latir apresurado, no cesa de prestar oído, por
-si llama á la puerta el huésped.
-
-
-
-
-El corazón perdido
-
-
-Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo
-un objeto rojo: me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí
-cuidadosamente. Debe de habérsele perdido á alguna mujer--pensé al
-observar la blandura y delicadeza de la tierna víscera que, al contacto
-de mis dedos, palpitaba como si estuviese todavía dentro del pecho de su
-dueña.--Lo envolví con esmero en un blanco paño, lo abrigué, lo escondí
-bajo mi ropa, y me dediqué á averiguar quien era la mujer que había
-perdido el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos
-maravillosos anteojos, que permitían ver, al través del corpiño, de la
-ropa interior, de la carne y de las costillas--como por esos relicarios
-que son el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de
-cristal--el lugar que ocupa el corazón.
-
-Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente á la
-primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro! la mujer no tenía corazón. Ella
-debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fué que,
-al decirla yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba á sus
-órdenes por si gustaba recogerlo, la mujer indignada juró y perjuró que
-no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo
-sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la
-terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda,
-seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad,
-el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta
-tenía corazón! Y cuando la ofrecí respetuosamente el que yo llevaba
-guardadito, menos aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un
-modo grave suponer que ó la faltaba el corazón, ó era tan descuidada que
-había podido perderlo así en la vía pública sin que lo advirtiese.
-
-Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas
-y pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y á todas las eché los
-anteojos y en todas noté que del corazón sólo tenían el sitio, pero que
-el órgano, ó no había existido nunca, ó se había perdido tiempos atrás.
-Y todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el corazón
-de que carecían, negábanse á aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya
-porque sin él se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban
-injuriadas por la oferta, ya porque no se atrevían á arrostrar el
-peligro de poseer un corazón.--Iba desesperando de restituir á un pecho
-de mujer el pobre corazón abandonado, cuando por casualidad, con ayuda
-de mis prodigiosos lentes, acerté á ver que pasaba por la calle una niña
-pálida, y en su pecho ¡por fin! distinguí un corazón, un verdadero
-corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé por qué--pues
-reconozco que era un absurdo brindar corazón á quien lo tenía tan vivo y
-tan despierto--se me ocurrió hacer la prueba de presentarla el que
-habían desechado todas; y he aquí que la niña, en vez de rechazarme como
-las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en mi fatiga, iba
-á dejar otra vez caído sobre los guijarros.
-
-Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida
-aún: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta
-la médula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la
-amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el amor, los celos, todo
-era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse á
-suprimir uno de sus dos corazones, ó los dos á un tiempo, diríase que se
-complacía en vivir doble vida espiritual queriendo, gozando y sufriendo
-por duplicado, sumando impresiones de esas que bastan para extinguir la
-vida. La criatura era como vela encendida por los dos cabos, que se
-consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su
-lecho de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un
-pajarillo, vinieron los médicos y aseguraron que, lo que la arrebataba
-de este mundo era la ruptura de un aneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!)
-supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se había muerto
-por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho á un corazón perdido
-en la calle.
-
-
-
-
-Mi suicidio
-
-
-A Campoamor.
-
-
-Muerta _ella_; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba
-que aun me parecía ver con sus doradas molduras de antipático brillo,
-¿qué me restaba en el mundo ya? En ella cifraba yo mi luz, mi regocijo,
-mi ilusión, mi delicia toda... y desaparecer así, de súbito, arrebatada
-en la flor de su juventud y de su seductora belleza, era tanto como
-decirme con melodiosa voz--la voz mágica, la voz que vibraba en mi
-interior produciendo acordes divinos: «Pues me amas, sígueme.»
-
-¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, á la altura
-de mi dolor, y el remedio para el eterno abandono á que me condenaba la
-adorada criatura huyendo á lejanas regiones. Seguirla, reunirme con
-ella, sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre... y estrecharla
-delirante, exclamando: «Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin tí? Mira
-como he sabido buscarte y encontrarte y evitar que de hoy más nos separe
-poder alguno de la tierra ni del cielo.»
-
- * * * * *
-
-Determinado á realizar mi propósito, quise verificarlo en aquel mismo
-aposento donde se deslizaron insensiblemente tantas horas de ventura,
-medidas por el suave ritmo de nuestros corazones... Al entrar olvidé la
-desgracia, y pareciome que _ella_, viva y sonriente, acudía como otras
-veces á mi encuentro, levantando la cortina para verme más pronto, y
-dejando irradiar en sus pupilas la bienvenida, y en sus mejillas el
-arrebol de la felicidad.--Allí estaba el amplio sofá donde nos
-sentábamos tan juntos como si fuese estrechísimo; allí la chimenea hacia
-cuya llama tendía los piececitos, y á la cual yo, envidioso, los
-disputaba abrigándolos con mis manos, donde cabían holgadamente; allí la
-butaca donde se aislaba, en los cortos instantes de enfado pueril que
-duplicaban el precio de las reconciliaciones; allí la gorgona de irisado
-vidrio de Salviati, con las últimas flores, ya secas y pálidas, que su
-mano había dispuesto artísticamente para festejar mi presencia... Y
-allí, por último, como maravillosa resurrección del pasado,
-inmortalizando su adorable forma, ella, ella misma... es decir, su
-retrato, su gran retrato de cuerpo entero, obra maestra de célebre
-artista, que la representaba sentada, vistiendo uno de mis trajes
-preferidos, la sencilla y cándida bata de blanca seda que la envolvía
-en una nube de espuma. Y era su actitud familiar, y eran sus ojos verdes
-y lumínicos que me fascinaban, y era su boca entreabierta, como para
-exclamar, entre halago y reprensión, el «¡qué tarde vienes!» de la
-impaciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos, que se ceñían á mi
-cuello como la ola al tronco del náufrago, y era, en suma, el fidelísimo
-trasunto de los rasgos y colores, al través de los cuales me había
-cautivado un alma; imagen encantadora que significaba para mí lo mejor
-de la existencia... Allí, ante todo cuanto me hablaba de ella y me
-recordaba nuestra unión; allí, al pie del querido retrato,
-arrodillándome en el sofá, debía yo apretar el gatillo de la pistola
-inglesa de dos cañones--que lleva en su seno el remedio de todos los
-males y el pasaje para arribar al puerto donde _ella_ me
-aguardaba...--Así no se borraría de mis ojos ni un segundo su efigie:
-los cerraría mirándola, y volvería á abrirlos, viéndola no ya en
-pintura, sino en espíritu...
-
-La tarde caía; y como deseaba contemplar á mi sabor el retrato al apoyar
-en la sien el cañón de la pistola, encendí la lámpara y todas las bujías
-de los candelabros. Uno de tres brazos había sobre el _secreter_ de palo
-de rosa con incrustaciones, y al acercar al pábilo el fósforo, se me
-ocurrió que allí dentro estarían mis cartas, mi retrato, los recuerdos
-de nuestra dilatada é íntima historia. Un vivaz deseo de releer aquellas
-páginas me impulsó á abrir el mueble.
-
-Es de advertir que yo no poseía cartas de ella: las que recibía
-devolvíalas una vez leídas, por precaución, por respeto, por
-caballerosidad. Pensé que acaso ella no había tenido valor para
-destruirlas, y que de los cajoncitos del secreter volvería á alzarse su
-voz insinuante y adorada, repitiendo las dulces frases que no habían
-tenido tiempo de grabarse en mi memoria. No vacilé--¿vacila el que va á
-morir?--en descerrajar con violencia el primoroso mueblecillo. Saltó en
-astillas la cubierta, y metí la mano febrilmente en los cajoncitos,
-revolviéndolos ansioso.
-
-Sólo en uno había cartas.--Los demás los llenaban cintas, joyas,
-dijecillos, abanicos y pañuelos perfumados.--El paquete, envuelto en un
-trozo de rica seda brochada, lo tomé muy despacio, lo palpé como se
-palpa la cabeza del ser querido antes de depositar en ella un beso, y
-acercándome á la luz, me dispuse á leer. Era letra de ella: eran sus
-queridas cartas. Y mi corazón agradecía á la muerta el delicado
-refinamiento de haberlas guardado allí, como testimonio de su pasión,
-como codicilo en que me legaba su ternura.
-
-Desaté, desdoblé, empecé á deletrear... Al pronto creía recordar las
-candentes frases, las apasionadas protestas y hasta las alusiones á
-detalles íntimos, de esos que sólo pueden conocer des personas en el
-mundo. Sin embargo, á la segunda carilla, un indefinible malestar, un
-terror vago, cruzaron por mi imaginación, como cruza la bala por el aire
-antes de herir. Rechacé la idea; la maldije; pero volvió, volvió... y
-volvió apoyada en los párrafos de la carilla tercera, donde ya
-hormigueaban rasgos y pormenores imposibles de referir á mi persona y á
-la historia de mi amor... A la cuarta carilla, ni sombra de duda pudo
-quedarme: la carta se había escrito á otro, y recordaba otros días,
-otras horas, otros sucesos, para mí desconocidos...
-
-Repasé el resto del paquete; recorrí las cartas una por una, pues
-todavía la esperanza terca me convidaba á asirme de un clavo ardiendo...
-Quizá las demás cartas eran las mías, y sólo aquella se había deslizado
-en el grupo como aislado memento de una historia vieja y relegada al
-olvido... Pero al examinar los papeles; al descifrar, frotándome los
-ojos, un párrafo aquí y otro acullá, hube de convencerme: ninguna de las
-epístolas que contenía el paquete había sido dirigida á mí... Las que yo
-recibí y restituí con religiosidad, probablemente se encontraban
-incorporadas á la ceniza de la chimenea; y las que, como un tesoro,
-_ella_ había conservado siempre, en el oculto rincón del secreter, en el
-aposento testigo de nuestra ventura... señalaban, tan exactamente como
-la brújula señala el norte, la dirección verdadera del corazón que yo
-juzgara orientado hacia el mío... ¡Más dolor, más infamia! De los
-terribles párrafos, de las páginas surcadas por rengloncitos de una
-letra que yo hubiese reconocido entre todas las del mundo saqué en
-limpio que _tal vez_... al _mismo tiempo_ ó _muy poco antes_... Y una
-voz irónica gritábame al oído: «Ahora sí... ahora sí que debes
-suicidarte, desdichado!»
-
-Lágrimas de rabia escaldaron mis pupilas; me coloqué, según había
-resuelto, frente al retrato; empuñé la pistola, alcé el cañón... y
-apuntando fríamente, sin prisa, sin que me temblase el pulso... con los
-dos tiros... reventé los dos verdes y lumínicos ojos, que me
-fascinaban.
-
-
-
-
-La última ilusión de don Juan
-
-
-Las gentes superficiales, que nunca se han tomado el trabajo de observar
-al microscopio la complicada mecánica del corazón, suponen buenamente
-que á don Juan, el precoz libertino, el burlador sempiterno, le bastan
-para su satisfacción los sentidos y á lo sumo la fantasía, y que no
-necesita ni gasta el inútil lujo del sentimiento, ni abre nunca el
-dorado ajimez donde se asoma el espíritu para mirar al cielo cuando el
-peso de la tierra le oprime. Y yo os digo en verdad que eses gentes
-superficiales se equivocan de medio á medio y son injustas con el pobre
-don Juan, á quien sólo hemos comprendido los poetas, los que tenemos el
-alma inundada de caridad y somos perspicaces... cabalmente porque,
-cándidos en apariencia, creemos en muchas cosas.
-
-A fin de poner la verdad en su punto, os contaré la historia de cómo
-alimentó y sostuvo don Juan su última ilusión... y cómo vino á
-perderla.
-
-Entre la numerosa parentela de don Juan--que dicho sea de paso, es
-hidalgo como el Rey--se cuentan unas primitas provincianas muy
-celebradas de hermosas. La más joven, Estrella, se distinguía de sus
-hermanas por la dulzura del carácter, la exaltación de la virtud y el
-fervor de la religiosidad, por lo cual en su casa la llamaban _la
-beatita_. Su rostro angelical no desmentía las cualidades del alma:
-parecíase á una Virgen de Murillo, de las que respiran honestidad y
-pureza (porque algunas, como la morena _de la servilleta_, llamada
-_Refitolera_, sólo respiran juventud y vigor). Siempre que el humor
-vagabundo de don Juan le impulsaba á darse una vuelta por la región
-donde vivían sus primas, iba á verlas, frecuentaba su trato, y pasaba
-con Estrella pláticas interminables. Si me preguntáis qué imán atraía al
-perdido hacia la santa, y más aún á la santa hacia el perdido, os diré
-que era quizás el mismo contraste de sus temperamentos... y después de
-esta explicación, nos quedaremos tan enterados como antes.
-
-Lo cierto es que mientras don Juan galanteaba por sistema á todas las
-mujeres, con Estrella hablaba en serio, sin permitirse la más mínima
-insinuación atrevida; y que mientras Estrella rehuía el trato de todos
-los hombres, veníase á la mano de don Juan como la mansa paloma,
-confiada, segura de no mancharse el plumaje blanco. Las conversaciones
-de los primos podía oirlas el mundo entero: después de horas de charla
-inofensiva, reposada y dulce, levantábanse tan dueños de sí mismos, tan
-tranquilos, tan venturosos, y Estrella volaba á la cocina ó á la
-despensa á preparar con esmero algún plato de los que sabía que
-agradaban á don Juan. Saboreaba éste, más que las golosinas, el mimo con
-que se las presentaban, y la frescura de su sangre y la anestesia de sus
-sentidos le hacían bien, como un refrigerante baño al que caminó largo
-tiempo por abrasados arenales.
-
-Cuando don Juan levantaba el vuelo, yéndose á las grandes ciudades en
-que la vida es fiebre y locura, Estrella le escribía difusas cartas, y
-él contestaba en pocos renglones,--pero siempre.--Al retirarse á su casa
-al amanecer, tambaleándose, aturdido por la bacanal ó vibrantes aún sus
-nervios de las violentas emociones de la profana cita; al encerrarse
-para mascar, entre risa irónica, la hiel de un desengaño--porque también
-don Juan los cosecha;--al prepararse al lance de honor templando la
-voluntad para arrostrar impávido la muerte; al reir, al blasfemar, al
-derrochar su mocedad y su salud cual pródigo insensato de los mejores
-bienes que nos ofrece el cielo, don Juan reservaba y apartaba, como se
-aparta el dinero para una ofrenda á Nuestra Señora, diez minutos que
-dedicar á Estrella. En su ambición de cariño, aquella casta consagración
-de un ser tan delicado y noble representaba el sorbo de agua que se bebe
-en medio del combate y restituye al combatiente fuerzas para seguir
-lidiando. Traiciones, falsías, perfidias y vilezas de otras mujeres
-podían llevarse en paciencia, mientras en un rincón del mundo alentase
-el leal afecto de Estrella la beatita. A cada carta ingenua y
-encantadora que recibía don Juan, soñaba el mismo sueño; se veía
-caminando difícilmente por entre tinieblas muy densas, muy frías, casi
-palpables, que rasgaban por intervalos la luz sulfurosa del relámpago y
-el culebreo del rayo; pero allá lejos, muy lejos, donde ya el cielo se
-esclarecía un poco, divisaba don Juan blanca figura velada, una mujer
-con los ojos bajos, sosteniendo en la diestra una lamparita encendida y
-protegiéndola con la izquierda. Aquella luz no se apagaba jamás.
-
-En efecto, corrían años; don Juan se precipitaba más, despeñado por la
-pendiente de su delirio, y las cartas continuaban con regularidad
-inalterable, impregnadas de igual ternura latente y serena. Eran tan
-gratas á don Juan estas cartas, que había determinado no volver á ver á
-su prima nunca, temeroso de encontrarla desmejorada y cambiada por el
-tiempo, y no tener luego ilusión bastante para sostener la
-correspondencia. A toda costa deseaba eternizar su ensueño, ver siempre
-á Estrella con rostro murillesco, de santita virgen de veinte años. Las
-epístolas de don Juan, á la verdad, expresaban vivo deseo de hacer á su
-prima una visita, de renovar la charla sabrosa; pero como nadie le
-impedía á don Juan realizar este propósito, hay que creer, pues no lo
-realizaba, que no debía de apretarle mucho.
-
-Eran pasados dos lustros, cuando un día recibió don Juan, en vez del
-ancho pliego acostumbrado, escrito por las cuatro carillas y cruzado
-después, una esquelita sin cruzar, grave y reservada en su estilo, y en
-que hasta la letra carecía del abandono que imprime la efusión del
-espíritu guiando la mano y haciéndola acariciar, por decirlo así, el
-papel. ¡Oh mujer, oh agua corriente, oh llama fugaz, oh soplo de aire!
-Estrella pedía á don Juan que ni se sorprendiese ni se enojase, y le
-confesaba que iba á casarse muy pronto... Se había presentado un novio á
-pedir de boca, un caballero excelente, rico, honrado, á quien el padre
-de Estrella debía atenciones sin cuento; y los consejos y exhortaciones
-de _todos_ habían decidido á la santita,--que esperaba, con la ayuda de
-Dios, ser dichosa en su nuevo estado y ganar el cielo.
-
-Quedó don Juan absorto breves instantes; luego arrugó el papel y lo
-lanzó con desprecio á la encendida chimenea. ¡Pensar que si alguien le
-hubiese dicho dos horas antes que podía casarse Estrella, al tal le
-hubiese tratado de bellaca calumniador! ¡Y se lo participaba ella misma,
-sin rubor, como el que cuenta la cosa más natural y lícita del mundo!
-
-Desde aquel día don Juan, el alegre libertino, ha perdido su última
-ilusión; su alma va peregrinando entre sombras, sin ver jamás el
-resplandorcito de la lámpara suave que una virgen protege con la mano; y
-el que aún tenía algo de hombre, es solo fiera, con dientes para morder
-y garras para destrozar sin misericordia. Su profesión de fe es una
-carcajada cínica, su amor un latigazo que quema y arranca la piel
-haciendo brotar la sangre...
-
-Me diréis que la santita tenía derecho á buscar felicidades reales y
-goces siempre más puros que los que libaba sin tregua su desenfrenado
-ídolo. Y acaso diréis muy bien, según el vulgar sentido común y la enana
-razoncilla práctica. ¡Que esa enteca razón os aproveche! En el sentir de
-los poetas, menos malo es ser galeote, del vicio que desertor del ideal.
-La santita pecó contra la poesía y contra los sueños divinos del amor
-irrealizable.--Don Juan, creyendo en su abnegación eterna, era, de los
-dos, el verdadero soñador.
-
-
-
-
-Desquite
-
-
-Trifón Liliosa nació raquítico y contrahecho, y tuvo la malaventura de
-no morirse en la niñez. Con los años creció más que su cuerpo su
-fealdad, y se desarrolló su imaginación combustible, su exaltado amor
-propio y su nervioso temperamento de artista y de ambicioso. A los
-quince, Trifón, huérfano de madre desde la cuna, no había escuchado una
-palabra cariñosa; en cambio había aguantado innumerables torniscones,
-sufrido continuas burlas y desprecios, y recibido el apodo de
-_Fenómeno_; á los diez y siete se escapaba de su casa, y, aprovechando
-lo poco que sabía de música, se contrataba en una murga, en una orquesta
-después. Sus rápidos adelantos le entreabrieron el paraíso: esperó
-llegar á ser un compositor genial, un Weber, un Listz. Adivinaba en toda
-su plenitud la magnificencia de la gloria, y ya se veía festejado,
-aplaudido, olvidada su deformidad, disimulada y cubierta por un haz de
-balsámicos laureles. La edad viril--¿pueden llamarse así los treinta
-años de un escuerzo?--disipó estas quimeras de la juventud. Trifón
-Liliosa hubo de convencerse de que era uno de los muchos llamados y no
-escogidos; de los que ven cercana la tierra de promisión, pero no llegan
-nunca á pisar sus floridos valles. La pérdida de ilusiones tales deja el
-alma muy negra, muy ulcerada, muy venenosa. Cuando Trifón se resignó á
-no pasar nunca de maestro de música á domicilio, tuvo un ataque de
-ictericia tan cruel, que la bilis le rebosaba hasta por los amarillentos
-ojos.
-
-Lecciones le salían á docenas, no sólo porque era en realidad un
-excelente profesor, sino porque tranquilizaba á los padres su ridícula
-facha y su corcova. ¿Qué señorita, ni la más impresionable, iba á correr
-peligro con aquel macaco, cuyo talle era un jarrón, cuyas manos
-desproporcionadas parecían, al vagar sobre las teclas, arañas pálidas á
-medio despachurrar? Y se lo espetó en su misma cara, sin reparo
-alguno--al llamarle para enseñar á su hija canto y piano,--la madre de
-la linda María Vega. Sólo á un sujeto «así como él», le permitiría
-acercarse á niña tan candorosa y tan sentimental. ¡Mientras mayor
-inocencia en las criaturas, más prudencia y precaución en las madres!
-
-Con todo, no era prudente, y menos aún delicada y caritativa la
-franqueza de la señora. Nadie debe ser la gota de agua que hace
-desbordar el vaso de amargura, y por muy convencido que esté de su
-miseria el miserable, recia cosa es arrojársela al rostro. Pensó sin
-duda la inconsiderada señora que Trifón, habiéndose mirado al espejo,
-sabría de sobra que era un monstruo; y ciertamente, Trifón se había
-mirado y conocía su triste catadura; y así y todo le hirió, como hiere
-el insulto cobarde, la frase que le excluía del número de los hombres; y
-aquella noche misma, revolviéndose en su frío lecho, mordiendo de rabia
-las sábanas, decidió entre sí: «Esta pagará por todas: ésta será mi
-desquite. ¡La necia de la madre, que sólo ha mirado mi cuerpo, no sabe
-que con el espíritu se puede seducir á las mujeres que tienen espíritu
-también!»
-
-Al día siguiente empezaron las lecciones de María, que era en efecto una
-niña celestial, fina y lánguida como una rosa blanca, de esas que para
-marchitarlas basta un soplo de aire. Acostumbrado Trifón á que sus
-discípulas sofocasen la carcajada cuando le veían por primera vez, notó
-que María, al contrario, le miraba con lástima infinita, y la piedad de
-la niña, en vez de conmoverle, ahincó su resolución implacable. Bien
-fácil le fué observar que la nueva discípula poseía un alma delicada,
-una exquisita sensibilidad, y la música producía en ella impresión
-profunda, humedeciéndose sus azules ojos en las páginas melancólicas,
-mientras las melodías apasionadas apresuraban su aliento. La soledad y
-retiro en que vivía hasta que se vistiese de largo y recogiese en
-abultado moño su hermosa mata de pelo de un rubio de miel, la hacían
-más propensa á exaltarse y á soñar. Por experiencia conocía Trifón esta
-manera de ser, y cuanto predispone á la credulidad y á las aspiraciones
-novelescas. Cautamente, á modo de criminal reflexivo que prepara el
-atentado, observaba los hábitos de María, las horas á que bajaba al
-jardín, los sitios donde prefería sentarse, los tiestos que cuidaba ella
-sola; y prolongando la lección sin extrañeza ni recelo de los padres,
-eligiendo la música mas perturbadora, cultivaba el ensueño enfermizo á
-que María iba á entregarse.
-
-Dos ó tres meses hacía que la niña estudiaba música, cuando una mañana,
-al pie de cierta maceta que regaba todos los días, encontró un billetito
-doblado. Sorprendida, abrió y leyó. Más que declaración amorosa, era un
-suave preludio de ella: no tenía firma, y el autor anunciaba que no
-quería ser conocido, ni pedía respuesta alguna: se contentaba con
-expresar sus sentimientos, muy apacibles y de una pureza ideal. María,
-pensativa, rompió el billete; pero al otro día, al regar la maceta, su
-corazón quería salirse del pecho y temblaba su mano, salpicando de
-menudas gotas de agua su traje. Corrida una semana, nuevo
-billete,--tierno, dulce, poético, devoto;--pasada otra más, dos pliegos
-rendidos, pero ya insinuantes y abrasadores. La niña no se apartaba del
-jardín, y á cada ruido del viento en las hojas pensaba ver aparecerse al
-desconocido, bizarro, galán, diciendo de perlas lo que de oro escribía.
-Mas el autor de los billetes no se mostraba, y los billetes
-continuaban, elocuentes, incendiarios, colocados allí por invisible
-mano, solicitando respuestas y esperanzas. Después de no pocas
-vacilaciones, y con harta vergüenza, acabó la niña por trazar unos
-renglones, que depositó en la maceta, besándola;--eran la ingenua
-confesión de su amor virginal.--Varió entonces el tono de las cartas: de
-respetuosas se hicieron arrogantes y triunfales; parecían un himno; pero
-el incógnito no quería presentarse; temía perder lo conquistado; ¿á qué
-ver la envoltura física de un alma? ¿qué le importaba á María el barro
-en que se agitaba un corazón? Y María, entregado ya completamente el
-albedrío á su enamorado misterioso, ansiaba contemplarle, comerle con
-los ojos, segura de que sería un dechado de perfecciones, el sér más
-bello de cuantos pisan la tierra. Ni cabía menos en quien de tan
-expresiva manera y con tal calor se explicaba, que María, sólo con
-releer los billetes, se sentía morir de turbación y gozo. Por fin,
-después de muchas y muy regaladas ternezas que se cruzaron entre el
-invisible y la reclusa, María recibió una epístola, que decía en
-substancia: «Quiero que vengas á mí»; y después de una noche de desvelo,
-zozobra, llanto y remordimiento, la niña ponía en la maceta la
-contestación terrible: «Iré cuando y como quieras.»
-
-¡Oh! ¡Qué temblor de alegría maldita asaltó á Trifón, el monstruo, el
-ridículo _Fenómeno_, al punto en que, dentro del carruaje sin faroles
-donde la esperaba, recibió á María con los brazos! La completa
-obscuridad de la noche--escogida, de boca de lobo--no permitía á la
-pobre enamorada ni entrever siquiera las facciones del seductor... Pero,
-balbuciente, desfallecida, con explosión de cariño sublime, entre
-aquellas tinieblas, María pronunció bajo, al oído del ser deforme y
-contrahecho, las palabras que éste no había escuchado nunca, las rotas
-frases divinas que arranca á la mujer de lo más secreto de su pecho la
-vencedora pasión... y una gota de humedad deliciosa, refrigerante como
-el manantial que surte bajo las palmeras y refresca la arena del Sahara,
-mojó la mejilla demacrada del corcovado... El efecto de aquellas
-palabras, de aquella sagrada lágrima infantil, fué que Trifón, sacando
-la cabeza por la ventanilla, dió en voz ronca una orden, y el coche
-retrocedió, y pocos minutos después María, atónita, volvía á entrar en
-su domicilio por la misma puerta del jardín que había favorecido la
-fuga.
-
-Gran sorpresa la de los padres de María cuando se enteraron de que
-Trifón no quería dar más lecciones en aquella casa; pero mayor la
-incredulidad de los contados amigos que Trifón posee, cuando le oyen
-decir alguna vez, torvo, suspirando y agachando la cabeza:
-
---También á mí me ha querido, ¡y mucho! ¡y desinteresadamente!, una
-mujer preciosa...
-
-
-
-
-El dominó verde
-
-
-Increíble me pareció que me dejase en paz aquella mujer, que ya no
-intentase verme, que no me escribiese carta sobre carta, que no apelase
-á todos los medios imaginables para acercarse á mí. Al romper la cadena
-de su agobiador cariño, respiré cual si me hubiese quitado de encima un
-odio jurado y mortal.
-
-Quien no haya estudiado las complicaciones de nuestro espíritu, tendrá
-por inverosímil que tanto deseemos desatar lazos que nadie nos obligó á
-atar, y hasta deplorará que mientras las fieras y los animales brutos
-agradecen á su modo el apego que se les demuestra, el hombre, más duro é
-insensible, se irrite porque le halagan, y aborrezca á veces á la mujer
-que le brinda amor. Mas no es culpa nuestra si de este barro nos
-amasaron, si el sentimiento que no compartimos nos molesta y acaso nos
-repugna, si las señales de la pasión que no halla eco en nosotros nos
-incitan á la mofa y al desprecio, y si nos gozamos en pisotear un
-corazón, por lo mismo que sabemos que ha de palpitar y verter sangre
-bajo nuestros crueles pies.
-
-Lo cierto es que yo, cuando ví que por fin guardaba silencio María,
-cuando transcurrió un mes sin recibir recados ni epístolas delirantes y
-húmedas de lágrimas, me sentí tan bien, tan alegre, que me lancé al
-mundo con el ímpetu de un colegial en vacaciones, con ese deseo é
-instinto de renovación íntima que parece que da nuevo y grato sabor á la
-existencia. Acudí á los paseos, frecuenté los teatros, admití convites,
-concurrí á saraos y tertulias, y hasta busqué diversiones de vuelo bajo,
-á manera de hambriento que no distingue de comidas. En suma, me desaté,
-movido por un instinto miserable, de humorística venganza, que se
-tradujo en el deseo de regalar á cualquier mujer, á la primera que
-tropezase casualmente, los momentos de fugaz embriaguez que negaba á
-María--á María triste y pálida, á María medio loca por mi abandono, á
-María enferma, desesperada, herida en lo más íntimo por mi implacable
-desdén.
-
-Es la casualidad tan antojadiza en esto de proporcionar aventuras, que
-si á veces presenta ocasiones en ramillete, otras no brinda una por un
-ojo de la cara. En muchos días de disipación y bureo, de rodar por
-distintas esferas sociales pidiendo guerra, no encontré nada que me
-tentase; y ya mi capricho se exaltaba, cuando el domingo de
-Carnestolendas, aburrido y por matar el tiempo, entré en el insípido
-baile de máscaras del Teatro Real.
-
-Transcurrida más de una hora, sentí que empezaba á hastiarme, y
-reflexionaba sobre la conveniencia de tomar la puerta y refugiarme entre
-sábanas cortando las hojas de un libro nuevo de favorito autor, á tiempo
-que cruzó entre el remolino del abigarrado tropel una máscara envuelta
-en amplio dominó de rica seda verde. Era la máscara de fino porte y
-trazas señoriles, cosa ya de suyo extraña en aquel baile, y noté que con
-singular insistencia clavaba en mí los ojos como si desease acercarse y
-no se atreviese, á pesar de las franquicias del antifaz. La chispa de
-las pupilas ardientes de la máscara determinó en mí un repentino
-interés, una especie de emoción de la cual me reí por dentro, pero que
-me impulsó á hendir la multitud y aproximarme á la encubierta. Al ir
-consiguiéndolo, me convencí más y más de que la del verde dominó era
-dama, y dama muy principal, y que sólo la curiosidad ó algún empeño más
-hondo, debía de haberla arrastrado á un baile de tan mal género. «Grande
-será el interés que la trajo aquí--pensé--y muy visible su posición en
-la sociedad, para que se venga así, sin la compañía de una amiga, sin el
-brazo protector de un hombre. A toda costa quiere que se ignore el
-lance; que nadie la pueda delatar.» Y al advertir que seguía mirándome,
-que sus ojos me buscaban enmedio del gentío, ocurrióseme que aquel
-interés decisivo podía ser yo.
-
-Con tal suposición dió un vuelco mi sangre, y jugando los codos y las
-rodillas lo mejor que supe, pugné por alcanzar á la gentil encapuchada.
-La multitud, desgraciadamente, se arremolinaba compacta y densa,
-formando viva muralla que me era imposible romper. De lejos veía asomar
-la cabeza del dominó y flotar los lazos complicados de la capucha, que
-disimulaba la forma, sin duda hechicera, de la testa juvenil; pero
-insensiblemente deslizábase hasta perderse, y el miedo de que se
-escabullese me espoleaba. Iba yo ganando terreno, mas la enmascarada me
-llevaba gran ventaja sin duda, y empecé á recelar que huía de mí, y que
-después de derramar en mi alma el veneno de sus fogosos ojos, ahora me
-evitaba, se escurría, se volvía duende para evaporarse como una
-visión... Este temor que sentí fué ardoroso incentivo del deseo de
-reunirme á la máscara. Con sobrehumano esfuerzo rompí la valla que me
-oprimía, y aprovechando un resquicio, me hallé poco distante del dominó
-verde. Sólo que este, á su vez, apretó el paso y desapareció por una de
-las puertas del salón.
-
-Una persecución en toda regla emprendí entonces: persecución franca,
-ardorosa, caza más bien. Anhelante, acongojado, como si realmente la
-mujer que trataba de evadirse fuese algo que me importase mucho, recorrí
-velozmente los pasadizos, las escaleras, las galerías, el _foyer_,
-buscando donde quiera á la incitante máscara. Sin duda ella había
-adivinado con sagacidad mi violento antojo, pues parecía complacerse en
-desesperarme, y si teniéndome lejos se dejaba envolver por algún grupo
-de hombres ó se paraba en actitud negligente, apenas comprendía que me
-acercaba, levantaba el vuelo con ligereza de sílfide y me desorientaba
-por medio de impensada maniobra. De improviso alegraba un palco el
-fresco color verde del dominó; yo me precipitaba, y cuando llegaba
-jadeante á la puerta del palco, la desconocida no estaba ya en él, sino
-en otro de más arriba, para subir al cual había que invertir cinco
-minutos, tiempo suficiente á que la máscara se enhebrase por un pasillo,
-saliendo enfrente de mí á buena distancia. Desalado, loco, con la
-imaginación caldeada y secas las fauces por el afán, me apresuraba,
-bajaba, subía, ponía en tensión todas las fuerzas de mi cuerpo y de mi
-espíritu sin dar alcance á la misteriosa hermosura que (ya era evidente)
-se complacía en burlarme.
-
-La astucia me sirvió mejor que la agilidad en este caso. Comprendiendo
-que tan aristocrático dominó no querría permanecer en el baile pasadas
-las primeras horas de la noche, y evitaría el momento de las cenas y de
-las cabezas calientes; seguro de que sólo había venido allí para
-marearme, y logrado este objeto desaparecería, adiviné que toda su
-estrategia era batirse en retirada hacia la puerta, y cortándole la
-salida la atrapaba de fijo. También supuse que saldría por el punto más
-solitario, por la puerta menos alumbrada, por la calle donde es más
-fácil saltar furtivamente dentro de un coche que espera y huir sin dejar
-rastro. Mis cálculos resultaron exactísimos. Me situé en acecho con tal
-fortuna, que al cuarto de hora de espera ví asomar á la encapuchada del
-verde dominó, la cual, mirando á uno y otro lado, como recelosa,
-exploraba el terreno. Me arrojé á cerrarla el paso, y á mis primeras
-palabras suplicantes y rendidas contestó con el chillón falsete habitual
-en las máscaras, rogándome, por Dios, que la dejase, que no me opusiese
-á su marcha y que no insistiese en acosarla así.
-
-La creí sincera, pero cuanto más demostraba ansia de evitarme, más
-crecía en mí la voluntad de detenerla, de que me escuchase, de que me
-mirase otra vez, de que me amase sobre todo. La vehemencia de aquel
-súbito antojo era tal, que si no fuese porque pasaba gente, creo que me
-dejo caer de rodillas á los pies del dominó. Hasta me sentí elocuente é
-inspirado, y noté que las frases acudían á mis labios incendiarias y
-dominadoras, con el acento y la expresión que presta un sentimiento
-real, aunque sólo dure minutos.
-
---Si querías huir de mí--dije á la máscara estrechándola de cerca--¿por
-qué me miraste con esos ojos que me inflamaron el corazón? ¿Por qué me
-clavaste la saeta, dí, si habías de negarte á curar mi herida? ¿No estás
-viendo cómo has removido, con esa mirada sola, todo mi ser? ¿No oyes mi
-voz alterada por la emoción, no observas el trastorno de mis sentidos,
-no me ves hecho un loco? ¿No conoces que tengo fiebre? ¿No sabes que yo
-te presentía, que adivinaba tu aparición, que vine á este baile en la
-seguridad de que tu presencia lo llenaría de luz y de encanto? ¿Y crees
-que voy á dejarte escapar así, que lo consentiré, que no te seguiré
-hasta el infierno? Si no podrás irte. En tu mirada se delató el amor, y
-sigue delatándose en tu actitud, en tu agitación, máscara mía.
-
-Era verdad. La máscara, como fascinada, se reclinaba en la pared. Su
-cuerpo se estremecía, su seno se alzaba y bajaba precipitadamente, y al
-través de los reducidos agujeros del antifaz, ví temblar sobre el negro
-terciopelo de sus pupilas dos ardientes lágrimas. Con voz que apenas se
-oía, y en la cual también se quebraban los sollozos, murmuró lentamente,
-cual si desease grabar sus palabras para siempre en mi memoria:
-
---Es cierto: sólo por acercarme á ti, por gozar de tu vista, he adoptado
-este disfraz, he cometido la locura de venir al baile. Y mira qué
-extraño caso: queriéndote así, lloro... á causa de que me dices palabras
-de amor. Por oirlas con la cara descubierta daría mi sangre. Pero tú,
-que acabas de jurar que me adoras, ahora que me ves envuelta en este
-trapo verde, tú... huirías de mí si me presentase sin careta. Me has
-perseguido, me has dado caza, sólo porque no veías mi rostro. Y ni soy
-vieja ni fea... ¡No es eso! ¡Mírame y comprenderás! ¡Mírame y después...
-ya no tendrás que volver á mirarme nunca!
-
-Y alzándose el antifaz, el dominó verde me enseñó la cara de mi
-abandonada, de mi rechazada, de mi desdeñada María... Aprovechando mi
-estupor, corrió, saltó al coche que la aguardaba, y al quererme
-precipitar detrás de ella, oí el estrépito de las ruedas sobre el
-empedrado.
-
-Desde tan triste episodio carnavalesco sé que lo único que nos trastorna
-es un trapo verde--la Esperanza, la máscara eterna, la encubierta que
-siempre huye, la que todo lo promete...--la que bajo su risueño disfraz
-oculta el descolorido rostro del viejo Desengaño.
-
-
-
-
-La aventura del ángel
-
-
-Por falta menos grave que la de Luzbel, que no alcanzó proporciones de
-_caída_, un ángel fué condenado á pena de destierro en el mundo. Tenía
-que cumplirla por espacio de un año, lo cual supone una inmensa suma de
-perdida felicidad: un año de beatitud es un infinito de goces y bienes,
-que no pueden vislumbrar ni remotamente nuestros sentidos groseros y
-nuestra mezquina imaginación. Sin embargo, el ángel, sumiso y pesaroso
-de su yerro, no chistó: bajó los ojos, abrió las alas, y con vuelo
-pausado y seguro descendió á nuestro planeta.
-
-Lo primero que sintió al poner en él los pies, fue dolorosa impresión de
-soledad y aislamiento. A nadie conocía, y nadie le conocía á él tampoco
-bajo la forma humana que se había visto precisado á adoptar. Y se le
-hacía pesado é intolerable, pues los ángeles ni son hoscos ni huraños,
-sino sociables en grado sumo, como que rara vez andan solos, y se
-juntan y acompañan y amigan para cantar himnos de gloria á Dios, para
-agruparse al pie de su trono, y hasta para recorrer las amenidades del
-Paraíso: además, están organizados en milicias y los une la estrecha
-solidaridad de los hermanos de armas.
-
-Aburrido de ver pasar caras desconocidas y gente indiferente, el ángel,
-la tarde del primer día de su castigo, salió de una gran ciudad, se
-sentó á la orilla del camino, sobre una piedra miliaria, y alzó los ojos
-hacia el firmamento que le ocultaba su patria, y que estaba á la sazón
-teñido de un verde luminoso, ligeramente franjeado de naranja á la parte
-del Poniente. El desterrado gimió, pensando cómo podría volver á la
-deleitosa morada de sus hermanos: pero sabía que una orden divina no se
-revoca fácilmente, y entre la melancolía del crepúsculo apoyó en las
-manos la cabeza, y lloró hermosas lágrimas de contrición, pues aparte
-del dolor del castigo, pesábale de haber ofendido á Dios por ser quien
-es, y por lo mucho que le amaba. Ya he cuidado de advertir, que, á pesar
-de su desliz, este ángel era un ángel bastante bueno.
-
-Apenas se calmó su aflicción, ocurrióle mirar hacia el suelo, y vió que
-donde habían caído las gotas de su llanto, nacían y crecían y abrían sus
-cálices con increíble celeridad muchas flores blancas, de las que llaman
-margaritas, pero que tenían los pétalos de finas perlas y el corazoncito
-de oro. El ángel se inclinó, recogió una por una las maravillosas
-flores, y las guardó cuidadosamente en un pliegue de su manto. Al
-bajarse para la recolección, distinguió en el suelo un objeto
-blanco,--un pedazo de papel, un trozo de periódico.--Lo tomó también y
-empezó á leerlo, porque el ángel de mi cuento no era ningún ignorante á
-quien le estorbase lo negro sobre lo blanco; y con gozo profundo, vió
-que ocupaban una columna del periódico ciertos desiguales renglones,
-bajo este epígrafe:
-
-
-Á UN ÁNGEL
-
-¡A un ángel! ¡Qué coincidencia!--Leyó afanosamente, y, por el contexto
-de la poesía, dedujo que el ángel vivía en la tierra y habitaba una casa
-en la ciudad, cuyas señas daba minuciosamente el poeta, describiendo la
-reja de la ventana tapizada de jazmín, la tapia del jardín de donde se
-desbordaban las enredaderas y los rosales, y hasta el recodo de la
-calle, con la torre de la iglesia á la vuelta. «Alguno de mis
-hermanos--pensó el desterrado--ha cometido, sin duda, otro delito igual
-al mío, y le han aplicado la misma pena que á mí. ¡Qué consuelo tan
-grande recibirá su alma cuando me vea! ¡Qué felicidad la suya, y también
-la mía, al encontrar un compañero! Y no puedo dudar que lo es. La poesía
-lo dice bien claro: que ha bajado del cielo, que está aquí, en el mundo,
-por casualidad, y teme el poeta que se vuelva el día menos pensado á su
-patria... ¡Oh ventura! A buscarle inmediatamente.»
-
-Dicho y hecho. El ángel se dirigió hacia la ciudad. No sabía en qué
-barrio podría vivir su hermano, pero estaba seguro de acertar pronto.
-Hasta suponía que de la casa habitada por el ángel se exhalaría un
-perfume peculiar que delatase su celestial presencia. Empezó, pues, a
-recorrer calles y callejuelas. La luna brillaba, y á su luz clarísima el
-ángel podía examinar las rejas y las tapias, y ver por cuál de ellas se
-enramaba el jazmín y se desbordaban las rosas.
-
-Al fin, en una calle muy solitaria, un aroma que traía la brisa hizo
-latir fuertemente el corazón del ángel; no olía á gloria, pero sí olía á
-jazmín; y el perfume era embriagador y sutil como un pensamiento
-amoroso. A la vez que percibía el perfume, divisó tras los hierros de
-una reja una cara muy bonita, muy bonita, rodeada de una aureola de pelo
-obscuro... No cabía duda; aquel era el otro ángel desterrado, el que
-debía aliviarle la pena de la soledad. Se acercó á la reja trémulo de
-emoción.
-
-No archivan las historias el traslado fiel de lo que platicaron al
-través de los hierros el ángel verdadero y el supuesto ángel, que
-escondía su faz entre el follaje menudo y las pálidas flores del
-fragante jazmín. Sin duda desde el primer momento, sin más
-explicaciones, se convino en que, efectivamente, era un ángel la
-criatura resguardada por la reja; habituada á oírselo llamar en verso,
-no extrañó que una vez más se le atribuyese en prosa naturaleza
-angélica.--Así es como los ripios falsean el juicio, y los poetas
-chirles hacen más daño que la langosta.
-
-Lo que también comprendió el ángel desterrado, fué que el otro ángel era
-doblemente desdichado que él, pues se quejaba de no poder salir de allí,
-de que le guardaban y vigilaban mucho, de que le tenían sujeto entre
-cuatro paredes, y de que su único desahogo era asomarse á aquella reja á
-respirar el aire nocturno y á echar un ratito de parrafeo. El desterrado
-prometió acudir fielmente todas las noches á dar este consuelo al
-recluso, y tan á gusto cumplió su promesa, que desde entonces lo único
-que le pareció largo fué el día, mientras no llegaba la grata hora del
-coloquio.
-
-Cada noche se prolongaba más, y por último, sólo cuando blanqueaba el
-alba y se apagaban las dulces estrellas, se retiraba de la reja el
-ángel, tan dichoso y anegado en bienestar sin límites, como si nadase
-todavía en la luz del Empíreo, y le asistiese la perfecta
-bienaventuranza. Sin embargo, el recluso iba mostrándose descontento y
-exigente. Sacando los dedos por la reja y cogiendo los de su amigo,
-preguntábale, con asomos de mal humor, cuándo pensaba libertarle de
-aquel cautiverio.
-
-El ángel, para entretenerle, fué regalándole las margaritas de corazón
-de oro y pétalos de perlas; hasta que, muy estrechado ya, hubo de decir
-que sin duda el encierro era disposición de Dios, y que no se debían
-contrariar sus decretos santos. Una carcajada burlona fué la respuesta
-del encerrado, y á la otra noche, al acudir á la reja, el ángel vió con
-sorpresa que por la puertecilla del jardín salía una figura velada y
-tapada, que un brazo se cogía de su brazo, y una voz dulce, apasionada y
-melodiosa le decía al oído: «Ya somos libres... Llévame contigo...
-escapemos pronto, no sea que me echen de menos.»
-
-El ángel, sobrecogido, no acertó á responder: apretó el paso y huyeron,
-no sólo de la calle, sino de la ciudad, refugiándose en el monte. La
-noche era deliciosa, del mes de Mayo: acogiéronse al pie de un árbol
-frondoso, él saboreando plácidamente, como ángel que era, la dicha de
-estar juntos; ella--porque ya habrán sospechado los lectores que se
-trataba de una mujer--nerviosa, sardónica, soltando lagrimitas y
-haciendo desplantes.
-
-No podía explicarse--ahora que ya no se interponía entre ellos la
-reja--cómo su compañero de escapatoria no se mostraba más vehemente,
-cómo no formaba planes de vida; cómo no hablaba de matrimonio y otros
-temas de indiscutible actualidad. Nada: allí se mantenía tan sereno, tan
-contento al parecer, extasiado, sonriendo, abrigándola con su manto de
-anchos pliegues, y mirando al cielo, lo mismo que si de la luna fuese á
-caerle en la boca algún bollo. La mujer, que empezó por extrañarse,
-acabó por indignarse y enfurecerse; alejóse algunos pasos, y como el
-ángel preguntase afectuosamente la causa del desvío, alzó la mano de
-súbito y descargó en la hermosa mejilla angélica solemne y estruendoso
-bofetón... después de lo cual rompió á correr como una loca en
-dirección de la ciudad. Y el abandonado, sin sentir el dolor ni la
-afrenta, murmuraba tristemente:
-
---¡El poeta mentía! ¡No era un ángel! ¡No era un ángel!
-
-Al decir esto vió abrirse las nubes y bajar una legión de ángeles, pero
-de ángeles reales y efectivos, que le rodearon gozosos. Estaba
-perdonado: había vencido la mayor tentación, que es la de la mujer, y
-Dios le alzaba el destierro. Mezclándose al coro luminoso, ascendió el
-ángel al cielo, entre resplandores de gloria; pero al ascender, volvía
-la cabeza atrás para mirar á la tierra á hurtadillas, y un suspiro
-hinchaba y oprimía su corazón. Allí se le quedaba un sueño... ¡Y olía
-tan bien el jazmín de la reja!
-
-
-
-
-El fantasma
-
-
-Cuando estudiaba carrera mayor en Madrid, todos los jueves comía en casa
-de mis parientes lejanos los señores de Cardona, que desde el primer día
-me acogieron y trataron con afecto sumo. Marido y mujer formaban
-marcadísimo contraste: él era robusto, sanguíneo, franco, alegre,
-partidario de las soluciones prácticas; ella pálida, nerviosa,
-romántica, perseguidora del ideal. El se llamada Ramón; ella llevaba el
-anticuado nombre de Leonor. Para mi imaginación juvenil, representaban
-aquellos dos seres la prosa y la poesía.
-
-Esmerábase Leonor en presentarme los platos que me agradaban, mis
-golosinas predilectas, y con sus propias manos me preparaba, en bruñida
-cafetera rusa, el café más fuerte y aromático que un aficionado puede
-apetecer. Sus dedos largos y finos me ofrecían la taza de porcelana
-_cáscara de huevo_, y mientras yo paladeaba la deliciosa infusión, los
-ojos de Leonor, del mismo tono obscuro y caliente á la vez que el café,
-se fijaban en mí de un modo magnético. Parecía que deseaban ponerse en
-estrecho contacto con mi alma.
-
-Los señores de Cardona eran ricos y estimados. Nada les faltaba de
-cuanto contribuye á proporcionar la suma de ventura posible en este
-mundo. Sin embargo, yo dí en cavilar que aquel matrimonio entre personas
-de tan distinta complexión moral y física, no podía ser dichoso.
-
-Aunque todos afirmaban que á Don Ramón Cardona le rebosaba la bondad y á
-su mujer el decoro, para mí existía en su hogar un misterio. ¿Me lo
-revelarían las pupilas color café?
-
-Poco á poco, jueves tras jueves, fui tomándome un interés egoísta en la
-solución del problema. No es fácil á los veinte años permanecer
-insensible ante ojos tan expresivos, y ya mi tranquilidad empezaba á
-turbarse y á flaquear mi voluntad. Después de la comida, el señor de
-Cardona salía; iba al casino ó á alguna tertulia, pues era sociable, y
-nos quedábamos Leonor y yo de sobremesa, tocando el piano, comentando
-lecturas, jugando al ajedrez ó conversando. A veces, las vecinas del
-segundo bajaban á pasar un ratito; otras estábamos solos hasta las once,
-hora en que acostumbraba á retirarme, antes de que cerrasen la puerta.
-Y, con fatuidad de muchacho, pensaba que era bien ridículo que no
-tuviese D. Ramón Cardona celos de mí.
-
-Una de las noches en que no bajaron las vecinas,--noche de Mayo, tibia y
-estrellada,--estando el balcón abierto y entrando el perfume de las
-acacias á embriagarme el corazón, me tentó el diablo más fuerte, y
-resolví declararme. Ya balbuceaba entrecortadas palabras, no
-precisamente de pasión, pero de adhesión, rendimiento y ternura, cuando
-Leonor me atajó diciéndome que estaba tan cierta de mi leal amistad, que
-deseaba confiarme algo muy grave, el terrible secreto de su vida.
-Suspendí mis confesiones para oir las de la dama, y me fué poco grato
-escuchar de sus labios, trémulos de vergüenza, la narración de un
-episodio amoroso. «Mi único remordimiento, mi único yerro--murmuró
-acongojada doña Leonor--se llama el marqués de Cazalla. Es, como todos
-saben, un perdido y un espadachín. Tiene en su poder mis cartas,
-escritas en momentos de delirio. Por recogerlas, no sé qué daría.» Y vi,
-á la luz de los brilladores astros, que se deslizaba de las pupilas
-obscuras una lágrima lenta...
-
-Al separarme de Leonor, llevaba formado propósito de ver al marqués de
-Cazalla al día siguiente. Mi petulancia juvenil me dictaba tal
-resolución. El Marqués, á quien hice pasar mi tarjeta, me recibió al
-punto en artístico _fumoir_, y á las primeras palabras relativas al
-asunto que motivaba mi visita, se encogió de hombros y pronunció
-afablemente:
-
---No me sorprende el paso que usted da, pero le ruego que me crea, y le
-empeño palabra de honor de que es la pura verdad cuanto voy á decirle.
-Considero el caso de la señora de Cardona el más raro que en mi vida me
-ha sucedido. No sólo no poseo ni he poseído jamás los documentos á que
-esa señora se refiere, sino que no he tenido nunca el gusto...--porque
-gusto sería--de tratarla... ¡Repito que lo afirmo bajo palabra de honor!
-
-Era tan inverosímil la respuesta, que no obstante el tono de sinceridad
-absoluta del Marqués, yo puse cara escéptica, quizás hasta insolente.
-
---Veo que no me cree usted--añadió el Marqués entonces.--No me doy por
-ofendido. Lo descontaba. Podrá usted dudar de mi palabra, pero ni usted
-ni nadie tiene derecho á suponer que soy hombre que rehuye, por medio de
-subterfugios, un lance personal. Si lo que busca usted es pendencia, me
-tiene á su disposición. Sólo le suplico que antes de resolver esta
-cuestión de un modo ó de otro, consulte... al señor de Cardona. He dicho
-_al señor_. No me mire usted con esos ojos espantados... Oigame hasta
-que termine. Doña Leonor Cardona, que según opinión general es una
-señora honradísima, ha debido de padecer una pesadilla y soñar que
-teníamos relaciones, que nos veíamos, que me había escrito, etc. Bajo el
-influjo de ilusorios remordimientos, le ha contado á su marido _todo_...
-es decir, _nada_... pero _todo_ para ella; y el marido ha venido aquí,
-como usted, sólo que más enojado, naturalmente, á pedirme cuentas, á
-querer beber mi sangre. Si yo no la tuviese bastante fría, á estas horas
-pesa sobre mi conciencia el asesinato de Cardona..., ó él me habría
-matado á mí (no digo que no pudiese suceder). Por fortuna no me aturdí,
-y preguntando á Cardona las épocas en que su esposa afirmaba que habían
-tenido lugar nuestras entrevistas criminales, pude demostrarle de un
-modo fehaciente que á la sazón me encontraba yo en París, en Sevilla ó
-en Londres. Con igual facilidad le probé la inexactitud de otros datos
-aducidos por doña Leonor. Así es que el señor Cardona, muy confuso y
-asombrado, tuvo que retirarse pidiéndome excusas. Si usted me pregunta
-cómo me explico suceso tan extraordinario, le diré que creo que esa
-señora, á quien después he procurado conocer (por la memoria de mi madre
-le juro á usted que antes, ni de vista...!), sufre alguna enfermedad
-moral..., y ha tenido una visión...; vamos, que se le ha aparecido un
-espectro de amor..., y ese espectro ¡vaya usted á saber por qué! ha
-tomado mi forma. Y no hay más... No se admire usted tanto. Dentro de
-diez años, si trata usted algunas mujeres, se habituará á no admirarse
-casi de nada.
-
-Salí de casa del marqués en un estado de ánimo indefinible. No había
-medio de desmentirle, y al mismo tiempo la incredulidad persistía.
-Impresionado, no obstante, por las firmes y categóricas declaraciones
-del _dandy_, me dediqué desde aquel punto, no á cortejar á Leonor, sino
-á observar á Cardona. Procuré hablarle mucho, hacerle hablar, y fuí
-sacando, hilo por hilo, conversaciones referentes á la fidelidad
-conyugal, á los lances que pueden originar un error, á las alucinaciones
-que á veces sufrimos, á los estragos que causa la fantasía... Por fin,
-un día, como al descuido, dejé deslizar en el diálogo el nombre del
-marqués de Cazalla y una alusión á sus conquistas... Y entonces Cardona,
-mirándome cara á cara, con gesto entre burlón y grave, preguntó:
-
---¿Qué? ¿Ya te han enviado allá á ti también? ¡Pobrecilla Leonor, está
-visto que no tiene cura!
-
-No necesité más para confesar de plano mis gestiones, y Cardona,
-sonriendo, aunque algo alterada su sonora voz, me dijo:
-
---Has de saber que cuando fuí á casa del marqués de Cazalla, ya llevaba
-yo ciertos barruntos y sospechas de la alucinación de Leonor, de la cual
-me convencí plenamente después. Si bien no parezco celoso, y hasta se
-diría que me pierdo por confiado, he vigilado á Leonor siempre, porque
-la quiero mucho, y en ninguna época hubiese podido ella cometer, sin que
-yo me enterase, los delitos de que se acusaba. Comprendí que se trataba
-de una fantasmagoría, de un sueño, y me resigné á la hipótesis de una
-falta imaginaria... ¡Quién sabe si ese fantasma de pasión y
-arrepentimiento la sirve de escudo contra la realidad! Lo que te aseguro
-es que Leonor, viviendo yo, nunca saldrá de la región de los
-fantasmas... ¡Y no volvamos á hablar de esto en la vida!
-
-Aproveché el aviso, y de allí en adelante evité quedarme á solas con
-Leonor, y hasta fijar la mirada en sus obscuros ojos, nublados por la
-quimera.
-
-
-
-
-La perla rosa
-
-
-Sólo el hombre que de día se encierra y vela muchas horas de la noche
-para ganar con qué satisfacer los caprichos de una mujer querida (díjome
-en quebrantada voz mi infeliz amigo) comprenderá el placer de juntar á
-escondidas una regular suma, y así que la redondea, salir á invertirla
-en el más quimérico, en el más extravagante é inútil de los antojos de
-esa mujer. Lo que ella contempló á distancia como irrealizable sueño, lo
-que apenas hirió su imaginación con la punzada de un deseo loco, es lo
-que mi iniciativa, mi laboriosidad y mi cariño van á darla dentro de un
-instante... y ya creo ver la admiración en sus ojos, y ya me parece que
-siento sus brazos ceñidos á mi cuello, para estrecharme con delirio de
-gratitud.
-
-Mi único temor, al echarme á la calle con la cartera bien lastrada y el
-alma inundada de júbilo, era que el joyero hubiese despachado ya las
-dos encantadoras perlas color de rosa que tanto entusiasmaron á Lucila
-la tarde que se detuvo, colgada de mi brazo, á golosinear con los ojos
-el escaparate. Es tan difícil reunir dos perlas de ese raro y peregrino
-matiz, de ese hermoso oriente, de esa perfecta forma globulosa, de esa
-igualdad absoluta, que juzgué imposible que alguna señora antojadiza
-como mi mujer, y más rica, no las encerrase ya en su guardajoyas. Y me
-dolería tanto que así hubiese sucedido, que hasta me latió el corazón
-cuando vi sobre el limpio cristal, entre un collar magnífico y una
-cascada de brazaletes de oro, el fino estuche de terciopelo blanco donde
-lucían misteriosamente las dos perlas rosa orladas de brillantes.
-
-Aunque iba preparado á que me hiciesen pagar el capricho, me desconcertó
-el alto precio en que el joyero tasaba las perlas. Todas mis economías,
-y un pico, iban á invertirse en aquel par de botoncitos, no más gruesos
-que un garbanzo chiquitín. Me asaltó la duda--¡soy tan poco experto en
-compras de lujo!--de si el joyero pretendería explotar mi ignorancia
-pidiéndome, sólo por pedir, un disparate, creyendo tal vez que mi pelaje
-no era el de un hombre capaz de adquirir dos perlas rosa. A tiempo que
-pensaba así, observé, al través del alto y diáfano vidrio de la tienda,
-que pasaba por la acera mi antiguo condiscípulo y mejor amigo Gonzaga
-Llorente. Ver su apuesta figura y salir á llamarle fué todo uno. ¿Quién
-mejor para ilustrarme y aconsejarme que el elegante Gonzaga, tan al
-corriente de la moda, tan lanzado al mundo, tan bien relacionado, que
-cada visita que hacía á nuestra modesta y burguesa casa--y hacía
-bastantes desde algún tiempo acá--yo la estimaba como especialísima
-prueba de afecto?
-
-Manifestando cordial sorpresa, Gonzaga se volvió y entró conmigo en la
-joyería, enterándose del asunto. Inmediatamente se declaró admirador de
-las perlas rosa, y añadió que sabía que andaban bebiendo los vientos por
-adquirirlas ciertas empingorotadas señoras, entre las cuales citó á dos
-ó tres de altisonantes títulos. En un discreto aparte me aseguró que el
-precio que exigía el joyero no tenía nada de excesivo, en atención á la
-singularidad de las perlas. Y como yo recelase aún, molestado por el
-piquillo que en aquel momento no me era posible abonar, Gonzaga, con su
-simpática franqueza, abrió la cartera y me entregó varios billetes,
-bromeando y jurando que si yo no admitiese tan pequeño servicio, en
-todos los días de su vida volvería á mirarme á la cara. ¡Qué miserables
-somos! No debí aceptar el préstamo; no debí llevar á mi casa sino lo que
-pudiese pagar al contado... pero la pasión me dominaba, y hubiese besado
-de rodillas la mano que me ofrecía medio de satisfacerla. Convinimos en
-que Gonzaga almorzaría con nosotros al día siguiente, en celebración del
-estreno de las perlas rosa, y con el estuche en el bolsillo me dirigí á
-mi casa disparado; quisiera tener alas.
-
-Lucila trasteaba cuando yo entré, y al verme plantado delante de ella,
-diciéndola con cara de beatitud «Regístrame», comprendió y murmuró
-«Regalo tenemos». Viva y traviesa (¡su manera de ser!) revolvió mis
-bolsillos haciéndome cosquillas deliciosas, hasta acertar con el
-estuche. El grito que exhaló al ver las perlas, es de eso que no se
-olvida jamás. En la efusión de su agradecimiento, me sobó la cara y
-hasta me besó... ¡Puede que en aquel instante me quisiese un poco! No
-acertaba á creer que joya tan codiciada y espléndida fuese suya; no
-podía convencerse de que iba á ostentarla. Y yo mismo, desabrochando los
-sencillos aretes de oro que Lucila llevaba puestos, enganché las perlas
-rosa en las orejitas pequeñas, encendidas de placer. Me hace mucho daño
-acordarme estas tonterías, pero me acuerdo siempre.
-
-Al otro día, que era domingo, almorzó en casa Gonzaga y estuvimos todos
-bulliciosos y decidores. Lucila se había puesto el vestido de seda gris,
-que la sentaba muy bien, y una rosa en el pecho,--una rosa del mismo
-color de las perlas.--Gonzaga nos convidó al teatro y nos llevó á Apolo,
-á una función alegre, en que sin tregua nos reimos. Al otro día volví
-con afán á mis quehaceres, pues deseaba saldar cuanto antes el pico,
-resto de las perlas. Regresé á mi casa á la hora de costumbre, y al
-sentarme á la mesa, mi primera mirada fué para las orejas de Lucila. Dí
-un salto y lancé una interjección al ver que faltaba del diminuto cerco
-de brillantes una de las perlas rosa.
-
---¡Has perdido una perla!--exclamé.
-
---¿Cómo una perla?--tartamudeó mi mujer echando mano á sus orejas y
-palpando los aretes.--Al ver que era cierto, quedóse tan aterrada, que
-me alarmé, no ya por la perla, sino por el susto de Lucila.
-
---Calma--la dije.--Busquemos, que parecerá.
-
-Excuso decir que empezamos á mirar y registrar por todas partes,
-recorriendo la alfombra, sacudiendo las cortinas, alzando los muebles,
-escudriñando hasta cajones que Lucila afirmaba no haber abierto desde un
-mes antes. A cada pesquisa inútil, los ojos de Lucila se arrasaban de
-lágrimas. Mientras revolvíamos, se me ocurrió preguntarla:
-
---¿Has salido esta tarde?
-
---Sí... creo que sí...--respondió titubeando.
-
---¿A dónde?
-
---A varios sitios... es decir... Fuí... por ahí... á compras...
-
---Pero... ¿á qué tiendas?
-
---¡Qué sé yo! A la calle de Postas... á la plazuela del Angel... á la
-Carrera...
-
---¿A pie ó en coche?
-
---A pie... Luego tomé un cochecillo.
-
---¿No recuerdas el punto... el número?
-
---¿Cómo quieres que lo recuerde? ¡Válgame Dios! Si era un coche que
-pasaba--objetó nerviosamente Lucila, que rompió á sollozar con amargura.
-
---Pero las tiendas sí las recordarás... Dímelas, que iré una por una, á
-ver si en el suelo ó en el mostrador... Pondremos anuncios...
-
---¡Si no me acuerdo! ¡Por Dios, déjame en paz!--exclamó tan afligida,
-que no me atreví á insistir, y preferí aguardar á que se calmase.
-
-Pasamos una noche de inquietud y desvelo; oí á Lucila suspirar y dar
-vueltas en la cama, como si no consiguiese dormir. Yo, entretanto,
-discurría modos de recuperar la perla rosa. Levantéme temprano, me
-vestí, y á las ocho llamaba á la puerta de Gonzaga Llorente. Había oído
-decir que la policía, en casos especiales, averigua fácilmente el
-paradero de los objetos perdidos ó robados, y esperaba que Gonzaga, con
-su influencia y sus altas relaciones, me ayudaría á emplear este supremo
-recurso.
-
---El señorito está durmiendo, pero pase usted al gabinete, que dentro de
-diez minutos le entraré el chocolate y preguntaré si puede usted
-verle--dijo el criado, al notar mi insistencia y mi premura.
-
-Me avine á esperar. El criado abrió las maderas del gabinete, en cuyo
-ambiente flotaban esencias y olor de cigarro. ¡Cuando pienso en lo
-distinta que sería mi suerte si aquel criado me hace pasar
-inmediatamente á la alcoba...!
-
-Lo cierto es... que al primer alegre rayo de sol que cruzó las
-vidrieras, y antes de que el criado me dijese «tome usted asiento», yo
-había visto brillar sobre el ribete de paño azul de la piel de oso
-blanco, tendida al pie del muelle diván turco, ¡la perla, la perla rosa!
-
-Si esto que me sucedió le sucede á usted, y usted me pregunta qué debe
-hacerse en tales circunstancias, yo respondo de seguro con gran energía:
-«Coger una espada de la panoplia que supera el diván, y atravesársela
-por el pecho al que duerme ahí al lado, para que nunca más despierte.»
-
-¿Sabe usted lo que hice? Me bajé; recogí la perla; la guardé en el
-bolsillo; salí de aquella casa; subí á la mía; encontré á mi mujer
-levantada y muy desencajada; la miré, y no la ahogué; con voz tranquila
-la ordené que se pusiese los pendientes; saqué la perla del bolsillo...
-y cogiéndola entre dos dedos, la dije: «Aquí está lo que perdiste. ¿Qué
-tal, lo encontré pronto?»
-
-Es cierto que al acabar me dió no sé qué arrechucho ó qué vértigo de
-locura; eché mano á aquellas orejas diminutas, arranqué de ellas los
-pendientes, y todo lo pisoteé. Por fortuna, pude dominarme en el acto...
-y bajar la escalera y refugiarme en el café más próximo, donde pedí
-_cognac_...
-
-¿Que si he vuelto á ver á Lucila?... Una vez... Iba del brazo de _otro_,
-que ya no era Gonzaga. Por cierto que me fijé en que el lóbulo de la
-oreja izquierda lo tiene partido. Sin duda se lo rasgué yo...
-involuntariamente.
-
-
-
-
-Un parecido
-
-
-No hay discusión más baldía que la de la hermosura. Mil veces la
-entablamos, en aquella especie de senadillo de gentes al par
-desengañadas y curiosas, donde se agitaban tantos problemas á un tiempo
-atractivos é insolubles; y siempre,--aunque no escaseaban las
-disertaciones,--quedábamos en mayor confusión. Uno sostenía que la
-belleza era la corrección de líneas; otro, que la armonía del color;
-éste, que la fusión de ambos elementos; aquél, que la juventud; el de
-más allá, que la salud y robustez, ó el donaire, chiste y garabato, ó el
-arte del tocador, ó la melodía de la voz, y hasta hubo alguno que
-identificó la belleza con la bondad y con la inteligencia... Y el
-original de Donato Abreu, que solía escuchar callando, al fin se
-descolgó con la sentencia siguiente:--La belleza no es nada.
-
-Acostumbrados á sus salidas, callamos para ver cómo se desenredaba, y
-fué así:
-
---No es nada, nada absolutamente. Si nos ataca á los presentes una
-oftalmía, se acabaron líneas, colores, aire de salud, juventud,
-adorno... Todo eso estaba en nuestra retina... y en ninguna parte más.
-
---¡Vaya una gracia!--exclamamos.--Si empieza usted por dejarnos
-ciegos...
-
---Es que lo están ustedes ya cuando tienen por realidad lo que no existe
-fuera de nosotros. ¡Déjenme continuar! Yo aduciré ejemplos. Ante todo,
-¿supongo que se trata de la belleza femenil?
-
---¡Ah, pícaro!--protestó el escultor.--¡Se refugia usted ahí... porque
-es donde menos refutación tienen sus herejías! A los escultores no vale
-cegarnos: acuérdese usted de aquel que privado de la vista admiraba con
-las yemas de los dedos el torso de una estatua griega...
-
---¡Bah! Tampoco ustedes reconocen ley fija, tipo inalterable... La
-_Venus dormida en su concha_, que presentó usted hace dos años y se
-llevó la medalla, no se asemeja á la Venus clásica, y no por eso deja de
-ser hermosa... es decir, de parecerlo... Pero no nos salgamos del
-terreno general, porque el arte es patrimonio de pocos. ¿Hablábamos de
-mujeres, sí ó no?
-
---¿De mujeres? ¡Siempre!--afirmó el vizconde de Tresmes, el cual, según
-malas lenguas, tenía un pasado asaz borrascoso.--¿Qué otra cosa merece
-la pena de discutirse en este mundo?
-
---Entonces, pleito ganado--insistió Donato recalcándose en la
-butaca.--¿Sostienen ustedes que la hermosura de determinada mujer es la
-causa de los sentimientos especiales que esa mujer nos inspira?
-
---¿Pues qué había de ser?--repuso Tresmes.--¿Su fealdad? O es hermosa, ó
-hermosa la creemos, y de esa belleza nos enamoramos... más ó menos...
-¡que en eso cabe una escala infinita de grados y matices!
-
---Oigan--suplicó Donato--no mis razones, sino la historia muy verdadera
-de un amigo mío que se ha muerto en el extranjero, porque no logrando
-aliviarse de un delirio amoroso, se dedicó á viajar, y en Roma una
-fiebre palúdica--lo que allí conocen por _malaria_--le curó de la
-enfermedad de vivir...
-
-Mi amigo era el hijo de segundas nupcias de un señor bastante rico; los
-otros, fruto del primer tálamo, le adoraban, y le ampararon como padres,
-cuando todos quedaron huérfanos. Casóse el mayor de sus hermanos con una
-señorita llamada Jacinta, y mi amigo--Marcelo le diremos, por no
-divulgar su verdadero nombre--fué á vivir á Madrid con el nuevo
-matrimonio, para terminar la carrera de arquitecto. Era _muy bella_ la
-cuñadita Jacinta--ya ven ustedes que me sirvo del lenguaje usual--y
-Marcelo, un día tras otro, confianza va y halago viene, se prendó de
-Jacinta con la pasión más tirana. Cuando comprendió su estado, cuando
-interpretó su afán, se horrorizó de una inclinación tan culpable y se
-propuso esconderla, como se esconde la mancha y la vergüenza, y no dejar
-asomar por ningún resquicio ni reflejos de la hoguera que le consumía la
-médula de los huesos. Y hubiese cumplido su propósito, á no suceder cosa
-más terrible aún: que la señora, objeto de tan reprobable afición--ó
-porque la adivinó ó porque se contagió con ella sin adivinarla--al cabo
-dió en padecer del mismo achaque, y, menos cauta, lo descubrió con
-indicios tan claros, que Marcelo, sintiéndose débil y vencido antes de
-pelear, apeló á poner tierra en medio... Dijo á su hermano que se
-encontraba enfermo--y esto no era sino relativa mentira--y que
-necesitaba respirar, por receta del médico, aires puros, aires de campo;
-y el hermano, solícito y compadecido, le envió á un cortijo que había
-heredado de su suegro, y que por encontrarse en lo más florido y
-frondoso de la serranía de Córdoba y ser entonces el mes de Abril, debía
-de estar convertido en vergel delicioso.
-
---Habrá comodidad suficiente para ti--advirtió--porque el padre de mi
-Jacinta tenía cariño á ese sitio y lo visitaba de vez en cuando, aunque
-Jacinta nunca ha puesto allí los pies, ni yo tampoco. He oído susurrar
-no sé qué de la mujer del capataz...; ¡pero si se creyese cuanto se oye!
-En fin, lo esencial es que no te faltarán ropas ni muebles... Y si algo
-te falta, pídelo en seguida.
-
-Marchó Marcelo asaz desesperado á su Tebaida, y el capataz le recibió
-con agasajo, encargando á su hija, mocita como de veinte años de edad,
-que sirviese y atendiese al forastero. ¡Imagínense la conmoción que
-sufriría éste, cuando, al fijar los ojos en el rostro de la hija del
-capataz, vió en él una copia perfectísima, un acabado trasunto del de
-Jacinta! Era semejanza, no sólo de facciones, sino de expresión, modales
-y gesto, y--lo que más turbó á Marcelo--hasta de metal de voz, con un
-ceceo andaluz que hacía encantador el de Manuelita la
-cortijera.--Reconoció el enamorado los negros ojos que llevaba clavados
-en el corazón, el talle cuyas ondulaciones le causaban vértigos, el
-color quebrado de la suave tez, que le enloquecía, y acordándose de las
-indicaciones de su hermano acerca de la mujer del capataz, no se asombró
-de encontrar una nueva Jacinta en la sierra. Al pasar días fue notando
-que la serrana poseía mil cualidades preciosas: limpia, fina á su modo,
-viva y lista como nadie; ya alegre, ya melancólica; oportuna en
-replicar, aguda en comprender, sensible á ratos y arisca á tiempo, sabía
-además rasguear la guitarra y entonar el polo con un salero que quitaba
-el sentido. Marcelo, embelesado, pensó que la misma Providencia le
-deparaba tan sabroso remedio á sus enfermedades morales, y se dedicó á
-la serrana, galanteándola y persiguiéndola sin tregua, á favor de
-aquella libertad que da el campo y de las rodadas ocasiones que brinda
-el vivir bajo un techo mismo. Manuelita se defendió; pero al cabo fue
-ablandándose, y consintió en acudir á una reja baja, donde sin peligro
-para su recato podía conversar largamente con Marcelo. Mas lo que suele
-costar trabajo en estas lides es el primer triunfo, que los restantes
-vienen fatalmente á su hora, y Manuelita, aunque se hizo muy de rogar,
-acabó por conceder á Marcelo que una noche, en vez de hablarse por la
-reja, se hablasen dentro del aposento que la reja defendía...
-
-El narrador se detuvo un instante, como preparando el efecto de lo que
-le faltaba por contar.
-
---Marcelo entró en aquel cuarto temblando de gozo, paladeando con la
-imaginación el bien que esperaba. No se había atrevido Manuelita á
-encender luz, pero la de la luna entraba á oleadas por la reja--en la
-cual se apoyaba la muchacha ruborizada y acaso medio arrepentida ya--y
-alumbraba de lleno su rostro, haciéndolo parecer más descolorido, del
-tono de los jazmines que lucía apiñados en el negro rodete. Marcelo se
-adelantó como el que camina en sueños, y al aproximarse á Manuelita, al
-rodear con los brazos el talle curvo que se doblegaba, al respirar con
-los labios el perfume de las blancas flores tan próximas á la mejilla
-fresca y á la garganta tornátil, su boca exhaló, entre hondo suspiro, un
-nombre... ¡el nombre de _Jacinta_! Y al oirse, al repetir
-involuntariamente tal nombre, espantado, como si viese á una sierpe, se
-desprendió, retrocedió, se tambaleó y al fin huyó, subiendo la escalera
-á tientas y encerrándose en su dormitorio... donde pasó la noche entre
-remordimientos y lágrimas, para salir á la madrugada camino de Córdoba,
-y desde Córdoba á París...--¿Comprenden ustedes el motivo de la conducta
-de Marcelo?
-
---Que para él sólo existía Jacinta; Manuelita no había existido nunca,
-sino por la pasajera realidad que le comunicó su parecido con _la
-otra_...--respondimos algo impresionados, reflexionando á pesar nuestro.
-
---Exactamente... Veo que son ustedes perspicaces... Al pensar Marcelo
-que se libertaba de su criminal pasión, lo que hacía era recaer en ella
-de plano, satisfacerla, entregarse... ¿Y la belleza? Tan guapa era
-Manuela la cortijerita, como Jacinta la dama. ¡Acaso más!
-
---Marcelo se me figura demasiado idealista--indicó Tresmes en tono
-desdeñoso.
-
---Todos lo somos...--declaró Donato.--Y la belleza, una idea, unas gotas
-de ilusión, para _uso interno_...
-
-
-
-
-Memento
-
-
-El recuerdo más vivaz de mis tiempos estudiantiles--dijo el doctor
-sonriendo á la evocación--no es el de varios amorcillos y lances
-parecidos á los que puede contar todo el mundo, ni el de ciertas
-mejillas bonitas cuyas rosas embalsamaron mis sueños. Lo que no olvido,
-lo que á cada paso veo con mayor relieve, es... la tertulia de mi tía
-Gabriela, doncella machucha, á quien acompañaban todas las tardes otras
-tres viejas apolilladas, igualmente aspirantes á la palma sobre el
-ataud.
-
-Reuníanse las cuatro, según he dicho, por la tarde--pues de noche las
-cohibían miedos, achaques y devociones--en el gabinetito, desde cuyas
-ventanas se divisaban los ricos ajimeces góticos y los altos muros de la
-Catedral; y yo solía abandonar el paseo--á tal hora lleno de muchachas
-deseosas de escuchar piropos--para encerrarme entre aquellas cuatro
-paredes vestidas de un papel rameado que fué verde y ya era blancuzco,
-sentarme en la butaca de fatigados muelles, anchota y blandufa, al cabo
-también anciana, y recibir de una mano diminuta, seca, cubierta por la
-rejilla de un mitón negro, palmadita suave en el hombro, mientras una
-cascada voz murmuraba: «Hola, ¿ya viniste, calamidad? Hoy se muere de
-gozo Candidita».
-
-De las solteronas, Candidita era la más joven, pues no había cumplido
-los sesenta y tres. Según las crónicas de los remotos días en que
-Candidita lozaneaba, jamás descolló por su belleza. Siempre tuvo el ojo
-izquierdo algo caído y las espaldas encorvadas en demasía. Lo que en
-ella pudo agradar fué su seráfica condición. Poseía Candidita, en
-relación con su nombre de pila, alta dosis de credulidad y buena fe.
-Cuanta paparrucha inverosímil se me antojase inventar, la tragaba
-Candidita sin esfuerzo; en cambio no había quien la convenciese de la
-realidad de picardía ninguna. Su alma rechazaba la maledicencia como se
-rechaza un elemento extraño, de imposible asimilación. Yo me divertía
-infinito disputando con Candidita cuando se negaba á dar crédito á
-maldades notorias... y al hacerlo, sentía germinar en mi corazón una
-especie de ternura, un misterioso respeto por la inocente, que sin
-quitarse su traje de merino negro y sus zapatos de oreja, subiría al
-cielo al momento menos pensado.
-
-Mi tía Gabriela, en cambio, era sagaz, lista como una pimienta. Su vida
-retirada, en una soñolienta ciudad de provincia, la impedía conocer á
-fondo el mundo, y quizás exageraba las trastadas y gatuperios que en él
-se cometen, pero acercándose á la realidad y juzgando mil veces con
-maligno acierto. Preciada de su linaje, con pergaminos y sin talegas, la
-tía Gabriela era una señora á la vez modesta é imponente, chapada á la
-antigua, de alma más enhiesta que un lanzón; las otras tres solteronas
-parecían sus damas de honor, antes que sus amigas.
-
-Doña Aparición era la curiosidad de aquel museo arqueológico. Hermosa y
-mundana en sus verdores, conservaba, á los setenta y seis, golpes de
-coquetería y manías de adorno que hacían fruncir los labios á mi tía
-Gabriela, tan majestuosa con su liso hábito del Carmen. El peluquín de
-doña Aparición, con bucles y sortijillas de un rubio angelical; su
-calzado estrecho; sus guantes claros de ocho botones; sus trajes de seda
-á rayas verde y rosa; sus abanicos de gasa azul, y el grupo de flores
-artificiales que prendía graciosamente su mantilla, nos daban harto que
-reir.
-
-Como estaba semiciega y casi sorda y la vestía su fámula, á lo mejor
-traía la peluca del revés, ó en la nariz el toque de carmín de las
-mejillas, ó los guantes uno lila y otro pajizo; y como padecía de gota,
-el cepo de las botitas prietas llegaba á mortificarla tanto, que mi tía
-la prestaba unas holgadas pantuflas. En caso tal exclamaba
-infaliblemente doña Aparición: «¡Jesús! Nunca me pasó cosa igual. Un
-pliegue de la media me desolló el talón... Es un fastidio tener tan fino
-el cutis.»
-
-No sería doña Peregrina, la cuarta solterona, la que se impusiese
-torturas para presumir de pie. Al contrario: se declaraba _sans façon_.
-Reducida á mezquina orfandad, compraba en los ropavejeros sus manteletas
-color de ala de mosca. Por lo demás, era mujer de empuje y brío, alta,
-gruesa, de una frescura rancia--si es lícito expresarse así--viva de
-ojos y arrebatada de color, amiga de la broma, pero gazmoña á ratos,
-siempre dentro de la nota del buen humor y la marcialidad.
-
-¡Cómo me festejaban aquellas cuatro señoras! Hay sitios adonde vamos
-atraídos, no por nuestro gusto, sino por el que damos á los demás. Diez
-años haría tal vez que las solteronas no veían de cerca un semblante
-juvenil. Mi presencia y mi asiduidad eran un rasgo de galantería de
-incalculable precio, que halagaba la nunca extinguida vanidad
-sentimental de la mujer. El mozo que quiera ganar buen nombre, sea
-amable con las viejecitas, con las desechadas, con las retiradas del
-juego. Las muchachas nada agradecen. Aquellas cuatro inválidas, con su
-manso charloteo, me crearon una reputación fabulosa de discreto, de
-galán, de simpático, de estudioso. A su manera, me allanaban el camino
-de una lucida posición y de una boda brillante. En los exámenes yo podía
-contestar mal ó bien, que segura tenía la nota: tal labor subterránea
-hacían mis solteronas con los catedráticos. En mi salud no cesaban de
-pensar. «Vienes descolorido, Gabriel... ¿Qué tienes? ¡Ojo con las
-bribonas!» Y me enviaban remedios caseros, y piperetes, y vinos
-cordiales, y reliquias milagrosas, y hasta sábanas, por si las de la
-posada no eran «de confianza» y «bien lavaditas».
-
-A fin de animar la tertulia, se me ocurrió leer en alto versos y novelas
-románticas. Auditorio semejante no lo ha soñado ningún lector. Diríase
-que, para escuchar, hasta la respiración suspendían. Según avanzaba la
-lectura, crecía el interés. Una indignación, cómica á fuerza de ser
-ingenua, contra los traidores; un terror vivísimo cuando los buenos iban
-á caer en las emboscadas de los malos; un gozo pueril cuando la virtud
-salía triunfante... Las exclamaciones me interrumpían. «¿Ese pillo se
-equivoca y toma el veneno? ¡Castigo de Dios!» «¡Ay, que si Gontrán entra
-en el bosque encuentra al otro con el puñal! ¡Que no entre, que no
-entre!» «¡Jesús, al fin le da la puñalada!» «¡Infame!» «Ve usted cómo el
-niño que robó el titiritero era hijo de la princesa?» etc.--En los
-episodios vehementes, cuando los amantes se dicen ternezas al claror de
-la luna, las solteronas se deshacían. Un leve sonrosado animaba las
-mejillas amarillentas; se humedecían los áridos ojos; los encogidos
-pechos anhelaban; aparecíase el bello fantasma de la lejana juventud, y
-un aura dulce y tibia agitaba un momento aquellos espíritus resignados,
-como el aire primaveral agita el polvo de una tierra seca y estéril.
-
-Llegó el plazo en que yo tenía que emprender mi viaje á la corte, para
-cursar el doctorado. Dí la noticia á mis solteronas, y aunque no podía
-sorprenderlas, no fué menor el efecto que produjo. Mi tía Gabriela, sin
-perder el compás de la dignidad, se puso temblona, y me advirtió, en
-frases que revelaban verdadera ternura, que era preciso excusar á los
-viejos si se afectaban en las despedidas, porque no estaban seguros de
-volver á ver á los que partían. Doña Peregrina manoteó, protestó, bufó,
-me insultó, y al fin se echó á llorar como una fuente. Doña Aparición
-suspiró, alzó la vista al cielo y dijo haciendo monerías: «Un joven de
-estas prendas... naturalmente, ¡va á lucir en la corte! Mañana recibirá
-usted un alfiler de esmeraldas... que fué de mi papá». Por su parte,
-Candidita guardó silencio, y á poco se levantó, asegurando que tenía que
-hacer una visita urgente. Aproveché el pretexto para abreviar la escena;
-salí con ella, la ayudé á ponerse el mantón, y la ofrecí el brazo por la
-escalera de peldaños carcomidos.
-
-De repente, en el primer descanso, escuché un ahogado sollozo; unos
-brazos endebles me rodearon el cuello, y una cara fría como la nieve se
-pegó á mis barbas. Comprendí de súbito... y, créanlo ustedes, ¡me quedé
-más volado y más compadecido que si viese á mi propia madre de rodillas
-ante mí! Noté que Candidita pesaba como pesan los cuerpos inertes; la
-supuse desmayada y la arrimé al balaustre, tartamudeando lleno de
-piedad: «Adiós, adiós, ya sabe que se la quiere». Mas como no me
-soltaba, me encontré ridículo y la rechacé... Al hacerlo, me pareció que
-estaba degollando á una ovejuela enferma, y la lástima me obligó á
-volver atrás y corresponder al abrazo de Candidita con una caricia
-rápida y violenta, filial y santa en la intención. Después eché á
-correr, y salí á la calle resuelto á no volver por la tertulia. ¡Ah, eso
-sí! La caridad tiene sus límites...--Y ahora, que también soy viejo yo,
-suelo acordarme de Candidita... ¡Pobre mujer!
-
-
-
-
-La caja de oro
-
-
-Siempre la había visto sobre su mesa, al alcance de su mano bonita, que
-á veces se entretenía en acariciar la tapa suavemente; pero no me era
-posible averiguar lo que encerraba aquella caja de filigrana de oro con
-esmaltes finísimos, porque apenas intentaba apoderarme del juguete, su
-dueña lo escondía precipitada y nerviosamente en los bolsillos de la
-bata, ó en lugares todavía más recónditos, dentro del seno, haciéndola
-así inaccesible.
-
-Y cuanto más la ocultaba su dueña, mayor era mi afán por enterarme de lo
-que la caja contenía. ¡Misterio irritante y tentador! ¿Qué guardaba el
-artístico chirimbolo? ¿Bombones? ¿Polvos de arroz? ¿Esencias? Si
-encerraba alguna de estas cosas tan inofensivas, ¿á qué venía la
-ocultación? ¿Encubría un retrato, una flor seca, pelo? Imposible: tales
-prendas, ó se llevan mucho más cerca ó se custodian mucho más lejos: ó
-descansan sobre el corazón, ó se archivan en un secreter bien cerrado,
-bien seguro... No eran despojos de amorosa historia los que dormían en
-la cajita de oro, esmaltada de azules quimeras, fantásticas rosas y
-volutas de verde ojiacanto.
-
-Califiquen como gusten mi conducta los incapaces de seguir la pista á
-una historia, tal vez á una novela. Llámenme enhorabuena indiscreto,
-antojadizo, y por contera, entrometido y fisgón impertinente. Lo cierto
-es que la cajita me volvía tarumba, y agotados los medios legales, puse
-en juego los ilícitos y heroicos... Mostréme perdidamente enamorado de
-la dueña, cuando sólo lo estaba de la cajita de oro; cortejé en
-apariencia á una mujer, cuando sólo cortejaba á un secreto; hice como si
-persiguiese la dicha... cuando sólo perseguía la satisfacción de la
-curiosidad. Y la suerte, que acaso me negaría la victoria si la victoria
-realmente me importase, me la concedió... por lo mismo que al
-concedérmela me echaba encima un remordimiento.
-
-No obstante, después de mi triunfo, la que ya me entregaba cuanto
-entrega la voluntad rendida, defendía aún, con invencible obstinación,
-el misterio de la cajita de oro. Desplegando zalameras coqueterías ó
-repentinas y melancólicas reservas; discutiendo ó bromeando; apurando
-los ardides de la ternura ó las amenazas del desamor, suplicante ó
-enojado, nada obtuve; la dueña de la caja persistió en negarse á que me
-enterase de su contenido, como si dentro del lindo objeto existiese la
-prueba de algún crimen.
-
-Repugnábame emplear la fuerza y proceder como procedería un patán, y
-además, exaltado ya mi amor propio (á falta de otra exaltación más dulce
-y profunda), quise deber al cariño y sólo al cariño de la hermosa la
-clave del enigma. Insistí, me sobrepujé á mí mismo, desplegué todos los
-recursos, y como el artista que cultiva por medio de las reglas la
-inspiración, llegué á tal grado de maestría en la comedia del
-sentimiento, que logré arrebatar al auditorio. Un día en que algunas
-fingidas lágrimas acreditaron mis celos, mi persuasión de que la cajita
-encerraba la imagen de un rival, de alguien que aún me disputaba el alma
-de aquella mujer, la vi demudarse, temblar, palidecer, echarme al cuello
-los brazos, y exclamar, por fin, con sinceridad que me avergonzó:
-
---¡Qué no haría yo por ti! Lo has querido... pues sea. Ahora mismo verás
-lo que hay en la caja.
-
-Apretó un resorte; la tapa de la caja se alzó, y divisé en el fondo unas
-cuantas bolitas tamañas como guisantes, blanquecinas, secas. Miré sin
-comprender, y ella, reprimiendo un gemido, dijo solemnemente:
-
---Esas píldoras me las vendió un curandero que realizaba curas casi
-milagrosas en la gente de mi aldea. Se las pagué muy caras, y me aseguró
-que, tomando una al sentirme enferma, tengo asegurada la vida. Sólo me
-advirtió que si las apartaba de mí ó las enseñaba á alguien, perdían su
-virtud. Será superstición ó lo que quieras; lo cierto es que he seguido
-la prescripción del curandero, y no sólo se me quitaron achaques que
-padecía (pues soy muy débil), sino que he gozado salud envidiable. Te
-empeñaste en averiguar... Lo conseguiste... Para mí vales tú más que la
-salud y que la vida. Ya no tengo panacea, ya mi remedio ha perdido su
-eficacia: sírveme de remedio tú; quiéreme mucho, y viviré.
-
-Quédeme frío. Logrado mi empeño, no encontraba dentro de la cajita sino
-el desencanto de una superchería y el cargo de conciencia del daño
-causado á la persona que al fin me amaba. Mi curiosidad, como todas las
-curiosidades, desde la fatal del Paraíso hasta la no menos funesta de la
-ciencia contemporánea, llevaba en sí misma su castigo y su maldición.
-Daría entonces algo bueno por no haber puesto en la cajita los ojos. Y
-tan arrepentido que me creí enamorado; cayendo de rodillas á los pies de
-la mujer que sollozaba, tartamudeé:
-
---No tengas miedo... Todo eso es una farsa, un indigno embuste... El
-curandero mintió... Vivirás, vivirás mil años... Y aunque hubiesen
-perdido su virtud las píldoras, ¿qué? Nos vamos á la aldea y compramos
-otras... Todo mi capital le doy al curandero por ellas.
-
-Me estrechó, y sonriendo en medio de su angustia, balbuceó á mi oído:
-
---El curandero ha muerto.
-
-Desde entonces la dueña de la cajita--que ya no la ocultaba ni la miraba
-siquiera, dejándola cubrirse de polvo en un rincón de la estantería
-forrada de felpa azul--empezó á decaer, á consumirse, presentando todos
-los síntomas de una enfermedad de languidez, refractaria á los remedios.
-Cualquiera que no me tenga por un monstruo supondrá que me instalé á su
-cabecera y la cuidé con caridad y abnegación. Caridad y abnegación digo,
-porque otra cosa no había en mí para aquella criatura de quien había
-sido verdugo involuntario. Ella se moría, quizás de pasión de ánimo,
-quizás de aprensión, pero por mi culpa; y yo no podía ofrecerla, en
-desquite de la vida que le había robado, lo que todo lo compensa: el don
-de mí mismo, incondicional, absoluto. Intenté engañarla santamente para
-hacerla dichosa, y ella, con tardía lucidez, adivinó mi indiferencia y
-mi disimulado tedio, y cada vez se inclinó más hacia el sepulcro.
-
-Y al fin cayó en él, sin que ni los recursos de la ciencia ni mis
-cuidados consiguiesen salvarla. De cuantas memorias quiso legarme su
-afecto, sólo recogí la caja de oro. Aún contenía las famosas píldoras, y
-cierto día se me ocurrió que las analizase un químico amigo mío, pues
-todavía no se daba por satisfecha mi maldita curiosidad. Al preguntar el
-resultado del análisis, el químico se echó á reir.
-
---Ya podía usted figurarse--dijo--que las píldoras eran de miga de pan.
-El curandero (¡si sería listo!) mandó que no las viese nadie... para que
-á nadie se le ocurriese analizarlas. ¡El maldito análisis lo seca todo!
-
-
-
-
-La sirena
-
-
-No es posible pintar el cuidado y desvelo con que la ratona madre
-atendió á su camada de ratoncillos. Gordos y lucios los crió, y alegres
-y vivarachos y con un pelaje ceniciento tan brillante que daba gozo: y
-no queriendo dejar lo divino por lo humano, prodigó á sus vástagos
-avisos morales sabios y rectos, y les puso en guardia contra las
-asechanzas y peligros del pícaro mundo. «Serán unos ratones de seso y
-buen juicio», decía para sí la ratona, al ver cuán atentamente la oían,
-y cómo fruncían plácidamente el hociquito en señal de gustosa
-aprobación.
-
-Mas yo os contaré aquí, muy en secreto, que los ratoncillos se mostraban
-tan formales, porque aún no habían asomado la cabeza fuera del agujero
-donde los agasajaba su mamá. Practicada en el tronco de un árbol la
-madriguera, les cobijaba á maravilla, y era abrigada en invierno y
-fresca en verano, mullida siempre, y tan oculta, que los chiquillos de
-la escuela ni sospechaban que allí habitase una familia ratonil.
-
-Sin embargo, de los tres de la nidada, uno ya empezaba á desear sacar el
-hocico, á soñar con retozos, deportes y correteos por el verde prado,
-que al pie del árbol se extendía alegre é incitante, esmaltado de varias
-flores y bullente de insectos, mariposas y reptiles. «Me gustaría por
-los gustares bajar ahí», pensaba el joven ratón, sin atreverse á decirlo
-en voz alta, de puro miedo á su madre. Un día que se le escapó alguna
-señal de su deseo, la madre exclamó trémula de espanto: «Ni en broma lo
-digas, criatura. Si no quieres que me disguste mucho, no vuelvas á
-hablar de salir al prado.»
-
-¿Creeréis que la prohibición le quitó al ratoncillo las ganas? ¡Bah! Ya
-sabéis que las prohibiciones son espuela del antojo.--No atreviéndose á
-bajar aún el antojadizo, se pasaba las horas muertas mirando al prado
-deleitable. ¡Qué bueno sería trotar por entre aquella hierba suave y
-perfumada! ¡Qué simpático remojarse en el limpio arroyuelo que bañaba de
-aljófar las raíces de sauces y mimbreras! ¡Qué divertido dar caza á los
-viboreznos y lagartijas que se deslizaban estremeciendo el follaje y
-haciendo relumbrar al sol los tonos metálicos de su elegante cuerpo!
-¿Por qué, vamos á ver, por qué prohibía tan inocentes recreos la madre
-ratona?
-
-Un día que la mamá había salido, según costumbre, en busca de sustento
-para su prole, el hijo se asomó al agujero, echando más de la mitad del
-tronco fuera. De pronto sintió como un choque eléctrico y vió cruzar por
-el prado un ser encantador. Era ni más ni menos que una gatita blanca
-como la nieve, que fijaba en el ratoncillo sus anchas pupilas de
-esmeralda.
-
-Quedóse el ratón fascinado, absorto. Nunca había visto cosa más linda
-que la tal gata blanca. ¡Qué gracia y gentileza en sus movimientos, qué
-soltura en su flexible andar, qué monería en su cara picaresca, y qué
-virginal candor en su ropaje de armiño! ¡Y qué decir de aquellos ojos
-verdes con reflejos áureos, aquellos ojos cuyo mirar derretía,
-incendiaba el corazón!
-
-A no estar tan próxima la hora en que solía regresar á la guarida la
-madre, el ratón se hubiese arrojado sin vacilar de su nido para
-acercarse á la preciosa gata. Le contuvieron el temor y el hábito de
-obedecer, que siempre reprimen un tanto, al principio, los ímpetus
-rebeldes; pero lo que no acertó á sujetar fué su lengua, y loco de
-entusiasmo, refirió á la mamá cómo le tenía fuera de sí la aparición de
-la gata celeste.
-
---Qué, ¿has visto á ese monstruo?--exclamó la madre.
-
---¡Monstruo una criatura tan encantadora!--suspiró el ratoncillo.
-
---Monstruo horrible, el más funesto, el más sanguinario, el más atroz
-que, por tu negra suerte, pudiste encontrar. Huye de él, hijo mío, como
-del fuego: mira que en huir te va la vida; mira que tu padre pereció en
-las garras de esa maldita fiera, y que todas mis lágrimas son obra suya.
-
---Madre--repuso atónito el ratoncillo--apenas puedo creer lo que me
-aseguras. El agua que corre limpia y clara entre las flores del prado no
-tiene los matices de aquellos cándidos ojos ya verdes, ya azulados,
-siempre dulces, donde siempre juega misteriosamente la luz. Los pétalos
-de las azucenas y de los lirios del valle ceden en blancura á su nevada
-piel, que debe de ser más suave que el terciopelo y más flexible que la
-seda. ¿Cómo quieres que vea un monstruo sanguinario y horrible en la
-gata? ¡Ay, madre! desde que la contemplé, sólo en ella pienso. Cuanto no
-es ella, me parece indigno de existir. Antes me gustaban el prado y el
-cielo y los árboles. Ahora todo me cansa y todo lo desprecio. Madre,
-cúrame de este mal, porque me siento tan triste, que creo que se me va á
-acabar la vida.
-
-Ya supondréis que la pobre ratona haría cuanto cabe para distraer y
-aliviar á su retoño. A fin de cambiar sus pensamientos en otros más
-lícitos, llevóle al agujero de unas ratas algo parientas suyas, jóvenes,
-ricas y honradas, que vivían royendo el trigo de repleto granero; pero
-el ratón se aburría de muerte entre los montones de grano, en la
-obscuridad de la troj, y echaba de menos el prado, que iluminaba, antes
-que el sol, la presencia de la gata blanca. Porque ya varias veces la
-había visto pasar juguetona y ligera, fijando sus radiantes pupilas en
-las inaccesibles alturas del árbol, y siempre que la gata aparecía, el
-ratón sentía ensanchársele la vida y escapársele el alma--sí, el alma,
-porque el amor hasta en las bestias la infunde--detrás de aquella maga
-de los verdes ojos.
-
-No hubiese querido la ratona en tan críticas circunstancias separarse un
-minuto de su hijo, pero era forzoso salir á cazar, á procurar
-subsistencia para la familia, y llegó una mañana en que habiendo
-madrugado la ratona á dejar el nido antes de que amaneciese, el joven
-ratón, pensativo y melancólico, se asomó al agujero para ver nacer el
-día. Recta faja dorada franjeó el horizonte; poco á poco la bruma se
-rasgó y fué absorbiéndose en la clara pureza del cielo, por donde el sol
-ascendía como una rosa de oro pálido; los pajaritos saludaron su
-gloriosa luz con un himno de alegría alborozado y triunfal, y sobre la
-hierba, aljofarada aún de rocío, como sobre una red de diamantes,
-mostróse pasando con aristocrática delicadeza y remilgada precaución, la
-hermosa gata blanca.
-
-Exhaló el ratón un chillido de júbilo; la gata le miraba, parecía
-llamarle, invitarle á que descendiese.--¿Quieres jugar
-conmigo?--preguntóla él, sin reflexionar, sin acordarse para nada de las
-maternales advertencias.--Baja--pareció contestar con sus ojos
-misteriosos la gatita. Y el ratón bajó aprisa, disparado, ebrio de
-felicidad, y el juego dió principio, con muchos saltos y carreras.
-Fingía huir la gata; escondíase entre sauces y mimbres, y cuando el
-ratón se cansaba de perseguirla, ella se dejaba caer sobre la muelle
-alfombra del prado, y escondiendo las uñas recibía con las patitas de
-terciopelo al ratón, y ya le despedía, en broma, ya le estrechaba,
-retozando, en deleitosa mezcla é indescifrable confusión de tratamientos
-ásperos y dulces.
-
-Nunca sabía el ratón, en aquel juego de veleidades, si iba á ser acogido
-con demostración tierna y mimosa ó con fiero y desdeñoso zarpazo; y en
-los amados ojos de la esfinge tan pronto veía piélagos de voluptuosidad
-y relámpagos de risa, como destellos de ferocidad y chispazos sombríos y
-crueles. Más de una vez creyó notar que las patitas blandas y muertas se
-crispaban de súbito, y que bajo lo afelpado de la piel surgían uñas de
-acero. Y ¡cosa rara! no bien pensaba advertir síntomas tan alarmantes,
-el ratón cerraba los párpados y volvía gozoso y tembloroso á solazarse
-con la gata blanca.
-
-Duraba aún el juego, cuando por la tarde regresó la ratona y vió de
-lejos la escena y á su hijo mano á mano con el monstruo. Llorando y
-desesperada gritóle desde lejos:--Hijo mío, que te pierdes.--El ratón,
-por supuesto, no la hizo maldito caso. ¡Sí, para oir consejos estaba él!
-Subido al quinto cielo, nunca el juego le había encantado más. La gata,
-por el contrario, empezaba á fatigarse y á sospechar que había perdido
-bastante tiempo con un ratoncillo de mala muerte; y al notar que iba á
-ponerse el sol, que se hacía tarde--sin modificar apenas su actitud,
-siempre graciosa y juguetona, como el que no hace nada--torció la
-cabeza, aseguró con la boca al ratoncillo, hincó los agudos dientes... y
-le lanzó al aire palpitante y moribundo, para recibirle en las uñas,
-tendidas con violencia feroz...
-
-A punto que una nube de sangre cubría ya los ojos del desdichado, y el
-delirio de la agonía ofuscaba sus sentidos, todavía pudo oirse cómo
-murmuraba débilmente:--¿Quieres jugar conmigo, gatita blanca?
-
-Por eso su madre hizo mal en llorar amargamente al incauto ratón. ¡El
-espiró tan satisfecho, tan á gusto!
-
-
-
-
-Así y todo...
-
-
-La sanción penal para la mujer--dijo en voz incisiva Carmona, aficionado
-á referir casos de esos que dan escalofríos--es no encontrar hombre
-dispuesto á ofrecerla mano de esposo. Una imperceptible sombra, un
-pecadillo de coquetería ó de ligereza, cualquier genialidad, la más leve
-impremeditación, bastan para empañar el buen nombre de una doncella, que
-podrá ser honestísima, pero que, cargada con el sambenito, ya se queda
-soltera hasta la consumación de los siglos, sin remedio humano.
-Sucediendo así, ¿cómo se explica que infinitas mujeres notoriamente
-infames, y con razón difamadas, si cien veces enviudan, otras ciento
-hallan quien las lleve al altar? Para probarles este curioso fenómeno,
-les contaré un suceso presenciado allá en mis mocedades, que me produjo
-impresión tan indeleble, que jamás en toda mi vida me ocurrió la idea de
-casarme. Sí; por culpa de aquella historia moriré solero,--y no me
-pesa, bien lo sabe Dios.
-
-El lance pasó en M***, donde estaba de guarnición uno de los regimientos
-más lucidos del ejército español, que por su arrojo y decisión en atacar
-había merecido el glorioso sobrenombre de _El Adelantado_. Era yo
-entrañable amigo del teniente Ramiro Quesada, mozo de arrogante figura y
-ardorosa cabeza, uno de esos atolondrados simpáticos, á quienes queremos
-como se quiere á los niños. No salía Ramiro sin mí; juntos íbamos al
-teatro, á los saraos, á las juergas--que ya existían entonces aunque las
-llamásemos de otro modo;--juntos dábamos largos paseos á caballo, y
-juntos hacíamos corvetear á nuestras monturas ante las floridas rejas.
-Nos confiábamos nuestros amoríos, nuestros apurillos de dinero, nuestras
-ganancias al juego, nuestros sueños y nuestras esperanzas de los
-veinticinco años. No éramos él ni yo precisamente unos anacoretas, pero
-tampoco unos perdidos: muchachos alegres, y nada más.
-
-De repente noté que Ramiro se volvía huraño, y retrayéndose de mi trato
-y compañía se daba á andar solo, como si tuviese algo que le importase
-encubrir. Vano intento, porque en M*** no caben tapujos. Poco tardamos
-en averiguar la razón del cambio de carácter del teniente. La clave del
-enigma no era sino la esposa del capitán Ortiz, una de esas hembras que
-no calificaré de muy hermosas, pero peores que si lo fuesen: morena,
-menuda, salerosa al andar, descolorida, de ojos que parecían candelas
-del infierno y una cintura redonda de las que se pueden rodear con una
-liga. Ortiz, al parecer (y con motivo, pero sin fruto), era
-extremadamente celoso, y Ramiro, para avistarse con su tormento,
-necesitaba emplear ardides de prisionero ó de salvaje. El día en que se
-le frustraba una cita ó se le malograba furtivo coloquio en la reja que
-abría sobre una callejuela obscura y solitaria, estaba el pobre muchacho
-como demente: ni contestaba si le hablábamos. Aunque yo no alardease de
-moralista, ni tuviese autoridad para aconsejar, y menos en tales
-materias, declaro que las relaciones ilícitas de mi amigo me desazonaban
-mucho, y un presentimiento--le llamo así, porque no sé cómo definir el
-disgusto y la inquietud que sentía--me anunciaba que algo grave, algo
-penoso debían acarrearle á Ramiro aquellos malos pasos. Con todo, lejos
-estaba--á mil leguas de suponer la tragedia que aconteció.
-
-Cierta mañana esparcióse por M*** la nueva de que el capitán Ortiz había
-sido encontrado muerto, con un balazo en el pecho y otro en la cabeza,
-casi á las puertas de su domicilio, cerca de la esquina donde se abría
-la callejuela lóbrega. En los primeros momentos no me asaltó la terrible
-sospecha: creía á Ramiro noble y leal, y sólo cuando el rumor público le
-señaló, comprendí que únicamente él, poseído del demonio, podía haber
-realizado la obra de tinieblas...
-
-A las pocas horas de descubrirse el cadáver, Ramiro fué preso. Reunióse
-el Consejo de guerra, y la causa marchó con la fulminante rapidez que
-caracteriza á la justicia militar, estimulada por la voluntad expresa
-del Capitán General, que deseaba se cumpliesen á rajatabla las
-prescripciones legales y se enterrasen á la vez la víctima y el asesino.
-Al pronto Ramiro intentó negar; pero dos ó tres frases de indignación
-del Fiscal provocaron en él un arranque de altiva franqueza, y confesó
-de plano que á traición había disparado dos pistoletazos, la noche
-anterior, al capitán Ortiz. En cuanto á los móviles del crimen, juró y
-perjuró que no eran otros sino ofensas de jefe á subalterno, rencores
-por cuestiones de servicio. Llamada á declarar la esposa de Ortiz,
-compareció de negro, impávida, y aseguró que apenas conocía al asesino
-de vista. Este, sin pestañear, confirmó la declaración de la señora; y
-hallándose el reo convicto y confeso, y no habiendo tiempo ni necesidad
-de más averiguaciones, se pronunció la sentencia de muerte, y Ramiro
-entró en capilla á las tres de la tarde, para ser arcabuceado al rayar
-el siguiente día, á las veinticuatro horas justas del crimen.
-
-No necesito decir que en la capilla me constituí al lado de mi amigo,
-que demostraba estoica entereza. Sabiendo cuánto alivia una confidencia,
-un desahogo, le dirigí preguntas afectuosas, llenas de interés; pero el
-reo se encerró en un silencio sombrío, y noté que tenía los ojos
-tenazmente fijos en la puerta de la capilla como en espera de que diese
-paso á _alguien_... ¡Lo que esperaba el sin ventura--no necesité para
-adivinarlo gran perspicacia--era la llegada de la mujer por quien iba á
-beber el amargo trago! Sin duda que _ella_ no podía faltar; no podía
-negarle el supremo consuelo de la despedida; sin duda, el sordo ruido de
-pasos que resonaba en la antecámara era el de los suyos, que hacían
-vacilantes el miedo y el dolor... Pero corrió la tarde, empezaron á
-transcurrir lentas y solemnes las horas de la última noche, y la
-esperanza abandonó al sentenciado. El sacerdote que le exhortaba y había
-de absolverle y darle la sagrada comunión antes que el sol asomase en el
-horizonte, se retiró un momento á descansar, y solo yo con Ramiro,
-comprendí que por fin se abrían sus lívidos labios.
-
---Hace un momento sentía que _ella_ no viniese--murmuró cogiéndome las
-manos entre las suyas abrasadoras.--Ahora me alegro. Ya que me cuesta la
-vida, que no me cueste también el alma. ¿Que cómo hice la atrocidad, el
-cobarde asesinato de Ortiz? Mira, casi no lo sé. Me parece que quien
-cometió esa acción villana no fué Ramiro Quesada, sino otra persona, un
-hombre distinto de mí, que se me entró en el cuerpo. ¿Te acuerdas de lo
-alegre, de lo franco que era yo? Desde que me acerqué á... esa mujer...
-me volví otro. Estaba embrujado... Su marido, á quien ofendíamos, me
-parecía mi enemigo personal, el obstáculo á nuestra felicidad; le
-odiaba... creo que más de lo que la amaba á ella. Así que ella lo
-notó... ¡guárdame siempre el secreto! ¡no lo digas ni á tu madre!
-empezó á insinuarme, con medias palabras, la posibilidad del crimen. No
-hablábamos claro de ese asunto, pero nos entendíamos perfectamente;
-formábamos planes de retirarnos al campo _después_, y hasta--mira qué
-detalle--ella se compró un traje negro nuevo, diciendo que _eso siempre
-sirve_. Como un tornillo se fijó en mi cerebro el propósito del crimen.
-Y así que ella me vió resuelto, se franqueó, me exaltó más, me ofreció
-que compartiría mi destino, fuese el que fuese...
-
-Aquí se detuvo Ramiro, y vi que se alteraba más profundamente su rostro.
-Con voz húmeda murmuró:
-
---Yo no quería tanto... ¡Compartir mi destino! Ya ves que ante el
-Consejo he logrado salvarla... Prefiero morir solo... Pero verla aquí,
-un momento... antes de... Al fin, si fuí asesino, lo fuí por ella, sólo
-por ella... ¡Maldita sea mi suerte! Si no conozco á esa mujer, soy
-siempre honrado y tal vez me matan defendiendo á la Patria. ¡El sino del
-hombre!
-
- * * * * *
-
---¿Y le fusilaron?--preguntamos ansiosos.
-
---¡Pues no! Según deseaba el General, á un tiempo se cavó la hoya del
-marido y la del amante. Yo, después del horrible día, me marché de M***,
-donde me consumía el tedio. Al volver, pasados cinco años, tuve
-curiosidad de saber qué había sido de la esposa del capitán Ortiz... y
-aquí de lo que decíamos: supe que vivía tranquila, casada en segundas
-nupcias con un acaudalado caballero. Sin embargo, en M*** era pública
-la causa del triste fin de Ramiro...
-
-Acabó así su relato Carmona, y vimos que inclinaba la cabeza, abrumado
-por memorias crueles.
-
-
-
-
-La cabellera de Laura
-
-
-Madre é hija vivían, si vivir se llama aquello, en húmedo zaquizamí, al
-cual se bajaba por los raídos peldaños de una escalera abierta en la
-tierra misma: la claridad entraba á duras penas, macilenta y recelosa,
-al través de un ventanillo enrejado; y la única habitación les servía de
-cocina, dormitorio y cámara.
-
-Encerrada allí pasaba Laura los días, trabajando afanosamente en sus
-randas y picos de encaje, sin salir nunca ni ver la luz del sol,
-cuidando á su madre achacosa, y consolándola siempre que renegaba de la
-adversa fortuna. ¡Hallarse reducidas á tal extremidad dos damas de
-rancio abolengo, antaño poseedoras de haciendas, dehesas y joyas á
-porrillo! ¡Acostarse á la luz de un candil ellas, á quienes habían
-alumbrado pajes con velas de cera en candelabros de plata! No lo podía
-sufrir la hoy menesterosa señora, y cuando su hija, con el acento
-tranquilo de la resignación, la aconsejaba someterse á la divina
-voluntad, sus labios exhalaban murmullos de impaciencia y coléricas
-maldiciones.
-
-Como siempre los males pueden crecer, llegó un invierno de los más
-rigurosos, y faltó á Laura el trabajo con que ganaba el sustento. A la
-decente pobreza sustituyó la negra miseria; á la escasez, el hambre de
-cóncavas mejillas y dientes amarillos y largos.
-
-Entonces, con acerba ironía, la madre se mofó de Laura, que pensaba, la
-muy ñoña y la muy necia, asegurar el pan por medio de la labor y las
-constantes vigilias. ¡Valiente pan comería así que se quedase ciega!
-Saldría con un perrito á pedir limosna... ¡Ah, si no fuese tan boba y
-tan mala hija--teniendo aquel talle, aquel rostro y aquella mata de pelo
-como oro cendrado, que llegaba hasta los pies--no dejaría que su madre
-se desmayase por falta de alimento! Al oir estas insinuaciones, Laura se
-estremeció de vergüenza y quiso responder enojada; pero recordando que
-su madre estaba en ayunas desde hacía muchas horas, se cubrió el rostro
-con las manos y rompió á sollozar. De pronto, como quien adopta una
-resolución súbita y firme, púsose en pie, se envolvió en un ancho
-capuchón de lana obscura, y salió á la calle, que raras veces pisaba,
-convencida de que el retiro es la salvaguardia del recato. Sin titubear
-fué en dirección de un tenducho que había entrevisto y donde creía poder
-feriar el solo tesoro de que estaba secretamente envanecida y
-orgullosa. Era dueña del baratillo la astuta vieja Brasilda,--gran
-componedora de voluntades con ribetes de hechicera,--y, muy encubierto
-el rostro, entró Laura en la equívoca mansión.
-
-Como Brasilda preguntase maliciosamente qué traía á vender la tapada y
-gallarda moza, Laura, sin dejar de esconder el semblante en los pliegues
-del capuz, se volvió de espaldas y mostró tendida la espléndida
-cabellera rubia, brillante y suave más que la seda, y que, con magnífico
-alarde, rebosando de la orla de la saya, barría el suelo. «Esto vendo en
-diez escudos--exclamó--y córtese ahora mismo.» Convenía la proposición á
-la vieja, porque la mata de pelo daba para muchas pelucas y postizos, y
-asiendo unas tijeras segó y tonsuró la copiosa melena. Al observar que
-la moza seguía encubriendo el rostro, y creyendo advertir que lloraba
-muy bajo, silbó á su oído: «Si eres doncella y tan hermosa como promete
-tu cabello, aquí te esperan, no diez escudos, sino cien ó doscientos,
-cuando te venga en voluntad.»
-
-Recogió Laura el dinero y alejóse sin responder palabra; en la puerta se
-cruzó con un caballero, de buen talle y porte, que no reparó en ella:
-Laura sí le miró á hurtadillas y sin querer le encontró galán. El
-caballero que penetraba en la mansión de la bruja era don Luis de
-Meneses, el mozo más rico, libre y desenfrenado de toda la ciudad, el
-cual no visitaba á humo de pajas á la madre Brasilda, sino que acudía
-allí como el cazador á que se le señalen do está la caza, y que se la
-ojeen y acorralen para asegurarla y matarla á gusto.
-
-Después de un rato de conversación, don Luis divisó la soberana
-cabellera rubia, que sobre un paño blanco había extendido la vieja, y en
-la cual los destellos del velón, siempre encendido en las obscuridades
-del tenducho, rielaban como en lago de oro. «¿De qué mujer es ese
-pelo?»--preguntó sorprendido el galán.--«A fe que no lo sé,
-hijo»--contestó la vieja.--«Una moza acaba de estar aquí, muy airosa de
-cuerpo, pero tapadísima de cara, que no logré vérsela; vendióme esa
-mata, cobró y con extraño misterio se fué un minuto antes que
-entrases...»
-
---«¿Por qué no la seguiste, buena pieza?»--«Porque sin duda ella está
-más pobre que las arañas, y volverá á ganar los cien escudos que la
-ofrecí...»--«¡Bruja condenada! Ese pelo es mío, y la mujer también, si
-parece.» Y don Luis aflojó la bolsa, cogió delicadamente el paño y el
-tesoro que contenía, y ocultándolo bajo el capotillo, se volvió á su
-casa.
-
-Desde aquel día realizóse en don Luis un cambio sorprendente.
-Renunciando á sus galanteos y aventuras, olvidando el juego, las burlas
-y los desafíos, pareció otro hombre. Se le veía, eso sí, en la calle, en
-el paseo, en la iglesia; sus ojos ávidos registraban y escudriñaban sin
-cesar, buscando algo que le importaba mucho; pero al anochecer se
-recogía, y en vida honesta y arreglada no tenían que reprenderle los
-devotos viejos, de grave apostura y rosario gordo. No faltó quien dijese
-que el mozo, tocado de la gracia, andaba en meterse capuchino; y es que
-ni sabían, ni podían sospechar que don Luis estaba enamorado, ciegamente
-enamorado, de la cabellera rubia.
-
-Habiéndola colocado respetuosamente sobre un cojín de tisú de plata, se
-pasaba ante ella las horas muertas, ya besándola en ideal éxtasis de
-devoción, como á venerada reliquia, ya estrujándola con frenesí de
-amante que quisiera despedazar y morder lo mismo que adora. Exaltada la
-imaginación de don Luis por la vista de aquella cascada de oro, de
-aquella crin en que Febo parecía haber dejado presos sus rayos
-juguetones, y de la cual se desprendía un aroma vivo, un olor de
-juventud y de pureza, fantaseaba el tronco á que tal follaje
-correspondía y adivinaba la mata larguísima, caudalosa, perfumada,
-cayendo en crenchas y vedijas sobre unas espaldas de nieve, sobre unas
-formas virginales de rosa y nácar, ó rodeando, como nimbo de santa
-imagen, un rostro de angelical expresión en que se abrían las flores
-azules de los luminosos ojos. Había ideas y recelos que enloquecían al
-soñador amante. ¿Quién sabe si la infeliz hermosa, después de vender su
-cabello por conservar la honestidad, había tenido que perder la
-honestidad por conservar la vida?
-
-Con la fatiga de tal pensamiento, don Luis aborrecía el comer, se
-consumía de rabia y se abrasaba en extraños celos. Hecho un
-azotacalles, no cesaba de inquirir, pretendiendo ver al través de todos
-los postigos y calar todas las rejas y celosías. ¡Trabajo perdido!
-Ninguna cabeza juvenil cubierta de sortijas doradas y cortas de aquel
-matiz único, incomparable, se ofrecía á sus ojos. Don Luis adelgazaba,
-se desmejoraba, estaba á pique de desvariar, cada vez que la vieja
-hechicera Brasilda, aturdida y desconsolada, repetía alzando las manos
-secas:
-
---Bruja será también la del cabello de oro, y habráse untado y volado
-por la chimenea... No parece, hijo, no parece por más que me descuajo
-buscándola...
-
-Perdido ya de amores don Luis, como hombre á quien le han dado extraño
-bebedizo, llegó al caso de temer morirse de pasión y furia celosa, y
-apretando al corazón la cabellera, cuyas roscas le acariciaban las manos
-febriles, hizo un voto.--«Que encuentre á tu dueña, y sea rica ó pobre,
-buena ó mala, noble ó de plebeya estirpe, con ella me casaré. Pongo por
-testigo á este Crucifijo que me escucha.»--Después del voto, lleno de
-esperanza y de ilusión salió don Luis á la calle, y al obscurecer, como
-fuese muy embozado, le paró cerca de su puerta una pobre, envuelta y
-cubierta con un viejísimo capuz de lana.
-
---Señor caballero--decía en voz lastimera y humilde,--¿necesitan por
-casa de su merced una labrandera buena y diligente? No hay donde
-trabajar, y mi madre no tiene qué comer.
-
---Esa es mi casa--respondió distraidamente don Luis, que pensaba en sus
-fantásticos amores;--ven mañana, que tendrás harta labor... Toma á
-cuenta,--y dejó en la mano tendida un escudo.
-
-Al otro día, Laura, sentada en el hueco de una reja de la casa de don
-Luis, con una canastilla de ropa blanca delante, cosía en silencio, sin
-tomar parte en la charla de las dueñas; sufría al dejar su morada, su
-enferma, su retiro; la fatiga encendía sus mejillas antes pálidas.
-Entraban por la reja los dardos del sol, y se prendían en los anillos,
-cortos y sedosos como plumón de pajarito nuevo, de la cabeza
-descubierta, que no velaba el capuz. Y, casualmente, pasó don Luis tan
-absorto, que ni miró á la joven labrandera. Pero ella, reconociendo en
-don Luis al caballero galán de quien no había cesado de acordarse,--el
-que vió cuando salía de vender su cabellera en casa de la bruja,--exhaló
-un grito involuntario... Al oirlo, volvióse don Luis, y cruzando las
-manos, creyó que alguna aparición del cielo le visitaba, pues reconoció
-el matiz único de la melena rubia en la ensortijada testa que bañaba el
-sol... Y dirigiéndose á las dueñas y á las mozas de servicio con imperio
-y ufanía, dijo solemnemente:
-
---No labréis más; hoy es día de fiesta; saludad á vuestra señora...
-
-
-
-
-Delincuente honrado
-
-
-De todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos
-instantes--nos dijo el Padre Téllez, que aquel día estaba animado y
-verboso--el que me infundió mayor lástima fué un zapatero de viejo,
-asesino de su hija única. El crimen era horrible. El tal zapatero,
-después de haber tenido á la pobre muchacha rigurosamente encerrada
-entre cuatro paredes; después de reprenderla por asomarse á la ventana;
-después de maltratarla, pegándola por leves descuidos, acabó llegándose
-una noche á su cama, y clavándola en la garganta el cuchillo de cortar
-suela. La pobrecilla parece que no tuvo tiempo ni de dar un grito,
-porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al
-padre no le tembló la mano; de modo que la muchacha pasó, sin
-transición, del sueño á la eternidad.
-
-La indignación de las comadres del barrio y de cuantos vieron el
-cadáver de una criatura preciosa de diez y siete años, tan alevosamente
-sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y
-parecía medio estúpido, le condenaron á la última pena. Cuando tuve que
-ejercer con él mi sagrado ministerio, á la verdad, temí encontrar,
-detrás de un rostro de fiera, un corazón de corcho, ó unos sentimientos
-monstruosos y salvajes. Lo que ví fué un anciano de blanquísimos
-cabellos, cara demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de
-las lágrimas, que poco á poco se deslizaban por las mejillas consumidas,
-y á veces paraban en los labios temblones, donde el criminal, sin
-querer, las bebía y saboreaba su amargor.
-
-Lejos de hallarle rebelde á la divina palabra, apenas entré en su celda
-se abrazó á mis rodillas y me pidió que le escuchase en confesión,
-rogándome también que, después de cumplir el fallo de la justicia,
-hiciese públicas sus revelaciones en los periódicos, para que
-rehabilitasen su memoria y quedase su decoro como correspondía. No
-juzgué procedente acceder en este particular á sus deseos: pero hoy los
-invoco, y me autorizan para contarles á ustedes la historia. Procuraré
-recordar el mismo lenguaje de que él se sirvió, y no omitiré las
-repeticiones, que prueban el trastorno de su mísera cabeza:
-
-»--Padre confesor--empezó por decir,--ante todo sepa usted que yo soy un
-hombre decente, todo un caballero. Esa niña... que maté... nació... al
-año de haberme casado. Era bonita, y su madre también... ¡ya lo creo!
-preciosa, que daba gloria el mirarla! Yo tenía ya algunos añitos... y
-ella, una moza de rumbo, más fresca que las mismas rosas. Digo la madre,
-señor; digo su madre, porque por la madre tenemos que principiar. Los
-hijos, así como heredan los dineros del que los tiene... heredan otras
-cosas... Usted, que sabrá mucho, me entenderá. Yo no sé nada, pero... á
-caballero no me ha ganado nadie!
-
-La madre... yo me miraba en sus ojos, porque la quería de alma, según
-corresponde á un marido bueno. Le hacía regalos; trabajaba día y noche
-para que tuviese su ropa maja y su mantón y sus aretes, y sobre todo...
-¡porque eso es antes! á diario su puchero sano, y cuando parió, su
-cuartillo de vino y su gallina... No me remuerde la conciencia de
-haberla escatimado un real. Ella era alegre y cantaba como una
-calandria, y á mí se me quitaban las penas de oirla. Lo malo fué que
-como la celebraron la voz y las coplas, y empezaron á remolinarse para
-escucharla, y el uno que llega y el otro que se pega, y éste que encaja
-una pulla, y aquél que suelta un requiebro... en fin, ví que se ponía
-aquello muy mal, y la dije lo que venía al caso. ¿Sabe usted lo que me
-contestó? Que no lo podía remediar, que la gustaba el gentío y oir cómo
-la jaleaban, que cada cual es según su natural y que no le rompiese la
-cabeza con sermones... De allí á un mes--no se me olvida la fecha, el
-día de la Candelaria--desapareció de casa, sin dar siquiera un beso á la
-niña... que tenía sus cinco añitos y era como un sol.»
-
---Aquí--intercaló el Padre Téllez--tuvo una crisis de sollozos, y por
-poco me enternezco yo también, á pesar de que la costumbre de asistir á
-los reos endurece y curte. Le consolé cuanto era posible, le di á beber
-un trago de anís, y el desdichado prosiguió.
-
-«Supe luego que andaba por los coros de los teatros, y sabe Dios cómo...
-y lo que más me barajaba los sesos--¡porque la honra trabaja mucho!--era
-que me decían los amigos, al pasar delante de mi obrador:--No tienes
-vergüenza... Yo que tú, la mato.--De tanto oirlo, se me pegó el
-estribillo, y mientras batía suela, ¡tan, tan, catán! repetía en
-alto:--No tengo vergüenza... ¡Había que matarla!--Sólo que ni la
-encontré en jamás, ni tuve ánimos para echarme en su busca. Y así que
-pasaron tres años, nadie me venía con que la matase, porque ella rodaba
-por Andalucía, hasta que se la llevaron á América... ¡qué sé yo adonde!
-¡Si vive y lee los diarios y ve como murió su hija...!» El reo tuvo un
-ataque de risa convulsiva, y le sosegué otra vez á fuerza de
-exhortaciones y consejos.
-
-«Así que se me quitó de la imaginación la madre, empecé á cuidar de la
-niña. No tenía otra cosa para qué mirar en el mundo. Me propuse que no
-había de perderse, ni arrimarme otro tiznón, y no la dejé salir ni al
-portal. Aunque me dijese, es un verbigracia:--«Padre, tengo ganas de
-correr» ó--«Padre, me pide el cuerpo ir á la plazuela»--nada, yo
-sujetándola, que se divirtiese con su canario, ó con los pliegos de
-aleluyas, ó con la maceta de albahaca, ¡pero sin sacar un dedo fuera! Y
-así que fué espigando, y me hice cargo de que era muy bonita, tan bonita
-como su madre, y parecida á ella como una gota á otra gota... y con una
-voz de ángel también, se me abrieron los ojos de á cuarta, y dije:--No,
-lo que es tú... no has de echarme el borrón.--Y me convertí en espía, y
-la velé hasta el sueño, y no contento con guardarla dentro de casa, me
-paseaba por la callejuela debajo de su ventana, á ver si andaba por allí
-algún zángano; tanto que la castañera de la esquina me dijo
-así:--Abuelo, está usted chiflado. ¿A quién se le ocurre rondar á su
-propia hija? ¡Qué viejos mas escamones!--Pero no lo podía remediar. Toda
-cuanta candidez y buena fe había tenido con la madre, ahora se me volvía
-desconfianza; se me había clavado aquí, entre las cejas, que mi hija se
-perdería, que era infalible que se perdiese, sobre todo si daba en
-cantar; y me eché de rodillas delante de ella, y la obligué á que me
-jurase que no cantaría nunca, así se hundiese el mundo. Y me lo juró:
-sólo que, como ya no era yo aquel de antes, de allí á pocas mañanas,
-acechando desde la esquina, la veo que abre la ventana, que se pone á
-regar las macetas, y que al mismo tiempo, á competencia con el canario,
-rompe á cantar... Me dió la sangre una vuelta redonda y se me quedaron
-las manos frías. Volví á casa, entré en el cuarto de la muchacha, la
-cogí por el pelo y debí de pegarla bastante, porque gritó y estuvo más
-de una semana con una venda. ¿Creerá usted, Padre, que se enmendó? A
-los quince días vuelvo á rondar y vuelve á asomarse, y otra vez el
-canticio, y enfrente un grupo de mozalbetes que se para y la dice muchos
-olés... Callé; no entré á castigarla; y por la tarde, mientras batía mi
-suela, me parecía que una voz rara, como de algún chulo que se reía de
-mí, me decía lo mismo que doce años antes:--No tienes vergüenza... Había
-que matarla.--Cené muy triste, y después de que me acosté, la misma voz,
-erre que erre: Matarla, matarla...--Entonces me levanté despacio, cogí
-la herramienta, fuí en puntillas, me acerqué á la cama, y de un solo
-golpe... Ahora hagan de mí lo que quieran, que ya tengo mi honra
-desempeñada.»
-
---¿Creerán ustedes,--añadió el Padre Téllez, que no le pude quitar la
-tema de la honra? Se arrepentía... pero á los dos minutos volvía á
-porfiar que era un caballero, y su conducta, más que culpable,
-ejemplar... En este terreno casi murió impenitente...
-
---Estaría loco--dijimos, á fin de consolar al sacerdote, que se había
-quedado muy abatido al terminar su relato.
-
-
-
-
-Primer amor
-
-
-¿Qué edad contaría yo á la sazón? ¿Once ó doce años? Más bien serían
-trece, porque antes es demasiado temprano para enamorarse tan de veras;
-pero no me atrevo á asegurar nada, considerando que en los países
-meridionales madruga mucho el corazón, dado que esta víscera tenga la
-culpa de semejantes trastornos.
-
-Si no recuerdo bien el _cuándo_, por lo menos puedo decir con completa
-exactitud el _cómo_ empezó mi pasión á revelarse. Gustábame
-mucho--después de que mi tía se largaba á la iglesia á hacer sus
-devociones vespertinas--colarme en su dormitorio y revolverle los
-cajones de la cómoda, que los tenía en un orden admirable. Aquellos
-cajones eran para mí un museo: siempre tropezaba en ellos con alguna
-cosa rara, antigua, que exhalaba un olorcillo arcáico y discreto, el
-aroma de los abanicos de sándalo que andaban por allí perfumando la
-ropa blanca. Acericos de raso descolorido ya; mitones de malla, muy
-doblados entre papel de seda; estampitas de santos; enseres de costura;
-un _ridículo_ de terciopelo azul bordado de canutillo; un rosario de
-ámbar y plata, fueron apareciendo por los rincones: yo los curioseaba y
-los volvía á su sitio. Pero un día--me acuerdo lo mismo que si fuese
-hoy--en la esquina del cajón superior y al través de unos cuellos de
-rancio encaje, ví brillar un objeto dorado.... Metí las manos, arrugué
-sin querer las puntillas, y saqué un retrato, una miniatura sobre
-marfil, que mediría tres pulgadas de alto, con marco de oro.
-
-Me quedé como embelesado al mirarla. Un rayo de sol se filtraba por la
-vidriera y hería la seductora imagen, que parecía querer desprenderse
-del fondo obscuro y venir hacia mí. Era una criatura hermosísima, como
-yo no la había visto jamás sino en mis sueños de adolescente, cuando los
-primeros estremecimientos de la pubertad me causaban, al caer la tarde,
-vagas tristezas y anhelos indefinibles. Podría la dama del retrato
-frisar en los veinte y pico; no era una virgencita cándida, capullo á
-medio abrir, sino una mujer en quien ya resplandecía todo el fulgor de
-la belleza. Tenía la cara oval, pero no muy prolongada; los labios
-carnosos, entreabiertos y risueños; los ojos lánguidamente entornados, y
-un hoyuelo en la barba, que parecía abierto por la yema del dedo
-juguetón de Cupido. Su peinado era extraño y gracioso: un grupo
-compacto, á manera de piña de bucles al lado de las sienes y un cesto
-de trenzas en lo alto de la cabeza. Este peinado antiguo, que remangaba
-en la nuca, descubría toda la morbidez de la fresca garganta, donde el
-hoyo de la barbilla se repetía más delicado y suave. En cuanto al
-vestido..... Yo no acierto á resolver si nuestras abuelas eran de suyo
-menos recatadas de lo que son nuestras esposas, ó si los confesores de
-antaño gastaban manga más ancha que los de hogaño; y me inclino á creer
-esto último, porque hará unos sesenta años las hembras se preciaban de
-cristianas y devotas, y no desobedecerían á su director de conciencia en
-cosa tan grave y patente. Lo indudable es que si en el día se presenta
-alguna señora con el traje de la dama del retrato, ocasiona un motín;
-pues desde el talle (que nacía casi en el sobaco) sólo la velaban leves
-ondas de gasa diáfana, señalando, mejor que cubriendo, dos escándalos de
-nieve, por entre los cuales serpeaba un hilo de perlas, no sin descansar
-antes en la tersa superficie del satinado escote. Con el propio impudor
-se ostentaban los brazos redondos, dignos de Juno, rematados por manos
-esculturales..... Al decir _manos_ no soy exacto, porque en rigor, sólo
-una mano se veía, y esa apretaba un pañuelo rico.
-
-Aún hoy me asombro del fulminante efecto que la contemplación de aquella
-miniatura me produjo, y de cómo me quedé arrobado, suspensa la
-respiración, comiéndome el retrato con los ojos. Ya había yo visto aquí
-y acullá estampas que representaban mujeres bellas; frecuentemente, en
-las _Ilustraciones_, en los grabados mitológicos del comedor, en los
-escaparates de las tiendas, sucedía que una línea gallarda, un contorno
-armonioso y elegante, cautivaba mis miradas precozmente artísticas; pero
-la miniatura encontrada en el cajón de mi tía, aparte de su gran
-gentileza, se me figuraba como animada de sutil aura vital; advertíase
-en ella que no era el capricho de un pintor, sino imagen de persona
-real, efectiva, de carne y hueso. El rico y jugoso tono del empaste,
-hacía adivinar, bajo la nacarada epidermis, la sangre tibia; los labios
-se desviaban para lucir el esmalte de los dientes; y, completando la
-ilusión, corría alrededor del marco una orla de cabellos naturales,
-castaños, ondeados y sedosos, que habían crecido en las sienes del
-original. Lo dicho: aquello, más que copia, era reflejo de persona viva,
-de la cual sólo me separaba un muro de vidrio..... Puse la mano en él,
-lo calenté con mi aliento, y se me ocurrió que el calor de la misteriosa
-deidad se comunicaba á mis labios y circulaba por mis venas. Estando en
-esto, sentí pisadas en el corredor. Era mi tía que regresaba de sus
-rezos. Oí su tos asmática y el arrastrar de sus pies gotosos. Tuve
-tiempo no más que de dejar la miniatura en el cajón, cerrarlo, y
-arrimarme á la vidriera, adoptando una actitud indiferente y nada
-sospechosa.
-
-Entró mi tía sonándose recio, porque el frío de la iglesia le había
-encrudecido el catarro ya crónico. Al verme se animaron sus ribeteados
-ojillos, y, dándome un amistoso bofetoncito con la seca palma, me
-preguntó si le había revuelto los cajones, según costumbre.
-
-Después, sonriéndose con picardía:
-
---Aguarda, aguarda--añadió--voy á darte algo, que te chuparás los dedos.
-
-Y sacó de su vasta faltriquera un cucurucho, y del cucurucho tres ó
-cuatro bolitas de goma adheridas entre sí, como aplastadas, que me
-infundieron asco.
-
-La estampa de mi tía no convidaba á que uno abriese la boca y se zampase
-el confite: muchos años, la dentadura traspillada, los ojos enternecidos
-más de lo justo, unos asomos de bigote ó cerdas sobre la hundida boca,
-la raya de tres dedos de ancho, unas canas sucias revoloteando sobre las
-sienes amarillas, un pescuezo flácido y lívido como el moco del pavo
-cuando está de buen humor... Vamos, que yo no tomaba las bolitas, ¡ea!
-Un sentimiento de indignación: una protesta varonil se alzó en mí, y
-declaré con energía:
-
---No quiero, no quiero.
-
---¿No quieres? ¡Gran milagro! ¡Tú que eres más goloso que la gata!
-
---Ya no soy ningún chiquillo--exclamé creciéndome, empinándome en la
-punta de los pies--y no quiero dulces.
-
-La tía me miró entre bondadosa é irónica, y al fin, cediendo á la gracia
-que le hice, soltó el trapo, con lo cual se desfiguró y puso patente la
-espantable anatomía de sus quijadas. Reíase de tan buena gana, que se
-besaban barba y nariz, ocultando los labios, y se le señalaban dos
-arrugas, ó mejor, dos zanjas hondas, y más de una docena de pliegues en
-mejillas y párpados; al mismo tiempo, la cabeza y el vientre se le
-columpiaban con las sacudidas de la risa, hasta que al fin vino la tos á
-interrumpir las carcajadas, y entre risas y tos, involuntariamente, la
-vieja me regó la cara con un rocío de saliva... Humillado y lleno de
-repugnancia, huí á escape y no paré hasta el cuarto de mi madre, donde
-me lavé con agua y jabón, y me dí á pensar en la dama del retrato.
-
-Y desde aquel punto y hora ya no acerté á separar mi pensamiento de
-ella. Salir la tía y escurrirme yo hacia su aposento, entreabrir el
-cajón, sacar la miniatura y embobarme contemplándola, todo era uno. A
-fuerza de mirarla, figurábaseme que sus ojos entornados, al través de la
-voluptuosa penumbra de las pestañas, se fijaban en los míos, y que su
-blanco pecho respiraba afanosamente. Me llegó á dar vergüenza besarla,
-imaginando que se enojaba de mi osadía, y sólo la apretaba contra el
-corazón, ó arrimaba á ella el rostro. Todas mis acciones y pensamientos
-se referían á la dama; tenía con ella extraños refinamientos y
-delicadezas nimias. Antes de entrar en el cuarto de mi tía y abrir el
-codiciado cajón, me lavaba, me peinaba, me componía, como ví después que
-suele hacerse para acudir á las citas amorosas.
-
-Me sucedía á menudo encontrar en la calle á otros niños de mi edad, muy
-armados ya de su cacho de novia, que ufanos me enseñaban cartitas,
-retratos y flores, preguntándome si yo no escogería también _mi niña_
-con quien cartearme. Un sentimiento de pudor inexplicable me ataba la
-lengua, y sólo les contestaba con enigmática y orgullosa sonrisa. Cuando
-me pedían parecer acerca de la belleza de sus damiselillas, me encogía
-de hombros y las calificaba desdeñosamente de _feas_ y _fachas_. Ocurrió
-cierto domingo que fuí á jugar á casa de unas primitas mías, muy
-graciosas en verdad, y que la mayor no llegaba á los quince. Estábamos
-muy entretenidos en ver un estereóscopo, y de pronto una de las
-chiquillas, la menor, doce primaveras á lo sumo, disimuladamente me
-cogió la mano, y conmovidísima, colorada como una brasa, me dijo al
-oído:
-
---Toma.
-
-Al propio tiempo sentí en la palma de la mano una cosa blanda y fresca,
-y ví que era un capullo de rosa, con su verde follaje. La chiquilla se
-apartaba sonriendo y echándome una mirada de soslayo; pero yo, con un
-puritanismo digno del casto José, grité á mi vez:
-
---¡Toma!
-
-Y le arrojé el capullo á la nariz, desaire que la tuvo toda la tarde
-llorosa y de monos conmigo, y que aún á estas fechas, que se ha casado y
-tiene tres hijos, no me ha perdonado probablemente.
-
-Siéndome cortas para admirar el mágico retrato las dos ó tres horas que
-entre mañana y tarde se pasaba mi tía en la iglesia, me resolví por fin
-á guardarme la miniatura en el bolsillo, y anduve todo el día
-escondiéndome de la gente lo mismo que si hubiese cometido un crimen. Se
-me antojaba que el retrato, desde el fondo de su cárcel de tela, veía
-todas mis acciones, y llegué al ridículo extremo de que si quería
-rascarme una pulga, atarme un calcetín ó cualquiera otra cosa menos
-conforme con el idealismo de mi amor purísimo, sacaba primero la
-miniatura, la depositaba en sitio seguro y después me juzgaba libre de
-hacer lo que más me conviniese. En fin, desde que hube consumado el
-robo, no cabía en mí; de noche lo escondía bajo la almohada y me dormía
-en actitud de defenderlo; el retrato quedaba vuelto hacia la pared, yo
-hacia la parte de afuera, y despertaba mil veces con temor de que
-viniesen á arrebatarme mi tesoro. Por fin lo saqué de debajo de la
-almohada y lo deslicé entre la camisa y la carne, sobre la tetilla
-izquierda, donde al día siguiente se podían ver impresos los cincelados
-adornos del marco.
-
-El contacto de la cara miniatura me produjo sueños deliciosos. La dama
-del retrato, no en efigie, sino en su natural tamaño y proporciones,
-viva, airosa, afable, gallarda, venía hacia mí para conducirme á su
-palacio, en un carruaje de blandos almohadones. Con dulce autoridad me
-hacía sentar á sus pies en un cojín, y me pasaba la torneada mano por la
-cabeza, acariciándome la frente, los ojos y el revuelto pelo. Yo le leía
-en un gran misal, ó tocaba el laúd, y ella se dignaba sonreirse,
-agradeciéndome el placer que la causaban mis canciones y lecturas. En
-fin, las reminiscencias románticas me bullían en el cerebro, y ya era
-paje, ya trovador.
-
-Con todas estas imaginaciones, el caso es que fuí adelgazando de un modo
-notable, y lo observaron con gran inquietud mis padres y mi tía.
-
---En esa difícil y crítica edad del desarrollo, todo es alarmante--dijo
-mi padre, que solía leer libros de medicina y estudiaba con recelo las
-ojeras obscuras, los ojos apagados, la boca contraída y pálida, y sobre
-todo, la completa falta de apetito que se apoderaba de mí.
-
---Juega, chiquillo; come, chiquillo--solían decirme.
-
-Y yo les contestaba con abatimiento:
-
---No tengo ganas.
-
-Empezaron á discurrirme distracciones; me ofrecieron llevarme al teatro;
-me suspendieron los estudios, y diéronme á beber leche recién ordeñada y
-espumosa. Después me echaron por el cogote y la espalda duchas de agua
-fría, para fortificar mis nervios; y noté que mi padre, en la mesa ó por
-las mañanas cuando iba á su alcoba á darle los buenos días, me miraba
-fijamente un rato y á veces sus manos se escurrían por mi espinazo
-abajo, palpando y tentando mis vértebras. Yo bajaba hipócritamente los
-ojos, resuelto á dejarme morir antes que confesar el delito. En
-librándome de la cariñosa fiscalización de la familia, ya estaba con mi
-dama del retrato. Por fin, para mejor acercarme á ella, acordé suprimir
-el frío cristal: vacilé al ir á ponerlo en obra; al cabo pudo más el
-amor que el vago miedo que semejante profanación me inspiraba, y con
-gran destreza logré arrancar el vidrio y dejar patente la plancha de
-marfil.
-
-Al apoyar en la pintura mis labios y percibir la tenue fragancia de la
-orla de cabellos, se me figuró con más evidencia que era persona
-viviente la que estrechaban mis manos trémulas. Un desvanecimiento se
-apoderó de mí, y quedé en el sofá como privado de sentido, apretando la
-miniatura.
-
-Cuando recobré el conocimiento ví á mi padre, á mi madre, á mi tía,
-todos inclinados hacia mí con sumo interés; leí en sus caras el asombro
-y el susto; mi padre me pulsaba, meneaba la cabeza y murmuraba:
-
---Este pulso parece un hilito, una cosa que se va.
-
-Mi tía, con sus dedos ganchudos, se esforzaba en quitarme el retrato, y
-yo, maquinalmente, lo escondía y aseguraba mejor.
-
---Pero chiquillo... ¡suelta, que lo echas á perder!--exclamaba ella. ¿No
-ves que lo estás borrando? Si no te riño, hombre... yo te lo enseñaré
-cuantas veces quieras; pero no lo estropees; suelta, que le haces daño.
-
---Déjaselo--suplicaba mi madre--el niño está malito.
-
---¡Pues no faltaba más!--contestó la solterona.--¡Dejarlo! ¿Y quién hace
-otro como ese... ni quién me vuelve á mí á los tiempos aquéllos? ¡Hoy
-en día nadie pinta miniaturas... eso se acabó... y yo también me acabé y
-no soy lo que ahí aparece!
-
-Mis ojos se dilataban de horror; mis manos aflojaban la pintura. No sé
-cómo pude articular:
-
---Usted... el retrato... es usted...
-
---¿No te parezco tan guapa, chiquillo? ¡Bah! veintitrés años son más
-bonitos que... que... que no sé cuántos, porque no llevo la cuenta;
-nadie ha de robármelos!
-
-Doblé la cabeza, y acaso me desmayaría otra vez; lo cierto es que mi
-padre me llevó en brazos á la cama, y me hizo tragar unas cucharadas de
-Oporto.
-
-Convalecí presto y no quise entrar más en el cuarto de mi tía.
-
-
-
-
-La inspiración
-
-
-Temporada fatal estaba pasando el ilustre Fausto, el gran poeta. Por una
-serie de circunstancias engranadas con persistencia increíble, todo le
-salía mal, todo fallido, raquítico, como si en torno suyo se secasen los
-gérmenes y la tierra se esterilizase. Sin ser viejo de cuerpo, envejecía
-rápidamente su alma, deshojándose en triste otoñada sus amarillentas
-ilusiones. Lo que le abrumaba no era dolor, sino atonía de su ardorosa
-sensibilidad y de su imaginación fecunda.
-
-Acababa de romper relaciones con una mujer á quien no amaba; aquello
-principió por una comedia sentimental, y duró entre una eternidad de
-tedio, el cansancio insufrible del actor que representa un papel
-antipático, que ya va olvidando de puro sabido, en un drama sin interés
-y sin literatura. Y, no obstante, cuando la mujer mirada con tanta
-indiferencia le suplantó descaradamente y le hizo blanco de acerbas
-pullas que se repetían en los salones, Fausto sintió una de esas
-amarguras secas, irritantes, que ulceran el alma, y quedó, sin
-querérselo confesar, descontento de sí, rebajado á sus propios ojos,
-saturado de un escepticismo vulgar y prosaico, embebido de la ingrata
-convicción de que su mente ya no volvería á crear obra de arte, ni su
-corazón á destilar sentimiento.
-
-Sí; Fausto se imaginaba que no era poeta ya. Así como los místicos
-tienen horas en que la frialdad que advierten les induce á dudar de su
-propia fe, los artistas desfallecen en momentos dados, creyéndose
-impotentes, paralíticos, muertos. Recluído en su gabinete, Fausto
-llamaba á la musa; pero en vano brillaba la lámpara, ardía la chimenea,
-exhalaban perfume los jacintos y las violetas, susurraba la seda del
-cortinaje: la infiel no acudía á la cita, y Fausto, con la frente
-calenturienta apoyada en la palma de la mano--actitud familiar para
-todos los que han luchado á solas con el ángel rebelde--no sentía fluir
-ni una gota del manantial delicioso: solo veía rocas negras, áridos
-arenales caldeados por el sol del desierto.
-
-En aquellos momentos de agonía, su conciencia le acusaba, diciéndole que
-la decadencia del artista procedía del indiferentismo del hombre; que la
-poesía no acude á los páramos, sino á los oasis, y que si no podía
-volver á amar, tampoco podría volver á aparear versos--como quien unce
-parejas de corzas blancas al mismo carro de oro.--Las mujeres que le
-habían burlado y abandonado eran, sin duda, indignas de su amor; pero
-tampoco él--Fausto, el poeta, el soñador, el ave--se había tomado el
-trabajo de quererlo inspirar, ni menos de sentirlo. El desierto no era
-el alma ajena, era su alma; quien sólo ofrece llanuras candentes y
-peñascales yermos, no extrañe que el viajero cansado no se siente á
-reposar, ni quiera dormir larga y dulce siesta, como la que se duerme á
-la sombra de las palmeras verdes, al lado del fresco pozo...
-
-Paseábase Fausto una tarde de Septiembre, á pie y sin objeto, por una de
-las solitarias rondas madrileñas, y al borde de un solar cercado de
-tablas divisó grupos de gente que examinaba con muestras de vivísimo
-interés, algo caído en el suelo. Las cabezas se inclinaban, y del corro
-salían exclamaciones de lástima y admiración. Fausto iba á pasar sin
-hacer caso; pero una sensación indefinible de curiosidad cruel le empujó
-al remolino. Pensó que la realidad es madre de la poesía, y que á veces
-del incidente más vulgar salta la chispa generadora. No sin algún
-trabajo consiguió abrirse camino, y ya en primera fila, pudo ver lo que
-causaba el asombro de aquel gentío humilde.
-
-Sobre la hierba enteca y mísera que á duras penas brotaba del terreno
-arcilloso, yacía tendida una mujer joven, de sorprendente belleza. La
-palidez de la muerte, y esa especie de misteriosa dignidad y calma que
-imprime á las facciones, la hacían semejante á perfectísimo busto de
-mármol, y el ligero vidriado de los árabes ojos no amenguaba su dulzura.
-El pelo, suelto, rodeaba como un cojín de terciopelo mate la faz, y la
-boca, entreabierta, dejaba ver los dientes de nácar entre los
-descoloridos y puros labios. No se distinguía herida alguna en el cuerpo
-de la joven, y sus ropas conservaban decente compostura. Estaba echada
-de lado. Una faja de lana unía su cintura á la de un mocetón feo y
-tosco, muerto también, de un balazo que, entrando por el oído, había
-roto el cráneo. Sin duda en la agonía de los dos enamorados la faja
-debió de aflojarse, pues la mujer aparecía algo vuelta hacia la derecha,
-y el mozo á la izquierda, como desviándose de su compañera en el morir.
-
-Con mezcla de piedad y de enojo, los albañiles, las lavanderas y los
-guardias de orden público comentaban el trágico suceso.--Tratábase de un
-doble suicidio, concertado de antemano, y hasta anunciado por el bruto
-del mozo, en una taberna, la noche anterior.--La oposición de los padres
-de ella, las malas costumbres de él, y el haber caído soldado, eran la
-causa. Ella no podía resignarse á la separación: ella misma, la mujer
-apasionada, había lanzado la terrible idea, acogida con fruición
-estúpida por el hombre celoso y feroz: morir, irse abrazados á donde
-Dios dispusiese; no apartarse ya nunca; pese á quien pese, desposarse en
-el ataúd... Sin dilación adquirió el revólver, y después de una mañana
-que pasaron juntos almorzando en un ventorro, los dos amantes se habían
-recogido al extraviado solar, donde, arrollando primero la faja del mozo
-alrededor de ambas cinturas, ella había tendido con sublime confianza el
-seno izquierdo, sin que, ni al sentir sobre el corazón el cañón del
-arma, se borrase de sus labios aquella sonrisa que aún conservaba fija
-en la boca, ¡aquella sonrisa que lucía los dientes de nácar entre los
-descoloridos y puros labios!
-
-Por la noche, al retirarse Fausto á su casa, percibió una fiebre
-singular que conocía de antemano, pues solía experimentarla cada vez que
-se renovaba su ser con afectos nunca sentidos. Semejante excitación
-nerviosa señalaba, como la manecilla del reloj, las etapas sucesivas de
-su vida moral. La alegría extremada, la pena vehemente é inconsolable se
-anunciaban igualmente para Fausto con un desasosiego raro, una inquietud
-del corazón, que ya acelera sus latidos, ya se aquieta y desmaya hasta
-el síncope. Las horas nocturnas las contó desvelado en la cama: no podía
-apartar del pensamiento la imagen de la muchacha muerta; y mientras
-volvía á ver el solar, el corro de curiosos, el grupo trágico de los
-amantes que abrazados emprenden el viaje sin regreso, un bullir confuso
-de rimas, un surgir de estrofas incompletas, un rodar oceánico de versos
-sonoros ascendía de su corazón palpitante á su cerebro, y bajaba
-después, á manera de corriente impetuosa, á su mano impaciente ya de
-asir la pluma...
-
-Lo más raro de todo era que Fausto, con la fantasía, enmendaba la plana
-al ciego Destino. La hermosa niña que había recibido en el seno
-izquierdo la bala, no estaba enamorada del bárbaro y plebeyo borrachín,
-del perdulario soez que descansaba á su lado, y que la amarró con la
-faja antes de darle muerte. No: el predilecto de aquella mujer que sabía
-querer y morir; el que antes de asesinarla había aspirado el aliento de
-su boca de virgen, era Fausto, el poeta; Fausto, que por fin encontraba
-su ideal, y que al encontrarlo prefería dejar la tierra, sellando con el
-sello de lo irreparable tan magnífica pasión.
-
-¿Quién duda que sólo Fausto, capaz de comprender el valor de la acción
-sublime, merecía haberla inspirado? Corrigiendo la inepcia de los
-hechos, despreciando la vana apariencia de lo real, Fausto recogía para
-sí la ardiente flor amorosa, la flor de sangre sembrada en el erial de
-la ronda madrileña. Él era el compañero de aquella muerta que sonreía;
-él era quien había apoyado el revólver sobre el impávido seno de la
-heroina, no sólo tranquila ante la muerte, sino prendada de la muerte
-que une eternamente, sin separación posible, á los que se quisieron con
-delirio... Y la sugestión fue tan fuerte, que Fausto arrojó las sábanas,
-encendió luz y empezó á emborronar papel...
-
- * * * * *
-
-Tal fué el origen del poema _Juntos_, el mejor timbre de gloria de
-Fausto, lo que consagrará ante la posteridad su nombre, porque _Juntos_
-es (lo afirma la crítica) una maravilla de sentimiento verdadero, y se
-comprende que está escrito con lágrimas vivas del poeta, que corresponde
-á penas y goces no fingidos,--á algo que no se inventa, porque no puede
-inventarse.
-
-
-
-
-Champagne
-
-
-Al destaparse la botella de dorado casco, se obscurecieron los ojos de
-la compañera momentánea de Raimundo Valdés, y aquella sombra de dolor ó
-de recuerdo despertó la curiosidad del joven, que se propuso inquirir
-por qué una hembra que hacía profesión de jovialidad se permitía
-demostrar sentimientos tristes, lujo reservado solamente á las mujeres
-honradas, dueñas y señoras de su espíritu y de su corazón.
-
-Solicitó una confidencia y, sin duda, la _prógima_ se encontraba en uno
-de esos instantes en que se necesita expansión, y se le dice al primero
-que llega lo que más hondamente puede afectarnos, pues sin dificultades
-ni remilgos contestó, pasándose las manos por los ojos:
-
---Me conmueve siempre ver abrir una botella de Champagne, porque ese
-vino me costó muy caro... el día de mi boda.
-
---¿Pero tú te has casado alguna vez... ante un cura?--preguntó Raimundo
-con festiva insolencia.
-
---Ojalá no--repuso ella con el acento de la verdad, con franqueza
-impetuosa.--Por haberme casado ando como me veo.
-
---Vamos, ¿tu marido será algún tramposo, algún perdis?
-
---Nada de eso. Administra muy bien lo que tiene, y posee miles de
-duros... miles, sí, ó cientos de miles.
-
---Chica, ¡cuántos duros! En ese caso... ¿te daba mala vida? ¿Tenía líos?
-¿Te pegaba?
-
---Ni me dió mala vida, ni me pegó, ni tuvo líos, que yo sepa... ¡Después
-sí que me han pegado! Lo que hay es que le faltó tiempo para darme vida
-mala ni buena, porque estuvimos juntos, ya casados, un par de horas nada
-más.
-
---¡Ah!--murmuró Valdés, presintiendo una aventura interesante.
-
---Verás lo que pasó, prenda. Mis padres fueron personas muy regulares,
-pero sin un céntimo. Papá tenía un empleíllo, y con el angustiado sueldo
-se las arreglaban. Murió mi madre; á mi padre le quitaron el destino...
-y como no podía mantenernos el pico á mi hermano y á mí, y era bastante
-guapo, se dejó camelar por una jamona muy rica, y se casó con ella en
-segundas. Al principio mi madrastra se portó... vamos, bien: no nos
-miraba á los hijastros con malos ojos. Pero así que yo fuí creciendo y
-haciéndome mujer, y que los hombres, dieron en decirme cosas en la
-calle, comprendí que en casa me cobraban ojeriza. Todo cuanto yo hacía
-era mal hecho, y tenía siempre detrás al juez y al alguacil... la
-madrastra. Mi padre se puso muy pensativo, y comprendí que le llegaba al
-alma que se me tratase mal. Y lo que resultó de estas trifulcas, fué que
-se echaron á buscarme marido para zafarse de mí. Por casualidad lo
-encontraron pronto, sujeto acomodado, cuarentón, formal, recomendable,
-seriote... En fin, mi mismo padre se dió por contento y convino en que
-era una excelente proporción la que se me presentaba. Así es que ellos
-en confianza trataron y arreglaron la boda, y un día, encontrándome yo
-bien descuidada... ¡á casarse! y no vale replicar.
-
---¿Y qué efecto te hizo la noticia? ¿Malo, eh?
-
---Malísimo... porque yo tenía la tontuna de estar enamorada hasta los
-tuétanos, como se enamora una chiquilla, pero chiquilla forrada de
-mujer... de _uno_ de infantería, un teniente pobre como las ratas... y
-se me había metido en la cabeza que aquel había de ser mi marido apenas
-saliese á capitán. Las súplicas de mi padre; los consejos de las amigas;
-las órdenes y hasta los pescozones de mi madrastra--que no me dejaba
-respirar--me aturdieron de tal manera, que no me atreví á resistir. Y
-vengan regalos, y desclávense cajones de vestidos enviados de Madrid, y
-cuélguese usted los faralaes blancos, y préndase el embelequito de la
-corona de azahar, y á la iglesia, y ahí te suelto la bendición, y en
-seguida gran comilona, los amigos de la familia y la parentela del novio
-que brindan y me ponen la cabeza como un bombo, á mí que más ganas
-tenía de lloriquear que de probar bocado...
-
---Hija, por ahora no encuentro mucho de particular en tu historia.
-Casarse así, rabiando y por máquina, es bastante frecuente.
-
---Aguarda, aguarda--advirtió amenazándome con la mano.--Ahora entra lo
-ridículo, la peripecia... Pues señor, yo en mi vida había probado el tal
-Champagne... Me sirvieron la primera copa para que contestase á los
-brindis, y después de vaciarla me pareció que me sentía con más ánimos,
-que se me aliviaban el malestar y la negra tristeza. Bebí la segunda, y
-el buen efecto aumentó. La alegría se me derramaba por el cuerpo...
-Entonces me deslicé á tomar tres, cuatro, cinco, quizás media docena...
-
-Los convidados bromeaban celebrando la gracia de que bebiese así, y yo
-bebía buscando en la especie de vértigo que causa el Champagne un olvido
-completo de lo que había de suceder y de lo que me estaba sucediendo ya.
-Sin embargo, me contuve antes de llegar á trastornarme por completo, y
-sólo podían notar en la mesa que reía muy alto, que me relucían los
-ojos, y que estaba sofocadísima.
-
-Nos esperaba un coche á mi marido y á mí, coche que nos había de llevar
-á una casa de campo de él, á pasar la primer semana después de la
-boda.--Chiquillo, no sé si fué el movimiento del coche ó si fué el aire
-libre, ó buenamente que estaba yo como una uva,--pero lo cierto es que
-apenas me ví sola con el tal hombre y él pretendió hacerme garatusas
-cariñosas, se me desató la lengua, se me arrebató la sangre, y le solté
-de pe á pa lo del teniente, y que sólo al teniente quería, y teniente va
-y teniente viene, y dale con si me han casado contra mi gusto, y toma
-conque ya me desquitaría y le mataría á palos... Barbaridades, cosas que
-inspira el vino á los que no acostumbran... Y mi esposo, más pálido que
-un muerto, mandó que volviese atrás el coche, y en el acto me devolvió á
-mi casa.--Es decir, esto me lo dijeron luego, porque yo, de puro
-borrachina... de nada me enteré.
-
---¿Y nunca más te quiso recibir tu marido?
-
---Nunca más. Parece que le espeté atrocidades tremendas. Ya ves; quien
-hablaba por mi boca era el maldito espumoso...
-
---¿Y... en tu casa? ¿Te admitieron contentos?
-
---¡Quiá! Mi madrastra me insultaba horriblemente, y mi padre lloraba por
-los rincones... Preferí tomar la puerta, ¡qué caramba!
-
---¿Y... el teniente?
-
---¡Sí, busca teniente! Al saber mi boda se había echado otra novia, y se
-casó con ella poco después.
-
---¿Sabes que has tenido mala sombra?
-
---Mala por cierto... Pero creo que si todas las mujeres hablasen lo que
-piensan, como hice yo por culpa del Champagne, más de cuatro y más de
-ocho se verían peor que esta individua.
-
---¿Y no te da tu marido alimentos? La ley le obliga.
-
---¡Bah! Eso ya me lo avisó un abogadito que tuve... ¡El diablo que se
-meta á pleitear! ¿Voy á pedirle que me mantenga á ese, después del
-desengaño que le costé? Anda, ponme más Champagne... Ahora ya puedo
-beber lo que quiera. No se me escapará ningún secreto.
-
-
-
-
-Sor Aparición
-
-
-En el convento de las Clarisas de S..., al través de la doble reja baja,
-ví á una monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero
-tenía el rostro pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz, y
-guardaba inmovilidad absoluta. No parecía más viva que los yacentes
-bultos de una reina y una infanta, cuyos mausoleos de alabastro
-adornaban el coro. De pronto la monja prosternada se incorporó, sin duda
-para respirar, y pude distinguir sus facciones. Se notaba que había
-debido de ser muy hermosa en sus juventudes, como se conoce que unos
-paredones derruídos fueron palacios espléndidos. Lo mismo podría contar
-la monja ochenta años que noventa: su cara, de una amarillez sepulcral,
-su temblorosa cabeza, su boca consumida, sus cejas blancas, revelaban
-ese grado sumo de la senectud en que hasta es insensible el paso del
-tiempo.
-
-Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo,
-eran los ojos. Desafiando á la edad, conservaban, por caso extraño, su
-fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y
-dramática. La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes
-ojos volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en
-el claustro ofreciendo á Dios un corazón inocente; delataban un pasado
-borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí
-ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase á alguien
-conocedor del secreto de la religiosa.
-
-Sirvióme la casualidad á medida del deseo. La misma noche, en la mesa
-redonda de la posada, trabé conversación con un caballero machucho, muy
-comunicativo y más que medianamente perspicaz, de esos que gozan cuando
-enteran á un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en par
-el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de las Claras
-é indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja, mi
-guía exclamó:
-
---¡Ah! ¡Sor Aparición! Ya lo creo, ya lo creo... Tiene un _no sé qué_ en
-los ojos... Lleva escrita allí su historia. Donde usted la ve, los dos
-surcos de las mejillas, que de cerca parecen canales, se los han abierto
-las lágrimas. ¡Llorar más de cuarenta años! Ya corre agua salada en
-tantos días... El caso es que el agua no le ha apagado las brasas de la
-mirada... ¡Pobre Sor Aparición! Le puedo descubrir á usted el _quid_ de
-su vida mejor que nadie, porque mi padre la conoció moza, y hasta creo
-que la hizo unas miajas el amor... ¡Es que era una deidad!
-
-Sor Aparición se llamó en el siglo Irene. Sus padres eran gente hidalga,
-ricachos de pueblo; tuvieron varios retoños, pero los perdieron, y
-concentraron en Irene el cariño y el mimo de hija única. El pueblo donde
-nació se llama A... Y el destino, que con las sábanas de la cuna empieza
-á tejer la cuerda que ha de ahorcarnos, hizo que en ese mismo pueblo
-viese la luz, algunos años antes que Irene, el famoso poeta...
-
-Lancé una exclamación y pronuncié, adelantándome al narrador, el
-glorioso nombre del autor del _Arcángel maldito_,--tal vez el más
-genuino representante de la fiebre romántica;--nombre que lleva en sus
-sílabas un eco de arrogancia desdeñosa, de mofador desdén, de acerba
-ironía y de nostalgia desesperada y blasfemadora. Aquel nombre y el
-mirar de la religiosa se confundieron en mi imaginación, sin que todavía
-el uno me diese la clave del otro, pero anunciando ya, al aparecer
-unidos, un drama del corazón de esos que chorrean viva sangre.
-
---El mismo--repitió mi interlocutor--el célebre Juan de Camargo, orgullo
-del pueblecito de A..., que ni tiene aguas minerales, ni santo
-milagroso, ni catedral, ni lápidas romanas, ni nada notable que enseñar
-á los que lo visitan, pero repite envanecido: «En esta casa de la plaza
-nació Camargo.»
-
---Vamos--interrumpí--ya comprendo; Sor Aparición... digo, Irene, se
-enamoró de Camargo, él la desdeñó, y ella, para olvidar, entró en el
-claustro...
-
---¡Chsss!--exclamó el narrador sonriendo;--¡espere usted, espere usted,
-que si no fuese más! De eso se ve todos los días; ni valdría la pena de
-contarlo. No; el caso de Sor Aparición tiene miga. Paciencia, que ya
-llegaremos al fin.
-
-De niña, Irene había visto mil veces á Juan de Camargo, sin hablarle
-nunca, porque él era ya mozo y muy huraño y retraído: ni con los demás
-chicos del pueblo se juntaba. Al romper Irene su capullo, Camargo,
-huérfano, ya estudiaba leyes en Salamanca, y sólo venía á casa de su
-tutor durante las vacaciones. Un verano, al entrar en A..., el
-estudiante levantó por casualidad los ojos hacia la ventana de Irene y
-reparó en la muchacha, que fijaba en él los suyos... unos ojos de date
-preso, dos soles negros, porque ya ve usted lo que son todavía ahora.
-Refrenó Camargo el caballejo de alquiler, para recrearse en aquella
-soberana hermosura; Irene era un asombro de guapa. Pero la muchacha,
-encendida como una amapola, se quitó de la ventana cerrándola de golpe.
-Aquella misma noche, Camargo, que ya empezaba á publicar versos en
-periodiquillos, escribió unos, preciosos, pintando el efecto que le
-había producido la vista de Irene en el momento de llegar á su pueblo...
-Y envolviendo en los versos una piedra, al anochecer la disparó contra
-la ventana de Irene. Rompióse el vidrio, y la muchacha recogió el papel
-y leyó los versos, no una vez, ciento, mil: los bebió, se empapó en
-ellos. Sin embargo, aquellos versos, que no figuran en la colección de
-las poesías de Camargo, no eran declaraciones amorosas, sino algo raro,
-mezcla de queja é imprecación. El poeta se dolía de que la pureza y la
-hermosura de la niña de la ventana no se hubiesen hecho para él, que era
-un réprobo. Si él se acercase, marchitaría aquella azucena... Después
-del episodio de los versos, Camargo no dió señales de acordarse de que
-existía Irene en el mundo, y en Octubre se dirigió á Madrid. Empezaba el
-período agitado de su vida, las aventuras políticas y la actividad
-literaria.
-
-Desde que Camargo se marchó, Irene se puso triste, llegando á enfermar
-de pasión de ánimo. Sus padres intentaron distraerla; la llevaron algún
-tiempo á Badajoz, la hicieron conocer jóvenes, asistir á bailes; tuvo
-adoradores, oyó lisonjas... pero no mejoró de humor ni de salud.
-
-No podía pensar sino en Camargo, á quien era aplicable lo que dice Byron
-de _Lara_: que los que le veían no le veían en vano; que su recuerdo
-acudía siempre á la memoria, pues hombres tales lanzan un reto al desdén
-y al olvido. No creía la misma Irene hallarse enamorada; juzgábase sólo
-víctima de un maleficio, emanado de aquellos versos tan sombríos, tan
-extraños. Lo cierto es que Irene tenía eso que ahora llaman obsesión, y
-á todas horas veía _aparecerse_ á Camargo, pálido, serio, el rizado pelo
-sombreando la pensativa frente... Los padres de Irene, al observar que
-su hija se moría minada por un padecimiento misterioso, decidieron
-llevarla á la corte, donde hay grandes médicos para consultar y también
-grandes distracciones.
-
-Cuando Irene llegó á Madrid, era célebre Camargo. Sus versos fogosos,
-altaneros, de sentimiento fuerte y nervioso, hacían escuela; sus
-aventuras y genialidades se comentaban. Asociada con él una pandilla de
-perdidos, de bohemios desenfadados é ingeniosos, cada noche inventaban
-nuevas diabluras, y ya turbaban el sueño de los honrados vecinos, ya
-realizaban las orgiásticas proezas á que aluden ciertas poesías
-blasfemas y obscenas, que algunos críticos aseguran que no son de
-Camargo en realidad. Con las borracheras y el libertinaje alternaban las
-sesiones en las logias masónicas y en los comités; Camargo se preparaba
-ya la senda de la emigración. No estaba enterada de todo esto la
-provinciana y cándida familia de Irene; y como se encontrasen en la
-calle al poeta, le saludaron alegres, que al fin era _de allá_.
-
-Camargo, sorprendido otra vez de la hermosura de la joven; notando que
-al verle se teñían de púrpura las descoloridas mejillas de una niña tan
-preciosa, les acompañó, y prometió visitar á sus convecinos. Quedaron
-lisonjeados los pobres lugareños, y creció su satisfacción al notar que
-de allí á pocos días, habiendo cumplido Camargo su promesa, Irene
-revivía. Desconocedores de la crónica, les parecía Camargo un yerno
-posible, y consintieron que menudease las visitas.
-
-Veo en su cara de usted que cree adivinar el desenlace... ¡No lo
-adivina! Irene, fascinada, trastornada como si hubiese bebido zumo de
-yerbas, tardó sin embargo seis meses en acceder á una entrevista á
-solas, en la misma casa de Camargo. La honesta resistencia de la niña
-fué causa de que los perdidos amigotes del poeta se burlasen de él, y el
-orgullo, que es la raíz venenosa de ciertos romanticismos, como el de
-Byron y el de Camargo, inspiró á éste una apuesta, un desquite satánico,
-infernal. Pidió, rogó, se alejó, volvió, dió celos, fingió planes de
-suicidio, é hizo tanto, que Irene, atropellando por todo, consintió en
-acudir á la peligrosa cita. Gracias á un milagro de valor y decoro,
-salió de ella pura y sin mancha, y Camargo sufrió una chacota que le
-enloqueció de despecho.
-
-A la segunda cita, se agotaron las fuerzas de Irene, se obscureció su
-razón y fué vencida. Y cuando, confusa y trémula, yacía, cerrando los
-párpados, en brazos del infame, éste exhaló una estrepitosa carcajada,
-descorrió unas cortinas, é Irene vió que la devoraban los impuros ojos
-de ocho ó diez hombres jóvenes, que también reían y palmoteaban
-irónicamente...
-
-Irene se incorporó, dió un salto, y sin cubrirse, con el pelo suelto y
-los hombros desnudos, se lanzó á la escalera y á la calle. Llegó á su
-morada seguida de una turba de pilluelos que la arrojaban barro y
-piedras. Jamás consintió decir de dónde venía, ni qué le había
-sucedido.--Mi padre lo averiguó, porque, casualmente, era amigo de uno
-de los de la apuesta de Camargo.--Irene sufrió una fiebre de septenarios
-en que estuvo desahuciada; así que convaleció, entró en este
-convento--lo más lejos posible de A...--Su penitencia ha espantado á las
-monjas: ayunos increíbles; mezclar el pan con ceniza; pasarse tres días
-sin beber; las noches de invierno descalza y de rodillas, en oración:
-disciplinarse, llevar una argolla al cuello, una corona de espinas bajo
-la toca, un rallo á la cintura...
-
-Lo que más edificó á sus compañeras, que la tienen por santa, fué el
-continuo llorar. Cuentan--pero serán consejas--que una vez llenó de
-llanto la escudilla del agua. ¡Y quién le dice á usted que de repente se
-le quedan los ojos secos, sin una lágrima, y brillando de ese modo que
-ha notado usted!--Esto aconteció más de veinte años hace; las gentes
-piadosas creen que fué la señal del perdón de Dios. No obstante, Sor
-Aparición, sin duda, no se cree perdonada, porque, hecha una momia,
-sigue ayunando y postrándose y usando el cilicio de cerda...
-
---Es que hará penitencia por dos--respondí, admirada de que en este
-punto fallase la penetración de mi cronista.--¿Piensa usted que Sor
-Aparición no se acuerda del alma infeliz de Camargo?
-
-
-
-
-¿Justicia?
-
-
-Sin ser filósofo ni sabio; con sólo la viveza del natural discurso,
-Pablo Roldán había llegado á formarse en muchas cuestiones un criterio
-extraño é independiente; no digo que superior, porque no pienso que lo
-sea,--pero al menos distinto del de la generalidad de los mortales.--En
-todo tiempo habrán existido estas divergencias entre el modo de pensar
-colectivo y el de algunos individuos innovadores ó retrógrados con
-exceso, pues tanto nos separamos de nuestra época por adelantarnos como
-por rezagarnos.
-
-Uno de los problemas que Pablo Roldán consideraba de modo original y
-hasta chocante, era el de la infidelidad de la esposa. Es de advertir
-que Pablo Roldán estaba casado, y con dama tan principal, moza, hermosa
-y elegante, que se llevaba los ojos y quizás el corazón de cuantos la
-veían. Un tesoro así debiera hacer vigilante á su guardador; pero Pablo
-Roldán no sólo alardeaba de confianza ciega, rayana en descuido, sinó
-que declaraba que la vigilancia le parecía inútil, porque no juzgándose
-_propietario_ de su bella mitad, no se creía en el caso de guardarla
-como se guarda una viña, un huerto ó una caja de valores. Una
-mujer--decía sonriendo Pablo--se diferencia de una fruta y de un rollo
-de billetes de Banco, en que tiene conciencia y lengua. A nadie se le ha
-ocurrido hacer responsable á la pavía si un ratero la hurta y se la
-come. La mujer es capaz y responsable--y vean cómo realmente, pareciendo
-tan bonachón, soy más rígido que ustedes los celosos extremeños.--La
-mujer es responsable, culpable... entendámonos: cuando engaña. Claro que
-la mía, moralmente, no conseguirá nunca engañarme, porque yo sería la
-flor de los imbéciles si al acercarme á ella no comprendiese la
-impresión que la produzco; si me ama, ó la soy indiferente, ó no me
-puede sufrir. Del estado de su alma no necesitará mi esposa darme
-cuenta: yo adivinaré... ¡No faltaría más! Y al adivinar--tan cierto como
-me llamo Pablo Roldán y me tengo por hombre de honor--consideraré roto
-el lazo que la sujeta á mí, y no haré al autor de las almas la ofensa de
-violentar un alma esencialmente igual á la mía... Desde el día en que no
-me quiera, mi mujer será _interiormente_ libre como el aire. Sin
-embargo--pues el nudo legal es indisoluble y la equivocación mutua,--le
-advertiré que queda obligada á salvar las apariencias, á tener muy en
-cuenta la exterioridad, á no hacerme blanco de la burla; y yo, por mi
-parte, me creeré en el deber de seguir amparándola, de escudarla contra
-el menosprecio. ¡Bah! Amigo mío, esto es hablar por hablar; Felicia
-parece que aun no me ha perdido el cariño... Son teorías, y ya sabe
-usted que, llegado el caso práctico, raro es el hombre que las aplica
-rigurosamente.
-
-No platicaba así Roldán sino con los pocos que tenía por verdaderos
-amigos y hombres de corazón y de entendimiento; con los demás creía él
-que no se debían conferir puntos tan delicados. Al parecer, el sistema
-amplio y generoso de Pablo daba resultados excelentes: el matrimonio
-vivía unido, respetado, contento. No obstante, yo que lo observaba sin
-cesar, atraído por aquel experimento curioso, empecé á notar,
-transcurridos algunos años--poco después de que la mujer de Pablo entró
-en el período de esplendor de la belleza femenina, los treinta--ciertos
-síntomas que me inquietaron un poco. Pablo andaba á veces triste y
-meditabundo; tenía días de murria, momentos de distracción y ausencia,
-aunque se rehacía luego y volvía á su acostumbrada ecuanimidad. En
-cambio, su mujer demostraba una alegría y animación exageradas y
-febriles, y se entregaba más que nunca al mundo y á las fiestas. Seguían
-yendo siempre juntos; las buenas costumbres conyugales no se habían
-alterado en lo más mínimo; pero yo, que tampoco soy la flor de los
-imbéciles, no podía dudar que existía en aquella pareja antes venturosa
-algún desajuste, alguna grieta oculta, algo que alteraba su contextura
-íntima. Para la gente, el matrimonio Roldán se mantenía inalterable;
-para mí, el matrimonio Roldán se había disuelto.
-
-Por aquel entonces se anunció la boda de cierta opulenta señorita, y los
-padres convidaron á sus relaciones á examinar las _vistas_ y ricos
-regalos que formaban la canastilla de la novia. Encontrábame entretenido
-en admirar un largo hilo de perlas, obsequio del novio, cuando ví entrar
-á Pablo Roldán y á su mujer. Acercáronse á la mesa cargada de preseas
-magníficas, y la gente agolpada les abrió paso difícilmente. La señora
-de Roldán se extasió con el hilo de perlas: ¡qué iguales! ¡qué gruesas!
-¡qué oriente tan nacarado y tan puro! Mientras expresaba su admiración
-hacia la joya, noté...--¿quién explicaría el por qué me fijaba
-ansiosamente en los movimientos de la mujer de Pablo?--noté, digo, que
-se deslizaba hacia ella, como para compartir su admiración, Dámaso
-Vargas Padilla, mozo más conocido por calaveradas y despilfarros que por
-obras de caridad, y hube de ver que sobre el color avellana del guante
-de Suecia de la dama relucía un objetito blanco, inmediatamente
-trasladado á los dominios de un guante rojizo del Tirol... Y sentí el
-mismo estremecimiento que si de cosa propia se tratase, al cerciorarme
-de que Pablo Roldán, demudado y con el rostro color de muerto, había
-visto como yo, y sorprendido, como yo, el paso del billete de manos de
-su mujer á manos de Vargas...
-
-Temí que se arrojase sobre los que así le escarnecían en público. No se
-arrojó; no dió la más leve muestra de cólera ó pesadumbre. Al contrario,
-siguió curioseando y alabando las galas bonitas, revolviendo y mezclando
-los objetos colocados más cerca, deteniéndose y obligando á su mujer á
-que se detuviese y reparase el mérito de cada uno. Tan despacio procedió
-á este examen, que la gente fué retirándose poco á poco, y ya no
-quedamos en el gabinete sino media docena de personas. Y cuando me
-disponía á cruzar la puerta, en una ojeada que lancé al descuido, volví
-á ver algo que me hizo el efecto de la espantable cabeza de Medusa,
-paralizándome de horror, dejándome sin voz, sin discurso, sin aliento...
-Pablo Roldán había deslizado rápidamente en el bolsillo de su chaleco el
-hilo de perlas, y salía tranquilo, alta la frente, bromeando con su
-esposa, elogiando un cuadro, en el cual logró concentrar toda la
-atención de los circunstantes.
-
-Desde el día siguiente empezó á murmurarse sobre el tema del robo,
-primero en voz baja, después con escandalosa publicidad. Hubo periódicos
-que lo insinuaron; el _tole tole_ fué horrible. Las muchas personas
-distinguidas que habían admirado las galas de la novia clamaban al cielo
-y mostraban, naturalmente, deseo furioso de que se descubriese al
-ladrón. Se calumnió á varios inocentes, y el rencor buscó medios de
-herir, devolviendo la flecha. Todos respiraron por fin al saber que el
-juez, avisado por una delación anónima, acababa de registrar la casa de
-Pablo, encontrando el hilo de perlas en un armario del tocador de la
-señora de Roldán...
-
-Sólo yo comprendí la tremenda venganza. Sólo yo logré penetrar el
-siniestro enigma, sin clave para la propia señora, que no anda lejos de
-expiar con años de presidio el delito que no cometió. Y un día que
-encontré á Pablo y le abrí mi alma y le confesé mis perplejidades, mis
-dudas respecto á si debía ó no revelar la verdad, puesto que la conocía,
-Pablo me respondió con lágrimas de rabia al borde de los lagrimales:
-
---No intervengas; ¡paso á la justicia, paso!... Dejó de amarme, y no me
-creí con derecho ni á la queja; quiso á otro, y únicamente la rogué que
-no me entregase á la risa del mundo... ¡Ya sabes cómo atendió á mi
-ruego... ya lo sabes! Antes que consiguiese ridiculizarme, la infamé...
-¡Los medios fueron malos, pero... se lo tenía advertido! Si tú eres de
-los que creen que la venganza pertenece á Dios, apártate de mí, porque
-no nos entendemos. Amor, odio y venganza... ¿dónde habrá nada más
-humano?
-
-Me desvié de Pablo Roldán y no quiero volver á verle. No sé juzgarle;
-tan pronto le compadezco, como me inspira horror.
-
-
-
-
-Más allá
-
-
-Era un balneario elegante; pero no de esos en que la gente rica,
-antojadiza y maniática cuida imaginarias dolencias, sino de los que
-reciben todos los años, desde principios de Junio, retahilas de
-verdaderos enfermos pálidos y débiles, y donde, á la hora de la
-consulta, se ven á la puerta del consultorio gestos ansiosos,
-enrojecidos párpados, y señoras de pelo gris, que dan el brazo y
-sostienen á señoritas demacradas, de trabajoso andar. Para decirlo
-pronto: aquellas aguas convenían á los tísicos.
-
-Pared por medio estaban los dos. _Ella_, la niña apasionada y romántica,
-la interesante enfermita que--indiferente á la muerte como
-aniquilamiento del ser físico--no la aceptaba como abdicación de la
-gracia y la belleza; que, á su paso por los salones, cuando los cruzaba
-con porte airoso de ninfa joven, solía levantar un rumor halagüeño, un
-murmurio pérfido de mar que acaricia y devora; y defendiendo hasta el
-último instante su corona de encantos, que iba á marchitarse en el
-sepulcro, se rodeaba de flores y perfumes, sonreía dulcemente, envolvía
-su cuerpo enflaquecido en finos crespones de China y delicados encajes,
-y calzaba su pie menudo de blanco tafilete, con igual coquetería que si
-fuese á dirigir alegre y raudo cotillón.--_El_, el mozo galán que había
-derrochado sus fuerzas vitales con prodigalidad regia, despreciando las
-advertencias de la tierna é inquieta madre y la indicación hereditaria
-de los dos tíos maternos arrebatados en lo mejor de la edad--hasta que
-un día sintió á su vez el golpe sordo que le hería el pecho y le
-disolvía lentamente el pulmón, avivando, en vez de extinguirlo, el
-incendio que siempre había consumido su alma.
-
-Pared por medio estaban los dos, sin conocerse ni saber que existían, y
-sin embargo, el mal que los llevaba á la tumba tenía idéntico origen; el
-mismo anhelo insaciable había atacado en ellos las fuentes de la vida.
-Ella y él, fascinados por el propio sueño, hicieron de la pasión único
-ideal de la existencia, y aspiraron á un amor grande, profundamente
-estético, ardiente y resuelto como si fuese criminal, noble y altivo
-como si fuese legítimo, puro á fuerza de intensidad, abrasador á fuerza
-de pureza. Y como quien busca ave fénix ó talismán poderoso, habían
-buscado ambos la encantada isla de sus ensueños, ella entre los sosos
-incidentes del diario _flirt_, él entre los episodios no menos vulgares
-de la calvatronería orgiástica; hasta que una serie de decepciones
-tristes, cómicas ó indignas les arruinó la salud, dejando intacto el
-tesoro de ilusiones y aspiraciones nunca satisfechas, la sed de amar
-inextinta, más bien exacerbada por la calentura y el alta tensión
-nerviosa, fruto del padecimiento.
-
-¡Quién les dijera que allí, detrás del tabique en cuyo papel de
-caprichosos dibujos hallaban maquinal entretenimiento los aburridos
-ojos, se encontraba lo que habían buscado en balde tanto tiempo, lo que
-necesitaban para asirse otra vez á la existencia!
-
-Porque ya ni él ni ella podían salir del cuarto, ni bajar las escaleras,
-ni comer en el comedor. Postrados y exánimes, les traían el agua mineral
-en un vaso puesto boca abajo sobre un platillo; últimamente, hasta no se
-atrevieron á beber, y el médico, presintiendo fatal desenlace, advirtió
-que convendría atender al alma, señal casi siempre funestísima para el
-pobre del cuerpo.
-
-El y ella se prepararon á recibir á Jesucristo con todo el agasajo que
-tal visita merece. No hubo fuerzas humanas que les impidiesen vestirse y
-engalanarse como para un sarao. Ella se lavó con esencias fragantes y
-jabones exquisitos, hizo peinar esmeradamente la negra mata de pelo, se
-puso traje de blanco gró, y con sonriente coquetería prendió en la
-mantilla sus agujas de turquesas; él atusó la bien recortada barba,
-eligió la camisa más bruñida y tersa, el chaleco de mejor caída, y de
-frac y corbata blanca, esperó á su Dios. Y él y ella, al sentir en los
-labios la sagrada partícula, gozaron un momento de emoción deliciosa:
-les pareció que la efusión esperada en vano, el supremo arrobamiento del
-éxtasis, vendría después de despojada la vestidura carnal, cuando el
-alma, libre y dichosa, volase al seno de su Creador...
-
-Así fué que tuvieron unas últimas horas edificantes, ejemplares, de un
-ardor místico sublime, que hacía derramar lágrimas á los que rodeaban el
-lecho. Sus palabras de esperanza sonaban conmovedoras y misteriosas,
-dichas desde el borde de la huesa. Hablaban del cielo, y diríase que al
-nombrarlo lo veían ya; de tal suerte se iluminaban sus ojos y
-resplandecía en sus rostros la beatitud y la fe que transfigura.
-
-A la misma hora fallecieron, y sus espíritus se encontraron en el camino
-del otro mundo, antes de tomar rumbos distintos, pues él se encaminaba
-al purgatorio en forma de llama rojiza, y ella al cielo, convertida en
-ligero fueguecillo azul. Entonces se vieron por primera vez, y
-sorprendidos, detuviéronse á contemplarse. Como á aquellas alturas todo
-se adivina, inmediatamente adivinaron de qué habían muerto y la
-semejanza de sus destinos durante la vida terrenal. Y así como
-comprendieron claramente que los dos habían muerto de plétora de pasión
-no satisfecha ni entendida, advirtieron también con asombro que él era
-el alma nacida para ella, y ella el corazón capaz de encerrar aquel amor
-infinito de que él se sentía minado y consumido, como el árbol que todo
-se derrite en gomas. Y lo mismo fué advertirlo, que juntarse
-impetuosamente los dos espíritus, mezclándose la llama rojiza con el
-fueguecillo azul tan estrechamente, que se hicieron una luz sola.
-
-Y sucedió que, unidos ya, él no pudo entrar en el purgatorio por la
-parte que llevaba de cielo, y ella tampoco pudo ingresar en el cielo por
-la parte que llevaba de purgatorio. El, generoso, la propuso que se
-apartasen, yéndose ella á disfrutar las dichas del Empíreo; mas ella
-prefirió seguir unida á él, aun á costa de la eterna bienandanza; y
-desde entonces la luz anda errante, y los dos espíritus no hallan otro
-nido para sus amores póstumos, sino la extremidad del palo de algún
-buque, donde los marinos los confunden con el fuego de San Telmo.
-
-
-
-
-La culpable
-
-
-Elisa fué una mujer desgraciadísima durante toda su vida conyugal, y
-murió, joven aún, minada por las penas. Es verdad que había cometido una
-falta muy grave, tan grave que para ella no hay perdón: escaparse con su
-marido antes de que éste lo fuese y pasar en su compañía veinticuatro
-horas de tren... Después, sucedió lo de costumbre: la recogió la
-autoridad, la depositaron en un convento, y á los quince días se casó,
-sin que sus padres asistiesen á la boda; actitud muy digna, en opinión
-de las personas sensatas.
-
-Ellos no se habían opuesto de frente á las relaciones de Elisa con
-Adolfo: mas como quiera que no les agradaba pizca el aspirante, y creían
-conocerle y presentían su condición moral, suscitaron mil dificultades
-menudas y consiguieron dar largas al asunto y entretenerlo por espacio
-de cinco años. Consintieron, eso sí, que Adolfo _entrase en casa_,
-porque tenía poco de seductor y era hasta antipático, y esperaron que
-Elisa perdiese toda ilusión al verle de cerca. Sucedió lo contrario; en
-los interminables coloquios junto á la chimenea; en el diario tortoleo,
-el amante corazón de Elisa se dejó cautivar para siempre, y Adolfo
-aseguró la presa de la acaudalada muchacha. Después de meditadas y
-estratégicas maniobras por parte del novio, llegó el instante de la
-fuga, preliminar del casamiento.
-
-La familia de Elisa tomó muy á pechos el escándalo, por lo mismo que
-eran gente conocida, bien relacionada, preciada de correcta,
-intransigente en cuestiones de moralidad exterior. Hubo en la casa uno
-de esos períodos de disgusto, cerrados, serios, hondos, en que hasta los
-criados andan mohinos; períodos que á las personas entradas en edad les
-cavan una cuarta de sepultura. Las dos hermanas de la fugitiva se
-avergonzaron y corrieron de suerte que en muchos meses no se atrevieron
-á salir á la calle. Una, en especial, se afectó tanto, que fué preciso
-sacarla de Madrid para que no se alterase su salud. La madre jamás
-pronunció el nombre de Elisa sin suspirar, como cuando se nombra á los
-que fallecieron. El padre extremó el procedimiento: cerróse á la banda y
-no nombró á Elisa ya nunca. Si le preguntaban cuántas hijas tenía,
-contestaba que dos. «La otra la perdí», añadía crispando los labios.
-
-Unida ya Elisa con el que había elegido, se propuso ser intachable y
-perfecta en todo para rescatar la falta. No hubo esposa más tierna y
-solícita que Elisa, ni casa mejor gobernada que la suya, ni señora que
-con mayor abnegación prescindiese de sí propia y se eclipsase más
-modestamente en la sombra del hogar. Como al fin tenía pocos años y á
-veces la sangre hervía en sus venas con ímpetu juvenil, cuando veía á
-otras casadas adornarse, cubrirse de joyas, ir á bailes y fiestas y
-sonreir al espejo, y ella se quedaba recluída y en bata casera, decía
-para sí: «Bueno; pero esas no se escaparon con su marido antes de la
-boda.» Y aunque supiese que se escapaban después... ó cosa parecida...
-con otros,--siempre persistía en tenerlas por de mejor condición.
-
-Hasta tal punto se consideró obligada á prestar fianza de su conducta,
-que nunca salió sola, ni consintió recibir una visita estando ausente su
-marido. A los hombres, fuesen jóvenes ó viejos, les hablaba fría y
-desabridamente, cortando en seguida la conversación. Su traje era
-obscuro, subido hasta las orejas, y su peinado estudiadamente sencillo y
-sin coquetería. Aficionada á las esencias y aguas de tocador, las
-suprimió por completo desde que oyó decir que «la mujer de bien, ni ha
-de oler mal, ni ha de oler bien». Ser tenida en concepto de mujer de
-bien, fué su ambición y su sueño; pero desconfiaba de conseguirlo nunca,
-por _aquello_ de la escapatoria...
-
-Pasada la corta luna de miel, Adolfo comenzó á distraerse, y so color de
-política, se acostumbró á retirarse tarde, á pasarse los días fuera,
-sin venir ni á comer. Elisa lloró en silencio: lloró mucho, porque le
-quería, le quería con toda su alma, y no podía vivir dichosa sino con él
-y por él, á quien todo lo había sacrificado.
-
-Un día, registrando el ropero de su marido para limpiar y arreglar la
-ropa, encontró traspapelada en un chaqué de verano una carta
-inequívoca... El dolor fue tan agudo, que Elisa se metió en la cama y
-estuvo varios días sin querer comer y con gran deseo de morirse. Así que
-cobró algún ánimo, se levantó y siguió viviendo. No profirió una queja:
-¿con qué derecho? ¡La podían tapar la boca á las primeras palabras! ¡Y
-si salía á relucir lo de la fuga!.
-
-Vinieron hijos, un niño y una niña; pero Elisa, que sufrió todo el peso
-de la crianza, no intervino en la educación, ni ejerció jamás esa
-autoridad de la madre digna y altiva, que lleva la maternidad como una
-corona. Sus hijos se habituaron á que «no mandaba mamá».
-
-En cuanto á la hacienda, ya se infiere que la regía única y
-exclusivamente Adolfo, y Elisa no se hubiese arrojado á gastar cincuenta
-pesetas en nada extraordinario, sin la vénia necesaria. Muerto el padre
-de Elisa y recogida la legítima, todavía pingüe, aunque mermada por el
-enojo paternal, Adolfo se hizo cargo de todo y dedicó la mayor parte á
-sus goces, no sin que muchas veces oyese Elisa reconvenciones duras y
-alusiones amargas, fundadas en que su padre la había desheredado ó punto
-menos.
-
-La salud de Elisa se resintió: los médicos hablaron de lesiones al
-corazón, que degeneraban en hidropesía. Como la enferma se agravase,
-pidió confesor, y por centésima vez se acusó de su delito, la
-escapatoria fatal. El confesor la mandó que se acusase de pecados de la
-vida presente, porque Dios no acostumbra recontar los ya perdonados y
-absueltos. Mas la absolución del cielo no bastaba á Elisa: ya se sabe
-que Dios es muy bueno; pero, en cambio, los hombres jamás olvidan
-ciertas cosas, y la mancha de vergüenza allí está sobre la frente hasta
-la última hora de vivir!
-
-Con los ojos vidriados de lágrimas, Elisa pidió que viniese Adolfo, y
-así que le vió á su cabecera, echándole los brazos al cuello, murmuró á
-su oído: «Alma mía, mi bien, ya sé que no tengo derecho ninguno á
-pedirte que... que no te vuelvas á casar... ¡pero al menos... mira, en
-esta hora solemne... perdóname de veras _aquello_... y no me olvides
-así... tan pronto... tan pronto!»
-
-Adolfo no contestó; no obstante, le pareció natural inclinarse y
-besarla. Y la culpable, dejando caer la cabeza sobre la almohada, espiró
-contenta.
-
-
-
-
-La novia fiel
-
-
-Fué sorpresa muy grande para todo Marineda el que se rompiesen las
-relaciones entre Germán Riaza y Amelia Sirvián. Ni la separación de un
-matrimonio da margen á tantos comentarios. La gente se había
-acostumbrado á creer que Germán y Amelia no podían menos de casarse.
-Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo novio. Sólo el confesor
-de Amelia tuvo la clave del enigma.
-
-Lo cierto es que aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que
-casi habían ascendido á institución. Diez años de noviazgo no son grano
-de anís. Amelia era novia de Germán desde el primer baile á que asistió
-cuando la pusieron de largo.
-
-¡Qué linda estaba en el tal baile! Vestida de blanco crespón, escotada
-apenas, lo suficiente para enseñar el arranque de los virginales hombros
-y del seno que latía de emoción y placer, empolvado el rubio pelo,
-donde se marchitaban capullos de rosa, Amelia era, según se decía en
-algún grupo de señoras, ya machuchas, «un cromo», «un grabado de _La
-Ilustración_». Germán la sacó á bailar, y cuando estrechó aquel talle
-que se cimbreaba, y sintió la frescura de aquel hálito infantil, perdió
-la chaveta, y en voz temblorosa, trastornado, sin elegir frases, hizo
-una declaración sincerísima, y recogió un _sí_ espontáneo, medio
-involuntario, doblemente delicioso. Se escribieron desde el día
-siguiente, y vino esa época de ventaneo y seguimiento en la calle, que
-es como la alborada de semejantes amoríos. Ni los padres de Amelia,
-modestos propietarios, ni los de Germán, comerciantes de regular caudal,
-pero de numerosa prole, se opusieron á la inclinación de los muchachos,
-dando por supuesto desde el primer instante que aquello pararía en
-justas nupcias, así que Germán acabase la carrera de Derecho y pudiese
-sostener la carga de una familia.
-
-Los seis primeros años fueron encantadores. Germán pasaba los inviernos
-en Compostela, cursando en la Universidad y escribiendo largas y tiernas
-epístolas; entre leerlas, releerlas, contestarlas y ansiar que llegasen
-las vacaciones, el tiempo se deslizaba insensible para Amelia. Las
-vacaciones eran grato paréntesis, y todo el tiempo que durasen ya sabía
-Amelia que se lo dedicaría íntegro su novio. Este no entraba aún en la
-casa, pero acompañaba á Amelia en el paseo, y de noche se hablaban, á la
-luz de la luna, por una galería con vistas al mar. La ausencia,
-interrumpida por frecuentes regresos, era casi un aliciente, un encanto
-más, un interés continuo, algo que llenaba la existencia de Amelia, sin
-dejar cabida á la tristeza ni al tedio.
-
-Así que Germán tuvo en el bolsillo su título de licenciado en Derecho,
-resolvió pasar á Madrid á cursar las asignaturas del doctorado. ¡Año de
-prueba para la novia! Germán apenas escribía: billetes garrapateados al
-vuelo, quizás sobre la mesa de un café, concisos, insulsos, sin jugo de
-ternura. Y las amiguitas caritativas, que veían á Amelia ojerosa,
-preocupada, alejada de las distracciones, la decían con perfidia
-burlona:--Anda, tonta, diviértete... ¡Sabe Dios lo que él estará
-haciendo por allá! ¡Bien inocente serías si creyeses que no te la
-pega...! A mí me escribe mi primo Lorenzo que vió á Germán muy animado
-en el teatro con _unas_....
-
-El gozo de la vuelta de Germán compensó estos sinsabores. A los dos días
-ya no se acordaba Amelia de lo sufrido, de sus dudas, de sus sospechas.
-Autorizado para frecuentar la casa de su novia, Germán asistía todas las
-noches á la tertulia familiar, y en la penumbra del rincón del piano,
-lejos del quinqué velado por sedosa pantalla, los novios sostenían
-interminable diálogo, buscándose de tiempo en tiempo las manos para
-trocar una furtiva presión, y siempre los ojos para beberse la mirada
-hasta el fondo de las pupilas.
-
-Nunca había sido tan feliz Amelia. ¿Qué podía desear? Germán estaba
-allí, y la boda era asunto concertado, resuelto, aplazado sólo por la
-necesidad de que Germán encontrase una posicioncita, una base para
-establecerse; una fiscalía, por ejemplo. Como transcurriese un año más y
-la posición no se hubiese encontrado aún, Germán decidió abrir bufete y
-mezclarse en la politiquilla local, á ver si así iba adquiriendo favor y
-conseguía el ansiado puesto. Los nuevos quehaceres le obligaron á no ver
-á Amelia ni tanto tiempo ni tan á menudo. Cuando la muchacha se
-lamentaba de esto, Germán se vindicaba plenamente; había que pensar en
-el porvenir; ya sabía Amelia que un día ú otro se casarían, y no debía
-fijarse en menudencias, en remilgos propios de los que empiezan á
-quererse. En efecto, Germán continuaba con el firme propósito de casarse
-así que se lo permitiesen las circunstancias.
-
-Al noveno año de relaciones notaron los padres de Amelia (y acabó por
-notarlo todo el mundo), que el carácter de la muchacha parecía
-completamente variado. En vez de la sana alegría y la igualdad de humor
-que la adornaban, mostrábase llena de rarezas y caprichos, ya riendo á
-carcajadas, ya encerrada en hosco silencio. Su salud se alteró también:
-advertía desgana invencible, insomnios crueles, que la obligaban á
-pasarse las noches levantada, porque decía que la cama, con el desvelo,
-le parecía su sepulcro; además, sufría aflicciones al corazón y ataques
-nerviosos. Cuando la preguntaban en qué consistía su mal, contestaba
-lacónicamente: «No lo sé.» Y era cierto; pero al fin lo supo, y el
-saberlo la hizo mayor daño.
-
-¿Qué mínimos indicios; qué insensibles pero eslabonados hechos; qué
-inexplicables revelaciones emanadas de cuanto nos rodea, hacen que sin
-averiguar nada nuevo ni concreto, sin que nadie la entere con precisión
-impúdica, la ayer ignorante doncella entienda de pronto y se rasgue ante
-sus ojos el velo de Isis? Amelia, súbitamente, comprendió. Su mal no era
-sino deseo, ansia, prisa, necesidad de casarse. ¡Qué vergüenza, qué
-sonrojo, qué dolor y qué desilusión si Germán llegaba á sospecharlo
-siquiera! ¡Ah! Primero morir. ¡Disimular, disimular á toda costa, y que
-ni el novio, ni los padres, ni la tierra, lo supiesen!
-
-Al ver á Germán tan pacífico, tan aplomado, tan armado de paciencia;
-engruesando, mientras ella se consumía; chancero mientras ella empapaba
-la almohada en lágrimas, Amelia se acusaba á sí propia, admirando la
-serenidad, la cordura, la virtud de su novio. Y para contenerse y no
-echarse sollozando en sus brazos; para no cometer la locura indigna de
-salir una tarde sola é irse á casa de Germán, necesitó Amelia todo su
-valor, todo su recato, todo el freno de las nociones de honor y
-honestidad que la inculcaron desde la niñez.
-
-Un día... sin saber cómo: sin que ningún suceso extraordinario, ninguna
-conversación sorprendida la ilustrase, acabaron de rasgarse los últimos
-cendales del velo... Amelia veía la luz; en su alma relampagueaba la
-terrible noción de la realidad; y al acordarse de que poco antes
-admiraba la resignación de Germán y envidiaba su paciencia, y al
-explicarse ahora la verdadera causa de esa paciencia y esa resignación
-incomparable, una carcajada sardónica crispó sus labios, mientras en su
-garganta creía sentir un nudo corredizo, que se apretaba poco á poco y
-la extrangulaba. La convulsión fué horrible, larga, tenaz; y aún no bien
-Amelia, destrozada, pudo formar frases, rogó á sus consternados padres
-que advirtiesen á Germán que las relaciones quedaban rotas. Cartas del
-novio, súplicas, paternales consejos, todo fué en vano: Amelia se aferró
-á su resolución, y en ella persistió, sin dar razones ni excusas.
-
---Hija, en mi entender, hizo usted muy mal--la decía el Padre Incienso,
-viéndola bañada en lágrimas al pie del confesionario.--Un chico formal,
-laborioso, dispuesto á casarse, no se encuentra por ahí fácilmente.
-Hasta el aguardar á tener posición para fundar familia, lo encuentro
-loable en él. En cuanto á lo demás... á esas figuraciones de usted...
-Los hombres... por desgracia... Mientras está soltero, habrá tenido esos
-entretenimientos... Pero usted...
-
---¡Padre--exclamó la joven--créame usted, pues aquí hablo con Dios! ¡Le
-quería... le quiero... y por lo mismo... por lo mismo, padre! ¡Si no le
-dejo... le imito! ¡Yo tambien...!
-
-
-
-
-Afra
-
-
-La primera vez que asistí al teatro de Marineda--cuando me destinaron
-con mi regimiento á la guarnición de esta bonita capital de
-provincia--recuerdo que asesté los gemelos á la triple hilera de palcos,
-para enterarme bien del mujerío y las esperanzas que en él podía cifrar
-un muchacho de veinticinco años no cabales.
-
-Gozan las marinedinas fama de hermosas, y vi que no usurpada. Observé
-también que su belleza consiste principalmente en el color. Blancas (por
-obra de naturaleza, no del perfumista), de bermejos labios, de floridas
-mejillas y mórbidas carnes, las marinedinas me parecieron una guirnalda
-de rosas tendida sobre un barandal de terciopelo obscuro. De pronto, en
-el cristal de los anteojos que yo paseaba lentamente por la susodicha
-guirnalda, se encuadró un rostro que me fijó los gemelos en la
-dirección que entonces tenían. Y no es que aquel rostro sobrepujase en
-hermosura á los demás, sino que se diferenciaba de todos por la
-expresión y el carácter.
-
-En vez de una fresca encarnadura y un plácido y picaresco gesto, vi un
-rostro descolorido, de líneas enérgicas, de ojos verdes, coronados por
-cejas negrísimas, casi juntas, que les prestaban una severidad singular;
-de nariz delicada y bien diseñada, pero de alas movibles, reveladoras de
-la pasión vehemente; una cara de corte severo, casi viril, que coronaba
-un casco de trenzas de un negro de tinta; pesada cabellera que debía de
-absorber los jugos vitales y causar daño á su poseedora... Aquella
-fisonomía, sin dejar de atraer, alarmaba, pues era de las que dicen á
-las claras desde el primer momento á quien las contempla: «Soy una
-voluntad. Puedo torcerme, pero no quebrantarme. Debajo del elegante
-maniquí femenino, escondo el acerado resorte de un alma.»
-
-He dicho que mis gemelos se detuvieron, posándose ávidamente en la
-señorita pálida del pelo abundoso. Aprovechando los movimientos que
-hacía para conversar con unas señoras que la acompañaban, detallé su
-perfil, su acentuada barbilla, su cuello delgado y largo, que parecía
-doblarse al peso del voluminoso rodete, su oreja menuda y apretada, como
-para no perder sonido. Cuando hube permanecido así un buen rato,
-llamando sin duda la atención por mi insistencia en considerar á aquella
-mujer, sentí que me daban un golpecito en el hombro, y oí que me decía
-mi compañero de armas Alberto Castro:
-
---¡Cuidadito!
-
---Cuidadito ¿por qué?--respondí bajando los anteojos.
-
---Porque te veo en peligro de enamorarte de Afra Reyes, y si está de
-Dios que ha de suceder, al menos no será sin que yo te avise y te entere
-de su historia. Es un servicio que los hijos de Marineda debemos á los
-forasteros.
-
---¿Pero tiene historia?--murmuré haciendo un movimiento de repugnancia;
-porque, aún sin amar á una mujer, me gusta su pureza, como agrada el
-aseo de casas donde no pensamos vivir nunca.
-
---En el sentido que se suele dar á la palabra historia, Afra no la
-tiene... Al contrario, es de las muchachas más formales y menos coquetas
-que se encuentran por ahí. Nadie se puede alabar de que Afra le devuelva
-una miradita, ó le diga una palabra de esas que dan ánimos. Y si no, haz
-la prueba: dedícate á ella; mírala más; ni siquiera se dignará volver la
-cabeza. Te aseguro que he visto á muchos que anduvieron locos y no
-pudieron conseguir ni una ojeada de Afra Reyes.
-
---Pues entonces... ¿qué?... ¿Tiene algo... en secreto? ¿Algo que manche
-su honra?
-
---Su honra, ó si se quiere, su pureza... repito que ni tiene ni tuvo.
-Afra, en cuanto á eso... como el cristal. Lo que hay te lo diré... pero
-no aquí; cuando se acabe el teatro saldremos juntos, y allá por el
-Espolón, donde nadie se entere... Porque se trata de cosas graves... de
-mayor cuantía.
-
-Esperé con la menor impaciencia posible á que terminasen de cantar _La
-bruja_, y así que cayó el telón, Alberto y yo nos dirigimos de bracero
-hacia los muelles. La soledad era completa, á pesar de que la noche
-tibia convidaba á pasear, y la luna plateaba las aguas de la bahía,
-tranquila á la sazón como una balsa de aceite, y misteriosamente blanca
-á lo lejos.
-
---No creas--dijo Alberto--que te he traído aquí sólo para que no me
-oyese nadie contarte la historia de Afra. También es que me pareció
-bonito referirla en el mismo escenario del drama que esta historia
-encierra. ¿Ves este mar tan apacible, tan dormido, que produce ese rumor
-blando y sedoso contra la pared del malecón? ¡Pues sólo este mar... y
-Dios, que lo ha hecho, pueden alabarse de conocer la verdad entera
-respecto á la mujer que te ha llamado la atención en el teatro! Los
-demás la juzgamos por meras conjeturas... ¡y tal vez calumniamos al
-conjeturar! Pero hay tan fatales coincidencias; hay apariencias tan
-acusadoras en el mundo... que no podría disiparlas sino la voz del mismo
-Dios que ve los corazones y sabe distinguir al inocente del culpado.
-
-«Afra Reyes es hija de un acaudalado comerciante; se educó algún tiempo
-en un colegio inglés, pero su padre tuvo quiebras, y por disminuir
-gastos recogió á la chica, interrumpiendo su educación. Con todo, el
-barniz de Inglaterra se le conocía: traía ciertos gustos de
-independencia y mucha afición á los ejercicios corporales. Cuando llegó
-la época de los baños no se habló en el pueblo sino de su destreza y
-vigor para nadar; una cosa sorprendente.
-
-»Afra era amiga íntima, inseparable, de otra señorita de aquí, Flora
-Castillo; la intimidad de las dos muchachas continuaba la de sus
-familias. Se pasaban el día juntas; no salía la una si no la acompañaba
-la otra; vestían igual y se enseñaban, riendo, las cartas amorosas que
-las escribían. No tenían novio, ni siquiera demostraban predilección por
-nadie. Vino del Departamento cierto marino muy simpático, de hermosa
-presencia, primo de Flora, y empezó á decirse que el marino hacía la
-corte á Afra, y que Afra le correspondía con entusiasmo. Y lo notamos
-todos: los ojos de Afra no se apartaban del galán, y al hablarle, la
-emoción profunda se conocía hasta en el anhelo de la respiración y en lo
-velado de la voz. Cuando á los pocos meses se supo que el consabido
-marino realmente venía á casarse con Flora, se armó un caramillo de
-murmuraciones y chismes y se presumió que las dos amigas reñirían para
-siempre. No fue así; aunque desmejorada y triste, Afra parecía
-resignada, y acompañaba á Flora de tienda en tienda á escoger ropas y
-galas para la boda. Esto sucedía en Agosto.
-
-»En Septiembre, poco antes de la fecha señalada para el enlace, las dos
-amigas fueron, como de costumbre, á bañarse juntas allí... ¿no ves? en
-la playita de San Wintila, donde suele haber mar brava. Generalmente las
-acompañaba el novio, pero aquel día sin duda tenía que hacer, pues no
-las acompañó.
-
-»Amagaba tormenta; la mar estaba picadísima; las gaviotas chillaban
-lúgubremente, y la criada que custodiaba las ropas y ayudaba á vestirse
-á las señoritas, refirió después que Flora, la rubia y tímida Flora,
-sintió miedo al ver el aspecto amenazador de las grandes olas verdes que
-rompían contra el arenal. Pero Afra, intrépida, ceñido ya su traje
-marinero, de sarga azul obscura, animó con chanzas á su amiga.
-Metiéronse mar adentro cogidas de la mano, y pronto se las vió nadar,
-agarradas también, envueltas en la espuma del oleaje.
-
-»Poco más de un cuarto de hora después salió á la playa Afra sola,
-desgreñada, ronca, lívida, gritando, pidiendo socorro, sollozando que á
-Flora la había arrastrado el mar...
-
-»Y tan de verdad la había arrastrado, que de la linda rubia sólo
-reapareció, al otro día, un cadáver desfigurado, herido en la frente...
-El relato que de la desgracia hizo Afra entre gemidos y desmayos, fué
-que Flora, rendida de nadar y sin fuerzas, gritó «me ahogo»; que ella,
-Afra, al oirlo, se lanzó á sostenerla y salvarla; que Flora, al
-forcejear para no irse á fondo, se llevaba á Afra al abismo; pero que,
-aun así, hubiesen logrado quizá salir á tierra, si la fatalidad no las
-empuja hacia un trasatlántico fondeado en bahía desde por la mañana. Al
-chocar con la quilla, Flora se hizo la herida horrible, y Afra recibió
-también los arañazos y magulladuras que se notaban en sus manos y
-rostro...
-
-»¿Que si creo que Afra...?
-
-»Sólo añadiré que al marino, novio de Flora, no volvió á versele por
-aquí; y Afra, desde entonces, no ha sonreído nunca...
-
-»Por lo demás, acuérdate de lo que dice la Sabiduría: el corazón del
-hombre... selva obscura. ¡Figúrate el de la mujer!»
-
-
-
-
-Cuento soñado
-
-
-Había una princesa á quien su padre, un rey muy fosco, caviloso y
-cejijunto, obligaba á vivir reclusa en sombría fortaleza, sin permitirla
-salir del más alto torreón, á cuyo pie vigilaban noche y día centinelas
-armados de punta en blanco y dispuestos á ensartar en sus lanzones ó
-traspasar con sus venablos agudos á quien osase aproximarse. La princesa
-era muy linda; tenía la tez color de luz de luna, el pelo de hebras de
-oro, los ojos como las ondas del mar sereno, y su silueta prolongada y
-grácil recordaba la de los lirios blancos cuando la frescura del agua
-los enhiesta. En la comarca no se hablaba sino de la princesa cautiva y
-de su rara beldad, y de lo muchísimo que se aburriría entre las cuatro
-recias paredes de la torre, sin ver desde las ventanas alma viviente,
-más que á los guardias inmóviles, semejantes á estatuas de hierro.
-
-Los campesinos se santiguaban de terror si casualmente tenían que cruzar
-ante la torre, aunque fuese á muy respetuosa distancia. En la centenaria
-selva que rodeaba la fortaleza, ni los cazadores se resolvían á
-internarse, temerosos de ser cazados. Silencio y soledad alrededor de la
-torre, silencio y soledad dentro de ella: tal era la suerte de la pobre
-doncellita, condenada á la eterna contemplación del cielo y del bosque,
-y del río caudaloso que serpenteaba lamiendo los muros del recinto.
-
-De pechos sobre el avance del angosto ventanil, la princesa solía
-entregarse á vagos ensueños, aspirando á venturas que no conocía, de las
-cuales formaba idea por referencias de sus damas y por conversaciones
-entreoídas, sorprendidas--pues estaba vedado tratar delante de la
-princesa del mundo y sus goces.--Así y todo, reuniendo datos dispersos y
-concordándolos con ayuda de la fantasía, la secuestrada suponía fiestas
-magníficas, iluminaciones mágicas suspendidas entre el follaje de
-arbustos cuajados de flor y que exhalaban embriagadores aromas; oía los
-acordes de los instrumentos músicos, aladas melodías que volaban como
-cisnes sobre la superficie de los lagos, y veía las parejas que, cogidas
-de la cintura, luciendo sedas, encajes y joyas, danzaban con incansable
-ardor, deslizando los galanes palabras de miel al oído de las damiselas,
-rojas de pudor y felicidad, sueltos los rizos y anhelante el seno.
-Mientras la princesa se representaba estos cuadros, las nubes se teñían
-de carmín hacia el Poniente, un murmullo grave y hondo ascendía del río
-y del bosque, y la cautiva, oprimida de afán de libertad, murmuraba para
-sí: «¿Cómo será el amor?»
-
-Allá donde la montaña escueta dominaba el río y el bosque, una cabañita
-muy miserable, de techo de bálago, servía de vivienda á cierto
-pastorcillo, que por costumbre bajaba á apacentar diez ó doce ovejas
-blancas en la misma linde de la selva. Más resuelto que los otros
-villanos, el mozalbete no recelaba aproximarse al castillo y deslizarse
-por entre la maleza con agilidad y disimulo, para mirar hacia la torre.
-Después de encontrar un senderito borrado casi, que moría en el cauce
-del río, logró el pastor descubrir también que al final del sendero
-abríase una boca de cueva; y metiéndose por ella intrépidamente, pudo
-cerciorarse de que, pasando bajo el río, la cueva tenía otra salida que
-conducía al interior del recinto fortificado. El descubrimiento hizo
-latir el corazón del pastorcillo, porque estaba enamorado de la princesa
-(aunque no la había visto nunca). Supuso que aprovechando el paso por la
-cueva lograría verla á su sabor, sin que se lo estorbasen los armados,
-los cuales, bien ajenos á que nadie pudiera introducirse en el recinto,
-casi al pie de la torre, no vigilaban sino la orilla opuesta y el río.
-Es cierto que entre la torre de la cautiva y el pastor, se interponían
-extensos patios, anchos fosos y recios baluartes; con todo eso, el
-muchacho se creía feliz: estaba dentro de la fortaleza, y pronto vería á
-su amada.
-
-Poco tardó en conseguir tanta ventura. La princesa se asomó, y el
-pastorcillo quedó deslumbrado por aquella tez color de luna y aquel pelo
-de siderales hebras. No sabía como expresar su admiración y enviar un
-saludo á la damisela encantadora; se le ocurrió cantar, tocar su
-caramillo... pero le oirían; juntar y lanzar un ramillete de acianos,
-margaritas y amapolas... pero era inaccesible el alto y calado ventanil.
-Entonces tuvo una idea extraordinaria. Procuróse un pedazo de cristal, y
-así que pudo volver á deslizarse en el recinto por la cueva, enfocó el
-cristal de suerte que, recogiendo en él un rayo de sol, supo dirigirlo
-hacia la princesa. Esta, maravillada, cerró los ojos, y al volver á
-abrirlos para ver quién enviaba un rayo de sol á su camarín, divisó al
-pastorcillo que la contemplaba extático. La cautiva sonrió, el enamorado
-comprendió que aceptaban su obsequio... y desde entonces, todos los
-días, á la misma hora, el centelleo del arco iris despedido por un
-pedazo de vidrio alegró la soledad de la princesita y la cantó un
-amoroso himno, que se confundía con la voz profunda de la selva allá en
-lontananza...
-
-De pronto sobrevino un cambio radical en la vida de la princesa.
-Murieron en una batalla su padre y su hermano, y recayó en ella la
-sucesión del trono. Brillante comitiva de señores, guerreros, obispos,
-pajes y damas, vino á buscarla solemnemente y á escoltarla hasta la
-capital de sus Estados. Y la que pocos días antes sólo conversaba con
-los pájaros, y sólo esperaba el rayo de sol del pastorcillo, se halló
-aclamada por millares de voces, aturdida por el bullicio de espléndidos
-festejos, y admiró las iluminaciones entre el follaje, y oyó las músicas
-ocultas en el jardín, y giró con las parejas que danzaban, y supo lo que
-es la gloria, la riqueza, el placer, la pasión delirante y la alegría
-loca...
-
-Habían pasado muchos, muchos años, cuando la princesa, reina ya,--y casi
-vieja ya,--tuvo el capricho de visitar aquella torre donde su padre, por
-precaución y por tiránica desconfianza, la mantuvo emparedada durante
-los momentos más bellos de la juventud. Al entrar en el camarín, una
-nostalgia dolorosa, una especie de romántica melancolía se apoderó de la
-reina y la obligó á reclinarse en el ajimez, sintiendo preñados de
-lágrimas los ojos. La tarde caía inflamando el horizonte; el bosque
-exhalaba su melodioso y hondo susurro... y la reina, tapándose la cara
-con las manos, sentía que las gotas de llanto escurrían pausadamente al
-través de los dedos entreabiertos. ¿Lloraba acaso al recordar lo sufrido
-en el torreón; el largo cautiverio, la soledad, el aislamiento, el
-fastidio? ¡Mal conocéis el corazón de las mujeres los que á eso atribuís
-el llanto de tan alta señora!
-
-Sabed que, desde el momento en que pisó la torre, la reina echaba de
-menos el rayo de sol, que todos los días, á la misma hora, la enviaba el
-pastorcillo enamorado por medio de un trozo de vidrio. Por aquel trozo
-de vidrio daría ahora la soberana los más ricos diamantes de su corona
-real. Sólo aquel rayo podía iluminar su corazón, fatigado, lastimado,
-quebrantado, marchito. Y al dejar escurrir las lágrimas, sin cuidarse de
-reprimirlas ni de secarlas con el blasonado pañuelo, lloraba la
-juventud, la ilusión, la misteriosa energía vital de los años
-primaverales... Nunca volvería el pastorcillo á enviarla el divino
-rayo.
-
-
-
-
-Los buenos tiempos
-
-
-Siempre que entrábamos en el despacho del Conde de Lobeira, atraía mis
-miradas--antes que las armas auténticas, las lozas hispano-moriscas y
-los retazos de cuero estampado que recubrían la pared--un retrato de
-mujer, de muy buena mano, que por el traje indicaba tener, próximamente,
-un siglo de fecha.--«Es mi bisabuela, doña Magdalena Varela de Tobar,
-vigésima segunda Condesa de Lobeira»--había dicho el Conde, respondiendo
-á mi curiosa interrogación en el tono del que no quiere explicarse más ó
-no sabe otra cosa. Y por entonces hube de contentarme, acudiendo á mi
-fantasía para desenvolver las ideas inspiradas por el retrato.
-
-Este representaba á una señora como de treinta y cinco años, de rostro
-prolongado y macilento, de líneas austeras, que indicaban la existencia
-sencilla y pura, consagrada al cumplimiento de nobles deberes y al
-trabajo doméstico, ley de la fuerte matrona de las edades pasadas. La
-modestia del vestir, en tan encumbrada señora, parecíame ejemplar; aquel
-corpiño justo de alepín negro, aquel pañolito blanco sujeto á la
-garganta por un escudo de los Dolores, aquel peinado liso y recogido
-detrás de la oreja, eran indicaciones inestimables para delinear la
-fisonomía moral de la aristocrática dama. No cabía duda: doña Magdalena
-había encarnado el tipo de la esposa leal, casta y sumisa, fiel
-guardadora del fuego de los lares; de la madre digna y venerada, ante
-quien sus hijos se inclinan como ante una reina; del ama de casa
-infatigable, vigilante y próvida, cuya presencia impone respeto y cuya
-mano derrama la abundancia y el bienestar. Así es que me sorprendió en
-extremo que un día, preguntándole al Conde en qué época habían sido
-enajenadas las mejores fincas, los pingües estados de su casa, me
-contestase sombríamente, señalando al retrato consabido.
-
---En tiempo de doña Magdalena.
-
-El dato inesperado acrecentó mi interés. A fuerza de fijarme en el
-retrato observé que aquella pintura ofrecía una particularidad rara y
-siempre sugestiva: en cualquier punto de la habitación que me colocase
-para mirarla, me seguían los ojos de doña Magdalena con expresión
-imperiosa y ardiente. Casual acierto del pincel, ó alarde de destreza
-del pintor, las pupilas del retrato estaban tocadas por tal arte que
-pagaban con avidez y energía la mirada del que las contemplase desde
-lejos. Algunas veces, sin querer, levantaba yo la vista como si me
-atrajese tal singularidad y los ojos me llamasen. La severidad del fondo
-obscuro en que se destacaba la cabeza, la única nota clara del rostro y
-del pañolito, aumentaban la fuerza del extraño mirar.
-
-Aunque el Conde de Lobeira es de carácter reservado y frío, hay
-instantes en que el corazón más tapiado se abre y deja salir el opresor
-secreto. Uno de esos momentos, siempre transitorios en ciertas
-organizaciones, llegó para el Conde el día en que, incitada por mi
-imaginación, traidora cuanto fecunda, me arrojé á trazar la silueta de
-doña Magdalena, modelo de cristianas virtudes, emblema de otros tiempos
-y otras edades en que el hogar olía á incienso como el sagrario, y la
-familia tenía la sólida estructura del granito.
-
---¡Por Dios, no siga usted!--exclamó mi interlocutor, dejando de atizar
-la chimenea y volviéndose hacia el retrato como nos volvemos hacia un
-enemigo.--El error más craso de cuantos pueden cometerse es juzgar del
-pasado por la impresión que nos causan sus reliquias. Cáscara vacía,
-huella de fósil en la piedra, ¿qué verdad ha de contarnos un retrato, un
-mueble ó un edificio ruinoso? Los soñadores como usted son los que han
-falseado la historia, poetizado lo más prosaico y embellecido lo más
-horrible. En ninguna época fué la humanidad mejor de lo que es ahora;
-pero las iniquidades pasadas se olvidan y un lienzo embadurnado y lleno
-de grietas basta para que nos abrume el descontento de lo presente. Ya
-que también usted cae en esa vulgarísima y temible preocupación de que
-se nos han perdido grandes virtudes, merece usted que para
-desilusionarla le cuente la historia de doña Magdalena, tal como la he
-entresacado de nuestro archivo y de otros documentos... ¡que obran en
-archivos judiciales!
-
-Esa señora que está usted viendo, retratada con su jubón de alepín y su
-honesto pañolito, al casarse con mi bisabuelo, llevándole rica dote y el
-condado de Lobeira, se mostró apasionada hasta un grado increíble,
-despótico y furioso. Mi bisabuelo pasaba por el mozo más gallardo de
-toda la provincia, y doña Magdalena por una señorita fanáticamente
-devota: se susurraba que usaba cilicio y que se disciplinaba todas las
-noches. Fuese ó no verdad, lo que es á su marido cilicio le puso doña
-Magdalena, y hasta grillos, para que de ella no se apartase ni un
-minuto. Poco después de la boda, los que vieron al Conde pálido,
-demacrado y abatido, esparcieron el rumor absurdo de que su esposa le
-daba hierbas y filtros para subyugarle y para que ardiese más viva la
-tea del amor conyugal.
-
-Duró esta situación, sin que la modificase el nacimiento de varios
-hijos. No obstante, á los diez ó doce años de matrimonio, observóse que
-el Conde, habiéndose aficionado á cazar y haciendo frecuentes
-excursiones por la montaña--pues pasaban largas temporadas en el campo,
-en el palacio solariego de Lobeira, según costumbre de los señores de
-entonces--recobraba cierta alegría y parecía rejuvenecido.
-
-Como yo no estoy graduando el interés de mi historia, sino que se la
-cuento á usted descarnada y sin galas--advirtió al llegar aquí el
-narrador--diré inmediatamente lo que produjo la mejoría del Conde. Fué
-que, algún tanto aplacada aquella pasión de vampiro de su mujer, pudo
-respirar y vivir como las demás personas. Usted objetará que todo el
-delito de doña Magdalena consistía en amar excesivamente á su esposo, y
-que eso merece disculpa y hasta alabanza. Si yo discutiese tan delicado
-punto, temería ofender sus oídos de usted con algún concepto malsonante.
-Indicaré que hay cien maneras de amar, y que el santo nombre de amor
-cubre á veces nuestros bárbaros egoismos ó nuestras morbosas
-aberraciones. Y basta, que al buen entendedor... Ya continúo.
-
-Como á veces se guardan bien los secretos en las aldeas, doña Magdalena
-tardó bastante en enterarse de que su marido, al volver de la caza,
-solía descansar en la choza de cierto labriego que tenía una hija
-preciosa. En efecto era así: el Conde de Lobeira prefería á los
-suculentos manjares de su cocina señorial, la _brona_ y la leche fresca
-servidas por la gentil rapaza, que, con la inocencia en los ojos y la
-risa en los labios, acudía solícita á festejarle. Doña Magdalena, ya
-informada, no pensó ni un minuto que allí existiese un puro idilio; vió
-desde el primer instante el pecado y la injuria. Y acaso acertase: no
-pretendo excusar á mi bisabuelo, aunque las crónicas afirman que era
-honesta y sencilla su afición á la hija del colono.
-
-Lo histórico es que, en una noche de invierno muy obscura y muy larga,
-la puerta del Pazo se abrió sin ruido para dejar entrar á un hombre
-robusto, recio, vestido con el clásico traje del país, que hoy está casi
-en desuso. La Condesa le esperaba en el zaguán: tomóle de la mano, y por
-un pasadizo obscuro le llevó á una habitación interior, que alumbraba
-una vela de cera puesta en candelabro de maciza plata.--Era el
-oratorio.--Detrás de las colgaduras de damasco carmesí que lo vestían, y
-que replegó la dama, el hombre vió abierto un boquete, á manera de
-cueva; un agujero sombrío. Repito lo de antes: no busco _efectos_; pero
-aunque los buscase, creo que ninguno tan terrible como decir sin más
-circunloquios que el hombre--un _casero_, en las costumbres de entonces
-casi un ciervo de la Condesa--era el mismo padre de la zagala á quien el
-Conde solía visitar; y que doña Magdalena, enseñándole el negro hueco,
-advirtió al labrador que allí ocultarían el cadáver del Conde. En
-seguida le entregó un hacha nueva, afilada y cortante.
-
-¿Temió aquel hombre por la vida de su hija y por la suya propia?
-¿Impulsóle la cobardía ó el respeto tradicional á la casa de Lobeira?
-¿Fué la sugestión que ejerce sobre un cerebro inculto y una voluntad
-irresoluta y débil, la hembra resuelta, de arrebatadas pasiones? ¿Fué
-codicia, tentación de onzas y de ricos joyeles que la esposa ultrajada
-le ofrecía en precio de la sangre? El caso es, que si hubo resistencia
-por parte del labriego, duró bien poco. Según su declaración, hizo la
-señal de la cruz (¡atroz detalle!) descalzóse, empuñó el hacha y siguió
-á la Condesa hasta el aposento en que el Conde dormía. Y mientras la
-señora alumbraba con la vela de cera del oratorio, el labriego descargó
-un golpe, otro, diez, en la frente, la cara, el pecho... El dormido no
-chistó: parece que al primer hachazo abrió unos ojos muy espantados... y
-luego, nada. Sábanas, colchones, el hacha y el muerto, todo fué arrojado
-al escondrijo; la Condesa lavó las manchas del suelo, cerró la trampa, y
-atestando de oro la faltriquera del asesino, le despachó con orden de
-cruzar el Miño y meterse en Portugal.
-
-Un rumor, vago al principio y después muy insistente, se alzó con motivo
-de la desaparición del Conde de Lobeira. Su esposa hablaba de viajes
-motivados por un pleito; y en el oratorio, bajo cuyo piso yacía mi
-bisabuelo asesinado, celebrábase diariamente el santo sacrificio de la
-misa, asistiendo á él doña Magdalena, lo mismo que la ve usted retratada
-ahí: pálida, grave, modesta, rodeada de sus hijos, que la besaban la
-mano cariñosos. En aquel tiempo no había prensa que escudriñase
-misterios, y la coincidencia de la desaparición del Conde y la del
-casero y su hija la linda moza, dió pie á que se sospechase que el
-esposo de doña Magdalena vivía muy á gusto en algún rincón de esos que
-saben buscar los enamorados. No faltó quien compadeciese á la abandonada
-señora, en torno de la cual el respeto ascendió, como asciende la
-marea. Al verla pasar, derecha, macilenta, siempre de negro, la gente se
-descubría.
-
-Y así corrió un año entero.
-
-Al cumplirse, día por día, á corta distancia del Pazo de Lobeira
-apareció un hombre profundamente dormido; era el casero de la Condesa; y
-los demás labriegos, que le rodeaban esperando á que despertase,
-quedaron atónitos cuando al volver en sí, á gritos confesó el crimen, á
-gritos se denunció y á gritos pidió que le llevasen ante la justicia.
-Hay fenómenos morales que no explica satisfactoriamente ningún
-raciocinio: la mitad de nuestra alma está sumergida en sombras, y nadie
-es capaz de presentir qué alimañas saldrían de esa caverna, si nos
-empeñásemos en registrarla. El aldeano, cuando le preguntaron el móvil
-de su conducta, afirmó con rústicas razones que no lo sabía; que una
-gana irresistible--un _volunto_, como dicen ahora--le obligó á salir de
-Portugal y á ver de nuevo el Pazo; y que al avistarlo, le acometió un
-sueño letárgico, invencible también, y ya despierto, un ímpetu de
-confesar, de decir la verdad, de ser castigado--porque sin duda, calculo
-yo, su endeble alma no podía con el peso del secreto, que impenetrable y
-tranquila guardaba el alma varonil de doña Magdalena.
-
-La prendieron, claro está, y aún se enseña en la cárcel marinedina el
-negro calabozo donde la Condesa de Lobeira se pudrió muchos meses... El
-casero fue ahorcado; y para librar á mi bisabuela del patíbulo,
-empeñóse la hacienda de mi casa. La justicia se comió con apetito tan
-sabrosa breva, y nuestra decadencia viene de ahí.
-
- * * * * *
-
-Alcé los ojos y busqué los del retrato. La mirada de doña Magdalena se
-me figuró más tenaz, más intensa, más dolorosa. El biznieto callaba y
-suspiraba, como si le oprimiese el corazón el drama ancestral, como si
-percibiese la humedad de las lágrimas evaporadas hace un siglo.
-
-
-
-
-Sara y Agar
-
-
-Explíqueme usted,--dije al señor de Bernárdez,--una cosa que siempre me
-infundió curiosidad. ¿Por qué en su sala tiene usted, bajo marcos
-gemelos, los retratos de su difunta esposa y de un niño desconocido, que
-según usted asegura, ni es hijo, ni sobrino, ni nada de ella? ¿De quién
-es otra fotografía de mujer, colocada enfrente, sobre el piano...? ¿no
-sabe usted? ¿una mujer joven, agraciada, con flecos de ricillos á la
-frente?
-
-El sexagenario parpadeó, se detuvo, y un matiz rosa cruzó por sus
-mustias mejillas. Como íbamos subiendo un repecho de la carretera, lo
-atribuí á cansancio y le ofrecí el brazo, animándole á continuar el
-paseo, tan conveniente para su salud; como que, si no paseaba, solía
-acostarse sin cenar y dormir mal y poco. Hizo seña con la mano de que
-podía seguir la caminata, y anduvimos unos cien pasos más, en silencio.
-Al llegar al pie de la iglesia, un banco, tibio aún del sol y bien
-situado para dominar el paisaje, nos tentó, y á un mismo tiempo nos
-dirigimos hacia él. Apenas hubo reposado y respirado un poco Bernárdez,
-se hizo cargo de mi pregunta.
-
---Me extraña que no sepa usted la historia de esos retratos: ¡en
-poblaciones como Goyán, cada quisque mete la nariz en la vida del
-vecino, y glosa lo que ocurre y lo que no ocurre, y lo que no averigua
-lo inventa!
-
-Comprendí que al buen señor debían de haberle molestado mucho antaño las
-curiosidades y chismografías del lugar, y callé, haciendo un movimiento
-de aprobación con la cabeza. Dos minutos después pude convencerme de
-que, como casi todos los que han tenido alegrías y penas de cierta
-índole, Bernárdez disfrutaba puerilmente en referirlas; porque no son
-numerosas las almas altaneras que prefieren ser para sí propios á la par
-Cristo y Cirineo y echarse á cuestas su historia.--He aquí la de
-Bernárdez, tal cual me la refirió mientras el sol se ponía detrás del
-verde monte en que se asienta Goyán.
-
-«Mi mujer y yo nos casamos muy jovencitos: dos nenes, con la leche en
-los labios. Ella tenía quince años, yo diez y ocho. Una muchachada,
-quién lo duda. Lo que pasó con tanto madrugar fué, que queriéndonos y
-llevándonos como dos ángeles, de puro bien avenidos que estábamos, al
-entrar yo en los treinta y cinco, mi mujer empezó á parecerme así...
-vamos, como mi hermana. La profesaba una ternura sin límites; no hacía
-nada sin consultarla, no daba un paso que ella no me aconsejase, no veía
-sino por sus ojos... pero todo fraternal, todo muy tranquilo.
-
-»No teníamos sucesión, y no la echábamos de menos. Jamás hicimos
-rogativa ni oferta á ningún santo para que nos enviase tal dolor de
-cabeza. La casa marchaba lo mismo que un cronómetro: mi notaría
-prosperaba; tomaba incremento nuestra hacienda; adquiríamos tierras;
-gozábamos de mil comodidades; no cruzábamos una palabra más alta que
-otra, y veíamos juntos aproximarse la vejez sin desazón ni sobresalto,
-como el marino que se acerca al término de un viaje feliz, emprendido
-por iniciativa propia, por gusto y por deber.
-
-»Cierto día, mi mujer me trajo la noticia de que había muerto la
-inquilina de una casucha de nuestra pertenencia. Era esta inquilina una
-pobretona, viuda de un guardia civil, y quedaba sola en el mundo la
-huérfana, criatura de cinco años.--Podíamos recogerla, Hipólito--añadió
-Romana.--Parte el alma verla así. La enseñaríamos á planchar, á coser, á
-guisar, y tendríamos, cuando sea mayor, una criadita fiel y humilde.--Dí
-que haríamos una obra de misericordia y que tú tienes el corazón de
-manteca.--Esto fué lo que respondí, bromeando. ¡Ay! ¡Si el hombre
-pudiese prever dónde salta su destino!
-
-»Recogimos, pues, la criatura, que se llamaba Mercedes, y así que la
-lavamos y la adecentamos, amaneció una divinidad, con un pelo
-ensortijado como virutas de oro, y unos ojos que parecían dos violetas,
-y una gracia y una zalamería... Desde que la vimos... ¡adiós planes de
-enseñarla á planchar y á poner el puchero! Empezamos á educarla del modo
-que se educan las señoritas... según educaríamos á una hija, si la
-tuviésemos. Claro que en Goyán no la podíamos afinar mucho, pero se hizo
-todo lo que permite el rincón este. Y lo que es mimarla... ¡Señor! ¡En
-especial Romana... un desastre! Figúrese usted que la pobre Romana, tan
-modesta para sí que jamás la ví encaprichada con un perifollo...
-encargaba los trajes y los abriguitos de Mercedes á la mejor modista de
-Marineda. ¿Qué tal?
-
-»Cuando llegó la chiquilla á presumir de mujer, empezaron también á
-requebrarla y á rondarla los señoritos en los días de ferias y fiestas,
-y yo á rabiar cuando notaba que la hacían cocos. Ella se reía y me decía
-siempre, mirándome mucho á la cara:--Padrino (me llamaba así), vamos á
-burlarnos de estos tontos; á usted le quiero más que á ninguno.--Me
-complacía tanto que me lo dijese (¡cosas del demonio!) que la reñía sólo
-por oirla repetir:--Le quiero más á usted...--Hasta que una vez, muy
-bajito, al oído:--¡Le quiero más, y me gusta más... y no me casaré,
-nunca, padrino!--¡Por éstas, que así habló la rapaza!
-
-»Se me trastornó el sentido. Hice mal, muy mal, y sin embargo, no sé, en
-mi pellejo, lo que harían más de cien santones. En fin, repito que me
-puse como lunático, y sin intención, sin premeditar las consecuencias
-(porque repito que perdí la chaveta completamente), yo, que había vivido
-más de veinte años como hombre de bien y marido leal, lo eché á rodar
-todo en un día... en un cuarto de hora...
-
-»Todo á rodar, no; porque tan cierto como que Dios nos oye, yo seguía
-consagrando un cariño profundo, inalterable, á mi mujer, y si me
-proponen que la deje y me vaya con Mercedes por esos mundos--se lo
-confesé á Mercedes misma, no crea usted, y lloró á mares,--antes me
-aparto de cien Mercedes que de mi esposa. Después de tantos años de vida
-común, se me figuraba que Romana y yo habíamos nacido al mismo tiempo, y
-que reunidos y cogidos de las manos debíamos morir. Sólo que Mercedes me
-sorbía el seso, y cuando la sentía acercarse á mí, la sangre me daba una
-sola vuelta de arriba abajo, y se me abrasaba el paladar, y en los oídos
-me parecía que resonaba galope de caballos, un estrépito que me
-aturdía.»
-
---¿Es de Mercedes el retrato que está sobre el piano?--pregunté al
-viejo.
-
---De Mercedes es. Pues verá usted: Romana se malició algo, y los
-chismosos intrigantes se encargaron de lo demás. Entonces, por evitar
-disgustos, conté una historia: dije que unos señores de Marineda, que
-iban á pasar larga temporada en Madrid, querían llevarse á Mercedes, y
-lo que hice fué amueblar en Marineda un piso, donde Mercedes se
-estableció decorosamente, con una criadita. A pretexto de asuntos, yo
-veía á la muchacha una vez por semana lo menos. Así, la situación fué
-mejor... vamos, más tolerable que si estuviesen las dos bajo un mismo
-techo, y yo entre ellas.
-
-»Romana callaba,--era muy prudente,--pero andaba inquieta, pensativa,
-alterada; y decía yo: ¿por dónde estallará la bomba? Y estalló... ¿por
-dónde creerá usted? Una tarde que volví de Marineda, mi mujer, sin darme
-tiempo á soltar la capa, se encerró conmigo en su cuarto y me dijo que
-no ignoraba el estado de Mercedes... ¡Ya supondrá usted cuál sería el
-estado de Mercedes!... y que, pues había sufrido tanto y con tal
-paciencia, lo que naciese, para ella, para Romana, tenía que ser en toda
-propiedad..... como si lo hubiese parido Romana misma.
-
-»Me quedé tonto. Y el caso es que mi mujer se expresaba de tal manera,
-¡con un tono y unas palabras!, y tenía además tanta razón y tal sobra de
-motivos para mandar y exigir, que apenas nació el niño y lo ví empañado,
-lo envolví en un chal de calceta que me dió Romana para ese fin, y en el
-coche de Marineda á Goyán hizo su primer viaje de este mundo.»
-
---¿Ese niño es el que está retratado al lado de su esposa de usted,
-dentro de los marcos gemelos?
-
---Ajajá. Precisamente. ¡Mire usted: dificulto que ningún chiquillo, ni
-Alfonso XIII, se haya visto mejor cuidado y más estimado! Romana, desde
-que se apoderó del pequeño, no hizo caso de mí, ni de nadie, sino de él.
-El niño dormía en su cuarto; ella le vestía, ella le desnudaba, ella le
-tenía en el regazo, ella le enseñaba á juntar las letras y ella le hacía
-rezar. Hasta formó resolución de testar en favor del niño... Sólo que él
-falleció antes que Romana; como que al rapaz le dieron las viruelas el
-20 de Marzo, y una semana después voló á la gloria... y Romana, el 7 de
-Abril fué cuando la desahució el médico, y la perdí á la madrugada
-siguiente.»
-
---¿Se la pegaron las viruelas?--pregunté al señor de Bernárdez, que se
-aplicaba el pañuelo sin desdoblar á los ribeteados y mortecinos ojos.
-
---¡Naturalmente... Si no se apartó del niño!
-
---¿Y usted, cómo no se casó con Mercedes?
-
---Porque malo soy, pero no tanto como eso--contestó en voz temblona,
-mientras una aguadilla que no se redondeó en lágrima asomaba á sus
-áridos lagrimales.
-
-
-
-
-Maldición de gitana
-
-
-Siempre que se trata, entre gente con pretensiones de instruída, de
-agorerías y supersticiones, no hay nadie que no se declare exento de
-miedos pueriles, y punto menos desenfadado que don Juan frente á las
-estatuas de sus víctimas. No obstante, transcurridos los diez minutos
-consagrados á alardear de espíritu fuerte, cada cual sabe alguna
-historia rara, algún sucedido inexplicable, una «coincidencia». (Las
-coincidencias hacen el gasto.)
-
-La ocasión más frecuente de hablar de supersticiones la ofrecen los
-convites. De los catorce ó quince invitados se excusan uno ó dos: al
-sentarse á la mesa, alguien nota que son trece los comensales,--y al
-punto decae la animación, óyense forzadas risas y chanzas poco sinceras,
-y los amos de la casa se ven precisados á buscar, aunque sea en los
-infiernos, un número catorce. Conjurado ya el mal sino, renace el
-contento; las risitas de las señoras tienen un sonido franco; se ve que
-los pulmones respiran á gusto. ¿Quién no ha asistido á un episodio de
-esta índole?
-
-En el último que presencié pude observar que Gustavo Lizana, mozo asaz
-despreocupado, era el más carilargo al contar trece, y el que más
-desfrunció el gesto cuando fuímos catorce. No hacía yo tan supersticioso
-á aquel infatigable cazador y _sportsman_, y extrañándome verle hasta
-demudado en los primeros momentos, á la hora del café le llevé hacia un
-ángulo del saloncillo japonés, y le interrogué directamente.
-
---Una coincidencia--respondió, como era de presumir; y al ver que yo
-sonreía, me ofreció con un ademán el sofá bordado, en cuyos cogines una
-bandada de grullas blancas con patitas rosa volaba sobre un cañaveral de
-oro, nacido en fantástica laguna: se sentó él en una silla de bambú, y
-rápidamente, entrecortando la narración con agitados movimientos, me
-refirió su _coincidencia_ del número fatídico.
-
---Mis dos amigos íntimos--los de corazón--eran los dos chicos de
-Mayoral, de una familia extremeña antigua y pudiente. Habíamos estado
-juntos en el colegio de los jesuítas, y cuando salimos al mundo, la
-amistad se estrechó. Llamábanse el mayor Leoncio y el otro Santiago; y
-habrá usted visto pocas figuras más hermosas, pocos muchachos más
-simpáticos y pocos hermanos que tan entrañablemente se quisiesen.
-Huérfanos de padre y madre, y dueños de su hacienda, no conocían tuyo ni
-mío: bolsa común, confianza entera, y á pesar de la diferencia de
-caracteres--Leoncio nervioso y vehemente hasta lo sumo, y Santiago de un
-genio igual y pacífico--inalterable armonía. A mí me llamaban, en broma,
-su otro hermano, y la gente, á fuerza de vernos unidos, había llegado á
-pensar que éramos, cuando menos, próximos parientes los Mayoral y yo.
-
-Apasionados cazadores los tres, nos íbamos semanas enteras á las dehesas
-y cotos que los Mayoral poseían en la Mancha y Extremadura, donde hay de
-cuanta alimaña Dios crió, desde perdices y conejos hasta corzos,
-venados, jabalís, ginetas y gatos monteses.
-
-Con buen refuerzo de escopetas negras y una jauría de excelentes
-podencos, hacíamos cada ojeo y cada batida, que eran el asombro de la
-comarca. De estas excursiones resolvimos una cierto día de San Leoncio;
-no cabe olvidar la fecha. Nos había convidado juntos una tía de los de
-Mayoral, señora discretísima y madre de una muchacha encantadora, por
-quien Santiago bebía los vientos: sutilizando mucho, creo que esta
-pasión de Santiago tuvo su parte de culpa en la desgracia que sucedió:
-ya diré por qué.
-
-Ello es que nos reunimos en la casa, donde, con motivo de la fiesta,
-había otros varios convidados: amiguitas de la niña, señores formales,
-íntimos de la mamá... Y yo, que jamás contaba entonces los comensales,
-al pasar al comedor, involuntariamente, me fijo en los platos... ¡Eramos
-trece, trece justos!
-
-Ni se me ocurrió chistar: por otra parte, no sentía aprensión.
-Estaríamos á la mitad de la comida, cuando lo advirtió el ama de la
-casa, y dijo riéndose:--«¡Hola! ¡Pues con el resfriado de Julia, que la
-impidió venir, nos hemos quedado en la docena del fraile! No asustarse,
-señores; que aquí nadie ha cumplido los sesenta más que yo, y en todo
-caso seré la escogida.»--¿Qué habíamos de hacer? Lo echamos á broma
-también, y brindamos alegremente por que se desmintiese el augurio. Y
-había allí un señor que, presumiendo de gracioso, dijo con sorna:--«Es
-muy malo comer trece... cuando sólo hay comida para doce».
-
-A la madrugada siguiente tomamos el tren y salimos hacia el cazadero. La
-expedición se presentaba magnífica; la temperatura era, como de mediados
-de Septiembre, templada y deliciosa; cada tarde los zurrones volvían
-atestados de piezas, y para mayor satisfacción, nos habían anunciado que
-andaban reses por el monte, y que el primer ojeo nos prometía rico
-botín. Decidimos que este ojeo principiase un miércoles por la mañana, y
-apenas despachadas las migas y el chocolate, salimos á cabalgar nuestros
-jacos, que nos esperaban á la puerta, entre el tropel de las escopetas
-negras y la gresca y alborozo de los perros. Como tengo tan presentes
-las menores circunstancias de aquel día, recuerdo que me extrañó mucho
-la furia con que los animales ladraban, y al asomarme fuera, ví, apoyada
-en uno de los postes del emparrado que sombreaba la puerta, á una gitana
-atezada, escuálida, andrajosa.
-
-Podría tener sus veinte años, y si la suciedad, la descalcez y las
-greñas no la afeasen, no carecería de cierto salvaje atractivo, porque
-los ojos brillaban en su faz cetrina como negros diamantes, los dientes
-eran piñones mondados y el talle un junco airoso. Los pingajos de su
-falda apenas cubrían sus desnudos y delgados tobillos, y al cuello tenía
-una sarta de vidrio, mezclada con no sé qué amuletos. Dije que sus ojos
-brillaban, y era cierto; brillaban de un modo raro, que no supe definir;
-los tenía clavados en Santiago--que, lo repito, era un muchacho
-arrogante, rubio y blanco, y en aquel instante, subido al poyo de montar
-y con un pie en el estribo, con su sombrero de alas anchas, su bizarro
-capote hecho de una manta zamorana, de vuelto cuello de terciopelo
-verde, y sus altos zajones de caza, que marcaban la derechura de la
-pierna, aún parecía más apuesto y gallardo.--Y á Santiago fué á quien
-dirigió sus letanías la egipcia, soltándole esos requiebros raros que
-gastan ellas, y ofreciéndose á decirle la buenaventura. En aquel
-momento, Santiago, de seguro, pensaba en el dulce rostro de su novia, y
-el contraste con el de la gitana debió de causarle una impresión de
-repugnancia hacia ésta; porque era galante con todas las mujeres, y sin
-embargo, soltó una frase dura y hasta cruel, una frase fatal... yo así
-lo creo...
-
---¿Qué buenaventura vas á darme tú?--exclamó Santiago.--¡Para ti la
-quisieras! ¡Si tuvieses ventura, no serías tan fea y tan negra,
-chiquilla!
-
-La gitana no se inmutó en apariencia, pero yo noté en sus ojos algo que
-parecía la sombra de un abismo; y fijándolos de nuevo en Santiago, que
-estaba á caballo ya, articuló despacio, con indiferencia atroz y en voz
-ronca:
-
---¿No quieres buenaventuras, jermoso? Pues toma mardisiones... Premita
-Dios... Premita Dios... ¡que vayas montao y vuelvas tendío!
-
-Yo no sé con qué tono pudo decirlo la malvada, que nos quedamos de
-hielo. Leoncio, en especial, como adoraba en su hermano, se demudó un
-poco y avanzó hacia la gitana en actitud amenazadora; los perros, que
-conocen tan perfectamente las intenciones de sus amos, se abalanzaron
-ladrando con furia; uno de ellos hincó los dientes en la pierna desnuda
-de la mujer, que dió un chillido. Esto bastó para que Leoncio y yo, y
-todos, incluso Santiago, nos distrajésemos de la maldición y pensásemos
-únicamente en salvar á la bruja moza, en riesgo inminente de ser
-destrozada por la jauría. Contenidos los perros, cuando volvimos la
-cabeza, la gitana ya no parecía por allí; sin duda se había puesto en
-cobro, aunque nadie supo por donde.
-
-Al llegar aquí de su narración Gustavo, me hirió de súbito un recuerdo.
-
---Espere usted, espere usted...--murmuré recapacitando.--Creo que
-conozco el final de la historia... Cuando usted nombró á los Mayoral,
-empezó á trabajar mi cabeza... El nombre _me sonaba_... Tengo idea de
-que conozco á los dos hermanos, y ya voy reconstruyendo su figura...
-Leoncio, vivo, moreno, delgado; Santiago, rubio y algo más grueso...
-¿Fué en esa cacería donde?...
-
---Donde Leoncio, creyendo disparar á un corzo, mató á Santiago de un
-balazo en la cabeza--respondió lentamente Gustavo, cruzando las manos
-con involuntaria angustia.--Santiago _volvió tendido_... Perdí á la vez
-mis dos amigos; porque el matador, si no enloqueció de repente, como
-pasa en las novelas y en las comedias, quedó en un estado de
-perturbación y de alelamiento que fué creciendo cada día; y quizás por
-olvidar cortos instantes la horrible escena, se entregó--él que era tan
-formalillo que hasta le embromábamos--á mil excesos, acabando así de
-idiotizarse. ¿Después de saber esta _coincidencia_, extrañará usted que
-me agrade poco sentarme á una mesa de trece? Por más que quiero
-dominarme, se me conoce el miedo... ¡El miedo, sí; hay que llamar á las
-cosas por su nombre!
-
---¿Y volvió á parecer la gitana?--pregunté con curiosidad.
-
---¡La gitana! ¡Quién sabe adónde vuelan esas cornejas agoreras!--exclamó
-Gustavo sombríamente.--Los de esa casta no tienen poso ni paradero...
-Como dice Cervantes, á su ligereza no la impiden grillos, ni la detienen
-barrancos, ni la contrastan paredes... Cuando velábamos al pobre
-Santiago, y tratábamos de impedir que se suicidase el desesperado
-Leoncio, ya la bruja debía de estar entre breñas, camino de Huelva ó de
-Portugal.
-
-
-
-
-La bicha
-
-
-Han leído ustedes á Selgas?--preguntó la discreta viuda, cerrando su
-abanico antiguo de _vernis Martín_, una de esas joyas que para todo
-sirven, excepto para abanicarse.--¿Han leído á Selgas?
-
-Los que formábamos _peñita_ en la estufa, huyendo de los sofocados y
-atestados salones, movimos la cabeza. ¿Selgas? Un autor á quien, como
-suele decirse, «le ha pasado el sol por la puerta»... Nombre casi
-borrado ya...
-
---Pues era ingenioso--declaró la viudita--y á mí me divertía
-muchísimo... En no sé qué libro suyo--las citas exactas allá para los
-sabiondos--sienta una teoría sustanciosa, no crean ustedes. A propósito
-del sistema parlamentario, que le fastidiaba mucho, dice que mientras
-nadie se queja de lo que no escoge, todo el mundo rabia con lo que
-escogió; que rara vez nos mostramos descontentos de nuestros padres ni
-de nuestros hijos, pero que de los cónyuges y de los criados siempre hay
-algo malo que contar. ¿Verdad que es gracioso? Sólo que en ese capítulo
-de la elección conyugal, le faltó distinguir... Se le olvidó decir que
-sólo los hombres eligen, mientras las mujeres toman lo que se
-presenta... Y el caso es que la elección conyugal confirma la teoría de
-Selgas: los hombres, que escogen amplia y libremente, son los que
-escogen peor.
-
-Esta afirmación de la viuda levantó un turbión de humorísticas protestas
-entre el elemento masculino de la peñita.
-
---No hay que amontonarse--exclamó la señora intrépidamente.--Los hombres
-que aciertan, aciertan como _el consabido_ de la fábula... Y si no... á
-la prueba. Todos los jueves que nos reunamos aquí--en este rincón, á la
-sombra de estos pandanos tan colosales, cerca de esta fuente tan bonita
-con la luz eléctrica--me ofrezco á contarles á ustedes una historia de
-elección conyugal masculina... que les parecerá increíble. Empezaremos
-ahora mismo... Ahí va la de hoy.
-
-Cuando perdí á mi marido, tuve que vivir varios años en una capital de
-provincia, desenredando asuntos de mucho interés para mí y para mis
-hijos. Ya saben ustedes que no soy huraña, y pasado el luto, aproveché
-las contadas ocasiones de ver gente que se ofrecían allí. Había una
-Sociedad de recreo que daba en Carnaval dos ó tres bailes de máscaras, y
-me gustaba ir á sentarme en un palco, acompañada de varias amigas y
-amigos de los que solían hacerme tertulia, y divertirme en remirar los
-disfraces caprichosos, la animación y las bromas que se corrían abajo,
-en el hervidero de la sala. Eran bailes en que se mezclaban el señorío y
-la mesocracia con bastantes familias artesanas, sin que se conociesen
-mucho las diferencias entre estas clases sociales--porque las artesanas
-de M*** se visten, peinan y prenden con gusto, son guapas y tienen aire
-fino.--La Junta directiva sólo excluía rigurosamente á las mujeres
-notoriamente indignas; y figúrense ustedes el espanto de la concurrencia
-cuando, la noche del lunes de Carnaval, empezó á esparcirse la voz de
-que estaba en el baile, enmascarada y del brazo de un socio, la célebre
-Natalia, por otro nombre _La Bicha_ (la _Culebra_); la daban este apodo
-por su fama de mala y engañadora, ó, según otros, porque tenía la cabeza
-pequeñita, la tez morena aceitunada y el pelo casi azulado de puro
-negro; señas de cuya exactitud pudimos cerciorarnos todos, como verán
-ustedes.
-
-Al saberse la noticia, justamente se hallaba en mi palco el presidente
-de la Sociedad, señor viudo, acaudalado y respetable, padre de una niña
-preciosa que yo me llevaba á casa por las tardes á jugar con la
-chiquilla mía. Sobrecogido y turbado, el presidente se agitaba en el
-asiento, haciendo coraje, como suele decirse, para bajar á cumplir su
-deber de expulsar á la intrusa. Comprenderán ustedes que no existe deber
-más penoso: ir á darle en público un bofetón á una mujer... ¡sea quien
-sea! Todos seguíamos con los ojos á la máscara sospechosa, y la
-indignación fermentaba. Abandonada desde el primer run-run por el socio
-que la introdujo y que se dió prisa á desaparecer; asaltada por unos
-cuantos mozalbetes, que la asaetaban con insolentes pullas y
-dicharachos; aislada á la vez en un espacio libre--porque todas las
-demás mujeres se apartaban--la _Culebra_, apretando contra el rostro su
-antifaz, recogiendo los pliegues de su manto de _beata_, como para
-ocultarse, permanecía apoyada en una columna de las que sostienen los
-palcos, en actitud de fiera á quien acosan. Por fin, el presidente se
-decidió, y, tomando precipitadamente el sombrero, salió al pasillo;
-pronto le vimos aparecer en el salón y dirigirse á donde estaba la
-_Culebra_. A las frases secas y rápidas, cual latigazos, del presidente,
-los mozalbetes se desviaron, dejando sola á la mujer; y ésta, con un
-movimiento de soberbia que remedaba la dignidad, revolviéndose bajo el
-ultraje, se arrancó de súbito la careta de raso negro, echó atrás el
-manto, y descubierta la cabeza, erguido el cuello, rechispeantes los
-ojos, miró, retó, fulminó al presidente primero, después, circularmente,
-á todo el concurso, á las señoras, á las señoritas, que volvían la cara
-ruborizándose, á los hombres que cuchicheaban y se reían... Y despacio,
-sin bajar la frente, pasó por entre la multitud apiñada que se
-estremecía á su contacto, y todavía, desde la puerta, volviéndose,
-disparó el venablo de sus pupilas (¡qué mirada aquella, Dios mío!) al
-presidente, que accionaba entre un círculo de individuos de la Directiva
-y de señores que le felicitaban por su acción... Minutos después, muy
-exaltado, volvía al palco el buen señor, y al acompañarme, á la salida,
-todavía hablaba del descoco de la pájara, refiriéndonos, con el recato
-posible, su vida y milagros, capaces, ciertamente, de poner colorada á
-una estatua de piedra.
-
-A la vuelta de cinco meses; cuando á las frioleras diversiones del
-Carnaval reemplazan los idílicos goces de las giras y de las campestres
-romerías,--empezó á susurrarse en M*** que el presidente de la Sociedad
-_Centro de Amigos_, el honrado y formal don Mariano Subleiras, con sus
-cincuenta del pico, su viudez y su niña encantadora, pasaba á segundas
-nupcias... ¿Ya han adivinado ustedes con quién?... ¡Con la propia
-Natalia, la _Bicha_, la prójima echada del baile!--Al oirlo, sepan
-ustedes que no lo puse en duda ni un momento. Dirán ustedes que soy
-pesimista... Digan lo que quieran, ¡El caso es que yo, en seguida, creí
-firmemente que era gran verdad eso que á todos les parecía el colmo de
-lo absurdo!--¿Pero no se acuerda usted?--me objetaban.--Pero si fué él
-mismo quien la puso de patitas...--Pues por eso, cabalmente por
-eso--contestaba yo, dejándoles con la boca de un palmo. Al fin, tanto me
-calentaron la cabeza con la boda dichosa, que entre el deseo de
-complacer y la lástima que me infundía la pequeña, aquella rubita
-monísima, amenazada de madrastra semejante, me decidí á meterme donde
-no me llamaban y á hacer á don Mariano el siempre inoportuno regalo del
-buen consejo... Le llamé á capítulo, le prediqué un sermón que ni un
-padre capuchino; estuve elocuente, les aseguro que sí... Y me puse muy
-hueca cuando al terminar mi plática, don Mariano, al parecer conmovido,
-murmuró aplicando el pico del pañuelo á los ojos:--Prometo á usted que
-no me casaré con la Natalia...
-
---¿Y al poco tiempo se casó?--interrogaron con malicia los de la peña.
-
---No, señores... No se casó al poco tiempo... ¡Cuando me empeñaba una
-palabra inquebrantable... estaba ya casado... secretamente!
-
-Hubo en el grupo exclamaciones, risas, comentarios, y Ramiro Nozales,
-que la echaba de observador, pronunció con énfasis:
-
---¡Qué humano es eso!
-
---Lo que á mí me preocupó mucho entonces--prosiguió la señora--fué
-averiguar cómo se las había compuesto la lagarta para hacer presa en don
-Mariano. Su móvil era patente: una venganza que eriza el pelo... Pero,
-¿de qué medios se había valido? Cuando fué expulsada del baile, don
-Mariano sólo la conocía de vista y por su lamentable reputación...
-Excitada mi curiosidad, en que entraba tanto interés por la pobre niña,
-pude averiguar algo... ¡Algo que también va usted á decir que es _muy
-humano_, amigo Nozales, porque conozco su escuela de usted!... Parece
-que la _Bicha_ se presentó en casa de don Mariano días después de la
-expulsión, y bañada en lágrimas, y con hartos desmayos y suspiros, le
-pidió reparación del ultraje; reparación... ¿cómo diré yo?, una
-reparación privada, una palabra benévola, una excusa, algo que la
-consolase, porque desde aquel episodio se sentía enferma, abatida y á
-punto de muerte... «De otra persona, mire usted, no me hubiese
-importado; pero de usted... vamos, de usted... un señor tan digno, un
-señor tan virtuoso...», dicen que silbaba la _Culebra_, empezando
-insensiblemente á enroscarse... De aquí al vasito de agua, á contar una
-larga historia, á ser escuchada y compadecida, visitada después, á
-enlazar con el primer anillo, á deslizarse, á abrazar ya con las roscas
-flexibles el pecho, la cabeza y el cuerpo todo... el camino ni es largo
-ni difícil, y en cuatro meses y medio lo anduvo la _Bicha_... hasta
-llegar á la iglesia.--Al año siguiente, la noche del lunes de Carnaval,
-don Mariano y su señora ocupaban el palco fronterizo al mío... Fué la
-primera vez que aparecieron juntos en público. Después, ya nunca vimos
-solo á don Mariano; á ella, sí. Contaban que su mujer le mandaba de tal
-suerte, que, al salir de casa, le dejaba encerrado...
-
---¿Y la niña?--preguntó Nozales con afán triste.
-
---¡Ah!--suspiró la señora.--La niña... me han escrito de allá que murió
-tísica!...
-
-
-
-
-Sangre del brazo
-
-
-El lunes de Pascua de Resurrección, con un sol esplendente y un aire
-tibio y perfumado, que provocaba impaciencias y fervorines primaverales
-en los retoños frescos de los árboles y en los senderos que deseaban
-florecer y donde á las últimas violetas descoloridas hacían competencia
-las primeras campánulas blancas y las margaritas de rosado
-cerco,--unieron sus destinos en la capilla del restaurado castillo
-señorial la linda heredera de la noble casa y estados de Abencerraje,
-con el apuesto y galán marquesito de Alcalá de los Hidalgos.
-
-Todo sonreía en aquella boda, lo mismo la naturaleza que el porvenir de
-los desposados. Al cuadro de su juventud, del amor del novio, que
-revelaban mil finezas y extremos, y á la cándida belleza de la novia,
-servían de marco de oro y rosas la cuantiosa hacienda, la ilustre cuna,
-el respeto y cariño de la buena gente campesina, y hasta la venturosa
-circunstancia de verse enlazadas por ella, ante el cielo y ante el
-mundo, las dos casas más ricas y nobles de la provincia, las que la
-representaban en la historia nacional.
-
-A la puerta de la capilla aguardaba el coche familiar que había de
-conducir á los esposos á la estación del camino de hierro. Iban á
-emprender uno de esos viajes que son la realidad de un sueño divino:
-Italia y sus ciudades-museos; Suiza y sus lagos, trozos de la bóveda
-azul del firmamento caídos sobre la nieve; Alemania con sus ríos, en que
-las ondinas nadan al rayo de la luna; después el Oriente, Grecia,
-Constantinopla, y, por último, el invierno en París, entre los
-prestigios del lujo y la magia de la refinadísima civilización; París
-con sus fiestas y sus elegancias exquisitas, sus nidos de coquetería y
-de molicie para la dicha renovada... La perspectiva de tantos días
-risueños y venturosos; más que todo la del amor puro, noble, legítimo,
-constante regocijo y secreta y dulce efusión del alma, hacía latir de
-gozo el corazón de la novia, de la rubia y tierna María de las Azucenas,
-cuando el coche arrancó al trote largo de los cuatro fogosos caballos
-que lo arrastraban, llevándosela á ella, al que ya era su dueño, y á la
-doncella, Luisilla, aldeana viva y fiel, elegida y designada para,
-acompañar y servir á María durante el viaje...
-
-Por espacio de algunos meses fueron llegando al castillo faustas nuevas
-de los novios. Aun cuando la escondida aldea de Abencerraje distaba
-tanto de esas lejanas tierras por donde ellos paseaban la ufanía de su
-felicidad, por mil no sospechados conductos--cartas, sueltos de
-periódicos, referencias de otros viajeros, de cónsules, de amigos, de
-desconocidos quizás--en Abencerraje se sabía confusamente que el viaje
-era feliz, alegre, fecundo en incidentes gratos, y que marido y mujer
-disfrutaban de salud y contento. Corrió así el verano, pasóse el otoño,
-y se averiguó que, cumpliendo estrictamente el programa, se encontraban
-ya en la capital de la república francesa los marqueses, divertidos,
-festejados, girando en el torbellino del placer. Hacia Febrero ó Marzo
-se habló de que la recién casada sufría una grave enfermedad, pero casi
-se supo al mismo tiempo el mal y la mejoría. Y pocas semanas después, el
-lunes de Pascua de Resurrección, á la caída de una tarde admirable por
-lo serena, cuando las últimas violetas descoloridas exhalaban su
-delicado aroma y los árboles desabrochaban su flor de primavera, el país
-vió asombrado que el coche familiar regresaba de la estación con mucho
-repique de cascabeles, y las gentes, que se asomaban curiosas á las
-puertas de las cabañas, no divisaron dentro del coche más que á María de
-las Azucenas, tan descolorida como las últimas violetas de los senderos,
-y á Luisilla, sentada á su lado, también desmejorada y amarillenta,
-sosteniendo en el hombro la fatigada cabeza de su señora; ambas mudas,
-ambas tristes, ambas con la huella del padecimiento en el rostro.--Y ni
-aquel día, ni los siguientes, ni nunca más, asomó el Marqués de Alcalá
-en el castillo de su mujer, ni por la comarca siquiera, y María y
-Luisilla vivieron solas, siempre juntas, más que como ama y criada, como
-hermanas amantísimas é inseparables.
-
-Repicaron las lenguas, y se fantasearon historias de ilícitas pasiones y
-desvaríos del Marqués, tragedias horribles, duelos, conatos de
-envenenamiento, y otras mil invenciones novelescas que prueban la
-ardorosa imaginación de los naturales de Abencerraje. La verdad no se
-supo hasta que corrieron algunos años, cuando el Marqués de Alcalá
-comisionó á un sacerdote para lograr de su esposa que le perdonase y
-consintiese en vivir á su lado. Habiendo fracasado por completo la
-diplomacia del sacerdote, en los primeros momentos de contrariedad éste
-se espontaneó con el párroco de Abencerraje, éste con el boticario, éste
-con el médico, el notario, el Alcalde... y así llegó á conocer la
-comarca la siguiente aventura.
-
-Después de un viaje que fué un idilio, llegaron á París los enamorados
-esposos en busca de alguna quietud, pues la reclamaba el estado
-interesante de María, expuesta á percances en fondas y trenes. A pesar
-del cuidado y del método que observó la Marquesa, hacia el sexto mes del
-embarazo cayó en cama, con síntomas de parto prematuro. Acaeció la
-temida desgracia, y fué lo peor que una hemorragia violenta puso en
-peligro inminente la vida de la señora. «Se desangra, se nos va», había
-dicho el médico, un español ilustre, después de ensayar los recursos de
-su ciencia, luchando denodadamente con la muerte que se aproximaba
-silenciosa. Y entonces el marido, que veía á su esposa desfallecer en
-síncope mortal, blanca como la almohada donde apoyaba su frente de cera,
-preguntó al doctor:
-
---¿Pero no hay algún medio de salvarla? ¿No hay alguno?
-
---Hay uno todavía--respondió el médico.--Si se encuentra una persona
-sana, robusta, joven y que quiera lo bastante á esta señora para dar
-sangre de las venas de su brazo... verificaremos la transfusión y verá
-usted á la enferma resucitar.
-
-Al hablar así, el doctor miraba afanosamente al Marqués, clavándole en
-el rostro, y mejor aún en el espíritu, sus ojos interrogadores y
-desengañados de hombre que ha presenciado en este pícaro mundo muchas
-miserias; y al notar que el Marqués no contestaba y se volvía tan pálido
-como si ya le estuviesen extrayendo de las venas la sangre que le pedía
-de limosna el amor, el médico se encogió de hombros murmurando
-vagamente:
-
---Pero es difícil... muy difícil. Hay que renunciar á esa esperanza.
-
-En aquel punto mismo se levantó una mujer que permanecía acurrucada á
-los pies del lecho de la moribunda, y sencillamente, presentando su
-brazo izquierdo desnudo, blanco, grueso, surcado de venas azules,
-exclamó:
-
---Ahí tiene, señor... ahí tiene... Sangre no me falta, y sana estoy como
-las propias manzanas en el árbol... Ahí tiene, y ojalá que la sangre de
-una pobre aldeana sirva para resucitar á la señora.
-
-Ni un minuto tardó el doctor en aceptar la oferta de Luisilla. Aplicando
-la cánula, sangró copiosamente el recio brazo, pues se necesitaba mucha,
-mucha sangre, setecientos gramos, para reparar las pérdidas sufridas. La
-muchacha, sonriente, no pestañeaba, repitiendo á cada paso:
-
---Saque, señor; tengo yo la mar de sangre buena que ofrecer á mi ama.
-
-El Marqués había huído de la habitación. Cuando la sutil jeringuilla
-empezó á inyectar el precioso licor en el cuerpo de la agonizante, y
-ésta á notar el calor delicioso que de las venas pasaba al corazón
-reanimándolo; cuando su rostro de mármol se coloreó y sus ojos se
-abrieron lentamente, lo primero que buscaron fué al amado, á la mitad de
-su ser, pues había comprendido al revivir que alguien la daba su sangre
-en compensación de la que había perdido, y creía que sólo podía ser él,
-el esposo, el compañero, el adorado, el ídolo de su alma. Y al no
-encontrarle; al ver á Luisa, á quien vendaban y á quien hacían beber,
-para reanimarla del desfallecimiento, café puro, la esposa comprendió, y
-volvió á cerrar los ojos, como si aspirase al desmayo del cual solo se
-despierta en los brazos de la muerte...
-
-Apenas pudo ponerse en camino, María partió sin más compañera que la
-aldeanita, cuya humilde sangre llevaba en las venas y á quien debía el
-existir. Todas las gestiones del Marqués de Alcalá se estrellaron contra
-la invencible repugnancia, ó más bien el horror de su mujer. Demasiado
-altiva para buscar consuelo de aquel desengaño, vivió con Luisilla,
-haciendo caridades y llorando á solas muchas veces,--sobre todo en
-Pascua de Resurrección, cuando la implacable naturaleza reflorecía.
-
-
-
-
-Consuelo
-
-
-Teodoro iba á casarse perdidamente enamorado. Su novia y él aprovechaban
-hasta los segundos para tortolear y apurar esa dulce comunicación que
-exalta el amor por medio de la esperanza próxima á realizarse. La boda
-sería en Mayo, si no se atravesaba ningún obstáculo en el camino de la
-felicidad de los novios. Pero al acercarse la concertada fecha se
-atravesó uno terrible: Teodoro entró en sorteo de oficiales, y la suerte
-le fué adversa: le reclamaba la patria.
-
-Ya se sabe lo que ocurre en semejantes ocasiones. La novia sufrió
-síncopes y ataques de nervios; derramó lágrimas que corrían por sus
-mejillas frescas, pálidas como hojas de magnolia, ó empapaban el
-pañolito de encaje; y en los últimos días que Teodoro pudo pasar al lado
-de su amada, trocáronse juramentos de constancia y se aplazó la dicha
-para el regreso. Tales fueron los extremos de la novia, que Teodoro
-marchó con el alma menos triste, regocijado casi por momentos, pues era
-animoso y no rehuía, ni aun de pensamiento, la aceptación del deber.
-
-Escribió siempre que pudo, y no le faltaron cartas amantes y fervorosas,
-en contestación á las suyas algo lacónicas, redactadas después de una
-jornada de horrible fatiga, robando tiempo al descanso, y evitando
-referir las molestias y las privaciones de la cruel campaña, por no
-angustiar á la niña ausente. Un amigo á prueba, comisionado para espiar
-á la novia de Teodoro--no hay hombre que no caiga en estas puerilidades,
-si se va muy lejos y ama de veras--mandaba noticias de que la muchacha
-vivía en retraimiento, como una viuda. Al saberlo, Teodoro sentía un
-gozo que le hacía olvidarse de la ardiente sed, del sol que abrasa, de
-la fiebre que flota en el aire y de las espinas que desgarran las
-epidermis.
-
-Cierto día, de espeso matorral salieron algunos disparos al paso de la
-columna que Teodoro mandaba. Teodoro cerró los ojos y osciló sobre el
-caballo: le recogieron y trataron de curarle, mientras huía cobardemente
-el invisible enemigo. Trasladado el herido al hospital, se vió que tenía
-destrozado el hueso de la pierna,--fractura complicada, gravísima.--El
-médico dió su fallo: para salvar la vida había que practicar
-urgentemente la amputación por más arriba de la rótula, advirtiendo que
-consideraba peligroso dar cloroformo al paciente. Teodoro resistió la
-operación con los ojos abiertos, y vió cómo el bisturí incindía su piel
-y resecaba sus músculos, cómo la sierra mordía en el hueso hasta llegar
-al tuétano, y cómo su pierna derecha, ensangrentada, muerta ya, era
-llevada á que la enterrasen... Y no exhaló un grito ni un gemido: tan
-sólo, en el paroxismo del dolor, tronzó con los dientes el cigarro que
-chupaba.
-
-Según el cirujano, la operación había salido divinamente. No hubo
-inflamación ni gangrena; cicatrizó bien y pronto, y Teodoro no tardó en
-ensayar su pierna de palo, una pata vulgar, mientras no podía encargar á
-Alemania otra, hecha con arreglo á los últimos adelantos...
-
-Al escribir á su novia desde el hospital sólo había hablado de herida, y
-herida leve. No quería afligirla ni espantarla. Así y todo, lo de la
-herida alarmó á la muchacha tanto, que sus cartas eran gritos de terror
-y efusiones de cariño. ¿Por qué no estaba ella allí para asistirle, y
-acompañarle y endulzar sus torturas? ¿Cómo iba á resistir hasta la carta
-siguiente, donde él participase su mejoría?
-
-Aquellas páginas tiernas y sencillas, que debían consolar á Teodoro, le
-causaron, por el contrario, una inquietud profunda. Pensaba á cada
-instante que iba á regresar, á ver á su adorada, y que ella le vería
-también... ¡pero cómo! ¡Qué diferencial Ya no era el gallardo oficial de
-esbelta silueta y andar resuelto y brioso. Era un inválido, un pobrecito
-inválido, un infeliz inútil. Adiós las marchas, adiós los fogosos
-caballos, adiós el vals que embriaga, adiós la esgrima que fortalece:
-tendría que vivir sentado, que pudrirse en la inacción, y que recibir
-una limosna de amor ó de lástima, otorgada por caridad á su desventura.
-Y Teodoro, al dar sus primeros pasos apoyado en la muleta, presentía la
-impresión de su novia cuando él llegase así, cojo y mutilado,--él, el
-apuesto novio que antes envidiaban las amigas.--Ver la luz de la
-compasión en unos ojos adorados... ¡qué triste sería, qué triste! Miróse
-al espejo y comprobó en su rostro las huellas del sufrimiento, y pensó
-en el ruido seco de la pata de palo sobre las escaleras de la casa de su
-futura... Con el revés de la mano se arrancó una lágrima de rabia que
-surgía al canto del lagrimal: pidió papel y pluma, y escribió una breve
-carta de rompimiento y despedida eterna.
-
-Dos años pasaron. Teodoro había vuelto á la Península, aunque no á la
-ciudad donde amó y esperó. Por necesidad tuvo que ir á ella pocos días,
-y aunque evitaba salir á la calle, una tarde encontró de improviso á la
-que fué su novia y,--sofocado, tembloroso,--se detuvo y la dejó pasar.
-Iba ella del brazo de un hombre--su marido.--El amputado, repuesto,
-firme ya sobre su pata hábilmente fabricada en Berlín, maravilla de
-ortopedia, que disimulaba la cojera y terminaba en brillante bota, notó
-que el esposo de su amada era ridículamente conformado, muy patituerto,
-de rodillas huesudas é innoble pie... y una sonrisa de melancólica burla
-jugó en su semblante grave y varonil.
-
-
-
-
-La novela de Raimundo
-
-
-¿Suponéis que no hay en mis recuerdos nada dramático, nada que despierte
-interés, una novela tremenda?--nos dijo casi ofendido el apacible
-Raimundo Ariza, á quien considerábamos el muchacho más formal de cuantos
-remojábamos la persona en aquella tranquila playa y nos reuníamos por
-las tardes á jugar á tanto módico en el Casino.--No pudimos menos de
-mirar á Raimundo con sorpresa y algo de incredulidad. Sin embargo,
-Raimundo no era feo: tenía estatura proporcionada, correctas facciones,
-ojos garzos y dulces, sonrisa simpática y blanca tez; pero su bonita
-figura destilaba sosería; no había nacido fascinador; parecía formado
-por la naturaleza para ser á los cuarenta buen padre de familia, y
-Alcalde de su pueblo.
-
---Dudamos de tu novela romántica--exclamó al cabo uno de nosotros.
-
---Pues es de las de patente...--replicó Raimundo.--Hay dos clases de
-novelas, señores escépticos: las voluntarias y las involuntarias. Las
-primeras, las buscan por la mano sus héroes. Las otras... se vienen á
-las manos. De estas fué la mía. A ciertas personas suele decirse que
-«_les sucede todo_;» y es porque ellas andan á caza de sucesos... A fe
-que si se estuviesen quietecitos, las mujeres no se precipitarían á
-echarles memoriales.
-
-En mi pueblo, como sabéis, no suele haber grandes emociones, y cualquier
-cosa se vuelve acontecimiento. Todo constituye distracción, rompiendo la
-monotonía de aquel vivir.--Hará cosa de tres años, en primavera, nos
-alborotó la llegada de una tribu errante de gitanos ó zíngaros.
-Plantaron sus negruzcas tiendas y amarraron sus trasijadas monturas en
-cierto campillo árido, cercano á uno de los barrios en construcción, y
-formamos costumbre de ir por las tardes á curiosear las fisonomías y los
-hábitos de tan extraña gente.
-
-Nos gustaba ver cómo remendaban y estañaban calderos y componían
-jáquimas y pretales, todo al sol y con la cabeza descubierta, porque
-dentro de las tiendas no se rebullían. Comentábase mucho la noticia de
-que el jefe de una taifa tan sórdida y desarrapada hubiese depositado en
-el Banco, el día de su arribo, bastantes miles de duros en ricas onzas
-españolas, de las que ya no se encuentran por ninguna parte. Viajaban
-con su caudal, y por no ser desbalijados, al sentar sus reales lo
-aseguraban así. Se decía también que poseían á docenas soberbias
-cadenas de oro y joyeles bárbaros de pedrería; pero es la verdad que, al
-exterior, sólo mostraban miserias, andrajos y densa capa de mugre, no
-teniendo poco de asombroso que tan mala capa no bastase á encubrir ni á
-degradar la noble hermosura y pintoresca originalidad de los bohemios
-que admirábamos.
-
-Resaltaba esta belleza en todos los individuos jóvenes de la tribu;
-pero, como es natural, yo prefería observarla en las mujeres, y solía
-acercarme á la tienda donde habitaba una gitanilla del más puro tipo
-oriental que pueda soñarse. Esbelta, de tez finísima y aceitunada; de
-ojos de gacela, tristes, almendrados é inmensos; de cabellera azulada á
-fuerza de negror y repartida en dos trenzas de esterilla á ambos lados
-del rostro, la gitana estaba reclamando un pintor que se inspirase en su
-figura. Aunque era, según supe después, esposa del jefe de la tribu, su
-vestimenta se componía de una falda muy vieja y un casaquín desgarrado,
-por cuyas roturas salía el seno, y en lugar de los fantásticos joyeles
-del misterioso tesoro, adornaba su cuello una sarta de corales falsos.
-Su tierna juventud y su singular beldad resplandecían iluminando los
-harapos y el interior de la tienda, por otra parte semejante á un
-capricho de Goya, donde humeaba un pote sobre unas trébedes y un fuego
-de brasa, atizado por una gitana vieja, tan caracterizada de bruja, que
-pensé que iba á salir volando á horcajadas sobre una escoba.
-
-Así que me vió la gitanilla, con voz muy melodiosa y con gutural
-pronunciación extranjera me pidió la mano para echarme la buenaventura.
-Se la tendí, con dos pesetas para señalar, y después de oídas las
-profecías que dicen siempre las gitanas, dejé gustoso las dos pesetas en
-su poder. La mujer hablaba aprisa, porque un chiquillo desnudo, de
-cobriza tez, arrastrándose por el suelo, lloriqueaba; así que su madre
-le tomó en brazos, calló agarrando el seno. De súbito la gitana exhaló
-un chillido de dolor: el crío acababa de morderla cruelmente, y ella,
-casi en broma, aplicó dos azotes ligeros á la criatura. No sé que fué
-más pronto, si romper el chico en llanto desconsolador ó entrar en la
-tienda el jefe de la tribu, un arrogante bohemio de enérgicas facciones
-y pelo rizado en largos bucles; y sin encomendarse á Dios ni al diablo,
-profiriendo imprecaciones en su jerigonza, soltarle á su mujer un feroz
-puntapié que la echó á tierra.
-
-Indignado por tal brutalidad, me precipité á levantarla; se alzó pálida
-y temblando; sus ojos oblongos, tan dulces poco antes, fulguraban con un
-brillo sombrío, que me pareció de odio y furor, pero al fijarse en mí
-destellaron agradecimiento. No lo pude remediar; aunque por sistema con
-nadie ni en nada me meto, aquella escena me había trastornado: apostrofé
-é increpé al gitano, y hasta le amenacé, si maltrataba de tal suerte á
-una criatura indefensa, con denunciarle á la autoridad, que le aplicaría
-condigno castigo. No sé qué pasaría por dentro del alma del bohemio: sé
-que me escuchó muy grave, que chapurreó excusas, y al mismo tiempo, á
-guisa de amo de casa que hace cortesía, me acompañó, sacándome fuera de
-su domicilio, á pretexto de enseñarme los caballos y los carricoches; en
-términos que, al despedirme de aquel hombre, me creí en el deber de
-aflojar otras monedas... que aceptó sin perder la dignidad.
-
-Al día siguiente, y los demás, volví al campamento y fuí derecho á la
-tienda de la gitana... ¡No arméis alboroto ni me déis broma! Yo no
-sentía nada parecido á lo que suele llamarse, no ya amor, sino sólo
-interés ó capricho por una mujer. Quizás por obra de la suciedad salvaje
-en que vivía envuelta la gitana, ó por el carácter exótico de su
-hermosura de dieciséis abriles, lo que me inspiraba era una especie de
-lástima cariñosa unida á un desvío raro: yo no concebía, con tal mujer,
-sino la contemplación desinteresada y remota que despiertan un cuadro ó
-un cachivache de museo. A veces me creía inferior á ella, que procedía
-de raza más pura y noble, de aquel Oriente en que la humanidad tuvo su
-cuna; otras, por el contrario, se me figuraba un animal bravío, un ser
-de instinto y de pasión á quien yo dominaba por la inteligencia. Y
-encontraba gusto en ir á verla, únicamente porque ella, al aparecer yo,
-mostraba una alegría pueril, una exaltación inexplicable, sonriendo con
-labios muy rojos y dientes muy blancos, diciéndome palabras zalameras,
-contándome sus correrías, sus fatigas y sus deseos de regresar á una
-patria donde el firmamento no tuviese nubes, ni llorase agua jamás.
-«Feo cuando llueve», repetía. A esto se redujo nuestro idilio... No
-tengo nada de héroe, y así que noté que el arrogante gitano fruncía las
-negrísimas y correctas cejas al encontrarme en sus dominios, espacié mis
-visitas, y ni siquiera me despedí de mi amiga--pues los bohemios
-levantaron el campo de improviso una mañana, y desaparecieron, sin dejar
-más huellas de su paso que varios montones de carbón y ceniza en el
-real, y dos ó tres hurtos de poca monta que se les atribuyeron, quizás
-falsamente.
-
-Hasta aquí la historia es bien sencilla... Lo novelesco empieza ahora...
-y consiste en un solo hecho, que ustedes explicarán como gusten... pues
-yo me lo explico á mi modo, y acaso esté en un error! Al mes de alejarse
-de mi ciudad la tribu zíngara, se supo por la prensa que en las
-asperezas de la sierra de los Castros habían descubierto unos pastores
-el cuerpo de una mujer muy joven, cuyas señas inequívocas coincidían con
-las de mi gitanilla. El cuerpo había sido enterrado á bastante
-profundidad, pero venteado por los perros y desenterrado prontamente,
-dió á la justicia indicios de que se hallaba sobre la pista de un
-horrendo crimen. Se inició el procedimiento sin resultado alguno, porque
-los de la errante tribu estuvieron conformes en declarar que la
-gitanilla había huído separándose de ellos, y que ellos no se habían
-acercado ni á veinte leguas de la sierra de los Castros. La muerte de la
-gitanilla fué un negro misterio más, de tantos como no desentraña la
-justicia nunca. Sólo yo creí ver claro en el lance... Acordéme de las
-palabras que Cervantes pone en boca del gitano viejo: «Libres y exentos
-vivimos de la amarga pestilencia de los celos; nosotros somos los jueces
-y verdugos de nuestras esposas y amigas; con la misma facilidad las
-matamos y las enterramos por las montañas y desiertos, como si fuesen
-animales nocivos; no hay pariente que las vengue, ni padres que nos
-pidan su muerte...»
-
-
-
-
-El encaje roto
-
-
-Convidada á la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no
-habiendo podido asistir, grande fué mi sorpresa cuando supe al día
-siguiente--la ceremonia debía verificarse á las diez de la noche en casa
-de la novia--que ésta, al pie del mismo altar, al preguntarle el Obispo
-de San Juan de Acre si recibía á Bernardo por esposo, soltó un _no_
-claro y enérgico; y como reiterada con extrañeza la pregunta se
-repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar un cuarto de hora
-la situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose
-la reunión y el enlace á la vez.
-
-No son inauditos casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero
-ocurren entre gente de clase humilde, de muy modesto estado, en esferas
-donde las conveniencias sociales no embarazan la manifestación franca y
-espontánea del sentimiento y de la voluntad.
-
-Lo peculiar de la escena provocada por Micaelita, era el medio ambiente
-en que se desarrolló. Parecíame ver el cuadro, y no podía consolarme de
-no haberlo contemplado por mis propios ojos. Figurábame el salón
-atestado, la escogida concurrencia, las señoras vestidas de seda y
-terciopelo, con collares de pedrería, al brazo la mantilla blanca para
-tocársela en el momento de la ceremonia; los hombres con
-resplandecientes placas ó luciendo veneras de Ordenes militares en el
-delantero del frac; la madre de la novia, ricamente prendida, atareada,
-solícita, de grupo en grupo, recibiendo felicitaciones; las hermanitas,
-conmovidas, muy monas, de rosa la mayor, de azul la menor, ostentando
-los brazaletes de turquesas, regalo del cuñado futuro; el Obispo que ha
-de bendecir la boda, alternando grave y afablemente, sonriendo,
-dignándose soltar chanzas urbanas ó discretos elogios, mientras allá en
-el fondo se adivina el misterio del oratorio revestido de flores, una
-inundación de rosas blancas, desde el suelo hasta la cupulilla, donde
-convergen radios de rosas y de lilas como la nieve, sobre rama verde,
-artísticamente dispuesta; y en el altar, la efigie de la Virgen
-protectora de la aristocrática mansión, semioculta por una cortina de
-azahar, el contenido de un departamento lleno de azahar que envió de
-Valencia el riquísimo propietario Aránguiz, tío y padrino de la novia,
-que no vino en persona por viejo y achacoso--detalles que corren de boca
-en boca, calculándose la magnífica herencia que corresponderá á
-Micaelita, una esperanza más de ventura para el matrimonio, el cual irá
-á Valencia á pasar su luna de miel.--En un grupo de hombres me
-representaba al novio, algo nervioso, ligeramente pálido, mordiéndose el
-bigote sin querer, inclinando la cabeza para contestar á las delicadas
-bromas y á las frases halagüeñas que le dirigen...
-
-Y por último, veía aparecer en el marco de la puerta que da á las
-habitaciones interiores una especie de aparición, la novia, cuyas
-facciones apenas se divisan bajo la nubecilla del tul, y que pasa
-haciendo crujir la seda de su traje, mientras en su pelo brilla como
-sembrado de rocío la roca antigua del aderezo nupcial... Y ya la
-ceremonia se organiza, la pareja avanza conducida por los padrinos, la
-cándida figura se arrodilla al lado de la esbelta y airosa del novio...
-Apíñase en primer término la familia, buscando buen sitio para ver
-amigos y curiosos, y entre el silencio y la respetuosa atención de los
-circunstantes... el Obispo formula una interrogación, á la cual responde
-un _no_ seco como un disparo, rotundo como una bala. Y--siempre con la
-imaginación--notaba el movimiento del novio, que se revuelve herido; el
-ímpetu de la madre, que se lanza para proteger y amparar á su hija, la
-insistencia del Obispo, forma de su asombro, el estremecimiento del
-concurso, el ansia de la pregunta transmitida en un segundo: «¿Qué pasa?
-¿Qué hay? ¿La novia se ha puesto mala? ¿Que dice _no_? Imposible...
-¿Pero es seguro? ¡Qué episodio!...»
-
-Todo esto, dentro de la vida social, constituye un terrible drama. Y en
-el caso de Micaelita, al par que drama, fué logogrifo. Nunca llegó á
-saberse de cierto la causa de la súbita negativa.
-
-Micaelita se limitaba á decir que había cambiado de opinión y que era
-bien libre y dueña de volverse atrás, aunque fuese al pie del ara,
-mientras el _sí_ no partiese de sus labios. Los íntimos de la casa se
-devanaban los sesos, emitiendo suposiciones inverosímiles. Lo indudable
-era que todos vieron, hasta el momento fatal, a los novios satisfechos y
-amarteladísimos; y las amiguitas que entraron á admirar á la novia
-engalanada, minutos antes del escándalo, referían que estaba loca de
-contento, y tan ilusionada y satisfecha que no se cambiaría por nadie.
-Datos eran estos para obscurecer más el extraño enigma que por largo
-tiempo dió pábulo á la murmuración, irritada con el misterio y dispuesta
-á explicarlo desfavorablemente.
-
-A los tres años,--cuando ya casi nadie iba acordándose del sucedido de
-las bodas de Micaelita, me la encontré en un balneario de moda donde su
-madre tomaba las aguas. No hay cosa que facilite las relaciones como la
-vida de balneario, y la señorita de Aránguiz se hizo tan íntima mía, que
-una tarde, paseando hacia la iglesia, me reveló su secreto, afirmando
-que me permite divulgarlo, en la seguridad de que explicación tan
-sencilla no será creída por nadie.
-
---Fué la cosa más tonta... De puro tonta no quise decirla; la gente
-siempre atribuye los sucesos á causas profundas y trascendentales, sin
-reparar de que á veces nuestro destino lo fijan las niñerías, las
-_pequeñeces_ más pequeñas... Pero son pequeñeces que significan algo, y
-para ciertas personas significan demasiado. Verá usted lo que pasó; y no
-concibo que no se enterase nadie, porque el caso ocurrió allí mismo,
-delante de todos; sólo que no se fijaron, porque fué, realmente, un
-decir Jesús.
-
-Ya sabe usted que mi boda con Bernardo de Meneses parecía reunir todas
-las condiciones y garantías de felicidad. Además, confieso que mi novio
-me gustaba mucho, más que ningún hombre de los que conocía y conozco;
-creo que estaba enamorada de él. Lo único que sentía era no poder
-estudiar su carácter: algunas personas le juzgaban violento; pero yo le
-veía siempre cortés, deferente, blando como un guante, y recelaba que
-adoptase apariencias destinadas á engañarme y á encubrir una fiera y
-avinagrada condición. Maldecía yo mil veces la sujeción de la mujer
-soltera, para la cual es un imposible seguir los pasos á su novio,
-ahondar la realidad y obtener informes leales, sinceros hasta la
-crudeza--los únicos que me tranquilizarían. Intenté someter á varias
-pruebas á Bernardo, y salió bien de ellas; su conducta fué tan correcta,
-que llegué á creer que podía fiarle sin temor alguno mi porvenir y mi
-dicha.
-
-Llegó el día de la boda. A pesar de la natural emoción, al vestirme el
-traje blanco reparé una vez más en el soberbio volante de encaje que lo
-adornaba, y era regalo de mi novio. Había pertenecido á su familia aquel
-viejo Alenzón auténtico, de una tercia de ancho--una maravilla--de un
-dibujo exquisito, perfectamente conservado, digno del escaparate de un
-museo. Bernardo me lo había regalado, encareciendo su valor, lo cual
-llegó á impacientarme, pues por mucho que el encaje valiese, mi futuro
-debía suponer que era poco para mí.
-
-En aquel momento solemne, al verlo realzado por el denso raso del
-vestido, me pareció que la delicadísima labor significaba una promesa de
-ventura, y que su tejido tan frágil y á la vez tan resistente prendía en
-sutiles mallas dos corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché á
-andar hacia el salón, en cuya puerta me esperaba mi novio. Al
-precipitarme para saludarle llena de alegría, por última vez antes de
-pertenecerle en alma y cuerpo, el encaje se enganchó en un hierro de la
-puerta, con tan mala suerte, que al quererme soltar oí el ruido peculiar
-del desgarrón, y pude ver que un girón del magnífico adorno colgaba
-sobre la falda. Sólo que también vi otra cosa: la cara de Bernardo,
-contraída y desfigurada por el enojo más vivo; sus pupilas chispeantes,
-su boca entreabierta ya para proferir la reconvención y la injuria... No
-llegó á tanto, porque se encontró rodeado de gente; pero en aquel
-instante fugaz se alzó un telón y detrás apareció desnuda un alma.
-
-Debí de inmutarme; por fortuna, el tul de mi velo me cubría el rostro.
-En mi interior algo crujía y se despedazaba, y el júbilo con que
-atravesé el umbral del salón se cambió en horror profundo. Bernardo se
-me aparecía siempre con aquella expresión de ira, dureza y menosprecio
-que acababa de sorprender en su rostro; esta convicción se apoderó de
-mí, y con ella vino otra: la de que no podía, la de que no quería
-entregarme á tal hombre, ni entonces, ni jamás... Y, sin embargo, fui
-acercándome al altar, me arrodillé, escuché las exhortaciones del
-Obispo... Pero cuando me preguntaron, la verdad me saltó á los labios,
-impetuosa, terrible...
-
-Aquel _no_ brotaba sin proponérmelo; me lo decía á mí propia... ¡para
-que lo oyesen todos!
-
---¿Y por qué no declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos
-comentarios se hicieron?
-
---Lo repito: por su misma sencillez... No se hubiesen convencido jamás.
-Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman serias...
-
-
-
-
-Martina
-
-
-Hija única de cariñosos padres que la habían criado con blandura, sin un
-regaño ni un castigo, Martina fué la alegría del honrado hogar donde
-nació y creció. Cuando se puso de largo, la gente empezó á decir que era
-bonita, y la madre, llena de inocente vanidad, se esmeró en componerla y
-adornarla para que resaltase su hermosura virginal y fresca. En el
-teatro, en los bailes, en el paseo de las tardes de invierno y de las
-veraniegas noches, Martina, vestida al pico de la moda y con atavíos
-siempre finos y graciosos, gustaba y rayaba en primera línea entre las
-señoritas de Marineda. Se alababa también su juicio, su viveza, su
-agrado, que no era coquetismo, y su alegría, tan natural como el canto
-en las aves. Una atmósfera de simpatía dulcificaba su vivir. Creía que
-todos eran buenos, porque todos le hablaban con benevolencia en los ojos
-y mieles en la boca. Se sentía feliz, pero se prometía para lo futuro
-dichas mayores, más ricas y profundas, que debían empezar el día en que
-se enamorase. Ninguno de los caballeretes que revoloteaban en torno de
-Martina atraídos por la juventud y la buena cara, unidas á no
-despreciable hacienda, mereció que la muchacha fijase en él las grandes
-y rientes pupilas arriba de un minuto. Y en ese minuto, más que las
-prendas y seducciones del caballerete, solía ver Martina sus
-defectillos, chanceándose luego acerca de ellos con las amigas. Chanzas
-inofensivas, en que las vírgenes, con malicioso candor, hacen la
-anatomía de sus pretendientes, obedeciendo á ese instinto de hostilidad
-burlona que caracteriza el primer período de la juventud.
-
-Así pasaron tres ó cuatro inviernos; en Marineda empezó á susurrarse que
-Martina era delicada de gusto, que picaba alto y que encontrar su media
-naranja le sería difícil.
-
-Sin embargo, al aparecer en la ciudad el capitán de artillería Lorenzo
-Mendoza, conocióse que Martina había recibido plomo en el ala. Lorenzo
-Mendoza venía de Madrid: era apuesto, cortés, reservado, serio, más bien
-un poco triste, aunque en sociedad se esforzaba por aparecer ameno y
-expansivo; su vestir y modales revelaban el hábito de un trato escogido
-y de un respeto á sí mismo que no degeneraba en fatuidad ni en
-afectación; sin que presumiese de buen mozo, era en extremo simpática su
-cara morena, de obscura barba y facciones expresivas. Con todo esto, hay
-más de lo necesario para sorber el seso á una niña provinciana, hasta
-sin pretenderlo, como en efecto no lo pretendía Mendoza al principio.
-Las bromas de los compañeros, la fama de _picar alto_ de Martina y
-también sus atractivos y gracias, su belleza en plena florescencia
-entonces, impulsaron á Mendoza á acercársele, á preferir su conversación
-y, poco á poco, á cortejarla.
-
-El pintor que quisiese trazar una personificación de la dicha pudo tomar
-á Martina por modelo en aquella época deliciosa en que creía sentir que
-su sangre circulaba como río de néctar y su corazón se iluminaba como
-ardiente rubí en la perpetua fiesta de sus esperanzas divinas.
-
-Al ocupar Lorenzo la silla libre al lado de la muchacha, ésta se ponía
-alternativamente roja y pálida: sus oídos zumbaban, brillaban sus ojos,
-enfriábanse sus manos de emoción; y á las primeras palabras del capitán,
-un gozo embriagador fijaba en la boca de Martina una sonrisa como de
-éxtasis.
-
-Rara vez dejan de provocar envidia estas felicidades, y más cuando no se
-ocultan, como no ocultaba la suya Martina, que no veía razón para
-esconder un sentimiento puro y legítimo. Si no fué la envidia, fué la
-curiosidad la que escudriñó el pasado de Mendoza, como se registra una
-casa para encontrar un arma oculta y herir con ella. Y averiguóse sin
-gran esfuerzo--porque casi todo se sabe, aunque se sepa truncado y sin
-ilación lógica,--que Mendoza, al venirse, había cortado una de esas
-historias pasionales, borrascosas, largas, complicadas, un imposible
-adorado y funesto, de esos lazos que obligan á huir á los confines del
-mundo y que, elásticos á medida de la ausencia, no siempre se rompen por
-mucho que se estiren. Con la falta de penetración que caracteriza al
-vulgo, opinaban los curiosos de Marineda que Mendoza habría olvidado
-inmediatamente á su tirana, la cual, sobre costarle desazones y
-amarguras sin cuento, ni era niña ni hermosa. Al lado de aquel capullo,
-de aquella Martina cándida y radiante como un amanecer y que llevaba en
-sus lindas manos un caudal, ¿qué podía echar de menos el bizarro capitán
-de artillería?
-
-Así y todo, almas caritativas se deleitaron en enterar de la historia
-vieja al padre de Martina, seguros de que él, solícito é inquieto, á su
-hija se lo había de contar. No se equivocaban: una noche, en el paseo
-del terraplén, á la hora en que la salitrosa brisa del mar refresca el
-rostro y vigoriza el ánimo, y en que la música militar, sonora y
-vibrante, cubre la voz y sólo permite el cuchicheo íntimo y dulce de los
-enamorados, Martina preguntó lealmente, y Lorenzo contestó turbado y
-sombrío... ¿Quién se lo había dicho?... Tonterías. Eran cosas pasadas,
-bien pasadas; muertas y bien muertas. Mendoza no comprendía ni por qué
-las recordaba nadie ni á santo de qué las sacaba á relucir Martina... Y
-ella, alzando los ojos llenos de lágrimas y relucientes de pasión,
-sonriendo de aquel modo extático, olvidando el lugar donde se
-encontraba, murmuró hondamente: «No me he de casar con otro sino
-contigo, y me parece justo saber si hay algo que lo estorbe». Conmovido,
-sin darse cuenta de lo que hacía, Mendoza se inclinó, y buscando
-disimuladamente la mano de la muchacha, y estrechándola con apretón
-furtivo entre el remolino de los paseantes, que encubre tales
-expansiones, la murmuró al oído:
-
---Pues no hay nada... y por mí que sea prontito... ¡Te quiero!
-
-Al acabar la frase Mendoza, Martina se volvió hacia su padre, que venía
-detrás, exclamando:
-
---No estoy bien... Llévame á sentarme... ¡El brazo!
-
-Pronto se repuso, porque la alegría puede trastornar, pero hace daño
-rara vez: y de allí á dos semanas, la boda de Martina y de Mendoza era
-noticia oficial, y se sabía el encargo del equipo y galas, y se discutía
-el mobiliario y alojamiento de los novios.
-
-Se fijó la ceremonia para fines de Septiembre. ¿Qué falta hacía esperar?
-El amor que está en sazón debe cogerse, como la fruta madura. Iban
-llegando cajones con ropa blanca, trajes de seda, capotitas, estuches de
-joyas: en la sala de los padres de Martina servía de escaparate ancha
-mesa; amigas y amigos venían, contemplaban, aprobaban, censuraban y
-salían contentos, displicentes ó taciturnos, según su carácter más ó
-menos generoso. Martina, todas las mañanas, arrancaba triunfalmente una
-hoja del calendario, cortado ya por la fecha de la boda. ¡Qué pocas
-hojas faltan! ¡Diez... ocho... una semanita no más! Este domingo es el
-último de soltera... Cuatro días... Mañana... Sí, mañana á las ocho; ahí
-están el vestido blanco, los guantes blancos, el abanico, el azahar que
-llegó de Valencia y que embalsama el ambiente. Lorenzo venía por las
-noches á hacer tertulia á su novia y se mostraba galán, aunque siempre
-grave.
-
-La víspera de la boda, Martina le esperaba, como de costumbre, en el
-gabinetillo. La madre, que vigilaba sus coloquios, no creyó que aquella
-noche fuese preciso hacer centinela: ocupada en quehaceres múltiples,
-dejó sola á su hija. Y Martina, en vez de alegrarse, sintió de pronto
-una pena agobiadora, inmensa, una desolación sin límites, un miedo
-horrible á algo que no se explicaba, ni se fundaba en nada racional.
-Tardaba ya Mendoza. Sonó la campanilla, y por instinto Martina se lanzó
-á la escalera. El criado la presentó una carta que acababa de traer «el
-asistente del señorito». ¡Una carta! Las piernas de Martina parecían de
-algodón: creyó que nunca podría andar el trecho que separaba la antesala
-del gabinete. Se acercó á la lámpara, rompió el sobre, leyó... Antes que
-sus ojos la había leído su corazón, fiel zahorí.
-
-Aquellas excusas, aquellas forzadas frases de cariño, aquellas mentiras
-con que se pretendía paliar la infame deserción, las presentía Martina
-desde una hora antes. Y los motivos de la repentina marcha, bien sabía
-Martina que no eran los que fingía la carta, sino otros, que no podían
-decirse, pero que explicaban á la vez el viaje y la continua tristeza,
-invencible, misteriosa, de su futuro... Llamábale otra vez el abismo;
-resucitaba lo que sin duda no había muerto. Martina cayó desplomada en
-el sofá: no lloraba: gemía bajito, como quien reprime la queja de mortal
-dolor. Sin embargo, la misma violencia del golpe; la indignación,--mil
-sentimientos confusos,--la impulsaron á levantarse, tomar un fósforo,
-pegar fuego á la carta, abrir la ventana y echar á volar las cenizas,
-cual si temiera que la delatasen. Buscando luego á sus padres, les
-declaró con voz firme y serena que había renunciado, por su gusto y
-deliberadamente, á casarse con Lorenzo Mendoza, al cual no volverían á
-ver más, porque salía aquella noche en el tren correo hacia Madrid.
-
-Poseían los padres de Martina una casa de campo no muy distante de la
-ciudad, y en ella se ocultaron con su hija, para dejar disiparse la
-primer polvareda de la deshecha boda. Allí pasaron el invierno; Martina
-parecía contenta. La hablaron de viajes á la corte, al extranjero:
-rechazó la idea con disgusto. Vino la primavera y ya no pensaron en
-dejar la residencia campestre. Al acercarse el otro invierno preguntaron
-á Martina, y pidió, por favor, encarecidamente, un año más de soledad.
-La misma escena se repitió al siguiente; los padres empezaban á
-impacientarse: les parecía que ya era hora de que su hija volviese al
-mundo y se le buscase otro novio formal y auténtico, que borrase de su
-memoria lo pasado. Mas en esto aconteció que enfermaron los viejos, y
-con distancia de pocos días sé los llevó al sepulcro, al padre una
-fiebre reumática, y á la madre un inveterado padecimiento del corazón.
-Martina, sola ya, de luto riguroso, negóse á recibir pésames, á admitir
-consuelos de amigas, y se encerró más que nunca entre las paredes de su
-tapia, y entre los árboles de su solitaria finca. Corrió algún tiempo.
-En Marineda ya apenas se hablaba de Martina. Los más la creían
-maniática. No la trataba nadie.
-
- * * * * *
-
-Una tarde golpeó el aldabón de la portalada un jinete, que regía un
-caballejo castaño. El hortelano salió á abrir, y contestó la frase
-sacramental: la señora no estaba, y además no acostumbraba admitir
-visitas.
-
---Dígale usted--objetó el jinete apeándose--¡que es D. Lorenzo
-Mendoza!... Puede ser que entonces...
-
-A los diez minutos volvía el hortelano con respuesta negativa,
-terminante. Mendoza bajó la cabeza é hizo ademán de volver á montar. De
-pronto, como si variase de parecer y obedeciese á una inspiración
-súbita, arrollando al hortelano, cruzó la puerta, se metió patio
-adentro, subió una escalera exterior tapizada de madreselvas, que daba
-acceso á la casa, y entró en una sala obscura, de vidrieras entornadas,
-silenciosa. Oyó un grito de mujer; fué derecho á donde sonaba y
-estrechó á Martina en los brazos. No hubo palabras: todo se expresó con
-halagos, inarticulados sones, caricias insensatas por parte de él,
-primero rechazadas débilmente y pagadas luego. Después vinieron las
-excusas, los ruegos, las explicaciones que Mendoza dió casi de rodillas,
-y ella oyó trémula, desfallecida, reclinada la cabeza en el hombro del
-suplicante. Y siguieron las promesas, los juramentos, las protestas de
-enmienda y lealtad, los plazos de ventura que Mendoza desarrollaba
-risueño, enclavijando sus dedos en los de Martina, que no oponían
-resistencia. La noche caía; la luna llena se alzaba blanca y apacible;
-las madreselvas exhalaban su balsámico aroma. Los antiguos novios eran
-ya amantes; la primavera se trocaba en estío; y el enajenado Mendoza no
-echó de ver que Martina, en medio de su delirio, á veces gemía muy bajo,
-como quien reprime la queja de mortal dolor--como había gemido años
-antes al recibir la carta de despedida.
-
-A la mañana siguiente, cuando despertó Mendoza, no vió á Martina: la
-llamó á voces, y no contestó nadie. Por fin acudieron los criados;
-sabían que su ama se había marchado tempranito, pero ignoraban adonde...
-
-En Marineda se supo sin asombro, á la semana siguiente, que Martina
-vivía reclusa, como _señora de piso_, en un convento de Compostela. Lo
-que nunca se divulgó fué que hubiese adoptado tal resolución por evitar
-el sonrojo de sentirse morir de felicidad cerca de _aquél_ que un día la
-engañó y vendió.
-
-
-
-
-Apólogo
-
-
-Habíase enamorado Vicente de Laura oyéndola cantar una opereta en que
-desempeñaba, con donaire delicioso, un papel entre cómico y patético. La
-natural hermosura de la cantante parecía mayor, realzada por atavío
-caprichoso y original, al reflejo de las candilejas, que jugueteaba en
-la tostada venturina de sus ondeantes y sueltos cabellos, flotantes
-hasta más abajo de la rodilla. Hallábase Laura en esos primeros años
-felices de la profesión en que un nombre, después de hacerse conocido,
-llega á ser célebre; esos años en que la chispita de luz se convierte en
-astro, y los homenajes, las contratas, los ramilletes, las joyas, los
-retratos en publicaciones ilustradas, los artículos elogiosos, caldeados
-por el entusiasmo, llueven sobre la artista lírica, halagando su
-vanidad, exaltando su amor propio y haciéndola soñar con la gloria. ¿Por
-qué entre el enjambre de adoradores que zumbaba á su alrededor Laura
-distinguió á Vicente, escogió á Vicente, oficial que no poseía más que
-su espada y un apellido, eso sí, muy ilustre: el sonoro apellido
-hispano-árabe de Alcántara Zegrí?.
-
-Lo cierto es que la elección de Laura fué muy perjudicial á su
-tranquilidad y dicha. Vicente Zegrí, como le llamaban sus amigos, por
-atavismo y tradiciones de raza llevaba en la sangre el virus corrosivo
-de los celos; y si esta enfermedad moral hace estragos donde quiera que
-aparece, no pueden calcularse sus consecuencias en hombre que ama á
-mujer de profesión artística, cuyas gracias, en cierto modo, tiene
-derecho el publico á usufructuar. Antes anduvo Vicente rabioso que
-gozoso; tragó la hiel cuando aún no gustara la miel, y nunca recibió el
-divino premio de los halagos de la amada, sin que se lo amargasen con
-amargor de muerte negras sospechas, infames imaginaciones y desesperados
-recelos. Tanto pudo con él esta fatiga y desazón celosa, que un día--ó,
-para no faltar á la verdad, una noche en que á la salida del teatro
-había acompañado á Laura--ya no acertó á reprimirse, y abrió su corazón,
-mostrando lo profundo de la llaga.
-
---Mi sufrimiento es tal--declaró estrujando las manos de su amiga, en
-aquel momento heladas de terror--que necesito echar por la calle de en
-medio, realizar una acción decisiva: á seguir así, me volvería loco, y
-haga lo que haga, quiero hacerlo estando cuerdo, poseyendo la conciencia
-de mis actos. Cuando te aplauden, siento impulsos de prender fuego al
-teatro; cuanto se te llena de necios y de osados el _camerino_, se me
-ocurre sacar la espada y entrar pegando tajos á diestro y siniestro. La
-tentación es tan fuerte, que por no ceder á ella suelo marcharme á mi
-casa; pero como me conozco y sé que tarde ó temprano cedería, prefiero
-consultarte, confesarme contigo, á ver si entre los dos discurrimos modo
-de salvarnos.
-
-Laura miraba fijamente al oficial, notando con profundo estremecimiento
-el brillo siniestro de sus pupilas, el temblor involuntario de sus
-labios cárdenos, lo fruncido de sus cejas, la crispación de sus dedos,
-la alteración de su voz; y con dulce sonrisa y acento que chorreaba
-ternura, le preguntó, entre un intento de caricia que rehuyó el celoso:
-
---¿Y qué has pensado hacer, Vicente mío? Ya que discutimos
-amigablemente, dímelo sin reparo y te contestaré con franqueza.
-
---¡He pensado que nos casemos, que seas mi esposa!--declaró Zegrí.
-
---¿Y que yo... renuncie al arte?
-
---¡Pues si no renunciases, bonito negocio!--exclamó el enamorado con
-exaltada vehemencia.--¿Te habrás figurado otra cosa, eh? Desde el
-momento en que Vicente Zegrí se llame tu marido, á tu marido
-pertenecerás, y él y sólo él podrá contemplar tus hechizos, oir tu canto
-y ver desatada esta cabellera.--Al hablar así agarró la profusa mata de
-pelo, sacudiéndola con furor apasionado.
-
-Púsose Laura más blanca que los encajes de su bata de seda; el tirón
-había dolido; pero ni la sonrisa se apartó de sus labios, ni un punto
-cambió la lánguida y acariciadora expresión de sus ojos. Dirigiéndose á
-Vicente con reposo y dulzura, le interrogó:
-
---¿Me permites que te cuente un cuento oriental? Me lo refirieron allá
-en Rusia, donde he cantado hace dos inviernos, y donde tienen muchas
-ganas de que vuelva una temporadita.
-
-Pasándose la mano por la frente como para espantar una pesadilla,
-Vicente hizo con la cabeza señal de que estaba dispuesto á oir.
-
---Parece--empezó Laura--que hubo en Rusia, no sé en qué siglo, un Rey
-muy malo y feroz, á quien le pusieron por sus desafueros y tiranías el
-sobrenombre de _Iván el Terrible_. Aunque con Dios no debía de estar muy
-á bien, el caso es que se le ocurrió construir una catedral magnífica,
-dedicada á un santo que allí le llaman _Vassili Blagennoi_, lo cual
-significa _el Bienaventurado Basilio_...
-
---¿Y qué tiene que ver...?--murmuró Vicente, no sin impaciencia.
-
---¡Aguarda, aguarda...! El Rey buscó mucho tiempo arquitecto capaz de
-comprender toda la suntuosidad y grandeza que él deseaba para la
-catedral, hasta que por fin se presentó uno con un plano asombroso, que
-dejó al Rey encantado. Elevóse el templo, y fué pasmo y admiración de
-todos; y el Rey, contentísimo, colmó de regalos y de honores y
-distinciones al arquitecto.--Un día, terminadas las obras, le llamó á
-palacio y le preguntó si se creía capaz de erigir otro templo tan
-magnífico y sorprendente como aquél. El arquitecto, lisonjeado,
-respondió que sí, y que hasta esperaba idear nuevo edificio que superase
-al primero en belleza y esplendor. Entonces el bárbaro del Rey,
-sirviéndose del agudo chuzo de hierro que llevaba siempre á la cintura,
-le vació al pobre arquitecto los dos ojos uno tras otro, á fin de que
-jamás pudiese construir para nadie un templo...
-
-Laura calló, y Vicente Zegrí, que acababa de comprender la moraleja del
-apólogo, la miró con una especie de estravío. Ligera espuma asomó al
-canto de su boca, y por sus venas serpeó el frío sutil del aura
-epiléptica, que incita al crimen. Dominándose con esfuerzo supremo se
-incorporó, dispuesto á marcharse, y articuló pausadamente mientras
-recogía su airosa capa española:
-
---Ese Rey hizo mal. Sacar los ojos es acción propia de un verdugo. Si
-quería inutilizar al arquitecto, debió matarle.
-
-Diciendo así, con súbito impulso se acercó Vicente á Laura, la rodeó con
-los brazos, y tan violentamente la apretó, de tan insensato modo,
-incrustándole tan reciamente los dedos en las costillas, que la artista
-exhaló un grito de miedo, un chillido que salía del fondo de su ser, de
-esos que sólo dicta el instinto de conservación, el horror á la nada y
-al sepulcro. Al oir el grito, Vicente la soltó, embozóse en su capa y
-salió tropezando con las paredes.
-
-Pasóse lo que faltaba hasta el amanecer vagando por las calles, en un
-estado tan horrible, que dos ó tres veces se recostó en una puerta para
-llorar. El día que siguió á aquella noche no fue menos cruel. Escribió á
-Laura cien cartas, que desgarraba después con furia; adoptó y desechó
-mil planes contradictorios; pensó en echarse de rodillas, en suicidarse,
-en abrasar el barrio, en secuestrar á su amada á viva fuerza, y, por
-último, la idea de la muerte fué la que se esculpió en su espíritu con
-relieve poderoso. Su alma pedía sangre, hierro y fuego, violencia,
-destrozo y aniquilamiento; el instinto anárquico que tantas veces
-acompaña al amor, se alzaba rugiente y desatado como racha de huracán.
-Ya ni siquiera intentaba Vicente recobrar la razón, la cordura y el
-aplomo: las imágenes suscitadas por los celos, Laura atrayendo á sí los
-ojos de tantos hombres, que se recreaban en sus gracias y picardías, que
-bebían su voz, que la admiraban con el cabello suelto, eran flechas de
-llama que le desatinaban, como al toro la ardiente banderilla. Ni aun
-creía amar á Laura: la consideraba una enemiga mortal. Figurábase por
-momentos que la odiaba con toda su voluntad iracunda, y este odio
-clamaba por saciarse y gozarse en la destrucción.
-
-Llegada la hora de ir al teatro, donde cantaba Laura una de las operetas
-en que estaba más linda y recogía más aplausos, Vicente, resuelto, algo
-aliviado por la decisión fiera, concreta, irrevocable, se echó al
-bolsillo el revólver. Si sufría demasiado... allí tenía el remedio. Ya
-habían alzado el telón, pero no aparecía Laura; y Vicente, abstraído en
-su frenesí, hubo de notar por fin que la gente profería exclamaciones de
-descontento y que la función no era la anunciada, la que Laura debía
-representar. Alarmado, antes de terminarse el acto dejó su asiento,
-corrió á informarse entre bastidores... Aquella mañana misma, la
-cantante había rescindido su contrata perdiendo lo que quiso el
-empresario, y partido en dirección á San Petersburgo.
-
-
-
-
-A secreto agravio...
-
-
-Aquella tienda de ultramarinos de la calle Mayor regocijaba los ojos y
-era orgullo de los moradores de la ciudad, quienes, después de mostrar á
-los forasteros sus dos o tres monumentos románicos y sus Docks, no
-dejaban de añadir: «Fíjese usted en el establecimiento de Riopardo, que
-compite con los mejores del extranjero.»
-
-Y competía. Los amplios vidrios; los escaparates de blanco mármol; las
-relucientes balanzas; los grifos de dorado latón; el artesonado techo;
-las banquetas forradas de rico terciopelo verde de Utrecht; las
-brillantes latas de conservas formando pirámides; las piñas y plátanos
-maduros en trofeo; las baterías de botellas de licor, de formas raras y
-charoladas etiquetas, todo alumbrado por racimos de bombillas
-eléctricas, hacían del establecimiento un suntuoso palacio de la
-golosina. Así como en Madrid salen las señoras á revolver trapos, en la
-apacible capital de provincia salían «á ver qué tiene Riopardo de
-nuevo.» Riopardo sustituía al teatro y á otros goces de la civilización;
-y los turrones y los quesos y los higos de Esmirna eran el pecadillo
-dulce de las pacíficas amas de casa y sus sedentarios maridos, por lo
-cual no faltaban censores mal humorados y flatulentos que acusasen á
-Riopardo de haber corrompido las costumbres y trocado la patriarcal
-sencillez de las comidas en fausto babilónico...
-
-Entretanto, el establecimiento medraba, y Riopardo, moreno, afeitado,
-lucio, adquiría ese aplomo que acompaña á la prosperidad. Los negocios
-iban como una seda, y esperaba morir capitalista, á semejanza de otros
-negociantes de la misma plaza que habían tenido comienzos más humildes
-aún... Hoy convenía trabajar, aprovechando el vigor de los treinta años
-y la salud férrea. De día, desde las seis de la mañana, al pie del
-cañón, haciendo limpiar y asear, pesando, despachando, cobrando; de
-noche, compulsando registros, copiando facturas, contestando cartas... y
-así, sin descanso ni más intervalo que el de algún corto viaje á
-Barcelona y Madrid.
-
-De uno de éstos volvió casado Riopardo; su mujer, linda muchacha, hija
-de un perfumista, apareció en la tienda desde el primer día, ayudando en
-el despacho á su marido y al dependiente. La cara juvenil y la fina
-habla castellana de María fueron otro aliciente más para la clientela.
-Sin ser activa ni laboriosa como su esposo, María era zalamera y
-solícita y daba gozo verla, bien ceñida de corsé, muy fosca de peinado,
-cortar con su blanca manecita de afilados dedos una rebanada de Gruyère
-ó una serie de rajas de salchichón, sutiles como hostias, pesarlas
-pulcramente y envolverlas en papeles de seda atados con cinta azul. La
-tienda sonreía, animada por el revuelo de unas faldas ligeras, y nadie
-como María para aplacar á una parroquiana descontenta, para halagar á un
-parroquiano exigente, para regalar un cromo á un niño ó deslizar un
-puñado de dátiles en el delantal de una cocinera gruñona...
-
-El ejemplo de María, su atractivo, su complacencia, habían influído en
-el dependiente Germán. Mientras estuvo solo con Riopardo, Germán era
-hosco, indiferente y torpe; no se mudaba, no se rasuraba. María le
-arregló el cuarto--porque Germán vivía con sus patrones en el piso
-principal--le surtió de buen lavabo, de toallas; le repasó la ropa
-blanca y le compró cuellos y puños, con lo cual el dependiente sacó á
-luz su figura adamada, su rubio pelo rizado con gracia sobre la sien, y
-las criadas y las mismas señoras compraron de mejor gana en el
-establecimiento, que al fin las cosas de comer gusta recibirlas de gente
-aseada, moza y no fea... «También se come con la vista», solían decir.
-
-Una tarde, casi anochecido, Riopardo, volviendo de arreglar asuntos
-urgentes en la Aduana, prefirió entrar en su casa por la puerta trasera,
-que caía á la Marina, ahorrándose así diez minutos de callejeo inútil,
-pues era, á fuer de hombre de acción, avaro de tiempo. Tenía en el
-bolsillo el llavín: abrió, salvó un pasadizo, y empujó la puerta del
-almacén, que cedió sin rechinar. El almacén, atestado de latas de
-petróleo, bocoyes de aguardiente y aceite, y sacas de arroz y harina,
-estaba á obscuras, y allá á su extremidad, Riopardo creyó percibir un
-cuchicheo ahogado y suave. Se detuvo, resguardado por una gran barrica,
-y miró. Al pronto no se ve nada, viniendo de fuera, cuando la luz es
-poca; pero á los tres minutos, la vista se acostumbra, y algo se
-percibe. Riopardo logró distinguir dos personas. De pronto, una de
-ellas, Germán, dijo en alta voz: «Está alguien en la tienda.» Y el modo
-de separarse, brusco, azorado, fué más inequívoco aún que la proximidad
-de los dos bultos...
-
-Retrocedió Riopardo: salió por donde había entrado, y sin cuidarse ya de
-economizar tiempo penetró por la tienda en su casa. Cerróse ésta á la
-hora habitual; cenaron los tres, marido, mujer y dependiente, y se
-recogieron en paz á sus respectivos dormitorios los dos últimos.
-Riopardo volvió á bajar: era el momento de repasar cuentas y manejar
-libros. Llevaba su linterna sorda que le servía para registrar el
-almacén, en previsión de un incendio; y ya dentro del vasto recinto,
-empezó por atrancar la puerta que daba al pasadizo, y probar los
-cerrojos de la que con la tienda comunicaba.
-
-Después, entregóse á una faena extraña: abrió un centenar de latas de
-petróleo y las inclinó para que el mineral corriese por el suelo; en
-seguida, ensopando una gran escoba en los charcos que se formaban,
-barnizó bien un punto determinado del techo, rociándolo de continuo con
-hisopazos fuertes. De un rincón trajo brazados de paja, papeles y
-astillas--residuos de los embalajes de las botellas--y los hacinó hasta
-formar una pirámide, que con ayuda de una escalera subió á la altura de
-las vigas del techo, en el mismo punto en que las había untado de
-petróleo. Hecho esto, siguió destapando latas y dió la vuelta al grifo
-de un inmenso barril de alcohol. El trajín había sido largo; Riopardo
-sentía que un sudor helado brotaba de sus cabellos. Descansó un instante
-y miró el reloj: era la una menos cuarto. Entonces se descalzó, abrió la
-puerta exterior dejándola arrimada, subió furtivamente la escalera y no
-paró hasta su alcoba. María dormía ó aparentaba dormir serenamente. La
-alcoba no tenía ventana. Riopardo, con maravilloso silencio, colocó
-delante de la vidriera sillas, butacas, ropas, un cofre, cuantos objetos
-pudo trasladar sin hacer ruido.
-
-Retiróse, y al salir echó por fuera cerrojo y llave á la puerta del
-gabinete que comunicaba con la alcoba. Descendió otra vez á la tienda,
-metióse en el almacén, raspó un fósforo, encendió una mecha corta y la
-aplicó al suelo encharcado de aceite mineral. La llamarada súbita que se
-alzó le chamuscó pestañas y cabello. Sólo tuvo tiempo de huir á la
-tienda. El almacén no tardaría tres minutos en ser un brasero enorme.
-
-El marido, con flema, se calzó, se limpió las manos y subió pisando
-recio. Golpeó á la puerta del dormitorio de Germán, que salió medio
-desnudo, despavorido. «Creo que hay fuego... Huele á humo... Baje
-usted... ¡No, antes de pedir socorro hay que cerciorarse!» Germán se
-precipitó sin más ropa que unos pantalones vestidos á escape y babuchas.
-Mal despierto aún del primer sueño de los veinte años, casi no
-comprendía lo que pasaba. Le precedía, Riopardo con la indispensable
-linterna.
-
-Tienda y portal estaban ya llenos de un humo acre, asfixiante. «Pase
-usted, mire á ver dónde es...» Titubeaba el dependiente, ciego y
-atónito; Riopardo le empujó, le precipitó, ya sin disimular, dentro del
-horno, y aún tuvo fuerzas para correr los cerrojos y huir, saliendo al
-portal y á la calle. En ella respiró con delicia, cerciorándose de que
-por allí no andaba el sereno, ni pasaba nadie, y probablemente sucedería
-lo mismo durante el cuarto de hora necesario...
-
-Sin embargo, á los diez minutos el humo era tal que, temeroso de ver
-abrirse ventanas y oir voces de socorro, el mismo Riopardo gritó. Al
-llegar los primeros auxilios, la casa, sobre todo el bajo y principal,
-no formaban más que una hoguera. Se atendió á aislar las casas vecinas y
-á salvar con escalas á los inquilinos del segundo y tercero. La
-fatalidad--observaron las gentes--quiso que el fuego se iniciase en la
-parte del almacén que correspondía con el dormitorio de la esposa de
-Riopardo, la cual, asfixiada por el humo, ni pudo levantarse á pedir
-socorro. Apareció carbonizada, lo mismo que el dependiente, presunto reo
-de imprudencia temeraria por fumar en el almacén.
-
-No estando aseguradas las existencias del establecimiento, sobre el
-dueño no recayeron sospechas, sino gran lástima. Arruinado
-completamente, no faltó quien, estimando sus cualidades mercantiles, su
-laboriosidad, le adelantase dinero para abrir otra lonja; pero Riopardo
-dice tristemente á su antigua y fiel clientela:
-
---Ya no tengo ilusión... ¡Una esposa y un dependiente como los que
-perdí, no he de encontrarlos nunca!
-
-
-
-
-La religión de Gonzalo
-
-
-¿Y qué tal tu marido?--preguntó Rosalía á su amiga de la niñez Beatriz
-Córdoba, aprovechando el momento de intimidad y confianza que crea entre
-dos personas la atmósfera común, tibia de alientos y saturada de ligeros
-perfumes, de una berlina bien cerrada, bien acolchada, rodando por las
-desiertas calles del Retiro á las once de una espléndida y glacial
-mañana de Diciembre.
-
---¿Mi marido?--contestó Beatriz marcando sorpresa, porque creía que su
-completa felicidad debía leerse en la cara.--¿Mi marido? ¿No me ves?
-¡Otro así...! Por la de nadie cambiaría yo mi suerte...
-
-Rosalía hizo un gestecillo, el mohín de instinto malévolo con que los
-mejores amigos acogen la exhibición de la ajena dicha, y murmuró
-impaciente:
-
---Mira, yo no te pregunto de interioridades. No soy tan indiscreta...
-Me refería á las ideas religiosas... ¿No te acuerdas?... ¡Gonzalo era...
-así... de la cáscara amarga, vamos!
-
-Beatriz guardó silencio algunos instantes; y después, como si se
-resolviese á completas revelaciones, de esas que hacemos más por oirnos
-á nosotros mismos que porque un amigo las escuche, se volvió hacia su
-compañera de encierro, y alzando el velito á la altura de la nariz para
-emitir libremente la voz, habló aprisa:
-
---¡La irreligiosidad de Gonzalo! ¿Y si te dijese que por ella estuvimos
-á punto de no casarnos nunca? La pura verdad. Tú ya sabes que Gonzalo es
-mi primo, y mi familia y la suya siempre soñaron con hacer la boda,
-hasta que la mala reputación de Gonzalo en materias religiosas desbarató
-por completo el proyecto. Bien conociste á la pobre mamá, y no
-extrañarás si te digo que llegó al extremo de cerrarle la puerta á
-Gonzalo á piedra y lodo; vino diez veces lo menos, ¡y siempre habíamos
-salido! «Reconozco--decía mamá--que mi sobrino es muy simpático, que ha
-recibido una educación escogida, que posee una ilustración más que
-mediana; no puedo negar su hermosa figura, ni su clara inteligencia, ni
-su caballerosidad; tiene mi sangre, no le faltan bienes de fortuna...
-pero me horroriza pensar que no cree en nada, y ni se toma el trabajo de
-disimularlo. Malo es padecer desvaríos del alma y peor no ocultarlos
-siquiera.» Al escuchar estas cosas, yo salía á la defensa de Gonzalo; no
-me era posible dejar de quererle... un poco... es decir ¡mucho!
-Francamente, le seguía queriendo, incapaz de olvidar los tiempos en que
-le consideraba mi novio. Mamá notó de qué pie cojeaba su hija, y, para
-desimpresionarme, arregló mis bodas con Leoncio Díaz Saravia, el que
-ahora es subsecretario de Gobernación; era muchacho de valía, y se le
-presentaba un porvenir brillante; pero así y todo, yo no estaba
-entusiasmada: á lo sumo me resignaba, sin frío ni calor, al casamiento.
-¡Somos tan raros! Lo único que me prestaba cierta tranquilidad, lo que
-me daba fuerzas cuando sentía sobre mí el peso abrumador de una tristeza
-involuntaria, era la voz que corría de que Gonzalo no quería amores, de
-que había resuelto no casarse jamás. «Eso lo hace por mí, por mi
-recuerdo», pensaba yo; y me consolaba al pensarlo.
-
---El que no se consuela...--murmuró sonriendo Rosalía, mientras alisaba
-con repetidos pases la blanda y densa piel de su manguito.
-
---Un día... no, una noche, porque estábamos en el teatro cuando nos
-enteramos... cundió la noticia de que Gonzalo, en un café, la había
-emprendido á bofetadas con un sujeto, y que se encontraban desafiados;
-lance serio, en condiciones de las que ya no se estilan, á quedar uno
-sobre el terreno... ¿Causa del conflicto? Voz unánime: «Una mujer.» El
-mismo Gonzalo lo confesaba, según decían los bien informados: tratábase
-de una señora, insultada delante de Gonzalo, y cuya defensa había tomado
-éste hiriendo el rostro del villano ofensor... ¡Lo que yo sentí! ¡En
-qué estado volví á casa! ¡Qué noche pasé, querida Rosalía! Es lo que no
-puede pintarse... Aparte del terror de que matasen á Gonzalo, otra cosa
-me encendía la sangre y me atirantaba los nervios...
-
---¿Los celos?--preguntó Rosalía con malicia gozosa.
-
---¿Quién lo duda?--Figúrate que se venían á tierra todas mis ilusiones.
-Que Gonzalo no me quisiese, pase, y era mucho pasar; pero que quisiese á
-otra tanto, hasta abofetear á la gente, hasta jugarse la vida... Yo
-había estado soñando por lo visto... ¡soñando como una necia! Mi novio
-de los primeros años, mi oculto anhelo de siempre, ni se ocupaba de mí;
-por otra iba á cruzar la espada, por otra á quien secretamente también
-prefería... ¿Quién era aquella mujer? ¿De qué sílabas se componían su
-nombre y su apellido? ¿Soltera? ¿Casada? Casada de seguro, cuando tal
-misterio la envolvía, que Gonzalo se negaba á nombrarla... Y yo daba
-vueltas en la cama, y la almohada se impregnaba de lágrimas calientes...
-Entonces me parecía estúpida mi resignación, inconcebible, absurda mi
-obediencia, absurda mi boda; y apenas amaneció, me fuí derecha al
-dormitorio de mi madre, y me abracé á ella en tal estado de aflicción y
-de trastorno, que la pobrecilla (bien recordarás lo extremosa que era en
-quererme) me dijo así: «Pequeña, serénate... Voy á ver qué le ha
-sucedido al talabarte de mi sobrino... Si está herido, te prometo
-cuidarle como su propia madre le cuidaría...»
-
-Herido estaba en efecto, pero no de gravedad; su adversario sí que se
-llevó una buena estocada, ¡que á no resbalar en una costilla...! Así que
-Gonzalo pudo salir--y fué muy pronto--vino apresurado á dar las gracias
-á mamá. ¡Ay, Rosalía! ¡Qué impresión! Noté que me miraba... vamos...
-como otras veces... y á las primeras palabritas que deslizó, estando los
-dos en el hueco de una ventana que daba al jardín... no lo pude
-remediar... solté la pregunta difícil...
-
---¿Esa mujer por quien te has batido...?
-
-Se puso encarnadísimo, lo cual me pareció mala señal, y contestó muy
-confuso y medio riendo:
-
---¡Mujer!... Sí, ¡una mujer ha sido la causa!...
-
-Hice un movimiento para separarme, para huir (estaba furiosa, le hubiese
-pegado), y entonces él, con ese modo que tiene de decir las cosas, que
-no hay remedio sino creerle, exclamó:
-
---Beatriz, no caviles... A mí no me ha dado en qué pensar, en cierto
-terreno y por cierto estilo, ninguna mujer sino una... ¡que tú conoces
-mucho...! Ea, no te alteres, no pongas esa cara... Si no te burlas, te
-enteraré... El bárbaro á quien di una lección estaba injuriando...
-
---¿A quién?--pregunté con afán al ver que Gonzalo se paraba.
-
---A... ¡á la Virgen María!...
-
---¡A la Virgen María!--repetí yo atónita.
-
---Justamente... Por mi honor que es verdad... Ya conozco que te parecerá
-raro... Por eso no permití que se divulgase; más vale que se figuren
-otra cosa; así al menos no se reirán de mí... no me llamarán Quijote...
-
---Pero tú... Gonzalo... tú... Entonces, mamá, que dice que tú... que tus
-creencias... tartamudeé, temiendo asfixiarme de alegría.
-
---¿Qué tienen que ver las creencias?--me replicó él casi con dureza.--La
-Virgen es una mujer... y delante de quien tenga vergüenza y manos, á una
-mujer no se la ofende...
-
- * * * * *
-
-Rosalía callaba sorprendida; Beatriz, conmovida, afectaba mirar hacia
-fuera, á los árboles despojados de hoja, finos como arborizaciones de
-ágata sobre el cielo puro.
-
---¿Y después, sin más, os casásteis?--interrogó la amiga con picardía y
-sorna.
-
---Sin más--respondió con energía Beatriz.--Mamá dijo que Gonzalo, á su
-manera, tenía religión, tenía una fe... el honor, ¿sabes? y que la
-Virgen haría lo que faltaba... Y lo hizo, Rosalía. Mi marido, cuando yo
-voy á misa... no se queda ya á la puerta!
-
-
-
-
-El panorama de la Princesa
-
-
-El palacio del Rey de Magna estaba triste, muy triste, desde que un
-padecimiento extraño, incomprensible para los médicos, obligaba á la
-Princesa Rosamor á no salir de sus habitaciones. Silencio glacial se
-extendía, como neblina gris, por las vastas galerías de arrogantes
-arcadas y los salones revestidos de tapices, con altos techos de
-grandiosas pinturas; y el paso apresurado y solícito de los servidores,
-el andar respetuoso y contenido de los cortesanos, el golpe mate del
-cuento de las alabardas sobre las alfombras, las conversaciones en voz
-baja, susurrantes apenas, producían impresión peculiar de antecámara de
-enfermo grave. ¡Tenía el Rey una cara tan severa, un gesto tan
-desalentado é indiferente para los áulicos, hasta para los que antaño
-eran sus amigos y favoritos! ¿A qué luchar? ¡La Princesa se moría de
-languidez... Nadie acertaba á salvarla, y la ciencia declaraba agotados
-sus recursos!
-
-Una mañana llegó á la puerta del palacio cierto viejo de luenga barba y
-raida hopalanda color avellana seca, precedido de un borriquillo cuyos
-lomos agobiaba enorme caja de madera ennegrecida. Intentaron los
-guardias desviar con aspereza al viejo y á su borriquillo, pero
-titubearon al oir decir que en aquella caja tosca venían la salud y la
-vida de la Princesa Rosamor. Y mientras se consultaban, irresolutos,
-dominados á pesar suyo por el aplomo y seguridad con que hablaba el
-viejo, un gallardo caballero desconocido, mozo y de buen talante, cuya
-toca de plumas rizaba el viento, cuya melena obscura caía densa y sedosa
-sobre un cuello moreno y erguido, se acercó á los guardias, y, con la
-superioridad que prestan el rico traje y la bizarra apostura, les ordenó
-que dejasen pasar al anciano, si no querían ser responsables ante el Rey
-de la muerte de su hija; y los guardias, aterrados, se hicieron atrás,
-el anciano pasó, y el jumentillo hirió con sus cascos las sonoras losas
-de mármol del gran patio donde esperaban en fila las carrozas de los
-poderosos. En pos del viejo y el borriquillo, entró el mozo también.
-
-Avisado el Rey de que abajo esperaba un hombre que aseguraba traer en un
-cajón la salud de la Princesa, mandó que subiese al punto; porque los
-desesperados de un clavo ardiendo se agarran, y no se sabe nunca de qué
-lado lloverá la Providencia. Hubo entre los cortesanos cuchicheos y
-alguna sonrisa reprimida pronto, al ver subir á dos porteros abrumados
-bajo el peso de la enorme caja de madera, y detrás de ellos al viejo de
-la hopalanda avellana y al lindo hidalgo de suntuoso traje á quien nadie
-conocía; pero la curiosidad, más aguda que el sarcasmo, les devoraba el
-alma con sus dientecillos de ratón, y no tuvieron reposo hasta que el
-primer Ministro, también algo alarmado por la novedad, les enteró de que
-la famosa caja del viejo sólo contenía un panorama, y que con enseñarle
-las vistas á la Princesa aquel singular curandero respondía de su
-alivio. En cuanto al mozo, era el ayudante encargado de colocarse detrás
-de una cortina sin ser visto, y hacer desfilar los cuadros por medio de
-un mecanismo original. Inútil me parece añadir que al saber en qué
-consistía el remedio, los cortesanos, sin perder el compás de la
-veneración monárquica, se burlaron suavemente y soltaron muy donosas
-pullas.
-
-Entre tanto, instalábase el panorama en la cámara de la Princesa, la
-cual, desde el mismo sillón donde yacía recostada sobre pilas de
-almohadones, podía recrearse en aquellas vistas que, según el viejo
-continuaba afirmando terminantemente, habían de sanarla. Oculto é
-invisible, el galán hizo girar un manubrio, y empezaron á aparecer,
-sobre el fondo del inmenso paño extendido que cubría todo un lado de la
-cámara, y al través de amplio cristal, cuadros interesantísimos. Con
-una verdad y un relieve sorprendentes, desfilaron ante los ojos de la
-Princesa las ciudades más magníficas, los monumentos más grandiosos y
-los paisajes más admirables de todo el mundo. En voz cascada, pero con
-suma elocuencia, explicaba el viejo los esplendores, verbigracia, de
-Roma, el Coliseo, las Termas, el Vaticano, el Foro; y tan pronto
-mostraba á la Princesa una naumaquia, con sus luchas de monstruos
-marinos y sus combates navales entre galeras incrustadas de marfil, como
-la hacía descender á las sombrías Catacumbas y presenciar el entierro de
-un mártir, depuesto en paz con su ampolla llena de sangre al lado. Desde
-los famosos pensiles de Semíramis y las colosales construcciones de
-Nabucodonosor, hasta los risueños valles de la Arcadia, donde en el
-fondo de un sagrado bosque centenario danzan las blancas ninfas en corro
-alrededor de un busto de Pan que enrama frondosa mata de hiedra; desde
-las nevadas cumbres de los Alpes hasta las voluptuosas ensenadas del
-golfo partenópeo, cuyas aguas penetran vueltas líquido zafiro bajo las
-bóvedas celestes de la gruta de Azur, no hubo aspecto sublime de la
-historia, asombro de la naturaleza ni obra estupenda de la actividad
-humana que no se presentase ante los ojos de la Princesa
-Rosamor--aquellos ojos grandes y soñadores, cercados de una mancha de
-livor sombrío, que delataba los estragos de la enfermedad.--Pero los
-ojos no se reanimaban; las mejillas no perdían su palidez de
-transparente cera; los labios seguían contraídos, olvidados de las
-sonrisas; las encías marchitas y blanquecinas hacían parecer amarilla la
-dentadura, y las manos afiladas continuaban ardiendo de fiebre ó
-congeladas por el hielo mortal. Y el Rey, furioso al ver defraudada una
-última esperanza, más viva cuanto más quimérica, juró enojadísimo que
-ahorcaría de muy alto al impostor del viejo, y ordenó que subiese el
-verdugo, provisto de ensebada soga, á la torre más eminente del palacio,
-para colgar de una almena, á vista de todos, al que le había engañado.
-Pero el viejo, tranquilo y hasta desdeñoso, pidió al Rey un plazo breve:
-faltábale por enseñar á la Princesa una vista, una sola, de su panorama,
-y si después de contemplarla no se sentía mejor, que le ahorcasen
-enhorabuena, por torpe é ignorante. Condescendió el Rey, no queriendo
-espantar aún la vana esperanza postrera, y se salió de la cámara, por no
-asistir al desengaño. Al cuarto de hora, no pudiendo contener la
-impaciencia, entró, y notó con transporte una singular variación en el
-aspecto de la enferma; sus ojos relucían; un ligero sonrosado teñía sus
-mejillas flacas; sus labios palpitaban enrojecidos y su talle se
-enderezaba airoso como un junco. Parecía aquello un milagro, y el Rey,
-en su enajenación, se arrancó del cuello una cadena de oro y la alargó
-al viejo, que rehusó el presente. La única recompensa que pedía era que
-le dejasen continuar la cura de la Princesa, sin condiciones ni
-obstáculos, ofreciendo terminarla en un mes. Y, loco de gozo, el Rey se
-avino á todo, hasta á respetar el misterio de aquella vista prodigiosa
-que había empezado á devolver á su hija la salud.
-
-No obstante--transcurrida una semana y confirmada la mejoría de la
-enferma, mejoría tan acentuada que ya la Princesa había dejado su
-sillón, y, esbelta como un lirio, se paseaba por el aposento y las
-galerías próximas, ansiosa de respirar el aire, animada y
-sonriente,--anheló el Rey saber qué octava maravilla del orbe, qué
-portentoso cuadro era aquel cuya contemplación había resucitado á
-Rosamor moribunda. Y como la Princesa, cubierta de rubor, se arrojase á
-sus pies suplicándole que no indagara su secreto, el Rey, cada vez más
-lleno de curiosidad, mandó que sin dilación se le hiciese contemplar la
-milagrosa última vista del panorama. ¡Oh sorpresa inaudita! Lo que se
-apareció sobre el fondo del inmenso paño negro, al través del claro
-cristal, no fué ni más ni menos que el rostro de un hombre, joven y
-guapo, eso sí, pero que nada tenía de extraordinario ni de portentoso.
-El rostro sonreía con dulzura y pasión á la Princesa, y ella pagaba la
-sonrisa con otra no menos tierna y extática... El Rey reconoció al
-supuesto ayudante del médico, aquel mozo gallardo, y comprendió que, en
-vez de enseñar las vistas de su panorama, se enseñaba á sí propio, y
-sólo con este remedio había sanado el enfermo corazón y el espíritu
-contristado y abatido de la niña; y si alguna duda le quedase acerca de
-este punto, se la quitaría la misma Rosamor, al decirle confusa,
-temblorosa y en voz baja, como quien pide anticipadamente perdón y
-aquiescencia:
-
---Padre, todos los monumentos y todas las bellezas del mundo no
-equivalen á la vista de un rostro amado...
-
-
-
-
-Remordimiento
-
-
-Conocí en su vejez á un famoso calaverón que vivía solitario, y al
-parecer tranquilo, en una soberbia casa, cuidándose mucho y con un
-criado para cada dedo, porque la fortuna--caprichosa á fuer de mujer,
-diría algún escritor de esos que están tan seguros del sexo de la
-fortuna como yo del mosquito que me crucificó esta noche--había
-dispuesto (sigo refiriéndome á la fortuna) que aquel perdulario
-derrochase primero su legítima, después las de sus hermanos, que
-murieron jóvenes, luego la de una tía solterona, y al cabo la de un
-tutor opulento y chocho por su pupilo. Y, por último, volvieron á
-ponerle á flote el juego ú otras granjerías que se ignoran, cuando ya
-había penetrado en su cabeza la noción de que es bueno conservar algo
-para los años tristes. Desde que mi calvatrueno (llamábase el vizconde
-de Tresmes) llegó á persuadirse de que interesaba á su felicidad no
-morirse en el hospital, cuidó de su hacienda con la perseverancia del
-egoismo, y no hubo capital mejor regido y conservado. Por eso, al tiempo
-que yo conocí al vizconde--poco antes de que un reuma al corazón le
-llevase al otro barrio--era un viejo rico, y su casa--desmintiendo la
-opinión del vulgo respecto á las viviendas de los solteros--modelo de
-pulcritud y orden elegante.
-
-Miraba yo al vizconde con interés curioso, buscando en su fisonomía la
-historia íntima del terrible traga-corazones, por quien habitaba un
-manicomio una duquesa, y una infanta de España había estado á punto de
-echar á rodar el infantazgo y cuanto echar á rodar se puede.--Si no
-supiese que veía al más refinado epicúreo, creería estar mirando los
-restos de un poeta, de un artista, de uno de esos hombres que fascinan
-porque su acción dominadora no se limita á la materia, sino que subyuga
-la imaginación. Las nobles facciones de su rostro recordaban las de
-Volfango Goethe, no en su gloriosa ancianidad, sino más bien en la época
-del famoso viaje á Italia; es decir, lo que serían si Goethe, al
-envejecer, conservase las líneas de la juventud. Aquella finura de
-trazo; aquella boca un tanto carnosa; aquella nariz de vara delgada, de
-griega pureza en su hechura; aquellas cejas negrísimas, sutiles, de arco
-gentil, que acentúan la expresión de los vivos y profundos ojos;
-aquellas mejillas pálidas, duras, de grandes planos, como talladas en
-mármol, mejillas viriles--pues las redondas son de mujer ó niño;--aquel
-cuello largo, que destaca de los bien derribados hombros la altiva
-cabeza... todo esto, aunque en ruinas ya, subsistía aún, y á la vez el
-cuerpo delataba en sus proporciones justas, en su musculosa esbeltez,
-algo recogida, como de gimnasta, la robustez de acero del hombre á quien
-los excesos ni rinden ni consumen. Verdad que estas singulares
-condiciones del vizconde las adivinaba yo por la aptitud que tengo para
-restar los estragos de la vejez y reconstruir á las personas tal cual
-fueron en sus mejores años.
-
-Gustaba el vizconde de charlar conmigo, y á veces me refería lances de
-su azarosa vida, que no serían para contados, si él no supiese salvar
-los detalles escabrosos con exquisito aticismo, y cubrir la inverecundia
-del fondo con lo escogido de la forma. No obstante, en las narraciones
-del vizconde había algo que me sublevaba, y era la absoluta carencia de
-sentido moral, el cinismo frío, visible bajo la delicada corteza del
-lenguaje. Punzábame una curiosidad, y pensaba entre mí: «¿Será posible
-que este hombre, que para sus semejantes ha sido no sólo inútil, sino
-dañino; que ha libado el jugo de todas las flores sacando miel para
-embriagarse de ella, aunque la destilase con sangre y lágrimas; este
-corsario, este negrero del amor, repito, será posible que no haya
-conservado nada vivo y sano bajo los tejidos marchitos por el
-libertinaje? ¿No tendrá un remordimiento, no habrá realizado un acto de
-abnegación, una obra de caridad?»
-
-Un día me resolví á preguntárselo directamente.
-
---Porque al fin--le dije--en las batallas que usted solía ganar hay
-muertos y heridos; sólo que, como en las heridas de florete, la
-hemorragia es interna, pues el honor manda callar y sucumbir en
-silencio. ¡Cuántos maridos, cuántos hermanos, cuántos padres (sin hablar
-de las propias víctimas) habrán ardido por culpa de usted en un infierno
-de vergüenza!
-
---¡Bah! No lo crea usted--respondía el don Juan sin alterarse en lo más
-mínimo.--En estas cuestiones, los expertos somos un poquillo fatalistas.
-¡Lo escrito se cumple! Y lo que yo, por escrúpulos más ó menos
-justificados, desperdiciase, otro lo recogería, quizá con menos arte,
-tino y miramiento que yo. La pavía madura cuelga de la rama y va por
-instantes á desprenderse del tallo. El que pasa y la coge suavemente, le
-ahorra el sonrojo de caer al suelo, de mancharse, de ser pisada...
-
-Al ver que su extraño razonamiento me dejaba algo perplejo, el vizconde
-añadió:
-
---A pesar de todo, confieso que hice un acto de abnegación y que tengo
-un remordimiento...
-
-Esperé, y el viejo, apoyando la barba en dos dedos de la mano izquierda,
-habló con lentitud y en tono menos irónico que de costumbre:
-
---Ha de saber usted que tuve una hermana que se casó y se murió casi en
-seguida (en mi casa todos murieron jóvenes y tísicos, excepto yo, que
-absorbí la fuerza que debía repartirse entre los demás). Mi cuñado, poco
-después, se cayó de un caballo y no sobrevivió á la caída. Quedó una
-niña, bonita como un serafín. Yo era su tutor, y aunque cuidé bien de su
-educación y de sus intereses, la veía poco, porque no me gustan los
-chiquillos. Vino la pubertad, y entonces la criatura tomó formas menos
-seráficas y más apetecibles para los humanos. Y, cosa rara, si de
-chiquilla, al verme, se deshacía en fiestas y se volvía loca de gozo, ya
-de mujercita no parecía sino que la afligía mi presencia, y me acuerdo
-que hasta sufrió un síncope porque la dí un beso paternal... Paternal
-(se lo afirmo á usted bajo palabra de honor), porque tenemos la tontería
-de figurarnos que los que conocimos niños no llegan nunca á personas
-mayores...
-
-Con todo, ciertos errores pronto se disipan, y como los síntomas iban
-acentuándose, no tardé en conocer la índole de la enfermedad... La
-muchacha repito que era una hermosura. Le enseñaré á usted su retrato, y
-me dirá si exagero. Aparte de esto de la belleza, nunca ví mujer que más
-traspasada se mostrase. Rendida ya, vencida por fuerza superior á su
-albedrío, lejos de huirme, me seguía y buscaba incesantemente, y se leía
-en sus ojos, en su voz y en sus menores acciones, que era tan mía, tan
-mía que podía yo marcarla en la frente la S y el clavo. Mi edad era
-entonces la de las pasiones violentas: tenía treinta y ocho años... pero
-¡así y todo!...
-
---¿No se resolvió usted á coger la pavía?
-
---No era pavía, como usted verá--respondió el calaverón frunciendo las
-cejas.--Lo que puedo decir á usted es que al comprender la realidad, huí
-de mi sobrina, viajé, estuve ausente más de un año, y al ver á mi
-regreso á la niña enferma de pasión y amartelada como nunca, la hablé lo
-mismo que un padre, la pinté mi vida y mi condición y hasta mis
-vicios...
-
---Leña al fuego--interrumpí.
-
---¡Leña al fuego, sí, tal vez!... En fin, la dije redondamente que
-estaba resuelto á no casarme nunca; que no me casaría ni con Eugenia de
-Montijo, emperatriz de Francia...
-
---¿Y ella?...
-
---Ella... Ella... después de llorar y de ponerse más pálida y más roja y
-más temblorosa que una sentenciada... acabó por decirme que... soltero ó
-casado, malo ó bueno, rico ó pobre...
-
---¡Comprendo!...
-
---Bien, pues yo... no sólo rehusé, desvié, contuve, sino que busqué
-marido, joven, guapo, bueno... y con todo mi ascendiente, con mi
-mandato, lo hice aceptar...
-
---¡Ya me parecía!--exclamé entusiasmada.--¡Una acción generosa, bonita!
-¡Si no podía menos!
-
---Una acción detestable--repuso el vizconde, cuyos labios temblaron
-ligeramente.--Así que se casó mi sobrina, se me cayeron á mí las escamas
-de los ojos, y me hice cargo de que me estaba muriendo por ella... Y la
-busqué, y la perseguí, y la asedié, y agoté los recursos, y sólo
-encontré repulsa, glacial desdén, rigor tan sistemático y tan
-perseverante, que me dí por vencido, y me salieron las primeras canas...
-
---Vamos, la sobrinita se encontraba bien con el marido que usted
-eligió...
-
---Tan bien--añadió el don Juan sombríamente--que a los seis meses mi
-sobrina enfermó de pasión de ánimo; y á los diez, en la agonía, me llamó
-para despedirse de mí y decirme al oído que... ¡como siempre!
-
-Tresmes bajó la cabeza y me pareció ver que una nube cruzaba por su
-frente olímpica.
-
---Ahí tiene usted--murmuró después de una pausa,--mi remordimiento.
-Nadie debe salirse de su vocación, y la mía no era conducir á nadie al
-sendero del deber y la virtud.
-
-
-
-
-Temprano y con sol...
-
-
-EL empleado que despachaba los billetes en la taquilla de la estación
-del Norte no pudo reprimir un movimiento de sorpresa cuando la infantil
-vocecica pronunció, en tono imperativo:
-
---¡Dos de primera... á Paris!...
-
-Acercando la cabeza cuanto lo permite el agujero del ventano, miró á su
-interlocutora, y vió que era una morena de once á doce años, de ojos
-como tinteros, de tupida melena negra, vestida con rico y bien cortado
-ropón de franela inglesa roja, y luciendo un sombrerillo jockey de
-terciopelo granate que la sentaba a las mil maravillas. Agarrado de la
-mano traía la señorita á un caballerete que representaba la misma edad
-sobre poco más ó menos, y también tenía trazas en su semblante y atavío
-de pertenecer á muy distinguida clase y á muy acomodada familia. El
-chico parecía azorado: la niña, alegre, con nerviosa alegría. El
-empleado sonrió á la gentil pareja, y murmuró como quien da algún
-paternal aviso:
-
---¿Directo ó á la frontera? A la frontera... son ciento cincuenta
-pesetas, y...
-
---Ahí va dinero--contestó la intrépida señorita, alargando un abierto
-portamonedas. El empleado volvió á sonreir, ya con marcada extrañeza y
-compasión, y advirtió:
-
---Aquí no tenemos bastante...
-
---¡Hay quince duros y tres pesetas!--exclamó la viajerilla.
-
---Pues no alcanza... Y para convencerse, pregunten ustedes á sus papas.
-
-Al decir esto el empleado, vivo carmín tiñó hasta las orejas del galán,
-cuya mano no había soltado la damisela, y ésta, dando impaciente patada
-en el suelo, gritó:
-
---¡Bien... pues entonces... un billete más barato!
-
---¿Cómo más barato? ¿De segunda? ¿De tercera? ¿A una estación más
-próxima? ¿Escorial, Avila...?
-
---¡Avila, sí... Avila... justamente, Avila...!--respondió con energía la
-del rojo balandrán. Dudó el empleado un momento; al fin se encogió de
-hombros como el que dice: «¿A mí qué? ya se desenredará este lío;» y
-tendió los dos billetes, devolviendo muy aligerado el portamonedas...
-
-Sonó la campana de aviso; salieron los chicos disparados al andén;
-metiéronse en el primer vagón que vieron, sin pensar en buscar un
-departamento donde fuesen solos; y con gran asombro del turista
-británico que acomodaba en un rincón de la red su balija de cuero, al
-verse dentro del coche se agarraron de la cintura y rompieron á
-brincar...
-
- * * * * *
-
-¿Cómo principió aquella pasión devoradora, frenética, incendiaria? ¡Ah!
-Los orígenes primeros de lo grave y trascendental en nuestra vida, son
-insignificantes menudencias, pequeñeces míseras, átomos morales que se
-asocian en un torbellinito molecular, y á fuerza de dar vueltas y más
-vueltas sobre sí mismo, el torbellino se redondea, se solidifica,
-adquiere forma, toma la consistencia del diamante... No desconfiéis
-nunca en la vida de las cosas grandes, que se presentan con imponente
-aparato; esas ya avisan, y hay medio de precaverse: temed á las
-tentaciones menudas, á los peligros sutiles é insidiosos. Toda la teoría
-de los microbios, hoy admitida, ¿qué es sino demostración de la
-importancia capital de lo infinitamente pequeño?
-
-La pasión empezó, pues, del modo más sencillo, más inocente y más
-bobo... Empezó por una manía... Ambos eran coleccionistas.--¿De qué? Ya
-lo podéis presumir, vosotros los que frisais en la edad de mis héroes.
-La afición á coleccionar suele desarrollarse entre los cuarenta y los
-sesenta: apenas he visto un bibliómano joven, y las tiendas de los
-chamarileros son más frecuentadas por señores respetables que por
-alegres mozos. Hay, sin embargo, una excepción á esta regla general, y
-es la chifladura por reunir sellos de correos. Sin que yo niegue que
-pueden padecerla muy graves personajes, la verdad es que el período en
-que suele hacer estragos es la etapa comprendida entre los diez y los
-quince. Y en ese lustro auroral que separa la edad del trompo y la
-cuerda de la edad del pavo, vivían mis dos enamorados fugitivos del
-tren.
-
-Ya se ha dicho que su galeoto, el libro de Lanzarote y Ginebra donde
-bebieron la ponzoña amorosa, fué el coleccionismo, la manía de la
-filatelia, común á entrambos. El papá de Serafina, vulgo Finita, y la
-mamá de Francisco, vulgo Currín, se trataban poco; ni siquiera se
-visitaban, á pesar de vivir en la misma opulenta casa del barrio de
-Salamanca: en el principal el papá de Finita, y en el segundo la mamá de
-Currín. Currín y Finita, en cambio, se encontraban muy á menudo en la
-escalera, cuando él iba á clase y ella salía para su colegio; pero valga
-la verdad: ni habrían reparado el uno en el otro, si no fuera porque
-cierta mañana, al bajar las escaleras, Currín notó que Finita llevaba
-bajo el brazo un objeto, un libro encuadernado en tafilete rojo...
-¡libro tantas veces codiciado y soñado por él! «¡Me debía haber comprado
-mamá uno así, carambita! En cuanto me examine y saque nota, ya me lo
-está comprando. ¡No faltaba más! El mío es una porquería...» De esto á
-rogar á Finita que le enseñase el magnífico album de sellos, mediaba un
-paso. Finita, en el mismo descanso de la escalera, accedió á los ruegos
-de Currín: pusieron el álbum sobre la repisa de la ventana, y se dieron
-á hojearlo con vivacidad.--«Esta página es del Perú... Mira los de las
-islas Hawai... Tengo la colección completa...»
-
-Y desfilaban los minúsculos y artísticos grabaditos con que cada nación
-marca y autoriza su correspondencia; los aristocráticos perfiles de las
-dinastías sajonas, que se desdeñan de mirarnos á la cara, y las
-burguesas y honradas fisonomías de los presidentes de Estados
-americanos, siempre de frente; la república francesa, con sus dos
-airosas figuras que se dan la mano, y el reyecillo español, con su
-redonda cabeza de bebé; los sellos chinos y su dragón, los turcos y su
-cimitarra; Don Carlos, recuerdo de nuestras vicisitudes políticas, y Don
-Amadeo, efímera memoria de la misma agitada época; los preciosos sellos
-de Terranova, con la testa entonces ideal del príncipe de Gales, y los
-fastuosos sellos de las colonias británicas, en que la abuelita Victoria
-aparece oficiando de emperatriz... Currín se embelesaba y chillaba de
-vez en cuando dando brincos: «¡Ay! ¡Ay! ¡Caracoles, qué bonito! Este no
-lo tengo yo...» Por fin, al llegar á uno muy raro, el de la república de
-Liberia, no pudo contenerse: «¿Me lo das?»--«Toma»;--respondió con
-expansión Finita.--«Gracias, hermosa»,--contestó el galán;--y como
-Finita, al oir el requiebro, se pusiese del color de la cubierta de su
-album, Currín reparó en que Finita era muy mona, sobre todo así,
-colorada de placer y con los negros ojos brillantes, rebosando alegría.
-«¿Sabes que te he de decir una cosa?»--murmuró el chico.--«Anda,
-dímela.»--«Hoy no.»--La doncella francesa que acompañaba á Finita al
-colegio, había mostrado hasta aquel instante risueña tolerancia con la
-digresión filatélica; pero parecióle que se prolongaba mucho, y
-pronunció un «Mademoiselle, s’il vous plaît», que significaba: «Hay que
-ir al colegio rabiando ó cantando, conque... una buena resolución.»
-
-Currín se quedó admirando su sello... y pensando en Finita. Era Currín
-un chico dulce de carácter, no muy travieso, aficionado á los dramas
-tristes, á las novelas de aventuras extraordinarias, y á leer versos y
-aprendérselos de memoria. Siempre estaba pensando que le había de
-suceder algo raro y maravilloso; de noche soñaba mucho, y con cosas del
-otro mundo ó con algo procedente de sus lecturas. Desde que coleccionaba
-sellos, soñaba también con viajes de circunnavegación y países
-desconocidos, á lo cual contribuía mucho el ser decidido admirador de
-Julio Verne... Aquella noche realizó dormido una excursioncita breve...
-á Terranova, al país de los sellos hermosos. Mejor dicho, no era
-excursión, sino instantánea traslación; y en una playa orlada de
-monolitos de hielo, que alumbraba una aurora boreal, Finita y él se
-paseaban muy serios, cogidos del brazo...
-
-Al otro día, nuevo encuentro en la escalera. Currín llevaba duplicados
-de sellos para obsequiar á Finita. En cuanto la dama vió al galán,
-sonrió y se acercó con misterio. «Aquí te traigo esto...»--balbuceó
-él...--Finita puso un dedo sobre los labios, como para indicar al chico
-que se recatase de la francesa; pero constándole á Currín que no había
-en el obsequio de los sellos malicia alguna, fué muy resuelto á
-entregarlos. Finita se quedó, al parecer, algo chafada; sin duda
-esperaba otra cosa; y llegándose vivamente á Currín, le dijo entre
-dientes:
-
---¿Y... y aquello?
-
---¿Aquello..?
-
---Lo que me ibas á decir ayer...
-
-Currín suspiró, se miró á las botas, y salió con esta pata de gallo:
-
---Si no era nada...
-
---¡Cómo nada!--articuló Finita furiosa.--¡Pareces memo de la cabeza!
-Nada, ¿eh?
-
-Y el muchacho, dando tormento al rey Leopoldo de Bélgica que apretaba
-entre sus dedos, se puso muy cerquita del oído de la niña, y murmuró
-suavemente: «Sí, era algo... Quería decirte que eres... ¡más guapita!» Y
-espantado de su osadía, echó á correr escalera abajo, y del portal salió
-en volandas á la calle.
-
-Al otro día, Currín escribió unos versos (poseo el original) en que
-decía á su tormento:
-
- Nace el amor de la nada;
- de una mirada tranquila;
- al girar de una pupila
- se halla un alma enamorada...
-
-Endeblillos y todo, graves autores aseguran que Currín los sacó de un
-libro que le prestó un compañero... Mas ¿qué importa? El caso es que
-Currín se sentía como lo pintaban los versos: enamorado, atrozmente
-enamorado... No pensaba más que en Finita; se sacaba la raya
-esmeradamente, se compró una corbata nueva, y suspiraba á solas.
-
-Al fin de la semana eran novios en regla. La doncella francesa cerraba
-los ojos... ó no veía, creyendo buenamente que de sellos se hablaba
-allí, y aprovechaba el ratito charlando también de lo que le parecía con
-su compatriota el cocinero...
-
-Cierta tarde creyó el portero que soñaba, y se frotó los ojos. ¿No era
-aquella la señorita Serafina, que pasaba sola, con un saquillo de piel
-al brazo? ¿Y no era aquel que iba detrás el señorito Currín? ¿Y no se
-subían los dos á un coche de punto, que salía echando diablos? ¡Jesús,
-María y José! ¡Pero cómo están los tiempos y las costumbres! ¿Y á dónde
-irán? ¿Aviso ó no aviso á los padres? ¿Qué hace en este apuro un hombre
-de bien? ¿Me recibirán con cajas destempladas... ó caerá una propinaza
-de las gordas?
-
- * * * * *
-
---Oye tú--decía Finita á Currín apenas el tren se puso en marcha--Avila,
-¿cómo es? ¿Muy grande? ¿Bonita lo mismo que París?
-
---No...--respondió Currín con cierto escepticismo amargo.--Debe de ser
-un pueblo de pesca.
-
---Pues entonces... no conviene quedarse allí. Hay que seguir á París. Yo
-quiero ver París á todo trance; y también quiero ver las Pirámides de
-Egipto.
-
---Sí...--murmuró Currín, por cuya boca hablaban el buen sentido y la
-realidad--pero... ¿y los monises?
-
---¿Los monises?--contestó remedándole Finita--Eres más bobo que el que
-asó la manteca. ¡Se pide prestado!
-
---¿Y á quién?
-
---¡A cualquiera!
-
---¿Y si no nos lo quieren dar?
-
---¿Y por qué, melón de arroba? Yo tengo reloj que empeñar. Tú también.
-Empeño además el abrigo nuevo: me va asando de calor. No sirves para
-nada... ¡Escribimos á papás que nos envíen... un.. un bono... no, una
-letra! Papá las está mandando cada día á París y á todas partes.
-
---Tu papá estará echando chispas... Nos mandará un demontre!... Como mi
-mamá... ¡La hicimos, Finita!... No sé qué será de nosotros.
-
---Pues se empeña el reloj, y en paz... ¡Ay! ¡Lo que nos divertiremos en
-Avila! Me llevarás al café... y al teatro... y al paseo...
-
-Cuando oyeron cantar «¡Avila! ¡Veinticinco minutos!...» saltaron del
-tren, pero al sentar el pie en el andén, se quedaron indecisos,
-aturrullados. La gente salía, se atropellaba hacia la fonda, y los
-enamorados no sabían qué hacer. «¿Por dónde se va á Avila?»--preguntó
-Currín á un _faquino_, que viendo á dos niños sin equipaje, se encogió
-de hombros y se alejó. Por instinto se encaminaron á una puerta,
-entregaron sus billetes, y asediados por un solícito mozo de fonda, se
-metieron en el coche, que los llevó á la del Inglés...
-
-Acababa de recibir el señor gobernador de Avila telegrama de Madrid,
-«interesando la captura,» de la apasionada pareja. Era urgentísimo el
-aviso, y delataba la situación moral de una familia sumida en la
-angustia y la desesperación,--mejor dicho, dos familias debían de ser
-las desesperadas.--La captura se verificó en toda regla, no sin risa por
-un lado y declamaciones sobre lo que «cunde la inmoralidad», por otro.
-Los fugitivos fueron llevados á Madrid, y, acto continuo, Finita quedó
-internada en las _Dames anglaises_, y Currín en un colegio de donde no
-se le permitió salir en un año, ni aun los domingos. Con motivo del
-trágico suceso, el papá de Finita y la mamá de Currín se relacionaron, y
-conferenciaron largo y tendido, quedando acordes en que era preciso
-«echar tierra», «desorientar la opinión...» «hacer la conspiración del
-silencio». Con tal motivo, el papá de Finita reparó en lo bien
-conservada que estaba la mamá de Currín, y ésta notó en el banquero
-excelentes condiciones de hombre práctico en los negocios y de caballero
-galán con las damas. Su amistad se consolidó, y hay quien cree que se
-visitan á menudo. No se presume, sin embargo, que jamás se hayan
-escapado juntos... ¿Para qué?
-
-
-
-
-Sí, señor
-
-
-Lo que voy á contar no lo he inventado. Si lo hubiese inventado alguien,
-si no fuese la exacta verdad, digo que bien inventado estaría; pero
-también me corresponde declarar que lo he oído referir... Lo cual
-disminuye muchísimo el mérito de este relato, y obliga á suponer que mi
-fantasía no es tan fecunda como se ha solido suponer, en momentos de
-benevolencia.
-
-¿Eres tímido, oh tú que me lees? Porque la timidez es uno de los
-martirios ridículos; nos pone en berlina, nos amarra á banco duro. La
-timidez es un dogal á la garganta, una piedra al pescuezo, una camisa de
-plomo sobre los hombros, una cadena á las muñecas, unos grillos á los
-pies... Y el peor género de timidez no es el que procede de modestia, de
-recelo por insuficiencia de facultades. Hay otro más terrible: la
-timidez por exceso de emoción; la timidez del enamorado ante su amada,
-del fanático ante su ídolo.
-
-De un enamorado se trata en este cuento, y tan enamorado, que no sé si
-nunca Romeo el veronés, Marsilla el turolense, ó Macías el galaico, lo
-estuvieron con mayor vehemencia. No envidiéis nunca á esta clase de
-locos. A los que mucho amaron se les podrá perdonar; pero envidiarles,
-sería no conocer la vida. Son más desventurados que el mendigo que pide
-limosna; más que el sentenciado que en su cárcel cuenta las horas que le
-quedan de vida horrible... Son desventurados porque tienen dislocada el
-alma, y les duele á cada movimiento... Doble su desdicha si la acompaña
-el suplicio de la timidez. Y la timidez, en bastantes casos, se cura con
-la confianza; pero la hay crónica é invencible; la hay en maridos que
-llevan veinte años de unión conyugal y no se han acostumbrado á tener
-franqueza con sus mujeres; en mujeres que, viviendo con un hombre en la
-mayor intimidad, no se acercan á él sin temor y temblor... Generalmente,
-sin embargo, se presenta el fenómeno durante ese período en que el amor,
-sin fueros y sin gallardías se estremece ante un gesto ó una palabra...
-Y éste era el caso de Agustín Oriol, perdidamente esclavo de la
-coquetuela y encantadora Condesa viuda de Dolfos.
-
-Dícese que una viuda es más fácil de galantear que una soltera; pero en
-estas cuestiones tan peliagudas, yo digo que no hay reglas ni axiomas;
-cada persona difiere ó por su carácter ó por el mismo exceso de su
-apasionamiento. Agustín sentía, al acercarse á la Condesa, todos los
-síntomas de la timidez enfermiza, y mientras á solas preparaba
-declaraciones abrasadoras, discursos perfectamente hilados y tan
-persuasivos que ablandarían las piedras, lo cierto es que en presencia
-de su diosa no sabía despegar los labios; su garganta no formaba
-sonidos, ni su pensamiento coordinaba ideas... Todos reconocerán que
-este estado tiene poco de agradable, y que Agustín no era dichoso, ni
-mucho menos.
-
-Vanamente apelaba á su razón para vencer aquella timidez estúpida... Su
-razón le decía que él, Agustín Oriol de Lopardo, caballero por los
-cuatro costados, joven, con hacienda, inteligencia y aptitudes para
-abrirse camino, era un excelente candidato á la mano de cualquiera
-mujer, por bonita y encopetada que se la suponga... ¿Por qué no había de
-quererle la Condesa? ¿Por qué, vamos á ver, por qué? El debía acercarse
-á ella ufano, arrogante, seguro de su victoria. Y todas las noches, al
-retirarse á su casa, se lo proponía...., y al día siguiente procedía lo
-mismo que el anterior. Se insultaba a sí mismo; se trataba de menguado,
-de necio, pero no podía vencerse... No podía, y no podía.
-
-De modo que, al año próximamente de un enamoramiento tan intenso que le
-ocasionaba trastornos cardíacos, violentos hasta el síncope, Agustín no
-había cruzado aún palabra, lo que se dice palabra, con su idolatrada
-viuda. Iba á todas partes donde podía encontrarse con ella, pasaba
-muchas veces por debajo de sus balcones, se trasladaba á San Sebastián
-el mismo día que ella y en el mismo tren..., y aun ignoraría el sonido
-de su voz si no hubiese prestado ansioso oído á las conversaciones que
-ella sostenía con otras personas...
-
-Por fin, un día--precisamente en San Sebastián--presentóse rodada la
-ocasión de romper el hielo. Fue en la terraza del Casino, á la hora en
-que una muchedumbre elegantemente ataviada respira el aire y escucha, ó,
-por mejor decir, no escucha la música, sino las infinitas charlas, que
-hacen otro rumor más contenido y más suave, como de colmena. Agustín
-estaba muy próximo á su amada, y devoraba con los ojos el perfil fino,
-asomando bajo el sombrero todo empenachado de plumas. Ella le observaba
-de reojo; y viéndole tan cerca, de pronto sintió impulsos de dirigirla
-la palabra. No era correcto, no era serio, no era propio de una
-señora... Bueno. Por encima de las fórmulas sociales están las
-circunstancias, y hay de estas irregularidades que todo el mundo comete,
-cuando á ello le empuja un fuerte estímulo... La viudita no podía menos
-de haber notado aquella adoración profunda, continua, que la rodeaba
-como el cuerpo astral al cuerpo visible, y sentía una curiosidad
-femenil, ardorosa, el afán de saber qué diría aquel adorador mudo, que
-la bebía y la respiraba. Resuelta, con sonriente afabilidad, con un
-alarde infantil que disimulaba lo aturdido del procedimiento, exclamó:
-
---¡Qué noche tan hermosa! ¿Verdad que es una delicia?
-
-Agustín sintió como si campanas doblasen en su cerebro, no sabía si á
-muerte ó si á gloria; su sangre giró de súbito, sus oídos zumbaron..., y
-con tartajosa lengua, con voz imposible de reconocer, con un acento
-ronco y balbuciente, soltó esta frase:
-
---Sí... señor! ¡Sí... señor!
-
-Fué como si otro hubiese hablado... Un individuo zumbón, dentro de
-Agustín, se reía sardónico, se mofaba de la extravagante respuesta...
-¡Acababa de llamar «señor» á la única mujer que para él existía en el
-mundo! ¡No se le había ocurrido sino tal inepcia! Y ahora, con la lengua
-seca y el corazón inundado de bochorno, tampoco se le ocurría más. ¡Qué
-había de ocurrírsele! La terraza daba vueltas, el suelo huía bajo sus
-pies... Exhaló un gemido ronco, se llevó las manos á la cabeza, y
-levantándose, tambaleándose, huyó sin volver la vista atrás. Aquella
-noche pensó varias veces en el suicidio.
-
-A la mañana siguiente, sintiéndose incapaz de presentarse de nuevo ante
-la que ya debía despreciarle, salió para Francia en el primer tren.
-Estuvo ausente muchos años; en ellos no volvió á saber de su adorada. Un
-día leyó en un periódico que se había casado. Todavía la noticia le
-causó grave pena. Después, lentamente, fue olvidando, nunca del todo.
-
-Habían corrido cerca de cuatro lustros; las canas rafagueaban el negro
-cabello de Agustín, cuando en uno de sus viajes entró una señora, con
-dos señoritas, en el mismo departamento. Agustín la reconoció..., y aun
-su corazón, del cual padecía, le avisó de que era ella,--muy cambiada,
-muy envejecida,--pero ella. ¿Fue reconocido Agustín? No se sabe. Lo
-cierto es que se trabó conversación entre ambos viajeros, y que esta
-vez, no habiendo el estorbo de un amor tan insensato, Agustín charló sin
-recelo, y las horas corrieron sin sentir. La viajera habló de su
-juventud, y murmuró confidencialmente:
-
---De cuantos homenajes han podido tributarme, el que más agradecí,
-porque era el más sincero, consistió en que un joven que me seguía como
-mi sombra, me contestase, al dirigirle yo por primera vez la palabra:
-«Sí, señor...» ¿Comprende usted? Era tal su aturdimiento, que no acertó
-á decir otra cosa... Los requiebros más entusiastas no pueden halagar
-tanto á una mujer como una turbación, que parece señal de pasión
-verdadera...
-
---¿De modo... que usted no se rió de aquel hombre?--preguntó Agustín.
-
---Al contrario...--respondió la señora, con acento en que parecía
-temblar una lágrima.
-
-
-
-
-INDICE
-
-
- _Págs._
-
-Prefacio 5
-
-El amor asesinado 13
-
-El viajero 17
-
-El corazón perdido 22
-
-Mi suicidio 26
-
-La última ilusión de Don Juan 32
-
-Desquite 38
-
-El dominó verde 44
-
-La aventura del Angel 52
-
-El fantasma 59
-
-La perla rosa 65
-
-Un parecido 72
-
-Memento 79
-
-La caja de oro 86
-
-La sirena 91
-
-Así y todo 98
-
-La cabellera de Laura 105
-
-Delincuente honrado 112
-
-Primer amor 118
-
-La inspiración 129
-
-Champagne 136
-
-Sor Aparición 142
-
-¿Justicia? 150
-
-Más allá 156
-
-La culpable 161
-
-La novia fiel 166
-
-Afra 172
-
-Cuento soñado 179
-
-Los buenos tiempos 185
-
-Sara y Agar 194
-
-Maldición de gitana 201
-
-La bicha 208
-
-Sangre del brazo 215
-
-Consuelo 222
-
-La novela de Raimundo 226
-
-El encaje roto 233
-
-Martina 240
-
-Apólogo 249
-
-A secreto agravio 256
-
-La religión de Gonzalo 263
-
-El panorama de la Princesa 263
-
-Remordimiento 276
-
-Temprano y con sol 283
-
-Sí, señor 293
-
-
-
-
-
-
-
-End of the Project Gutenberg EBook of Cuentos de amor, by Emilia Pardo Bazán
-
-*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK CUENTOS DE AMOR ***
-
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-
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-things that you can do with most Project Gutenberg-tm electronic works
-even without complying with the full terms of this agreement. See
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-Gutenberg-tm electronic works if you follow the terms of this agreement
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-works. See paragraph 1.E below.
-
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-
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-1.E.9.
-
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-electronic work, or any part of this electronic work, without
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-active links or immediate access to the full terms of the Project
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- The Project Gutenberg eBook of Cuentos de amor, por Emilia Pardo Bazán.
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-<pre>
-
-The Project Gutenberg EBook of Cuentos de amor, by Emilia Pardo Bazán
-
-This eBook is for the use of anyone anywhere at no cost and with
-almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or
-re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included
-with this eBook or online at www.gutenberg.org/license
-
-
-Title: Cuentos de amor
-
-Author: Emilia Pardo Bazán
-
-Release Date: September 9, 2017 [EBook #55514]
-
-Language: Spanish
-
-Character set encoding: UTF-8
-
-*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK CUENTOS DE AMOR ***
-
-
-
-
-Produced by Chuck Greif and the Online Distributed
-Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This book was
-produced from scanned images of public domain material
-from the Google Books project.)
-
-
-
-
-
-
-</pre>
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-<hr class="full" />
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-
-<p><span class="pagenum"><a name="page_001" id="page_001"></a>{1}</span></p>
-
-<p class="cb">
-OBRAS COMPLETAS<br />
-
-<small>DE</small><br />
-
-<span class="courr">EMILIA PARDO BAZAN</span><br />
-<br />
-<small>CONDESA &nbsp; DE &nbsp; PARDO &nbsp; BAZÁN</small><br />
-<br />
-<span class="sans">TOMO 16</span><br />
-</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="page_002" id="page_002"></a>{2}</span>&nbsp; </p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="page_003" id="page_003"></a>{3}</span>&nbsp; </p>
-
-<p class="cb">
-EMILIA PARDO BAZAN<br />
-
-<span class="sans">CONDESA DE PARDO BAZAN</span><br />
-
-<small>OBRAS COMPLETAS.&mdash;TOMO 16</small><br />
-</p>
-
-<p class="cbsml">\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/\/</p>
-
-<h1><img src="images/cuentos.png"
-alt="CUENTOS DE AMOR"
-/></h1>
-
-<p class="c"><img src="images/ill_pg_003.png"
-width="100"
-alt=""
-/><br />
-<br />
-<br />
-ADMINISTRACION<br />
-<br />
-<i>Calle de San Bernardo, 37, principal</i><br />
-<br />
-<b>MADRID</b><br />
-</p>
-
-<table border="1" cellpadding="4" cellspacing="0" summary="">
-<tr><td align="left"><a href="#INDICE"><b>AL ÍNDICE</b></a></td></tr>
-</table>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="page_004" id="page_004"></a>{4}</span></p>
-
-<table border="0" cellpadding="1" cellspacing="0" summary=""
-style="border-top:1px solid black;border-bottom:1px solid black;
-margin:3em auto 3em auto;font-size:85%;">
-<tr><td>&nbsp; &nbsp; Es propiedad.</td></tr>
-<tr><td>&nbsp; &nbsp; Queda hecho el depósito</td></tr>
-<tr><td>que marca la ley.</td></tr>
-</table>
-
-<p class="cov">&nbsp; &nbsp; &nbsp; R. Velasco, impresor, Marqués de Santa Ana, 11
-&nbsp; &nbsp; &nbsp; </p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="page_005" id="page_005"></a>{5}</span></p>
-
-<h2><a name="PREFACIO" id="PREFACIO"></a><img src="images/ill_pg_005.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-PREFACIO</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">T</span>RANQUILÍZATE, lector: no se trata de un prólogo grave pegado á un libro
-de entretenimiento, lastre de plomo de algo tan leve como el ala de la
-mariposa: sólo encontrarás aquí unas cuantas advertencias, por otra
-parte innecesarias si para mí no rigiesen distintas leyes que para los
-demás autores, y si en mí no se calificase de delito lo que en ellos es
-acción indiferente, cuando no gracia merecedora de aplauso.</p>
-
-<p>No ignorarás que he escrito á estas fechas gran número de cuentos, pero
-acaso te sorprenda si digo que pasan de cuatrocientos, y á todo correr
-se acercan á quinientos ya. No pocos, antes de ser recogidos en volumen,
-andan vertidos á varias lenguas en tierras muy lejanas, á pesar del
-descuido de una autora que no por indiferencia ni por desdén, sino por
-falta de tiempo, suele no contestar á las amables cartas de sus
-bondadosos traductores.</p>
-
-<p>De estos cuatrocientos y pico de cuentos hay<span class="pagenum"><a name="page_006" id="page_006"></a>{6}</span> tres ó cuatro de los
-cuales se murmuró; para decir más verdad, de quien se murmuró no fué de
-ellos, sino de mí, negándome la propiedad del asunto. Ninguno de los
-incluídos en el presente volumen ha sido discutido, que yo sepa, en
-concepto tal; pero me adelanto, lector, á advertirte que tres de los que
-aquí te ofrezco no son míos por el asunto, y cinco ó seis tampoco son
-patrimonio de mi inventiva, sino narraciones de casos auténticos y
-reales&mdash;lo que Fernán Caballero llamaba <i>sucedidos</i>.&mdash;Yo los vestí y
-arreglé á mi manera, unas veces por gusto y capricho, otras, sobre todo
-cuando se trata de sucesos recientes, por respetos á la vida privada
-ajena.</p>
-
-<p>Al ver la luz en <i>El Imparcial</i> el cuento titulado <i>La sirena</i>, consigné
-en nota que su asunto estaba tomado de un lindo y breve apólogo de
-Leopoldo Trenor, <i>La gata blanca</i>. Después hubo quien me aseguró que el
-apólogo, á su vez, se funda en una poesía alemana. No he podido
-comprobar la aserción, y queda rectificada de antemano, si fuese
-inexacta y si el señor Trenor, en vez de hacer como yo hice, hubiese
-concebido la idea primera del apólogo.</p>
-
-<p><i>La cabellera de Laura</i> es libre glosa de un <i>ejemplo</i> que refiere el
-franciscano Padre Juan Laguna en sus <i>Casos raros de vicios y virtudes
-para escarmiento de pecadores</i>.&mdash;<i>Mi suicidio</i> y <i>Cuento soñado</i>, son
-pensamientos que me sugirió platicando el ilustre y venerable Campoamor;
-y aunque él, á fuer de opulento, no reclamaría nunca esas dos perlitas,
-me complazco<span class="pagenum"><a name="page_007" id="page_007"></a>{7}</span> en agradecerle el donativo y en pedirle excusas por el
-engarce.</p>
-
-<p>Y pues se trata de perlas, vamos á <i>La perla rosa</i>. Verdaderamente me
-asombra, lector entendido, que mis vigilantes aduaneros y agentes del
-resguardo no hayan gritado <i>¡matute!</i> cuando inserté ese cuento en <i>El
-Liberal</i>. Me denuncio, ya que ellos se duermen. A los pocos meses de
-aparecer en <i>El Liberal La perla rosa</i>, ví en el mismo diario un <i>cuento
-ajeno</i>, firmado por <i>León de Tinseau</i>, y titulado <i>La perla negra</i>, que,
-además de la semejanza del título, ofrecía coincidencias de asunto. En
-ambos cuentos, la pérdida de una perla descubre la falta de una mujer.
-Leído el cuento de Tinseau, tuve esperanzas de que fuese posterior en
-fecha al mío, y escribí á Miguel Moya rogándole me dijese dónde lo había
-encontrado. Al saber que en un libro que lleva por epígrafe <i>Mon oncle
-Alcide</i>, lo encargué á Francia, y ví que estaba impreso hacía tres ó
-cuatro años. Por lo tanto, á la letra, yo soy quien ha aprovechado una
-idea de Tinseau. Los que no den crédito á mi afirmación de que ni
-sospechaba la existencia de <i>La perla negra</i> cuando escribí <i>La perla
-rosa</i>, dueños son de afirmar á su vez que ésta es hija de aquélla. Sin
-falsa modestia, debo añadir que <i>La perla rosa</i> tiene mejor oriente.</p>
-
-<p>Con igual sinceridad declaro que si el cuento de Tinseau resultase
-escrito después que el mío, no por eso creería yo á ojos cerrados que
-era imitación ó copia. Algún celebrado escritor español<span class="pagenum"><a name="page_008" id="page_008"></a>{8}</span> podría
-atestiguar que no padezco la obsesión de tomar las coincidencias
-fortuitas por atentados contra mi propiedad; algún francés podría dar fe
-de lo mismo. Ideas análogas se les ocurren á escritores contemporáneos
-sujetos á influencias similares, y no lo dudará nadie que conozca la
-historia literaria. No insisto, porque he prometido no cansarte, lector,
-al menos á sabiendas.</p>
-
-<p>Supongo que no necesita apología el hecho de que varios cuentos míos se
-funden en sucesos reales. Las corrientes vienen y van; hace veinte años,
-tal vez incurriría en censura de los doctores de la iglesia crítica, no
-por basar en la realidad ciertos cuentos, sino por inventar de pies á
-cabeza la inmensa mayoría de los que escribo. Ambos procedimientos, á mi
-entender, son igualmente lícitos, como lo es el refundir asuntos ya
-tratados, ó el buscarlos en la tradición y la sabiduría popular ó
-<i>folklore</i>. No hay género más amplio y libre que el cuento; no hay,
-entre los más insignes, cuentista algo fecundo que no explote todas las
-canteras y filones, empezando por el de su propia fantasía y siguiendo
-por los variadísimos que le ofrecen las literaturas antiguas y modernas,
-escritas y orales. De chascarrillos que corrían de boca en boca se hizo
-recientemente un libro, redactado por ilustres escritores, y en el
-Prólogo que lo encabeza, una pluma famosísima consignó el principio de
-que al cuentista le basta la propiedad de la forma de que sabe revestir
-el cuento más resobado, trillado y vulgar.<span class="pagenum"><a name="page_009" id="page_009"></a>{9}</span> El principio estaba ya
-sancionado por la práctica, y no era necesario el nuevo ejemplo para
-legitimar lo que de tiempo inmemorial venía practicándose.</p>
-
-<p>Por otra parte, quizás nunca como ahora ha sobreabundado la invención en
-los cuentistas. Antaño era usual apoderarse de una colección de apólogos
-ó fábulas orientales&mdash;persas ó chinas, árabes ó indianas&mdash;y, sin más
-ceremonias, traduciéndolas y adaptándolas en lenguaje castizo, se
-graduaba un escritor de cuentista y de moralista. El cuento literario
-original es relativamente novísimo en las literaturas occidentales:
-procede de la transformación de la poesía épico-lírica, y tiene
-precedentes, no sólo en los <i>fabliaux</i> y en los ejemplos de los libros
-devotos (aun hoy mina inagotable para el cuentista) sino en ciertas
-composiciones poéticas con argumento; verbi-gracia, las <i>Cantigas</i> de
-Alfonso el Sabio y las baladas alemanas. Noto particular analogía entre
-la concepción del cuento y la de la poesía lírica: una y otra son
-rápidas como un chispazo, y muy intensas&mdash;porque á ello obliga la
-brevedad, condición precisa del <i>cuento</i>.&mdash;Cuento original que no se
-concibe de súbito, no cuaja nunca. Días hay&mdash;dispensa, lector, estas
-confidencias íntimas y personales&mdash;en que no se me ocurre ni un mal
-asunto de cuento, y horas en que á docenas se presentan á mi imaginación
-asuntos posibles, y al par siento impaciencia de trasladarlos al papel.
-Paseando ó leyendo; en el teatro ó en ferrocarril; al chisporroteo de la
-llama en invierno<span class="pagenum"><a name="page_010" id="page_010"></a>{10}</span> y al blando rumor del mar en verano, saltan ideas de
-cuentos con sus líneas y colores, como las estrofas en la mente del
-poeta lírico, que suele concebir de una vez el pensamiento y su forma
-métrica. De las ideas que en tropel me acuden, no aprovecho la mitad;
-desecho infinitas, no sólo por creerlas desde el primer instante
-indignas de vivir, sino porque algunas me parecen atrevidas, peligrosas
-y capaces de horripilarte, ¡oh lector no siempre benévolo! Si esto pasa
-con las ideas de cosecha propia, en mayor proporción quizás acontece con
-las que me sugieren los libros viejos, y sobre todo, las que se fundan
-en datos de la vida real. Por fuerte y viva que supongamos la fantasía
-de un escritor, jamás llega al límite de la realidad posible. Cuanto
-pudiésemos fingir, queda muy por bajo de lo verdadero. Llamamos
-inverosímil á lo inusitado; pero no hay acaecimiento extraño,
-monstruoso, espeluznante y peregrino que no conozcamos por la realidad.
-Lo saben los de mi profesión: nunca se puede incorporar á la literatura
-toda la verdad observada, so pena de ser tildado de extravagante, de
-escritor descabellado y de bárbaro sin gusto ni delicadeza; y sin
-embargo, las mayores osadías y crudezas de la pluma, aunque sea de
-hierro y la mojemos en ácido sulfúrico, son blandenguerías para lo que
-escribe en caracteres de fuego la realidad tremenda.</p>
-
-<p>He observado el estremecimiento del público ante ciertos cuentos
-verdaderos. Ahí están, para ejemplo en el presente tomo, <i>Los buenos<span class="pagenum"><a name="page_011" id="page_011"></a>{11}</span>
-tiempos</i> y <i>Sor Aparición</i>. De <i>Sor Aparición</i> se espantó mucha gente.
-Releo el cuento despacio y no puedo explicarme tal horror, sino por la
-crueldad de lo real que palpita en él. La narración pienso que está
-hecha en términos bien honestos, con el mayor recato y decoro posible;
-además, he modificado la historia, y presentado á la infeliz enamorada
-del burlador Camargo cuando ejercita la más rigurosa y ejemplar
-penitencia. Tantos años de mortificación y de lágrimas la impuse, que
-deben bastar para sosiego del más asombradizo. La verdad estricta es que
-ignoro el paradero de la víctima de esa broma infame, dada por uno de
-nuestros mayores poetas románticos. No sé si entró en un convento, si se
-entregó á la disipación, ó si vegetó en la indiferencia; pero me ha
-parecido que, dentro de la concepción ideal del cuento, tenía que expiar
-su yerro para ennoblecer su desventura. Y cátate que, así y todo,
-bastante gente se persignó, como se persignó al leer <i>Los buenos
-tiempos</i>, historia trágica de la cual se conservan testimonios y
-recuerdos todavía. Acaso el público sea hoy mas nervioso é impresionable
-que en otras épocas; sólo así se comprende que de libros de devoción
-clásicos y venerables no se pueda extraer un cuento sin que se alborote
-el cotarro y se desquicie la bóveda celeste. De esto volveremos á
-hablar, oh lector, cuando publique mis <i>Cuentos sacro-profanos</i>.</p>
-
-<p class="r">
-<span class="smcap">Emilia Pardo Bazán.</span><br />
-</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="page_012" id="page_012"></a>{12}</span>&nbsp; </p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="page_013" id="page_013"></a>{13}</span>&nbsp; </p>
-
-<h2><a name="EL_AMOR_ASESINADO" id="EL_AMOR_ASESINADO"></a><img src="images/ill_pg_013.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-El amor asesinado</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">N</span>UNCA podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de
-zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarla punto
-de reposo.</p>
-
-<p>Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que
-sujeta al alma á los lugares donde por primera vez se nos aparece el
-Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió á
-la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante
-se deslizó en el saquillo de mano, y por último, en los bolsillos de la
-viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita
-maliciosa y la decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo
-de ti. Vamos juntos».</p>
-
-<p>Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien
-resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida<span class="pagenum"><a name="page_014" id="page_014"></a>{14}</span> por
-guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y
-claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana,
-un anochecer que se asomó agobiada de tedio á mirar el campo y á gozar
-la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en
-la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con
-agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente,&mdash;sólo consiguió Eva que
-el Amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del
-tejado ó por el agujero de la llave.</p>
-
-<p>Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios,
-creyéndose á salvo de atrevimientos y demasías: mas no contaba con lo
-ducho que es en tretas y picardigüelas el Amor. El muy maldito se
-disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca
-y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca,
-con una fiebre muy semejante á la que causa la atmósfera sobresaturada
-de oxígeno.</p>
-
-<p>Ya fuera de tino, desesperando de poder tener á raya al malvado Amor,
-Eva comenzó á pensar en la manera de librarse de él definitivamente, á
-toda costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el
-Amor y Eva, la lucha era á muerte, y no importaba el cómo se vencía,
-sino sólo obtener la victoria.</p>
-
-<p>Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque poseía
-instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de
-engatusar con maulas y zalamerías al mismo<span class="pagenum"><a name="page_015" id="page_015"></a>{15}</span> diablo, que no al Amor, de
-suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor,
-y desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.</p>
-
-<p>Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de
-miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y
-dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y
-mimosas, en voz velada por la emoción, de notas más melodiosas que las
-del agua cuando se destrenza sobre guijas ó cae suspirando en morisca
-fuente.</p>
-
-<p>Y el Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado
-como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como
-varón vigoroso.</p>
-
-<p>Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle
-golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le
-vió calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó á
-extrangularle, apretándole la garganta con rabia y brío.</p>
-
-<p>Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves
-instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor
-aquél! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía
-una lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de
-su boca purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones
-mondados de sus dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus
-azules pupilas, entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa
-de los últimos instantes;<span class="pagenum"><a name="page_016" id="page_016"></a>{16}</span> y plegadas sobre su cuerpo de helénicas
-proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva
-notó ganas de llorar...</p>
-
-<p>No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada,
-libre... Y cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos
-enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía,
-del quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante.</p>
-
-<p>Al fin Eva soltó á su víctima y la contempló... El Amor ni respiraba ni
-se rebullía: estaba muerto,&mdash;tan muerto como mi abuela.</p>
-
-<p>Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un dolor
-terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que
-ascendía á su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente
-su pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía...</p>
-
-<p>El Amor, á quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su mismo
-corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.<span class="pagenum"><a name="page_017" id="page_017"></a>{17}</span></p>
-
-<h2><a name="EL_VIAJERO" id="EL_VIAJERO"></a><img src="images/ill_pg_017.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-El viajero</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">F</span>RÍA, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la
-lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos ó
-tres veces que Marta se había atrevido á acercarse á su ventana por ver
-si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y
-la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que
-parecía echar abajo la casa.</p>
-
-<p>Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta
-distintamente que llamaban á su puerta, y percibió un acento plañidero y
-apremiante que la instaba á abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba
-á Marta desoirlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino
-honrado se atreve á echarse á la calle, sólo los malhechores y los
-perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de
-aventuras y presa. Marta debió<span class="pagenum"><a name="page_018" id="page_018"></a>{18}</span> haber reflexionado que el que posee un
-hogar, fuego en él, y á su lado una madre, una hermana, una esposa que
-le consuele, no sale en el mes de Enero y con una tormenta desatada, ni
-llama á puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas
-honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora
-mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve
-para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se
-había quedado zaguera según costumbre, y el impulso de la piedad, el
-primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, al
-través del postigo, preguntase compadecida: «¿Quién llama?» Voz de tenor
-dulce y vibrante respondió en tono persuasivo: «Un viajero.» Y la
-bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la
-tranca, descorrió el cerrojo y dió vuelta á la llave, movida por el
-encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce.</p>
-
-<p>Entró el viajero, saludando cortesmente; y quitándose con gentil
-desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y desembozándose la
-capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y tomó asiento
-cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Esta apenas se atrevía á
-mirarle, porque en aquel punto la consabida tardía reflexión empezaba á
-hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero que
-llama, es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse á levantar los
-ojos, vió de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle,
-descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de<span class="pagenum"><a name="page_019" id="page_019"></a>{19}</span> señor acostumbrado al
-mando y á ocupar alto puesto. Sintióse Marta encogida y llena de
-confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido y la decía cosas
-halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían más; y á fin de
-disimular su turbación, se dió prisa á servir la cena y ofrecer al
-viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese á dormir.</p>
-
-<p>Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el
-sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba
-para que se ausentase el huésped. Y sucedió que éste, cuando bajó, ya
-descansado y sonriente, á tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni
-tampoco á la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida
-y embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle que
-ella no era mesonera de oficio.</p>
-
-<p>Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más dueño
-ni más amo que aquel viajero á quien en una noche tempestuosa tuvo la
-imprevisión de acoger. El mandaba, y Marta obedecía sumisa, muda, veloz
-como el pensamiento.</p>
-
-<p>No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía
-en continua zozobra y pena. He calificado de amo al viajero, y tirano
-debí llamarle, pues sus caprichos despóticos y su inconstante humor
-traían á Marta medio loca. Al principio el viajero parecía obediente,
-afectuoso, zalamero, humilde; pero fué creciéndose y tomando fueros,
-hasta no haber quien<span class="pagenum"><a name="page_020" id="page_020"></a>{20}</span> le soportase. Lo peor de todo era que nunca podía
-Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa,
-cuando menos debía temerse ó esperarse, estaba frenético ó contentísimo,
-pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa á la
-rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos é insensatos,
-que á los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en
-placideces angelicales; ya se emperraba como un chico, ya se desesperaba
-como un hombre; ya hartaba á Marta de improperios, ya la prodigaba los
-nombres más dulces y las ternezas más rendidas.</p>
-
-<p>Sus extravagancias eran á veces tan insufribles, que Marta, con los
-nervios de punta, el alma de través y el corazón á dos dedos de la boca,
-maldecía el fatal momento en que dió acogida á su terrible huésped. Lo
-malo es que cuando justamente Marta, apurada la paciencia, iba á saltar
-y á sacudir el yugo, no parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón
-con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo
-olvidaba instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce
-de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones.</p>
-
-<p>¡Qué en olvido las tenía puestas,... cuando el huésped, á medias
-palabras y con precauciones y rodeos, anunció que <i>ya</i> había llegado la
-ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas lentas
-que la arrancó la desesperación cayeron sobre las manos del viajero,<span class="pagenum"><a name="page_021" id="page_021"></a>{21}</span>
-que sonreía tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas consoladoras,
-promesas de escribir, de volver, de recordar. Y como Marta, en su
-amargura, balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor dulce
-y vibrante, alegó por vía de disculpa: «Bien te dije, niña, que soy un
-viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo.» Y
-habéis de saber que sólo al oir esta declaración franca, sólo al sentir
-que se desgarraban las fibras más íntimas de su ser, conoció la
-inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor, y que había
-abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe.</p>
-
-<p>Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender á lagrimitas está
-él!), sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de
-sí, el Amor se fué, embozado en su capa, ladeado el chambergo&mdash;cuyas
-plumas, secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente&mdash;en busca
-de nuevos horizontes, á llamar á otras puertas mejor trancadas y
-defendidas. Y Marta quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de sustos,
-de temores, de alarmas, y entregada á la compañía de la grave y
-excelente reflexión, que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde. No
-sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que
-las noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se
-estrella contra los vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón,
-que la duele á fuerza de latir apresurado, no cesa de prestar oído, por
-si llama á la puerta el huésped.<span class="pagenum"><a name="page_022" id="page_022"></a>{22}</span></p>
-
-<h2><a name="EL_CORAZON_PERDIDO" id="EL_CORAZON_PERDIDO"></a><img src="images/ill_pg_022.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-El corazón perdido</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">Y</span>ENDO una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo
-un objeto rojo: me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí
-cuidadosamente. Debe de habérsele perdido á alguna mujer&mdash;pensé al
-observar la blandura y delicadeza de la tierna víscera que, al contacto
-de mis dedos, palpitaba como si estuviese todavía dentro del pecho de su
-dueña.&mdash;Lo envolví con esmero en un blanco paño, lo abrigué, lo escondí
-bajo mi ropa, y me dediqué á averiguar quien era la mujer que había
-perdido el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos
-maravillosos anteojos, que permitían ver, al través del corpiño, de la
-ropa interior, de la carne y de las costillas&mdash;como por esos relicarios
-que son el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de
-cristal&mdash;el lugar que ocupa el corazón.</p>
-
-<p>Apenas me hube calado mis anteojos mágicos,<span class="pagenum"><a name="page_023" id="page_023"></a>{23}</span> miré ansiosamente á la
-primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro! la mujer no tenía corazón. Ella
-debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fué que,
-al decirla yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba á sus
-órdenes por si gustaba recogerlo, la mujer indignada juró y perjuró que
-no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo
-sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la
-terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda,
-seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad,
-el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta
-tenía corazón! Y cuando la ofrecí respetuosamente el que yo llevaba
-guardadito, menos aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un
-modo grave suponer que ó la faltaba el corazón, ó era tan descuidada que
-había podido perderlo así en la vía pública sin que lo advirtiese.</p>
-
-<p>Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas
-y pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y á todas las eché los
-anteojos y en todas noté que del corazón sólo tenían el sitio, pero que
-el órgano, ó no había existido nunca, ó se había perdido tiempos atrás.
-Y todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el corazón
-de que carecían, negábanse á aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya
-porque sin él se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban
-injuriadas por<span class="pagenum"><a name="page_024" id="page_024"></a>{24}</span> la oferta, ya porque no se atrevían á arrostrar el
-peligro de poseer un corazón.&mdash;Iba desesperando de restituir á un pecho
-de mujer el pobre corazón abandonado, cuando por casualidad, con ayuda
-de mis prodigiosos lentes, acerté á ver que pasaba por la calle una niña
-pálida, y en su pecho ¡por fin! distinguí un corazón, un verdadero
-corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé por qué&mdash;pues
-reconozco que era un absurdo brindar corazón á quien lo tenía tan vivo y
-tan despierto&mdash;se me ocurrió hacer la prueba de presentarla el que
-habían desechado todas; y he aquí que la niña, en vez de rechazarme como
-las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en mi fatiga, iba
-á dejar otra vez caído sobre los guijarros.</p>
-
-<p>Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida
-aún: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta
-la médula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la
-amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el amor, los celos, todo
-era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse á
-suprimir uno de sus dos corazones, ó los dos á un tiempo, diríase que se
-complacía en vivir doble vida espiritual queriendo, gozando y sufriendo
-por duplicado, sumando impresiones de esas que bastan para extinguir la
-vida. La criatura era como vela encendida por los dos cabos, que se
-consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su
-lecho de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un
-pajarillo,<span class="pagenum"><a name="page_025" id="page_025"></a>{25}</span> vinieron los médicos y aseguraron que, lo que la arrebataba
-de este mundo era la ruptura de un aneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!)
-supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se había muerto
-por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho á un corazón perdido
-en la calle.<span class="pagenum"><a name="page_026" id="page_026"></a>{26}</span></p>
-
-<h2><a name="MI_SUICIDIO" id="MI_SUICIDIO"></a><img src="images/ill_pg_026.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Mi suicidio</h2>
-
-<p class="r">
-A Campoamor.<br />
-</p>
-
-<p>Muerta <i>ella</i>; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba
-que aun me parecía ver con sus doradas molduras de antipático brillo,
-¿qué me restaba en el mundo ya? En ella cifraba yo mi luz, mi regocijo,
-mi ilusión, mi delicia toda... y desaparecer así, de súbito, arrebatada
-en la flor de su juventud y de su seductora belleza, era tanto como
-decirme con melodiosa voz&mdash;la voz mágica, la voz que vibraba en mi
-interior produciendo acordes divinos: «Pues me amas, sígueme.»</p>
-
-<p>¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, á la altura
-de mi dolor, y el remedio para el eterno abandono á que me condenaba la
-adorada criatura huyendo á lejanas regiones. Seguirla, reunirme con
-ella, sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre... y estrecharla<span class="pagenum"><a name="page_027" id="page_027"></a>{27}</span>
-delirante, exclamando: «Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin tí? Mira
-como he sabido buscarte y encontrarte y evitar que de hoy más nos separe
-poder alguno de la tierra ni del cielo.»</p>
-
-<p class="dtts">...............................</p>
-
-<p>Determinado á realizar mi propósito, quise verificarlo en aquel mismo
-aposento donde se deslizaron insensiblemente tantas horas de ventura,
-medidas por el suave ritmo de nuestros corazones... Al entrar olvidé la
-desgracia, y pareciome que <i>ella</i>, viva y sonriente, acudía como otras
-veces á mi encuentro, levantando la cortina para verme más pronto, y
-dejando irradiar en sus pupilas la bienvenida, y en sus mejillas el
-arrebol de la felicidad.&mdash;Allí estaba el amplio sofá donde nos
-sentábamos tan juntos como si fuese estrechísimo; allí la chimenea hacia
-cuya llama tendía los piececitos, y á la cual yo, envidioso, los
-disputaba abrigándolos con mis manos, donde cabían holgadamente; allí la
-butaca donde se aislaba, en los cortos instantes de enfado pueril que
-duplicaban el precio de las reconciliaciones; allí la gorgona de irisado
-vidrio de Salviati, con las últimas flores, ya secas y pálidas, que su
-mano había dispuesto artísticamente para festejar mi presencia... Y
-allí, por último, como maravillosa resurrección del pasado,
-inmortalizando su adorable forma, ella, ella misma... es decir, su
-retrato, su gran retrato de cuerpo entero, obra maestra de célebre
-artista, que la representaba sentada, vistiendo uno de mis trajes
-preferidos,<span class="pagenum"><a name="page_028" id="page_028"></a>{28}</span> la sencilla y cándida bata de blanca seda que la envolvía
-en una nube de espuma. Y era su actitud familiar, y eran sus ojos verdes
-y lumínicos que me fascinaban, y era su boca entreabierta, como para
-exclamar, entre halago y reprensión, el «¡qué tarde vienes!» de la
-impaciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos, que se ceñían á mi
-cuello como la ola al tronco del náufrago, y era, en suma, el fidelísimo
-trasunto de los rasgos y colores, al través de los cuales me había
-cautivado un alma; imagen encantadora que significaba para mí lo mejor
-de la existencia... Allí, ante todo cuanto me hablaba de ella y me
-recordaba nuestra unión; allí, al pie del querido retrato,
-arrodillándome en el sofá, debía yo apretar el gatillo de la pistola
-inglesa de dos cañones&mdash;que lleva en su seno el remedio de todos los
-males y el pasaje para arribar al puerto donde <i>ella</i> me
-aguardaba...&mdash;Así no se borraría de mis ojos ni un segundo su efigie:
-los cerraría mirándola, y volvería á abrirlos, viéndola no ya en
-pintura, sino en espíritu...</p>
-
-<p>La tarde caía; y como deseaba contemplar á mi sabor el retrato al apoyar
-en la sien el cañón de la pistola, encendí la lámpara y todas las bujías
-de los candelabros. Uno de tres brazos había sobre el <i>secreter</i> de palo
-de rosa con incrustaciones, y al acercar al pábilo el fósforo, se me
-ocurrió que allí dentro estarían mis cartas, mi retrato, los recuerdos
-de nuestra dilatada é íntima historia. Un vivaz deseo de releer aquellas
-páginas me impulsó á abrir el mueble.<span class="pagenum"><a name="page_029" id="page_029"></a>{29}</span></p>
-
-<p>Es de advertir que yo no poseía cartas de ella: las que recibía
-devolvíalas una vez leídas, por precaución, por respeto, por
-caballerosidad. Pensé que acaso ella no había tenido valor para
-destruirlas, y que de los cajoncitos del secreter volvería á alzarse su
-voz insinuante y adorada, repitiendo las dulces frases que no habían
-tenido tiempo de grabarse en mi memoria. No vacilé&mdash;¿vacila el que va á
-morir?&mdash;en descerrajar con violencia el primoroso mueblecillo. Saltó en
-astillas la cubierta, y metí la mano febrilmente en los cajoncitos,
-revolviéndolos ansioso.</p>
-
-<p>Sólo en uno había cartas.&mdash;Los demás los llenaban cintas, joyas,
-dijecillos, abanicos y pañuelos perfumados.&mdash;El paquete, envuelto en un
-trozo de rica seda brochada, lo tomé muy despacio, lo palpé como se
-palpa la cabeza del ser querido antes de depositar en ella un beso, y
-acercándome á la luz, me dispuse á leer. Era letra de ella: eran sus
-queridas cartas. Y mi corazón agradecía á la muerta el delicado
-refinamiento de haberlas guardado allí, como testimonio de su pasión,
-como codicilo en que me legaba su ternura.</p>
-
-<p>Desaté, desdoblé, empecé á deletrear... Al pronto creía recordar las
-candentes frases, las apasionadas protestas y hasta las alusiones á
-detalles íntimos, de esos que sólo pueden conocer des personas en el
-mundo. Sin embargo, á la segunda carilla, un indefinible malestar, un
-terror vago, cruzaron por mi imaginación, como cruza la bala por el aire
-antes de herir. Rechacé<span class="pagenum"><a name="page_030" id="page_030"></a>{30}</span> la idea; la maldije; pero volvió, volvió... y
-volvió apoyada en los párrafos de la carilla tercera, donde ya
-hormigueaban rasgos y pormenores imposibles de referir á mi persona y á
-la historia de mi amor... A la cuarta carilla, ni sombra de duda pudo
-quedarme: la carta se había escrito á otro, y recordaba otros días,
-otras horas, otros sucesos, para mí desconocidos...</p>
-
-<p>Repasé el resto del paquete; recorrí las cartas una por una, pues
-todavía la esperanza terca me convidaba á asirme de un clavo ardiendo...
-Quizá las demás cartas eran las mías, y sólo aquella se había deslizado
-en el grupo como aislado memento de una historia vieja y relegada al
-olvido... Pero al examinar los papeles; al descifrar, frotándome los
-ojos, un párrafo aquí y otro acullá, hube de convencerme: ninguna de las
-epístolas que contenía el paquete había sido dirigida á mí... Las que yo
-recibí y restituí con religiosidad, probablemente se encontraban
-incorporadas á la ceniza de la chimenea; y las que, como un tesoro,
-<i>ella</i> había conservado siempre, en el oculto rincón del secreter, en el
-aposento testigo de nuestra ventura... señalaban, tan exactamente como
-la brújula señala el norte, la dirección verdadera del corazón que yo
-juzgara orientado hacia el mío... ¡Más dolor, más infamia! De los
-terribles párrafos, de las páginas surcadas por rengloncitos de una
-letra que yo hubiese reconocido entre todas las del mundo saqué en
-limpio que <i>tal vez</i>... al <i>mismo tiempo</i> ó <i>muy poco antes</i>... Y una
-voz irónica gritábame<span class="pagenum"><a name="page_031" id="page_031"></a>{31}</span> al oído: «Ahora sí... ahora sí que debes
-suicidarte, desdichado!»</p>
-
-<p>Lágrimas de rabia escaldaron mis pupilas; me coloqué, según había
-resuelto, frente al retrato; empuñé la pistola, alcé el cañón... y
-apuntando fríamente, sin prisa, sin que me temblase el pulso... con los
-dos tiros... reventé los dos verdes y lumínicos ojos, que me
-fascinaban.<span class="pagenum"><a name="page_032" id="page_032"></a>{32}</span></p>
-
-<h2><a name="LA_ULTIMA_ILUSION_DE_DON_JUAN" id="LA_ULTIMA_ILUSION_DE_DON_JUAN"></a><img src="images/ill_pg_032.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-La última ilusión de don Juan</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">L</span>AS gentes superficiales, que nunca se han tomado el trabajo de observar
-al microscopio la complicada mecánica del corazón, suponen buenamente
-que á don Juan, el precoz libertino, el burlador sempiterno, le bastan
-para su satisfacción los sentidos y á lo sumo la fantasía, y que no
-necesita ni gasta el inútil lujo del sentimiento, ni abre nunca el
-dorado ajimez donde se asoma el espíritu para mirar al cielo cuando el
-peso de la tierra le oprime. Y yo os digo en verdad que eses gentes
-superficiales se equivocan de medio á medio y son injustas con el pobre
-don Juan, á quien sólo hemos comprendido los poetas, los que tenemos el
-alma inundada de caridad y somos perspicaces... cabalmente porque,
-cándidos en apariencia, creemos en muchas cosas.</p>
-
-<p>A fin de poner la verdad en su punto, os contaré la historia de cómo
-alimentó y sostuvo<span class="pagenum"><a name="page_033" id="page_033"></a>{33}</span> don Juan su última ilusión... y cómo vino á
-perderla.</p>
-
-<p>Entre la numerosa parentela de don Juan&mdash;que dicho sea de paso, es
-hidalgo como el Rey&mdash;se cuentan unas primitas provincianas muy
-celebradas de hermosas. La más joven, Estrella, se distinguía de sus
-hermanas por la dulzura del carácter, la exaltación de la virtud y el
-fervor de la religiosidad, por lo cual en su casa la llamaban <i>la
-beatita</i>. Su rostro angelical no desmentía las cualidades del alma:
-parecíase á una Virgen de Murillo, de las que respiran honestidad y
-pureza (porque algunas, como la morena <i>de la servilleta</i>, llamada
-<i>Refitolera</i>, sólo respiran juventud y vigor). Siempre que el humor
-vagabundo de don Juan le impulsaba á darse una vuelta por la región
-donde vivían sus primas, iba á verlas, frecuentaba su trato, y pasaba
-con Estrella pláticas interminables. Si me preguntáis qué imán atraía al
-perdido hacia la santa, y más aún á la santa hacia el perdido, os diré
-que era quizás el mismo contraste de sus temperamentos... y después de
-esta explicación, nos quedaremos tan enterados como antes.</p>
-
-<p>Lo cierto es que mientras don Juan galanteaba por sistema á todas las
-mujeres, con Estrella hablaba en serio, sin permitirse la más mínima
-insinuación atrevida; y que mientras Estrella rehuía el trato de todos
-los hombres, veníase á la mano de don Juan como la mansa paloma,
-confiada, segura de no mancharse el plumaje blanco. Las conversaciones
-de los primos podía oirlas el mundo entero: después de<span class="pagenum"><a name="page_034" id="page_034"></a>{34}</span> horas de charla
-inofensiva, reposada y dulce, levantábanse tan dueños de sí mismos, tan
-tranquilos, tan venturosos, y Estrella volaba á la cocina ó á la
-despensa á preparar con esmero algún plato de los que sabía que
-agradaban á don Juan. Saboreaba éste, más que las golosinas, el mimo con
-que se las presentaban, y la frescura de su sangre y la anestesia de sus
-sentidos le hacían bien, como un refrigerante baño al que caminó largo
-tiempo por abrasados arenales.</p>
-
-<p>Cuando don Juan levantaba el vuelo, yéndose á las grandes ciudades en
-que la vida es fiebre y locura, Estrella le escribía difusas cartas, y
-él contestaba en pocos renglones,&mdash;pero siempre.&mdash;Al retirarse á su casa
-al amanecer, tambaleándose, aturdido por la bacanal ó vibrantes aún sus
-nervios de las violentas emociones de la profana cita; al encerrarse
-para mascar, entre risa irónica, la hiel de un desengaño&mdash;porque también
-don Juan los cosecha;&mdash;al prepararse al lance de honor templando la
-voluntad para arrostrar impávido la muerte; al reir, al blasfemar, al
-derrochar su mocedad y su salud cual pródigo insensato de los mejores
-bienes que nos ofrece el cielo, don Juan reservaba y apartaba, como se
-aparta el dinero para una ofrenda á Nuestra Señora, diez minutos que
-dedicar á Estrella. En su ambición de cariño, aquella casta consagración
-de un ser tan delicado y noble representaba el sorbo de agua que se bebe
-en medio del combate y restituye al combatiente fuerzas para seguir
-lidiando. Traiciones, falsías, perfidias y vilezas de otras mujeres
-podían llevarse<span class="pagenum"><a name="page_035" id="page_035"></a>{35}</span> en paciencia, mientras en un rincón del mundo alentase
-el leal afecto de Estrella la beatita. A cada carta ingenua y
-encantadora que recibía don Juan, soñaba el mismo sueño; se veía
-caminando difícilmente por entre tinieblas muy densas, muy frías, casi
-palpables, que rasgaban por intervalos la luz sulfurosa del relámpago y
-el culebreo del rayo; pero allá lejos, muy lejos, donde ya el cielo se
-esclarecía un poco, divisaba don Juan blanca figura velada, una mujer
-con los ojos bajos, sosteniendo en la diestra una lamparita encendida y
-protegiéndola con la izquierda. Aquella luz no se apagaba jamás.</p>
-
-<p>En efecto, corrían años; don Juan se precipitaba más, despeñado por la
-pendiente de su delirio, y las cartas continuaban con regularidad
-inalterable, impregnadas de igual ternura latente y serena. Eran tan
-gratas á don Juan estas cartas, que había determinado no volver á ver á
-su prima nunca, temeroso de encontrarla desmejorada y cambiada por el
-tiempo, y no tener luego ilusión bastante para sostener la
-correspondencia. A toda costa deseaba eternizar su ensueño, ver siempre
-á Estrella con rostro murillesco, de santita virgen de veinte años. Las
-epístolas de don Juan, á la verdad, expresaban vivo deseo de hacer á su
-prima una visita, de renovar la charla sabrosa; pero como nadie le
-impedía á don Juan realizar este propósito, hay que creer, pues no lo
-realizaba, que no debía de apretarle mucho.</p>
-
-<p>Eran pasados dos lustros, cuando un día recibió<span class="pagenum"><a name="page_036" id="page_036"></a>{36}</span> don Juan, en vez del
-ancho pliego acostumbrado, escrito por las cuatro carillas y cruzado
-después, una esquelita sin cruzar, grave y reservada en su estilo, y en
-que hasta la letra carecía del abandono que imprime la efusión del
-espíritu guiando la mano y haciéndola acariciar, por decirlo así, el
-papel. ¡Oh mujer, oh agua corriente, oh llama fugaz, oh soplo de aire!
-Estrella pedía á don Juan que ni se sorprendiese ni se enojase, y le
-confesaba que iba á casarse muy pronto... Se había presentado un novio á
-pedir de boca, un caballero excelente, rico, honrado, á quien el padre
-de Estrella debía atenciones sin cuento; y los consejos y exhortaciones
-de <i>todos</i> habían decidido á la santita,&mdash;que esperaba, con la ayuda de
-Dios, ser dichosa en su nuevo estado y ganar el cielo.</p>
-
-<p>Quedó don Juan absorto breves instantes; luego arrugó el papel y lo
-lanzó con desprecio á la encendida chimenea. ¡Pensar que si alguien le
-hubiese dicho dos horas antes que podía casarse Estrella, al tal le
-hubiese tratado de bellaca calumniador! ¡Y se lo participaba ella misma,
-sin rubor, como el que cuenta la cosa más natural y lícita del mundo!</p>
-
-<p>Desde aquel día don Juan, el alegre libertino, ha perdido su última
-ilusión; su alma va peregrinando entre sombras, sin ver jamás el
-resplandorcito de la lámpara suave que una virgen protege con la mano; y
-el que aún tenía algo de hombre, es solo fiera, con dientes para morder
-y garras para destrozar sin misericordia. Su profesión de fe es una
-carcajada cínica, su amor<span class="pagenum"><a name="page_037" id="page_037"></a>{37}</span> un latigazo que quema y arranca la piel
-haciendo brotar la sangre...</p>
-
-<p>Me diréis que la santita tenía derecho á buscar felicidades reales y
-goces siempre más puros que los que libaba sin tregua su desenfrenado
-ídolo. Y acaso diréis muy bien, según el vulgar sentido común y la enana
-razoncilla práctica. ¡Que esa enteca razón os aproveche! En el sentir de
-los poetas, menos malo es ser galeote, del vicio que desertor del ideal.
-La santita pecó contra la poesía y contra los sueños divinos del amor
-irrealizable.&mdash;Don Juan, creyendo en su abnegación eterna, era, de los
-dos, el verdadero soñador.<span class="pagenum"><a name="page_038" id="page_038"></a>{38}</span></p>
-
-<h2><a name="DESQUITE" id="DESQUITE"></a><img src="images/ill_pg_038.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Desquite</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">T</span>RIFÓN Liliosa nació raquítico y contrahecho, y tuvo la malaventura de
-no morirse en la niñez. Con los años creció más que su cuerpo su
-fealdad, y se desarrolló su imaginación combustible, su exaltado amor
-propio y su nervioso temperamento de artista y de ambicioso. A los
-quince, Trifón, huérfano de madre desde la cuna, no había escuchado una
-palabra cariñosa; en cambio había aguantado innumerables torniscones,
-sufrido continuas burlas y desprecios, y recibido el apodo de
-<i>Fenómeno</i>; á los diez y siete se escapaba de su casa, y, aprovechando
-lo poco que sabía de música, se contrataba en una murga, en una orquesta
-después. Sus rápidos adelantos le entreabrieron el paraíso: esperó
-llegar á ser un compositor genial, un Weber, un Listz. Adivinaba en toda
-su plenitud la magnificencia de la gloria, y ya se veía festejado,
-aplaudido, olvidada su deformidad,<span class="pagenum"><a name="page_039" id="page_039"></a>{39}</span> disimulada y cubierta por un haz de
-balsámicos laureles. La edad viril&mdash;¿pueden llamarse así los treinta
-años de un escuerzo?&mdash;disipó estas quimeras de la juventud. Trifón
-Liliosa hubo de convencerse de que era uno de los muchos llamados y no
-escogidos; de los que ven cercana la tierra de promisión, pero no llegan
-nunca á pisar sus floridos valles. La pérdida de ilusiones tales deja el
-alma muy negra, muy ulcerada, muy venenosa. Cuando Trifón se resignó á
-no pasar nunca de maestro de música á domicilio, tuvo un ataque de
-ictericia tan cruel, que la bilis le rebosaba hasta por los amarillentos
-ojos.</p>
-
-<p>Lecciones le salían á docenas, no sólo porque era en realidad un
-excelente profesor, sino porque tranquilizaba á los padres su ridícula
-facha y su corcova. ¿Qué señorita, ni la más impresionable, iba á correr
-peligro con aquel macaco, cuyo talle era un jarrón, cuyas manos
-desproporcionadas parecían, al vagar sobre las teclas, arañas pálidas á
-medio despachurrar? Y se lo espetó en su misma cara, sin reparo
-alguno&mdash;al llamarle para enseñar á su hija canto y piano,&mdash;la madre de
-la linda María Vega. Sólo á un sujeto «así como él», le permitiría
-acercarse á niña tan candorosa y tan sentimental. ¡Mientras mayor
-inocencia en las criaturas, más prudencia y precaución en las madres!</p>
-
-<p>Con todo, no era prudente, y menos aún delicada y caritativa la
-franqueza de la señora. Nadie debe ser la gota de agua que hace
-desbordar el vaso de amargura, y por muy convencido<span class="pagenum"><a name="page_040" id="page_040"></a>{40}</span> que esté de su
-miseria el miserable, recia cosa es arrojársela al rostro. Pensó sin
-duda la inconsiderada señora que Trifón, habiéndose mirado al espejo,
-sabría de sobra que era un monstruo; y ciertamente, Trifón se había
-mirado y conocía su triste catadura; y así y todo le hirió, como hiere
-el insulto cobarde, la frase que le excluía del número de los hombres; y
-aquella noche misma, revolviéndose en su frío lecho, mordiendo de rabia
-las sábanas, decidió entre sí: «Esta pagará por todas: ésta será mi
-desquite. ¡La necia de la madre, que sólo ha mirado mi cuerpo, no sabe
-que con el espíritu se puede seducir á las mujeres que tienen espíritu
-también!»</p>
-
-<p>Al día siguiente empezaron las lecciones de María, que era en efecto una
-niña celestial, fina y lánguida como una rosa blanca, de esas que para
-marchitarlas basta un soplo de aire. Acostumbrado Trifón á que sus
-discípulas sofocasen la carcajada cuando le veían por primera vez, notó
-que María, al contrario, le miraba con lástima infinita, y la piedad de
-la niña, en vez de conmoverle, ahincó su resolución implacable. Bien
-fácil le fué observar que la nueva discípula poseía un alma delicada,
-una exquisita sensibilidad, y la música producía en ella impresión
-profunda, humedeciéndose sus azules ojos en las páginas melancólicas,
-mientras las melodías apasionadas apresuraban su aliento. La soledad y
-retiro en que vivía hasta que se vistiese de largo y recogiese en
-abultado moño su hermosa mata de pelo de un rubio de miel, la hacían<span class="pagenum"><a name="page_041" id="page_041"></a>{41}</span>
-más propensa á exaltarse y á soñar. Por experiencia conocía Trifón esta
-manera de ser, y cuanto predispone á la credulidad y á las aspiraciones
-novelescas. Cautamente, á modo de criminal reflexivo que prepara el
-atentado, observaba los hábitos de María, las horas á que bajaba al
-jardín, los sitios donde prefería sentarse, los tiestos que cuidaba ella
-sola; y prolongando la lección sin extrañeza ni recelo de los padres,
-eligiendo la música mas perturbadora, cultivaba el ensueño enfermizo á
-que María iba á entregarse.</p>
-
-<p>Dos ó tres meses hacía que la niña estudiaba música, cuando una mañana,
-al pie de cierta maceta que regaba todos los días, encontró un billetito
-doblado. Sorprendida, abrió y leyó. Más que declaración amorosa, era un
-suave preludio de ella: no tenía firma, y el autor anunciaba que no
-quería ser conocido, ni pedía respuesta alguna: se contentaba con
-expresar sus sentimientos, muy apacibles y de una pureza ideal. María,
-pensativa, rompió el billete; pero al otro día, al regar la maceta, su
-corazón quería salirse del pecho y temblaba su mano, salpicando de
-menudas gotas de agua su traje. Corrida una semana, nuevo
-billete,&mdash;tierno, dulce, poético, devoto;&mdash;pasada otra más, dos pliegos
-rendidos, pero ya insinuantes y abrasadores. La niña no se apartaba del
-jardín, y á cada ruido del viento en las hojas pensaba ver aparecerse al
-desconocido, bizarro, galán, diciendo de perlas lo que de oro escribía.
-Mas el autor de los billetes no se mostraba, y los billetes<span class="pagenum"><a name="page_042" id="page_042"></a>{42}</span>
-continuaban, elocuentes, incendiarios, colocados allí por invisible
-mano, solicitando respuestas y esperanzas. Después de no pocas
-vacilaciones, y con harta vergüenza, acabó la niña por trazar unos
-renglones, que depositó en la maceta, besándola;&mdash;eran la ingenua
-confesión de su amor virginal.&mdash;Varió entonces el tono de las cartas: de
-respetuosas se hicieron arrogantes y triunfales; parecían un himno; pero
-el incógnito no quería presentarse; temía perder lo conquistado; ¿á qué
-ver la envoltura física de un alma? ¿qué le importaba á María el barro
-en que se agitaba un corazón? Y María, entregado ya completamente el
-albedrío á su enamorado misterioso, ansiaba contemplarle, comerle con
-los ojos, segura de que sería un dechado de perfecciones, el sér más
-bello de cuantos pisan la tierra. Ni cabía menos en quien de tan
-expresiva manera y con tal calor se explicaba, que María, sólo con
-releer los billetes, se sentía morir de turbación y gozo. Por fin,
-después de muchas y muy regaladas ternezas que se cruzaron entre el
-invisible y la reclusa, María recibió una epístola, que decía en
-substancia: «Quiero que vengas á mí»; y después de una noche de desvelo,
-zozobra, llanto y remordimiento, la niña ponía en la maceta la
-contestación terrible: «Iré cuando y como quieras.»</p>
-
-<p>¡Oh! ¡Qué temblor de alegría maldita asaltó á Trifón, el monstruo, el
-ridículo <i>Fenómeno</i>, al punto en que, dentro del carruaje sin faroles
-donde la esperaba, recibió á María con los brazos! La completa
-obscuridad de la noche&mdash;escogida,<span class="pagenum"><a name="page_043" id="page_043"></a>{43}</span> de boca de lobo&mdash;no permitía á la
-pobre enamorada ni entrever siquiera las facciones del seductor... Pero,
-balbuciente, desfallecida, con explosión de cariño sublime, entre
-aquellas tinieblas, María pronunció bajo, al oído del ser deforme y
-contrahecho, las palabras que éste no había escuchado nunca, las rotas
-frases divinas que arranca á la mujer de lo más secreto de su pecho la
-vencedora pasión... y una gota de humedad deliciosa, refrigerante como
-el manantial que surte bajo las palmeras y refresca la arena del Sahara,
-mojó la mejilla demacrada del corcovado... El efecto de aquellas
-palabras, de aquella sagrada lágrima infantil, fué que Trifón, sacando
-la cabeza por la ventanilla, dió en voz ronca una orden, y el coche
-retrocedió, y pocos minutos después María, atónita, volvía á entrar en
-su domicilio por la misma puerta del jardín que había favorecido la
-fuga.</p>
-
-<p>Gran sorpresa la de los padres de María cuando se enteraron de que
-Trifón no quería dar más lecciones en aquella casa; pero mayor la
-incredulidad de los contados amigos que Trifón posee, cuando le oyen
-decir alguna vez, torvo, suspirando y agachando la cabeza:</p>
-
-<p>&mdash;También á mí me ha querido, ¡y mucho! ¡y desinteresadamente!, una
-mujer preciosa...<span class="pagenum"><a name="page_044" id="page_044"></a>{44}</span></p>
-
-<h2><a name="EL_DOMINO_VERDE" id="EL_DOMINO_VERDE"></a><img src="images/ill_pg_044.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-El dominó verde</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">I</span>NCREÍBLE me pareció que me dejase en paz aquella mujer, que ya no
-intentase verme, que no me escribiese carta sobre carta, que no apelase
-á todos los medios imaginables para acercarse á mí. Al romper la cadena
-de su agobiador cariño, respiré cual si me hubiese quitado de encima un
-odio jurado y mortal.</p>
-
-<p>Quien no haya estudiado las complicaciones de nuestro espíritu, tendrá
-por inverosímil que tanto deseemos desatar lazos que nadie nos obligó á
-atar, y hasta deplorará que mientras las fieras y los animales brutos
-agradecen á su modo el apego que se les demuestra, el hombre, más duro é
-insensible, se irrite porque le halagan, y aborrezca á veces á la mujer
-que le brinda amor. Mas no es culpa nuestra si de este barro nos
-amasaron, si el sentimiento que no compartimos nos molesta y acaso nos
-repugna, si<span class="pagenum"><a name="page_045" id="page_045"></a>{45}</span> las señales de la pasión que no halla eco en nosotros nos
-incitan á la mofa y al desprecio, y si nos gozamos en pisotear un
-corazón, por lo mismo que sabemos que ha de palpitar y verter sangre
-bajo nuestros crueles pies.</p>
-
-<p>Lo cierto es que yo, cuando ví que por fin guardaba silencio María,
-cuando transcurrió un mes sin recibir recados ni epístolas delirantes y
-húmedas de lágrimas, me sentí tan bien, tan alegre, que me lancé al
-mundo con el ímpetu de un colegial en vacaciones, con ese deseo é
-instinto de renovación íntima que parece que da nuevo y grato sabor á la
-existencia. Acudí á los paseos, frecuenté los teatros, admití convites,
-concurrí á saraos y tertulias, y hasta busqué diversiones de vuelo bajo,
-á manera de hambriento que no distingue de comidas. En suma, me desaté,
-movido por un instinto miserable, de humorística venganza, que se
-tradujo en el deseo de regalar á cualquier mujer, á la primera que
-tropezase casualmente, los momentos de fugaz embriaguez que negaba á
-María&mdash;á María triste y pálida, á María medio loca por mi abandono, á
-María enferma, desesperada, herida en lo más íntimo por mi implacable
-desdén.</p>
-
-<p>Es la casualidad tan antojadiza en esto de proporcionar aventuras, que
-si á veces presenta ocasiones en ramillete, otras no brinda una por un
-ojo de la cara. En muchos días de disipación y bureo, de rodar por
-distintas esferas sociales pidiendo guerra, no encontré nada que me
-tentase; y ya mi capricho se exaltaba, cuando el domingo de
-Carnestolendas, aburrido y por matar<span class="pagenum"><a name="page_046" id="page_046"></a>{46}</span> el tiempo, entré en el insípido
-baile de máscaras del Teatro Real.</p>
-
-<p>Transcurrida más de una hora, sentí que empezaba á hastiarme, y
-reflexionaba sobre la conveniencia de tomar la puerta y refugiarme entre
-sábanas cortando las hojas de un libro nuevo de favorito autor, á tiempo
-que cruzó entre el remolino del abigarrado tropel una máscara envuelta
-en amplio dominó de rica seda verde. Era la máscara de fino porte y
-trazas señoriles, cosa ya de suyo extraña en aquel baile, y noté que con
-singular insistencia clavaba en mí los ojos como si desease acercarse y
-no se atreviese, á pesar de las franquicias del antifaz. La chispa de
-las pupilas ardientes de la máscara determinó en mí un repentino
-interés, una especie de emoción de la cual me reí por dentro, pero que
-me impulsó á hendir la multitud y aproximarme á la encubierta. Al ir
-consiguiéndolo, me convencí más y más de que la del verde dominó era
-dama, y dama muy principal, y que sólo la curiosidad ó algún empeño más
-hondo, debía de haberla arrastrado á un baile de tan mal género. «Grande
-será el interés que la trajo aquí&mdash;pensé&mdash;y muy visible su posición en
-la sociedad, para que se venga así, sin la compañía de una amiga, sin el
-brazo protector de un hombre. A toda costa quiere que se ignore el
-lance; que nadie la pueda delatar.» Y al advertir que seguía mirándome,
-que sus ojos me buscaban enmedio del gentío, ocurrióseme que aquel
-interés decisivo podía ser yo.</p>
-
-<p>Con tal suposición dió un vuelco mi sangre,<span class="pagenum"><a name="page_047" id="page_047"></a>{47}</span> y jugando los codos y las
-rodillas lo mejor que supe, pugné por alcanzar á la gentil encapuchada.
-La multitud, desgraciadamente, se arremolinaba compacta y densa,
-formando viva muralla que me era imposible romper. De lejos veía asomar
-la cabeza del dominó y flotar los lazos complicados de la capucha, que
-disimulaba la forma, sin duda hechicera, de la testa juvenil; pero
-insensiblemente deslizábase hasta perderse, y el miedo de que se
-escabullese me espoleaba. Iba yo ganando terreno, mas la enmascarada me
-llevaba gran ventaja sin duda, y empecé á recelar que huía de mí, y que
-después de derramar en mi alma el veneno de sus fogosos ojos, ahora me
-evitaba, se escurría, se volvía duende para evaporarse como una
-visión... Este temor que sentí fué ardoroso incentivo del deseo de
-reunirme á la máscara. Con sobrehumano esfuerzo rompí la valla que me
-oprimía, y aprovechando un resquicio, me hallé poco distante del dominó
-verde. Sólo que este, á su vez, apretó el paso y desapareció por una de
-las puertas del salón.</p>
-
-<p>Una persecución en toda regla emprendí entonces: persecución franca,
-ardorosa, caza más bien. Anhelante, acongojado, como si realmente la
-mujer que trataba de evadirse fuese algo que me importase mucho, recorrí
-velozmente los pasadizos, las escaleras, las galerías, el <i>foyer</i>,
-buscando donde quiera á la incitante máscara. Sin duda ella había
-adivinado con sagacidad mi violento antojo, pues parecía complacerse en
-desesperarme, y si teniéndome lejos se<span class="pagenum"><a name="page_048" id="page_048"></a>{48}</span> dejaba envolver por algún grupo
-de hombres ó se paraba en actitud negligente, apenas comprendía que me
-acercaba, levantaba el vuelo con ligereza de sílfide y me desorientaba
-por medio de impensada maniobra. De improviso alegraba un palco el
-fresco color verde del dominó; yo me precipitaba, y cuando llegaba
-jadeante á la puerta del palco, la desconocida no estaba ya en él, sino
-en otro de más arriba, para subir al cual había que invertir cinco
-minutos, tiempo suficiente á que la máscara se enhebrase por un pasillo,
-saliendo enfrente de mí á buena distancia. Desalado, loco, con la
-imaginación caldeada y secas las fauces por el afán, me apresuraba,
-bajaba, subía, ponía en tensión todas las fuerzas de mi cuerpo y de mi
-espíritu sin dar alcance á la misteriosa hermosura que (ya era evidente)
-se complacía en burlarme.</p>
-
-<p>La astucia me sirvió mejor que la agilidad en este caso. Comprendiendo
-que tan aristocrático dominó no querría permanecer en el baile pasadas
-las primeras horas de la noche, y evitaría el momento de las cenas y de
-las cabezas calientes; seguro de que sólo había venido allí para
-marearme, y logrado este objeto desaparecería, adiviné que toda su
-estrategia era batirse en retirada hacia la puerta, y cortándole la
-salida la atrapaba de fijo. También supuse que saldría por el punto más
-solitario, por la puerta menos alumbrada, por la calle donde es más
-fácil saltar furtivamente dentro de un coche que espera y huir sin dejar
-rastro. Mis cálculos resultaron exactísimos. Me situé en acecho con<span class="pagenum"><a name="page_049" id="page_049"></a>{49}</span> tal
-fortuna, que al cuarto de hora de espera ví asomar á la encapuchada del
-verde dominó, la cual, mirando á uno y otro lado, como recelosa,
-exploraba el terreno. Me arrojé á cerrarla el paso, y á mis primeras
-palabras suplicantes y rendidas contestó con el chillón falsete habitual
-en las máscaras, rogándome, por Dios, que la dejase, que no me opusiese
-á su marcha y que no insistiese en acosarla así.</p>
-
-<p>La creí sincera, pero cuanto más demostraba ansia de evitarme, más
-crecía en mí la voluntad de detenerla, de que me escuchase, de que me
-mirase otra vez, de que me amase sobre todo. La vehemencia de aquel
-súbito antojo era tal, que si no fuese porque pasaba gente, creo que me
-dejo caer de rodillas á los pies del dominó. Hasta me sentí elocuente é
-inspirado, y noté que las frases acudían á mis labios incendiarias y
-dominadoras, con el acento y la expresión que presta un sentimiento
-real, aunque sólo dure minutos.</p>
-
-<p>&mdash;Si querías huir de mí&mdash;dije á la máscara estrechándola de cerca&mdash;¿por
-qué me miraste con esos ojos que me inflamaron el corazón? ¿Por qué me
-clavaste la saeta, dí, si habías de negarte á curar mi herida? ¿No estás
-viendo cómo has removido, con esa mirada sola, todo mi ser? ¿No oyes mi
-voz alterada por la emoción, no observas el trastorno de mis sentidos,
-no me ves hecho un loco? ¿No conoces que tengo fiebre? ¿No sabes que yo
-te presentía, que adivinaba tu aparición, que vine á este baile en la
-seguridad de que tu presencia lo llenaría de<span class="pagenum"><a name="page_050" id="page_050"></a>{50}</span> luz y de encanto? ¿Y crees
-que voy á dejarte escapar así, que lo consentiré, que no te seguiré
-hasta el infierno? Si no podrás irte. En tu mirada se delató el amor, y
-sigue delatándose en tu actitud, en tu agitación, máscara mía.</p>
-
-<p>Era verdad. La máscara, como fascinada, se reclinaba en la pared. Su
-cuerpo se estremecía, su seno se alzaba y bajaba precipitadamente, y al
-través de los reducidos agujeros del antifaz, ví temblar sobre el negro
-terciopelo de sus pupilas dos ardientes lágrimas. Con voz que apenas se
-oía, y en la cual también se quebraban los sollozos, murmuró lentamente,
-cual si desease grabar sus palabras para siempre en mi memoria:</p>
-
-<p>&mdash;Es cierto: sólo por acercarme á ti, por gozar de tu vista, he adoptado
-este disfraz, he cometido la locura de venir al baile. Y mira qué
-extraño caso: queriéndote así, lloro... á causa de que me dices palabras
-de amor. Por oirlas con la cara descubierta daría mi sangre. Pero tú,
-que acabas de jurar que me adoras, ahora que me ves envuelta en este
-trapo verde, tú... huirías de mí si me presentase sin careta. Me has
-perseguido, me has dado caza, sólo porque no veías mi rostro. Y ni soy
-vieja ni fea... ¡No es eso! ¡Mírame y comprenderás! ¡Mírame y después...
-ya no tendrás que volver á mirarme nunca!</p>
-
-<p>Y alzándose el antifaz, el dominó verde me enseñó la cara de mi
-abandonada, de mi rechazada, de mi desdeñada María... Aprovechando mi
-estupor, corrió, saltó al coche que la aguardaba,<span class="pagenum"><a name="page_051" id="page_051"></a>{51}</span> y al quererme
-precipitar detrás de ella, oí el estrépito de las ruedas sobre el
-empedrado.</p>
-
-<p>Desde tan triste episodio carnavalesco sé que lo único que nos trastorna
-es un trapo verde&mdash;la Esperanza, la máscara eterna, la encubierta que
-siempre huye, la que todo lo promete...&mdash;la que bajo su risueño disfraz
-oculta el descolorido rostro del viejo Desengaño.<span class="pagenum"><a name="page_052" id="page_052"></a>{52}</span></p>
-
-<h2><a name="LA_AVENTURA_DEL_ANGEL" id="LA_AVENTURA_DEL_ANGEL"></a><img src="images/ill_pg_052.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-La aventura del ángel</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">P</span>OR falta menos grave que la de Luzbel, que no alcanzó proporciones de
-<i>caída</i>, un ángel fué condenado á pena de destierro en el mundo. Tenía
-que cumplirla por espacio de un año, lo cual supone una inmensa suma de
-perdida felicidad: un año de beatitud es un infinito de goces y bienes,
-que no pueden vislumbrar ni remotamente nuestros sentidos groseros y
-nuestra mezquina imaginación. Sin embargo, el ángel, sumiso y pesaroso
-de su yerro, no chistó: bajó los ojos, abrió las alas, y con vuelo
-pausado y seguro descendió á nuestro planeta.</p>
-
-<p>Lo primero que sintió al poner en él los pies, fue dolorosa impresión de
-soledad y aislamiento. A nadie conocía, y nadie le conocía á él tampoco
-bajo la forma humana que se había visto precisado á adoptar. Y se le
-hacía pesado é intolerable, pues los ángeles ni son hoscos ni huraños,
-sino sociables en grado sumo, como<span class="pagenum"><a name="page_053" id="page_053"></a>{53}</span> que rara vez andan solos, y se
-juntan y acompañan y amigan para cantar himnos de gloria á Dios, para
-agruparse al pie de su trono, y hasta para recorrer las amenidades del
-Paraíso: además, están organizados en milicias y los une la estrecha
-solidaridad de los hermanos de armas.</p>
-
-<p>Aburrido de ver pasar caras desconocidas y gente indiferente, el ángel,
-la tarde del primer día de su castigo, salió de una gran ciudad, se
-sentó á la orilla del camino, sobre una piedra miliaria, y alzó los ojos
-hacia el firmamento que le ocultaba su patria, y que estaba á la sazón
-teñido de un verde luminoso, ligeramente franjeado de naranja á la parte
-del Poniente. El desterrado gimió, pensando cómo podría volver á la
-deleitosa morada de sus hermanos: pero sabía que una orden divina no se
-revoca fácilmente, y entre la melancolía del crepúsculo apoyó en las
-manos la cabeza, y lloró hermosas lágrimas de contrición, pues aparte
-del dolor del castigo, pesábale de haber ofendido á Dios por ser quien
-es, y por lo mucho que le amaba. Ya he cuidado de advertir, que, á pesar
-de su desliz, este ángel era un ángel bastante bueno.</p>
-
-<p>Apenas se calmó su aflicción, ocurrióle mirar hacia el suelo, y vió que
-donde habían caído las gotas de su llanto, nacían y crecían y abrían sus
-cálices con increíble celeridad muchas flores blancas, de las que llaman
-margaritas, pero que tenían los pétalos de finas perlas y el corazoncito
-de oro. El ángel se inclinó, recogió una por una las maravillosas
-flores, y las guardó cuidadosamente en un pliegue de su manto. Al
-bajarse<span class="pagenum"><a name="page_054" id="page_054"></a>{54}</span> para la recolección, distinguió en el suelo un objeto
-blanco,&mdash;un pedazo de papel, un trozo de periódico.&mdash;Lo tomó también y
-empezó á leerlo, porque el ángel de mi cuento no era ningún ignorante á
-quien le estorbase lo negro sobre lo blanco; y con gozo profundo, vió
-que ocupaban una columna del periódico ciertos desiguales renglones,
-bajo este epígrafe:</p>
-
-<p>Á UN ÁNGEL</p>
-
-<p>¡A un ángel! ¡Qué coincidencia!&mdash;Leyó afanosamente, y, por el contexto
-de la poesía, dedujo que el ángel vivía en la tierra y habitaba una casa
-en la ciudad, cuyas señas daba minuciosamente el poeta, describiendo la
-reja de la ventana tapizada de jazmín, la tapia del jardín de donde se
-desbordaban las enredaderas y los rosales, y hasta el recodo de la
-calle, con la torre de la iglesia á la vuelta. «Alguno de mis
-hermanos&mdash;pensó el desterrado&mdash;ha cometido, sin duda, otro delito igual
-al mío, y le han aplicado la misma pena que á mí. ¡Qué consuelo tan
-grande recibirá su alma cuando me vea! ¡Qué felicidad la suya, y también
-la mía, al encontrar un compañero! Y no puedo dudar que lo es. La poesía
-lo dice bien claro: que ha bajado del cielo, que está aquí, en el mundo,
-por casualidad, y teme el poeta que se vuelva el día<span class="pagenum"><a name="page_055" id="page_055"></a>{55}</span> menos pensado á su
-patria... ¡Oh ventura! A buscarle inmediatamente.»</p>
-
-<p>Dicho y hecho. El ángel se dirigió hacia la ciudad. No sabía en qué
-barrio podría vivir su hermano, pero estaba seguro de acertar pronto.
-Hasta suponía que de la casa habitada por el ángel se exhalaría un
-perfume peculiar que delatase su celestial presencia. Empezó, pues, a
-recorrer calles y callejuelas. La luna brillaba, y á su luz clarísima el
-ángel podía examinar las rejas y las tapias, y ver por cuál de ellas se
-enramaba el jazmín y se desbordaban las rosas.</p>
-
-<p>Al fin, en una calle muy solitaria, un aroma que traía la brisa hizo
-latir fuertemente el corazón del ángel; no olía á gloria, pero sí olía á
-jazmín; y el perfume era embriagador y sutil como un pensamiento
-amoroso. A la vez que percibía el perfume, divisó tras los hierros de
-una reja una cara muy bonita, muy bonita, rodeada de una aureola de pelo
-obscuro... No cabía duda; aquel era el otro ángel desterrado, el que
-debía aliviarle la pena de la soledad. Se acercó á la reja trémulo de
-emoción.</p>
-
-<p>No archivan las historias el traslado fiel de lo que platicaron al
-través de los hierros el ángel verdadero y el supuesto ángel, que
-escondía su faz entre el follaje menudo y las pálidas flores del
-fragante jazmín. Sin duda desde el primer momento, sin más
-explicaciones, se convino en que, efectivamente, era un ángel la
-criatura resguardada por la reja; habituada á oírselo llamar en verso,
-no extrañó que una vez más se le atribuyese en prosa naturaleza
-angélica.&mdash;Así es<span class="pagenum"><a name="page_056" id="page_056"></a>{56}</span> como los ripios falsean el juicio, y los poetas
-chirles hacen más daño que la langosta.</p>
-
-<p>Lo que también comprendió el ángel desterrado, fué que el otro ángel era
-doblemente desdichado que él, pues se quejaba de no poder salir de allí,
-de que le guardaban y vigilaban mucho, de que le tenían sujeto entre
-cuatro paredes, y de que su único desahogo era asomarse á aquella reja á
-respirar el aire nocturno y á echar un ratito de parrafeo. El desterrado
-prometió acudir fielmente todas las noches á dar este consuelo al
-recluso, y tan á gusto cumplió su promesa, que desde entonces lo único
-que le pareció largo fué el día, mientras no llegaba la grata hora del
-coloquio.</p>
-
-<p>Cada noche se prolongaba más, y por último, sólo cuando blanqueaba el
-alba y se apagaban las dulces estrellas, se retiraba de la reja el
-ángel, tan dichoso y anegado en bienestar sin límites, como si nadase
-todavía en la luz del Empíreo, y le asistiese la perfecta
-bienaventuranza. Sin embargo, el recluso iba mostrándose descontento y
-exigente. Sacando los dedos por la reja y cogiendo los de su amigo,
-preguntábale, con asomos de mal humor, cuándo pensaba libertarle de
-aquel cautiverio.</p>
-
-<p>El ángel, para entretenerle, fué regalándole las margaritas de corazón
-de oro y pétalos de perlas; hasta que, muy estrechado ya, hubo de decir
-que sin duda el encierro era disposición de Dios, y que no se debían
-contrariar sus decretos santos. Una carcajada burlona fué la respuesta
-del encerrado, y á la otra noche, al acudir<span class="pagenum"><a name="page_057" id="page_057"></a>{57}</span> á la reja, el ángel vió con
-sorpresa que por la puertecilla del jardín salía una figura velada y
-tapada, que un brazo se cogía de su brazo, y una voz dulce, apasionada y
-melodiosa le decía al oído: «Ya somos libres... Llévame contigo...
-escapemos pronto, no sea que me echen de menos.»</p>
-
-<p>El ángel, sobrecogido, no acertó á responder: apretó el paso y huyeron,
-no sólo de la calle, sino de la ciudad, refugiándose en el monte. La
-noche era deliciosa, del mes de Mayo: acogiéronse al pie de un árbol
-frondoso, él saboreando plácidamente, como ángel que era, la dicha de
-estar juntos; ella&mdash;porque ya habrán sospechado los lectores que se
-trataba de una mujer&mdash;nerviosa, sardónica, soltando lagrimitas y
-haciendo desplantes.</p>
-
-<p>No podía explicarse&mdash;ahora que ya no se interponía entre ellos la
-reja&mdash;cómo su compañero de escapatoria no se mostraba más vehemente,
-cómo no formaba planes de vida; cómo no hablaba de matrimonio y otros
-temas de indiscutible actualidad. Nada: allí se mantenía tan sereno, tan
-contento al parecer, extasiado, sonriendo, abrigándola con su manto de
-anchos pliegues, y mirando al cielo, lo mismo que si de la luna fuese á
-caerle en la boca algún bollo. La mujer, que empezó por extrañarse,
-acabó por indignarse y enfurecerse; alejóse algunos pasos, y como el
-ángel preguntase afectuosamente la causa del desvío, alzó la mano de
-súbito y descargó en la hermosa mejilla angélica solemne y estruendoso
-bofetón... después de lo cual rompió<span class="pagenum"><a name="page_058" id="page_058"></a>{58}</span> á correr como una loca en
-dirección de la ciudad. Y el abandonado, sin sentir el dolor ni la
-afrenta, murmuraba tristemente:</p>
-
-<p>&mdash;¡El poeta mentía! ¡No era un ángel! ¡No era un ángel!</p>
-
-<p>Al decir esto vió abrirse las nubes y bajar una legión de ángeles, pero
-de ángeles reales y efectivos, que le rodearon gozosos. Estaba
-perdonado: había vencido la mayor tentación, que es la de la mujer, y
-Dios le alzaba el destierro. Mezclándose al coro luminoso, ascendió el
-ángel al cielo, entre resplandores de gloria; pero al ascender, volvía
-la cabeza atrás para mirar á la tierra á hurtadillas, y un suspiro
-hinchaba y oprimía su corazón. Allí se le quedaba un sueño... ¡Y olía
-tan bien el jazmín de la reja!<span class="pagenum"><a name="page_059" id="page_059"></a>{59}</span></p>
-
-<h2><a name="EL_FANTASMA" id="EL_FANTASMA"></a><img src="images/ill_pg_059.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-El fantasma</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">C</span>UANDO estudiaba carrera mayor en Madrid, todos los jueves comía en casa
-de mis parientes lejanos los señores de Cardona, que desde el primer día
-me acogieron y trataron con afecto sumo. Marido y mujer formaban
-marcadísimo contraste: él era robusto, sanguíneo, franco, alegre,
-partidario de las soluciones prácticas; ella pálida, nerviosa,
-romántica, perseguidora del ideal. El se llamada Ramón; ella llevaba el
-anticuado nombre de Leonor. Para mi imaginación juvenil, representaban
-aquellos dos seres la prosa y la poesía.</p>
-
-<p>Esmerábase Leonor en presentarme los platos que me agradaban, mis
-golosinas predilectas, y con sus propias manos me preparaba, en bruñida
-cafetera rusa, el café más fuerte y aromático que un aficionado puede
-apetecer. Sus dedos largos y finos me ofrecían la taza de porcelana
-<i>cáscara de huevo</i>, y mientras yo paladeaba la<span class="pagenum"><a name="page_060" id="page_060"></a>{60}</span> deliciosa infusión, los
-ojos de Leonor, del mismo tono obscuro y caliente á la vez que el café,
-se fijaban en mí de un modo magnético. Parecía que deseaban ponerse en
-estrecho contacto con mi alma.</p>
-
-<p>Los señores de Cardona eran ricos y estimados. Nada les faltaba de
-cuanto contribuye á proporcionar la suma de ventura posible en este
-mundo. Sin embargo, yo dí en cavilar que aquel matrimonio entre personas
-de tan distinta complexión moral y física, no podía ser dichoso.</p>
-
-<p>Aunque todos afirmaban que á Don Ramón Cardona le rebosaba la bondad y á
-su mujer el decoro, para mí existía en su hogar un misterio. ¿Me lo
-revelarían las pupilas color café?</p>
-
-<p>Poco á poco, jueves tras jueves, fui tomándome un interés egoísta en la
-solución del problema. No es fácil á los veinte años permanecer
-insensible ante ojos tan expresivos, y ya mi tranquilidad empezaba á
-turbarse y á flaquear mi voluntad. Después de la comida, el señor de
-Cardona salía; iba al casino ó á alguna tertulia, pues era sociable, y
-nos quedábamos Leonor y yo de sobremesa, tocando el piano, comentando
-lecturas, jugando al ajedrez ó conversando. A veces, las vecinas del
-segundo bajaban á pasar un ratito; otras estábamos solos hasta las once,
-hora en que acostumbraba á retirarme, antes de que cerrasen la puerta.
-Y, con fatuidad de muchacho, pensaba que era bien ridículo que no
-tuviese D. Ramón Cardona celos de mí.</p>
-
-<p>Una de las noches en que no bajaron las vecinas,&mdash;noche de Mayo, tibia y
-estrellada,&mdash;estando<span class="pagenum"><a name="page_061" id="page_061"></a>{61}</span> el balcón abierto y entrando el perfume de las
-acacias á embriagarme el corazón, me tentó el diablo más fuerte, y
-resolví declararme. Ya balbuceaba entrecortadas palabras, no
-precisamente de pasión, pero de adhesión, rendimiento y ternura, cuando
-Leonor me atajó diciéndome que estaba tan cierta de mi leal amistad, que
-deseaba confiarme algo muy grave, el terrible secreto de su vida.
-Suspendí mis confesiones para oir las de la dama, y me fué poco grato
-escuchar de sus labios, trémulos de vergüenza, la narración de un
-episodio amoroso. «Mi único remordimiento, mi único yerro&mdash;murmuró
-acongojada doña Leonor&mdash;se llama el marqués de Cazalla. Es, como todos
-saben, un perdido y un espadachín. Tiene en su poder mis cartas,
-escritas en momentos de delirio. Por recogerlas, no sé qué daría.» Y vi,
-á la luz de los brilladores astros, que se deslizaba de las pupilas
-obscuras una lágrima lenta...</p>
-
-<p>Al separarme de Leonor, llevaba formado propósito de ver al marqués de
-Cazalla al día siguiente. Mi petulancia juvenil me dictaba tal
-resolución. El Marqués, á quien hice pasar mi tarjeta, me recibió al
-punto en artístico <i>fumoir</i>, y á las primeras palabras relativas al
-asunto que motivaba mi visita, se encogió de hombros y pronunció
-afablemente:</p>
-
-<p>&mdash;No me sorprende el paso que usted da, pero le ruego que me crea, y le
-empeño palabra de honor de que es la pura verdad cuanto voy á decirle.
-Considero el caso de la señora de Cardona el más raro que en mi vida me
-ha sucedido.<span class="pagenum"><a name="page_062" id="page_062"></a>{62}</span> No sólo no poseo ni he poseído jamás los documentos á que
-esa señora se refiere, sino que no he tenido nunca el gusto...&mdash;porque
-gusto sería&mdash;de tratarla... ¡Repito que lo afirmo bajo palabra de honor!</p>
-
-<p>Era tan inverosímil la respuesta, que no obstante el tono de sinceridad
-absoluta del Marqués, yo puse cara escéptica, quizás hasta insolente.</p>
-
-<p>&mdash;Veo que no me cree usted&mdash;añadió el Marqués entonces.&mdash;No me doy por
-ofendido. Lo descontaba. Podrá usted dudar de mi palabra, pero ni usted
-ni nadie tiene derecho á suponer que soy hombre que rehuye, por medio de
-subterfugios, un lance personal. Si lo que busca usted es pendencia, me
-tiene á su disposición. Sólo le suplico que antes de resolver esta
-cuestión de un modo ó de otro, consulte... al señor de Cardona. He dicho
-<i>al señor</i>. No me mire usted con esos ojos espantados... Oigame hasta
-que termine. Doña Leonor Cardona, que según opinión general es una
-señora honradísima, ha debido de padecer una pesadilla y soñar que
-teníamos relaciones, que nos veíamos, que me había escrito, etc. Bajo el
-influjo de ilusorios remordimientos, le ha contado á su marido <i>todo</i>...
-es decir, <i>nada</i>... pero <i>todo</i> para ella; y el marido ha venido aquí,
-como usted, sólo que más enojado, naturalmente, á pedirme cuentas, á
-querer beber mi sangre. Si yo no la tuviese bastante fría, á estas horas
-pesa sobre mi conciencia el asesinato de Cardona..., ó él me habría
-matado á mí (no digo que no pudiese suceder). Por fortuna<span class="pagenum"><a name="page_063" id="page_063"></a>{63}</span> no me aturdí,
-y preguntando á Cardona las épocas en que su esposa afirmaba que habían
-tenido lugar nuestras entrevistas criminales, pude demostrarle de un
-modo fehaciente que á la sazón me encontraba yo en París, en Sevilla ó
-en Londres. Con igual facilidad le probé la inexactitud de otros datos
-aducidos por doña Leonor. Así es que el señor Cardona, muy confuso y
-asombrado, tuvo que retirarse pidiéndome excusas. Si usted me pregunta
-cómo me explico suceso tan extraordinario, le diré que creo que esa
-señora, á quien después he procurado conocer (por la memoria de mi madre
-le juro á usted que antes, ni de vista...!), sufre alguna enfermedad
-moral..., y ha tenido una visión...; vamos, que se le ha aparecido un
-espectro de amor..., y ese espectro ¡vaya usted á saber por qué! ha
-tomado mi forma. Y no hay más... No se admire usted tanto. Dentro de
-diez años, si trata usted algunas mujeres, se habituará á no admirarse
-casi de nada.</p>
-
-<p>Salí de casa del marqués en un estado de ánimo indefinible. No había
-medio de desmentirle, y al mismo tiempo la incredulidad persistía.
-Impresionado, no obstante, por las firmes y categóricas declaraciones
-del <i>dandy</i>, me dediqué desde aquel punto, no á cortejar á Leonor, sino
-á observar á Cardona. Procuré hablarle mucho, hacerle hablar, y fuí
-sacando, hilo por hilo, conversaciones referentes á la fidelidad
-conyugal, á los lances que pueden originar un error, á las alucinaciones
-que á veces sufrimos, á los estragos que causa la fantasía... Por fin,<span class="pagenum"><a name="page_064" id="page_064"></a>{64}</span>
-un día, como al descuido, dejé deslizar en el diálogo el nombre del
-marqués de Cazalla y una alusión á sus conquistas... Y entonces Cardona,
-mirándome cara á cara, con gesto entre burlón y grave, preguntó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué? ¿Ya te han enviado allá á ti también? ¡Pobrecilla Leonor, está
-visto que no tiene cura!</p>
-
-<p>No necesité más para confesar de plano mis gestiones, y Cardona,
-sonriendo, aunque algo alterada su sonora voz, me dijo:</p>
-
-<p>&mdash;Has de saber que cuando fuí á casa del marqués de Cazalla, ya llevaba
-yo ciertos barruntos y sospechas de la alucinación de Leonor, de la cual
-me convencí plenamente después. Si bien no parezco celoso, y hasta se
-diría que me pierdo por confiado, he vigilado á Leonor siempre, porque
-la quiero mucho, y en ninguna época hubiese podido ella cometer, sin que
-yo me enterase, los delitos de que se acusaba. Comprendí que se trataba
-de una fantasmagoría, de un sueño, y me resigné á la hipótesis de una
-falta imaginaria... ¡Quién sabe si ese fantasma de pasión y
-arrepentimiento la sirve de escudo contra la realidad! Lo que te aseguro
-es que Leonor, viviendo yo, nunca saldrá de la región de los
-fantasmas... ¡Y no volvamos á hablar de esto en la vida!</p>
-
-<p>Aproveché el aviso, y de allí en adelante evité quedarme á solas con
-Leonor, y hasta fijar la mirada en sus obscuros ojos, nublados por la
-quimera.<span class="pagenum"><a name="page_065" id="page_065"></a>{65}</span></p>
-
-<h2><a name="LA_PERLA_ROSA" id="LA_PERLA_ROSA"></a><img src="images/ill_pg_065.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-La perla rosa</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">S</span>ÓLO el hombre que de día se encierra y vela muchas horas de la noche
-para ganar con qué satisfacer los caprichos de una mujer querida (díjome
-en quebrantada voz mi infeliz amigo) comprenderá el placer de juntar á
-escondidas una regular suma, y así que la redondea, salir á invertirla
-en el más quimérico, en el más extravagante é inútil de los antojos de
-esa mujer. Lo que ella contempló á distancia como irrealizable sueño, lo
-que apenas hirió su imaginación con la punzada de un deseo loco, es lo
-que mi iniciativa, mi laboriosidad y mi cariño van á darla dentro de un
-instante... y ya creo ver la admiración en sus ojos, y ya me parece que
-siento sus brazos ceñidos á mi cuello, para estrecharme con delirio de
-gratitud.</p>
-
-<p>Mi único temor, al echarme á la calle con la cartera bien lastrada y el
-alma inundada de júbilo, era que el joyero hubiese despachado ya<span class="pagenum"><a name="page_066" id="page_066"></a>{66}</span> las
-dos encantadoras perlas color de rosa que tanto entusiasmaron á Lucila
-la tarde que se detuvo, colgada de mi brazo, á golosinear con los ojos
-el escaparate. Es tan difícil reunir dos perlas de ese raro y peregrino
-matiz, de ese hermoso oriente, de esa perfecta forma globulosa, de esa
-igualdad absoluta, que juzgué imposible que alguna señora antojadiza
-como mi mujer, y más rica, no las encerrase ya en su guardajoyas. Y me
-dolería tanto que así hubiese sucedido, que hasta me latió el corazón
-cuando vi sobre el limpio cristal, entre un collar magnífico y una
-cascada de brazaletes de oro, el fino estuche de terciopelo blanco donde
-lucían misteriosamente las dos perlas rosa orladas de brillantes.</p>
-
-<p>Aunque iba preparado á que me hiciesen pagar el capricho, me desconcertó
-el alto precio en que el joyero tasaba las perlas. Todas mis economías,
-y un pico, iban á invertirse en aquel par de botoncitos, no más gruesos
-que un garbanzo chiquitín. Me asaltó la duda&mdash;¡soy tan poco experto en
-compras de lujo!&mdash;de si el joyero pretendería explotar mi ignorancia
-pidiéndome, sólo por pedir, un disparate, creyendo tal vez que mi pelaje
-no era el de un hombre capaz de adquirir dos perlas rosa. A tiempo que
-pensaba así, observé, al través del alto y diáfano vidrio de la tienda,
-que pasaba por la acera mi antiguo condiscípulo y mejor amigo Gonzaga
-Llorente. Ver su apuesta figura y salir á llamarle fué todo uno. ¿Quién
-mejor para ilustrarme y aconsejarme que el elegante Gonzaga, tan al
-corriente<span class="pagenum"><a name="page_067" id="page_067"></a>{67}</span> de la moda, tan lanzado al mundo, tan bien relacionado, que
-cada visita que hacía á nuestra modesta y burguesa casa&mdash;y hacía
-bastantes desde algún tiempo acá&mdash;yo la estimaba como especialísima
-prueba de afecto?</p>
-
-<p>Manifestando cordial sorpresa, Gonzaga se volvió y entró conmigo en la
-joyería, enterándose del asunto. Inmediatamente se declaró admirador de
-las perlas rosa, y añadió que sabía que andaban bebiendo los vientos por
-adquirirlas ciertas empingorotadas señoras, entre las cuales citó á dos
-ó tres de altisonantes títulos. En un discreto aparte me aseguró que el
-precio que exigía el joyero no tenía nada de excesivo, en atención á la
-singularidad de las perlas. Y como yo recelase aún, molestado por el
-piquillo que en aquel momento no me era posible abonar, Gonzaga, con su
-simpática franqueza, abrió la cartera y me entregó varios billetes,
-bromeando y jurando que si yo no admitiese tan pequeño servicio, en
-todos los días de su vida volvería á mirarme á la cara. ¡Qué miserables
-somos! No debí aceptar el préstamo; no debí llevar á mi casa sino lo que
-pudiese pagar al contado... pero la pasión me dominaba, y hubiese besado
-de rodillas la mano que me ofrecía medio de satisfacerla. Convinimos en
-que Gonzaga almorzaría con nosotros al día siguiente, en celebración del
-estreno de las perlas rosa, y con el estuche en el bolsillo me dirigí á
-mi casa disparado; quisiera tener alas.</p>
-
-<p>Lucila trasteaba cuando yo entré, y al verme plantado delante de ella,
-diciéndola con cara<span class="pagenum"><a name="page_068" id="page_068"></a>{68}</span> de beatitud «Regístrame», comprendió y murmuró
-«Regalo tenemos». Viva y traviesa (¡su manera de ser!) revolvió mis
-bolsillos haciéndome cosquillas deliciosas, hasta acertar con el
-estuche. El grito que exhaló al ver las perlas, es de eso que no se
-olvida jamás. En la efusión de su agradecimiento, me sobó la cara y
-hasta me besó... ¡Puede que en aquel instante me quisiese un poco! No
-acertaba á creer que joya tan codiciada y espléndida fuese suya; no
-podía convencerse de que iba á ostentarla. Y yo mismo, desabrochando los
-sencillos aretes de oro que Lucila llevaba puestos, enganché las perlas
-rosa en las orejitas pequeñas, encendidas de placer. Me hace mucho daño
-acordarme estas tonterías, pero me acuerdo siempre.</p>
-
-<p>Al otro día, que era domingo, almorzó en casa Gonzaga y estuvimos todos
-bulliciosos y decidores. Lucila se había puesto el vestido de seda gris,
-que la sentaba muy bien, y una rosa en el pecho,&mdash;una rosa del mismo
-color de las perlas.&mdash;Gonzaga nos convidó al teatro y nos llevó á Apolo,
-á una función alegre, en que sin tregua nos reimos. Al otro día volví
-con afán á mis quehaceres, pues deseaba saldar cuanto antes el pico,
-resto de las perlas. Regresé á mi casa á la hora de costumbre, y al
-sentarme á la mesa, mi primera mirada fué para las orejas de Lucila. Dí
-un salto y lancé una interjección al ver que faltaba del diminuto cerco
-de brillantes una de las perlas rosa.</p>
-
-<p>&mdash;¡Has perdido una perla!&mdash;exclamé.</p>
-
-<p>&mdash;¿Cómo una perla?&mdash;tartamudeó mi mujer<span class="pagenum"><a name="page_069" id="page_069"></a>{69}</span> echando mano á sus orejas y
-palpando los aretes.&mdash;Al ver que era cierto, quedóse tan aterrada, que
-me alarmé, no ya por la perla, sino por el susto de Lucila.</p>
-
-<p>&mdash;Calma&mdash;la dije.&mdash;Busquemos, que parecerá.</p>
-
-<p>Excuso decir que empezamos á mirar y registrar por todas partes,
-recorriendo la alfombra, sacudiendo las cortinas, alzando los muebles,
-escudriñando hasta cajones que Lucila afirmaba no haber abierto desde un
-mes antes. A cada pesquisa inútil, los ojos de Lucila se arrasaban de
-lágrimas. Mientras revolvíamos, se me ocurrió preguntarla:</p>
-
-<p>&mdash;¿Has salido esta tarde?</p>
-
-<p>&mdash;Sí... creo que sí...&mdash;respondió titubeando.</p>
-
-<p>&mdash;¿A dónde?</p>
-
-<p>&mdash;A varios sitios... es decir... Fuí... por ahí... á compras...</p>
-
-<p>&mdash;Pero... ¿á qué tiendas?</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué sé yo! A la calle de Postas... á la plazuela del Angel... á la
-Carrera...</p>
-
-<p>&mdash;¿A pie ó en coche?</p>
-
-<p>&mdash;A pie... Luego tomé un cochecillo.</p>
-
-<p>&mdash;¿No recuerdas el punto... el número?</p>
-
-<p>&mdash;¿Cómo quieres que lo recuerde? ¡Válgame Dios! Si era un coche que
-pasaba&mdash;objetó nerviosamente Lucila, que rompió á sollozar con amargura.</p>
-
-<p>&mdash;Pero las tiendas sí las recordarás... Dímelas, que iré una por una, á
-ver si en el suelo ó en el mostrador... Pondremos anuncios...</p>
-
-<p>&mdash;¡Si no me acuerdo! ¡Por Dios, déjame en paz!&mdash;exclamó tan afligida,
-que no me atreví á<span class="pagenum"><a name="page_070" id="page_070"></a>{70}</span> insistir, y preferí aguardar á que se calmase.</p>
-
-<p>Pasamos una noche de inquietud y desvelo; oí á Lucila suspirar y dar
-vueltas en la cama, como si no consiguiese dormir. Yo, entretanto,
-discurría modos de recuperar la perla rosa. Levantéme temprano, me
-vestí, y á las ocho llamaba á la puerta de Gonzaga Llorente. Había oído
-decir que la policía, en casos especiales, averigua fácilmente el
-paradero de los objetos perdidos ó robados, y esperaba que Gonzaga, con
-su influencia y sus altas relaciones, me ayudaría á emplear este supremo
-recurso.</p>
-
-<p>&mdash;El señorito está durmiendo, pero pase usted al gabinete, que dentro de
-diez minutos le entraré el chocolate y preguntaré si puede usted
-verle&mdash;dijo el criado, al notar mi insistencia y mi premura.</p>
-
-<p>Me avine á esperar. El criado abrió las maderas del gabinete, en cuyo
-ambiente flotaban esencias y olor de cigarro. ¡Cuando pienso en lo
-distinta que sería mi suerte si aquel criado me hace pasar
-inmediatamente á la alcoba...!</p>
-
-<p>Lo cierto es... que al primer alegre rayo de sol que cruzó las
-vidrieras, y antes de que el criado me dijese «tome usted asiento», yo
-había visto brillar sobre el ribete de paño azul de la piel de oso
-blanco, tendida al pie del muelle diván turco, ¡la perla, la perla rosa!</p>
-
-<p>Si esto que me sucedió le sucede á usted, y usted me pregunta qué debe
-hacerse en tales circunstancias, yo respondo de seguro con gran energía:
-«Coger una espada de la panoplia que supera el diván, y atravesársela
-por el pecho al<span class="pagenum"><a name="page_071" id="page_071"></a>{71}</span> que duerme ahí al lado, para que nunca más despierte.»</p>
-
-<p>¿Sabe usted lo que hice? Me bajé; recogí la perla; la guardé en el
-bolsillo; salí de aquella casa; subí á la mía; encontré á mi mujer
-levantada y muy desencajada; la miré, y no la ahogué; con voz tranquila
-la ordené que se pusiese los pendientes; saqué la perla del bolsillo...
-y cogiéndola entre dos dedos, la dije: «Aquí está lo que perdiste. ¿Qué
-tal, lo encontré pronto?»</p>
-
-<p>Es cierto que al acabar me dió no sé qué arrechucho ó qué vértigo de
-locura; eché mano á aquellas orejas diminutas, arranqué de ellas los
-pendientes, y todo lo pisoteé. Por fortuna, pude dominarme en el acto...
-y bajar la escalera y refugiarme en el café más próximo, donde pedí
-<i>cognac</i>...</p>
-
-<p>¿Que si he vuelto á ver á Lucila?... Una vez... Iba del brazo de <i>otro</i>,
-que ya no era Gonzaga. Por cierto que me fijé en que el lóbulo de la
-oreja izquierda lo tiene partido. Sin duda se lo rasgué yo...
-involuntariamente.<span class="pagenum"><a name="page_072" id="page_072"></a>{72}</span></p>
-
-<h2><a name="UN_PARECIDO" id="UN_PARECIDO"></a><img src="images/ill_pg_072.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Un parecido</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">N</span>O hay discusión más baldía que la de la hermosura. Mil veces la
-entablamos, en aquella especie de senadillo de gentes al par
-desengañadas y curiosas, donde se agitaban tantos problemas á un tiempo
-atractivos é insolubles; y siempre,&mdash;aunque no escaseaban las
-disertaciones,&mdash;quedábamos en mayor confusión. Uno sostenía que la
-belleza era la corrección de líneas; otro, que la armonía del color;
-éste, que la fusión de ambos elementos; aquél, que la juventud; el de
-más allá, que la salud y robustez, ó el donaire, chiste y garabato, ó el
-arte del tocador, ó la melodía de la voz, y hasta hubo alguno que
-identificó la belleza con la bondad y con la inteligencia... Y el
-original de Donato Abreu, que solía escuchar callando, al fin se
-descolgó con la sentencia siguiente:&mdash;La belleza no es nada.<span class="pagenum"><a name="page_073" id="page_073"></a>{73}</span></p>
-
-<p>Acostumbrados á sus salidas, callamos para ver cómo se desenredaba, y
-fué así:</p>
-
-<p>&mdash;No es nada, nada absolutamente. Si nos ataca á los presentes una
-oftalmía, se acabaron líneas, colores, aire de salud, juventud,
-adorno... Todo eso estaba en nuestra retina... y en ninguna parte más.</p>
-
-<p>&mdash;¡Vaya una gracia!&mdash;exclamamos.&mdash;Si empieza usted por dejarnos
-ciegos...</p>
-
-<p>&mdash;Es que lo están ustedes ya cuando tienen por realidad lo que no existe
-fuera de nosotros. ¡Déjenme continuar! Yo aduciré ejemplos. Ante todo,
-¿supongo que se trata de la belleza femenil?</p>
-
-<p>&mdash;¡Ah, pícaro!&mdash;protestó el escultor.&mdash;¡Se refugia usted ahí... porque
-es donde menos refutación tienen sus herejías! A los escultores no vale
-cegarnos: acuérdese usted de aquel que privado de la vista admiraba con
-las yemas de los dedos el torso de una estatua griega...</p>
-
-<p>&mdash;¡Bah! Tampoco ustedes reconocen ley fija, tipo inalterable... La
-<i>Venus dormida en su concha</i>, que presentó usted hace dos años y se
-llevó la medalla, no se asemeja á la Venus clásica, y no por eso deja de
-ser hermosa... es decir, de parecerlo... Pero no nos salgamos del
-terreno general, porque el arte es patrimonio de pocos. ¿Hablábamos de
-mujeres, sí ó no?</p>
-
-<p>&mdash;¿De mujeres? ¡Siempre!&mdash;afirmó el vizconde de Tresmes, el cual, según
-malas lenguas, tenía un pasado asaz borrascoso.&mdash;¿Qué otra<span class="pagenum"><a name="page_074" id="page_074"></a>{74}</span> cosa merece
-la pena de discutirse en este mundo?</p>
-
-<p>&mdash;Entonces, pleito ganado&mdash;insistió Donato recalcándose en la
-butaca.&mdash;¿Sostienen ustedes que la hermosura de determinada mujer es la
-causa de los sentimientos especiales que esa mujer nos inspira?</p>
-
-<p>&mdash;¿Pues qué había de ser?&mdash;repuso Tresmes.&mdash;¿Su fealdad? O es hermosa, ó
-hermosa la creemos, y de esa belleza nos enamoramos... más ó menos...
-¡que en eso cabe una escala infinita de grados y matices!</p>
-
-<p>&mdash;Oigan&mdash;suplicó Donato&mdash;no mis razones, sino la historia muy verdadera
-de un amigo mío que se ha muerto en el extranjero, porque no logrando
-aliviarse de un delirio amoroso, se dedicó á viajar, y en Roma una
-fiebre palúdica&mdash;lo que allí conocen por <i>malaria</i>&mdash;le curó de la
-enfermedad de vivir...</p>
-
-<p>Mi amigo era el hijo de segundas nupcias de un señor bastante rico; los
-otros, fruto del primer tálamo, le adoraban, y le ampararon como padres,
-cuando todos quedaron huérfanos. Casóse el mayor de sus hermanos con una
-señorita llamada Jacinta, y mi amigo&mdash;Marcelo le diremos, por no
-divulgar su verdadero nombre&mdash;fué á vivir á Madrid con el nuevo
-matrimonio, para terminar la carrera de arquitecto. Era <i>muy bella</i> la
-cuñadita Jacinta&mdash;ya ven ustedes que me sirvo del lenguaje usual&mdash;y
-Marcelo, un día tras otro, confianza va y halago viene, se prendó de
-Jacinta con la pasión más tirana. Cuando comprendió su estado, cuando<span class="pagenum"><a name="page_075" id="page_075"></a>{75}</span>
-interpretó su afán, se horrorizó de una inclinación tan culpable y se
-propuso esconderla, como se esconde la mancha y la vergüenza, y no dejar
-asomar por ningún resquicio ni reflejos de la hoguera que le consumía la
-médula de los huesos. Y hubiese cumplido su propósito, á no suceder cosa
-más terrible aún: que la señora, objeto de tan reprobable afición&mdash;ó
-porque la adivinó ó porque se contagió con ella sin adivinarla&mdash;al cabo
-dió en padecer del mismo achaque, y, menos cauta, lo descubrió con
-indicios tan claros, que Marcelo, sintiéndose débil y vencido antes de
-pelear, apeló á poner tierra en medio... Dijo á su hermano que se
-encontraba enfermo&mdash;y esto no era sino relativa mentira&mdash;y que
-necesitaba respirar, por receta del médico, aires puros, aires de campo;
-y el hermano, solícito y compadecido, le envió á un cortijo que había
-heredado de su suegro, y que por encontrarse en lo más florido y
-frondoso de la serranía de Córdoba y ser entonces el mes de Abril, debía
-de estar convertido en vergel delicioso.</p>
-
-<p>&mdash;Habrá comodidad suficiente para ti&mdash;advirtió&mdash;porque el padre de mi
-Jacinta tenía cariño á ese sitio y lo visitaba de vez en cuando, aunque
-Jacinta nunca ha puesto allí los pies, ni yo tampoco. He oído susurrar
-no sé qué de la mujer del capataz...; ¡pero si se creyese cuanto se oye!
-En fin, lo esencial es que no te faltarán ropas ni muebles... Y si algo
-te falta, pídelo en seguida.</p>
-
-<p>Marchó Marcelo asaz desesperado á su Tebaida,<span class="pagenum"><a name="page_076" id="page_076"></a>{76}</span> y el capataz le recibió
-con agasajo, encargando á su hija, mocita como de veinte años de edad,
-que sirviese y atendiese al forastero. ¡Imagínense la conmoción que
-sufriría éste, cuando, al fijar los ojos en el rostro de la hija del
-capataz, vió en él una copia perfectísima, un acabado trasunto del de
-Jacinta! Era semejanza, no sólo de facciones, sino de expresión, modales
-y gesto, y&mdash;lo que más turbó á Marcelo&mdash;hasta de metal de voz, con un
-ceceo andaluz que hacía encantador el de Manuelita la
-cortijera.&mdash;Reconoció el enamorado los negros ojos que llevaba clavados
-en el corazón, el talle cuyas ondulaciones le causaban vértigos, el
-color quebrado de la suave tez, que le enloquecía, y acordándose de las
-indicaciones de su hermano acerca de la mujer del capataz, no se asombró
-de encontrar una nueva Jacinta en la sierra. Al pasar días fue notando
-que la serrana poseía mil cualidades preciosas: limpia, fina á su modo,
-viva y lista como nadie; ya alegre, ya melancólica; oportuna en
-replicar, aguda en comprender, sensible á ratos y arisca á tiempo, sabía
-además rasguear la guitarra y entonar el polo con un salero que quitaba
-el sentido. Marcelo, embelesado, pensó que la misma Providencia le
-deparaba tan sabroso remedio á sus enfermedades morales, y se dedicó á
-la serrana, galanteándola y persiguiéndola sin tregua, á favor de
-aquella libertad que da el campo y de las rodadas ocasiones que brinda
-el vivir bajo un techo mismo. Manuelita se defendió; pero al cabo fue
-ablandándose, y consintió en acudir<span class="pagenum"><a name="page_077" id="page_077"></a>{77}</span> á una reja baja, donde sin peligro
-para su recato podía conversar largamente con Marcelo. Mas lo que suele
-costar trabajo en estas lides es el primer triunfo, que los restantes
-vienen fatalmente á su hora, y Manuelita, aunque se hizo muy de rogar,
-acabó por conceder á Marcelo que una noche, en vez de hablarse por la
-reja, se hablasen dentro del aposento que la reja defendía...</p>
-
-<p>El narrador se detuvo un instante, como preparando el efecto de lo que
-le faltaba por contar.</p>
-
-<p>&mdash;Marcelo entró en aquel cuarto temblando de gozo, paladeando con la
-imaginación el bien que esperaba. No se había atrevido Manuelita á
-encender luz, pero la de la luna entraba á oleadas por la reja&mdash;en la
-cual se apoyaba la muchacha ruborizada y acaso medio arrepentida ya&mdash;y
-alumbraba de lleno su rostro, haciéndolo parecer más descolorido, del
-tono de los jazmines que lucía apiñados en el negro rodete. Marcelo se
-adelantó como el que camina en sueños, y al aproximarse á Manuelita, al
-rodear con los brazos el talle curvo que se doblegaba, al respirar con
-los labios el perfume de las blancas flores tan próximas á la mejilla
-fresca y á la garganta tornátil, su boca exhaló, entre hondo suspiro, un
-nombre... ¡el nombre de <i>Jacinta</i>! Y al oirse, al repetir
-involuntariamente tal nombre, espantado, como si viese á una sierpe, se
-desprendió, retrocedió, se tambaleó y al fin huyó, subiendo la escalera
-á tientas y encerrándose en su dormitorio... donde<span class="pagenum"><a name="page_078" id="page_078"></a>{78}</span> pasó la noche entre
-remordimientos y lágrimas, para salir á la madrugada camino de Córdoba,
-y desde Córdoba á París...&mdash;¿Comprenden ustedes el motivo de la conducta
-de Marcelo?</p>
-
-<p>&mdash;Que para él sólo existía Jacinta; Manuelita no había existido nunca,
-sino por la pasajera realidad que le comunicó su parecido con <i>la
-otra</i>...&mdash;respondimos algo impresionados, reflexionando á pesar nuestro.</p>
-
-<p>&mdash;Exactamente... Veo que son ustedes perspicaces... Al pensar Marcelo
-que se libertaba de su criminal pasión, lo que hacía era recaer en ella
-de plano, satisfacerla, entregarse... ¿Y la belleza? Tan guapa era
-Manuela la cortijerita, como Jacinta la dama. ¡Acaso más!</p>
-
-<p>&mdash;Marcelo se me figura demasiado idealista&mdash;indicó Tresmes en tono
-desdeñoso.</p>
-
-<p>&mdash;Todos lo somos...&mdash;declaró Donato.&mdash;Y la belleza, una idea, unas gotas
-de ilusión, para <i>uso interno</i>...<span class="pagenum"><a name="page_079" id="page_079"></a>{79}</span></p>
-
-<h2><a name="MEMENTO" id="MEMENTO"></a><img src="images/ill_pg_079.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Memento</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">E</span>L recuerdo más vivaz de mis tiempos estudiantiles&mdash;dijo el doctor
-sonriendo á la evocación&mdash;no es el de varios amorcillos y lances
-parecidos á los que puede contar todo el mundo, ni el de ciertas
-mejillas bonitas cuyas rosas embalsamaron mis sueños. Lo que no olvido,
-lo que á cada paso veo con mayor relieve, es... la tertulia de mi tía
-Gabriela, doncella machucha, á quien acompañaban todas las tardes otras
-tres viejas apolilladas, igualmente aspirantes á la palma sobre el
-ataud.</p>
-
-<p>Reuníanse las cuatro, según he dicho, por la tarde&mdash;pues de noche las
-cohibían miedos, achaques y devociones&mdash;en el gabinetito, desde cuyas
-ventanas se divisaban los ricos ajimeces góticos y los altos muros de la
-Catedral; y yo solía abandonar el paseo&mdash;á tal hora lleno de muchachas
-deseosas de escuchar piropos&mdash;para encerrarme entre aquellas cuatro
-paredes<span class="pagenum"><a name="page_080" id="page_080"></a>{80}</span> vestidas de un papel rameado que fué verde y ya era blancuzco,
-sentarme en la butaca de fatigados muelles, anchota y blandufa, al cabo
-también anciana, y recibir de una mano diminuta, seca, cubierta por la
-rejilla de un mitón negro, palmadita suave en el hombro, mientras una
-cascada voz murmuraba: «Hola, ¿ya viniste, calamidad? Hoy se muere de
-gozo Candidita».</p>
-
-<p>De las solteronas, Candidita era la más joven, pues no había cumplido
-los sesenta y tres. Según las crónicas de los remotos días en que
-Candidita lozaneaba, jamás descolló por su belleza. Siempre tuvo el ojo
-izquierdo algo caído y las espaldas encorvadas en demasía. Lo que en
-ella pudo agradar fué su seráfica condición. Poseía Candidita, en
-relación con su nombre de pila, alta dosis de credulidad y buena fe.
-Cuanta paparrucha inverosímil se me antojase inventar, la tragaba
-Candidita sin esfuerzo; en cambio no había quien la convenciese de la
-realidad de picardía ninguna. Su alma rechazaba la maledicencia como se
-rechaza un elemento extraño, de imposible asimilación. Yo me divertía
-infinito disputando con Candidita cuando se negaba á dar crédito á
-maldades notorias... y al hacerlo, sentía germinar en mi corazón una
-especie de ternura, un misterioso respeto por la inocente, que sin
-quitarse su traje de merino negro y sus zapatos de oreja, subiría al
-cielo al momento menos pensado.</p>
-
-<p>Mi tía Gabriela, en cambio, era sagaz, lista<span class="pagenum"><a name="page_081" id="page_081"></a>{81}</span> como una pimienta. Su vida
-retirada, en una soñolienta ciudad de provincia, la impedía conocer á
-fondo el mundo, y quizás exageraba las trastadas y gatuperios que en él
-se cometen, pero acercándose á la realidad y juzgando mil veces con
-maligno acierto. Preciada de su linaje, con pergaminos y sin talegas, la
-tía Gabriela era una señora á la vez modesta é imponente, chapada á la
-antigua, de alma más enhiesta que un lanzón; las otras tres solteronas
-parecían sus damas de honor, antes que sus amigas.</p>
-
-<p>Doña Aparición era la curiosidad de aquel museo arqueológico. Hermosa y
-mundana en sus verdores, conservaba, á los setenta y seis, golpes de
-coquetería y manías de adorno que hacían fruncir los labios á mi tía
-Gabriela, tan majestuosa con su liso hábito del Carmen. El peluquín de
-doña Aparición, con bucles y sortijillas de un rubio angelical; su
-calzado estrecho; sus guantes claros de ocho botones; sus trajes de seda
-á rayas verde y rosa; sus abanicos de gasa azul, y el grupo de flores
-artificiales que prendía graciosamente su mantilla, nos daban harto que
-reir.</p>
-
-<p>Como estaba semiciega y casi sorda y la vestía su fámula, á lo mejor
-traía la peluca del revés, ó en la nariz el toque de carmín de las
-mejillas, ó los guantes uno lila y otro pajizo; y como padecía de gota,
-el cepo de las botitas prietas llegaba á mortificarla tanto, que mi tía
-la prestaba unas holgadas pantuflas. En caso tal exclamaba
-infaliblemente doña Aparición:<span class="pagenum"><a name="page_082" id="page_082"></a>{82}</span> «¡Jesús! Nunca me pasó cosa igual. Un
-pliegue de la media me desolló el talón... Es un fastidio tener tan fino
-el cutis.»</p>
-
-<p>No sería doña Peregrina, la cuarta solterona, la que se impusiese
-torturas para presumir de pie. Al contrario: se declaraba <i>sans façon</i>.
-Reducida á mezquina orfandad, compraba en los ropavejeros sus manteletas
-color de ala de mosca. Por lo demás, era mujer de empuje y brío, alta,
-gruesa, de una frescura rancia&mdash;si es lícito expresarse así&mdash;viva de
-ojos y arrebatada de color, amiga de la broma, pero gazmoña á ratos,
-siempre dentro de la nota del buen humor y la marcialidad.</p>
-
-<p>¡Cómo me festejaban aquellas cuatro señoras! Hay sitios adonde vamos
-atraídos, no por nuestro gusto, sino por el que damos á los demás. Diez
-años haría tal vez que las solteronas no veían de cerca un semblante
-juvenil. Mi presencia y mi asiduidad eran un rasgo de galantería de
-incalculable precio, que halagaba la nunca extinguida vanidad
-sentimental de la mujer. El mozo que quiera ganar buen nombre, sea
-amable con las viejecitas, con las desechadas, con las retiradas del
-juego. Las muchachas nada agradecen. Aquellas cuatro inválidas, con su
-manso charloteo, me crearon una reputación fabulosa de discreto, de
-galán, de simpático, de estudioso. A su manera, me allanaban el camino
-de una lucida posición y de una boda brillante. En los exámenes yo podía
-contestar mal ó bien, que segura tenía la nota: tal labor subterránea
-hacían mis solteronas con los catedráticos.<span class="pagenum"><a name="page_083" id="page_083"></a>{83}</span> En mi salud no cesaban de
-pensar. «Vienes descolorido, Gabriel... ¿Qué tienes? ¡Ojo con las
-bribonas!» Y me enviaban remedios caseros, y piperetes, y vinos
-cordiales, y reliquias milagrosas, y hasta sábanas, por si las de la
-posada no eran «de confianza» y «bien lavaditas».</p>
-
-<p>A fin de animar la tertulia, se me ocurrió leer en alto versos y novelas
-románticas. Auditorio semejante no lo ha soñado ningún lector. Diríase
-que, para escuchar, hasta la respiración suspendían. Según avanzaba la
-lectura, crecía el interés. Una indignación, cómica á fuerza de ser
-ingenua, contra los traidores; un terror vivísimo cuando los buenos iban
-á caer en las emboscadas de los malos; un gozo pueril cuando la virtud
-salía triunfante... Las exclamaciones me interrumpían. «¿Ese pillo se
-equivoca y toma el veneno? ¡Castigo de Dios!» «¡Ay, que si Gontrán entra
-en el bosque encuentra al otro con el puñal! ¡Que no entre, que no
-entre!» «¡Jesús, al fin le da la puñalada!» «¡Infame!» «Ve usted cómo el
-niño que robó el titiritero era hijo de la princesa?» etc.&mdash;En los
-episodios vehementes, cuando los amantes se dicen ternezas al claror de
-la luna, las solteronas se deshacían. Un leve sonrosado animaba las
-mejillas amarillentas; se humedecían los áridos ojos; los encogidos
-pechos anhelaban; aparecíase el bello fantasma de la lejana juventud, y
-un aura dulce y tibia agitaba un momento aquellos espíritus resignados,
-como el aire primaveral agita el polvo de una tierra seca y estéril.<span class="pagenum"><a name="page_084" id="page_084"></a>{84}</span></p>
-
-<p>Llegó el plazo en que yo tenía que emprender mi viaje á la corte, para
-cursar el doctorado. Dí la noticia á mis solteronas, y aunque no podía
-sorprenderlas, no fué menor el efecto que produjo. Mi tía Gabriela, sin
-perder el compás de la dignidad, se puso temblona, y me advirtió, en
-frases que revelaban verdadera ternura, que era preciso excusar á los
-viejos si se afectaban en las despedidas, porque no estaban seguros de
-volver á ver á los que partían. Doña Peregrina manoteó, protestó, bufó,
-me insultó, y al fin se echó á llorar como una fuente. Doña Aparición
-suspiró, alzó la vista al cielo y dijo haciendo monerías: «Un joven de
-estas prendas... naturalmente, ¡va á lucir en la corte! Mañana recibirá
-usted un alfiler de esmeraldas... que fué de mi papá». Por su parte,
-Candidita guardó silencio, y á poco se levantó, asegurando que tenía que
-hacer una visita urgente. Aproveché el pretexto para abreviar la escena;
-salí con ella, la ayudé á ponerse el mantón, y la ofrecí el brazo por la
-escalera de peldaños carcomidos.</p>
-
-<p>De repente, en el primer descanso, escuché un ahogado sollozo; unos
-brazos endebles me rodearon el cuello, y una cara fría como la nieve se
-pegó á mis barbas. Comprendí de súbito... y, créanlo ustedes, ¡me quedé
-más volado y más compadecido que si viese á mi propia madre de rodillas
-ante mí! Noté que Candidita pesaba como pesan los cuerpos inertes; la
-supuse desmayada y la arrimé al balaustre, tartamudeando lleno de
-piedad: «Adiós, adiós,<span class="pagenum"><a name="page_085" id="page_085"></a>{85}</span> ya sabe que se la quiere». Mas como no me
-soltaba, me encontré ridículo y la rechacé... Al hacerlo, me pareció que
-estaba degollando á una ovejuela enferma, y la lástima me obligó á
-volver atrás y corresponder al abrazo de Candidita con una caricia
-rápida y violenta, filial y santa en la intención. Después eché á
-correr, y salí á la calle resuelto á no volver por la tertulia. ¡Ah, eso
-sí! La caridad tiene sus límites...&mdash;Y ahora, que también soy viejo yo,
-suelo acordarme de Candidita... ¡Pobre mujer!<span class="pagenum"><a name="page_086" id="page_086"></a>{86}</span></p>
-
-<h2><a name="LA_CAJA_DE_ORO" id="LA_CAJA_DE_ORO"></a><img src="images/ill_pg_086.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-La caja de oro</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">S</span>IEMPRE la había visto sobre su mesa, al alcance de su mano bonita, que
-á veces se entretenía en acariciar la tapa suavemente; pero no me era
-posible averiguar lo que encerraba aquella caja de filigrana de oro con
-esmaltes finísimos, porque apenas intentaba apoderarme del juguete, su
-dueña lo escondía precipitada y nerviosamente en los bolsillos de la
-bata, ó en lugares todavía más recónditos, dentro del seno, haciéndola
-así inaccesible.</p>
-
-<p>Y cuanto más la ocultaba su dueña, mayor era mi afán por enterarme de lo
-que la caja contenía. ¡Misterio irritante y tentador! ¿Qué guardaba el
-artístico chirimbolo? ¿Bombones? ¿Polvos de arroz? ¿Esencias? Si
-encerraba alguna de estas cosas tan inofensivas, ¿á qué venía la
-ocultación? ¿Encubría un retrato, una flor seca, pelo? Imposible: tales
-prendas, ó se llevan mucho más cerca ó se custodian mucho<span class="pagenum"><a name="page_087" id="page_087"></a>{87}</span> más lejos: ó
-descansan sobre el corazón, ó se archivan en un secreter bien cerrado,
-bien seguro... No eran despojos de amorosa historia los que dormían en
-la cajita de oro, esmaltada de azules quimeras, fantásticas rosas y
-volutas de verde ojiacanto.</p>
-
-<p>Califiquen como gusten mi conducta los incapaces de seguir la pista á
-una historia, tal vez á una novela. Llámenme enhorabuena indiscreto,
-antojadizo, y por contera, entrometido y fisgón impertinente. Lo cierto
-es que la cajita me volvía tarumba, y agotados los medios legales, puse
-en juego los ilícitos y heroicos... Mostréme perdidamente enamorado de
-la dueña, cuando sólo lo estaba de la cajita de oro; cortejé en
-apariencia á una mujer, cuando sólo cortejaba á un secreto; hice como si
-persiguiese la dicha... cuando sólo perseguía la satisfacción de la
-curiosidad. Y la suerte, que acaso me negaría la victoria si la victoria
-realmente me importase, me la concedió... por lo mismo que al
-concedérmela me echaba encima un remordimiento.</p>
-
-<p>No obstante, después de mi triunfo, la que ya me entregaba cuanto
-entrega la voluntad rendida, defendía aún, con invencible obstinación,
-el misterio de la cajita de oro. Desplegando zalameras coqueterías ó
-repentinas y melancólicas reservas; discutiendo ó bromeando; apurando
-los ardides de la ternura ó las amenazas del desamor, suplicante ó
-enojado, nada obtuve; la dueña de la caja persistió en negarse á que me
-enterase de su contenido, como si dentro<span class="pagenum"><a name="page_088" id="page_088"></a>{88}</span> del lindo objeto existiese la
-prueba de algún crimen.</p>
-
-<p>Repugnábame emplear la fuerza y proceder como procedería un patán, y
-además, exaltado ya mi amor propio (á falta de otra exaltación más dulce
-y profunda), quise deber al cariño y sólo al cariño de la hermosa la
-clave del enigma. Insistí, me sobrepujé á mí mismo, desplegué todos los
-recursos, y como el artista que cultiva por medio de las reglas la
-inspiración, llegué á tal grado de maestría en la comedia del
-sentimiento, que logré arrebatar al auditorio. Un día en que algunas
-fingidas lágrimas acreditaron mis celos, mi persuasión de que la cajita
-encerraba la imagen de un rival, de alguien que aún me disputaba el alma
-de aquella mujer, la vi demudarse, temblar, palidecer, echarme al cuello
-los brazos, y exclamar, por fin, con sinceridad que me avergonzó:</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué no haría yo por ti! Lo has querido... pues sea. Ahora mismo verás
-lo que hay en la caja.</p>
-
-<p>Apretó un resorte; la tapa de la caja se alzó, y divisé en el fondo unas
-cuantas bolitas tamañas como guisantes, blanquecinas, secas. Miré sin
-comprender, y ella, reprimiendo un gemido, dijo solemnemente:</p>
-
-<p>&mdash;Esas píldoras me las vendió un curandero que realizaba curas casi
-milagrosas en la gente de mi aldea. Se las pagué muy caras, y me aseguró
-que, tomando una al sentirme enferma, tengo asegurada la vida. Sólo me
-advirtió que si las apartaba de mí ó las enseñaba á alguien,<span class="pagenum"><a name="page_089" id="page_089"></a>{89}</span> perdían su
-virtud. Será superstición ó lo que quieras; lo cierto es que he seguido
-la prescripción del curandero, y no sólo se me quitaron achaques que
-padecía (pues soy muy débil), sino que he gozado salud envidiable. Te
-empeñaste en averiguar... Lo conseguiste... Para mí vales tú más que la
-salud y que la vida. Ya no tengo panacea, ya mi remedio ha perdido su
-eficacia: sírveme de remedio tú; quiéreme mucho, y viviré.</p>
-
-<p>Quédeme frío. Logrado mi empeño, no encontraba dentro de la cajita sino
-el desencanto de una superchería y el cargo de conciencia del daño
-causado á la persona que al fin me amaba. Mi curiosidad, como todas las
-curiosidades, desde la fatal del Paraíso hasta la no menos funesta de la
-ciencia contemporánea, llevaba en sí misma su castigo y su maldición.
-Daría entonces algo bueno por no haber puesto en la cajita los ojos. Y
-tan arrepentido que me creí enamorado; cayendo de rodillas á los pies de
-la mujer que sollozaba, tartamudeé:</p>
-
-<p>&mdash;No tengas miedo... Todo eso es una farsa, un indigno embuste... El
-curandero mintió... Vivirás, vivirás mil años... Y aunque hubiesen
-perdido su virtud las píldoras, ¿qué? Nos vamos á la aldea y compramos
-otras... Todo mi capital le doy al curandero por ellas.</p>
-
-<p>Me estrechó, y sonriendo en medio de su angustia, balbuceó á mi oído:</p>
-
-<p>&mdash;El curandero ha muerto.</p>
-
-<p>Desde entonces la dueña de la cajita&mdash;que ya no la ocultaba ni la miraba
-siquiera, dejándola<span class="pagenum"><a name="page_090" id="page_090"></a>{90}</span> cubrirse de polvo en un rincón de la estantería
-forrada de felpa azul&mdash;empezó á decaer, á consumirse, presentando todos
-los síntomas de una enfermedad de languidez, refractaria á los remedios.
-Cualquiera que no me tenga por un monstruo supondrá que me instalé á su
-cabecera y la cuidé con caridad y abnegación. Caridad y abnegación digo,
-porque otra cosa no había en mí para aquella criatura de quien había
-sido verdugo involuntario. Ella se moría, quizás de pasión de ánimo,
-quizás de aprensión, pero por mi culpa; y yo no podía ofrecerla, en
-desquite de la vida que le había robado, lo que todo lo compensa: el don
-de mí mismo, incondicional, absoluto. Intenté engañarla santamente para
-hacerla dichosa, y ella, con tardía lucidez, adivinó mi indiferencia y
-mi disimulado tedio, y cada vez se inclinó más hacia el sepulcro.</p>
-
-<p>Y al fin cayó en él, sin que ni los recursos de la ciencia ni mis
-cuidados consiguiesen salvarla. De cuantas memorias quiso legarme su
-afecto, sólo recogí la caja de oro. Aún contenía las famosas píldoras, y
-cierto día se me ocurrió que las analizase un químico amigo mío, pues
-todavía no se daba por satisfecha mi maldita curiosidad. Al preguntar el
-resultado del análisis, el químico se echó á reir.</p>
-
-<p>&mdash;Ya podía usted figurarse&mdash;dijo&mdash;que las píldoras eran de miga de pan.
-El curandero (¡si sería listo!) mandó que no las viese nadie... para que
-á nadie se le ocurriese analizarlas. ¡El maldito análisis lo seca todo!<span class="pagenum"><a name="page_091" id="page_091"></a>{91}</span></p>
-
-<h2><a name="LA_SIRENA" id="LA_SIRENA"></a><img src="images/ill_pg_091.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-La sirena</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">N</span>O es posible pintar el cuidado y desvelo con que la ratona madre
-atendió á su camada de ratoncillos. Gordos y lucios los crió, y alegres
-y vivarachos y con un pelaje ceniciento tan brillante que daba gozo: y
-no queriendo dejar lo divino por lo humano, prodigó á sus vástagos
-avisos morales sabios y rectos, y les puso en guardia contra las
-asechanzas y peligros del pícaro mundo. «Serán unos ratones de seso y
-buen juicio», decía para sí la ratona, al ver cuán atentamente la oían,
-y cómo fruncían plácidamente el hociquito en señal de gustosa
-aprobación.</p>
-
-<p>Mas yo os contaré aquí, muy en secreto, que los ratoncillos se mostraban
-tan formales, porque aún no habían asomado la cabeza fuera del agujero
-donde los agasajaba su mamá. Practicada en el tronco de un árbol la
-madriguera, les cobijaba á maravilla, y era abrigada en invierno<span class="pagenum"><a name="page_092" id="page_092"></a>{92}</span> y
-fresca en verano, mullida siempre, y tan oculta, que los chiquillos de
-la escuela ni sospechaban que allí habitase una familia ratonil.</p>
-
-<p>Sin embargo, de los tres de la nidada, uno ya empezaba á desear sacar el
-hocico, á soñar con retozos, deportes y correteos por el verde prado,
-que al pie del árbol se extendía alegre é incitante, esmaltado de varias
-flores y bullente de insectos, mariposas y reptiles. «Me gustaría por
-los gustares bajar ahí», pensaba el joven ratón, sin atreverse á decirlo
-en voz alta, de puro miedo á su madre. Un día que se le escapó alguna
-señal de su deseo, la madre exclamó trémula de espanto: «Ni en broma lo
-digas, criatura. Si no quieres que me disguste mucho, no vuelvas á
-hablar de salir al prado.»</p>
-
-<p>¿Creeréis que la prohibición le quitó al ratoncillo las ganas? ¡Bah! Ya
-sabéis que las prohibiciones son espuela del antojo.&mdash;No atreviéndose á
-bajar aún el antojadizo, se pasaba las horas muertas mirando al prado
-deleitable. ¡Qué bueno sería trotar por entre aquella hierba suave y
-perfumada! ¡Qué simpático remojarse en el limpio arroyuelo que bañaba de
-aljófar las raíces de sauces y mimbreras! ¡Qué divertido dar caza á los
-viboreznos y lagartijas que se deslizaban estremeciendo el follaje y
-haciendo relumbrar al sol los tonos metálicos de su elegante cuerpo!
-¿Por qué, vamos á ver, por qué prohibía tan inocentes recreos la madre
-ratona?</p>
-
-<p>Un día que la mamá había salido, según costumbre,<span class="pagenum"><a name="page_093" id="page_093"></a>{93}</span> en busca de sustento
-para su prole, el hijo se asomó al agujero, echando más de la mitad del
-tronco fuera. De pronto sintió como un choque eléctrico y vió cruzar por
-el prado un ser encantador. Era ni más ni menos que una gatita blanca
-como la nieve, que fijaba en el ratoncillo sus anchas pupilas de
-esmeralda.</p>
-
-<p>Quedóse el ratón fascinado, absorto. Nunca había visto cosa más linda
-que la tal gata blanca. ¡Qué gracia y gentileza en sus movimientos, qué
-soltura en su flexible andar, qué monería en su cara picaresca, y qué
-virginal candor en su ropaje de armiño! ¡Y qué decir de aquellos ojos
-verdes con reflejos áureos, aquellos ojos cuyo mirar derretía,
-incendiaba el corazón!</p>
-
-<p>A no estar tan próxima la hora en que solía regresar á la guarida la
-madre, el ratón se hubiese arrojado sin vacilar de su nido para
-acercarse á la preciosa gata. Le contuvieron el temor y el hábito de
-obedecer, que siempre reprimen un tanto, al principio, los ímpetus
-rebeldes; pero lo que no acertó á sujetar fué su lengua, y loco de
-entusiasmo, refirió á la mamá cómo le tenía fuera de sí la aparición de
-la gata celeste.</p>
-
-<p>&mdash;Qué, ¿has visto á ese monstruo?&mdash;exclamó la madre.</p>
-
-<p>&mdash;¡Monstruo una criatura tan encantadora!&mdash;suspiró el ratoncillo.</p>
-
-<p>&mdash;Monstruo horrible, el más funesto, el más sanguinario, el más atroz
-que, por tu negra suerte, pudiste encontrar. Huye de él, hijo mío,<span class="pagenum"><a name="page_094" id="page_094"></a>{94}</span> como
-del fuego: mira que en huir te va la vida; mira que tu padre pereció en
-las garras de esa maldita fiera, y que todas mis lágrimas son obra suya.</p>
-
-<p>&mdash;Madre&mdash;repuso atónito el ratoncillo&mdash;apenas puedo creer lo que me
-aseguras. El agua que corre limpia y clara entre las flores del prado no
-tiene los matices de aquellos cándidos ojos ya verdes, ya azulados,
-siempre dulces, donde siempre juega misteriosamente la luz. Los pétalos
-de las azucenas y de los lirios del valle ceden en blancura á su nevada
-piel, que debe de ser más suave que el terciopelo y más flexible que la
-seda. ¿Cómo quieres que vea un monstruo sanguinario y horrible en la
-gata? ¡Ay, madre! desde que la contemplé, sólo en ella pienso. Cuanto no
-es ella, me parece indigno de existir. Antes me gustaban el prado y el
-cielo y los árboles. Ahora todo me cansa y todo lo desprecio. Madre,
-cúrame de este mal, porque me siento tan triste, que creo que se me va á
-acabar la vida.</p>
-
-<p>Ya supondréis que la pobre ratona haría cuanto cabe para distraer y
-aliviar á su retoño. A fin de cambiar sus pensamientos en otros más
-lícitos, llevóle al agujero de unas ratas algo parientas suyas, jóvenes,
-ricas y honradas, que vivían royendo el trigo de repleto granero; pero
-el ratón se aburría de muerte entre los montones de grano, en la
-obscuridad de la troj, y echaba de menos el prado, que iluminaba, antes
-que el sol, la presencia de la gata blanca. Porque ya varias veces la
-había visto pasar juguetona<span class="pagenum"><a name="page_095" id="page_095"></a>{95}</span> y ligera, fijando sus radiantes pupilas en
-las inaccesibles alturas del árbol, y siempre que la gata aparecía, el
-ratón sentía ensanchársele la vida y escapársele el alma&mdash;sí, el alma,
-porque el amor hasta en las bestias la infunde&mdash;detrás de aquella maga
-de los verdes ojos.</p>
-
-<p>No hubiese querido la ratona en tan críticas circunstancias separarse un
-minuto de su hijo, pero era forzoso salir á cazar, á procurar
-subsistencia para la familia, y llegó una mañana en que habiendo
-madrugado la ratona á dejar el nido antes de que amaneciese, el joven
-ratón, pensativo y melancólico, se asomó al agujero para ver nacer el
-día. Recta faja dorada franjeó el horizonte; poco á poco la bruma se
-rasgó y fué absorbiéndose en la clara pureza del cielo, por donde el sol
-ascendía como una rosa de oro pálido; los pajaritos saludaron su
-gloriosa luz con un himno de alegría alborozado y triunfal, y sobre la
-hierba, aljofarada aún de rocío, como sobre una red de diamantes,
-mostróse pasando con aristocrática delicadeza y remilgada precaución, la
-hermosa gata blanca.</p>
-
-<p>Exhaló el ratón un chillido de júbilo; la gata le miraba, parecía
-llamarle, invitarle á que descendiese.&mdash;¿Quieres jugar
-conmigo?&mdash;preguntóla él, sin reflexionar, sin acordarse para nada de las
-maternales advertencias.&mdash;Baja&mdash;pareció contestar con sus ojos
-misteriosos la gatita. Y el ratón bajó aprisa, disparado, ebrio de
-felicidad, y el juego dió principio, con muchos saltos y carreras.
-Fingía huir la gata; escondíase entre sauces y mimbres, y cuando el<span class="pagenum"><a name="page_096" id="page_096"></a>{96}</span>
-ratón se cansaba de perseguirla, ella se dejaba caer sobre la muelle
-alfombra del prado, y escondiendo las uñas recibía con las patitas de
-terciopelo al ratón, y ya le despedía, en broma, ya le estrechaba,
-retozando, en deleitosa mezcla é indescifrable confusión de tratamientos
-ásperos y dulces.</p>
-
-<p>Nunca sabía el ratón, en aquel juego de veleidades, si iba á ser acogido
-con demostración tierna y mimosa ó con fiero y desdeñoso zarpazo; y en
-los amados ojos de la esfinge tan pronto veía piélagos de voluptuosidad
-y relámpagos de risa, como destellos de ferocidad y chispazos sombríos y
-crueles. Más de una vez creyó notar que las patitas blandas y muertas se
-crispaban de súbito, y que bajo lo afelpado de la piel surgían uñas de
-acero. Y ¡cosa rara! no bien pensaba advertir síntomas tan alarmantes,
-el ratón cerraba los párpados y volvía gozoso y tembloroso á solazarse
-con la gata blanca.</p>
-
-<p>Duraba aún el juego, cuando por la tarde regresó la ratona y vió de
-lejos la escena y á su hijo mano á mano con el monstruo. Llorando y
-desesperada gritóle desde lejos:&mdash;Hijo mío, que te pierdes.&mdash;El ratón,
-por supuesto, no la hizo maldito caso. ¡Sí, para oir consejos estaba él!
-Subido al quinto cielo, nunca el juego le había encantado más. La gata,
-por el contrario, empezaba á fatigarse y á sospechar que había perdido
-bastante tiempo con un ratoncillo de mala muerte; y al notar que iba á
-ponerse el sol, que se hacía tarde&mdash;sin modificar apenas su actitud,<span class="pagenum"><a name="page_097" id="page_097"></a>{97}</span>
-siempre graciosa y juguetona, como el que no hace nada&mdash;torció la
-cabeza, aseguró con la boca al ratoncillo, hincó los agudos dientes... y
-le lanzó al aire palpitante y moribundo, para recibirle en las uñas,
-tendidas con violencia feroz...</p>
-
-<p>A punto que una nube de sangre cubría ya los ojos del desdichado, y el
-delirio de la agonía ofuscaba sus sentidos, todavía pudo oirse cómo
-murmuraba débilmente:&mdash;¿Quieres jugar conmigo, gatita blanca?</p>
-
-<p>Por eso su madre hizo mal en llorar amargamente al incauto ratón. ¡El
-espiró tan satisfecho, tan á gusto!<span class="pagenum"><a name="page_098" id="page_098"></a>{98}</span></p>
-
-<h2><a name="ASI_Y_TODO" id="ASI_Y_TODO"></a><img src="images/ill_pg_098.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Así y todo...</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">L</span>A sanción penal para la mujer&mdash;dijo en voz incisiva Carmona, aficionado
-á referir casos de esos que dan escalofríos&mdash;es no encontrar hombre
-dispuesto á ofrecerla mano de esposo. Una imperceptible sombra, un
-pecadillo de coquetería ó de ligereza, cualquier genialidad, la más leve
-impremeditación, bastan para empañar el buen nombre de una doncella, que
-podrá ser honestísima, pero que, cargada con el sambenito, ya se queda
-soltera hasta la consumación de los siglos, sin remedio humano.
-Sucediendo así, ¿cómo se explica que infinitas mujeres notoriamente
-infames, y con razón difamadas, si cien veces enviudan, otras ciento
-hallan quien las lleve al altar? Para probarles este curioso fenómeno,
-les contaré un suceso presenciado allá en mis mocedades, que me produjo
-impresión tan indeleble, que jamás en toda mi vida me ocurrió la idea de
-casarme.<span class="pagenum"><a name="page_099" id="page_099"></a>{99}</span> Sí; por culpa de aquella historia moriré solero,&mdash;y no me
-pesa, bien lo sabe Dios.</p>
-
-<p>El lance pasó en M***, donde estaba de guarnición uno de los regimientos
-más lucidos del ejército español, que por su arrojo y decisión en atacar
-había merecido el glorioso sobrenombre de <i>El Adelantado</i>. Era yo
-entrañable amigo del teniente Ramiro Quesada, mozo de arrogante figura y
-ardorosa cabeza, uno de esos atolondrados simpáticos, á quienes queremos
-como se quiere á los niños. No salía Ramiro sin mí; juntos íbamos al
-teatro, á los saraos, á las juergas&mdash;que ya existían entonces aunque las
-llamásemos de otro modo;&mdash;juntos dábamos largos paseos á caballo, y
-juntos hacíamos corvetear á nuestras monturas ante las floridas rejas.
-Nos confiábamos nuestros amoríos, nuestros apurillos de dinero, nuestras
-ganancias al juego, nuestros sueños y nuestras esperanzas de los
-veinticinco años. No éramos él ni yo precisamente unos anacoretas, pero
-tampoco unos perdidos: muchachos alegres, y nada más.</p>
-
-<p>De repente noté que Ramiro se volvía huraño, y retrayéndose de mi trato
-y compañía se daba á andar solo, como si tuviese algo que le importase
-encubrir. Vano intento, porque en M*** no caben tapujos. Poco tardamos
-en averiguar la razón del cambio de carácter del teniente. La clave del
-enigma no era sino la esposa del capitán Ortiz, una de esas hembras que
-no calificaré de muy hermosas, pero peores que si lo fuesen: morena,
-menuda, salerosa<span class="pagenum"><a name="page_100" id="page_100"></a>{100}</span> al andar, descolorida, de ojos que parecían candelas
-del infierno y una cintura redonda de las que se pueden rodear con una
-liga. Ortiz, al parecer (y con motivo, pero sin fruto), era
-extremadamente celoso, y Ramiro, para avistarse con su tormento,
-necesitaba emplear ardides de prisionero ó de salvaje. El día en que se
-le frustraba una cita ó se le malograba furtivo coloquio en la reja que
-abría sobre una callejuela obscura y solitaria, estaba el pobre muchacho
-como demente: ni contestaba si le hablábamos. Aunque yo no alardease de
-moralista, ni tuviese autoridad para aconsejar, y menos en tales
-materias, declaro que las relaciones ilícitas de mi amigo me desazonaban
-mucho, y un presentimiento&mdash;le llamo así, porque no sé cómo definir el
-disgusto y la inquietud que sentía&mdash;me anunciaba que algo grave, algo
-penoso debían acarrearle á Ramiro aquellos malos pasos. Con todo, lejos
-estaba&mdash;á mil leguas de suponer la tragedia que aconteció.</p>
-
-<p>Cierta mañana esparcióse por M*** la nueva de que el capitán Ortiz había
-sido encontrado muerto, con un balazo en el pecho y otro en la cabeza,
-casi á las puertas de su domicilio, cerca de la esquina donde se abría
-la callejuela lóbrega. En los primeros momentos no me asaltó la terrible
-sospecha: creía á Ramiro noble y leal, y sólo cuando el rumor público le
-señaló, comprendí que únicamente él, poseído del demonio, podía haber
-realizado la obra de tinieblas...</p>
-
-<p>A las pocas horas de descubrirse el cadáver,<span class="pagenum"><a name="page_101" id="page_101"></a>{101}</span> Ramiro fué preso. Reunióse
-el Consejo de guerra, y la causa marchó con la fulminante rapidez que
-caracteriza á la justicia militar, estimulada por la voluntad expresa
-del Capitán General, que deseaba se cumpliesen á rajatabla las
-prescripciones legales y se enterrasen á la vez la víctima y el asesino.
-Al pronto Ramiro intentó negar; pero dos ó tres frases de indignación
-del Fiscal provocaron en él un arranque de altiva franqueza, y confesó
-de plano que á traición había disparado dos pistoletazos, la noche
-anterior, al capitán Ortiz. En cuanto á los móviles del crimen, juró y
-perjuró que no eran otros sino ofensas de jefe á subalterno, rencores
-por cuestiones de servicio. Llamada á declarar la esposa de Ortiz,
-compareció de negro, impávida, y aseguró que apenas conocía al asesino
-de vista. Este, sin pestañear, confirmó la declaración de la señora; y
-hallándose el reo convicto y confeso, y no habiendo tiempo ni necesidad
-de más averiguaciones, se pronunció la sentencia de muerte, y Ramiro
-entró en capilla á las tres de la tarde, para ser arcabuceado al rayar
-el siguiente día, á las veinticuatro horas justas del crimen.</p>
-
-<p>No necesito decir que en la capilla me constituí al lado de mi amigo,
-que demostraba estoica entereza. Sabiendo cuánto alivia una confidencia,
-un desahogo, le dirigí preguntas afectuosas, llenas de interés; pero el
-reo se encerró en un silencio sombrío, y noté que tenía los ojos
-tenazmente fijos en la puerta de la capilla como en espera de que diese
-paso á <i>alguien</i>...<span class="pagenum"><a name="page_102" id="page_102"></a>{102}</span> ¡Lo que esperaba el sin ventura&mdash;no necesité para
-adivinarlo gran perspicacia&mdash;era la llegada de la mujer por quien iba á
-beber el amargo trago! Sin duda que <i>ella</i> no podía faltar; no podía
-negarle el supremo consuelo de la despedida; sin duda, el sordo ruido de
-pasos que resonaba en la antecámara era el de los suyos, que hacían
-vacilantes el miedo y el dolor... Pero corrió la tarde, empezaron á
-transcurrir lentas y solemnes las horas de la última noche, y la
-esperanza abandonó al sentenciado. El sacerdote que le exhortaba y había
-de absolverle y darle la sagrada comunión antes que el sol asomase en el
-horizonte, se retiró un momento á descansar, y solo yo con Ramiro,
-comprendí que por fin se abrían sus lívidos labios.</p>
-
-<p>&mdash;Hace un momento sentía que <i>ella</i> no viniese&mdash;murmuró cogiéndome las
-manos entre las suyas abrasadoras.&mdash;Ahora me alegro. Ya que me cuesta la
-vida, que no me cueste también el alma. ¿Que cómo hice la atrocidad, el
-cobarde asesinato de Ortiz? Mira, casi no lo sé. Me parece que quien
-cometió esa acción villana no fué Ramiro Quesada, sino otra persona, un
-hombre distinto de mí, que se me entró en el cuerpo. ¿Te acuerdas de lo
-alegre, de lo franco que era yo? Desde que me acerqué á... esa mujer...
-me volví otro. Estaba embrujado... Su marido, á quien ofendíamos, me
-parecía mi enemigo personal, el obstáculo á nuestra felicidad; le
-odiaba... creo que más de lo que la amaba á ella. Así que ella lo
-notó... ¡guárdame siempre el secreto! ¡no lo digas ni á tu madre!<span class="pagenum"><a name="page_103" id="page_103"></a>{103}</span>
-empezó á insinuarme, con medias palabras, la posibilidad del crimen. No
-hablábamos claro de ese asunto, pero nos entendíamos perfectamente;
-formábamos planes de retirarnos al campo <i>después</i>, y hasta&mdash;mira qué
-detalle&mdash;ella se compró un traje negro nuevo, diciendo que <i>eso siempre
-sirve</i>. Como un tornillo se fijó en mi cerebro el propósito del crimen.
-Y así que ella me vió resuelto, se franqueó, me exaltó más, me ofreció
-que compartiría mi destino, fuese el que fuese...</p>
-
-<p>Aquí se detuvo Ramiro, y vi que se alteraba más profundamente su rostro.
-Con voz húmeda murmuró:</p>
-
-<p>&mdash;Yo no quería tanto... ¡Compartir mi destino! Ya ves que ante el
-Consejo he logrado salvarla... Prefiero morir solo... Pero verla aquí,
-un momento... antes de... Al fin, si fuí asesino, lo fuí por ella, sólo
-por ella... ¡Maldita sea mi suerte! Si no conozco á esa mujer, soy
-siempre honrado y tal vez me matan defendiendo á la Patria. ¡El sino del
-hombre!</p>
-
-<p class="dtts">...............................</p>
-
-<p>&mdash;¿Y le fusilaron?&mdash;preguntamos ansiosos.</p>
-
-<p>&mdash;¡Pues no! Según deseaba el General, á un tiempo se cavó la hoya del
-marido y la del amante. Yo, después del horrible día, me marché de M***,
-donde me consumía el tedio. Al volver, pasados cinco años, tuve
-curiosidad de saber qué había sido de la esposa del capitán Ortiz... y
-aquí de lo que decíamos: supe que vivía tranquila, casada en segundas
-nupcias con un acaudalado caballero. Sin embargo, en<span class="pagenum"><a name="page_104" id="page_104"></a>{104}</span> M*** era pública
-la causa del triste fin de Ramiro...</p>
-
-<p>Acabó así su relato Carmona, y vimos que inclinaba la cabeza, abrumado
-por memorias crueles.<span class="pagenum"><a name="page_105" id="page_105"></a>{105}</span></p>
-
-<h2><a name="LA_CABELLERA_DE_LAURA" id="LA_CABELLERA_DE_LAURA"></a><img src="images/ill_pg_105.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-La cabellera de Laura</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">M</span>ADRE é hija vivían, si vivir se llama aquello, en húmedo zaquizamí, al
-cual se bajaba por los raídos peldaños de una escalera abierta en la
-tierra misma: la claridad entraba á duras penas, macilenta y recelosa,
-al través de un ventanillo enrejado; y la única habitación les servía de
-cocina, dormitorio y cámara.</p>
-
-<p>Encerrada allí pasaba Laura los días, trabajando afanosamente en sus
-randas y picos de encaje, sin salir nunca ni ver la luz del sol,
-cuidando á su madre achacosa, y consolándola siempre que renegaba de la
-adversa fortuna. ¡Hallarse reducidas á tal extremidad dos damas de
-rancio abolengo, antaño poseedoras de haciendas, dehesas y joyas á
-porrillo! ¡Acostarse á la luz de un candil ellas, á quienes habían
-alumbrado pajes con velas de cera en candelabros de plata! No lo podía
-sufrir la hoy menesterosa<span class="pagenum"><a name="page_106" id="page_106"></a>{106}</span> señora, y cuando su hija, con el acento
-tranquilo de la resignación, la aconsejaba someterse á la divina
-voluntad, sus labios exhalaban murmullos de impaciencia y coléricas
-maldiciones.</p>
-
-<p>Como siempre los males pueden crecer, llegó un invierno de los más
-rigurosos, y faltó á Laura el trabajo con que ganaba el sustento. A la
-decente pobreza sustituyó la negra miseria; á la escasez, el hambre de
-cóncavas mejillas y dientes amarillos y largos.</p>
-
-<p>Entonces, con acerba ironía, la madre se mofó de Laura, que pensaba, la
-muy ñoña y la muy necia, asegurar el pan por medio de la labor y las
-constantes vigilias. ¡Valiente pan comería así que se quedase ciega!
-Saldría con un perrito á pedir limosna... ¡Ah, si no fuese tan boba y
-tan mala hija&mdash;teniendo aquel talle, aquel rostro y aquella mata de pelo
-como oro cendrado, que llegaba hasta los pies&mdash;no dejaría que su madre
-se desmayase por falta de alimento! Al oir estas insinuaciones, Laura se
-estremeció de vergüenza y quiso responder enojada; pero recordando que
-su madre estaba en ayunas desde hacía muchas horas, se cubrió el rostro
-con las manos y rompió á sollozar. De pronto, como quien adopta una
-resolución súbita y firme, púsose en pie, se envolvió en un ancho
-capuchón de lana obscura, y salió á la calle, que raras veces pisaba,
-convencida de que el retiro es la salvaguardia del recato. Sin titubear
-fué en dirección de un tenducho que había entrevisto y donde creía poder
-feriar el<span class="pagenum"><a name="page_107" id="page_107"></a>{107}</span> solo tesoro de que estaba secretamente envanecida y
-orgullosa. Era dueña del baratillo la astuta vieja Brasilda,&mdash;gran
-componedora de voluntades con ribetes de hechicera,&mdash;y, muy encubierto
-el rostro, entró Laura en la equívoca mansión.</p>
-
-<p>Como Brasilda preguntase maliciosamente qué traía á vender la tapada y
-gallarda moza, Laura, sin dejar de esconder el semblante en los pliegues
-del capuz, se volvió de espaldas y mostró tendida la espléndida
-cabellera rubia, brillante y suave más que la seda, y que, con magnífico
-alarde, rebosando de la orla de la saya, barría el suelo. «Esto vendo en
-diez escudos&mdash;exclamó&mdash;y córtese ahora mismo.» Convenía la proposición á
-la vieja, porque la mata de pelo daba para muchas pelucas y postizos, y
-asiendo unas tijeras segó y tonsuró la copiosa melena. Al observar que
-la moza seguía encubriendo el rostro, y creyendo advertir que lloraba
-muy bajo, silbó á su oído: «Si eres doncella y tan hermosa como promete
-tu cabello, aquí te esperan, no diez escudos, sino cien ó doscientos,
-cuando te venga en voluntad.»</p>
-
-<p>Recogió Laura el dinero y alejóse sin responder palabra; en la puerta se
-cruzó con un caballero, de buen talle y porte, que no reparó en ella:
-Laura sí le miró á hurtadillas y sin querer le encontró galán. El
-caballero que penetraba en la mansión de la bruja era don Luis de
-Meneses, el mozo más rico, libre y desenfrenado de toda la ciudad, el
-cual no visitaba á humo de pajas á la madre Brasilda, sino que<span class="pagenum"><a name="page_108" id="page_108"></a>{108}</span> acudía
-allí como el cazador á que se le señalen do está la caza, y que se la
-ojeen y acorralen para asegurarla y matarla á gusto.</p>
-
-<p>Después de un rato de conversación, don Luis divisó la soberana
-cabellera rubia, que sobre un paño blanco había extendido la vieja, y en
-la cual los destellos del velón, siempre encendido en las obscuridades
-del tenducho, rielaban como en lago de oro. «¿De qué mujer es ese
-pelo?»&mdash;preguntó sorprendido el galán.&mdash;«A fe que no lo sé,
-hijo»&mdash;contestó la vieja.&mdash;«Una moza acaba de estar aquí, muy airosa de
-cuerpo, pero tapadísima de cara, que no logré vérsela; vendióme esa
-mata, cobró y con extraño misterio se fué un minuto antes que
-entrases...»</p>
-
-<p>&mdash;«¿Por qué no la seguiste, buena pieza?»&mdash;«Porque sin duda ella está
-más pobre que las arañas, y volverá á ganar los cien escudos que la
-ofrecí...»&mdash;«¡Bruja condenada! Ese pelo es mío, y la mujer también, si
-parece.» Y don Luis aflojó la bolsa, cogió delicadamente el paño y el
-tesoro que contenía, y ocultándolo bajo el capotillo, se volvió á su
-casa.</p>
-
-<p>Desde aquel día realizóse en don Luis un cambio sorprendente.
-Renunciando á sus galanteos y aventuras, olvidando el juego, las burlas
-y los desafíos, pareció otro hombre. Se le veía, eso sí, en la calle, en
-el paseo, en la iglesia; sus ojos ávidos registraban y escudriñaban sin
-cesar, buscando algo que le importaba mucho; pero al anochecer se
-recogía, y en vida honesta y arreglada no tenían que reprenderle<span class="pagenum"><a name="page_109" id="page_109"></a>{109}</span> los
-devotos viejos, de grave apostura y rosario gordo. No faltó quien dijese
-que el mozo, tocado de la gracia, andaba en meterse capuchino; y es que
-ni sabían, ni podían sospechar que don Luis estaba enamorado, ciegamente
-enamorado, de la cabellera rubia.</p>
-
-<p>Habiéndola colocado respetuosamente sobre un cojín de tisú de plata, se
-pasaba ante ella las horas muertas, ya besándola en ideal éxtasis de
-devoción, como á venerada reliquia, ya estrujándola con frenesí de
-amante que quisiera despedazar y morder lo mismo que adora. Exaltada la
-imaginación de don Luis por la vista de aquella cascada de oro, de
-aquella crin en que Febo parecía haber dejado presos sus rayos
-juguetones, y de la cual se desprendía un aroma vivo, un olor de
-juventud y de pureza, fantaseaba el tronco á que tal follaje
-correspondía y adivinaba la mata larguísima, caudalosa, perfumada,
-cayendo en crenchas y vedijas sobre unas espaldas de nieve, sobre unas
-formas virginales de rosa y nácar, ó rodeando, como nimbo de santa
-imagen, un rostro de angelical expresión en que se abrían las flores
-azules de los luminosos ojos. Había ideas y recelos que enloquecían al
-soñador amante. ¿Quién sabe si la infeliz hermosa, después de vender su
-cabello por conservar la honestidad, había tenido que perder la
-honestidad por conservar la vida?</p>
-
-<p>Con la fatiga de tal pensamiento, don Luis aborrecía el comer, se
-consumía de rabia y se abrasaba en extraños celos. Hecho un
-azotacalles,<span class="pagenum"><a name="page_110" id="page_110"></a>{110}</span> no cesaba de inquirir, pretendiendo ver al través de todos
-los postigos y calar todas las rejas y celosías. ¡Trabajo perdido!
-Ninguna cabeza juvenil cubierta de sortijas doradas y cortas de aquel
-matiz único, incomparable, se ofrecía á sus ojos. Don Luis adelgazaba,
-se desmejoraba, estaba á pique de desvariar, cada vez que la vieja
-hechicera Brasilda, aturdida y desconsolada, repetía alzando las manos
-secas:</p>
-
-<p>&mdash;Bruja será también la del cabello de oro, y habráse untado y volado
-por la chimenea... No parece, hijo, no parece por más que me descuajo
-buscándola...</p>
-
-<p>Perdido ya de amores don Luis, como hombre á quien le han dado extraño
-bebedizo, llegó al caso de temer morirse de pasión y furia celosa, y
-apretando al corazón la cabellera, cuyas roscas le acariciaban las manos
-febriles, hizo un voto.&mdash;«Que encuentre á tu dueña, y sea rica ó pobre,
-buena ó mala, noble ó de plebeya estirpe, con ella me casaré. Pongo por
-testigo á este Crucifijo que me escucha.»&mdash;Después del voto, lleno de
-esperanza y de ilusión salió don Luis á la calle, y al obscurecer, como
-fuese muy embozado, le paró cerca de su puerta una pobre, envuelta y
-cubierta con un viejísimo capuz de lana.</p>
-
-<p>&mdash;Señor caballero&mdash;decía en voz lastimera y humilde,&mdash;¿necesitan por
-casa de su merced una labrandera buena y diligente? No hay donde
-trabajar, y mi madre no tiene qué comer.</p>
-
-<p>&mdash;Esa es mi casa&mdash;respondió distraidamente don Luis, que pensaba en sus
-fantásticos amores;<span class="pagenum"><a name="page_111" id="page_111"></a>{111}</span>&mdash;ven mañana, que tendrás harta labor... Toma á
-cuenta,&mdash;y dejó en la mano tendida un escudo.</p>
-
-<p>Al otro día, Laura, sentada en el hueco de una reja de la casa de don
-Luis, con una canastilla de ropa blanca delante, cosía en silencio, sin
-tomar parte en la charla de las dueñas; sufría al dejar su morada, su
-enferma, su retiro; la fatiga encendía sus mejillas antes pálidas.
-Entraban por la reja los dardos del sol, y se prendían en los anillos,
-cortos y sedosos como plumón de pajarito nuevo, de la cabeza
-descubierta, que no velaba el capuz. Y, casualmente, pasó don Luis tan
-absorto, que ni miró á la joven labrandera. Pero ella, reconociendo en
-don Luis al caballero galán de quien no había cesado de acordarse,&mdash;el
-que vió cuando salía de vender su cabellera en casa de la bruja,&mdash;exhaló
-un grito involuntario... Al oirlo, volvióse don Luis, y cruzando las
-manos, creyó que alguna aparición del cielo le visitaba, pues reconoció
-el matiz único de la melena rubia en la ensortijada testa que bañaba el
-sol... Y dirigiéndose á las dueñas y á las mozas de servicio con imperio
-y ufanía, dijo solemnemente:</p>
-
-<p>&mdash;No labréis más; hoy es día de fiesta; saludad á vuestra señora...<span class="pagenum"><a name="page_112" id="page_112"></a>{112}</span></p>
-
-<h2><a name="DELINCUENTE_HONRADO" id="DELINCUENTE_HONRADO"></a><img src="images/ill_pg_112.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Delincuente honrado</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">D</span>E todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos
-instantes&mdash;nos dijo el Padre Téllez, que aquel día estaba animado y
-verboso&mdash;el que me infundió mayor lástima fué un zapatero de viejo,
-asesino de su hija única. El crimen era horrible. El tal zapatero,
-después de haber tenido á la pobre muchacha rigurosamente encerrada
-entre cuatro paredes; después de reprenderla por asomarse á la ventana;
-después de maltratarla, pegándola por leves descuidos, acabó llegándose
-una noche á su cama, y clavándola en la garganta el cuchillo de cortar
-suela. La pobrecilla parece que no tuvo tiempo ni de dar un grito,
-porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al
-padre no le tembló la mano; de modo que la muchacha pasó, sin
-transición, del sueño á la eternidad.</p>
-
-<p>La indignación de las comadres del barrio y<span class="pagenum"><a name="page_113" id="page_113"></a>{113}</span> de cuantos vieron el
-cadáver de una criatura preciosa de diez y siete años, tan alevosamente
-sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y
-parecía medio estúpido, le condenaron á la última pena. Cuando tuve que
-ejercer con él mi sagrado ministerio, á la verdad, temí encontrar,
-detrás de un rostro de fiera, un corazón de corcho, ó unos sentimientos
-monstruosos y salvajes. Lo que ví fué un anciano de blanquísimos
-cabellos, cara demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de
-las lágrimas, que poco á poco se deslizaban por las mejillas consumidas,
-y á veces paraban en los labios temblones, donde el criminal, sin
-querer, las bebía y saboreaba su amargor.</p>
-
-<p>Lejos de hallarle rebelde á la divina palabra, apenas entré en su celda
-se abrazó á mis rodillas y me pidió que le escuchase en confesión,
-rogándome también que, después de cumplir el fallo de la justicia,
-hiciese públicas sus revelaciones en los periódicos, para que
-rehabilitasen su memoria y quedase su decoro como correspondía. No
-juzgué procedente acceder en este particular á sus deseos: pero hoy los
-invoco, y me autorizan para contarles á ustedes la historia. Procuraré
-recordar el mismo lenguaje de que él se sirvió, y no omitiré las
-repeticiones, que prueban el trastorno de su mísera cabeza:</p>
-
-<p>»&mdash;Padre confesor&mdash;empezó por decir,&mdash;ante todo sepa usted que yo soy un
-hombre decente, todo un caballero. Esa niña... que maté... nació... al
-año de haberme casado. Era bonita, y su madre también... ¡ya lo creo!
-preciosa, que daba<span class="pagenum"><a name="page_114" id="page_114"></a>{114}</span> gloria el mirarla! Yo tenía ya algunos añitos... y
-ella, una moza de rumbo, más fresca que las mismas rosas. Digo la madre,
-señor; digo su madre, porque por la madre tenemos que principiar. Los
-hijos, así como heredan los dineros del que los tiene... heredan otras
-cosas... Usted, que sabrá mucho, me entenderá. Yo no sé nada, pero... á
-caballero no me ha ganado nadie!</p>
-
-<p>La madre... yo me miraba en sus ojos, porque la quería de alma, según
-corresponde á un marido bueno. Le hacía regalos; trabajaba día y noche
-para que tuviese su ropa maja y su mantón y sus aretes, y sobre todo...
-¡porque eso es antes! á diario su puchero sano, y cuando parió, su
-cuartillo de vino y su gallina... No me remuerde la conciencia de
-haberla escatimado un real. Ella era alegre y cantaba como una
-calandria, y á mí se me quitaban las penas de oirla. Lo malo fué que
-como la celebraron la voz y las coplas, y empezaron á remolinarse para
-escucharla, y el uno que llega y el otro que se pega, y éste que encaja
-una pulla, y aquél que suelta un requiebro... en fin, ví que se ponía
-aquello muy mal, y la dije lo que venía al caso. ¿Sabe usted lo que me
-contestó? Que no lo podía remediar, que la gustaba el gentío y oir cómo
-la jaleaban, que cada cual es según su natural y que no le rompiese la
-cabeza con sermones... De allí á un mes&mdash;no se me olvida la fecha, el
-día de la Candelaria&mdash;desapareció de casa, sin dar siquiera un beso á la
-niña... que tenía sus cinco añitos y era como un sol.»</p>
-
-<p>&mdash;Aquí&mdash;intercaló el Padre Téllez&mdash;tuvo una<span class="pagenum"><a name="page_115" id="page_115"></a>{115}</span> crisis de sollozos, y por
-poco me enternezco yo también, á pesar de que la costumbre de asistir á
-los reos endurece y curte. Le consolé cuanto era posible, le di á beber
-un trago de anís, y el desdichado prosiguió.</p>
-
-<p>«Supe luego que andaba por los coros de los teatros, y sabe Dios cómo...
-y lo que más me barajaba los sesos&mdash;¡porque la honra trabaja mucho!&mdash;era
-que me decían los amigos, al pasar delante de mi obrador:&mdash;No tienes
-vergüenza... Yo que tú, la mato.&mdash;De tanto oirlo, se me pegó el
-estribillo, y mientras batía suela, ¡tan, tan, catán! repetía en
-alto:&mdash;No tengo vergüenza... ¡Había que matarla!&mdash;Sólo que ni la
-encontré en jamás, ni tuve ánimos para echarme en su busca. Y así que
-pasaron tres años, nadie me venía con que la matase, porque ella rodaba
-por Andalucía, hasta que se la llevaron á América... ¡qué sé yo adonde!
-¡Si vive y lee los diarios y ve como murió su hija...!» El reo tuvo un
-ataque de risa convulsiva, y le sosegué otra vez á fuerza de
-exhortaciones y consejos.</p>
-
-<p>«Así que se me quitó de la imaginación la madre, empecé á cuidar de la
-niña. No tenía otra cosa para qué mirar en el mundo. Me propuse que no
-había de perderse, ni arrimarme otro tiznón, y no la dejé salir ni al
-portal. Aunque me dijese, es un verbigracia:&mdash;«Padre, tengo ganas de
-correr» ó&mdash;«Padre, me pide el cuerpo ir á la plazuela»&mdash;nada, yo
-sujetándola, que se divirtiese con su canario, ó con los pliegos de
-aleluyas, ó con la maceta de albahaca, ¡pero<span class="pagenum"><a name="page_116" id="page_116"></a>{116}</span> sin sacar un dedo fuera! Y
-así que fué espigando, y me hice cargo de que era muy bonita, tan bonita
-como su madre, y parecida á ella como una gota á otra gota... y con una
-voz de ángel también, se me abrieron los ojos de á cuarta, y dije:&mdash;No,
-lo que es tú... no has de echarme el borrón.&mdash;Y me convertí en espía, y
-la velé hasta el sueño, y no contento con guardarla dentro de casa, me
-paseaba por la callejuela debajo de su ventana, á ver si andaba por allí
-algún zángano; tanto que la castañera de la esquina me dijo
-así:&mdash;Abuelo, está usted chiflado. ¿A quién se le ocurre rondar á su
-propia hija? ¡Qué viejos mas escamones!&mdash;Pero no lo podía remediar. Toda
-cuanta candidez y buena fe había tenido con la madre, ahora se me volvía
-desconfianza; se me había clavado aquí, entre las cejas, que mi hija se
-perdería, que era infalible que se perdiese, sobre todo si daba en
-cantar; y me eché de rodillas delante de ella, y la obligué á que me
-jurase que no cantaría nunca, así se hundiese el mundo. Y me lo juró:
-sólo que, como ya no era yo aquel de antes, de allí á pocas mañanas,
-acechando desde la esquina, la veo que abre la ventana, que se pone á
-regar las macetas, y que al mismo tiempo, á competencia con el canario,
-rompe á cantar... Me dió la sangre una vuelta redonda y se me quedaron
-las manos frías. Volví á casa, entré en el cuarto de la muchacha, la
-cogí por el pelo y debí de pegarla bastante, porque gritó y estuvo más
-de una semana con una venda. ¿Creerá usted, Padre, que se enmendó?<span class="pagenum"><a name="page_117" id="page_117"></a>{117}</span> A
-los quince días vuelvo á rondar y vuelve á asomarse, y otra vez el
-canticio, y enfrente un grupo de mozalbetes que se para y la dice muchos
-olés... Callé; no entré á castigarla; y por la tarde, mientras batía mi
-suela, me parecía que una voz rara, como de algún chulo que se reía de
-mí, me decía lo mismo que doce años antes:&mdash;No tienes vergüenza... Había
-que matarla.&mdash;Cené muy triste, y después de que me acosté, la misma voz,
-erre que erre: Matarla, matarla...&mdash;Entonces me levanté despacio, cogí
-la herramienta, fuí en puntillas, me acerqué á la cama, y de un solo
-golpe... Ahora hagan de mí lo que quieran, que ya tengo mi honra
-desempeñada.»</p>
-
-<p>&mdash;¿Creerán ustedes,&mdash;añadió el Padre Téllez, que no le pude quitar la
-tema de la honra? Se arrepentía... pero á los dos minutos volvía á
-porfiar que era un caballero, y su conducta, más que culpable,
-ejemplar... En este terreno casi murió impenitente...</p>
-
-<p>&mdash;Estaría loco&mdash;dijimos, á fin de consolar al sacerdote, que se había
-quedado muy abatido al terminar su relato.<span class="pagenum"><a name="page_118" id="page_118"></a>{118}</span></p>
-
-<h2><a name="PRIMER_AMOR" id="PRIMER_AMOR"></a><img src="images/ill_pg_118.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Primer amor</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">¿Q</span>UÉ edad contaría yo á la sazón? ¿Once ó doce años? Más bien serían
-trece, porque antes es demasiado temprano para enamorarse tan de veras;
-pero no me atrevo á asegurar nada, considerando que en los países
-meridionales madruga mucho el corazón, dado que esta víscera tenga la
-culpa de semejantes trastornos.</p>
-
-<p>Si no recuerdo bien el <i>cuándo</i>, por lo menos puedo decir con completa
-exactitud el <i>cómo</i> empezó mi pasión á revelarse. Gustábame
-mucho&mdash;después de que mi tía se largaba á la iglesia á hacer sus
-devociones vespertinas&mdash;colarme en su dormitorio y revolverle los
-cajones de la cómoda, que los tenía en un orden admirable. Aquellos
-cajones eran para mí un museo: siempre tropezaba en ellos con alguna
-cosa rara, antigua, que exhalaba un olorcillo arcáico y discreto, el
-aroma de los abanicos de sándalo que andaban por allí perfumando la<span class="pagenum"><a name="page_119" id="page_119"></a>{119}</span>
-ropa blanca. Acericos de raso descolorido ya; mitones de malla, muy
-doblados entre papel de seda; estampitas de santos; enseres de costura;
-un <i>ridículo</i> de terciopelo azul bordado de canutillo; un rosario de
-ámbar y plata, fueron apareciendo por los rincones: yo los curioseaba y
-los volvía á su sitio. Pero un día&mdash;me acuerdo lo mismo que si fuese
-hoy&mdash;en la esquina del cajón superior y al través de unos cuellos de
-rancio encaje, ví brillar un objeto dorado.... Metí las manos, arrugué
-sin querer las puntillas, y saqué un retrato, una miniatura sobre
-marfil, que mediría tres pulgadas de alto, con marco de oro.</p>
-
-<p>Me quedé como embelesado al mirarla. Un rayo de sol se filtraba por la
-vidriera y hería la seductora imagen, que parecía querer desprenderse
-del fondo obscuro y venir hacia mí. Era una criatura hermosísima, como
-yo no la había visto jamás sino en mis sueños de adolescente, cuando los
-primeros estremecimientos de la pubertad me causaban, al caer la tarde,
-vagas tristezas y anhelos indefinibles. Podría la dama del retrato
-frisar en los veinte y pico; no era una virgencita cándida, capullo á
-medio abrir, sino una mujer en quien ya resplandecía todo el fulgor de
-la belleza. Tenía la cara oval, pero no muy prolongada; los labios
-carnosos, entreabiertos y risueños; los ojos lánguidamente entornados, y
-un hoyuelo en la barba, que parecía abierto por la yema del dedo
-juguetón de Cupido. Su peinado era extraño y gracioso: un grupo
-compacto, á manera<span class="pagenum"><a name="page_120" id="page_120"></a>{120}</span> de piña de bucles al lado de las sienes y un cesto
-de trenzas en lo alto de la cabeza. Este peinado antiguo, que remangaba
-en la nuca, descubría toda la morbidez de la fresca garganta, donde el
-hoyo de la barbilla se repetía más delicado y suave. En cuanto al
-vestido..... Yo no acierto á resolver si nuestras abuelas eran de suyo
-menos recatadas de lo que son nuestras esposas, ó si los confesores de
-antaño gastaban manga más ancha que los de hogaño; y me inclino á creer
-esto último, porque hará unos sesenta años las hembras se preciaban de
-cristianas y devotas, y no desobedecerían á su director de conciencia en
-cosa tan grave y patente. Lo indudable es que si en el día se presenta
-alguna señora con el traje de la dama del retrato, ocasiona un motín;
-pues desde el talle (que nacía casi en el sobaco) sólo la velaban leves
-ondas de gasa diáfana, señalando, mejor que cubriendo, dos escándalos de
-nieve, por entre los cuales serpeaba un hilo de perlas, no sin descansar
-antes en la tersa superficie del satinado escote. Con el propio impudor
-se ostentaban los brazos redondos, dignos de Juno, rematados por manos
-esculturales..... Al decir <i>manos</i> no soy exacto, porque en rigor, sólo
-una mano se veía, y esa apretaba un pañuelo rico.</p>
-
-<p>Aún hoy me asombro del fulminante efecto que la contemplación de aquella
-miniatura me produjo, y de cómo me quedé arrobado, suspensa la
-respiración, comiéndome el retrato con los ojos. Ya había yo visto aquí
-y acullá<span class="pagenum"><a name="page_121" id="page_121"></a>{121}</span> estampas que representaban mujeres bellas; frecuentemente, en
-las <i>Ilustraciones</i>, en los grabados mitológicos del comedor, en los
-escaparates de las tiendas, sucedía que una línea gallarda, un contorno
-armonioso y elegante, cautivaba mis miradas precozmente artísticas; pero
-la miniatura encontrada en el cajón de mi tía, aparte de su gran
-gentileza, se me figuraba como animada de sutil aura vital; advertíase
-en ella que no era el capricho de un pintor, sino imagen de persona
-real, efectiva, de carne y hueso. El rico y jugoso tono del empaste,
-hacía adivinar, bajo la nacarada epidermis, la sangre tibia; los labios
-se desviaban para lucir el esmalte de los dientes; y, completando la
-ilusión, corría alrededor del marco una orla de cabellos naturales,
-castaños, ondeados y sedosos, que habían crecido en las sienes del
-original. Lo dicho: aquello, más que copia, era reflejo de persona viva,
-de la cual sólo me separaba un muro de vidrio..... Puse la mano en él,
-lo calenté con mi aliento, y se me ocurrió que el calor de la misteriosa
-deidad se comunicaba á mis labios y circulaba por mis venas. Estando en
-esto, sentí pisadas en el corredor. Era mi tía que regresaba de sus
-rezos. Oí su tos asmática y el arrastrar de sus pies gotosos. Tuve
-tiempo no más que de dejar la miniatura en el cajón, cerrarlo, y
-arrimarme á la vidriera, adoptando una actitud indiferente y nada
-sospechosa.</p>
-
-<p>Entró mi tía sonándose recio, porque el frío de la iglesia le había
-encrudecido el catarro ya<span class="pagenum"><a name="page_122" id="page_122"></a>{122}</span> crónico. Al verme se animaron sus ribeteados
-ojillos, y, dándome un amistoso bofetoncito con la seca palma, me
-preguntó si le había revuelto los cajones, según costumbre.</p>
-
-<p>Después, sonriéndose con picardía:</p>
-
-<p>&mdash;Aguarda, aguarda&mdash;añadió&mdash;voy á darte algo, que te chuparás los dedos.</p>
-
-<p>Y sacó de su vasta faltriquera un cucurucho, y del cucurucho tres ó
-cuatro bolitas de goma adheridas entre sí, como aplastadas, que me
-infundieron asco.</p>
-
-<p>La estampa de mi tía no convidaba á que uno abriese la boca y se zampase
-el confite: muchos años, la dentadura traspillada, los ojos enternecidos
-más de lo justo, unos asomos de bigote ó cerdas sobre la hundida boca,
-la raya de tres dedos de ancho, unas canas sucias revoloteando sobre las
-sienes amarillas, un pescuezo flácido y lívido como el moco del pavo
-cuando está de buen humor... Vamos, que yo no tomaba las bolitas, ¡ea!
-Un sentimiento de indignación: una protesta varonil se alzó en mí, y
-declaré con energía:</p>
-
-<p>&mdash;No quiero, no quiero.</p>
-
-<p>&mdash;¿No quieres? ¡Gran milagro! ¡Tú que eres más goloso que la gata!</p>
-
-<p>&mdash;Ya no soy ningún chiquillo&mdash;exclamé creciéndome, empinándome en la
-punta de los pies&mdash;y no quiero dulces.</p>
-
-<p>La tía me miró entre bondadosa é irónica, y al fin, cediendo á la gracia
-que le hice, soltó el trapo, con lo cual se desfiguró y puso patente la
-espantable anatomía de sus quijadas. Reíase<span class="pagenum"><a name="page_123" id="page_123"></a>{123}</span> de tan buena gana, que se
-besaban barba y nariz, ocultando los labios, y se le señalaban dos
-arrugas, ó mejor, dos zanjas hondas, y más de una docena de pliegues en
-mejillas y párpados; al mismo tiempo, la cabeza y el vientre se le
-columpiaban con las sacudidas de la risa, hasta que al fin vino la tos á
-interrumpir las carcajadas, y entre risas y tos, involuntariamente, la
-vieja me regó la cara con un rocío de saliva... Humillado y lleno de
-repugnancia, huí á escape y no paré hasta el cuarto de mi madre, donde
-me lavé con agua y jabón, y me dí á pensar en la dama del retrato.</p>
-
-<p>Y desde aquel punto y hora ya no acerté á separar mi pensamiento de
-ella. Salir la tía y escurrirme yo hacia su aposento, entreabrir el
-cajón, sacar la miniatura y embobarme contemplándola, todo era uno. A
-fuerza de mirarla, figurábaseme que sus ojos entornados, al través de la
-voluptuosa penumbra de las pestañas, se fijaban en los míos, y que su
-blanco pecho respiraba afanosamente. Me llegó á dar vergüenza besarla,
-imaginando que se enojaba de mi osadía, y sólo la apretaba contra el
-corazón, ó arrimaba á ella el rostro. Todas mis acciones y pensamientos
-se referían á la dama; tenía con ella extraños refinamientos y
-delicadezas nimias. Antes de entrar en el cuarto de mi tía y abrir el
-codiciado cajón, me lavaba, me peinaba, me componía, como ví después que
-suele hacerse para acudir á las citas amorosas.</p>
-
-<p>Me sucedía á menudo encontrar en la calle<span class="pagenum"><a name="page_124" id="page_124"></a>{124}</span> á otros niños de mi edad, muy
-armados ya de su cacho de novia, que ufanos me enseñaban cartitas,
-retratos y flores, preguntándome si yo no escogería también <i>mi niña</i>
-con quien cartearme. Un sentimiento de pudor inexplicable me ataba la
-lengua, y sólo les contestaba con enigmática y orgullosa sonrisa. Cuando
-me pedían parecer acerca de la belleza de sus damiselillas, me encogía
-de hombros y las calificaba desdeñosamente de <i>feas</i> y <i>fachas</i>. Ocurrió
-cierto domingo que fuí á jugar á casa de unas primitas mías, muy
-graciosas en verdad, y que la mayor no llegaba á los quince. Estábamos
-muy entretenidos en ver un estereóscopo, y de pronto una de las
-chiquillas, la menor, doce primaveras á lo sumo, disimuladamente me
-cogió la mano, y conmovidísima, colorada como una brasa, me dijo al
-oído:</p>
-
-<p>&mdash;Toma.</p>
-
-<p>Al propio tiempo sentí en la palma de la mano una cosa blanda y fresca,
-y ví que era un capullo de rosa, con su verde follaje. La chiquilla se
-apartaba sonriendo y echándome una mirada de soslayo; pero yo, con un
-puritanismo digno del casto José, grité á mi vez:</p>
-
-<p>&mdash;¡Toma!</p>
-
-<p>Y le arrojé el capullo á la nariz, desaire que la tuvo toda la tarde
-llorosa y de monos conmigo, y que aún á estas fechas, que se ha casado y
-tiene tres hijos, no me ha perdonado probablemente.</p>
-
-<p>Siéndome cortas para admirar el mágico retrato las dos ó tres horas que
-entre mañana y<span class="pagenum"><a name="page_125" id="page_125"></a>{125}</span> tarde se pasaba mi tía en la iglesia, me resolví por fin
-á guardarme la miniatura en el bolsillo, y anduve todo el día
-escondiéndome de la gente lo mismo que si hubiese cometido un crimen. Se
-me antojaba que el retrato, desde el fondo de su cárcel de tela, veía
-todas mis acciones, y llegué al ridículo extremo de que si quería
-rascarme una pulga, atarme un calcetín ó cualquiera otra cosa menos
-conforme con el idealismo de mi amor purísimo, sacaba primero la
-miniatura, la depositaba en sitio seguro y después me juzgaba libre de
-hacer lo que más me conviniese. En fin, desde que hube consumado el
-robo, no cabía en mí; de noche lo escondía bajo la almohada y me dormía
-en actitud de defenderlo; el retrato quedaba vuelto hacia la pared, yo
-hacia la parte de afuera, y despertaba mil veces con temor de que
-viniesen á arrebatarme mi tesoro. Por fin lo saqué de debajo de la
-almohada y lo deslicé entre la camisa y la carne, sobre la tetilla
-izquierda, donde al día siguiente se podían ver impresos los cincelados
-adornos del marco.</p>
-
-<p>El contacto de la cara miniatura me produjo sueños deliciosos. La dama
-del retrato, no en efigie, sino en su natural tamaño y proporciones,
-viva, airosa, afable, gallarda, venía hacia mí para conducirme á su
-palacio, en un carruaje de blandos almohadones. Con dulce autoridad me
-hacía sentar á sus pies en un cojín, y me pasaba la torneada mano por la
-cabeza, acariciándome la frente, los ojos y el revuelto pelo. Yo le leía
-en un gran misal, ó tocaba el laúd, y ella se<span class="pagenum"><a name="page_126" id="page_126"></a>{126}</span> dignaba sonreirse,
-agradeciéndome el placer que la causaban mis canciones y lecturas. En
-fin, las reminiscencias románticas me bullían en el cerebro, y ya era
-paje, ya trovador.</p>
-
-<p>Con todas estas imaginaciones, el caso es que fuí adelgazando de un modo
-notable, y lo observaron con gran inquietud mis padres y mi tía.</p>
-
-<p>&mdash;En esa difícil y crítica edad del desarrollo, todo es alarmante&mdash;dijo
-mi padre, que solía leer libros de medicina y estudiaba con recelo las
-ojeras obscuras, los ojos apagados, la boca contraída y pálida, y sobre
-todo, la completa falta de apetito que se apoderaba de mí.</p>
-
-<p>&mdash;Juega, chiquillo; come, chiquillo&mdash;solían decirme.</p>
-
-<p>Y yo les contestaba con abatimiento:</p>
-
-<p>&mdash;No tengo ganas.</p>
-
-<p>Empezaron á discurrirme distracciones; me ofrecieron llevarme al teatro;
-me suspendieron los estudios, y diéronme á beber leche recién ordeñada y
-espumosa. Después me echaron por el cogote y la espalda duchas de agua
-fría, para fortificar mis nervios; y noté que mi padre, en la mesa ó por
-las mañanas cuando iba á su alcoba á darle los buenos días, me miraba
-fijamente un rato y á veces sus manos se escurrían por mi espinazo
-abajo, palpando y tentando mis vértebras. Yo bajaba hipócritamente los
-ojos, resuelto á dejarme morir antes que confesar el delito. En
-librándome de la cariñosa fiscalización de la familia, ya estaba con mi
-dama del retrato. Por fin, para mejor acercarme<span class="pagenum"><a name="page_127" id="page_127"></a>{127}</span> á ella, acordé suprimir
-el frío cristal: vacilé al ir á ponerlo en obra; al cabo pudo más el
-amor que el vago miedo que semejante profanación me inspiraba, y con
-gran destreza logré arrancar el vidrio y dejar patente la plancha de
-marfil.</p>
-
-<p>Al apoyar en la pintura mis labios y percibir la tenue fragancia de la
-orla de cabellos, se me figuró con más evidencia que era persona
-viviente la que estrechaban mis manos trémulas. Un desvanecimiento se
-apoderó de mí, y quedé en el sofá como privado de sentido, apretando la
-miniatura.</p>
-
-<p>Cuando recobré el conocimiento ví á mi padre, á mi madre, á mi tía,
-todos inclinados hacia mí con sumo interés; leí en sus caras el asombro
-y el susto; mi padre me pulsaba, meneaba la cabeza y murmuraba:</p>
-
-<p>&mdash;Este pulso parece un hilito, una cosa que se va.</p>
-
-<p>Mi tía, con sus dedos ganchudos, se esforzaba en quitarme el retrato, y
-yo, maquinalmente, lo escondía y aseguraba mejor.</p>
-
-<p>&mdash;Pero chiquillo... ¡suelta, que lo echas á perder!&mdash;exclamaba ella. ¿No
-ves que lo estás borrando? Si no te riño, hombre... yo te lo enseñaré
-cuantas veces quieras; pero no lo estropees; suelta, que le haces daño.</p>
-
-<p>&mdash;Déjaselo&mdash;suplicaba mi madre&mdash;el niño está malito.</p>
-
-<p>&mdash;¡Pues no faltaba más!&mdash;contestó la solterona.&mdash;¡Dejarlo! ¿Y quién hace
-otro como ese... ni quién me vuelve á mí á los tiempos aquéllos?<span class="pagenum"><a name="page_128" id="page_128"></a>{128}</span> ¡Hoy
-en día nadie pinta miniaturas... eso se acabó... y yo también me acabé y
-no soy lo que ahí aparece!</p>
-
-<p>Mis ojos se dilataban de horror; mis manos aflojaban la pintura. No sé
-cómo pude articular:</p>
-
-<p>&mdash;Usted... el retrato... es usted...</p>
-
-<p>&mdash;¿No te parezco tan guapa, chiquillo? ¡Bah! veintitrés años son más
-bonitos que... que... que no sé cuántos, porque no llevo la cuenta;
-nadie ha de robármelos!</p>
-
-<p>Doblé la cabeza, y acaso me desmayaría otra vez; lo cierto es que mi
-padre me llevó en brazos á la cama, y me hizo tragar unas cucharadas de
-Oporto.</p>
-
-<p>Convalecí presto y no quise entrar más en el cuarto de mi tía.<span class="pagenum"><a name="page_129" id="page_129"></a>{129}</span></p>
-
-<h2><a name="LA_INSPIRACION" id="LA_INSPIRACION"></a><img src="images/ill_pg_129.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-La inspiración</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">T</span>EMPORADA fatal estaba pasando el ilustre Fausto, el gran poeta. Por una
-serie de circunstancias engranadas con persistencia increíble, todo le
-salía mal, todo fallido, raquítico, como si en torno suyo se secasen los
-gérmenes y la tierra se esterilizase. Sin ser viejo de cuerpo, envejecía
-rápidamente su alma, deshojándose en triste otoñada sus amarillentas
-ilusiones. Lo que le abrumaba no era dolor, sino atonía de su ardorosa
-sensibilidad y de su imaginación fecunda.</p>
-
-<p>Acababa de romper relaciones con una mujer á quien no amaba; aquello
-principió por una comedia sentimental, y duró entre una eternidad de
-tedio, el cansancio insufrible del actor que representa un papel
-antipático, que ya va olvidando de puro sabido, en un drama sin interés
-y sin literatura. Y, no obstante, cuando la mujer mirada con tanta
-indiferencia<span class="pagenum"><a name="page_130" id="page_130"></a>{130}</span> le suplantó descaradamente y le hizo blanco de acerbas
-pullas que se repetían en los salones, Fausto sintió una de esas
-amarguras secas, irritantes, que ulceran el alma, y quedó, sin
-querérselo confesar, descontento de sí, rebajado á sus propios ojos,
-saturado de un escepticismo vulgar y prosaico, embebido de la ingrata
-convicción de que su mente ya no volvería á crear obra de arte, ni su
-corazón á destilar sentimiento.</p>
-
-<p>Sí; Fausto se imaginaba que no era poeta ya. Así como los místicos
-tienen horas en que la frialdad que advierten les induce á dudar de su
-propia fe, los artistas desfallecen en momentos dados, creyéndose
-impotentes, paralíticos, muertos. Recluído en su gabinete, Fausto
-llamaba á la musa; pero en vano brillaba la lámpara, ardía la chimenea,
-exhalaban perfume los jacintos y las violetas, susurraba la seda del
-cortinaje: la infiel no acudía á la cita, y Fausto, con la frente
-calenturienta apoyada en la palma de la mano&mdash;actitud familiar para
-todos los que han luchado á solas con el ángel rebelde&mdash;no sentía fluir
-ni una gota del manantial delicioso: solo veía rocas negras, áridos
-arenales caldeados por el sol del desierto.</p>
-
-<p>En aquellos momentos de agonía, su conciencia le acusaba, diciéndole que
-la decadencia del artista procedía del indiferentismo del hombre; que la
-poesía no acude á los páramos, sino á los oasis, y que si no podía
-volver á amar, tampoco podría volver á aparear versos&mdash;como quien unce
-parejas de corzas blancas<span class="pagenum"><a name="page_131" id="page_131"></a>{131}</span> al mismo carro de oro.&mdash;Las mujeres que le
-habían burlado y abandonado eran, sin duda, indignas de su amor; pero
-tampoco él&mdash;Fausto, el poeta, el soñador, el ave&mdash;se había tomado el
-trabajo de quererlo inspirar, ni menos de sentirlo. El desierto no era
-el alma ajena, era su alma; quien sólo ofrece llanuras candentes y
-peñascales yermos, no extrañe que el viajero cansado no se siente á
-reposar, ni quiera dormir larga y dulce siesta, como la que se duerme á
-la sombra de las palmeras verdes, al lado del fresco pozo...</p>
-
-<p>Paseábase Fausto una tarde de Septiembre, á pie y sin objeto, por una de
-las solitarias rondas madrileñas, y al borde de un solar cercado de
-tablas divisó grupos de gente que examinaba con muestras de vivísimo
-interés, algo caído en el suelo. Las cabezas se inclinaban, y del corro
-salían exclamaciones de lástima y admiración. Fausto iba á pasar sin
-hacer caso; pero una sensación indefinible de curiosidad cruel le empujó
-al remolino. Pensó que la realidad es madre de la poesía, y que á veces
-del incidente más vulgar salta la chispa generadora. No sin algún
-trabajo consiguió abrirse camino, y ya en primera fila, pudo ver lo que
-causaba el asombro de aquel gentío humilde.</p>
-
-<p>Sobre la hierba enteca y mísera que á duras penas brotaba del terreno
-arcilloso, yacía tendida una mujer joven, de sorprendente belleza. La
-palidez de la muerte, y esa especie de misteriosa dignidad y calma que
-imprime á las facciones, la hacían semejante á perfectísimo busto<span class="pagenum"><a name="page_132" id="page_132"></a>{132}</span> de
-mármol, y el ligero vidriado de los árabes ojos no amenguaba su dulzura.
-El pelo, suelto, rodeaba como un cojín de terciopelo mate la faz, y la
-boca, entreabierta, dejaba ver los dientes de nácar entre los
-descoloridos y puros labios. No se distinguía herida alguna en el cuerpo
-de la joven, y sus ropas conservaban decente compostura. Estaba echada
-de lado. Una faja de lana unía su cintura á la de un mocetón feo y
-tosco, muerto también, de un balazo que, entrando por el oído, había
-roto el cráneo. Sin duda en la agonía de los dos enamorados la faja
-debió de aflojarse, pues la mujer aparecía algo vuelta hacia la derecha,
-y el mozo á la izquierda, como desviándose de su compañera en el morir.</p>
-
-<p>Con mezcla de piedad y de enojo, los albañiles, las lavanderas y los
-guardias de orden público comentaban el trágico suceso.&mdash;Tratábase de un
-doble suicidio, concertado de antemano, y hasta anunciado por el bruto
-del mozo, en una taberna, la noche anterior.&mdash;La oposición de los padres
-de ella, las malas costumbres de él, y el haber caído soldado, eran la
-causa. Ella no podía resignarse á la separación: ella misma, la mujer
-apasionada, había lanzado la terrible idea, acogida con fruición
-estúpida por el hombre celoso y feroz: morir, irse abrazados á donde
-Dios dispusiese; no apartarse ya nunca; pese á quien pese, desposarse en
-el ataúd... Sin dilación adquirió el revólver, y después de una mañana
-que pasaron juntos almorzando en un ventorro, los dos amantes se<span class="pagenum"><a name="page_133" id="page_133"></a>{133}</span> habían
-recogido al extraviado solar, donde, arrollando primero la faja del mozo
-alrededor de ambas cinturas, ella había tendido con sublime confianza el
-seno izquierdo, sin que, ni al sentir sobre el corazón el cañón del
-arma, se borrase de sus labios aquella sonrisa que aún conservaba fija
-en la boca, ¡aquella sonrisa que lucía los dientes de nácar entre los
-descoloridos y puros labios!</p>
-
-<p>Por la noche, al retirarse Fausto á su casa, percibió una fiebre
-singular que conocía de antemano, pues solía experimentarla cada vez que
-se renovaba su ser con afectos nunca sentidos. Semejante excitación
-nerviosa señalaba, como la manecilla del reloj, las etapas sucesivas de
-su vida moral. La alegría extremada, la pena vehemente é inconsolable se
-anunciaban igualmente para Fausto con un desasosiego raro, una inquietud
-del corazón, que ya acelera sus latidos, ya se aquieta y desmaya hasta
-el síncope. Las horas nocturnas las contó desvelado en la cama: no podía
-apartar del pensamiento la imagen de la muchacha muerta; y mientras
-volvía á ver el solar, el corro de curiosos, el grupo trágico de los
-amantes que abrazados emprenden el viaje sin regreso, un bullir confuso
-de rimas, un surgir de estrofas incompletas, un rodar oceánico de versos
-sonoros ascendía de su corazón palpitante á su cerebro, y bajaba
-después, á manera de corriente impetuosa, á su mano impaciente ya de
-asir la pluma...</p>
-
-<p>Lo más raro de todo era que Fausto, con la<span class="pagenum"><a name="page_134" id="page_134"></a>{134}</span> fantasía, enmendaba la plana
-al ciego Destino. La hermosa niña que había recibido en el seno
-izquierdo la bala, no estaba enamorada del bárbaro y plebeyo borrachín,
-del perdulario soez que descansaba á su lado, y que la amarró con la
-faja antes de darle muerte. No: el predilecto de aquella mujer que sabía
-querer y morir; el que antes de asesinarla había aspirado el aliento de
-su boca de virgen, era Fausto, el poeta; Fausto, que por fin encontraba
-su ideal, y que al encontrarlo prefería dejar la tierra, sellando con el
-sello de lo irreparable tan magnífica pasión.</p>
-
-<p>¿Quién duda que sólo Fausto, capaz de comprender el valor de la acción
-sublime, merecía haberla inspirado? Corrigiendo la inepcia de los
-hechos, despreciando la vana apariencia de lo real, Fausto recogía para
-sí la ardiente flor amorosa, la flor de sangre sembrada en el erial de
-la ronda madrileña. Él era el compañero de aquella muerta que sonreía;
-él era quien había apoyado el revólver sobre el impávido seno de la
-heroina, no sólo tranquila ante la muerte, sino prendada de la muerte
-que une eternamente, sin separación posible, á los que se quisieron con
-delirio... Y la sugestión fue tan fuerte, que Fausto arrojó las sábanas,
-encendió luz y empezó á emborronar papel...</p>
-
-<p class="dtts">...............................</p>
-
-<p>Tal fué el origen del poema <i>Juntos</i>, el mejor timbre de gloria de
-Fausto, lo que consagrará ante la posteridad su nombre, porque<span class="pagenum"><a name="page_135" id="page_135"></a>{135}</span> <i>Juntos</i>
-es (lo afirma la crítica) una maravilla de sentimiento verdadero, y se
-comprende que está escrito con lágrimas vivas del poeta, que corresponde
-á penas y goces no fingidos,&mdash;á algo que no se inventa, porque no puede
-inventarse.<span class="pagenum"><a name="page_136" id="page_136"></a>{136}</span></p>
-
-<h2><a name="CHAMPAGNE" id="CHAMPAGNE"></a><img src="images/ill_pg_136.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Champagne</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">A</span>L destaparse la botella de dorado casco, se obscurecieron los ojos de
-la compañera momentánea de Raimundo Valdés, y aquella sombra de dolor ó
-de recuerdo despertó la curiosidad del joven, que se propuso inquirir
-por qué una hembra que hacía profesión de jovialidad se permitía
-demostrar sentimientos tristes, lujo reservado solamente á las mujeres
-honradas, dueñas y señoras de su espíritu y de su corazón.</p>
-
-<p>Solicitó una confidencia y, sin duda, la <i>prógima</i> se encontraba en uno
-de esos instantes en que se necesita expansión, y se le dice al primero
-que llega lo que más hondamente puede afectarnos, pues sin dificultades
-ni remilgos contestó, pasándose las manos por los ojos:</p>
-
-<p>&mdash;Me conmueve siempre ver abrir una botella de Champagne, porque ese
-vino me costó muy caro... el día de mi boda.<span class="pagenum"><a name="page_137" id="page_137"></a>{137}</span></p>
-
-<p>&mdash;¿Pero tú te has casado alguna vez... ante un cura?&mdash;preguntó Raimundo
-con festiva insolencia.</p>
-
-<p>&mdash;Ojalá no&mdash;repuso ella con el acento de la verdad, con franqueza
-impetuosa.&mdash;Por haberme casado ando como me veo.</p>
-
-<p>&mdash;Vamos, ¿tu marido será algún tramposo, algún perdis?</p>
-
-<p>&mdash;Nada de eso. Administra muy bien lo que tiene, y posee miles de
-duros... miles, sí, ó cientos de miles.</p>
-
-<p>&mdash;Chica, ¡cuántos duros! En ese caso... ¿te daba mala vida? ¿Tenía líos?
-¿Te pegaba?</p>
-
-<p>&mdash;Ni me dió mala vida, ni me pegó, ni tuvo líos, que yo sepa... ¡Después
-sí que me han pegado! Lo que hay es que le faltó tiempo para darme vida
-mala ni buena, porque estuvimos juntos, ya casados, un par de horas nada
-más.</p>
-
-<p>&mdash;¡Ah!&mdash;murmuró Valdés, presintiendo una aventura interesante.</p>
-
-<p>&mdash;Verás lo que pasó, prenda. Mis padres fueron personas muy regulares,
-pero sin un céntimo. Papá tenía un empleíllo, y con el angustiado sueldo
-se las arreglaban. Murió mi madre; á mi padre le quitaron el destino...
-y como no podía mantenernos el pico á mi hermano y á mí, y era bastante
-guapo, se dejó camelar por una jamona muy rica, y se casó con ella en
-segundas. Al principio mi madrastra se portó... vamos, bien: no nos
-miraba á los hijastros con malos ojos. Pero así que yo fuí creciendo y
-haciéndome mujer, y que los hombres, dieron en decirme cosas en la
-calle, comprendí que en<span class="pagenum"><a name="page_138" id="page_138"></a>{138}</span> casa me cobraban ojeriza. Todo cuanto yo hacía
-era mal hecho, y tenía siempre detrás al juez y al alguacil... la
-madrastra. Mi padre se puso muy pensativo, y comprendí que le llegaba al
-alma que se me tratase mal. Y lo que resultó de estas trifulcas, fué que
-se echaron á buscarme marido para zafarse de mí. Por casualidad lo
-encontraron pronto, sujeto acomodado, cuarentón, formal, recomendable,
-seriote... En fin, mi mismo padre se dió por contento y convino en que
-era una excelente proporción la que se me presentaba. Así es que ellos
-en confianza trataron y arreglaron la boda, y un día, encontrándome yo
-bien descuidada... ¡á casarse! y no vale replicar.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y qué efecto te hizo la noticia? ¿Malo, eh?</p>
-
-<p>&mdash;Malísimo... porque yo tenía la tontuna de estar enamorada hasta los
-tuétanos, como se enamora una chiquilla, pero chiquilla forrada de
-mujer... de <i>uno</i> de infantería, un teniente pobre como las ratas... y
-se me había metido en la cabeza que aquel había de ser mi marido apenas
-saliese á capitán. Las súplicas de mi padre; los consejos de las amigas;
-las órdenes y hasta los pescozones de mi madrastra&mdash;que no me dejaba
-respirar&mdash;me aturdieron de tal manera, que no me atreví á resistir. Y
-vengan regalos, y desclávense cajones de vestidos enviados de Madrid, y
-cuélguese usted los faralaes blancos, y préndase el embelequito de la
-corona de azahar, y á la iglesia, y ahí te suelto la bendición, y en
-seguida gran comilona, los amigos de la familia y la parentela del novio
-que brindan<span class="pagenum"><a name="page_139" id="page_139"></a>{139}</span> y me ponen la cabeza como un bombo, á mí que más ganas
-tenía de lloriquear que de probar bocado...</p>
-
-<p>&mdash;Hija, por ahora no encuentro mucho de particular en tu historia.
-Casarse así, rabiando y por máquina, es bastante frecuente.</p>
-
-<p>&mdash;Aguarda, aguarda&mdash;advirtió amenazándome con la mano.&mdash;Ahora entra lo
-ridículo, la peripecia... Pues señor, yo en mi vida había probado el tal
-Champagne... Me sirvieron la primera copa para que contestase á los
-brindis, y después de vaciarla me pareció que me sentía con más ánimos,
-que se me aliviaban el malestar y la negra tristeza. Bebí la segunda, y
-el buen efecto aumentó. La alegría se me derramaba por el cuerpo...
-Entonces me deslicé á tomar tres, cuatro, cinco, quizás media docena...</p>
-
-<p>Los convidados bromeaban celebrando la gracia de que bebiese así, y yo
-bebía buscando en la especie de vértigo que causa el Champagne un olvido
-completo de lo que había de suceder y de lo que me estaba sucediendo ya.
-Sin embargo, me contuve antes de llegar á trastornarme por completo, y
-sólo podían notar en la mesa que reía muy alto, que me relucían los
-ojos, y que estaba sofocadísima.</p>
-
-<p>Nos esperaba un coche á mi marido y á mí, coche que nos había de llevar
-á una casa de campo de él, á pasar la primer semana después de la
-boda.&mdash;Chiquillo, no sé si fué el movimiento del coche ó si fué el aire
-libre, ó buenamente que estaba yo como una uva,&mdash;pero lo<span class="pagenum"><a name="page_140" id="page_140"></a>{140}</span> cierto es que
-apenas me ví sola con el tal hombre y él pretendió hacerme garatusas
-cariñosas, se me desató la lengua, se me arrebató la sangre, y le solté
-de pe á pa lo del teniente, y que sólo al teniente quería, y teniente va
-y teniente viene, y dale con si me han casado contra mi gusto, y toma
-conque ya me desquitaría y le mataría á palos... Barbaridades, cosas que
-inspira el vino á los que no acostumbran... Y mi esposo, más pálido que
-un muerto, mandó que volviese atrás el coche, y en el acto me devolvió á
-mi casa.&mdash;Es decir, esto me lo dijeron luego, porque yo, de puro
-borrachina... de nada me enteré.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y nunca más te quiso recibir tu marido?</p>
-
-<p>&mdash;Nunca más. Parece que le espeté atrocidades tremendas. Ya ves; quien
-hablaba por mi boca era el maldito espumoso...</p>
-
-<p>&mdash;¿Y... en tu casa? ¿Te admitieron contentos?</p>
-
-<p>&mdash;¡Quiá! Mi madrastra me insultaba horriblemente, y mi padre lloraba por
-los rincones... Preferí tomar la puerta, ¡qué caramba!</p>
-
-<p>&mdash;¿Y... el teniente?</p>
-
-<p>&mdash;¡Sí, busca teniente! Al saber mi boda se había echado otra novia, y se
-casó con ella poco después.</p>
-
-<p>&mdash;¿Sabes que has tenido mala sombra?</p>
-
-<p>&mdash;Mala por cierto... Pero creo que si todas las mujeres hablasen lo que
-piensan, como hice yo por culpa del Champagne, más de cuatro y más de
-ocho se verían peor que esta individua.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y no te da tu marido alimentos? La ley le obliga.<span class="pagenum"><a name="page_141" id="page_141"></a>{141}</span></p>
-
-<p>&mdash;¡Bah! Eso ya me lo avisó un abogadito que tuve... ¡El diablo que se
-meta á pleitear! ¿Voy á pedirle que me mantenga á ese, después del
-desengaño que le costé? Anda, ponme más Champagne... Ahora ya puedo
-beber lo que quiera. No se me escapará ningún secreto.<span class="pagenum"><a name="page_142" id="page_142"></a>{142}</span></p>
-
-<h2><a name="SOR_APARICION" id="SOR_APARICION"></a><img src="images/ill_pg_142.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Sor Aparición</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">E</span>N el convento de las Clarisas de S..., al través de la doble reja baja,
-ví á una monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero
-tenía el rostro pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz, y
-guardaba inmovilidad absoluta. No parecía más viva que los yacentes
-bultos de una reina y una infanta, cuyos mausoleos de alabastro
-adornaban el coro. De pronto la monja prosternada se incorporó, sin duda
-para respirar, y pude distinguir sus facciones. Se notaba que había
-debido de ser muy hermosa en sus juventudes, como se conoce que unos
-paredones derruídos fueron palacios espléndidos. Lo mismo podría contar
-la monja ochenta años que noventa: su cara, de una amarillez sepulcral,
-su temblorosa cabeza, su boca consumida, sus cejas blancas, revelaban
-ese grado sumo de la senectud en que hasta es insensible el paso del
-tiempo.<span class="pagenum"><a name="page_143" id="page_143"></a>{143}</span></p>
-
-<p>Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo,
-eran los ojos. Desafiando á la edad, conservaban, por caso extraño, su
-fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y
-dramática. La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes
-ojos volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en
-el claustro ofreciendo á Dios un corazón inocente; delataban un pasado
-borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí
-ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase á alguien
-conocedor del secreto de la religiosa.</p>
-
-<p>Sirvióme la casualidad á medida del deseo. La misma noche, en la mesa
-redonda de la posada, trabé conversación con un caballero machucho, muy
-comunicativo y más que medianamente perspicaz, de esos que gozan cuando
-enteran á un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en par
-el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de las Claras
-é indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja, mi
-guía exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;¡Ah! ¡Sor Aparición! Ya lo creo, ya lo creo... Tiene un <i>no sé qué</i> en
-los ojos... Lleva escrita allí su historia. Donde usted la ve, los dos
-surcos de las mejillas, que de cerca parecen canales, se los han abierto
-las lágrimas. ¡Llorar más de cuarenta años! Ya corre agua salada en
-tantos días... El caso es que el agua no le ha apagado las brasas de la
-mirada... ¡Pobre Sor Aparición! Le puedo descubrir á usted el <i>quid</i><span class="pagenum"><a name="page_144" id="page_144"></a>{144}</span> de
-su vida mejor que nadie, porque mi padre la conoció moza, y hasta creo
-que la hizo unas miajas el amor... ¡Es que era una deidad!</p>
-
-<p>Sor Aparición se llamó en el siglo Irene. Sus padres eran gente hidalga,
-ricachos de pueblo; tuvieron varios retoños, pero los perdieron, y
-concentraron en Irene el cariño y el mimo de hija única. El pueblo donde
-nació se llama A... Y el destino, que con las sábanas de la cuna empieza
-á tejer la cuerda que ha de ahorcarnos, hizo que en ese mismo pueblo
-viese la luz, algunos años antes que Irene, el famoso poeta...</p>
-
-<p>Lancé una exclamación y pronuncié, adelantándome al narrador, el
-glorioso nombre del autor del <i>Arcángel maldito</i>,&mdash;tal vez el más
-genuino representante de la fiebre romántica;&mdash;nombre que lleva en sus
-sílabas un eco de arrogancia desdeñosa, de mofador desdén, de acerba
-ironía y de nostalgia desesperada y blasfemadora. Aquel nombre y el
-mirar de la religiosa se confundieron en mi imaginación, sin que todavía
-el uno me diese la clave del otro, pero anunciando ya, al aparecer
-unidos, un drama del corazón de esos que chorrean viva sangre.</p>
-
-<p>&mdash;El mismo&mdash;repitió mi interlocutor&mdash;el célebre Juan de Camargo, orgullo
-del pueblecito de A..., que ni tiene aguas minerales, ni santo
-milagroso, ni catedral, ni lápidas romanas, ni nada notable que enseñar
-á los que lo visitan, pero repite envanecido: «En esta casa de la plaza
-nació Camargo.»</p>
-
-<p>&mdash;Vamos&mdash;interrumpí&mdash;ya comprendo; Sor Aparición... digo, Irene, se
-enamoró de Camargo,<span class="pagenum"><a name="page_145" id="page_145"></a>{145}</span> él la desdeñó, y ella, para olvidar, entró en el
-claustro...</p>
-
-<p>&mdash;¡Chsss!&mdash;exclamó el narrador sonriendo;&mdash;¡espere usted, espere usted,
-que si no fuese más! De eso se ve todos los días; ni valdría la pena de
-contarlo. No; el caso de Sor Aparición tiene miga. Paciencia, que ya
-llegaremos al fin.</p>
-
-<p>De niña, Irene había visto mil veces á Juan de Camargo, sin hablarle
-nunca, porque él era ya mozo y muy huraño y retraído: ni con los demás
-chicos del pueblo se juntaba. Al romper Irene su capullo, Camargo,
-huérfano, ya estudiaba leyes en Salamanca, y sólo venía á casa de su
-tutor durante las vacaciones. Un verano, al entrar en A..., el
-estudiante levantó por casualidad los ojos hacia la ventana de Irene y
-reparó en la muchacha, que fijaba en él los suyos... unos ojos de date
-preso, dos soles negros, porque ya ve usted lo que son todavía ahora.
-Refrenó Camargo el caballejo de alquiler, para recrearse en aquella
-soberana hermosura; Irene era un asombro de guapa. Pero la muchacha,
-encendida como una amapola, se quitó de la ventana cerrándola de golpe.
-Aquella misma noche, Camargo, que ya empezaba á publicar versos en
-periodiquillos, escribió unos, preciosos, pintando el efecto que le
-había producido la vista de Irene en el momento de llegar á su pueblo...
-Y envolviendo en los versos una piedra, al anochecer la disparó contra
-la ventana de Irene. Rompióse el vidrio, y la muchacha recogió el papel
-y leyó los versos, no una vez, ciento, mil: los bebió, se empapó en
-ellos. Sin<span class="pagenum"><a name="page_146" id="page_146"></a>{146}</span> embargo, aquellos versos, que no figuran en la colección de
-las poesías de Camargo, no eran declaraciones amorosas, sino algo raro,
-mezcla de queja é imprecación. El poeta se dolía de que la pureza y la
-hermosura de la niña de la ventana no se hubiesen hecho para él, que era
-un réprobo. Si él se acercase, marchitaría aquella azucena... Después
-del episodio de los versos, Camargo no dió señales de acordarse de que
-existía Irene en el mundo, y en Octubre se dirigió á Madrid. Empezaba el
-período agitado de su vida, las aventuras políticas y la actividad
-literaria.</p>
-
-<p>Desde que Camargo se marchó, Irene se puso triste, llegando á enfermar
-de pasión de ánimo. Sus padres intentaron distraerla; la llevaron algún
-tiempo á Badajoz, la hicieron conocer jóvenes, asistir á bailes; tuvo
-adoradores, oyó lisonjas... pero no mejoró de humor ni de salud.</p>
-
-<p>No podía pensar sino en Camargo, á quien era aplicable lo que dice Byron
-de <i>Lara</i>: que los que le veían no le veían en vano; que su recuerdo
-acudía siempre á la memoria, pues hombres tales lanzan un reto al desdén
-y al olvido. No creía la misma Irene hallarse enamorada; juzgábase sólo
-víctima de un maleficio, emanado de aquellos versos tan sombríos, tan
-extraños. Lo cierto es que Irene tenía eso que ahora llaman obsesión, y
-á todas horas veía <i>aparecerse</i> á Camargo, pálido, serio, el rizado pelo
-sombreando la pensativa frente... Los padres de Irene, al observar que
-su hija se moría<span class="pagenum"><a name="page_147" id="page_147"></a>{147}</span> minada por un padecimiento misterioso, decidieron
-llevarla á la corte, donde hay grandes médicos para consultar y también
-grandes distracciones.</p>
-
-<p>Cuando Irene llegó á Madrid, era célebre Camargo. Sus versos fogosos,
-altaneros, de sentimiento fuerte y nervioso, hacían escuela; sus
-aventuras y genialidades se comentaban. Asociada con él una pandilla de
-perdidos, de bohemios desenfadados é ingeniosos, cada noche inventaban
-nuevas diabluras, y ya turbaban el sueño de los honrados vecinos, ya
-realizaban las orgiásticas proezas á que aluden ciertas poesías
-blasfemas y obscenas, que algunos críticos aseguran que no son de
-Camargo en realidad. Con las borracheras y el libertinaje alternaban las
-sesiones en las logias masónicas y en los comités; Camargo se preparaba
-ya la senda de la emigración. No estaba enterada de todo esto la
-provinciana y cándida familia de Irene; y como se encontrasen en la
-calle al poeta, le saludaron alegres, que al fin era <i>de allá</i>.</p>
-
-<p>Camargo, sorprendido otra vez de la hermosura de la joven; notando que
-al verle se teñían de púrpura las descoloridas mejillas de una niña tan
-preciosa, les acompañó, y prometió visitar á sus convecinos. Quedaron
-lisonjeados los pobres lugareños, y creció su satisfacción al notar que
-de allí á pocos días, habiendo cumplido Camargo su promesa, Irene
-revivía. Desconocedores de la crónica, les parecía Camargo un yerno
-posible, y consintieron que menudease las visitas.<span class="pagenum"><a name="page_148" id="page_148"></a>{148}</span></p>
-
-<p>Veo en su cara de usted que cree adivinar el desenlace... ¡No lo
-adivina! Irene, fascinada, trastornada como si hubiese bebido zumo de
-yerbas, tardó sin embargo seis meses en acceder á una entrevista á
-solas, en la misma casa de Camargo. La honesta resistencia de la niña
-fué causa de que los perdidos amigotes del poeta se burlasen de él, y el
-orgullo, que es la raíz venenosa de ciertos romanticismos, como el de
-Byron y el de Camargo, inspiró á éste una apuesta, un desquite satánico,
-infernal. Pidió, rogó, se alejó, volvió, dió celos, fingió planes de
-suicidio, é hizo tanto, que Irene, atropellando por todo, consintió en
-acudir á la peligrosa cita. Gracias á un milagro de valor y decoro,
-salió de ella pura y sin mancha, y Camargo sufrió una chacota que le
-enloqueció de despecho.</p>
-
-<p>A la segunda cita, se agotaron las fuerzas de Irene, se obscureció su
-razón y fué vencida. Y cuando, confusa y trémula, yacía, cerrando los
-párpados, en brazos del infame, éste exhaló una estrepitosa carcajada,
-descorrió unas cortinas, é Irene vió que la devoraban los impuros ojos
-de ocho ó diez hombres jóvenes, que también reían y palmoteaban
-irónicamente...</p>
-
-<p>Irene se incorporó, dió un salto, y sin cubrirse, con el pelo suelto y
-los hombros desnudos, se lanzó á la escalera y á la calle. Llegó á su
-morada seguida de una turba de pilluelos que la arrojaban barro y
-piedras. Jamás consintió decir de dónde venía, ni qué le había
-sucedido.&mdash;Mi padre lo averiguó, porque, casualmente,<span class="pagenum"><a name="page_149" id="page_149"></a>{149}</span> era amigo de uno
-de los de la apuesta de Camargo.&mdash;Irene sufrió una fiebre de septenarios
-en que estuvo desahuciada; así que convaleció, entró en este
-convento&mdash;lo más lejos posible de A...&mdash;Su penitencia ha espantado á las
-monjas: ayunos increíbles; mezclar el pan con ceniza; pasarse tres días
-sin beber; las noches de invierno descalza y de rodillas, en oración:
-disciplinarse, llevar una argolla al cuello, una corona de espinas bajo
-la toca, un rallo á la cintura...</p>
-
-<p>Lo que más edificó á sus compañeras, que la tienen por santa, fué el
-continuo llorar. Cuentan&mdash;pero serán consejas&mdash;que una vez llenó de
-llanto la escudilla del agua. ¡Y quién le dice á usted que de repente se
-le quedan los ojos secos, sin una lágrima, y brillando de ese modo que
-ha notado usted!&mdash;Esto aconteció más de veinte años hace; las gentes
-piadosas creen que fué la señal del perdón de Dios. No obstante, Sor
-Aparición, sin duda, no se cree perdonada, porque, hecha una momia,
-sigue ayunando y postrándose y usando el cilicio de cerda...</p>
-
-<p>&mdash;Es que hará penitencia por dos&mdash;respondí, admirada de que en este
-punto fallase la penetración de mi cronista.&mdash;¿Piensa usted que Sor
-Aparición no se acuerda del alma infeliz de Camargo?<span class="pagenum"><a name="page_150" id="page_150"></a>{150}</span></p>
-
-<h2><a name="JUSTICIA" id="JUSTICIA"></a><img src="images/ill_pg_150.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-¿Justicia?</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">S</span>IN ser filósofo ni sabio; con sólo la viveza del natural discurso,
-Pablo Roldán había llegado á formarse en muchas cuestiones un criterio
-extraño é independiente; no digo que superior, porque no pienso que lo
-sea,&mdash;pero al menos distinto del de la generalidad de los mortales.&mdash;En
-todo tiempo habrán existido estas divergencias entre el modo de pensar
-colectivo y el de algunos individuos innovadores ó retrógrados con
-exceso, pues tanto nos separamos de nuestra época por adelantarnos como
-por rezagarnos.</p>
-
-<p>Uno de los problemas que Pablo Roldán consideraba de modo original y
-hasta chocante, era el de la infidelidad de la esposa. Es de advertir
-que Pablo Roldán estaba casado, y con dama tan principal, moza, hermosa
-y elegante, que se llevaba los ojos y quizás el corazón de cuantos la
-veían. Un tesoro así debiera hacer<span class="pagenum"><a name="page_151" id="page_151"></a>{151}</span> vigilante á su guardador; pero Pablo
-Roldán no sólo alardeaba de confianza ciega, rayana en descuido, sinó
-que declaraba que la vigilancia le parecía inútil, porque no juzgándose
-<i>propietario</i> de su bella mitad, no se creía en el caso de guardarla
-como se guarda una viña, un huerto ó una caja de valores. Una
-mujer&mdash;decía sonriendo Pablo&mdash;se diferencia de una fruta y de un rollo
-de billetes de Banco, en que tiene conciencia y lengua. A nadie se le ha
-ocurrido hacer responsable á la pavía si un ratero la hurta y se la
-come. La mujer es capaz y responsable&mdash;y vean cómo realmente, pareciendo
-tan bonachón, soy más rígido que ustedes los celosos extremeños.&mdash;La
-mujer es responsable, culpable... entendámonos: cuando engaña. Claro que
-la mía, moralmente, no conseguirá nunca engañarme, porque yo sería la
-flor de los imbéciles si al acercarme á ella no comprendiese la
-impresión que la produzco; si me ama, ó la soy indiferente, ó no me
-puede sufrir. Del estado de su alma no necesitará mi esposa darme
-cuenta: yo adivinaré... ¡No faltaría más! Y al adivinar&mdash;tan cierto como
-me llamo Pablo Roldán y me tengo por hombre de honor&mdash;consideraré roto
-el lazo que la sujeta á mí, y no haré al autor de las almas la ofensa de
-violentar un alma esencialmente igual á la mía... Desde el día en que no
-me quiera, mi mujer será <i>interiormente</i> libre como el aire. Sin
-embargo&mdash;pues el nudo legal es indisoluble y la equivocación mutua,&mdash;le
-advertiré que queda obligada á salvar las apariencias, á tener muy<span class="pagenum"><a name="page_152" id="page_152"></a>{152}</span> en
-cuenta la exterioridad, á no hacerme blanco de la burla; y yo, por mi
-parte, me creeré en el deber de seguir amparándola, de escudarla contra
-el menosprecio. ¡Bah! Amigo mío, esto es hablar por hablar; Felicia
-parece que aun no me ha perdido el cariño... Son teorías, y ya sabe
-usted que, llegado el caso práctico, raro es el hombre que las aplica
-rigurosamente.</p>
-
-<p>No platicaba así Roldán sino con los pocos que tenía por verdaderos
-amigos y hombres de corazón y de entendimiento; con los demás creía él
-que no se debían conferir puntos tan delicados. Al parecer, el sistema
-amplio y generoso de Pablo daba resultados excelentes: el matrimonio
-vivía unido, respetado, contento. No obstante, yo que lo observaba sin
-cesar, atraído por aquel experimento curioso, empecé á notar,
-transcurridos algunos años&mdash;poco después de que la mujer de Pablo entró
-en el período de esplendor de la belleza femenina, los treinta&mdash;ciertos
-síntomas que me inquietaron un poco. Pablo andaba á veces triste y
-meditabundo; tenía días de murria, momentos de distracción y ausencia,
-aunque se rehacía luego y volvía á su acostumbrada ecuanimidad. En
-cambio, su mujer demostraba una alegría y animación exageradas y
-febriles, y se entregaba más que nunca al mundo y á las fiestas. Seguían
-yendo siempre juntos; las buenas costumbres conyugales no se habían
-alterado en lo más mínimo; pero yo, que tampoco soy la flor de los
-imbéciles, no podía dudar que existía en aquella pareja antes venturosa
-algún<span class="pagenum"><a name="page_153" id="page_153"></a>{153}</span> desajuste, alguna grieta oculta, algo que alteraba su contextura
-íntima. Para la gente, el matrimonio Roldán se mantenía inalterable;
-para mí, el matrimonio Roldán se había disuelto.</p>
-
-<p>Por aquel entonces se anunció la boda de cierta opulenta señorita, y los
-padres convidaron á sus relaciones á examinar las <i>vistas</i> y ricos
-regalos que formaban la canastilla de la novia. Encontrábame entretenido
-en admirar un largo hilo de perlas, obsequio del novio, cuando ví entrar
-á Pablo Roldán y á su mujer. Acercáronse á la mesa cargada de preseas
-magníficas, y la gente agolpada les abrió paso difícilmente. La señora
-de Roldán se extasió con el hilo de perlas: ¡qué iguales! ¡qué gruesas!
-¡qué oriente tan nacarado y tan puro! Mientras expresaba su admiración
-hacia la joya, noté...&mdash;¿quién explicaría el por qué me fijaba
-ansiosamente en los movimientos de la mujer de Pablo?&mdash;noté, digo, que
-se deslizaba hacia ella, como para compartir su admiración, Dámaso
-Vargas Padilla, mozo más conocido por calaveradas y despilfarros que por
-obras de caridad, y hube de ver que sobre el color avellana del guante
-de Suecia de la dama relucía un objetito blanco, inmediatamente
-trasladado á los dominios de un guante rojizo del Tirol... Y sentí el
-mismo estremecimiento que si de cosa propia se tratase, al cerciorarme
-de que Pablo Roldán, demudado y con el rostro color de muerto, había
-visto como yo, y sorprendido, como yo, el paso del billete de manos de
-su mujer á manos de Vargas...<span class="pagenum"><a name="page_154" id="page_154"></a>{154}</span></p>
-
-<p>Temí que se arrojase sobre los que así le escarnecían en público. No se
-arrojó; no dió la más leve muestra de cólera ó pesadumbre. Al contrario,
-siguió curioseando y alabando las galas bonitas, revolviendo y mezclando
-los objetos colocados más cerca, deteniéndose y obligando á su mujer á
-que se detuviese y reparase el mérito de cada uno. Tan despacio procedió
-á este examen, que la gente fué retirándose poco á poco, y ya no
-quedamos en el gabinete sino media docena de personas. Y cuando me
-disponía á cruzar la puerta, en una ojeada que lancé al descuido, volví
-á ver algo que me hizo el efecto de la espantable cabeza de Medusa,
-paralizándome de horror, dejándome sin voz, sin discurso, sin aliento...
-Pablo Roldán había deslizado rápidamente en el bolsillo de su chaleco el
-hilo de perlas, y salía tranquilo, alta la frente, bromeando con su
-esposa, elogiando un cuadro, en el cual logró concentrar toda la
-atención de los circunstantes.</p>
-
-<p>Desde el día siguiente empezó á murmurarse sobre el tema del robo,
-primero en voz baja, después con escandalosa publicidad. Hubo periódicos
-que lo insinuaron; el <i>tole tole</i> fué horrible. Las muchas personas
-distinguidas que habían admirado las galas de la novia clamaban al cielo
-y mostraban, naturalmente, deseo furioso de que se descubriese al
-ladrón. Se calumnió á varios inocentes, y el rencor buscó medios de
-herir, devolviendo la flecha. Todos respiraron por fin al saber que el
-juez, avisado por una delación anónima, acababa de registrar<span class="pagenum"><a name="page_155" id="page_155"></a>{155}</span> la casa de
-Pablo, encontrando el hilo de perlas en un armario del tocador de la
-señora de Roldán...</p>
-
-<p>Sólo yo comprendí la tremenda venganza. Sólo yo logré penetrar el
-siniestro enigma, sin clave para la propia señora, que no anda lejos de
-expiar con años de presidio el delito que no cometió. Y un día que
-encontré á Pablo y le abrí mi alma y le confesé mis perplejidades, mis
-dudas respecto á si debía ó no revelar la verdad, puesto que la conocía,
-Pablo me respondió con lágrimas de rabia al borde de los lagrimales:</p>
-
-<p>&mdash;No intervengas; ¡paso á la justicia, paso!... Dejó de amarme, y no me
-creí con derecho ni á la queja; quiso á otro, y únicamente la rogué que
-no me entregase á la risa del mundo... ¡Ya sabes cómo atendió á mi
-ruego... ya lo sabes! Antes que consiguiese ridiculizarme, la infamé...
-¡Los medios fueron malos, pero... se lo tenía advertido! Si tú eres de
-los que creen que la venganza pertenece á Dios, apártate de mí, porque
-no nos entendemos. Amor, odio y venganza... ¿dónde habrá nada más
-humano?</p>
-
-<p>Me desvié de Pablo Roldán y no quiero volver á verle. No sé juzgarle;
-tan pronto le compadezco, como me inspira horror.<span class="pagenum"><a name="page_156" id="page_156"></a>{156}</span></p>
-
-<h2><a name="MAS_ALLA" id="MAS_ALLA"></a><img src="images/ill_pg_156.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Más allá</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">E</span>RA un balneario elegante; pero no de esos en que la gente rica,
-antojadiza y maniática cuida imaginarias dolencias, sino de los que
-reciben todos los años, desde principios de Junio, retahilas de
-verdaderos enfermos pálidos y débiles, y donde, á la hora de la
-consulta, se ven á la puerta del consultorio gestos ansiosos,
-enrojecidos párpados, y señoras de pelo gris, que dan el brazo y
-sostienen á señoritas demacradas, de trabajoso andar. Para decirlo
-pronto: aquellas aguas convenían á los tísicos.</p>
-
-<p>Pared por medio estaban los dos. <i>Ella</i>, la niña apasionada y romántica,
-la interesante enfermita que&mdash;indiferente á la muerte como
-aniquilamiento del ser físico&mdash;no la aceptaba como abdicación de la
-gracia y la belleza; que, á su paso por los salones, cuando los cruzaba
-con porte airoso de ninfa joven, solía levantar un rumor halagüeño, un
-murmurio pérfido de<span class="pagenum"><a name="page_157" id="page_157"></a>{157}</span> mar que acaricia y devora; y defendiendo hasta el
-último instante su corona de encantos, que iba á marchitarse en el
-sepulcro, se rodeaba de flores y perfumes, sonreía dulcemente, envolvía
-su cuerpo enflaquecido en finos crespones de China y delicados encajes,
-y calzaba su pie menudo de blanco tafilete, con igual coquetería que si
-fuese á dirigir alegre y raudo cotillón.&mdash;<i>El</i>, el mozo galán que había
-derrochado sus fuerzas vitales con prodigalidad regia, despreciando las
-advertencias de la tierna é inquieta madre y la indicación hereditaria
-de los dos tíos maternos arrebatados en lo mejor de la edad&mdash;hasta que
-un día sintió á su vez el golpe sordo que le hería el pecho y le
-disolvía lentamente el pulmón, avivando, en vez de extinguirlo, el
-incendio que siempre había consumido su alma.</p>
-
-<p>Pared por medio estaban los dos, sin conocerse ni saber que existían, y
-sin embargo, el mal que los llevaba á la tumba tenía idéntico origen; el
-mismo anhelo insaciable había atacado en ellos las fuentes de la vida.
-Ella y él, fascinados por el propio sueño, hicieron de la pasión único
-ideal de la existencia, y aspiraron á un amor grande, profundamente
-estético, ardiente y resuelto como si fuese criminal, noble y altivo
-como si fuese legítimo, puro á fuerza de intensidad, abrasador á fuerza
-de pureza. Y como quien busca ave fénix ó talismán poderoso, habían
-buscado ambos la encantada isla de sus ensueños, ella entre los sosos
-incidentes del diario <i>flirt</i>, él entre los episodios no menos<span class="pagenum"><a name="page_158" id="page_158"></a>{158}</span> vulgares
-de la calvatronería orgiástica; hasta que una serie de decepciones
-tristes, cómicas ó indignas les arruinó la salud, dejando intacto el
-tesoro de ilusiones y aspiraciones nunca satisfechas, la sed de amar
-inextinta, más bien exacerbada por la calentura y el alta tensión
-nerviosa, fruto del padecimiento.</p>
-
-<p>¡Quién les dijera que allí, detrás del tabique en cuyo papel de
-caprichosos dibujos hallaban maquinal entretenimiento los aburridos
-ojos, se encontraba lo que habían buscado en balde tanto tiempo, lo que
-necesitaban para asirse otra vez á la existencia!</p>
-
-<p>Porque ya ni él ni ella podían salir del cuarto, ni bajar las escaleras,
-ni comer en el comedor. Postrados y exánimes, les traían el agua mineral
-en un vaso puesto boca abajo sobre un platillo; últimamente, hasta no se
-atrevieron á beber, y el médico, presintiendo fatal desenlace, advirtió
-que convendría atender al alma, señal casi siempre funestísima para el
-pobre del cuerpo.</p>
-
-<p>El y ella se prepararon á recibir á Jesucristo con todo el agasajo que
-tal visita merece. No hubo fuerzas humanas que les impidiesen vestirse y
-engalanarse como para un sarao. Ella se lavó con esencias fragantes y
-jabones exquisitos, hizo peinar esmeradamente la negra mata de pelo, se
-puso traje de blanco gró, y con sonriente coquetería prendió en la
-mantilla sus agujas de turquesas; él atusó la bien recortada barba,
-eligió la camisa más bruñida y tersa, el chaleco de mejor caída, y de
-frac y corbata<span class="pagenum"><a name="page_159" id="page_159"></a>{159}</span> blanca, esperó á su Dios. Y él y ella, al sentir en los
-labios la sagrada partícula, gozaron un momento de emoción deliciosa:
-les pareció que la efusión esperada en vano, el supremo arrobamiento del
-éxtasis, vendría después de despojada la vestidura carnal, cuando el
-alma, libre y dichosa, volase al seno de su Creador...</p>
-
-<p>Así fué que tuvieron unas últimas horas edificantes, ejemplares, de un
-ardor místico sublime, que hacía derramar lágrimas á los que rodeaban el
-lecho. Sus palabras de esperanza sonaban conmovedoras y misteriosas,
-dichas desde el borde de la huesa. Hablaban del cielo, y diríase que al
-nombrarlo lo veían ya; de tal suerte se iluminaban sus ojos y
-resplandecía en sus rostros la beatitud y la fe que transfigura.</p>
-
-<p>A la misma hora fallecieron, y sus espíritus se encontraron en el camino
-del otro mundo, antes de tomar rumbos distintos, pues él se encaminaba
-al purgatorio en forma de llama rojiza, y ella al cielo, convertida en
-ligero fueguecillo azul. Entonces se vieron por primera vez, y
-sorprendidos, detuviéronse á contemplarse. Como á aquellas alturas todo
-se adivina, inmediatamente adivinaron de qué habían muerto y la
-semejanza de sus destinos durante la vida terrenal. Y así como
-comprendieron claramente que los dos habían muerto de plétora de pasión
-no satisfecha ni entendida, advirtieron también con asombro que él era
-el alma nacida para ella, y ella el corazón capaz de encerrar aquel amor
-infinito de que él se sentía minado y consumido,<span class="pagenum"><a name="page_160" id="page_160"></a>{160}</span> como el árbol que todo
-se derrite en gomas. Y lo mismo fué advertirlo, que juntarse
-impetuosamente los dos espíritus, mezclándose la llama rojiza con el
-fueguecillo azul tan estrechamente, que se hicieron una luz sola.</p>
-
-<p>Y sucedió que, unidos ya, él no pudo entrar en el purgatorio por la
-parte que llevaba de cielo, y ella tampoco pudo ingresar en el cielo por
-la parte que llevaba de purgatorio. El, generoso, la propuso que se
-apartasen, yéndose ella á disfrutar las dichas del Empíreo; mas ella
-prefirió seguir unida á él, aun á costa de la eterna bienandanza; y
-desde entonces la luz anda errante, y los dos espíritus no hallan otro
-nido para sus amores póstumos, sino la extremidad del palo de algún
-buque, donde los marinos los confunden con el fuego de San Telmo.<span class="pagenum"><a name="page_161" id="page_161"></a>{161}</span></p>
-
-<h2><a name="LA_CULPABLE" id="LA_CULPABLE"></a><img src="images/ill_pg_161.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-La culpable</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">E</span>LISA fué una mujer desgraciadísima durante toda su vida conyugal, y
-murió, joven aún, minada por las penas. Es verdad que había cometido una
-falta muy grave, tan grave que para ella no hay perdón: escaparse con su
-marido antes de que éste lo fuese y pasar en su compañía veinticuatro
-horas de tren... Después, sucedió lo de costumbre: la recogió la
-autoridad, la depositaron en un convento, y á los quince días se casó,
-sin que sus padres asistiesen á la boda; actitud muy digna, en opinión
-de las personas sensatas.</p>
-
-<p>Ellos no se habían opuesto de frente á las relaciones de Elisa con
-Adolfo: mas como quiera que no les agradaba pizca el aspirante, y creían
-conocerle y presentían su condición moral, suscitaron mil dificultades
-menudas y consiguieron dar largas al asunto y entretenerlo por espacio
-de cinco años. Consintieron,<span class="pagenum"><a name="page_162" id="page_162"></a>{162}</span> eso sí, que Adolfo <i>entrase en casa</i>,
-porque tenía poco de seductor y era hasta antipático, y esperaron que
-Elisa perdiese toda ilusión al verle de cerca. Sucedió lo contrario; en
-los interminables coloquios junto á la chimenea; en el diario tortoleo,
-el amante corazón de Elisa se dejó cautivar para siempre, y Adolfo
-aseguró la presa de la acaudalada muchacha. Después de meditadas y
-estratégicas maniobras por parte del novio, llegó el instante de la
-fuga, preliminar del casamiento.</p>
-
-<p>La familia de Elisa tomó muy á pechos el escándalo, por lo mismo que
-eran gente conocida, bien relacionada, preciada de correcta,
-intransigente en cuestiones de moralidad exterior. Hubo en la casa uno
-de esos períodos de disgusto, cerrados, serios, hondos, en que hasta los
-criados andan mohinos; períodos que á las personas entradas en edad les
-cavan una cuarta de sepultura. Las dos hermanas de la fugitiva se
-avergonzaron y corrieron de suerte que en muchos meses no se atrevieron
-á salir á la calle. Una, en especial, se afectó tanto, que fué preciso
-sacarla de Madrid para que no se alterase su salud. La madre jamás
-pronunció el nombre de Elisa sin suspirar, como cuando se nombra á los
-que fallecieron. El padre extremó el procedimiento: cerróse á la banda y
-no nombró á Elisa ya nunca. Si le preguntaban cuántas hijas tenía,
-contestaba que dos. «La otra la perdí», añadía crispando los labios.</p>
-
-<p>Unida ya Elisa con el que había elegido, se propuso ser intachable y
-perfecta en todo para<span class="pagenum"><a name="page_163" id="page_163"></a>{163}</span> rescatar la falta. No hubo esposa más tierna y
-solícita que Elisa, ni casa mejor gobernada que la suya, ni señora que
-con mayor abnegación prescindiese de sí propia y se eclipsase más
-modestamente en la sombra del hogar. Como al fin tenía pocos años y á
-veces la sangre hervía en sus venas con ímpetu juvenil, cuando veía á
-otras casadas adornarse, cubrirse de joyas, ir á bailes y fiestas y
-sonreir al espejo, y ella se quedaba recluída y en bata casera, decía
-para sí: «Bueno; pero esas no se escaparon con su marido antes de la
-boda.» Y aunque supiese que se escapaban después... ó cosa parecida...
-con otros,&mdash;siempre persistía en tenerlas por de mejor condición.</p>
-
-<p>Hasta tal punto se consideró obligada á prestar fianza de su conducta,
-que nunca salió sola, ni consintió recibir una visita estando ausente su
-marido. A los hombres, fuesen jóvenes ó viejos, les hablaba fría y
-desabridamente, cortando en seguida la conversación. Su traje era
-obscuro, subido hasta las orejas, y su peinado estudiadamente sencillo y
-sin coquetería. Aficionada á las esencias y aguas de tocador, las
-suprimió por completo desde que oyó decir que «la mujer de bien, ni ha
-de oler mal, ni ha de oler bien». Ser tenida en concepto de mujer de
-bien, fué su ambición y su sueño; pero desconfiaba de conseguirlo nunca,
-por <i>aquello</i> de la escapatoria...</p>
-
-<p>Pasada la corta luna de miel, Adolfo comenzó á distraerse, y so color de
-política, se acostumbró á retirarse tarde, á pasarse los días<span class="pagenum"><a name="page_164" id="page_164"></a>{164}</span> fuera,
-sin venir ni á comer. Elisa lloró en silencio: lloró mucho, porque le
-quería, le quería con toda su alma, y no podía vivir dichosa sino con él
-y por él, á quien todo lo había sacrificado.</p>
-
-<p>Un día, registrando el ropero de su marido para limpiar y arreglar la
-ropa, encontró traspapelada en un chaqué de verano una carta
-inequívoca... El dolor fue tan agudo, que Elisa se metió en la cama y
-estuvo varios días sin querer comer y con gran deseo de morirse. Así que
-cobró algún ánimo, se levantó y siguió viviendo. No profirió una queja:
-¿con qué derecho? ¡La podían tapar la boca á las primeras palabras! ¡Y
-si salía á relucir lo de la fuga!.</p>
-
-<p>Vinieron hijos, un niño y una niña; pero Elisa, que sufrió todo el peso
-de la crianza, no intervino en la educación, ni ejerció jamás esa
-autoridad de la madre digna y altiva, que lleva la maternidad como una
-corona. Sus hijos se habituaron á que «no mandaba mamá».</p>
-
-<p>En cuanto á la hacienda, ya se infiere que la regía única y
-exclusivamente Adolfo, y Elisa no se hubiese arrojado á gastar cincuenta
-pesetas en nada extraordinario, sin la vénia necesaria. Muerto el padre
-de Elisa y recogida la legítima, todavía pingüe, aunque mermada por el
-enojo paternal, Adolfo se hizo cargo de todo y dedicó la mayor parte á
-sus goces, no sin que muchas veces oyese Elisa reconvenciones duras y
-alusiones amargas, fundadas en que su padre la había desheredado ó punto
-menos.<span class="pagenum"><a name="page_165" id="page_165"></a>{165}</span></p>
-
-<p>La salud de Elisa se resintió: los médicos hablaron de lesiones al
-corazón, que degeneraban en hidropesía. Como la enferma se agravase,
-pidió confesor, y por centésima vez se acusó de su delito, la
-escapatoria fatal. El confesor la mandó que se acusase de pecados de la
-vida presente, porque Dios no acostumbra recontar los ya perdonados y
-absueltos. Mas la absolución del cielo no bastaba á Elisa: ya se sabe
-que Dios es muy bueno; pero, en cambio, los hombres jamás olvidan
-ciertas cosas, y la mancha de vergüenza allí está sobre la frente hasta
-la última hora de vivir!</p>
-
-<p>Con los ojos vidriados de lágrimas, Elisa pidió que viniese Adolfo, y
-así que le vió á su cabecera, echándole los brazos al cuello, murmuró á
-su oído: «Alma mía, mi bien, ya sé que no tengo derecho ninguno á
-pedirte que... que no te vuelvas á casar... ¡pero al menos... mira, en
-esta hora solemne... perdóname de veras <i>aquello</i>... y no me olvides
-así... tan pronto... tan pronto!»</p>
-
-<p>Adolfo no contestó; no obstante, le pareció natural inclinarse y
-besarla. Y la culpable, dejando caer la cabeza sobre la almohada, espiró
-contenta.<span class="pagenum"><a name="page_166" id="page_166"></a>{166}</span></p>
-
-<h2><a name="LA_NOVIA_FIEL" id="LA_NOVIA_FIEL"></a><img src="images/ill_pg_166.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-La novia fiel</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">F</span>UÉ sorpresa muy grande para todo Marineda el que se rompiesen las
-relaciones entre Germán Riaza y Amelia Sirvián. Ni la separación de un
-matrimonio da margen á tantos comentarios. La gente se había
-acostumbrado á creer que Germán y Amelia no podían menos de casarse.
-Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo novio. Sólo el confesor
-de Amelia tuvo la clave del enigma.</p>
-
-<p>Lo cierto es que aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que
-casi habían ascendido á institución. Diez años de noviazgo no son grano
-de anís. Amelia era novia de Germán desde el primer baile á que asistió
-cuando la pusieron de largo.</p>
-
-<p>¡Qué linda estaba en el tal baile! Vestida de blanco crespón, escotada
-apenas, lo suficiente para enseñar el arranque de los virginales hombros
-y del seno que latía de emoción y placer,<span class="pagenum"><a name="page_167" id="page_167"></a>{167}</span> empolvado el rubio pelo,
-donde se marchitaban capullos de rosa, Amelia era, según se decía en
-algún grupo de señoras, ya machuchas, «un cromo», «un grabado de <i>La
-Ilustración</i>». Germán la sacó á bailar, y cuando estrechó aquel talle
-que se cimbreaba, y sintió la frescura de aquel hálito infantil, perdió
-la chaveta, y en voz temblorosa, trastornado, sin elegir frases, hizo
-una declaración sincerísima, y recogió un <i>sí</i> espontáneo, medio
-involuntario, doblemente delicioso. Se escribieron desde el día
-siguiente, y vino esa época de ventaneo y seguimiento en la calle, que
-es como la alborada de semejantes amoríos. Ni los padres de Amelia,
-modestos propietarios, ni los de Germán, comerciantes de regular caudal,
-pero de numerosa prole, se opusieron á la inclinación de los muchachos,
-dando por supuesto desde el primer instante que aquello pararía en
-justas nupcias, así que Germán acabase la carrera de Derecho y pudiese
-sostener la carga de una familia.</p>
-
-<p>Los seis primeros años fueron encantadores. Germán pasaba los inviernos
-en Compostela, cursando en la Universidad y escribiendo largas y tiernas
-epístolas; entre leerlas, releerlas, contestarlas y ansiar que llegasen
-las vacaciones, el tiempo se deslizaba insensible para Amelia. Las
-vacaciones eran grato paréntesis, y todo el tiempo que durasen ya sabía
-Amelia que se lo dedicaría íntegro su novio. Este no entraba aún en la
-casa, pero acompañaba á Amelia en el paseo, y de noche se hablaban, á la
-luz de la luna, por una galería con vistas al<span class="pagenum"><a name="page_168" id="page_168"></a>{168}</span> mar. La ausencia,
-interrumpida por frecuentes regresos, era casi un aliciente, un encanto
-más, un interés continuo, algo que llenaba la existencia de Amelia, sin
-dejar cabida á la tristeza ni al tedio.</p>
-
-<p>Así que Germán tuvo en el bolsillo su título de licenciado en Derecho,
-resolvió pasar á Madrid á cursar las asignaturas del doctorado. ¡Año de
-prueba para la novia! Germán apenas escribía: billetes garrapateados al
-vuelo, quizás sobre la mesa de un café, concisos, insulsos, sin jugo de
-ternura. Y las amiguitas caritativas, que veían á Amelia ojerosa,
-preocupada, alejada de las distracciones, la decían con perfidia
-burlona:&mdash;Anda, tonta, diviértete... ¡Sabe Dios lo que él estará
-haciendo por allá! ¡Bien inocente serías si creyeses que no te la
-pega...! A mí me escribe mi primo Lorenzo que vió á Germán muy animado
-en el teatro con <i>unas</i>....</p>
-
-<p>El gozo de la vuelta de Germán compensó estos sinsabores. A los dos días
-ya no se acordaba Amelia de lo sufrido, de sus dudas, de sus sospechas.
-Autorizado para frecuentar la casa de su novia, Germán asistía todas las
-noches á la tertulia familiar, y en la penumbra del rincón del piano,
-lejos del quinqué velado por sedosa pantalla, los novios sostenían
-interminable diálogo, buscándose de tiempo en tiempo las manos para
-trocar una furtiva presión, y siempre los ojos para beberse la mirada
-hasta el fondo de las pupilas.</p>
-
-<p>Nunca había sido tan feliz Amelia. ¿Qué podía desear? Germán estaba
-allí, y la boda era<span class="pagenum"><a name="page_169" id="page_169"></a>{169}</span> asunto concertado, resuelto, aplazado sólo por la
-necesidad de que Germán encontrase una posicioncita, una base para
-establecerse; una fiscalía, por ejemplo. Como transcurriese un año más y
-la posición no se hubiese encontrado aún, Germán decidió abrir bufete y
-mezclarse en la politiquilla local, á ver si así iba adquiriendo favor y
-conseguía el ansiado puesto. Los nuevos quehaceres le obligaron á no ver
-á Amelia ni tanto tiempo ni tan á menudo. Cuando la muchacha se
-lamentaba de esto, Germán se vindicaba plenamente; había que pensar en
-el porvenir; ya sabía Amelia que un día ú otro se casarían, y no debía
-fijarse en menudencias, en remilgos propios de los que empiezan á
-quererse. En efecto, Germán continuaba con el firme propósito de casarse
-así que se lo permitiesen las circunstancias.</p>
-
-<p>Al noveno año de relaciones notaron los padres de Amelia (y acabó por
-notarlo todo el mundo), que el carácter de la muchacha parecía
-completamente variado. En vez de la sana alegría y la igualdad de humor
-que la adornaban, mostrábase llena de rarezas y caprichos, ya riendo á
-carcajadas, ya encerrada en hosco silencio. Su salud se alteró también:
-advertía desgana invencible, insomnios crueles, que la obligaban á
-pasarse las noches levantada, porque decía que la cama, con el desvelo,
-le parecía su sepulcro; además, sufría aflicciones al corazón y ataques
-nerviosos. Cuando la preguntaban en qué consistía su mal, contestaba
-lacónicamente: «No lo sé.» Y era cierto;<span class="pagenum"><a name="page_170" id="page_170"></a>{170}</span> pero al fin lo supo, y el
-saberlo la hizo mayor daño.</p>
-
-<p>¿Qué mínimos indicios; qué insensibles pero eslabonados hechos; qué
-inexplicables revelaciones emanadas de cuanto nos rodea, hacen que sin
-averiguar nada nuevo ni concreto, sin que nadie la entere con precisión
-impúdica, la ayer ignorante doncella entienda de pronto y se rasgue ante
-sus ojos el velo de Isis? Amelia, súbitamente, comprendió. Su mal no era
-sino deseo, ansia, prisa, necesidad de casarse. ¡Qué vergüenza, qué
-sonrojo, qué dolor y qué desilusión si Germán llegaba á sospecharlo
-siquiera! ¡Ah! Primero morir. ¡Disimular, disimular á toda costa, y que
-ni el novio, ni los padres, ni la tierra, lo supiesen!</p>
-
-<p>Al ver á Germán tan pacífico, tan aplomado, tan armado de paciencia;
-engruesando, mientras ella se consumía; chancero mientras ella empapaba
-la almohada en lágrimas, Amelia se acusaba á sí propia, admirando la
-serenidad, la cordura, la virtud de su novio. Y para contenerse y no
-echarse sollozando en sus brazos; para no cometer la locura indigna de
-salir una tarde sola é irse á casa de Germán, necesitó Amelia todo su
-valor, todo su recato, todo el freno de las nociones de honor y
-honestidad que la inculcaron desde la niñez.</p>
-
-<p>Un día... sin saber cómo: sin que ningún suceso extraordinario, ninguna
-conversación sorprendida la ilustrase, acabaron de rasgarse los últimos
-cendales del velo... Amelia veía la luz; en su alma relampagueaba la
-terrible noción de<span class="pagenum"><a name="page_171" id="page_171"></a>{171}</span> la realidad; y al acordarse de que poco antes
-admiraba la resignación de Germán y envidiaba su paciencia, y al
-explicarse ahora la verdadera causa de esa paciencia y esa resignación
-incomparable, una carcajada sardónica crispó sus labios, mientras en su
-garganta creía sentir un nudo corredizo, que se apretaba poco á poco y
-la extrangulaba. La convulsión fué horrible, larga, tenaz; y aún no bien
-Amelia, destrozada, pudo formar frases, rogó á sus consternados padres
-que advirtiesen á Germán que las relaciones quedaban rotas. Cartas del
-novio, súplicas, paternales consejos, todo fué en vano: Amelia se aferró
-á su resolución, y en ella persistió, sin dar razones ni excusas.</p>
-
-<p>&mdash;Hija, en mi entender, hizo usted muy mal&mdash;la decía el Padre Incienso,
-viéndola bañada en lágrimas al pie del confesionario.&mdash;Un chico formal,
-laborioso, dispuesto á casarse, no se encuentra por ahí fácilmente.
-Hasta el aguardar á tener posición para fundar familia, lo encuentro
-loable en él. En cuanto á lo demás... á esas figuraciones de usted...
-Los hombres... por desgracia... Mientras está soltero, habrá tenido esos
-entretenimientos... Pero usted...</p>
-
-<p>&mdash;¡Padre&mdash;exclamó la joven&mdash;créame usted, pues aquí hablo con Dios! ¡Le
-quería... le quiero... y por lo mismo... por lo mismo, padre! ¡Si no le
-dejo... le imito! ¡Yo tambien...!<span class="pagenum"><a name="page_172" id="page_172"></a>{172}</span></p>
-
-<h2><a name="AFRA" id="AFRA"></a><img src="images/ill_pg_172.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Afra</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">L</span>A primera vez que asistí al teatro de Marineda&mdash;cuando me destinaron
-con mi regimiento á la guarnición de esta bonita capital de
-provincia&mdash;recuerdo que asesté los gemelos á la triple hilera de palcos,
-para enterarme bien del mujerío y las esperanzas que en él podía cifrar
-un muchacho de veinticinco años no cabales.</p>
-
-<p>Gozan las marinedinas fama de hermosas, y vi que no usurpada. Observé
-también que su belleza consiste principalmente en el color. Blancas (por
-obra de naturaleza, no del perfumista), de bermejos labios, de floridas
-mejillas y mórbidas carnes, las marinedinas me parecieron una guirnalda
-de rosas tendida sobre un barandal de terciopelo obscuro. De pronto, en
-el cristal de los anteojos que yo paseaba lentamente por la susodicha
-guirnalda, se encuadró un rostro que me fijó los gemelos en la
-dirección<span class="pagenum"><a name="page_173" id="page_173"></a>{173}</span> que entonces tenían. Y no es que aquel rostro sobrepujase en
-hermosura á los demás, sino que se diferenciaba de todos por la
-expresión y el carácter.</p>
-
-<p>En vez de una fresca encarnadura y un plácido y picaresco gesto, vi un
-rostro descolorido, de líneas enérgicas, de ojos verdes, coronados por
-cejas negrísimas, casi juntas, que les prestaban una severidad singular;
-de nariz delicada y bien diseñada, pero de alas movibles, reveladoras de
-la pasión vehemente; una cara de corte severo, casi viril, que coronaba
-un casco de trenzas de un negro de tinta; pesada cabellera que debía de
-absorber los jugos vitales y causar daño á su poseedora... Aquella
-fisonomía, sin dejar de atraer, alarmaba, pues era de las que dicen á
-las claras desde el primer momento á quien las contempla: «Soy una
-voluntad. Puedo torcerme, pero no quebrantarme. Debajo del elegante
-maniquí femenino, escondo el acerado resorte de un alma.»</p>
-
-<p>He dicho que mis gemelos se detuvieron, posándose ávidamente en la
-señorita pálida del pelo abundoso. Aprovechando los movimientos que
-hacía para conversar con unas señoras que la acompañaban, detallé su
-perfil, su acentuada barbilla, su cuello delgado y largo, que parecía
-doblarse al peso del voluminoso rodete, su oreja menuda y apretada, como
-para no perder sonido. Cuando hube permanecido así un buen rato,
-llamando sin duda la atención por mi insistencia en considerar á aquella
-mujer, sentí que me daban un golpecito en el hombro, y oí<span class="pagenum"><a name="page_174" id="page_174"></a>{174}</span> que me decía
-mi compañero de armas Alberto Castro:</p>
-
-<p>&mdash;¡Cuidadito!</p>
-
-<p>&mdash;Cuidadito ¿por qué?&mdash;respondí bajando los anteojos.</p>
-
-<p>&mdash;Porque te veo en peligro de enamorarte de Afra Reyes, y si está de
-Dios que ha de suceder, al menos no será sin que yo te avise y te entere
-de su historia. Es un servicio que los hijos de Marineda debemos á los
-forasteros.</p>
-
-<p>&mdash;¿Pero tiene historia?&mdash;murmuré haciendo un movimiento de repugnancia;
-porque, aún sin amar á una mujer, me gusta su pureza, como agrada el
-aseo de casas donde no pensamos vivir nunca.</p>
-
-<p>&mdash;En el sentido que se suele dar á la palabra historia, Afra no la
-tiene... Al contrario, es de las muchachas más formales y menos coquetas
-que se encuentran por ahí. Nadie se puede alabar de que Afra le devuelva
-una miradita, ó le diga una palabra de esas que dan ánimos. Y si no, haz
-la prueba: dedícate á ella; mírala más; ni siquiera se dignará volver la
-cabeza. Te aseguro que he visto á muchos que anduvieron locos y no
-pudieron conseguir ni una ojeada de Afra Reyes.</p>
-
-<p>&mdash;Pues entonces... ¿qué?... ¿Tiene algo... en secreto? ¿Algo que manche
-su honra?</p>
-
-<p>&mdash;Su honra, ó si se quiere, su pureza... repito que ni tiene ni tuvo.
-Afra, en cuanto á eso... como el cristal. Lo que hay te lo diré... pero
-no aquí; cuando se acabe el teatro saldremos juntos, y allá por el
-Espolón, donde nadie<span class="pagenum"><a name="page_175" id="page_175"></a>{175}</span> se entere... Porque se trata de cosas graves... de
-mayor cuantía.</p>
-
-<p>Esperé con la menor impaciencia posible á que terminasen de cantar <i>La
-bruja</i>, y así que cayó el telón, Alberto y yo nos dirigimos de bracero
-hacia los muelles. La soledad era completa, á pesar de que la noche
-tibia convidaba á pasear, y la luna plateaba las aguas de la bahía,
-tranquila á la sazón como una balsa de aceite, y misteriosamente blanca
-á lo lejos.</p>
-
-<p>&mdash;No creas&mdash;dijo Alberto&mdash;que te he traído aquí sólo para que no me
-oyese nadie contarte la historia de Afra. También es que me pareció
-bonito referirla en el mismo escenario del drama que esta historia
-encierra. ¿Ves este mar tan apacible, tan dormido, que produce ese rumor
-blando y sedoso contra la pared del malecón? ¡Pues sólo este mar... y
-Dios, que lo ha hecho, pueden alabarse de conocer la verdad entera
-respecto á la mujer que te ha llamado la atención en el teatro! Los
-demás la juzgamos por meras conjeturas... ¡y tal vez calumniamos al
-conjeturar! Pero hay tan fatales coincidencias; hay apariencias tan
-acusadoras en el mundo... que no podría disiparlas sino la voz del mismo
-Dios que ve los corazones y sabe distinguir al inocente del culpado.</p>
-
-<p>«Afra Reyes es hija de un acaudalado comerciante; se educó algún tiempo
-en un colegio inglés, pero su padre tuvo quiebras, y por disminuir
-gastos recogió á la chica, interrumpiendo su educación. Con todo, el
-barniz de Inglaterra se le conocía: traía ciertos gustos de<span class="pagenum"><a name="page_176" id="page_176"></a>{176}</span>
-independencia y mucha afición á los ejercicios corporales. Cuando llegó
-la época de los baños no se habló en el pueblo sino de su destreza y
-vigor para nadar; una cosa sorprendente.</p>
-
-<p>»Afra era amiga íntima, inseparable, de otra señorita de aquí, Flora
-Castillo; la intimidad de las dos muchachas continuaba la de sus
-familias. Se pasaban el día juntas; no salía la una si no la acompañaba
-la otra; vestían igual y se enseñaban, riendo, las cartas amorosas que
-las escribían. No tenían novio, ni siquiera demostraban predilección por
-nadie. Vino del Departamento cierto marino muy simpático, de hermosa
-presencia, primo de Flora, y empezó á decirse que el marino hacía la
-corte á Afra, y que Afra le correspondía con entusiasmo. Y lo notamos
-todos: los ojos de Afra no se apartaban del galán, y al hablarle, la
-emoción profunda se conocía hasta en el anhelo de la respiración y en lo
-velado de la voz. Cuando á los pocos meses se supo que el consabido
-marino realmente venía á casarse con Flora, se armó un caramillo de
-murmuraciones y chismes y se presumió que las dos amigas reñirían para
-siempre. No fue así; aunque desmejorada y triste, Afra parecía
-resignada, y acompañaba á Flora de tienda en tienda á escoger ropas y
-galas para la boda. Esto sucedía en Agosto.</p>
-
-<p>»En Septiembre, poco antes de la fecha señalada para el enlace, las dos
-amigas fueron, como de costumbre, á bañarse juntas allí... ¿no ves? en
-la playita de San Wintila, donde suele haber mar brava. Generalmente las
-acompañaba<span class="pagenum"><a name="page_177" id="page_177"></a>{177}</span> el novio, pero aquel día sin duda tenía que hacer, pues no
-las acompañó.</p>
-
-<p>»Amagaba tormenta; la mar estaba picadísima; las gaviotas chillaban
-lúgubremente, y la criada que custodiaba las ropas y ayudaba á vestirse
-á las señoritas, refirió después que Flora, la rubia y tímida Flora,
-sintió miedo al ver el aspecto amenazador de las grandes olas verdes que
-rompían contra el arenal. Pero Afra, intrépida, ceñido ya su traje
-marinero, de sarga azul obscura, animó con chanzas á su amiga.
-Metiéronse mar adentro cogidas de la mano, y pronto se las vió nadar,
-agarradas también, envueltas en la espuma del oleaje.</p>
-
-<p>»Poco más de un cuarto de hora después salió á la playa Afra sola,
-desgreñada, ronca, lívida, gritando, pidiendo socorro, sollozando que á
-Flora la había arrastrado el mar...</p>
-
-<p>»Y tan de verdad la había arrastrado, que de la linda rubia sólo
-reapareció, al otro día, un cadáver desfigurado, herido en la frente...
-El relato que de la desgracia hizo Afra entre gemidos y desmayos, fué
-que Flora, rendida de nadar y sin fuerzas, gritó «me ahogo»; que ella,
-Afra, al oirlo, se lanzó á sostenerla y salvarla; que Flora, al
-forcejear para no irse á fondo, se llevaba á Afra al abismo; pero que,
-aun así, hubiesen logrado quizá salir á tierra, si la fatalidad no las
-empuja hacia un trasatlántico fondeado en bahía desde por la mañana. Al
-chocar con la quilla, Flora se hizo la herida horrible, y Afra recibió
-también los arañazos<span class="pagenum"><a name="page_178" id="page_178"></a>{178}</span> y magulladuras que se notaban en sus manos y
-rostro...</p>
-
-<p>»¿Que si creo que Afra...?</p>
-
-<p>»Sólo añadiré que al marino, novio de Flora, no volvió á versele por
-aquí; y Afra, desde entonces, no ha sonreído nunca...</p>
-
-<p>»Por lo demás, acuérdate de lo que dice la Sabiduría: el corazón del
-hombre... selva obscura. ¡Figúrate el de la mujer!»<span class="pagenum"><a name="page_179" id="page_179"></a>{179}</span></p>
-
-<h2><a name="CUENTO_SONADO" id="CUENTO_SONADO"></a><img src="images/ill_pg_179.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Cuento soñado</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">H</span>ABÍA una princesa á quien su padre, un rey muy fosco, caviloso y
-cejijunto, obligaba á vivir reclusa en sombría fortaleza, sin permitirla
-salir del más alto torreón, á cuyo pie vigilaban noche y día centinelas
-armados de punta en blanco y dispuestos á ensartar en sus lanzones ó
-traspasar con sus venablos agudos á quien osase aproximarse. La princesa
-era muy linda; tenía la tez color de luz de luna, el pelo de hebras de
-oro, los ojos como las ondas del mar sereno, y su silueta prolongada y
-grácil recordaba la de los lirios blancos cuando la frescura del agua
-los enhiesta. En la comarca no se hablaba sino de la princesa cautiva y
-de su rara beldad, y de lo muchísimo que se aburriría entre las cuatro
-recias paredes de la torre, sin ver desde las ventanas alma viviente,
-más que á los guardias inmóviles, semejantes á estatuas de hierro.<span class="pagenum"><a name="page_180" id="page_180"></a>{180}</span></p>
-
-<p>Los campesinos se santiguaban de terror si casualmente tenían que cruzar
-ante la torre, aunque fuese á muy respetuosa distancia. En la centenaria
-selva que rodeaba la fortaleza, ni los cazadores se resolvían á
-internarse, temerosos de ser cazados. Silencio y soledad alrededor de la
-torre, silencio y soledad dentro de ella: tal era la suerte de la pobre
-doncellita, condenada á la eterna contemplación del cielo y del bosque,
-y del río caudaloso que serpenteaba lamiendo los muros del recinto.</p>
-
-<p>De pechos sobre el avance del angosto ventanil, la princesa solía
-entregarse á vagos ensueños, aspirando á venturas que no conocía, de las
-cuales formaba idea por referencias de sus damas y por conversaciones
-entreoídas, sorprendidas&mdash;pues estaba vedado tratar delante de la
-princesa del mundo y sus goces.&mdash;Así y todo, reuniendo datos dispersos y
-concordándolos con ayuda de la fantasía, la secuestrada suponía fiestas
-magníficas, iluminaciones mágicas suspendidas entre el follaje de
-arbustos cuajados de flor y que exhalaban embriagadores aromas; oía los
-acordes de los instrumentos músicos, aladas melodías que volaban como
-cisnes sobre la superficie de los lagos, y veía las parejas que, cogidas
-de la cintura, luciendo sedas, encajes y joyas, danzaban con incansable
-ardor, deslizando los galanes palabras de miel al oído de las damiselas,
-rojas de pudor y felicidad, sueltos los rizos y anhelante el seno.
-Mientras la princesa se representaba estos cuadros, las nubes se teñían
-de carmín<span class="pagenum"><a name="page_181" id="page_181"></a>{181}</span> hacia el Poniente, un murmullo grave y hondo ascendía del río
-y del bosque, y la cautiva, oprimida de afán de libertad, murmuraba para
-sí: «¿Cómo será el amor?»</p>
-
-<p>Allá donde la montaña escueta dominaba el río y el bosque, una cabañita
-muy miserable, de techo de bálago, servía de vivienda á cierto
-pastorcillo, que por costumbre bajaba á apacentar diez ó doce ovejas
-blancas en la misma linde de la selva. Más resuelto que los otros
-villanos, el mozalbete no recelaba aproximarse al castillo y deslizarse
-por entre la maleza con agilidad y disimulo, para mirar hacia la torre.
-Después de encontrar un senderito borrado casi, que moría en el cauce
-del río, logró el pastor descubrir también que al final del sendero
-abríase una boca de cueva; y metiéndose por ella intrépidamente, pudo
-cerciorarse de que, pasando bajo el río, la cueva tenía otra salida que
-conducía al interior del recinto fortificado. El descubrimiento hizo
-latir el corazón del pastorcillo, porque estaba enamorado de la princesa
-(aunque no la había visto nunca). Supuso que aprovechando el paso por la
-cueva lograría verla á su sabor, sin que se lo estorbasen los armados,
-los cuales, bien ajenos á que nadie pudiera introducirse en el recinto,
-casi al pie de la torre, no vigilaban sino la orilla opuesta y el río.
-Es cierto que entre la torre de la cautiva y el pastor, se interponían
-extensos patios, anchos fosos y recios baluartes; con todo eso, el
-muchacho se creía feliz: estaba dentro de la fortaleza, y pronto vería á
-su amada.<span class="pagenum"><a name="page_182" id="page_182"></a>{182}</span></p>
-
-<p>Poco tardó en conseguir tanta ventura. La princesa se asomó, y el
-pastorcillo quedó deslumbrado por aquella tez color de luna y aquel pelo
-de siderales hebras. No sabía como expresar su admiración y enviar un
-saludo á la damisela encantadora; se le ocurrió cantar, tocar su
-caramillo... pero le oirían; juntar y lanzar un ramillete de acianos,
-margaritas y amapolas... pero era inaccesible el alto y calado ventanil.
-Entonces tuvo una idea extraordinaria. Procuróse un pedazo de cristal, y
-así que pudo volver á deslizarse en el recinto por la cueva, enfocó el
-cristal de suerte que, recogiendo en él un rayo de sol, supo dirigirlo
-hacia la princesa. Esta, maravillada, cerró los ojos, y al volver á
-abrirlos para ver quién enviaba un rayo de sol á su camarín, divisó al
-pastorcillo que la contemplaba extático. La cautiva sonrió, el enamorado
-comprendió que aceptaban su obsequio... y desde entonces, todos los
-días, á la misma hora, el centelleo del arco iris despedido por un
-pedazo de vidrio alegró la soledad de la princesita y la cantó un
-amoroso himno, que se confundía con la voz profunda de la selva allá en
-lontananza...</p>
-
-<p>De pronto sobrevino un cambio radical en la vida de la princesa.
-Murieron en una batalla su padre y su hermano, y recayó en ella la
-sucesión del trono. Brillante comitiva de señores, guerreros, obispos,
-pajes y damas, vino á buscarla solemnemente y á escoltarla hasta la
-capital de sus Estados. Y la que pocos días antes sólo conversaba con
-los pájaros, y sólo esperaba el rayo<span class="pagenum"><a name="page_183" id="page_183"></a>{183}</span> de sol del pastorcillo, se halló
-aclamada por millares de voces, aturdida por el bullicio de espléndidos
-festejos, y admiró las iluminaciones entre el follaje, y oyó las músicas
-ocultas en el jardín, y giró con las parejas que danzaban, y supo lo que
-es la gloria, la riqueza, el placer, la pasión delirante y la alegría
-loca...</p>
-
-<p>Habían pasado muchos, muchos años, cuando la princesa, reina ya,&mdash;y casi
-vieja ya,&mdash;tuvo el capricho de visitar aquella torre donde su padre, por
-precaución y por tiránica desconfianza, la mantuvo emparedada durante
-los momentos más bellos de la juventud. Al entrar en el camarín, una
-nostalgia dolorosa, una especie de romántica melancolía se apoderó de la
-reina y la obligó á reclinarse en el ajimez, sintiendo preñados de
-lágrimas los ojos. La tarde caía inflamando el horizonte; el bosque
-exhalaba su melodioso y hondo susurro... y la reina, tapándose la cara
-con las manos, sentía que las gotas de llanto escurrían pausadamente al
-través de los dedos entreabiertos. ¿Lloraba acaso al recordar lo sufrido
-en el torreón; el largo cautiverio, la soledad, el aislamiento, el
-fastidio? ¡Mal conocéis el corazón de las mujeres los que á eso atribuís
-el llanto de tan alta señora!</p>
-
-<p>Sabed que, desde el momento en que pisó la torre, la reina echaba de
-menos el rayo de sol, que todos los días, á la misma hora, la enviaba el
-pastorcillo enamorado por medio de un trozo de vidrio. Por aquel trozo
-de vidrio daría ahora la soberana los más ricos diamantes de su<span class="pagenum"><a name="page_184" id="page_184"></a>{184}</span> corona
-real. Sólo aquel rayo podía iluminar su corazón, fatigado, lastimado,
-quebrantado, marchito. Y al dejar escurrir las lágrimas, sin cuidarse de
-reprimirlas ni de secarlas con el blasonado pañuelo, lloraba la
-juventud, la ilusión, la misteriosa energía vital de los años
-primaverales... Nunca volvería el pastorcillo á enviarla el divino
-rayo.<span class="pagenum"><a name="page_185" id="page_185"></a>{185}</span></p>
-
-<h2><a name="LOS_BUENOS_TIEMPOS" id="LOS_BUENOS_TIEMPOS"></a><img src="images/ill_pg_185.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Los buenos tiempos</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">S</span>IEMPRE que entrábamos en el despacho del Conde de Lobeira, atraía mis
-miradas&mdash;antes que las armas auténticas, las lozas hispano-moriscas y
-los retazos de cuero estampado que recubrían la pared&mdash;un retrato de
-mujer, de muy buena mano, que por el traje indicaba tener, próximamente,
-un siglo de fecha.&mdash;«Es mi bisabuela, doña Magdalena Varela de Tobar,
-vigésima segunda Condesa de Lobeira»&mdash;había dicho el Conde, respondiendo
-á mi curiosa interrogación en el tono del que no quiere explicarse más ó
-no sabe otra cosa. Y por entonces hube de contentarme, acudiendo á mi
-fantasía para desenvolver las ideas inspiradas por el retrato.</p>
-
-<p>Este representaba á una señora como de treinta y cinco años, de rostro
-prolongado y macilento, de líneas austeras, que indicaban la existencia
-sencilla y pura, consagrada al cumplimiento<span class="pagenum"><a name="page_186" id="page_186"></a>{186}</span> de nobles deberes y al
-trabajo doméstico, ley de la fuerte matrona de las edades pasadas. La
-modestia del vestir, en tan encumbrada señora, parecíame ejemplar; aquel
-corpiño justo de alepín negro, aquel pañolito blanco sujeto á la
-garganta por un escudo de los Dolores, aquel peinado liso y recogido
-detrás de la oreja, eran indicaciones inestimables para delinear la
-fisonomía moral de la aristocrática dama. No cabía duda: doña Magdalena
-había encarnado el tipo de la esposa leal, casta y sumisa, fiel
-guardadora del fuego de los lares; de la madre digna y venerada, ante
-quien sus hijos se inclinan como ante una reina; del ama de casa
-infatigable, vigilante y próvida, cuya presencia impone respeto y cuya
-mano derrama la abundancia y el bienestar. Así es que me sorprendió en
-extremo que un día, preguntándole al Conde en qué época habían sido
-enajenadas las mejores fincas, los pingües estados de su casa, me
-contestase sombríamente, señalando al retrato consabido.</p>
-
-<p>&mdash;En tiempo de doña Magdalena.</p>
-
-<p>El dato inesperado acrecentó mi interés. A fuerza de fijarme en el
-retrato observé que aquella pintura ofrecía una particularidad rara y
-siempre sugestiva: en cualquier punto de la habitación que me colocase
-para mirarla, me seguían los ojos de doña Magdalena con expresión
-imperiosa y ardiente. Casual acierto del pincel, ó alarde de destreza
-del pintor, las pupilas del retrato estaban tocadas por tal arte que
-pagaban con avidez y energía la mirada del que<span class="pagenum"><a name="page_187" id="page_187"></a>{187}</span> las contemplase desde
-lejos. Algunas veces, sin querer, levantaba yo la vista como si me
-atrajese tal singularidad y los ojos me llamasen. La severidad del fondo
-obscuro en que se destacaba la cabeza, la única nota clara del rostro y
-del pañolito, aumentaban la fuerza del extraño mirar.</p>
-
-<p>Aunque el Conde de Lobeira es de carácter reservado y frío, hay
-instantes en que el corazón más tapiado se abre y deja salir el opresor
-secreto. Uno de esos momentos, siempre transitorios en ciertas
-organizaciones, llegó para el Conde el día en que, incitada por mi
-imaginación, traidora cuanto fecunda, me arrojé á trazar la silueta de
-doña Magdalena, modelo de cristianas virtudes, emblema de otros tiempos
-y otras edades en que el hogar olía á incienso como el sagrario, y la
-familia tenía la sólida estructura del granito.</p>
-
-<p>&mdash;¡Por Dios, no siga usted!&mdash;exclamó mi interlocutor, dejando de atizar
-la chimenea y volviéndose hacia el retrato como nos volvemos hacia un
-enemigo.&mdash;El error más craso de cuantos pueden cometerse es juzgar del
-pasado por la impresión que nos causan sus reliquias. Cáscara vacía,
-huella de fósil en la piedra, ¿qué verdad ha de contarnos un retrato, un
-mueble ó un edificio ruinoso? Los soñadores como usted son los que han
-falseado la historia, poetizado lo más prosaico y embellecido lo más
-horrible. En ninguna época fué la humanidad mejor de lo que es ahora;
-pero las iniquidades pasadas se olvidan y un lienzo embadurnado y<span class="pagenum"><a name="page_188" id="page_188"></a>{188}</span> lleno
-de grietas basta para que nos abrume el descontento de lo presente. Ya
-que también usted cae en esa vulgarísima y temible preocupación de que
-se nos han perdido grandes virtudes, merece usted que para
-desilusionarla le cuente la historia de doña Magdalena, tal como la he
-entresacado de nuestro archivo y de otros documentos... ¡que obran en
-archivos judiciales!</p>
-
-<p>Esa señora que está usted viendo, retratada con su jubón de alepín y su
-honesto pañolito, al casarse con mi bisabuelo, llevándole rica dote y el
-condado de Lobeira, se mostró apasionada hasta un grado increíble,
-despótico y furioso. Mi bisabuelo pasaba por el mozo más gallardo de
-toda la provincia, y doña Magdalena por una señorita fanáticamente
-devota: se susurraba que usaba cilicio y que se disciplinaba todas las
-noches. Fuese ó no verdad, lo que es á su marido cilicio le puso doña
-Magdalena, y hasta grillos, para que de ella no se apartase ni un
-minuto. Poco después de la boda, los que vieron al Conde pálido,
-demacrado y abatido, esparcieron el rumor absurdo de que su esposa le
-daba hierbas y filtros para subyugarle y para que ardiese más viva la
-tea del amor conyugal.</p>
-
-<p>Duró esta situación, sin que la modificase el nacimiento de varios
-hijos. No obstante, á los diez ó doce años de matrimonio, observóse que
-el Conde, habiéndose aficionado á cazar y haciendo frecuentes
-excursiones por la montaña&mdash;pues pasaban largas temporadas en el campo,
-en el palacio solariego de Lobeira, según<span class="pagenum"><a name="page_189" id="page_189"></a>{189}</span> costumbre de los señores de
-entonces&mdash;recobraba cierta alegría y parecía rejuvenecido.</p>
-
-<p>Como yo no estoy graduando el interés de mi historia, sino que se la
-cuento á usted descarnada y sin galas&mdash;advirtió al llegar aquí el
-narrador&mdash;diré inmediatamente lo que produjo la mejoría del Conde. Fué
-que, algún tanto aplacada aquella pasión de vampiro de su mujer, pudo
-respirar y vivir como las demás personas. Usted objetará que todo el
-delito de doña Magdalena consistía en amar excesivamente á su esposo, y
-que eso merece disculpa y hasta alabanza. Si yo discutiese tan delicado
-punto, temería ofender sus oídos de usted con algún concepto malsonante.
-Indicaré que hay cien maneras de amar, y que el santo nombre de amor
-cubre á veces nuestros bárbaros egoismos ó nuestras morbosas
-aberraciones. Y basta, que al buen entendedor... Ya continúo.</p>
-
-<p>Como á veces se guardan bien los secretos en las aldeas, doña Magdalena
-tardó bastante en enterarse de que su marido, al volver de la caza,
-solía descansar en la choza de cierto labriego que tenía una hija
-preciosa. En efecto era así: el Conde de Lobeira prefería á los
-suculentos manjares de su cocina señorial, la <i>brona</i> y la leche fresca
-servidas por la gentil rapaza, que, con la inocencia en los ojos y la
-risa en los labios, acudía solícita á festejarle. Doña Magdalena, ya
-informada, no pensó ni un minuto que allí existiese un puro idilio; vió
-desde el primer instante el pecado y la injuria. Y acaso acertase: no
-pretendo excusar á mi bisabuelo,<span class="pagenum"><a name="page_190" id="page_190"></a>{190}</span> aunque las crónicas afirman que era
-honesta y sencilla su afición á la hija del colono.</p>
-
-<p>Lo histórico es que, en una noche de invierno muy obscura y muy larga,
-la puerta del Pazo se abrió sin ruido para dejar entrar á un hombre
-robusto, recio, vestido con el clásico traje del país, que hoy está casi
-en desuso. La Condesa le esperaba en el zaguán: tomóle de la mano, y por
-un pasadizo obscuro le llevó á una habitación interior, que alumbraba
-una vela de cera puesta en candelabro de maciza plata.&mdash;Era el
-oratorio.&mdash;Detrás de las colgaduras de damasco carmesí que lo vestían, y
-que replegó la dama, el hombre vió abierto un boquete, á manera de
-cueva; un agujero sombrío. Repito lo de antes: no busco <i>efectos</i>; pero
-aunque los buscase, creo que ninguno tan terrible como decir sin más
-circunloquios que el hombre&mdash;un <i>casero</i>, en las costumbres de entonces
-casi un ciervo de la Condesa&mdash;era el mismo padre de la zagala á quien el
-Conde solía visitar; y que doña Magdalena, enseñándole el negro hueco,
-advirtió al labrador que allí ocultarían el cadáver del Conde. En
-seguida le entregó un hacha nueva, afilada y cortante.</p>
-
-<p>¿Temió aquel hombre por la vida de su hija y por la suya propia?
-¿Impulsóle la cobardía ó el respeto tradicional á la casa de Lobeira?
-¿Fué la sugestión que ejerce sobre un cerebro inculto y una voluntad
-irresoluta y débil, la hembra resuelta, de arrebatadas pasiones? ¿Fué
-codicia, tentación de onzas y de ricos joyeles que la esposa ultrajada
-le ofrecía en precio de<span class="pagenum"><a name="page_191" id="page_191"></a>{191}</span> la sangre? El caso es, que si hubo resistencia
-por parte del labriego, duró bien poco. Según su declaración, hizo la
-señal de la cruz (¡atroz detalle!) descalzóse, empuñó el hacha y siguió
-á la Condesa hasta el aposento en que el Conde dormía. Y mientras la
-señora alumbraba con la vela de cera del oratorio, el labriego descargó
-un golpe, otro, diez, en la frente, la cara, el pecho... El dormido no
-chistó: parece que al primer hachazo abrió unos ojos muy espantados... y
-luego, nada. Sábanas, colchones, el hacha y el muerto, todo fué arrojado
-al escondrijo; la Condesa lavó las manchas del suelo, cerró la trampa, y
-atestando de oro la faltriquera del asesino, le despachó con orden de
-cruzar el Miño y meterse en Portugal.</p>
-
-<p>Un rumor, vago al principio y después muy insistente, se alzó con motivo
-de la desaparición del Conde de Lobeira. Su esposa hablaba de viajes
-motivados por un pleito; y en el oratorio, bajo cuyo piso yacía mi
-bisabuelo asesinado, celebrábase diariamente el santo sacrificio de la
-misa, asistiendo á él doña Magdalena, lo mismo que la ve usted retratada
-ahí: pálida, grave, modesta, rodeada de sus hijos, que la besaban la
-mano cariñosos. En aquel tiempo no había prensa que escudriñase
-misterios, y la coincidencia de la desaparición del Conde y la del
-casero y su hija la linda moza, dió pie á que se sospechase que el
-esposo de doña Magdalena vivía muy á gusto en algún rincón de esos que
-saben buscar los enamorados. No faltó quien compadeciese á la abandonada
-señora,<span class="pagenum"><a name="page_192" id="page_192"></a>{192}</span> en torno de la cual el respeto ascendió, como asciende la
-marea. Al verla pasar, derecha, macilenta, siempre de negro, la gente se
-descubría.</p>
-
-<p>Y así corrió un año entero.</p>
-
-<p>Al cumplirse, día por día, á corta distancia del Pazo de Lobeira
-apareció un hombre profundamente dormido; era el casero de la Condesa; y
-los demás labriegos, que le rodeaban esperando á que despertase,
-quedaron atónitos cuando al volver en sí, á gritos confesó el crimen, á
-gritos se denunció y á gritos pidió que le llevasen ante la justicia.
-Hay fenómenos morales que no explica satisfactoriamente ningún
-raciocinio: la mitad de nuestra alma está sumergida en sombras, y nadie
-es capaz de presentir qué alimañas saldrían de esa caverna, si nos
-empeñásemos en registrarla. El aldeano, cuando le preguntaron el móvil
-de su conducta, afirmó con rústicas razones que no lo sabía; que una
-gana irresistible&mdash;un <i>volunto</i>, como dicen ahora&mdash;le obligó á salir de
-Portugal y á ver de nuevo el Pazo; y que al avistarlo, le acometió un
-sueño letárgico, invencible también, y ya despierto, un ímpetu de
-confesar, de decir la verdad, de ser castigado&mdash;porque sin duda, calculo
-yo, su endeble alma no podía con el peso del secreto, que impenetrable y
-tranquila guardaba el alma varonil de doña Magdalena.</p>
-
-<p>La prendieron, claro está, y aún se enseña en la cárcel marinedina el
-negro calabozo donde la Condesa de Lobeira se pudrió muchos meses... El
-casero fue ahorcado; y para librar á<span class="pagenum"><a name="page_193" id="page_193"></a>{193}</span> mi bisabuela del patíbulo,
-empeñóse la hacienda de mi casa. La justicia se comió con apetito tan
-sabrosa breva, y nuestra decadencia viene de ahí.</p>
-
-<p class="dtts">...............................</p>
-
-<p>Alcé los ojos y busqué los del retrato. La mirada de doña Magdalena se
-me figuró más tenaz, más intensa, más dolorosa. El biznieto callaba y
-suspiraba, como si le oprimiese el corazón el drama ancestral, como si
-percibiese la humedad de las lágrimas evaporadas hace un siglo.<span class="pagenum"><a name="page_194" id="page_194"></a>{194}</span></p>
-
-<h2><a name="SARA_Y_AGAR" id="SARA_Y_AGAR"></a><img src="images/ill_pg_194.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Sara y Agar</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">E</span>XPLÍQUEME usted,&mdash;dije al señor de Bernárdez,&mdash;una cosa que siempre me
-infundió curiosidad. ¿Por qué en su sala tiene usted, bajo marcos
-gemelos, los retratos de su difunta esposa y de un niño desconocido, que
-según usted asegura, ni es hijo, ni sobrino, ni nada de ella? ¿De quién
-es otra fotografía de mujer, colocada enfrente, sobre el piano...? ¿no
-sabe usted? ¿una mujer joven, agraciada, con flecos de ricillos á la
-frente?</p>
-
-<p>El sexagenario parpadeó, se detuvo, y un matiz rosa cruzó por sus
-mustias mejillas. Como íbamos subiendo un repecho de la carretera, lo
-atribuí á cansancio y le ofrecí el brazo, animándole á continuar el
-paseo, tan conveniente para su salud; como que, si no paseaba, solía
-acostarse sin cenar y dormir mal y poco. Hizo seña con la mano de que
-podía seguir la caminata, y anduvimos unos cien pasos más, en<span class="pagenum"><a name="page_195" id="page_195"></a>{195}</span> silencio.
-Al llegar al pie de la iglesia, un banco, tibio aún del sol y bien
-situado para dominar el paisaje, nos tentó, y á un mismo tiempo nos
-dirigimos hacia él. Apenas hubo reposado y respirado un poco Bernárdez,
-se hizo cargo de mi pregunta.</p>
-
-<p>&mdash;Me extraña que no sepa usted la historia de esos retratos: ¡en
-poblaciones como Goyán, cada quisque mete la nariz en la vida del
-vecino, y glosa lo que ocurre y lo que no ocurre, y lo que no averigua
-lo inventa!</p>
-
-<p>Comprendí que al buen señor debían de haberle molestado mucho antaño las
-curiosidades y chismografías del lugar, y callé, haciendo un movimiento
-de aprobación con la cabeza. Dos minutos después pude convencerme de
-que, como casi todos los que han tenido alegrías y penas de cierta
-índole, Bernárdez disfrutaba puerilmente en referirlas; porque no son
-numerosas las almas altaneras que prefieren ser para sí propios á la par
-Cristo y Cirineo y echarse á cuestas su historia.&mdash;He aquí la de
-Bernárdez, tal cual me la refirió mientras el sol se ponía detrás del
-verde monte en que se asienta Goyán.</p>
-
-<p>«Mi mujer y yo nos casamos muy jovencitos: dos nenes, con la leche en
-los labios. Ella tenía quince años, yo diez y ocho. Una muchachada,
-quién lo duda. Lo que pasó con tanto madrugar fué, que queriéndonos y
-llevándonos como dos ángeles, de puro bien avenidos que estábamos, al
-entrar yo en los treinta y cinco, mi mujer empezó á parecerme así...
-vamos, como<span class="pagenum"><a name="page_196" id="page_196"></a>{196}</span> mi hermana. La profesaba una ternura sin límites; no hacía
-nada sin consultarla, no daba un paso que ella no me aconsejase, no veía
-sino por sus ojos... pero todo fraternal, todo muy tranquilo.</p>
-
-<p>»No teníamos sucesión, y no la echábamos de menos. Jamás hicimos
-rogativa ni oferta á ningún santo para que nos enviase tal dolor de
-cabeza. La casa marchaba lo mismo que un cronómetro: mi notaría
-prosperaba; tomaba incremento nuestra hacienda; adquiríamos tierras;
-gozábamos de mil comodidades; no cruzábamos una palabra más alta que
-otra, y veíamos juntos aproximarse la vejez sin desazón ni sobresalto,
-como el marino que se acerca al término de un viaje feliz, emprendido
-por iniciativa propia, por gusto y por deber.</p>
-
-<p>»Cierto día, mi mujer me trajo la noticia de que había muerto la
-inquilina de una casucha de nuestra pertenencia. Era esta inquilina una
-pobretona, viuda de un guardia civil, y quedaba sola en el mundo la
-huérfana, criatura de cinco años.&mdash;Podíamos recogerla, Hipólito&mdash;añadió
-Romana.&mdash;Parte el alma verla así. La enseñaríamos á planchar, á coser, á
-guisar, y tendríamos, cuando sea mayor, una criadita fiel y humilde.&mdash;Dí
-que haríamos una obra de misericordia y que tú tienes el corazón de
-manteca.&mdash;Esto fué lo que respondí, bromeando. ¡Ay! ¡Si el hombre
-pudiese prever dónde salta su destino!</p>
-
-<p>»Recogimos, pues, la criatura, que se llamaba Mercedes, y así que la
-lavamos y la adecentamos,<span class="pagenum"><a name="page_197" id="page_197"></a>{197}</span> amaneció una divinidad, con un pelo
-ensortijado como virutas de oro, y unos ojos que parecían dos violetas,
-y una gracia y una zalamería... Desde que la vimos... ¡adiós planes de
-enseñarla á planchar y á poner el puchero! Empezamos á educarla del modo
-que se educan las señoritas... según educaríamos á una hija, si la
-tuviésemos. Claro que en Goyán no la podíamos afinar mucho, pero se hizo
-todo lo que permite el rincón este. Y lo que es mimarla... ¡Señor! ¡En
-especial Romana... un desastre! Figúrese usted que la pobre Romana, tan
-modesta para sí que jamás la ví encaprichada con un perifollo...
-encargaba los trajes y los abriguitos de Mercedes á la mejor modista de
-Marineda. ¿Qué tal?</p>
-
-<p>»Cuando llegó la chiquilla á presumir de mujer, empezaron también á
-requebrarla y á rondarla los señoritos en los días de ferias y fiestas,
-y yo á rabiar cuando notaba que la hacían cocos. Ella se reía y me decía
-siempre, mirándome mucho á la cara:&mdash;Padrino (me llamaba así), vamos á
-burlarnos de estos tontos; á usted le quiero más que á ninguno.&mdash;Me
-complacía tanto que me lo dijese (¡cosas del demonio!) que la reñía sólo
-por oirla repetir:&mdash;Le quiero más á usted...&mdash;Hasta que una vez, muy
-bajito, al oído:&mdash;¡Le quiero más, y me gusta más... y no me casaré,
-nunca, padrino!&mdash;¡Por éstas, que así habló la rapaza!</p>
-
-<p>»Se me trastornó el sentido. Hice mal, muy mal, y sin embargo, no sé, en
-mi pellejo, lo que harían más de cien santones. En fin, repito que<span class="pagenum"><a name="page_198" id="page_198"></a>{198}</span> me
-puse como lunático, y sin intención, sin premeditar las consecuencias
-(porque repito que perdí la chaveta completamente), yo, que había vivido
-más de veinte años como hombre de bien y marido leal, lo eché á rodar
-todo en un día... en un cuarto de hora...</p>
-
-<p>»Todo á rodar, no; porque tan cierto como que Dios nos oye, yo seguía
-consagrando un cariño profundo, inalterable, á mi mujer, y si me
-proponen que la deje y me vaya con Mercedes por esos mundos&mdash;se lo
-confesé á Mercedes misma, no crea usted, y lloró á mares,&mdash;antes me
-aparto de cien Mercedes que de mi esposa. Después de tantos años de vida
-común, se me figuraba que Romana y yo habíamos nacido al mismo tiempo, y
-que reunidos y cogidos de las manos debíamos morir. Sólo que Mercedes me
-sorbía el seso, y cuando la sentía acercarse á mí, la sangre me daba una
-sola vuelta de arriba abajo, y se me abrasaba el paladar, y en los oídos
-me parecía que resonaba galope de caballos, un estrépito que me
-aturdía.»</p>
-
-<p>&mdash;¿Es de Mercedes el retrato que está sobre el piano?&mdash;pregunté al
-viejo.</p>
-
-<p>&mdash;De Mercedes es. Pues verá usted: Romana se malició algo, y los
-chismosos intrigantes se encargaron de lo demás. Entonces, por evitar
-disgustos, conté una historia: dije que unos señores de Marineda, que
-iban á pasar larga temporada en Madrid, querían llevarse á Mercedes, y
-lo que hice fué amueblar en Marineda un piso, donde Mercedes se
-estableció decorosamente, con una criadita. A pretexto de asuntos,<span class="pagenum"><a name="page_199" id="page_199"></a>{199}</span> yo
-veía á la muchacha una vez por semana lo menos. Así, la situación fué
-mejor... vamos, más tolerable que si estuviesen las dos bajo un mismo
-techo, y yo entre ellas.</p>
-
-<p>»Romana callaba,&mdash;era muy prudente,&mdash;pero andaba inquieta, pensativa,
-alterada; y decía yo: ¿por dónde estallará la bomba? Y estalló... ¿por
-dónde creerá usted? Una tarde que volví de Marineda, mi mujer, sin darme
-tiempo á soltar la capa, se encerró conmigo en su cuarto y me dijo que
-no ignoraba el estado de Mercedes... ¡Ya supondrá usted cuál sería el
-estado de Mercedes!... y que, pues había sufrido tanto y con tal
-paciencia, lo que naciese, para ella, para Romana, tenía que ser en toda
-propiedad..... como si lo hubiese parido Romana misma.</p>
-
-<p>»Me quedé tonto. Y el caso es que mi mujer se expresaba de tal manera,
-¡con un tono y unas palabras!, y tenía además tanta razón y tal sobra de
-motivos para mandar y exigir, que apenas nació el niño y lo ví empañado,
-lo envolví en un chal de calceta que me dió Romana para ese fin, y en el
-coche de Marineda á Goyán hizo su primer viaje de este mundo.»</p>
-
-<p>&mdash;¿Ese niño es el que está retratado al lado de su esposa de usted,
-dentro de los marcos gemelos?</p>
-
-<p>&mdash;Ajajá. Precisamente. ¡Mire usted: dificulto que ningún chiquillo, ni
-Alfonso XIII, se haya visto mejor cuidado y más estimado! Romana, desde
-que se apoderó del pequeño, no hizo caso de mí, ni de nadie, sino de él.
-El niño dormía<span class="pagenum"><a name="page_200" id="page_200"></a>{200}</span> en su cuarto; ella le vestía, ella le desnudaba, ella le
-tenía en el regazo, ella le enseñaba á juntar las letras y ella le hacía
-rezar. Hasta formó resolución de testar en favor del niño... Sólo que él
-falleció antes que Romana; como que al rapaz le dieron las viruelas el
-20 de Marzo, y una semana después voló á la gloria... y Romana, el 7 de
-Abril fué cuando la desahució el médico, y la perdí á la madrugada
-siguiente.»</p>
-
-<p>&mdash;¿Se la pegaron las viruelas?&mdash;pregunté al señor de Bernárdez, que se
-aplicaba el pañuelo sin desdoblar á los ribeteados y mortecinos ojos.</p>
-
-<p>&mdash;¡Naturalmente... Si no se apartó del niño!</p>
-
-<p>&mdash;¿Y usted, cómo no se casó con Mercedes?</p>
-
-<p>&mdash;Porque malo soy, pero no tanto como eso&mdash;contestó en voz temblona,
-mientras una aguadilla que no se redondeó en lágrima asomaba á sus
-áridos lagrimales.<span class="pagenum"><a name="page_201" id="page_201"></a>{201}</span></p>
-
-<h2><a name="MALDICION_DE_GITANA" id="MALDICION_DE_GITANA"></a><img src="images/ill_pg_201.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Maldición de gitana</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">S</span>IEMPRE que se trata, entre gente con pretensiones de instruída, de
-agorerías y supersticiones, no hay nadie que no se declare exento de
-miedos pueriles, y punto menos desenfadado que don Juan frente á las
-estatuas de sus víctimas. No obstante, transcurridos los diez minutos
-consagrados á alardear de espíritu fuerte, cada cual sabe alguna
-historia rara, algún sucedido inexplicable, una «coincidencia». (Las
-coincidencias hacen el gasto.)</p>
-
-<p>La ocasión más frecuente de hablar de supersticiones la ofrecen los
-convites. De los catorce ó quince invitados se excusan uno ó dos: al
-sentarse á la mesa, alguien nota que son trece los comensales,&mdash;y al
-punto decae la animación, óyense forzadas risas y chanzas poco sinceras,
-y los amos de la casa se ven precisados á buscar, aunque sea en los
-infiernos, un número catorce. Conjurado ya el mal sino, renace el<span class="pagenum"><a name="page_202" id="page_202"></a>{202}</span>
-contento; las risitas de las señoras tienen un sonido franco; se ve que
-los pulmones respiran á gusto. ¿Quién no ha asistido á un episodio de
-esta índole?</p>
-
-<p>En el último que presencié pude observar que Gustavo Lizana, mozo asaz
-despreocupado, era el más carilargo al contar trece, y el que más
-desfrunció el gesto cuando fuímos catorce. No hacía yo tan supersticioso
-á aquel infatigable cazador y <i>sportsman</i>, y extrañándome verle hasta
-demudado en los primeros momentos, á la hora del café le llevé hacia un
-ángulo del saloncillo japonés, y le interrogué directamente.</p>
-
-<p>&mdash;Una coincidencia&mdash;respondió, como era de presumir; y al ver que yo
-sonreía, me ofreció con un ademán el sofá bordado, en cuyos cogines una
-bandada de grullas blancas con patitas rosa volaba sobre un cañaveral de
-oro, nacido en fantástica laguna: se sentó él en una silla de bambú, y
-rápidamente, entrecortando la narración con agitados movimientos, me
-refirió su <i>coincidencia</i> del número fatídico.</p>
-
-<p>&mdash;Mis dos amigos íntimos&mdash;los de corazón&mdash;eran los dos chicos de
-Mayoral, de una familia extremeña antigua y pudiente. Habíamos estado
-juntos en el colegio de los jesuítas, y cuando salimos al mundo, la
-amistad se estrechó. Llamábanse el mayor Leoncio y el otro Santiago; y
-habrá usted visto pocas figuras más hermosas, pocos muchachos más
-simpáticos y pocos hermanos que tan entrañablemente se quisiesen.
-Huérfanos de padre y madre, y dueños de su hacienda, no conocían tuyo ni
-mío: bolsa común,<span class="pagenum"><a name="page_203" id="page_203"></a>{203}</span> confianza entera, y á pesar de la diferencia de
-caracteres&mdash;Leoncio nervioso y vehemente hasta lo sumo, y Santiago de un
-genio igual y pacífico&mdash;inalterable armonía. A mí me llamaban, en broma,
-su otro hermano, y la gente, á fuerza de vernos unidos, había llegado á
-pensar que éramos, cuando menos, próximos parientes los Mayoral y yo.</p>
-
-<p>Apasionados cazadores los tres, nos íbamos semanas enteras á las dehesas
-y cotos que los Mayoral poseían en la Mancha y Extremadura, donde hay de
-cuanta alimaña Dios crió, desde perdices y conejos hasta corzos,
-venados, jabalís, ginetas y gatos monteses.</p>
-
-<p>Con buen refuerzo de escopetas negras y una jauría de excelentes
-podencos, hacíamos cada ojeo y cada batida, que eran el asombro de la
-comarca. De estas excursiones resolvimos una cierto día de San Leoncio;
-no cabe olvidar la fecha. Nos había convidado juntos una tía de los de
-Mayoral, señora discretísima y madre de una muchacha encantadora, por
-quien Santiago bebía los vientos: sutilizando mucho, creo que esta
-pasión de Santiago tuvo su parte de culpa en la desgracia que sucedió:
-ya diré por qué.</p>
-
-<p>Ello es que nos reunimos en la casa, donde, con motivo de la fiesta,
-había otros varios convidados: amiguitas de la niña, señores formales,
-íntimos de la mamá... Y yo, que jamás contaba entonces los comensales,
-al pasar al comedor, involuntariamente, me fijo en los platos... ¡Eramos
-trece, trece justos!</p>
-
-<p>Ni se me ocurrió chistar: por otra parte, no<span class="pagenum"><a name="page_204" id="page_204"></a>{204}</span> sentía aprensión.
-Estaríamos á la mitad de la comida, cuando lo advirtió el ama de la
-casa, y dijo riéndose:&mdash;«¡Hola! ¡Pues con el resfriado de Julia, que la
-impidió venir, nos hemos quedado en la docena del fraile! No asustarse,
-señores; que aquí nadie ha cumplido los sesenta más que yo, y en todo
-caso seré la escogida.»&mdash;¿Qué habíamos de hacer? Lo echamos á broma
-también, y brindamos alegremente por que se desmintiese el augurio. Y
-había allí un señor que, presumiendo de gracioso, dijo con sorna:&mdash;«Es
-muy malo comer trece... cuando sólo hay comida para doce».</p>
-
-<p>A la madrugada siguiente tomamos el tren y salimos hacia el cazadero. La
-expedición se presentaba magnífica; la temperatura era, como de mediados
-de Septiembre, templada y deliciosa; cada tarde los zurrones volvían
-atestados de piezas, y para mayor satisfacción, nos habían anunciado que
-andaban reses por el monte, y que el primer ojeo nos prometía rico
-botín. Decidimos que este ojeo principiase un miércoles por la mañana, y
-apenas despachadas las migas y el chocolate, salimos á cabalgar nuestros
-jacos, que nos esperaban á la puerta, entre el tropel de las escopetas
-negras y la gresca y alborozo de los perros. Como tengo tan presentes
-las menores circunstancias de aquel día, recuerdo que me extrañó mucho
-la furia con que los animales ladraban, y al asomarme fuera, ví, apoyada
-en uno de los postes del emparrado que sombreaba la puerta, á una gitana
-atezada, escuálida, andrajosa.<span class="pagenum"><a name="page_205" id="page_205"></a>{205}</span></p>
-
-<p>Podría tener sus veinte años, y si la suciedad, la descalcez y las
-greñas no la afeasen, no carecería de cierto salvaje atractivo, porque
-los ojos brillaban en su faz cetrina como negros diamantes, los dientes
-eran piñones mondados y el talle un junco airoso. Los pingajos de su
-falda apenas cubrían sus desnudos y delgados tobillos, y al cuello tenía
-una sarta de vidrio, mezclada con no sé qué amuletos. Dije que sus ojos
-brillaban, y era cierto; brillaban de un modo raro, que no supe definir;
-los tenía clavados en Santiago&mdash;que, lo repito, era un muchacho
-arrogante, rubio y blanco, y en aquel instante, subido al poyo de montar
-y con un pie en el estribo, con su sombrero de alas anchas, su bizarro
-capote hecho de una manta zamorana, de vuelto cuello de terciopelo
-verde, y sus altos zajones de caza, que marcaban la derechura de la
-pierna, aún parecía más apuesto y gallardo.&mdash;Y á Santiago fué á quien
-dirigió sus letanías la egipcia, soltándole esos requiebros raros que
-gastan ellas, y ofreciéndose á decirle la buenaventura. En aquel
-momento, Santiago, de seguro, pensaba en el dulce rostro de su novia, y
-el contraste con el de la gitana debió de causarle una impresión de
-repugnancia hacia ésta; porque era galante con todas las mujeres, y sin
-embargo, soltó una frase dura y hasta cruel, una frase fatal... yo así
-lo creo...</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué buenaventura vas á darme tú?&mdash;exclamó Santiago.&mdash;¡Para ti la
-quisieras! ¡Si tuvieses ventura, no serías tan fea y tan negra,
-chiquilla!<span class="pagenum"><a name="page_206" id="page_206"></a>{206}</span></p>
-
-<p>La gitana no se inmutó en apariencia, pero yo noté en sus ojos algo que
-parecía la sombra de un abismo; y fijándolos de nuevo en Santiago, que
-estaba á caballo ya, articuló despacio, con indiferencia atroz y en voz
-ronca:</p>
-
-<p>&mdash;¿No quieres buenaventuras, jermoso? Pues toma mardisiones... Premita
-Dios... Premita Dios... ¡que vayas montao y vuelvas tendío!</p>
-
-<p>Yo no sé con qué tono pudo decirlo la malvada, que nos quedamos de
-hielo. Leoncio, en especial, como adoraba en su hermano, se demudó un
-poco y avanzó hacia la gitana en actitud amenazadora; los perros, que
-conocen tan perfectamente las intenciones de sus amos, se abalanzaron
-ladrando con furia; uno de ellos hincó los dientes en la pierna desnuda
-de la mujer, que dió un chillido. Esto bastó para que Leoncio y yo, y
-todos, incluso Santiago, nos distrajésemos de la maldición y pensásemos
-únicamente en salvar á la bruja moza, en riesgo inminente de ser
-destrozada por la jauría. Contenidos los perros, cuando volvimos la
-cabeza, la gitana ya no parecía por allí; sin duda se había puesto en
-cobro, aunque nadie supo por donde.</p>
-
-<p>Al llegar aquí de su narración Gustavo, me hirió de súbito un recuerdo.</p>
-
-<p>&mdash;Espere usted, espere usted...&mdash;murmuré recapacitando.&mdash;Creo que
-conozco el final de la historia... Cuando usted nombró á los Mayoral,
-empezó á trabajar mi cabeza... El nombre <i>me sonaba</i>... Tengo idea de
-que conozco á los dos hermanos, y ya voy reconstruyendo su<span class="pagenum"><a name="page_207" id="page_207"></a>{207}</span> figura...
-Leoncio, vivo, moreno, delgado; Santiago, rubio y algo más grueso...
-¿Fué en esa cacería donde?...</p>
-
-<p>&mdash;Donde Leoncio, creyendo disparar á un corzo, mató á Santiago de un
-balazo en la cabeza&mdash;respondió lentamente Gustavo, cruzando las manos
-con involuntaria angustia.&mdash;Santiago <i>volvió tendido</i>... Perdí á la vez
-mis dos amigos; porque el matador, si no enloqueció de repente, como
-pasa en las novelas y en las comedias, quedó en un estado de
-perturbación y de alelamiento que fué creciendo cada día; y quizás por
-olvidar cortos instantes la horrible escena, se entregó&mdash;él que era tan
-formalillo que hasta le embromábamos&mdash;á mil excesos, acabando así de
-idiotizarse. ¿Después de saber esta <i>coincidencia</i>, extrañará usted que
-me agrade poco sentarme á una mesa de trece? Por más que quiero
-dominarme, se me conoce el miedo... ¡El miedo, sí; hay que llamar á las
-cosas por su nombre!</p>
-
-<p>&mdash;¿Y volvió á parecer la gitana?&mdash;pregunté con curiosidad.</p>
-
-<p>&mdash;¡La gitana! ¡Quién sabe adónde vuelan esas cornejas agoreras!&mdash;exclamó
-Gustavo sombríamente.&mdash;Los de esa casta no tienen poso ni paradero...
-Como dice Cervantes, á su ligereza no la impiden grillos, ni la detienen
-barrancos, ni la contrastan paredes... Cuando velábamos al pobre
-Santiago, y tratábamos de impedir que se suicidase el desesperado
-Leoncio, ya la bruja debía de estar entre breñas, camino de Huelva ó de
-Portugal.<span class="pagenum"><a name="page_208" id="page_208"></a>{208}</span></p>
-
-<h2><a name="LA_BICHA" id="LA_BICHA"></a><img src="images/ill_pg_208.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-La bicha</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">H</span>AN leído ustedes á Selgas?&mdash;preguntó la discreta viuda, cerrando su
-abanico antiguo de <i>vernis Martín</i>, una de esas joyas que para todo
-sirven, excepto para abanicarse.&mdash;¿Han leído á Selgas?</p>
-
-<p>Los que formábamos <i>peñita</i> en la estufa, huyendo de los sofocados y
-atestados salones, movimos la cabeza. ¿Selgas? Un autor á quien, como
-suele decirse, «le ha pasado el sol por la puerta»... Nombre casi
-borrado ya...</p>
-
-<p>&mdash;Pues era ingenioso&mdash;declaró la viudita&mdash;y á mí me divertía
-muchísimo... En no sé qué libro suyo&mdash;las citas exactas allá para los
-sabiondos&mdash;sienta una teoría sustanciosa, no crean ustedes. A propósito
-del sistema parlamentario, que le fastidiaba mucho, dice que mientras
-nadie se queja de lo que no escoge, todo el mundo rabia con lo que
-escogió; que rara vez nos mostramos descontentos de nuestros padres ni<span class="pagenum"><a name="page_209" id="page_209"></a>{209}</span>
-de nuestros hijos, pero que de los cónyuges y de los criados siempre hay
-algo malo que contar. ¿Verdad que es gracioso? Sólo que en ese capítulo
-de la elección conyugal, le faltó distinguir... Se le olvidó decir que
-sólo los hombres eligen, mientras las mujeres toman lo que se
-presenta... Y el caso es que la elección conyugal confirma la teoría de
-Selgas: los hombres, que escogen amplia y libremente, son los que
-escogen peor.</p>
-
-<p>Esta afirmación de la viuda levantó un turbión de humorísticas protestas
-entre el elemento masculino de la peñita.</p>
-
-<p>&mdash;No hay que amontonarse&mdash;exclamó la señora intrépidamente.&mdash;Los hombres
-que aciertan, aciertan como <i>el consabido</i> de la fábula... Y si no... á
-la prueba. Todos los jueves que nos reunamos aquí&mdash;en este rincón, á la
-sombra de estos pandanos tan colosales, cerca de esta fuente tan bonita
-con la luz eléctrica&mdash;me ofrezco á contarles á ustedes una historia de
-elección conyugal masculina... que les parecerá increíble. Empezaremos
-ahora mismo... Ahí va la de hoy.</p>
-
-<p>Cuando perdí á mi marido, tuve que vivir varios años en una capital de
-provincia, desenredando asuntos de mucho interés para mí y para mis
-hijos. Ya saben ustedes que no soy huraña, y pasado el luto, aproveché
-las contadas ocasiones de ver gente que se ofrecían allí. Había una
-Sociedad de recreo que daba en Carnaval dos ó tres bailes de máscaras, y
-me gustaba ir á sentarme en un palco, acompañada<span class="pagenum"><a name="page_210" id="page_210"></a>{210}</span> de varias amigas y
-amigos de los que solían hacerme tertulia, y divertirme en remirar los
-disfraces caprichosos, la animación y las bromas que se corrían abajo,
-en el hervidero de la sala. Eran bailes en que se mezclaban el señorío y
-la mesocracia con bastantes familias artesanas, sin que se conociesen
-mucho las diferencias entre estas clases sociales&mdash;porque las artesanas
-de M*** se visten, peinan y prenden con gusto, son guapas y tienen aire
-fino.&mdash;La Junta directiva sólo excluía rigurosamente á las mujeres
-notoriamente indignas; y figúrense ustedes el espanto de la concurrencia
-cuando, la noche del lunes de Carnaval, empezó á esparcirse la voz de
-que estaba en el baile, enmascarada y del brazo de un socio, la célebre
-Natalia, por otro nombre <i>La Bicha</i> (la <i>Culebra</i>); la daban este apodo
-por su fama de mala y engañadora, ó, según otros, porque tenía la cabeza
-pequeñita, la tez morena aceitunada y el pelo casi azulado de puro
-negro; señas de cuya exactitud pudimos cerciorarnos todos, como verán
-ustedes.</p>
-
-<p>Al saberse la noticia, justamente se hallaba en mi palco el presidente
-de la Sociedad, señor viudo, acaudalado y respetable, padre de una niña
-preciosa que yo me llevaba á casa por las tardes á jugar con la
-chiquilla mía. Sobrecogido y turbado, el presidente se agitaba en el
-asiento, haciendo coraje, como suele decirse, para bajar á cumplir su
-deber de expulsar á la intrusa. Comprenderán ustedes que no existe deber
-más penoso: ir á darle en público un bofetón á<span class="pagenum"><a name="page_211" id="page_211"></a>{211}</span> una mujer... ¡sea quien
-sea! Todos seguíamos con los ojos á la máscara sospechosa, y la
-indignación fermentaba. Abandonada desde el primer run-run por el socio
-que la introdujo y que se dió prisa á desaparecer; asaltada por unos
-cuantos mozalbetes, que la asaetaban con insolentes pullas y
-dicharachos; aislada á la vez en un espacio libre&mdash;porque todas las
-demás mujeres se apartaban&mdash;la <i>Culebra</i>, apretando contra el rostro su
-antifaz, recogiendo los pliegues de su manto de <i>beata</i>, como para
-ocultarse, permanecía apoyada en una columna de las que sostienen los
-palcos, en actitud de fiera á quien acosan. Por fin, el presidente se
-decidió, y, tomando precipitadamente el sombrero, salió al pasillo;
-pronto le vimos aparecer en el salón y dirigirse á donde estaba la
-<i>Culebra</i>. A las frases secas y rápidas, cual latigazos, del presidente,
-los mozalbetes se desviaron, dejando sola á la mujer; y ésta, con un
-movimiento de soberbia que remedaba la dignidad, revolviéndose bajo el
-ultraje, se arrancó de súbito la careta de raso negro, echó atrás el
-manto, y descubierta la cabeza, erguido el cuello, rechispeantes los
-ojos, miró, retó, fulminó al presidente primero, después, circularmente,
-á todo el concurso, á las señoras, á las señoritas, que volvían la cara
-ruborizándose, á los hombres que cuchicheaban y se reían... Y despacio,
-sin bajar la frente, pasó por entre la multitud apiñada que se
-estremecía á su contacto, y todavía, desde la puerta, volviéndose,
-disparó el venablo de sus pupilas (¡qué mirada aquella, Dios<span class="pagenum"><a name="page_212" id="page_212"></a>{212}</span> mío!) al
-presidente, que accionaba entre un círculo de individuos de la Directiva
-y de señores que le felicitaban por su acción... Minutos después, muy
-exaltado, volvía al palco el buen señor, y al acompañarme, á la salida,
-todavía hablaba del descoco de la pájara, refiriéndonos, con el recato
-posible, su vida y milagros, capaces, ciertamente, de poner colorada á
-una estatua de piedra.</p>
-
-<p>A la vuelta de cinco meses; cuando á las frioleras diversiones del
-Carnaval reemplazan los idílicos goces de las giras y de las campestres
-romerías,&mdash;empezó á susurrarse en M*** que el presidente de la Sociedad
-<i>Centro de Amigos</i>, el honrado y formal don Mariano Subleiras, con sus
-cincuenta del pico, su viudez y su niña encantadora, pasaba á segundas
-nupcias... ¿Ya han adivinado ustedes con quién?... ¡Con la propia
-Natalia, la <i>Bicha</i>, la prójima echada del baile!&mdash;Al oirlo, sepan
-ustedes que no lo puse en duda ni un momento. Dirán ustedes que soy
-pesimista... Digan lo que quieran, ¡El caso es que yo, en seguida, creí
-firmemente que era gran verdad eso que á todos les parecía el colmo de
-lo absurdo!&mdash;¿Pero no se acuerda usted?&mdash;me objetaban.&mdash;Pero si fué él
-mismo quien la puso de patitas...&mdash;Pues por eso, cabalmente por
-eso&mdash;contestaba yo, dejándoles con la boca de un palmo. Al fin, tanto me
-calentaron la cabeza con la boda dichosa, que entre el deseo de
-complacer y la lástima que me infundía la pequeña, aquella rubita
-monísima, amenazada de madrastra semejante, me decidí á meterme<span class="pagenum"><a name="page_213" id="page_213"></a>{213}</span> donde
-no me llamaban y á hacer á don Mariano el siempre inoportuno regalo del
-buen consejo... Le llamé á capítulo, le prediqué un sermón que ni un
-padre capuchino; estuve elocuente, les aseguro que sí... Y me puse muy
-hueca cuando al terminar mi plática, don Mariano, al parecer conmovido,
-murmuró aplicando el pico del pañuelo á los ojos:&mdash;Prometo á usted que
-no me casaré con la Natalia...</p>
-
-<p>&mdash;¿Y al poco tiempo se casó?&mdash;interrogaron con malicia los de la peña.</p>
-
-<p>&mdash;No, señores... No se casó al poco tiempo... ¡Cuando me empeñaba una
-palabra inquebrantable... estaba ya casado... secretamente!</p>
-
-<p>Hubo en el grupo exclamaciones, risas, comentarios, y Ramiro Nozales,
-que la echaba de observador, pronunció con énfasis:</p>
-
-<p>&mdash;¡Qué humano es eso!</p>
-
-<p>&mdash;Lo que á mí me preocupó mucho entonces&mdash;prosiguió la señora&mdash;fué
-averiguar cómo se las había compuesto la lagarta para hacer presa en don
-Mariano. Su móvil era patente: una venganza que eriza el pelo... Pero,
-¿de qué medios se había valido? Cuando fué expulsada del baile, don
-Mariano sólo la conocía de vista y por su lamentable reputación...
-Excitada mi curiosidad, en que entraba tanto interés por la pobre niña,
-pude averiguar algo... ¡Algo que también va usted á decir que es <i>muy
-humano</i>, amigo Nozales, porque conozco su escuela de usted!... Parece
-que la <i>Bicha</i> se presentó en casa de don Mariano días después de la
-expulsión, y bañada en lágrimas, y con hartos<span class="pagenum"><a name="page_214" id="page_214"></a>{214}</span> desmayos y suspiros, le
-pidió reparación del ultraje; reparación... ¿cómo diré yo?, una
-reparación privada, una palabra benévola, una excusa, algo que la
-consolase, porque desde aquel episodio se sentía enferma, abatida y á
-punto de muerte... «De otra persona, mire usted, no me hubiese
-importado; pero de usted... vamos, de usted... un señor tan digno, un
-señor tan virtuoso...», dicen que silbaba la <i>Culebra</i>, empezando
-insensiblemente á enroscarse... De aquí al vasito de agua, á contar una
-larga historia, á ser escuchada y compadecida, visitada después, á
-enlazar con el primer anillo, á deslizarse, á abrazar ya con las roscas
-flexibles el pecho, la cabeza y el cuerpo todo... el camino ni es largo
-ni difícil, y en cuatro meses y medio lo anduvo la <i>Bicha</i>... hasta
-llegar á la iglesia.&mdash;Al año siguiente, la noche del lunes de Carnaval,
-don Mariano y su señora ocupaban el palco fronterizo al mío... Fué la
-primera vez que aparecieron juntos en público. Después, ya nunca vimos
-solo á don Mariano; á ella, sí. Contaban que su mujer le mandaba de tal
-suerte, que, al salir de casa, le dejaba encerrado...</p>
-
-<p>&mdash;¿Y la niña?&mdash;preguntó Nozales con afán triste.</p>
-
-<p>&mdash;¡Ah!&mdash;suspiró la señora.&mdash;La niña... me han escrito de allá que murió
-tísica!...<span class="pagenum"><a name="page_215" id="page_215"></a>{215}</span></p>
-
-<h2><a name="SANGRE_DEL_BRAZO" id="SANGRE_DEL_BRAZO"></a><img src="images/ill_pg_215.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Sangre del brazo</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">E</span>L lunes de Pascua de Resurrección, con un sol esplendente y un aire
-tibio y perfumado, que provocaba impaciencias y fervorines primaverales
-en los retoños frescos de los árboles y en los senderos que deseaban
-florecer y donde á las últimas violetas descoloridas hacían competencia
-las primeras campánulas blancas y las margaritas de rosado
-cerco,&mdash;unieron sus destinos en la capilla del restaurado castillo
-señorial la linda heredera de la noble casa y estados de Abencerraje,
-con el apuesto y galán marquesito de Alcalá de los Hidalgos.</p>
-
-<p>Todo sonreía en aquella boda, lo mismo la naturaleza que el porvenir de
-los desposados. Al cuadro de su juventud, del amor del novio, que
-revelaban mil finezas y extremos, y á la cándida belleza de la novia,
-servían de marco de oro y rosas la cuantiosa hacienda, la ilustre cuna,
-el respeto y cariño de la buena gente<span class="pagenum"><a name="page_216" id="page_216"></a>{216}</span> campesina, y hasta la venturosa
-circunstancia de verse enlazadas por ella, ante el cielo y ante el
-mundo, las dos casas más ricas y nobles de la provincia, las que la
-representaban en la historia nacional.</p>
-
-<p>A la puerta de la capilla aguardaba el coche familiar que había de
-conducir á los esposos á la estación del camino de hierro. Iban á
-emprender uno de esos viajes que son la realidad de un sueño divino:
-Italia y sus ciudades-museos; Suiza y sus lagos, trozos de la bóveda
-azul del firmamento caídos sobre la nieve; Alemania con sus ríos, en que
-las ondinas nadan al rayo de la luna; después el Oriente, Grecia,
-Constantinopla, y, por último, el invierno en París, entre los
-prestigios del lujo y la magia de la refinadísima civilización; París
-con sus fiestas y sus elegancias exquisitas, sus nidos de coquetería y
-de molicie para la dicha renovada... La perspectiva de tantos días
-risueños y venturosos; más que todo la del amor puro, noble, legítimo,
-constante regocijo y secreta y dulce efusión del alma, hacía latir de
-gozo el corazón de la novia, de la rubia y tierna María de las Azucenas,
-cuando el coche arrancó al trote largo de los cuatro fogosos caballos
-que lo arrastraban, llevándosela á ella, al que ya era su dueño, y á la
-doncella, Luisilla, aldeana viva y fiel, elegida y designada para,
-acompañar y servir á María durante el viaje...</p>
-
-<p>Por espacio de algunos meses fueron llegando al castillo faustas nuevas
-de los novios. Aun<span class="pagenum"><a name="page_217" id="page_217"></a>{217}</span> cuando la escondida aldea de Abencerraje distaba
-tanto de esas lejanas tierras por donde ellos paseaban la ufanía de su
-felicidad, por mil no sospechados conductos&mdash;cartas, sueltos de
-periódicos, referencias de otros viajeros, de cónsules, de amigos, de
-desconocidos quizás&mdash;en Abencerraje se sabía confusamente que el viaje
-era feliz, alegre, fecundo en incidentes gratos, y que marido y mujer
-disfrutaban de salud y contento. Corrió así el verano, pasóse el otoño,
-y se averiguó que, cumpliendo estrictamente el programa, se encontraban
-ya en la capital de la república francesa los marqueses, divertidos,
-festejados, girando en el torbellino del placer. Hacia Febrero ó Marzo
-se habló de que la recién casada sufría una grave enfermedad, pero casi
-se supo al mismo tiempo el mal y la mejoría. Y pocas semanas después, el
-lunes de Pascua de Resurrección, á la caída de una tarde admirable por
-lo serena, cuando las últimas violetas descoloridas exhalaban su
-delicado aroma y los árboles desabrochaban su flor de primavera, el país
-vió asombrado que el coche familiar regresaba de la estación con mucho
-repique de cascabeles, y las gentes, que se asomaban curiosas á las
-puertas de las cabañas, no divisaron dentro del coche más que á María de
-las Azucenas, tan descolorida como las últimas violetas de los senderos,
-y á Luisilla, sentada á su lado, también desmejorada y amarillenta,
-sosteniendo en el hombro la fatigada cabeza de su señora; ambas mudas,
-ambas tristes, ambas con la huella del padecimiento<span class="pagenum"><a name="page_218" id="page_218"></a>{218}</span> en el rostro.&mdash;Y ni
-aquel día, ni los siguientes, ni nunca más, asomó el Marqués de Alcalá
-en el castillo de su mujer, ni por la comarca siquiera, y María y
-Luisilla vivieron solas, siempre juntas, más que como ama y criada, como
-hermanas amantísimas é inseparables.</p>
-
-<p>Repicaron las lenguas, y se fantasearon historias de ilícitas pasiones y
-desvaríos del Marqués, tragedias horribles, duelos, conatos de
-envenenamiento, y otras mil invenciones novelescas que prueban la
-ardorosa imaginación de los naturales de Abencerraje. La verdad no se
-supo hasta que corrieron algunos años, cuando el Marqués de Alcalá
-comisionó á un sacerdote para lograr de su esposa que le perdonase y
-consintiese en vivir á su lado. Habiendo fracasado por completo la
-diplomacia del sacerdote, en los primeros momentos de contrariedad éste
-se espontaneó con el párroco de Abencerraje, éste con el boticario, éste
-con el médico, el notario, el Alcalde... y así llegó á conocer la
-comarca la siguiente aventura.</p>
-
-<p>Después de un viaje que fué un idilio, llegaron á París los enamorados
-esposos en busca de alguna quietud, pues la reclamaba el estado
-interesante de María, expuesta á percances en fondas y trenes. A pesar
-del cuidado y del método que observó la Marquesa, hacia el sexto mes del
-embarazo cayó en cama, con síntomas de parto prematuro. Acaeció la
-temida desgracia, y fué lo peor que una hemorragia violenta puso en
-peligro inminente la vida de la señora.<span class="pagenum"><a name="page_219" id="page_219"></a>{219}</span> «Se desangra, se nos va», había
-dicho el médico, un español ilustre, después de ensayar los recursos de
-su ciencia, luchando denodadamente con la muerte que se aproximaba
-silenciosa. Y entonces el marido, que veía á su esposa desfallecer en
-síncope mortal, blanca como la almohada donde apoyaba su frente de cera,
-preguntó al doctor:</p>
-
-<p>&mdash;¿Pero no hay algún medio de salvarla? ¿No hay alguno?</p>
-
-<p>&mdash;Hay uno todavía&mdash;respondió el médico.&mdash;Si se encuentra una persona
-sana, robusta, joven y que quiera lo bastante á esta señora para dar
-sangre de las venas de su brazo... verificaremos la transfusión y verá
-usted á la enferma resucitar.</p>
-
-<p>Al hablar así, el doctor miraba afanosamente al Marqués, clavándole en
-el rostro, y mejor aún en el espíritu, sus ojos interrogadores y
-desengañados de hombre que ha presenciado en este pícaro mundo muchas
-miserias; y al notar que el Marqués no contestaba y se volvía tan pálido
-como si ya le estuviesen extrayendo de las venas la sangre que le pedía
-de limosna el amor, el médico se encogió de hombros murmurando
-vagamente:</p>
-
-<p>&mdash;Pero es difícil... muy difícil. Hay que renunciar á esa esperanza.</p>
-
-<p>En aquel punto mismo se levantó una mujer que permanecía acurrucada á
-los pies del lecho de la moribunda, y sencillamente, presentando su
-brazo izquierdo desnudo, blanco, grueso, surcado de venas azules,
-exclamó:<span class="pagenum"><a name="page_220" id="page_220"></a>{220}</span></p>
-
-<p>&mdash;Ahí tiene, señor... ahí tiene... Sangre no me falta, y sana estoy como
-las propias manzanas en el árbol... Ahí tiene, y ojalá que la sangre de
-una pobre aldeana sirva para resucitar á la señora.</p>
-
-<p>Ni un minuto tardó el doctor en aceptar la oferta de Luisilla. Aplicando
-la cánula, sangró copiosamente el recio brazo, pues se necesitaba mucha,
-mucha sangre, setecientos gramos, para reparar las pérdidas sufridas. La
-muchacha, sonriente, no pestañeaba, repitiendo á cada paso:</p>
-
-<p>&mdash;Saque, señor; tengo yo la mar de sangre buena que ofrecer á mi ama.</p>
-
-<p>El Marqués había huído de la habitación. Cuando la sutil jeringuilla
-empezó á inyectar el precioso licor en el cuerpo de la agonizante, y
-ésta á notar el calor delicioso que de las venas pasaba al corazón
-reanimándolo; cuando su rostro de mármol se coloreó y sus ojos se
-abrieron lentamente, lo primero que buscaron fué al amado, á la mitad de
-su ser, pues había comprendido al revivir que alguien la daba su sangre
-en compensación de la que había perdido, y creía que sólo podía ser él,
-el esposo, el compañero, el adorado, el ídolo de su alma. Y al no
-encontrarle; al ver á Luisa, á quien vendaban y á quien hacían beber,
-para reanimarla del desfallecimiento, café puro, la esposa comprendió, y
-volvió á cerrar los ojos, como si aspirase al desmayo del cual solo se
-despierta en los brazos de la muerte...</p>
-
-<p>Apenas pudo ponerse en camino, María partió<span class="pagenum"><a name="page_221" id="page_221"></a>{221}</span> sin más compañera que la
-aldeanita, cuya humilde sangre llevaba en las venas y á quien debía el
-existir. Todas las gestiones del Marqués de Alcalá se estrellaron contra
-la invencible repugnancia, ó más bien el horror de su mujer. Demasiado
-altiva para buscar consuelo de aquel desengaño, vivió con Luisilla,
-haciendo caridades y llorando á solas muchas veces,&mdash;sobre todo en
-Pascua de Resurrección, cuando la implacable naturaleza reflorecía.<span class="pagenum"><a name="page_222" id="page_222"></a>{222}</span></p>
-
-<h2><a name="CONSUELO" id="CONSUELO"></a><img src="images/ill_pg_222.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Consuelo</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">T</span>EODORO iba á casarse perdidamente enamorado. Su novia y él aprovechaban
-hasta los segundos para tortolear y apurar esa dulce comunicación que
-exalta el amor por medio de la esperanza próxima á realizarse. La boda
-sería en Mayo, si no se atravesaba ningún obstáculo en el camino de la
-felicidad de los novios. Pero al acercarse la concertada fecha se
-atravesó uno terrible: Teodoro entró en sorteo de oficiales, y la suerte
-le fué adversa: le reclamaba la patria.</p>
-
-<p>Ya se sabe lo que ocurre en semejantes ocasiones. La novia sufrió
-síncopes y ataques de nervios; derramó lágrimas que corrían por sus
-mejillas frescas, pálidas como hojas de magnolia, ó empapaban el
-pañolito de encaje; y en los últimos días que Teodoro pudo pasar al lado
-de su amada, trocáronse juramentos de constancia y se aplazó la dicha
-para el regreso. Tales fueron<span class="pagenum"><a name="page_223" id="page_223"></a>{223}</span> los extremos de la novia, que Teodoro
-marchó con el alma menos triste, regocijado casi por momentos, pues era
-animoso y no rehuía, ni aun de pensamiento, la aceptación del deber.</p>
-
-<p>Escribió siempre que pudo, y no le faltaron cartas amantes y fervorosas,
-en contestación á las suyas algo lacónicas, redactadas después de una
-jornada de horrible fatiga, robando tiempo al descanso, y evitando
-referir las molestias y las privaciones de la cruel campaña, por no
-angustiar á la niña ausente. Un amigo á prueba, comisionado para espiar
-á la novia de Teodoro&mdash;no hay hombre que no caiga en estas puerilidades,
-si se va muy lejos y ama de veras&mdash;mandaba noticias de que la muchacha
-vivía en retraimiento, como una viuda. Al saberlo, Teodoro sentía un
-gozo que le hacía olvidarse de la ardiente sed, del sol que abrasa, de
-la fiebre que flota en el aire y de las espinas que desgarran las
-epidermis.</p>
-
-<p>Cierto día, de espeso matorral salieron algunos disparos al paso de la
-columna que Teodoro mandaba. Teodoro cerró los ojos y osciló sobre el
-caballo: le recogieron y trataron de curarle, mientras huía cobardemente
-el invisible enemigo. Trasladado el herido al hospital, se vió que tenía
-destrozado el hueso de la pierna,&mdash;fractura complicada, gravísima.&mdash;El
-médico dió su fallo: para salvar la vida había que practicar
-urgentemente la amputación por más arriba de la rótula, advirtiendo que
-consideraba peligroso dar cloroformo al paciente. Teodoro resistió la
-operación con los ojos abiertos, y vió<span class="pagenum"><a name="page_224" id="page_224"></a>{224}</span> cómo el bisturí incindía su piel
-y resecaba sus músculos, cómo la sierra mordía en el hueso hasta llegar
-al tuétano, y cómo su pierna derecha, ensangrentada, muerta ya, era
-llevada á que la enterrasen... Y no exhaló un grito ni un gemido: tan
-sólo, en el paroxismo del dolor, tronzó con los dientes el cigarro que
-chupaba.</p>
-
-<p>Según el cirujano, la operación había salido divinamente. No hubo
-inflamación ni gangrena; cicatrizó bien y pronto, y Teodoro no tardó en
-ensayar su pierna de palo, una pata vulgar, mientras no podía encargar á
-Alemania otra, hecha con arreglo á los últimos adelantos...</p>
-
-<p>Al escribir á su novia desde el hospital sólo había hablado de herida, y
-herida leve. No quería afligirla ni espantarla. Así y todo, lo de la
-herida alarmó á la muchacha tanto, que sus cartas eran gritos de terror
-y efusiones de cariño. ¿Por qué no estaba ella allí para asistirle, y
-acompañarle y endulzar sus torturas? ¿Cómo iba á resistir hasta la carta
-siguiente, donde él participase su mejoría?</p>
-
-<p>Aquellas páginas tiernas y sencillas, que debían consolar á Teodoro, le
-causaron, por el contrario, una inquietud profunda. Pensaba á cada
-instante que iba á regresar, á ver á su adorada, y que ella le vería
-también... ¡pero cómo! ¡Qué diferencial Ya no era el gallardo oficial de
-esbelta silueta y andar resuelto y brioso. Era un inválido, un pobrecito
-inválido, un infeliz inútil. Adiós las marchas, adiós los fogosos
-caballos, adiós el vals que embriaga,<span class="pagenum"><a name="page_225" id="page_225"></a>{225}</span> adiós la esgrima que fortalece:
-tendría que vivir sentado, que pudrirse en la inacción, y que recibir
-una limosna de amor ó de lástima, otorgada por caridad á su desventura.
-Y Teodoro, al dar sus primeros pasos apoyado en la muleta, presentía la
-impresión de su novia cuando él llegase así, cojo y mutilado,&mdash;él, el
-apuesto novio que antes envidiaban las amigas.&mdash;Ver la luz de la
-compasión en unos ojos adorados... ¡qué triste sería, qué triste! Miróse
-al espejo y comprobó en su rostro las huellas del sufrimiento, y pensó
-en el ruido seco de la pata de palo sobre las escaleras de la casa de su
-futura... Con el revés de la mano se arrancó una lágrima de rabia que
-surgía al canto del lagrimal: pidió papel y pluma, y escribió una breve
-carta de rompimiento y despedida eterna.</p>
-
-<p>Dos años pasaron. Teodoro había vuelto á la Península, aunque no á la
-ciudad donde amó y esperó. Por necesidad tuvo que ir á ella pocos días,
-y aunque evitaba salir á la calle, una tarde encontró de improviso á la
-que fué su novia y,&mdash;sofocado, tembloroso,&mdash;se detuvo y la dejó pasar.
-Iba ella del brazo de un hombre&mdash;su marido.&mdash;El amputado, repuesto,
-firme ya sobre su pata hábilmente fabricada en Berlín, maravilla de
-ortopedia, que disimulaba la cojera y terminaba en brillante bota, notó
-que el esposo de su amada era ridículamente conformado, muy patituerto,
-de rodillas huesudas é innoble pie... y una sonrisa de melancólica burla
-jugó en su semblante grave y varonil.<span class="pagenum"><a name="page_226" id="page_226"></a>{226}</span></p>
-
-<h2><a name="LA_NOVELA_DE_RAIMUNDO" id="LA_NOVELA_DE_RAIMUNDO"></a><img src="images/ill_pg_226.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-La novela de Raimundo</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">¿S</span>UPONÉIS que no hay en mis recuerdos nada dramático, nada que despierte
-interés, una novela tremenda?&mdash;nos dijo casi ofendido el apacible
-Raimundo Ariza, á quien considerábamos el muchacho más formal de cuantos
-remojábamos la persona en aquella tranquila playa y nos reuníamos por
-las tardes á jugar á tanto módico en el Casino.&mdash;No pudimos menos de
-mirar á Raimundo con sorpresa y algo de incredulidad. Sin embargo,
-Raimundo no era feo: tenía estatura proporcionada, correctas facciones,
-ojos garzos y dulces, sonrisa simpática y blanca tez; pero su bonita
-figura destilaba sosería; no había nacido fascinador; parecía formado
-por la naturaleza para ser á los cuarenta buen padre de familia, y
-Alcalde de su pueblo.</p>
-
-<p>&mdash;Dudamos de tu novela romántica&mdash;exclamó al cabo uno de nosotros.</p>
-
-<p>&mdash;Pues es de las de patente...&mdash;replicó Raimundo.<span class="pagenum"><a name="page_227" id="page_227"></a>{227}</span>&mdash;Hay dos clases de
-novelas, señores escépticos: las voluntarias y las involuntarias. Las
-primeras, las buscan por la mano sus héroes. Las otras... se vienen á
-las manos. De estas fué la mía. A ciertas personas suele decirse que
-«<i>les sucede todo</i>;» y es porque ellas andan á caza de sucesos... A fe
-que si se estuviesen quietecitos, las mujeres no se precipitarían á
-echarles memoriales.</p>
-
-<p>En mi pueblo, como sabéis, no suele haber grandes emociones, y cualquier
-cosa se vuelve acontecimiento. Todo constituye distracción, rompiendo la
-monotonía de aquel vivir.&mdash;Hará cosa de tres años, en primavera, nos
-alborotó la llegada de una tribu errante de gitanos ó zíngaros.
-Plantaron sus negruzcas tiendas y amarraron sus trasijadas monturas en
-cierto campillo árido, cercano á uno de los barrios en construcción, y
-formamos costumbre de ir por las tardes á curiosear las fisonomías y los
-hábitos de tan extraña gente.</p>
-
-<p>Nos gustaba ver cómo remendaban y estañaban calderos y componían
-jáquimas y pretales, todo al sol y con la cabeza descubierta, porque
-dentro de las tiendas no se rebullían. Comentábase mucho la noticia de
-que el jefe de una taifa tan sórdida y desarrapada hubiese depositado en
-el Banco, el día de su arribo, bastantes miles de duros en ricas onzas
-españolas, de las que ya no se encuentran por ninguna parte. Viajaban
-con su caudal, y por no ser desbalijados, al sentar sus reales lo
-aseguraban así. Se decía también que poseían á docenas<span class="pagenum"><a name="page_228" id="page_228"></a>{228}</span> soberbias
-cadenas de oro y joyeles bárbaros de pedrería; pero es la verdad que, al
-exterior, sólo mostraban miserias, andrajos y densa capa de mugre, no
-teniendo poco de asombroso que tan mala capa no bastase á encubrir ni á
-degradar la noble hermosura y pintoresca originalidad de los bohemios
-que admirábamos.</p>
-
-<p>Resaltaba esta belleza en todos los individuos jóvenes de la tribu;
-pero, como es natural, yo prefería observarla en las mujeres, y solía
-acercarme á la tienda donde habitaba una gitanilla del más puro tipo
-oriental que pueda soñarse. Esbelta, de tez finísima y aceitunada; de
-ojos de gacela, tristes, almendrados é inmensos; de cabellera azulada á
-fuerza de negror y repartida en dos trenzas de esterilla á ambos lados
-del rostro, la gitana estaba reclamando un pintor que se inspirase en su
-figura. Aunque era, según supe después, esposa del jefe de la tribu, su
-vestimenta se componía de una falda muy vieja y un casaquín desgarrado,
-por cuyas roturas salía el seno, y en lugar de los fantásticos joyeles
-del misterioso tesoro, adornaba su cuello una sarta de corales falsos.
-Su tierna juventud y su singular beldad resplandecían iluminando los
-harapos y el interior de la tienda, por otra parte semejante á un
-capricho de Goya, donde humeaba un pote sobre unas trébedes y un fuego
-de brasa, atizado por una gitana vieja, tan caracterizada de bruja, que
-pensé que iba á salir volando á horcajadas sobre una escoba.</p>
-
-<p>Así que me vió la gitanilla, con voz muy melodiosa<span class="pagenum"><a name="page_229" id="page_229"></a>{229}</span> y con gutural
-pronunciación extranjera me pidió la mano para echarme la buenaventura.
-Se la tendí, con dos pesetas para señalar, y después de oídas las
-profecías que dicen siempre las gitanas, dejé gustoso las dos pesetas en
-su poder. La mujer hablaba aprisa, porque un chiquillo desnudo, de
-cobriza tez, arrastrándose por el suelo, lloriqueaba; así que su madre
-le tomó en brazos, calló agarrando el seno. De súbito la gitana exhaló
-un chillido de dolor: el crío acababa de morderla cruelmente, y ella,
-casi en broma, aplicó dos azotes ligeros á la criatura. No sé que fué
-más pronto, si romper el chico en llanto desconsolador ó entrar en la
-tienda el jefe de la tribu, un arrogante bohemio de enérgicas facciones
-y pelo rizado en largos bucles; y sin encomendarse á Dios ni al diablo,
-profiriendo imprecaciones en su jerigonza, soltarle á su mujer un feroz
-puntapié que la echó á tierra.</p>
-
-<p>Indignado por tal brutalidad, me precipité á levantarla; se alzó pálida
-y temblando; sus ojos oblongos, tan dulces poco antes, fulguraban con un
-brillo sombrío, que me pareció de odio y furor, pero al fijarse en mí
-destellaron agradecimiento. No lo pude remediar; aunque por sistema con
-nadie ni en nada me meto, aquella escena me había trastornado: apostrofé
-é increpé al gitano, y hasta le amenacé, si maltrataba de tal suerte á
-una criatura indefensa, con denunciarle á la autoridad, que le aplicaría
-condigno castigo. No sé qué pasaría por dentro del alma del bohemio: sé
-que me escuchó muy grave,<span class="pagenum"><a name="page_230" id="page_230"></a>{230}</span> que chapurreó excusas, y al mismo tiempo, á
-guisa de amo de casa que hace cortesía, me acompañó, sacándome fuera de
-su domicilio, á pretexto de enseñarme los caballos y los carricoches; en
-términos que, al despedirme de aquel hombre, me creí en el deber de
-aflojar otras monedas... que aceptó sin perder la dignidad.</p>
-
-<p>Al día siguiente, y los demás, volví al campamento y fuí derecho á la
-tienda de la gitana... ¡No arméis alboroto ni me déis broma! Yo no
-sentía nada parecido á lo que suele llamarse, no ya amor, sino sólo
-interés ó capricho por una mujer. Quizás por obra de la suciedad salvaje
-en que vivía envuelta la gitana, ó por el carácter exótico de su
-hermosura de dieciséis abriles, lo que me inspiraba era una especie de
-lástima cariñosa unida á un desvío raro: yo no concebía, con tal mujer,
-sino la contemplación desinteresada y remota que despiertan un cuadro ó
-un cachivache de museo. A veces me creía inferior á ella, que procedía
-de raza más pura y noble, de aquel Oriente en que la humanidad tuvo su
-cuna; otras, por el contrario, se me figuraba un animal bravío, un ser
-de instinto y de pasión á quien yo dominaba por la inteligencia. Y
-encontraba gusto en ir á verla, únicamente porque ella, al aparecer yo,
-mostraba una alegría pueril, una exaltación inexplicable, sonriendo con
-labios muy rojos y dientes muy blancos, diciéndome palabras zalameras,
-contándome sus correrías, sus fatigas y sus deseos de regresar á una
-patria donde el firmamento<span class="pagenum"><a name="page_231" id="page_231"></a>{231}</span> no tuviese nubes, ni llorase agua jamás.
-«Feo cuando llueve», repetía. A esto se redujo nuestro idilio... No
-tengo nada de héroe, y así que noté que el arrogante gitano fruncía las
-negrísimas y correctas cejas al encontrarme en sus dominios, espacié mis
-visitas, y ni siquiera me despedí de mi amiga&mdash;pues los bohemios
-levantaron el campo de improviso una mañana, y desaparecieron, sin dejar
-más huellas de su paso que varios montones de carbón y ceniza en el
-real, y dos ó tres hurtos de poca monta que se les atribuyeron, quizás
-falsamente.</p>
-
-<p>Hasta aquí la historia es bien sencilla... Lo novelesco empieza ahora...
-y consiste en un solo hecho, que ustedes explicarán como gusten... pues
-yo me lo explico á mi modo, y acaso esté en un error! Al mes de alejarse
-de mi ciudad la tribu zíngara, se supo por la prensa que en las
-asperezas de la sierra de los Castros habían descubierto unos pastores
-el cuerpo de una mujer muy joven, cuyas señas inequívocas coincidían con
-las de mi gitanilla. El cuerpo había sido enterrado á bastante
-profundidad, pero venteado por los perros y desenterrado prontamente,
-dió á la justicia indicios de que se hallaba sobre la pista de un
-horrendo crimen. Se inició el procedimiento sin resultado alguno, porque
-los de la errante tribu estuvieron conformes en declarar que la
-gitanilla había huído separándose de ellos, y que ellos no se habían
-acercado ni á veinte leguas de la sierra de los Castros. La muerte de la
-gitanilla fué un negro<span class="pagenum"><a name="page_232" id="page_232"></a>{232}</span> misterio más, de tantos como no desentraña la
-justicia nunca. Sólo yo creí ver claro en el lance... Acordéme de las
-palabras que Cervantes pone en boca del gitano viejo: «Libres y exentos
-vivimos de la amarga pestilencia de los celos; nosotros somos los jueces
-y verdugos de nuestras esposas y amigas; con la misma facilidad las
-matamos y las enterramos por las montañas y desiertos, como si fuesen
-animales nocivos; no hay pariente que las vengue, ni padres que nos
-pidan su muerte...»<span class="pagenum"><a name="page_233" id="page_233"></a>{233}</span></p>
-
-<h2><a name="EL_ENCAJE_ROTO" id="EL_ENCAJE_ROTO"></a><img src="images/ill_pg_233.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-El encaje roto</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">C</span>ONVIDADA á la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no
-habiendo podido asistir, grande fué mi sorpresa cuando supe al día
-siguiente&mdash;la ceremonia debía verificarse á las diez de la noche en casa
-de la novia&mdash;que ésta, al pie del mismo altar, al preguntarle el Obispo
-de San Juan de Acre si recibía á Bernardo por esposo, soltó un <i>no</i>
-claro y enérgico; y como reiterada con extrañeza la pregunta se
-repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar un cuarto de hora
-la situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose
-la reunión y el enlace á la vez.</p>
-
-<p>No son inauditos casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero
-ocurren entre gente de clase humilde, de muy modesto estado, en esferas
-donde las conveniencias sociales no embarazan la manifestación franca y
-espontánea del sentimiento y de la voluntad.<span class="pagenum"><a name="page_234" id="page_234"></a>{234}</span></p>
-
-<p>Lo peculiar de la escena provocada por Micaelita, era el medio ambiente
-en que se desarrolló. Parecíame ver el cuadro, y no podía consolarme de
-no haberlo contemplado por mis propios ojos. Figurábame el salón
-atestado, la escogida concurrencia, las señoras vestidas de seda y
-terciopelo, con collares de pedrería, al brazo la mantilla blanca para
-tocársela en el momento de la ceremonia; los hombres con
-resplandecientes placas ó luciendo veneras de Ordenes militares en el
-delantero del frac; la madre de la novia, ricamente prendida, atareada,
-solícita, de grupo en grupo, recibiendo felicitaciones; las hermanitas,
-conmovidas, muy monas, de rosa la mayor, de azul la menor, ostentando
-los brazaletes de turquesas, regalo del cuñado futuro; el Obispo que ha
-de bendecir la boda, alternando grave y afablemente, sonriendo,
-dignándose soltar chanzas urbanas ó discretos elogios, mientras allá en
-el fondo se adivina el misterio del oratorio revestido de flores, una
-inundación de rosas blancas, desde el suelo hasta la cupulilla, donde
-convergen radios de rosas y de lilas como la nieve, sobre rama verde,
-artísticamente dispuesta; y en el altar, la efigie de la Virgen
-protectora de la aristocrática mansión, semioculta por una cortina de
-azahar, el contenido de un departamento lleno de azahar que envió de
-Valencia el riquísimo propietario Aránguiz, tío y padrino de la novia,
-que no vino en persona por viejo y achacoso&mdash;detalles que corren de boca
-en boca, calculándose la magnífica herencia que<span class="pagenum"><a name="page_235" id="page_235"></a>{235}</span> corresponderá á
-Micaelita, una esperanza más de ventura para el matrimonio, el cual irá
-á Valencia á pasar su luna de miel.&mdash;En un grupo de hombres me
-representaba al novio, algo nervioso, ligeramente pálido, mordiéndose el
-bigote sin querer, inclinando la cabeza para contestar á las delicadas
-bromas y á las frases halagüeñas que le dirigen...</p>
-
-<p>Y por último, veía aparecer en el marco de la puerta que da á las
-habitaciones interiores una especie de aparición, la novia, cuyas
-facciones apenas se divisan bajo la nubecilla del tul, y que pasa
-haciendo crujir la seda de su traje, mientras en su pelo brilla como
-sembrado de rocío la roca antigua del aderezo nupcial... Y ya la
-ceremonia se organiza, la pareja avanza conducida por los padrinos, la
-cándida figura se arrodilla al lado de la esbelta y airosa del novio...
-Apíñase en primer término la familia, buscando buen sitio para ver
-amigos y curiosos, y entre el silencio y la respetuosa atención de los
-circunstantes... el Obispo formula una interrogación, á la cual responde
-un <i>no</i> seco como un disparo, rotundo como una bala. Y&mdash;siempre con la
-imaginación&mdash;notaba el movimiento del novio, que se revuelve herido; el
-ímpetu de la madre, que se lanza para proteger y amparar á su hija, la
-insistencia del Obispo, forma de su asombro, el estremecimiento del
-concurso, el ansia de la pregunta transmitida en un segundo: «¿Qué pasa?
-¿Qué hay? ¿La novia se ha puesto mala? ¿Que dice <i>no</i>? Imposible...
-¿Pero es seguro? ¡Qué episodio!...»<span class="pagenum"><a name="page_236" id="page_236"></a>{236}</span></p>
-
-<p>Todo esto, dentro de la vida social, constituye un terrible drama. Y en
-el caso de Micaelita, al par que drama, fué logogrifo. Nunca llegó á
-saberse de cierto la causa de la súbita negativa.</p>
-
-<p>Micaelita se limitaba á decir que había cambiado de opinión y que era
-bien libre y dueña de volverse atrás, aunque fuese al pie del ara,
-mientras el <i>sí</i> no partiese de sus labios. Los íntimos de la casa se
-devanaban los sesos, emitiendo suposiciones inverosímiles. Lo indudable
-era que todos vieron, hasta el momento fatal, a los novios satisfechos y
-amarteladísimos; y las amiguitas que entraron á admirar á la novia
-engalanada, minutos antes del escándalo, referían que estaba loca de
-contento, y tan ilusionada y satisfecha que no se cambiaría por nadie.
-Datos eran estos para obscurecer más el extraño enigma que por largo
-tiempo dió pábulo á la murmuración, irritada con el misterio y dispuesta
-á explicarlo desfavorablemente.</p>
-
-<p>A los tres años,&mdash;cuando ya casi nadie iba acordándose del sucedido de
-las bodas de Micaelita, me la encontré en un balneario de moda donde su
-madre tomaba las aguas. No hay cosa que facilite las relaciones como la
-vida de balneario, y la señorita de Aránguiz se hizo tan íntima mía, que
-una tarde, paseando hacia la iglesia, me reveló su secreto, afirmando
-que me permite divulgarlo, en la seguridad de que explicación tan
-sencilla no será creída por nadie.</p>
-
-<p>&mdash;Fué la cosa más tonta... De puro tonta no<span class="pagenum"><a name="page_237" id="page_237"></a>{237}</span> quise decirla; la gente
-siempre atribuye los sucesos á causas profundas y trascendentales, sin
-reparar de que á veces nuestro destino lo fijan las niñerías, las
-<i>pequeñeces</i> más pequeñas... Pero son pequeñeces que significan algo, y
-para ciertas personas significan demasiado. Verá usted lo que pasó; y no
-concibo que no se enterase nadie, porque el caso ocurrió allí mismo,
-delante de todos; sólo que no se fijaron, porque fué, realmente, un
-decir Jesús.</p>
-
-<p>Ya sabe usted que mi boda con Bernardo de Meneses parecía reunir todas
-las condiciones y garantías de felicidad. Además, confieso que mi novio
-me gustaba mucho, más que ningún hombre de los que conocía y conozco;
-creo que estaba enamorada de él. Lo único que sentía era no poder
-estudiar su carácter: algunas personas le juzgaban violento; pero yo le
-veía siempre cortés, deferente, blando como un guante, y recelaba que
-adoptase apariencias destinadas á engañarme y á encubrir una fiera y
-avinagrada condición. Maldecía yo mil veces la sujeción de la mujer
-soltera, para la cual es un imposible seguir los pasos á su novio,
-ahondar la realidad y obtener informes leales, sinceros hasta la
-crudeza&mdash;los únicos que me tranquilizarían. Intenté someter á varias
-pruebas á Bernardo, y salió bien de ellas; su conducta fué tan correcta,
-que llegué á creer que podía fiarle sin temor alguno mi porvenir y mi
-dicha.</p>
-
-<p>Llegó el día de la boda. A pesar de la natural emoción, al vestirme el
-traje blanco reparé una vez más en el soberbio volante de encaje<span class="pagenum"><a name="page_238" id="page_238"></a>{238}</span> que lo
-adornaba, y era regalo de mi novio. Había pertenecido á su familia aquel
-viejo Alenzón auténtico, de una tercia de ancho&mdash;una maravilla&mdash;de un
-dibujo exquisito, perfectamente conservado, digno del escaparate de un
-museo. Bernardo me lo había regalado, encareciendo su valor, lo cual
-llegó á impacientarme, pues por mucho que el encaje valiese, mi futuro
-debía suponer que era poco para mí.</p>
-
-<p>En aquel momento solemne, al verlo realzado por el denso raso del
-vestido, me pareció que la delicadísima labor significaba una promesa de
-ventura, y que su tejido tan frágil y á la vez tan resistente prendía en
-sutiles mallas dos corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché á
-andar hacia el salón, en cuya puerta me esperaba mi novio. Al
-precipitarme para saludarle llena de alegría, por última vez antes de
-pertenecerle en alma y cuerpo, el encaje se enganchó en un hierro de la
-puerta, con tan mala suerte, que al quererme soltar oí el ruido peculiar
-del desgarrón, y pude ver que un girón del magnífico adorno colgaba
-sobre la falda. Sólo que también vi otra cosa: la cara de Bernardo,
-contraída y desfigurada por el enojo más vivo; sus pupilas chispeantes,
-su boca entreabierta ya para proferir la reconvención y la injuria... No
-llegó á tanto, porque se encontró rodeado de gente; pero en aquel
-instante fugaz se alzó un telón y detrás apareció desnuda un alma.</p>
-
-<p>Debí de inmutarme; por fortuna, el tul de mi velo me cubría el rostro.
-En mi interior algo crujía y se despedazaba, y el júbilo con que<span class="pagenum"><a name="page_239" id="page_239"></a>{239}</span>
-atravesé el umbral del salón se cambió en horror profundo. Bernardo se
-me aparecía siempre con aquella expresión de ira, dureza y menosprecio
-que acababa de sorprender en su rostro; esta convicción se apoderó de
-mí, y con ella vino otra: la de que no podía, la de que no quería
-entregarme á tal hombre, ni entonces, ni jamás... Y, sin embargo, fui
-acercándome al altar, me arrodillé, escuché las exhortaciones del
-Obispo... Pero cuando me preguntaron, la verdad me saltó á los labios,
-impetuosa, terrible...</p>
-
-<p>Aquel <i>no</i> brotaba sin proponérmelo; me lo decía á mí propia... ¡para
-que lo oyesen todos!</p>
-
-<p>&mdash;¿Y por qué no declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos
-comentarios se hicieron?</p>
-
-<p>&mdash;Lo repito: por su misma sencillez... No se hubiesen convencido jamás.
-Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman serias...<span class="pagenum"><a name="page_240" id="page_240"></a>{240}</span></p>
-
-<h2><a name="MARTINA" id="MARTINA"></a><img src="images/ill_pg_240.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Martina</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">H</span>IJA única de cariñosos padres que la habían criado con blandura, sin un
-regaño ni un castigo, Martina fué la alegría del honrado hogar donde
-nació y creció. Cuando se puso de largo, la gente empezó á decir que era
-bonita, y la madre, llena de inocente vanidad, se esmeró en componerla y
-adornarla para que resaltase su hermosura virginal y fresca. En el
-teatro, en los bailes, en el paseo de las tardes de invierno y de las
-veraniegas noches, Martina, vestida al pico de la moda y con atavíos
-siempre finos y graciosos, gustaba y rayaba en primera línea entre las
-señoritas de Marineda. Se alababa también su juicio, su viveza, su
-agrado, que no era coquetismo, y su alegría, tan natural como el canto
-en las aves. Una atmósfera de simpatía dulcificaba su vivir. Creía que
-todos eran buenos, porque todos le hablaban con benevolencia en los ojos
-y mieles en la boca.<span class="pagenum"><a name="page_241" id="page_241"></a>{241}</span> Se sentía feliz, pero se prometía para lo futuro
-dichas mayores, más ricas y profundas, que debían empezar el día en que
-se enamorase. Ninguno de los caballeretes que revoloteaban en torno de
-Martina atraídos por la juventud y la buena cara, unidas á no
-despreciable hacienda, mereció que la muchacha fijase en él las grandes
-y rientes pupilas arriba de un minuto. Y en ese minuto, más que las
-prendas y seducciones del caballerete, solía ver Martina sus
-defectillos, chanceándose luego acerca de ellos con las amigas. Chanzas
-inofensivas, en que las vírgenes, con malicioso candor, hacen la
-anatomía de sus pretendientes, obedeciendo á ese instinto de hostilidad
-burlona que caracteriza el primer período de la juventud.</p>
-
-<p>Así pasaron tres ó cuatro inviernos; en Marineda empezó á susurrarse que
-Martina era delicada de gusto, que picaba alto y que encontrar su media
-naranja le sería difícil.</p>
-
-<p>Sin embargo, al aparecer en la ciudad el capitán de artillería Lorenzo
-Mendoza, conocióse que Martina había recibido plomo en el ala. Lorenzo
-Mendoza venía de Madrid: era apuesto, cortés, reservado, serio, más bien
-un poco triste, aunque en sociedad se esforzaba por aparecer ameno y
-expansivo; su vestir y modales revelaban el hábito de un trato escogido
-y de un respeto á sí mismo que no degeneraba en fatuidad ni en
-afectación; sin que presumiese de buen mozo, era en extremo simpática su
-cara morena, de obscura barba y facciones expresivas. Con todo esto, hay
-más de lo necesario<span class="pagenum"><a name="page_242" id="page_242"></a>{242}</span> para sorber el seso á una niña provinciana, hasta
-sin pretenderlo, como en efecto no lo pretendía Mendoza al principio.
-Las bromas de los compañeros, la fama de <i>picar alto</i> de Martina y
-también sus atractivos y gracias, su belleza en plena florescencia
-entonces, impulsaron á Mendoza á acercársele, á preferir su conversación
-y, poco á poco, á cortejarla.</p>
-
-<p>El pintor que quisiese trazar una personificación de la dicha pudo tomar
-á Martina por modelo en aquella época deliciosa en que creía sentir que
-su sangre circulaba como río de néctar y su corazón se iluminaba como
-ardiente rubí en la perpetua fiesta de sus esperanzas divinas.</p>
-
-<p>Al ocupar Lorenzo la silla libre al lado de la muchacha, ésta se ponía
-alternativamente roja y pálida: sus oídos zumbaban, brillaban sus ojos,
-enfriábanse sus manos de emoción; y á las primeras palabras del capitán,
-un gozo embriagador fijaba en la boca de Martina una sonrisa como de
-éxtasis.</p>
-
-<p>Rara vez dejan de provocar envidia estas felicidades, y más cuando no se
-ocultan, como no ocultaba la suya Martina, que no veía razón para
-esconder un sentimiento puro y legítimo. Si no fué la envidia, fué la
-curiosidad la que escudriñó el pasado de Mendoza, como se registra una
-casa para encontrar un arma oculta y herir con ella. Y averiguóse sin
-gran esfuerzo&mdash;porque casi todo se sabe, aunque se sepa truncado y sin
-ilación lógica,&mdash;que Mendoza, al venirse, había cortado una de esas
-historias<span class="pagenum"><a name="page_243" id="page_243"></a>{243}</span> pasionales, borrascosas, largas, complicadas, un imposible
-adorado y funesto, de esos lazos que obligan á huir á los confines del
-mundo y que, elásticos á medida de la ausencia, no siempre se rompen por
-mucho que se estiren. Con la falta de penetración que caracteriza al
-vulgo, opinaban los curiosos de Marineda que Mendoza habría olvidado
-inmediatamente á su tirana, la cual, sobre costarle desazones y
-amarguras sin cuento, ni era niña ni hermosa. Al lado de aquel capullo,
-de aquella Martina cándida y radiante como un amanecer y que llevaba en
-sus lindas manos un caudal, ¿qué podía echar de menos el bizarro capitán
-de artillería?</p>
-
-<p>Así y todo, almas caritativas se deleitaron en enterar de la historia
-vieja al padre de Martina, seguros de que él, solícito é inquieto, á su
-hija se lo había de contar. No se equivocaban: una noche, en el paseo
-del terraplén, á la hora en que la salitrosa brisa del mar refresca el
-rostro y vigoriza el ánimo, y en que la música militar, sonora y
-vibrante, cubre la voz y sólo permite el cuchicheo íntimo y dulce de los
-enamorados, Martina preguntó lealmente, y Lorenzo contestó turbado y
-sombrío... ¿Quién se lo había dicho?... Tonterías. Eran cosas pasadas,
-bien pasadas; muertas y bien muertas. Mendoza no comprendía ni por qué
-las recordaba nadie ni á santo de qué las sacaba á relucir Martina... Y
-ella, alzando los ojos llenos de lágrimas y relucientes de pasión,
-sonriendo de aquel modo extático, olvidando el lugar donde se
-encontraba, murmuró hondamente:<span class="pagenum"><a name="page_244" id="page_244"></a>{244}</span> «No me he de casar con otro sino
-contigo, y me parece justo saber si hay algo que lo estorbe». Conmovido,
-sin darse cuenta de lo que hacía, Mendoza se inclinó, y buscando
-disimuladamente la mano de la muchacha, y estrechándola con apretón
-furtivo entre el remolino de los paseantes, que encubre tales
-expansiones, la murmuró al oído:</p>
-
-<p>&mdash;Pues no hay nada... y por mí que sea prontito... ¡Te quiero!</p>
-
-<p>Al acabar la frase Mendoza, Martina se volvió hacia su padre, que venía
-detrás, exclamando:</p>
-
-<p>&mdash;No estoy bien... Llévame á sentarme... ¡El brazo!</p>
-
-<p>Pronto se repuso, porque la alegría puede trastornar, pero hace daño
-rara vez: y de allí á dos semanas, la boda de Martina y de Mendoza era
-noticia oficial, y se sabía el encargo del equipo y galas, y se discutía
-el mobiliario y alojamiento de los novios.</p>
-
-<p>Se fijó la ceremonia para fines de Septiembre. ¿Qué falta hacía esperar?
-El amor que está en sazón debe cogerse, como la fruta madura. Iban
-llegando cajones con ropa blanca, trajes de seda, capotitas, estuches de
-joyas: en la sala de los padres de Martina servía de escaparate ancha
-mesa; amigas y amigos venían, contemplaban, aprobaban, censuraban y
-salían contentos, displicentes ó taciturnos, según su carácter más ó
-menos generoso. Martina, todas las mañanas, arrancaba triunfalmente una
-hoja del calendario, cortado ya por la fecha de la boda.<span class="pagenum"><a name="page_245" id="page_245"></a>{245}</span> ¡Qué pocas
-hojas faltan! ¡Diez... ocho... una semanita no más! Este domingo es el
-último de soltera... Cuatro días... Mañana... Sí, mañana á las ocho; ahí
-están el vestido blanco, los guantes blancos, el abanico, el azahar que
-llegó de Valencia y que embalsama el ambiente. Lorenzo venía por las
-noches á hacer tertulia á su novia y se mostraba galán, aunque siempre
-grave.</p>
-
-<p>La víspera de la boda, Martina le esperaba, como de costumbre, en el
-gabinetillo. La madre, que vigilaba sus coloquios, no creyó que aquella
-noche fuese preciso hacer centinela: ocupada en quehaceres múltiples,
-dejó sola á su hija. Y Martina, en vez de alegrarse, sintió de pronto
-una pena agobiadora, inmensa, una desolación sin límites, un miedo
-horrible á algo que no se explicaba, ni se fundaba en nada racional.
-Tardaba ya Mendoza. Sonó la campanilla, y por instinto Martina se lanzó
-á la escalera. El criado la presentó una carta que acababa de traer «el
-asistente del señorito». ¡Una carta! Las piernas de Martina parecían de
-algodón: creyó que nunca podría andar el trecho que separaba la antesala
-del gabinete. Se acercó á la lámpara, rompió el sobre, leyó... Antes que
-sus ojos la había leído su corazón, fiel zahorí.</p>
-
-<p>Aquellas excusas, aquellas forzadas frases de cariño, aquellas mentiras
-con que se pretendía paliar la infame deserción, las presentía Martina
-desde una hora antes. Y los motivos de la repentina marcha, bien sabía
-Martina que no<span class="pagenum"><a name="page_246" id="page_246"></a>{246}</span> eran los que fingía la carta, sino otros, que no podían
-decirse, pero que explicaban á la vez el viaje y la continua tristeza,
-invencible, misteriosa, de su futuro... Llamábale otra vez el abismo;
-resucitaba lo que sin duda no había muerto. Martina cayó desplomada en
-el sofá: no lloraba: gemía bajito, como quien reprime la queja de mortal
-dolor. Sin embargo, la misma violencia del golpe; la indignación,&mdash;mil
-sentimientos confusos,&mdash;la impulsaron á levantarse, tomar un fósforo,
-pegar fuego á la carta, abrir la ventana y echar á volar las cenizas,
-cual si temiera que la delatasen. Buscando luego á sus padres, les
-declaró con voz firme y serena que había renunciado, por su gusto y
-deliberadamente, á casarse con Lorenzo Mendoza, al cual no volverían á
-ver más, porque salía aquella noche en el tren correo hacia Madrid.</p>
-
-<p>Poseían los padres de Martina una casa de campo no muy distante de la
-ciudad, y en ella se ocultaron con su hija, para dejar disiparse la
-primer polvareda de la deshecha boda. Allí pasaron el invierno; Martina
-parecía contenta. La hablaron de viajes á la corte, al extranjero:
-rechazó la idea con disgusto. Vino la primavera y ya no pensaron en
-dejar la residencia campestre. Al acercarse el otro invierno preguntaron
-á Martina, y pidió, por favor, encarecidamente, un año más de soledad.
-La misma escena se repitió al siguiente; los padres empezaban á
-impacientarse: les parecía que ya era hora de que su hija volviese al
-mundo y se le<span class="pagenum"><a name="page_247" id="page_247"></a>{247}</span> buscase otro novio formal y auténtico, que borrase de su
-memoria lo pasado. Mas en esto aconteció que enfermaron los viejos, y
-con distancia de pocos días sé los llevó al sepulcro, al padre una
-fiebre reumática, y á la madre un inveterado padecimiento del corazón.
-Martina, sola ya, de luto riguroso, negóse á recibir pésames, á admitir
-consuelos de amigas, y se encerró más que nunca entre las paredes de su
-tapia, y entre los árboles de su solitaria finca. Corrió algún tiempo.
-En Marineda ya apenas se hablaba de Martina. Los más la creían
-maniática. No la trataba nadie.</p>
-
-<p class="dtts">...............................</p>
-
-<p>Una tarde golpeó el aldabón de la portalada un jinete, que regía un
-caballejo castaño. El hortelano salió á abrir, y contestó la frase
-sacramental: la señora no estaba, y además no acostumbraba admitir
-visitas.</p>
-
-<p>&mdash;Dígale usted&mdash;objetó el jinete apeándose&mdash;¡que es D. Lorenzo
-Mendoza!... Puede ser que entonces...</p>
-
-<p>A los diez minutos volvía el hortelano con respuesta negativa,
-terminante. Mendoza bajó la cabeza é hizo ademán de volver á montar. De
-pronto, como si variase de parecer y obedeciese á una inspiración
-súbita, arrollando al hortelano, cruzó la puerta, se metió patio
-adentro, subió una escalera exterior tapizada de madreselvas, que daba
-acceso á la casa, y entró en una sala obscura, de vidrieras entornadas,
-silenciosa. Oyó un grito de mujer; fué derecho<span class="pagenum"><a name="page_248" id="page_248"></a>{248}</span> á donde sonaba y
-estrechó á Martina en los brazos. No hubo palabras: todo se expresó con
-halagos, inarticulados sones, caricias insensatas por parte de él,
-primero rechazadas débilmente y pagadas luego. Después vinieron las
-excusas, los ruegos, las explicaciones que Mendoza dió casi de rodillas,
-y ella oyó trémula, desfallecida, reclinada la cabeza en el hombro del
-suplicante. Y siguieron las promesas, los juramentos, las protestas de
-enmienda y lealtad, los plazos de ventura que Mendoza desarrollaba
-risueño, enclavijando sus dedos en los de Martina, que no oponían
-resistencia. La noche caía; la luna llena se alzaba blanca y apacible;
-las madreselvas exhalaban su balsámico aroma. Los antiguos novios eran
-ya amantes; la primavera se trocaba en estío; y el enajenado Mendoza no
-echó de ver que Martina, en medio de su delirio, á veces gemía muy bajo,
-como quien reprime la queja de mortal dolor&mdash;como había gemido años
-antes al recibir la carta de despedida.</p>
-
-<p>A la mañana siguiente, cuando despertó Mendoza, no vió á Martina: la
-llamó á voces, y no contestó nadie. Por fin acudieron los criados;
-sabían que su ama se había marchado tempranito, pero ignoraban adonde...</p>
-
-<p>En Marineda se supo sin asombro, á la semana siguiente, que Martina
-vivía reclusa, como <i>señora de piso</i>, en un convento de Compostela. Lo
-que nunca se divulgó fué que hubiese adoptado tal resolución por evitar
-el sonrojo de sentirse morir de felicidad cerca de <i>aquél</i> que un día la
-engañó y vendió.<span class="pagenum"><a name="page_249" id="page_249"></a>{249}</span></p>
-
-<h2><a name="APOLOGO" id="APOLOGO"></a><img src="images/ill_pg_249.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Apólogo</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">H</span>ABÍASE enamorado Vicente de Laura oyéndola cantar una opereta en que
-desempeñaba, con donaire delicioso, un papel entre cómico y patético. La
-natural hermosura de la cantante parecía mayor, realzada por atavío
-caprichoso y original, al reflejo de las candilejas, que jugueteaba en
-la tostada venturina de sus ondeantes y sueltos cabellos, flotantes
-hasta más abajo de la rodilla. Hallábase Laura en esos primeros años
-felices de la profesión en que un nombre, después de hacerse conocido,
-llega á ser célebre; esos años en que la chispita de luz se convierte en
-astro, y los homenajes, las contratas, los ramilletes, las joyas, los
-retratos en publicaciones ilustradas, los artículos elogiosos, caldeados
-por el entusiasmo, llueven sobre la artista lírica, halagando su
-vanidad, exaltando su amor propio y haciéndola soñar con la gloria. ¿Por
-qué entre el enjambre de<span class="pagenum"><a name="page_250" id="page_250"></a>{250}</span> adoradores que zumbaba á su alrededor Laura
-distinguió á Vicente, escogió á Vicente, oficial que no poseía más que
-su espada y un apellido, eso sí, muy ilustre: el sonoro apellido
-hispano-árabe de Alcántara Zegrí?.</p>
-
-<p>Lo cierto es que la elección de Laura fué muy perjudicial á su
-tranquilidad y dicha. Vicente Zegrí, como le llamaban sus amigos, por
-atavismo y tradiciones de raza llevaba en la sangre el virus corrosivo
-de los celos; y si esta enfermedad moral hace estragos donde quiera que
-aparece, no pueden calcularse sus consecuencias en hombre que ama á
-mujer de profesión artística, cuyas gracias, en cierto modo, tiene
-derecho el publico á usufructuar. Antes anduvo Vicente rabioso que
-gozoso; tragó la hiel cuando aún no gustara la miel, y nunca recibió el
-divino premio de los halagos de la amada, sin que se lo amargasen con
-amargor de muerte negras sospechas, infames imaginaciones y desesperados
-recelos. Tanto pudo con él esta fatiga y desazón celosa, que un día&mdash;ó,
-para no faltar á la verdad, una noche en que á la salida del teatro
-había acompañado á Laura&mdash;ya no acertó á reprimirse, y abrió su corazón,
-mostrando lo profundo de la llaga.</p>
-
-<p>&mdash;Mi sufrimiento es tal&mdash;declaró estrujando las manos de su amiga, en
-aquel momento heladas de terror&mdash;que necesito echar por la calle de en
-medio, realizar una acción decisiva: á seguir así, me volvería loco, y
-haga lo que haga, quiero hacerlo estando cuerdo, poseyendo la conciencia
-de mis actos. Cuando te aplauden,<span class="pagenum"><a name="page_251" id="page_251"></a>{251}</span> siento impulsos de prender fuego al
-teatro; cuanto se te llena de necios y de osados el <i>camerino</i>, se me
-ocurre sacar la espada y entrar pegando tajos á diestro y siniestro. La
-tentación es tan fuerte, que por no ceder á ella suelo marcharme á mi
-casa; pero como me conozco y sé que tarde ó temprano cedería, prefiero
-consultarte, confesarme contigo, á ver si entre los dos discurrimos modo
-de salvarnos.</p>
-
-<p>Laura miraba fijamente al oficial, notando con profundo estremecimiento
-el brillo siniestro de sus pupilas, el temblor involuntario de sus
-labios cárdenos, lo fruncido de sus cejas, la crispación de sus dedos,
-la alteración de su voz; y con dulce sonrisa y acento que chorreaba
-ternura, le preguntó, entre un intento de caricia que rehuyó el celoso:</p>
-
-<p>&mdash;¿Y qué has pensado hacer, Vicente mío? Ya que discutimos
-amigablemente, dímelo sin reparo y te contestaré con franqueza.</p>
-
-<p>&mdash;¡He pensado que nos casemos, que seas mi esposa!&mdash;declaró Zegrí.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y que yo... renuncie al arte?</p>
-
-<p>&mdash;¡Pues si no renunciases, bonito negocio!&mdash;exclamó el enamorado con
-exaltada vehemencia.&mdash;¿Te habrás figurado otra cosa, eh? Desde el
-momento en que Vicente Zegrí se llame tu marido, á tu marido
-pertenecerás, y él y sólo él podrá contemplar tus hechizos, oir tu canto
-y ver desatada esta cabellera.&mdash;Al hablar así agarró la profusa mata de
-pelo, sacudiéndola con furor apasionado.</p>
-
-<p>Púsose Laura más blanca que los encajes de<span class="pagenum"><a name="page_252" id="page_252"></a>{252}</span> su bata de seda; el tirón
-había dolido; pero ni la sonrisa se apartó de sus labios, ni un punto
-cambió la lánguida y acariciadora expresión de sus ojos. Dirigiéndose á
-Vicente con reposo y dulzura, le interrogó:</p>
-
-<p>&mdash;¿Me permites que te cuente un cuento oriental? Me lo refirieron allá
-en Rusia, donde he cantado hace dos inviernos, y donde tienen muchas
-ganas de que vuelva una temporadita.</p>
-
-<p>Pasándose la mano por la frente como para espantar una pesadilla,
-Vicente hizo con la cabeza señal de que estaba dispuesto á oir.</p>
-
-<p>&mdash;Parece&mdash;empezó Laura&mdash;que hubo en Rusia, no sé en qué siglo, un Rey
-muy malo y feroz, á quien le pusieron por sus desafueros y tiranías el
-sobrenombre de <i>Iván el Terrible</i>. Aunque con Dios no debía de estar muy
-á bien, el caso es que se le ocurrió construir una catedral magnífica,
-dedicada á un santo que allí le llaman <i>Vassili Blagennoi</i>, lo cual
-significa <i>el Bienaventurado Basilio</i>...</p>
-
-<p>&mdash;¿Y qué tiene que ver...?&mdash;murmuró Vicente, no sin impaciencia.</p>
-
-<p>&mdash;¡Aguarda, aguarda...! El Rey buscó mucho tiempo arquitecto capaz de
-comprender toda la suntuosidad y grandeza que él deseaba para la
-catedral, hasta que por fin se presentó uno con un plano asombroso, que
-dejó al Rey encantado. Elevóse el templo, y fué pasmo y admiración de
-todos; y el Rey, contentísimo, colmó de regalos y de honores y
-distinciones al arquitecto.&mdash;Un día, terminadas las obras, le<span class="pagenum"><a name="page_253" id="page_253"></a>{253}</span> llamó á
-palacio y le preguntó si se creía capaz de erigir otro templo tan
-magnífico y sorprendente como aquél. El arquitecto, lisonjeado,
-respondió que sí, y que hasta esperaba idear nuevo edificio que superase
-al primero en belleza y esplendor. Entonces el bárbaro del Rey,
-sirviéndose del agudo chuzo de hierro que llevaba siempre á la cintura,
-le vació al pobre arquitecto los dos ojos uno tras otro, á fin de que
-jamás pudiese construir para nadie un templo...</p>
-
-<p>Laura calló, y Vicente Zegrí, que acababa de comprender la moraleja del
-apólogo, la miró con una especie de estravío. Ligera espuma asomó al
-canto de su boca, y por sus venas serpeó el frío sutil del aura
-epiléptica, que incita al crimen. Dominándose con esfuerzo supremo se
-incorporó, dispuesto á marcharse, y articuló pausadamente mientras
-recogía su airosa capa española:</p>
-
-<p>&mdash;Ese Rey hizo mal. Sacar los ojos es acción propia de un verdugo. Si
-quería inutilizar al arquitecto, debió matarle.</p>
-
-<p>Diciendo así, con súbito impulso se acercó Vicente á Laura, la rodeó con
-los brazos, y tan violentamente la apretó, de tan insensato modo,
-incrustándole tan reciamente los dedos en las costillas, que la artista
-exhaló un grito de miedo, un chillido que salía del fondo de su ser, de
-esos que sólo dicta el instinto de conservación, el horror á la nada y
-al sepulcro. Al oir el grito, Vicente la soltó, embozóse en su capa y
-salió tropezando con las paredes.<span class="pagenum"><a name="page_254" id="page_254"></a>{254}</span></p>
-
-<p>Pasóse lo que faltaba hasta el amanecer vagando por las calles, en un
-estado tan horrible, que dos ó tres veces se recostó en una puerta para
-llorar. El día que siguió á aquella noche no fue menos cruel. Escribió á
-Laura cien cartas, que desgarraba después con furia; adoptó y desechó
-mil planes contradictorios; pensó en echarse de rodillas, en suicidarse,
-en abrasar el barrio, en secuestrar á su amada á viva fuerza, y, por
-último, la idea de la muerte fué la que se esculpió en su espíritu con
-relieve poderoso. Su alma pedía sangre, hierro y fuego, violencia,
-destrozo y aniquilamiento; el instinto anárquico que tantas veces
-acompaña al amor, se alzaba rugiente y desatado como racha de huracán.
-Ya ni siquiera intentaba Vicente recobrar la razón, la cordura y el
-aplomo: las imágenes suscitadas por los celos, Laura atrayendo á sí los
-ojos de tantos hombres, que se recreaban en sus gracias y picardías, que
-bebían su voz, que la admiraban con el cabello suelto, eran flechas de
-llama que le desatinaban, como al toro la ardiente banderilla. Ni aun
-creía amar á Laura: la consideraba una enemiga mortal. Figurábase por
-momentos que la odiaba con toda su voluntad iracunda, y este odio
-clamaba por saciarse y gozarse en la destrucción.</p>
-
-<p>Llegada la hora de ir al teatro, donde cantaba Laura una de las operetas
-en que estaba más linda y recogía más aplausos, Vicente, resuelto, algo
-aliviado por la decisión fiera, concreta, irrevocable, se echó al
-bolsillo el revólver. Si sufría demasiado... allí tenía el remedio. Ya<span class="pagenum"><a name="page_255" id="page_255"></a>{255}</span>
-habían alzado el telón, pero no aparecía Laura; y Vicente, abstraído en
-su frenesí, hubo de notar por fin que la gente profería exclamaciones de
-descontento y que la función no era la anunciada, la que Laura debía
-representar. Alarmado, antes de terminarse el acto dejó su asiento,
-corrió á informarse entre bastidores... Aquella mañana misma, la
-cantante había rescindido su contrata perdiendo lo que quiso el
-empresario, y partido en dirección á San Petersburgo.<span class="pagenum"><a name="page_256" id="page_256"></a>{256}</span></p>
-
-<h2><a name="A_SECRETO_AGRAVIO" id="A_SECRETO_AGRAVIO"></a><img src="images/ill_pg_256.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-A secreto agravio...</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">A</span>QUELLA tienda de ultramarinos de la calle Mayor regocijaba los ojos y
-era orgullo de los moradores de la ciudad, quienes, después de mostrar á
-los forasteros sus dos o tres monumentos románicos y sus Docks, no
-dejaban de añadir: «Fíjese usted en el establecimiento de Riopardo, que
-compite con los mejores del extranjero.»</p>
-
-<p>Y competía. Los amplios vidrios; los escaparates de blanco mármol; las
-relucientes balanzas; los grifos de dorado latón; el artesonado techo;
-las banquetas forradas de rico terciopelo verde de Utrecht; las
-brillantes latas de conservas formando pirámides; las piñas y plátanos
-maduros en trofeo; las baterías de botellas de licor, de formas raras y
-charoladas etiquetas, todo alumbrado por racimos de bombillas
-eléctricas, hacían del establecimiento un suntuoso palacio de la
-golosina. Así como en Madrid<span class="pagenum"><a name="page_257" id="page_257"></a>{257}</span> salen las señoras á revolver trapos, en la
-apacible capital de provincia salían «á ver qué tiene Riopardo de
-nuevo.» Riopardo sustituía al teatro y á otros goces de la civilización;
-y los turrones y los quesos y los higos de Esmirna eran el pecadillo
-dulce de las pacíficas amas de casa y sus sedentarios maridos, por lo
-cual no faltaban censores mal humorados y flatulentos que acusasen á
-Riopardo de haber corrompido las costumbres y trocado la patriarcal
-sencillez de las comidas en fausto babilónico...</p>
-
-<p>Entretanto, el establecimiento medraba, y Riopardo, moreno, afeitado,
-lucio, adquiría ese aplomo que acompaña á la prosperidad. Los negocios
-iban como una seda, y esperaba morir capitalista, á semejanza de otros
-negociantes de la misma plaza que habían tenido comienzos más humildes
-aún... Hoy convenía trabajar, aprovechando el vigor de los treinta años
-y la salud férrea. De día, desde las seis de la mañana, al pie del
-cañón, haciendo limpiar y asear, pesando, despachando, cobrando; de
-noche, compulsando registros, copiando facturas, contestando cartas... y
-así, sin descanso ni más intervalo que el de algún corto viaje á
-Barcelona y Madrid.</p>
-
-<p>De uno de éstos volvió casado Riopardo; su mujer, linda muchacha, hija
-de un perfumista, apareció en la tienda desde el primer día, ayudando en
-el despacho á su marido y al dependiente. La cara juvenil y la fina
-habla castellana de María fueron otro aliciente más para la clientela.
-Sin ser activa ni laboriosa como su<span class="pagenum"><a name="page_258" id="page_258"></a>{258}</span> esposo, María era zalamera y
-solícita y daba gozo verla, bien ceñida de corsé, muy fosca de peinado,
-cortar con su blanca manecita de afilados dedos una rebanada de Gruyère
-ó una serie de rajas de salchichón, sutiles como hostias, pesarlas
-pulcramente y envolverlas en papeles de seda atados con cinta azul. La
-tienda sonreía, animada por el revuelo de unas faldas ligeras, y nadie
-como María para aplacar á una parroquiana descontenta, para halagar á un
-parroquiano exigente, para regalar un cromo á un niño ó deslizar un
-puñado de dátiles en el delantal de una cocinera gruñona...</p>
-
-<p>El ejemplo de María, su atractivo, su complacencia, habían influído en
-el dependiente Germán. Mientras estuvo solo con Riopardo, Germán era
-hosco, indiferente y torpe; no se mudaba, no se rasuraba. María le
-arregló el cuarto&mdash;porque Germán vivía con sus patrones en el piso
-principal&mdash;le surtió de buen lavabo, de toallas; le repasó la ropa
-blanca y le compró cuellos y puños, con lo cual el dependiente sacó á
-luz su figura adamada, su rubio pelo rizado con gracia sobre la sien, y
-las criadas y las mismas señoras compraron de mejor gana en el
-establecimiento, que al fin las cosas de comer gusta recibirlas de gente
-aseada, moza y no fea... «También se come con la vista», solían decir.</p>
-
-<p>Una tarde, casi anochecido, Riopardo, volviendo de arreglar asuntos
-urgentes en la Aduana, prefirió entrar en su casa por la puerta trasera,
-que caía á la Marina, ahorrándose así diez<span class="pagenum"><a name="page_259" id="page_259"></a>{259}</span> minutos de callejeo inútil,
-pues era, á fuer de hombre de acción, avaro de tiempo. Tenía en el
-bolsillo el llavín: abrió, salvó un pasadizo, y empujó la puerta del
-almacén, que cedió sin rechinar. El almacén, atestado de latas de
-petróleo, bocoyes de aguardiente y aceite, y sacas de arroz y harina,
-estaba á obscuras, y allá á su extremidad, Riopardo creyó percibir un
-cuchicheo ahogado y suave. Se detuvo, resguardado por una gran barrica,
-y miró. Al pronto no se ve nada, viniendo de fuera, cuando la luz es
-poca; pero á los tres minutos, la vista se acostumbra, y algo se
-percibe. Riopardo logró distinguir dos personas. De pronto, una de
-ellas, Germán, dijo en alta voz: «Está alguien en la tienda.» Y el modo
-de separarse, brusco, azorado, fué más inequívoco aún que la proximidad
-de los dos bultos...</p>
-
-<p>Retrocedió Riopardo: salió por donde había entrado, y sin cuidarse ya de
-economizar tiempo penetró por la tienda en su casa. Cerróse ésta á la
-hora habitual; cenaron los tres, marido, mujer y dependiente, y se
-recogieron en paz á sus respectivos dormitorios los dos últimos.
-Riopardo volvió á bajar: era el momento de repasar cuentas y manejar
-libros. Llevaba su linterna sorda que le servía para registrar el
-almacén, en previsión de un incendio; y ya dentro del vasto recinto,
-empezó por atrancar la puerta que daba al pasadizo, y probar los
-cerrojos de la que con la tienda comunicaba.</p>
-
-<p>Después, entregóse á una faena extraña:<span class="pagenum"><a name="page_260" id="page_260"></a>{260}</span> abrió un centenar de latas de
-petróleo y las inclinó para que el mineral corriese por el suelo; en
-seguida, ensopando una gran escoba en los charcos que se formaban,
-barnizó bien un punto determinado del techo, rociándolo de continuo con
-hisopazos fuertes. De un rincón trajo brazados de paja, papeles y
-astillas&mdash;residuos de los embalajes de las botellas&mdash;y los hacinó hasta
-formar una pirámide, que con ayuda de una escalera subió á la altura de
-las vigas del techo, en el mismo punto en que las había untado de
-petróleo. Hecho esto, siguió destapando latas y dió la vuelta al grifo
-de un inmenso barril de alcohol. El trajín había sido largo; Riopardo
-sentía que un sudor helado brotaba de sus cabellos. Descansó un instante
-y miró el reloj: era la una menos cuarto. Entonces se descalzó, abrió la
-puerta exterior dejándola arrimada, subió furtivamente la escalera y no
-paró hasta su alcoba. María dormía ó aparentaba dormir serenamente. La
-alcoba no tenía ventana. Riopardo, con maravilloso silencio, colocó
-delante de la vidriera sillas, butacas, ropas, un cofre, cuantos objetos
-pudo trasladar sin hacer ruido.</p>
-
-<p>Retiróse, y al salir echó por fuera cerrojo y llave á la puerta del
-gabinete que comunicaba con la alcoba. Descendió otra vez á la tienda,
-metióse en el almacén, raspó un fósforo, encendió una mecha corta y la
-aplicó al suelo encharcado de aceite mineral. La llamarada súbita que se
-alzó le chamuscó pestañas y cabello. Sólo tuvo tiempo de huir á la
-tienda. El<span class="pagenum"><a name="page_261" id="page_261"></a>{261}</span> almacén no tardaría tres minutos en ser un brasero enorme.</p>
-
-<p>El marido, con flema, se calzó, se limpió las manos y subió pisando
-recio. Golpeó á la puerta del dormitorio de Germán, que salió medio
-desnudo, despavorido. «Creo que hay fuego... Huele á humo... Baje
-usted... ¡No, antes de pedir socorro hay que cerciorarse!» Germán se
-precipitó sin más ropa que unos pantalones vestidos á escape y babuchas.
-Mal despierto aún del primer sueño de los veinte años, casi no
-comprendía lo que pasaba. Le precedía, Riopardo con la indispensable
-linterna.</p>
-
-<p>Tienda y portal estaban ya llenos de un humo acre, asfixiante. «Pase
-usted, mire á ver dónde es...» Titubeaba el dependiente, ciego y
-atónito; Riopardo le empujó, le precipitó, ya sin disimular, dentro del
-horno, y aún tuvo fuerzas para correr los cerrojos y huir, saliendo al
-portal y á la calle. En ella respiró con delicia, cerciorándose de que
-por allí no andaba el sereno, ni pasaba nadie, y probablemente sucedería
-lo mismo durante el cuarto de hora necesario...</p>
-
-<p>Sin embargo, á los diez minutos el humo era tal que, temeroso de ver
-abrirse ventanas y oir voces de socorro, el mismo Riopardo gritó. Al
-llegar los primeros auxilios, la casa, sobre todo el bajo y principal,
-no formaban más que una hoguera. Se atendió á aislar las casas vecinas y
-á salvar con escalas á los inquilinos del segundo y tercero. La
-fatalidad&mdash;observaron las gentes&mdash;quiso que el fuego se iniciase en la
-parte<span class="pagenum"><a name="page_262" id="page_262"></a>{262}</span> del almacén que correspondía con el dormitorio de la esposa de
-Riopardo, la cual, asfixiada por el humo, ni pudo levantarse á pedir
-socorro. Apareció carbonizada, lo mismo que el dependiente, presunto reo
-de imprudencia temeraria por fumar en el almacén.</p>
-
-<p>No estando aseguradas las existencias del establecimiento, sobre el
-dueño no recayeron sospechas, sino gran lástima. Arruinado
-completamente, no faltó quien, estimando sus cualidades mercantiles, su
-laboriosidad, le adelantase dinero para abrir otra lonja; pero Riopardo
-dice tristemente á su antigua y fiel clientela:</p>
-
-<p>&mdash;Ya no tengo ilusión... ¡Una esposa y un dependiente como los que
-perdí, no he de encontrarlos nunca!<span class="pagenum"><a name="page_263" id="page_263"></a>{263}</span></p>
-
-<h2><a name="LA_RELIGION_DE_GONZALO" id="LA_RELIGION_DE_GONZALO"></a><img src="images/ill_pg_263.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-La religión de Gonzalo</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">¿Y</span> qué tal tu marido?&mdash;preguntó Rosalía á su amiga de la niñez Beatriz
-Córdoba, aprovechando el momento de intimidad y confianza que crea entre
-dos personas la atmósfera común, tibia de alientos y saturada de ligeros
-perfumes, de una berlina bien cerrada, bien acolchada, rodando por las
-desiertas calles del Retiro á las once de una espléndida y glacial
-mañana de Diciembre.</p>
-
-<p>&mdash;¿Mi marido?&mdash;contestó Beatriz marcando sorpresa, porque creía que su
-completa felicidad debía leerse en la cara.&mdash;¿Mi marido? ¿No me ves?
-¡Otro así...! Por la de nadie cambiaría yo mi suerte...</p>
-
-<p>Rosalía hizo un gestecillo, el mohín de instinto malévolo con que los
-mejores amigos acogen la exhibición de la ajena dicha, y murmuró
-impaciente:</p>
-
-<p>&mdash;Mira, yo no te pregunto de interioridades.<span class="pagenum"><a name="page_264" id="page_264"></a>{264}</span> No soy tan indiscreta...
-Me refería á las ideas religiosas... ¿No te acuerdas?... ¡Gonzalo era...
-así... de la cáscara amarga, vamos!</p>
-
-<p>Beatriz guardó silencio algunos instantes; y después, como si se
-resolviese á completas revelaciones, de esas que hacemos más por oirnos
-á nosotros mismos que porque un amigo las escuche, se volvió hacia su
-compañera de encierro, y alzando el velito á la altura de la nariz para
-emitir libremente la voz, habló aprisa:</p>
-
-<p>&mdash;¡La irreligiosidad de Gonzalo! ¿Y si te dijese que por ella estuvimos
-á punto de no casarnos nunca? La pura verdad. Tú ya sabes que Gonzalo es
-mi primo, y mi familia y la suya siempre soñaron con hacer la boda,
-hasta que la mala reputación de Gonzalo en materias religiosas desbarató
-por completo el proyecto. Bien conociste á la pobre mamá, y no
-extrañarás si te digo que llegó al extremo de cerrarle la puerta á
-Gonzalo á piedra y lodo; vino diez veces lo menos, ¡y siempre habíamos
-salido! «Reconozco&mdash;decía mamá&mdash;que mi sobrino es muy simpático, que ha
-recibido una educación escogida, que posee una ilustración más que
-mediana; no puedo negar su hermosa figura, ni su clara inteligencia, ni
-su caballerosidad; tiene mi sangre, no le faltan bienes de fortuna...
-pero me horroriza pensar que no cree en nada, y ni se toma el trabajo de
-disimularlo. Malo es padecer desvaríos del alma y peor no ocultarlos
-siquiera.» Al escuchar estas cosas, yo salía á la defensa de Gonzalo; no
-me era posible<span class="pagenum"><a name="page_265" id="page_265"></a>{265}</span> dejar de quererle... un poco... es decir ¡mucho!
-Francamente, le seguía queriendo, incapaz de olvidar los tiempos en que
-le consideraba mi novio. Mamá notó de qué pie cojeaba su hija, y, para
-desimpresionarme, arregló mis bodas con Leoncio Díaz Saravia, el que
-ahora es subsecretario de Gobernación; era muchacho de valía, y se le
-presentaba un porvenir brillante; pero así y todo, yo no estaba
-entusiasmada: á lo sumo me resignaba, sin frío ni calor, al casamiento.
-¡Somos tan raros! Lo único que me prestaba cierta tranquilidad, lo que
-me daba fuerzas cuando sentía sobre mí el peso abrumador de una tristeza
-involuntaria, era la voz que corría de que Gonzalo no quería amores, de
-que había resuelto no casarse jamás. «Eso lo hace por mí, por mi
-recuerdo», pensaba yo; y me consolaba al pensarlo.</p>
-
-<p>&mdash;El que no se consuela...&mdash;murmuró sonriendo Rosalía, mientras alisaba
-con repetidos pases la blanda y densa piel de su manguito.</p>
-
-<p>&mdash;Un día... no, una noche, porque estábamos en el teatro cuando nos
-enteramos... cundió la noticia de que Gonzalo, en un café, la había
-emprendido á bofetadas con un sujeto, y que se encontraban desafiados;
-lance serio, en condiciones de las que ya no se estilan, á quedar uno
-sobre el terreno... ¿Causa del conflicto? Voz unánime: «Una mujer.» El
-mismo Gonzalo lo confesaba, según decían los bien informados: tratábase
-de una señora, insultada delante de Gonzalo, y cuya defensa había tomado
-éste hiriendo el rostro del villano ofensor... ¡Lo que<span class="pagenum"><a name="page_266" id="page_266"></a>{266}</span> yo sentí! ¡En
-qué estado volví á casa! ¡Qué noche pasé, querida Rosalía! Es lo que no
-puede pintarse... Aparte del terror de que matasen á Gonzalo, otra cosa
-me encendía la sangre y me atirantaba los nervios...</p>
-
-<p>&mdash;¿Los celos?&mdash;preguntó Rosalía con malicia gozosa.</p>
-
-<p>&mdash;¿Quién lo duda?&mdash;Figúrate que se venían á tierra todas mis ilusiones.
-Que Gonzalo no me quisiese, pase, y era mucho pasar; pero que quisiese á
-otra tanto, hasta abofetear á la gente, hasta jugarse la vida... Yo
-había estado soñando por lo visto... ¡soñando como una necia! Mi novio
-de los primeros años, mi oculto anhelo de siempre, ni se ocupaba de mí;
-por otra iba á cruzar la espada, por otra á quien secretamente también
-prefería... ¿Quién era aquella mujer? ¿De qué sílabas se componían su
-nombre y su apellido? ¿Soltera? ¿Casada? Casada de seguro, cuando tal
-misterio la envolvía, que Gonzalo se negaba á nombrarla... Y yo daba
-vueltas en la cama, y la almohada se impregnaba de lágrimas calientes...
-Entonces me parecía estúpida mi resignación, inconcebible, absurda mi
-obediencia, absurda mi boda; y apenas amaneció, me fuí derecha al
-dormitorio de mi madre, y me abracé á ella en tal estado de aflicción y
-de trastorno, que la pobrecilla (bien recordarás lo extremosa que era en
-quererme) me dijo así: «Pequeña, serénate... Voy á ver qué le ha
-sucedido al talabarte de mi sobrino... Si está herido, te prometo
-cuidarle como su propia madre le cuidaría...»<span class="pagenum"><a name="page_267" id="page_267"></a>{267}</span></p>
-
-<p>Herido estaba en efecto, pero no de gravedad; su adversario sí que se
-llevó una buena estocada, ¡que á no resbalar en una costilla...! Así que
-Gonzalo pudo salir&mdash;y fué muy pronto&mdash;vino apresurado á dar las gracias
-á mamá. ¡Ay, Rosalía! ¡Qué impresión! Noté que me miraba... vamos...
-como otras veces... y á las primeras palabritas que deslizó, estando los
-dos en el hueco de una ventana que daba al jardín... no lo pude
-remediar... solté la pregunta difícil...</p>
-
-<p>&mdash;¿Esa mujer por quien te has batido...?</p>
-
-<p>Se puso encarnadísimo, lo cual me pareció mala señal, y contestó muy
-confuso y medio riendo:</p>
-
-<p>&mdash;¡Mujer!... Sí, ¡una mujer ha sido la causa!...</p>
-
-<p>Hice un movimiento para separarme, para huir (estaba furiosa, le hubiese
-pegado), y entonces él, con ese modo que tiene de decir las cosas, que
-no hay remedio sino creerle, exclamó:</p>
-
-<p>&mdash;Beatriz, no caviles... A mí no me ha dado en qué pensar, en cierto
-terreno y por cierto estilo, ninguna mujer sino una... ¡que tú conoces
-mucho...! Ea, no te alteres, no pongas esa cara... Si no te burlas, te
-enteraré... El bárbaro á quien di una lección estaba injuriando...</p>
-
-<p>&mdash;¿A quién?&mdash;pregunté con afán al ver que Gonzalo se paraba.</p>
-
-<p>&mdash;A... ¡á la Virgen María!...</p>
-
-<p>&mdash;¡A la Virgen María!&mdash;repetí yo atónita.</p>
-
-<p>&mdash;Justamente... Por mi honor que es verdad... Ya conozco que te parecerá
-raro... Por eso no<span class="pagenum"><a name="page_268" id="page_268"></a>{268}</span> permití que se divulgase; más vale que se figuren
-otra cosa; así al menos no se reirán de mí... no me llamarán Quijote...</p>
-
-<p>&mdash;Pero tú... Gonzalo... tú... Entonces, mamá, que dice que tú... que tus
-creencias... tartamudeé, temiendo asfixiarme de alegría.</p>
-
-<p>&mdash;¿Qué tienen que ver las creencias?&mdash;me replicó él casi con dureza.&mdash;La
-Virgen es una mujer... y delante de quien tenga vergüenza y manos, á una
-mujer no se la ofende...</p>
-
-<p class="dtts">...............................</p>
-
-<p>Rosalía callaba sorprendida; Beatriz, conmovida, afectaba mirar hacia
-fuera, á los árboles despojados de hoja, finos como arborizaciones de
-ágata sobre el cielo puro.</p>
-
-<p>&mdash;¿Y después, sin más, os casásteis?&mdash;interrogó la amiga con picardía y
-sorna.</p>
-
-<p>&mdash;Sin más&mdash;respondió con energía Beatriz.&mdash;Mamá dijo que Gonzalo, á su
-manera, tenía religión, tenía una fe... el honor, ¿sabes? y que la
-Virgen haría lo que faltaba... Y lo hizo, Rosalía. Mi marido, cuando yo
-voy á misa... no se queda ya á la puerta!<span class="pagenum"><a name="page_269" id="page_269"></a>{269}</span></p>
-
-<h2><a name="EL_PANORAMA_DE_LA_PRINCESA" id="EL_PANORAMA_DE_LA_PRINCESA"></a><img src="images/ill_pg_269.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-El panorama de la Princesa</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">E</span>L palacio del Rey de Magna estaba triste, muy triste, desde que un
-padecimiento extraño, incomprensible para los médicos, obligaba á la
-Princesa Rosamor á no salir de sus habitaciones. Silencio glacial se
-extendía, como neblina gris, por las vastas galerías de arrogantes
-arcadas y los salones revestidos de tapices, con altos techos de
-grandiosas pinturas; y el paso apresurado y solícito de los servidores,
-el andar respetuoso y contenido de los cortesanos, el golpe mate del
-cuento de las alabardas sobre las alfombras, las conversaciones en voz
-baja, susurrantes apenas, producían impresión peculiar de antecámara de
-enfermo grave. ¡Tenía el Rey una cara tan severa, un gesto tan
-desalentado é indiferente para los áulicos, hasta para los que antaño
-eran sus<span class="pagenum"><a name="page_270" id="page_270"></a>{270}</span> amigos y favoritos! ¿A qué luchar? ¡La Princesa se moría de
-languidez... Nadie acertaba á salvarla, y la ciencia declaraba agotados
-sus recursos!</p>
-
-<p>Una mañana llegó á la puerta del palacio cierto viejo de luenga barba y
-raida hopalanda color avellana seca, precedido de un borriquillo cuyos
-lomos agobiaba enorme caja de madera ennegrecida. Intentaron los
-guardias desviar con aspereza al viejo y á su borriquillo, pero
-titubearon al oir decir que en aquella caja tosca venían la salud y la
-vida de la Princesa Rosamor. Y mientras se consultaban, irresolutos,
-dominados á pesar suyo por el aplomo y seguridad con que hablaba el
-viejo, un gallardo caballero desconocido, mozo y de buen talante, cuya
-toca de plumas rizaba el viento, cuya melena obscura caía densa y sedosa
-sobre un cuello moreno y erguido, se acercó á los guardias, y, con la
-superioridad que prestan el rico traje y la bizarra apostura, les ordenó
-que dejasen pasar al anciano, si no querían ser responsables ante el Rey
-de la muerte de su hija; y los guardias, aterrados, se hicieron atrás,
-el anciano pasó, y el jumentillo hirió con sus cascos las sonoras losas
-de mármol del gran patio donde esperaban en fila las carrozas de los
-poderosos. En pos del viejo y el borriquillo, entró el mozo también.</p>
-
-<p>Avisado el Rey de que abajo esperaba un hombre que aseguraba traer en un
-cajón la salud de la Princesa, mandó que subiese al punto; porque los
-desesperados de un clavo ardiendo<span class="pagenum"><a name="page_271" id="page_271"></a>{271}</span> se agarran, y no se sabe nunca de qué
-lado lloverá la Providencia. Hubo entre los cortesanos cuchicheos y
-alguna sonrisa reprimida pronto, al ver subir á dos porteros abrumados
-bajo el peso de la enorme caja de madera, y detrás de ellos al viejo de
-la hopalanda avellana y al lindo hidalgo de suntuoso traje á quien nadie
-conocía; pero la curiosidad, más aguda que el sarcasmo, les devoraba el
-alma con sus dientecillos de ratón, y no tuvieron reposo hasta que el
-primer Ministro, también algo alarmado por la novedad, les enteró de que
-la famosa caja del viejo sólo contenía un panorama, y que con enseñarle
-las vistas á la Princesa aquel singular curandero respondía de su
-alivio. En cuanto al mozo, era el ayudante encargado de colocarse detrás
-de una cortina sin ser visto, y hacer desfilar los cuadros por medio de
-un mecanismo original. Inútil me parece añadir que al saber en qué
-consistía el remedio, los cortesanos, sin perder el compás de la
-veneración monárquica, se burlaron suavemente y soltaron muy donosas
-pullas.</p>
-
-<p>Entre tanto, instalábase el panorama en la cámara de la Princesa, la
-cual, desde el mismo sillón donde yacía recostada sobre pilas de
-almohadones, podía recrearse en aquellas vistas que, según el viejo
-continuaba afirmando terminantemente, habían de sanarla. Oculto é
-invisible, el galán hizo girar un manubrio, y empezaron á aparecer,
-sobre el fondo del inmenso paño extendido que cubría todo un lado de la
-cámara, y al través de amplio cristal, cuadros<span class="pagenum"><a name="page_272" id="page_272"></a>{272}</span> interesantísimos. Con
-una verdad y un relieve sorprendentes, desfilaron ante los ojos de la
-Princesa las ciudades más magníficas, los monumentos más grandiosos y
-los paisajes más admirables de todo el mundo. En voz cascada, pero con
-suma elocuencia, explicaba el viejo los esplendores, verbigracia, de
-Roma, el Coliseo, las Termas, el Vaticano, el Foro; y tan pronto
-mostraba á la Princesa una naumaquia, con sus luchas de monstruos
-marinos y sus combates navales entre galeras incrustadas de marfil, como
-la hacía descender á las sombrías Catacumbas y presenciar el entierro de
-un mártir, depuesto en paz con su ampolla llena de sangre al lado. Desde
-los famosos pensiles de Semíramis y las colosales construcciones de
-Nabucodonosor, hasta los risueños valles de la Arcadia, donde en el
-fondo de un sagrado bosque centenario danzan las blancas ninfas en corro
-alrededor de un busto de Pan que enrama frondosa mata de hiedra; desde
-las nevadas cumbres de los Alpes hasta las voluptuosas ensenadas del
-golfo partenópeo, cuyas aguas penetran vueltas líquido zafiro bajo las
-bóvedas celestes de la gruta de Azur, no hubo aspecto sublime de la
-historia, asombro de la naturaleza ni obra estupenda de la actividad
-humana que no se presentase ante los ojos de la Princesa
-Rosamor&mdash;aquellos ojos grandes y soñadores, cercados de una mancha de
-livor sombrío, que delataba los estragos de la enfermedad.&mdash;Pero los
-ojos no se reanimaban; las mejillas no perdían su palidez de
-transparente cera; los labios<span class="pagenum"><a name="page_273" id="page_273"></a>{273}</span> seguían contraídos, olvidados de las
-sonrisas; las encías marchitas y blanquecinas hacían parecer amarilla la
-dentadura, y las manos afiladas continuaban ardiendo de fiebre ó
-congeladas por el hielo mortal. Y el Rey, furioso al ver defraudada una
-última esperanza, más viva cuanto más quimérica, juró enojadísimo que
-ahorcaría de muy alto al impostor del viejo, y ordenó que subiese el
-verdugo, provisto de ensebada soga, á la torre más eminente del palacio,
-para colgar de una almena, á vista de todos, al que le había engañado.
-Pero el viejo, tranquilo y hasta desdeñoso, pidió al Rey un plazo breve:
-faltábale por enseñar á la Princesa una vista, una sola, de su panorama,
-y si después de contemplarla no se sentía mejor, que le ahorcasen
-enhorabuena, por torpe é ignorante. Condescendió el Rey, no queriendo
-espantar aún la vana esperanza postrera, y se salió de la cámara, por no
-asistir al desengaño. Al cuarto de hora, no pudiendo contener la
-impaciencia, entró, y notó con transporte una singular variación en el
-aspecto de la enferma; sus ojos relucían; un ligero sonrosado teñía sus
-mejillas flacas; sus labios palpitaban enrojecidos y su talle se
-enderezaba airoso como un junco. Parecía aquello un milagro, y el Rey,
-en su enajenación, se arrancó del cuello una cadena de oro y la alargó
-al viejo, que rehusó el presente. La única recompensa que pedía era que
-le dejasen continuar la cura de la Princesa, sin condiciones ni
-obstáculos, ofreciendo terminarla en un mes. Y, loco de gozo, el Rey se<span class="pagenum"><a name="page_274" id="page_274"></a>{274}</span>
-avino á todo, hasta á respetar el misterio de aquella vista prodigiosa
-que había empezado á devolver á su hija la salud.</p>
-
-<p>No obstante&mdash;transcurrida una semana y confirmada la mejoría de la
-enferma, mejoría tan acentuada que ya la Princesa había dejado su
-sillón, y, esbelta como un lirio, se paseaba por el aposento y las
-galerías próximas, ansiosa de respirar el aire, animada y
-sonriente,&mdash;anheló el Rey saber qué octava maravilla del orbe, qué
-portentoso cuadro era aquel cuya contemplación había resucitado á
-Rosamor moribunda. Y como la Princesa, cubierta de rubor, se arrojase á
-sus pies suplicándole que no indagara su secreto, el Rey, cada vez más
-lleno de curiosidad, mandó que sin dilación se le hiciese contemplar la
-milagrosa última vista del panorama. ¡Oh sorpresa inaudita! Lo que se
-apareció sobre el fondo del inmenso paño negro, al través del claro
-cristal, no fué ni más ni menos que el rostro de un hombre, joven y
-guapo, eso sí, pero que nada tenía de extraordinario ni de portentoso.
-El rostro sonreía con dulzura y pasión á la Princesa, y ella pagaba la
-sonrisa con otra no menos tierna y extática... El Rey reconoció al
-supuesto ayudante del médico, aquel mozo gallardo, y comprendió que, en
-vez de enseñar las vistas de su panorama, se enseñaba á sí propio, y
-sólo con este remedio había sanado el enfermo corazón y el espíritu
-contristado y abatido de la niña; y si alguna duda le quedase acerca de
-este punto, se la quitaría la misma Rosamor, al decirle confusa,
-temblorosa<span class="pagenum"><a name="page_275" id="page_275"></a>{275}</span> y en voz baja, como quien pide anticipadamente perdón y
-aquiescencia:</p>
-
-<p>&mdash;Padre, todos los monumentos y todas las bellezas del mundo no
-equivalen á la vista de un rostro amado...<span class="pagenum"><a name="page_276" id="page_276"></a>{276}</span></p>
-
-<h2><a name="REMORDIMIENTO" id="REMORDIMIENTO"></a><img src="images/ill_pg_276.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Remordimiento</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">C</span>ONOCÍ en su vejez á un famoso calaverón que vivía solitario, y al
-parecer tranquilo, en una soberbia casa, cuidándose mucho y con un
-criado para cada dedo, porque la fortuna&mdash;caprichosa á fuer de mujer,
-diría algún escritor de esos que están tan seguros del sexo de la
-fortuna como yo del mosquito que me crucificó esta noche&mdash;había
-dispuesto (sigo refiriéndome á la fortuna) que aquel perdulario
-derrochase primero su legítima, después las de sus hermanos, que
-murieron jóvenes, luego la de una tía solterona, y al cabo la de un
-tutor opulento y chocho por su pupilo. Y, por último, volvieron á
-ponerle á flote el juego ú otras granjerías que se ignoran, cuando ya
-había penetrado en su cabeza la noción de que es bueno conservar algo
-para los años tristes. Desde que mi calvatrueno (llamábase el vizconde
-de Tresmes) llegó á persuadirse de que interesaba<span class="pagenum"><a name="page_277" id="page_277"></a>{277}</span> á su felicidad no
-morirse en el hospital, cuidó de su hacienda con la perseverancia del
-egoismo, y no hubo capital mejor regido y conservado. Por eso, al tiempo
-que yo conocí al vizconde&mdash;poco antes de que un reuma al corazón le
-llevase al otro barrio&mdash;era un viejo rico, y su casa&mdash;desmintiendo la
-opinión del vulgo respecto á las viviendas de los solteros&mdash;modelo de
-pulcritud y orden elegante.</p>
-
-<p>Miraba yo al vizconde con interés curioso, buscando en su fisonomía la
-historia íntima del terrible traga-corazones, por quien habitaba un
-manicomio una duquesa, y una infanta de España había estado á punto de
-echar á rodar el infantazgo y cuanto echar á rodar se puede.&mdash;Si no
-supiese que veía al más refinado epicúreo, creería estar mirando los
-restos de un poeta, de un artista, de uno de esos hombres que fascinan
-porque su acción dominadora no se limita á la materia, sino que subyuga
-la imaginación. Las nobles facciones de su rostro recordaban las de
-Volfango Goethe, no en su gloriosa ancianidad, sino más bien en la época
-del famoso viaje á Italia; es decir, lo que serían si Goethe, al
-envejecer, conservase las líneas de la juventud. Aquella finura de
-trazo; aquella boca un tanto carnosa; aquella nariz de vara delgada, de
-griega pureza en su hechura; aquellas cejas negrísimas, sutiles, de arco
-gentil, que acentúan la expresión de los vivos y profundos ojos;
-aquellas mejillas pálidas, duras, de grandes planos, como talladas en
-mármol, mejillas viriles&mdash;pues las redondas son de mujer ó<span class="pagenum"><a name="page_278" id="page_278"></a>{278}</span> niño;&mdash;aquel
-cuello largo, que destaca de los bien derribados hombros la altiva
-cabeza... todo esto, aunque en ruinas ya, subsistía aún, y á la vez el
-cuerpo delataba en sus proporciones justas, en su musculosa esbeltez,
-algo recogida, como de gimnasta, la robustez de acero del hombre á quien
-los excesos ni rinden ni consumen. Verdad que estas singulares
-condiciones del vizconde las adivinaba yo por la aptitud que tengo para
-restar los estragos de la vejez y reconstruir á las personas tal cual
-fueron en sus mejores años.</p>
-
-<p>Gustaba el vizconde de charlar conmigo, y á veces me refería lances de
-su azarosa vida, que no serían para contados, si él no supiese salvar
-los detalles escabrosos con exquisito aticismo, y cubrir la inverecundia
-del fondo con lo escogido de la forma. No obstante, en las narraciones
-del vizconde había algo que me sublevaba, y era la absoluta carencia de
-sentido moral, el cinismo frío, visible bajo la delicada corteza del
-lenguaje. Punzábame una curiosidad, y pensaba entre mí: «¿Será posible
-que este hombre, que para sus semejantes ha sido no sólo inútil, sino
-dañino; que ha libado el jugo de todas las flores sacando miel para
-embriagarse de ella, aunque la destilase con sangre y lágrimas; este
-corsario, este negrero del amor, repito, será posible que no haya
-conservado nada vivo y sano bajo los tejidos marchitos por el
-libertinaje? ¿No tendrá un remordimiento, no habrá realizado un acto de
-abnegación, una obra de caridad?»<span class="pagenum"><a name="page_279" id="page_279"></a>{279}</span></p>
-
-<p>Un día me resolví á preguntárselo directamente.</p>
-
-<p>&mdash;Porque al fin&mdash;le dije&mdash;en las batallas que usted solía ganar hay
-muertos y heridos; sólo que, como en las heridas de florete, la
-hemorragia es interna, pues el honor manda callar y sucumbir en
-silencio. ¡Cuántos maridos, cuántos hermanos, cuántos padres (sin hablar
-de las propias víctimas) habrán ardido por culpa de usted en un infierno
-de vergüenza!</p>
-
-<p>&mdash;¡Bah! No lo crea usted&mdash;respondía el don Juan sin alterarse en lo más
-mínimo.&mdash;En estas cuestiones, los expertos somos un poquillo fatalistas.
-¡Lo escrito se cumple! Y lo que yo, por escrúpulos más ó menos
-justificados, desperdiciase, otro lo recogería, quizá con menos arte,
-tino y miramiento que yo. La pavía madura cuelga de la rama y va por
-instantes á desprenderse del tallo. El que pasa y la coge suavemente, le
-ahorra el sonrojo de caer al suelo, de mancharse, de ser pisada...</p>
-
-<p>Al ver que su extraño razonamiento me dejaba algo perplejo, el vizconde
-añadió:</p>
-
-<p>&mdash;A pesar de todo, confieso que hice un acto de abnegación y que tengo
-un remordimiento...</p>
-
-<p>Esperé, y el viejo, apoyando la barba en dos dedos de la mano izquierda,
-habló con lentitud y en tono menos irónico que de costumbre:</p>
-
-<p>&mdash;Ha de saber usted que tuve una hermana que se casó y se murió casi en
-seguida (en mi casa todos murieron jóvenes y tísicos, excepto<span class="pagenum"><a name="page_280" id="page_280"></a>{280}</span> yo, que
-absorbí la fuerza que debía repartirse entre los demás). Mi cuñado, poco
-después, se cayó de un caballo y no sobrevivió á la caída. Quedó una
-niña, bonita como un serafín. Yo era su tutor, y aunque cuidé bien de su
-educación y de sus intereses, la veía poco, porque no me gustan los
-chiquillos. Vino la pubertad, y entonces la criatura tomó formas menos
-seráficas y más apetecibles para los humanos. Y, cosa rara, si de
-chiquilla, al verme, se deshacía en fiestas y se volvía loca de gozo, ya
-de mujercita no parecía sino que la afligía mi presencia, y me acuerdo
-que hasta sufrió un síncope porque la dí un beso paternal... Paternal
-(se lo afirmo á usted bajo palabra de honor), porque tenemos la tontería
-de figurarnos que los que conocimos niños no llegan nunca á personas
-mayores...</p>
-
-<p>Con todo, ciertos errores pronto se disipan, y como los síntomas iban
-acentuándose, no tardé en conocer la índole de la enfermedad... La
-muchacha repito que era una hermosura. Le enseñaré á usted su retrato, y
-me dirá si exagero. Aparte de esto de la belleza, nunca ví mujer que más
-traspasada se mostrase. Rendida ya, vencida por fuerza superior á su
-albedrío, lejos de huirme, me seguía y buscaba incesantemente, y se leía
-en sus ojos, en su voz y en sus menores acciones, que era tan mía, tan
-mía que podía yo marcarla en la frente la S y el clavo. Mi edad era
-entonces la de las pasiones violentas: tenía treinta y ocho años... pero
-¡así y todo!...<span class="pagenum"><a name="page_281" id="page_281"></a>{281}</span></p>
-
-<p>&mdash;¿No se resolvió usted á coger la pavía?</p>
-
-<p>&mdash;No era pavía, como usted verá&mdash;respondió el calaverón frunciendo las
-cejas.&mdash;Lo que puedo decir á usted es que al comprender la realidad, huí
-de mi sobrina, viajé, estuve ausente más de un año, y al ver á mi
-regreso á la niña enferma de pasión y amartelada como nunca, la hablé lo
-mismo que un padre, la pinté mi vida y mi condición y hasta mis
-vicios...</p>
-
-<p>&mdash;Leña al fuego&mdash;interrumpí.</p>
-
-<p>&mdash;¡Leña al fuego, sí, tal vez!... En fin, la dije redondamente que
-estaba resuelto á no casarme nunca; que no me casaría ni con Eugenia de
-Montijo, emperatriz de Francia...</p>
-
-<p>&mdash;¿Y ella?...</p>
-
-<p>&mdash;Ella... Ella... después de llorar y de ponerse más pálida y más roja y
-más temblorosa que una sentenciada... acabó por decirme que... soltero ó
-casado, malo ó bueno, rico ó pobre...</p>
-
-<p>&mdash;¡Comprendo!...</p>
-
-<p>&mdash;Bien, pues yo... no sólo rehusé, desvié, contuve, sino que busqué
-marido, joven, guapo, bueno... y con todo mi ascendiente, con mi
-mandato, lo hice aceptar...</p>
-
-<p>&mdash;¡Ya me parecía!&mdash;exclamé entusiasmada.&mdash;¡Una acción generosa, bonita!
-¡Si no podía menos!</p>
-
-<p>&mdash;Una acción detestable&mdash;repuso el vizconde, cuyos labios temblaron
-ligeramente.&mdash;Así que se casó mi sobrina, se me cayeron á mí las escamas
-de los ojos, y me hice cargo de que me estaba muriendo por ella... Y la
-busqué, y la perseguí, y la asedié, y agoté los recursos, y<span class="pagenum"><a name="page_282" id="page_282"></a>{282}</span> sólo
-encontré repulsa, glacial desdén, rigor tan sistemático y tan
-perseverante, que me dí por vencido, y me salieron las primeras canas...</p>
-
-<p>&mdash;Vamos, la sobrinita se encontraba bien con el marido que usted
-eligió...</p>
-
-<p>&mdash;Tan bien&mdash;añadió el don Juan sombríamente&mdash;que a los seis meses mi
-sobrina enfermó de pasión de ánimo; y á los diez, en la agonía, me llamó
-para despedirse de mí y decirme al oído que... ¡como siempre!</p>
-
-<p>Tresmes bajó la cabeza y me pareció ver que una nube cruzaba por su
-frente olímpica.</p>
-
-<p>&mdash;Ahí tiene usted&mdash;murmuró después de una pausa,&mdash;mi remordimiento.
-Nadie debe salirse de su vocación, y la mía no era conducir á nadie al
-sendero del deber y la virtud.<span class="pagenum"><a name="page_283" id="page_283"></a>{283}</span></p>
-
-<h2><a name="TEMPRANO_Y_CON_SOL" id="TEMPRANO_Y_CON_SOL"></a><img src="images/ill_pg_283.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Temprano y con sol...</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">E</span>L empleado que despachaba los billetes en la taquilla de la estación
-del Norte no pudo reprimir un movimiento de sorpresa cuando la infantil
-vocecica pronunció, en tono imperativo:</p>
-
-<p>&mdash;¡Dos de primera... á Paris!...</p>
-
-<p>Acercando la cabeza cuanto lo permite el agujero del ventano, miró á su
-interlocutora, y vió que era una morena de once á doce años, de ojos
-como tinteros, de tupida melena negra, vestida con rico y bien cortado
-ropón de franela inglesa roja, y luciendo un sombrerillo jockey de
-terciopelo granate que la sentaba a las mil maravillas. Agarrado de la
-mano traía la señorita á un caballerete que representaba la misma edad
-sobre poco más ó menos, y también tenía trazas en su semblante y atavío
-de pertenecer á muy distinguida clase y á muy acomodada familia. El
-chico parecía azorado: la niña, alegre, con nerviosa alegría. El
-empleado<span class="pagenum"><a name="page_284" id="page_284"></a>{284}</span> sonrió á la gentil pareja, y murmuró como quien da algún
-paternal aviso:</p>
-
-<p>&mdash;¿Directo ó á la frontera? A la frontera... son ciento cincuenta
-pesetas, y...</p>
-
-<p>&mdash;Ahí va dinero&mdash;contestó la intrépida señorita, alargando un abierto
-portamonedas. El empleado volvió á sonreir, ya con marcada extrañeza y
-compasión, y advirtió:</p>
-
-<p>&mdash;Aquí no tenemos bastante...</p>
-
-<p>&mdash;¡Hay quince duros y tres pesetas!&mdash;exclamó la viajerilla.</p>
-
-<p>&mdash;Pues no alcanza... Y para convencerse, pregunten ustedes á sus papas.</p>
-
-<p>Al decir esto el empleado, vivo carmín tiñó hasta las orejas del galán,
-cuya mano no había soltado la damisela, y ésta, dando impaciente patada
-en el suelo, gritó:</p>
-
-<p>&mdash;¡Bien... pues entonces... un billete más barato!</p>
-
-<p>&mdash;¿Cómo más barato? ¿De segunda? ¿De tercera? ¿A una estación más
-próxima? ¿Escorial, Avila...?</p>
-
-<p>&mdash;¡Avila, sí... Avila... justamente, Avila...!&mdash;respondió con energía la
-del rojo balandrán. Dudó el empleado un momento; al fin se encogió de
-hombros como el que dice: «¿A mí qué? ya se desenredará este lío;» y
-tendió los dos billetes, devolviendo muy aligerado el portamonedas...</p>
-
-<p>Sonó la campana de aviso; salieron los chicos disparados al andén;
-metiéronse en el primer vagón que vieron, sin pensar en buscar un
-departamento donde fuesen solos; y con gran<span class="pagenum"><a name="page_285" id="page_285"></a>{285}</span> asombro del turista
-británico que acomodaba en un rincón de la red su balija de cuero, al
-verse dentro del coche se agarraron de la cintura y rompieron á
-brincar...</p>
-
-<p class="dtts">...............................</p>
-
-<p>¿Cómo principió aquella pasión devoradora, frenética, incendiaria? ¡Ah!
-Los orígenes primeros de lo grave y trascendental en nuestra vida, son
-insignificantes menudencias, pequeñeces míseras, átomos morales que se
-asocian en un torbellinito molecular, y á fuerza de dar vueltas y más
-vueltas sobre sí mismo, el torbellino se redondea, se solidifica,
-adquiere forma, toma la consistencia del diamante... No desconfiéis
-nunca en la vida de las cosas grandes, que se presentan con imponente
-aparato; esas ya avisan, y hay medio de precaverse: temed á las
-tentaciones menudas, á los peligros sutiles é insidiosos. Toda la teoría
-de los microbios, hoy admitida, ¿qué es sino demostración de la
-importancia capital de lo infinitamente pequeño?</p>
-
-<p>La pasión empezó, pues, del modo más sencillo, más inocente y más
-bobo... Empezó por una manía... Ambos eran coleccionistas.&mdash;¿De qué? Ya
-lo podéis presumir, vosotros los que frisais en la edad de mis héroes.
-La afición á coleccionar suele desarrollarse entre los cuarenta y los
-sesenta: apenas he visto un bibliómano joven, y las tiendas de los
-chamarileros son más frecuentadas por señores respetables que por
-alegres mozos. Hay, sin embargo, una excepción á esta regla general, y
-es la chifladura por reunir sellos de correos. Sin que yo niegue que<span class="pagenum"><a name="page_286" id="page_286"></a>{286}</span>
-pueden padecerla muy graves personajes, la verdad es que el período en
-que suele hacer estragos es la etapa comprendida entre los diez y los
-quince. Y en ese lustro auroral que separa la edad del trompo y la
-cuerda de la edad del pavo, vivían mis dos enamorados fugitivos del
-tren.</p>
-
-<p>Ya se ha dicho que su galeoto, el libro de Lanzarote y Ginebra donde
-bebieron la ponzoña amorosa, fué el coleccionismo, la manía de la
-filatelia, común á entrambos. El papá de Serafina, vulgo Finita, y la
-mamá de Francisco, vulgo Currín, se trataban poco; ni siquiera se
-visitaban, á pesar de vivir en la misma opulenta casa del barrio de
-Salamanca: en el principal el papá de Finita, y en el segundo la mamá de
-Currín. Currín y Finita, en cambio, se encontraban muy á menudo en la
-escalera, cuando él iba á clase y ella salía para su colegio; pero valga
-la verdad: ni habrían reparado el uno en el otro, si no fuera porque
-cierta mañana, al bajar las escaleras, Currín notó que Finita llevaba
-bajo el brazo un objeto, un libro encuadernado en tafilete rojo...
-¡libro tantas veces codiciado y soñado por él! «¡Me debía haber comprado
-mamá uno así, carambita! En cuanto me examine y saque nota, ya me lo
-está comprando. ¡No faltaba más! El mío es una porquería...» De esto á
-rogar á Finita que le enseñase el magnífico album de sellos, mediaba un
-paso. Finita, en el mismo descanso de la escalera, accedió á los ruegos
-de Currín: pusieron el álbum sobre la repisa de la ventana, y se dieron<span class="pagenum"><a name="page_287" id="page_287"></a>{287}</span>
-á hojearlo con vivacidad.&mdash;«Esta página es del Perú... Mira los de las
-islas Hawai... Tengo la colección completa...»</p>
-
-<p>Y desfilaban los minúsculos y artísticos grabaditos con que cada nación
-marca y autoriza su correspondencia; los aristocráticos perfiles de las
-dinastías sajonas, que se desdeñan de mirarnos á la cara, y las
-burguesas y honradas fisonomías de los presidentes de Estados
-americanos, siempre de frente; la república francesa, con sus dos
-airosas figuras que se dan la mano, y el reyecillo español, con su
-redonda cabeza de bebé; los sellos chinos y su dragón, los turcos y su
-cimitarra; Don Carlos, recuerdo de nuestras vicisitudes políticas, y Don
-Amadeo, efímera memoria de la misma agitada época; los preciosos sellos
-de Terranova, con la testa entonces ideal del príncipe de Gales, y los
-fastuosos sellos de las colonias británicas, en que la abuelita Victoria
-aparece oficiando de emperatriz... Currín se embelesaba y chillaba de
-vez en cuando dando brincos: «¡Ay! ¡Ay! ¡Caracoles, qué bonito! Este no
-lo tengo yo...» Por fin, al llegar á uno muy raro, el de la república de
-Liberia, no pudo contenerse: «¿Me lo das?»&mdash;«Toma»;&mdash;respondió con
-expansión Finita.&mdash;«Gracias, hermosa»,&mdash;contestó el galán;&mdash;y como
-Finita, al oir el requiebro, se pusiese del color de la cubierta de su
-album, Currín reparó en que Finita era muy mona, sobre todo así,
-colorada de placer y con los negros ojos brillantes, rebosando alegría.
-«¿Sabes que te he de decir una cosa?»&mdash;murmuró el chico.&mdash;«Anda,
-dímela.<span class="pagenum"><a name="page_288" id="page_288"></a>{288}</span>»&mdash;«Hoy no.»&mdash;La doncella francesa que acompañaba á Finita al
-colegio, había mostrado hasta aquel instante risueña tolerancia con la
-digresión filatélica; pero parecióle que se prolongaba mucho, y
-pronunció un «Mademoiselle, s’il vous plaît», que significaba: «Hay que
-ir al colegio rabiando ó cantando, conque... una buena resolución.»</p>
-
-<p>Currín se quedó admirando su sello... y pensando en Finita. Era Currín
-un chico dulce de carácter, no muy travieso, aficionado á los dramas
-tristes, á las novelas de aventuras extraordinarias, y á leer versos y
-aprendérselos de memoria. Siempre estaba pensando que le había de
-suceder algo raro y maravilloso; de noche soñaba mucho, y con cosas del
-otro mundo ó con algo procedente de sus lecturas. Desde que coleccionaba
-sellos, soñaba también con viajes de circunnavegación y países
-desconocidos, á lo cual contribuía mucho el ser decidido admirador de
-Julio Verne... Aquella noche realizó dormido una excursioncita breve...
-á Terranova, al país de los sellos hermosos. Mejor dicho, no era
-excursión, sino instantánea traslación; y en una playa orlada de
-monolitos de hielo, que alumbraba una aurora boreal, Finita y él se
-paseaban muy serios, cogidos del brazo...</p>
-
-<p>Al otro día, nuevo encuentro en la escalera. Currín llevaba duplicados
-de sellos para obsequiar á Finita. En cuanto la dama vió al galán,
-sonrió y se acercó con misterio. «Aquí te traigo esto...»&mdash;balbuceó
-él...&mdash;Finita puso un dedo sobre los labios, como para indicar al chico
-que<span class="pagenum"><a name="page_289" id="page_289"></a>{289}</span> se recatase de la francesa; pero constándole á Currín que no había
-en el obsequio de los sellos malicia alguna, fué muy resuelto á
-entregarlos. Finita se quedó, al parecer, algo chafada; sin duda
-esperaba otra cosa; y llegándose vivamente á Currín, le dijo entre
-dientes:</p>
-
-<p>&mdash;¿Y... y aquello?</p>
-
-<p>&mdash;¿Aquello..?</p>
-
-<p>&mdash;Lo que me ibas á decir ayer...</p>
-
-<p>Currín suspiró, se miró á las botas, y salió con esta pata de gallo:</p>
-
-<p>&mdash;Si no era nada...</p>
-
-<p>&mdash;¡Cómo nada!&mdash;articuló Finita furiosa.&mdash;¡Pareces memo de la cabeza!
-Nada, ¿eh?</p>
-
-<p>Y el muchacho, dando tormento al rey Leopoldo de Bélgica que apretaba
-entre sus dedos, se puso muy cerquita del oído de la niña, y murmuró
-suavemente: «Sí, era algo... Quería decirte que eres... ¡más guapita!» Y
-espantado de su osadía, echó á correr escalera abajo, y del portal salió
-en volandas á la calle.</p>
-
-<p>Al otro día, Currín escribió unos versos (poseo el original) en que
-decía á su tormento:</p>
-
-<div class="poetry">
-<div class="poem"><div class="stanza">
-<span class="i2">Nace el amor de la nada;<br /></span>
-<span class="i0">de una mirada tranquila;<br /></span>
-<span class="i0">al girar de una pupila<br /></span>
-<span class="i0">se halla un alma enamorada...<br /></span>
-</div></div>
-</div>
-
-<p>Endeblillos y todo, graves autores aseguran que Currín los sacó de un
-libro que le prestó un compañero... Mas ¿qué importa? El caso es que
-Currín se sentía como lo pintaban los versos: enamorado, atrozmente
-enamorado... No<span class="pagenum"><a name="page_290" id="page_290"></a>{290}</span> pensaba más que en Finita; se sacaba la raya
-esmeradamente, se compró una corbata nueva, y suspiraba á solas.</p>
-
-<p>Al fin de la semana eran novios en regla. La doncella francesa cerraba
-los ojos... ó no veía, creyendo buenamente que de sellos se hablaba
-allí, y aprovechaba el ratito charlando también de lo que le parecía con
-su compatriota el cocinero...</p>
-
-<p>Cierta tarde creyó el portero que soñaba, y se frotó los ojos. ¿No era
-aquella la señorita Serafina, que pasaba sola, con un saquillo de piel
-al brazo? ¿Y no era aquel que iba detrás el señorito Currín? ¿Y no se
-subían los dos á un coche de punto, que salía echando diablos? ¡Jesús,
-María y José! ¡Pero cómo están los tiempos y las costumbres! ¿Y á dónde
-irán? ¿Aviso ó no aviso á los padres? ¿Qué hace en este apuro un hombre
-de bien? ¿Me recibirán con cajas destempladas... ó caerá una propinaza
-de las gordas?</p>
-
-<p class="dtts">...............................</p>
-
-<p>&mdash;Oye tú&mdash;decía Finita á Currín apenas el tren se puso en marcha&mdash;Avila,
-¿cómo es? ¿Muy grande? ¿Bonita lo mismo que París?</p>
-
-<p>&mdash;No...&mdash;respondió Currín con cierto escepticismo amargo.&mdash;Debe de ser
-un pueblo de pesca.</p>
-
-<p>&mdash;Pues entonces... no conviene quedarse allí. Hay que seguir á París. Yo
-quiero ver París á todo trance; y también quiero ver las Pirámides de
-Egipto.</p>
-
-<p>&mdash;Sí...&mdash;murmuró Currín, por cuya boca hablaban<span class="pagenum"><a name="page_291" id="page_291"></a>{291}</span> el buen sentido y la
-realidad&mdash;pero... ¿y los monises?</p>
-
-<p>&mdash;¿Los monises?&mdash;contestó remedándole Finita&mdash;Eres más bobo que el que
-asó la manteca. ¡Se pide prestado!</p>
-
-<p>&mdash;¿Y á quién?</p>
-
-<p>&mdash;¡A cualquiera!</p>
-
-<p>&mdash;¿Y si no nos lo quieren dar?</p>
-
-<p>&mdash;¿Y por qué, melón de arroba? Yo tengo reloj que empeñar. Tú también.
-Empeño además el abrigo nuevo: me va asando de calor. No sirves para
-nada... ¡Escribimos á papás que nos envíen... un.. un bono... no, una
-letra! Papá las está mandando cada día á París y á todas partes.</p>
-
-<p>&mdash;Tu papá estará echando chispas... Nos mandará un demontre!... Como mi
-mamá... ¡La hicimos, Finita!... No sé qué será de nosotros.</p>
-
-<p>&mdash;Pues se empeña el reloj, y en paz... ¡Ay! ¡Lo que nos divertiremos en
-Avila! Me llevarás al café... y al teatro... y al paseo...</p>
-
-<p>Cuando oyeron cantar «¡Avila! ¡Veinticinco minutos!...» saltaron del
-tren, pero al sentar el pie en el andén, se quedaron indecisos,
-aturrullados. La gente salía, se atropellaba hacia la fonda, y los
-enamorados no sabían qué hacer. «¿Por dónde se va á Avila?»&mdash;preguntó
-Currín á un <i>faquino</i>, que viendo á dos niños sin equipaje, se encogió
-de hombros y se alejó. Por instinto se encaminaron á una puerta,
-entregaron sus billetes, y asediados por un solícito mozo de fonda, se
-metieron en el coche, que los llevó á la del Inglés...<span class="pagenum"><a name="page_292" id="page_292"></a>{292}</span></p>
-
-<p>Acababa de recibir el señor gobernador de Avila telegrama de Madrid,
-«interesando la captura,» de la apasionada pareja. Era urgentísimo el
-aviso, y delataba la situación moral de una familia sumida en la
-angustia y la desesperación,&mdash;mejor dicho, dos familias debían de ser
-las desesperadas.&mdash;La captura se verificó en toda regla, no sin risa por
-un lado y declamaciones sobre lo que «cunde la inmoralidad», por otro.
-Los fugitivos fueron llevados á Madrid, y, acto continuo, Finita quedó
-internada en las <i>Dames anglaises</i>, y Currín en un colegio de donde no
-se le permitió salir en un año, ni aun los domingos. Con motivo del
-trágico suceso, el papá de Finita y la mamá de Currín se relacionaron, y
-conferenciaron largo y tendido, quedando acordes en que era preciso
-«echar tierra», «desorientar la opinión...» «hacer la conspiración del
-silencio». Con tal motivo, el papá de Finita reparó en lo bien
-conservada que estaba la mamá de Currín, y ésta notó en el banquero
-excelentes condiciones de hombre práctico en los negocios y de caballero
-galán con las damas. Su amistad se consolidó, y hay quien cree que se
-visitan á menudo. No se presume, sin embargo, que jamás se hayan
-escapado juntos... ¿Para qué?<span class="pagenum"><a name="page_293" id="page_293"></a>{293}</span></p>
-
-<h2><a name="SI_SENOR" id="SI_SENOR"></a><img src="images/ill_pg_293.png"
-width="450"
-alt="[imagen decorativa no disponible]" /><br />
-Sí, señor</h2>
-
-<p class="nind"><span class="lettre">L</span>O que voy á contar no lo he inventado. Si lo hubiese inventado alguien,
-si no fuese la exacta verdad, digo que bien inventado estaría; pero
-también me corresponde declarar que lo he oído referir... Lo cual
-disminuye muchísimo el mérito de este relato, y obliga á suponer que mi
-fantasía no es tan fecunda como se ha solido suponer, en momentos de
-benevolencia.</p>
-
-<p>¿Eres tímido, oh tú que me lees? Porque la timidez es uno de los
-martirios ridículos; nos pone en berlina, nos amarra á banco duro. La
-timidez es un dogal á la garganta, una piedra al pescuezo, una camisa de
-plomo sobre los hombros, una cadena á las muñecas, unos grillos á los
-pies... Y el peor género de timidez no es el que procede de modestia, de
-recelo por insuficiencia de facultades. Hay otro más terrible: la
-timidez por exceso de emoción; la timidez<span class="pagenum"><a name="page_294" id="page_294"></a>{294}</span> del enamorado ante su amada,
-del fanático ante su ídolo.</p>
-
-<p>De un enamorado se trata en este cuento, y tan enamorado, que no sé si
-nunca Romeo el veronés, Marsilla el turolense, ó Macías el galaico, lo
-estuvieron con mayor vehemencia. No envidiéis nunca á esta clase de
-locos. A los que mucho amaron se les podrá perdonar; pero envidiarles,
-sería no conocer la vida. Son más desventurados que el mendigo que pide
-limosna; más que el sentenciado que en su cárcel cuenta las horas que le
-quedan de vida horrible... Son desventurados porque tienen dislocada el
-alma, y les duele á cada movimiento... Doble su desdicha si la acompaña
-el suplicio de la timidez. Y la timidez, en bastantes casos, se cura con
-la confianza; pero la hay crónica é invencible; la hay en maridos que
-llevan veinte años de unión conyugal y no se han acostumbrado á tener
-franqueza con sus mujeres; en mujeres que, viviendo con un hombre en la
-mayor intimidad, no se acercan á él sin temor y temblor... Generalmente,
-sin embargo, se presenta el fenómeno durante ese período en que el amor,
-sin fueros y sin gallardías se estremece ante un gesto ó una palabra...
-Y éste era el caso de Agustín Oriol, perdidamente esclavo de la
-coquetuela y encantadora Condesa viuda de Dolfos.</p>
-
-<p>Dícese que una viuda es más fácil de galantear que una soltera; pero en
-estas cuestiones tan peliagudas, yo digo que no hay reglas ni axiomas;
-cada persona difiere ó por su carácter<span class="pagenum"><a name="page_295" id="page_295"></a>{295}</span> ó por el mismo exceso de su
-apasionamiento. Agustín sentía, al acercarse á la Condesa, todos los
-síntomas de la timidez enfermiza, y mientras á solas preparaba
-declaraciones abrasadoras, discursos perfectamente hilados y tan
-persuasivos que ablandarían las piedras, lo cierto es que en presencia
-de su diosa no sabía despegar los labios; su garganta no formaba
-sonidos, ni su pensamiento coordinaba ideas... Todos reconocerán que
-este estado tiene poco de agradable, y que Agustín no era dichoso, ni
-mucho menos.</p>
-
-<p>Vanamente apelaba á su razón para vencer aquella timidez estúpida... Su
-razón le decía que él, Agustín Oriol de Lopardo, caballero por los
-cuatro costados, joven, con hacienda, inteligencia y aptitudes para
-abrirse camino, era un excelente candidato á la mano de cualquiera
-mujer, por bonita y encopetada que se la suponga... ¿Por qué no había de
-quererle la Condesa? ¿Por qué, vamos á ver, por qué? El debía acercarse
-á ella ufano, arrogante, seguro de su victoria. Y todas las noches, al
-retirarse á su casa, se lo proponía...., y al día siguiente procedía lo
-mismo que el anterior. Se insultaba a sí mismo; se trataba de menguado,
-de necio, pero no podía vencerse... No podía, y no podía.</p>
-
-<p>De modo que, al año próximamente de un enamoramiento tan intenso que le
-ocasionaba trastornos cardíacos, violentos hasta el síncope, Agustín no
-había cruzado aún palabra, lo que se dice palabra, con su idolatrada
-viuda. Iba á todas partes donde podía encontrarse con ella,<span class="pagenum"><a name="page_296" id="page_296"></a>{296}</span> pasaba
-muchas veces por debajo de sus balcones, se trasladaba á San Sebastián
-el mismo día que ella y en el mismo tren..., y aun ignoraría el sonido
-de su voz si no hubiese prestado ansioso oído á las conversaciones que
-ella sostenía con otras personas...</p>
-
-<p>Por fin, un día&mdash;precisamente en San Sebastián&mdash;presentóse rodada la
-ocasión de romper el hielo. Fue en la terraza del Casino, á la hora en
-que una muchedumbre elegantemente ataviada respira el aire y escucha, ó,
-por mejor decir, no escucha la música, sino las infinitas charlas, que
-hacen otro rumor más contenido y más suave, como de colmena. Agustín
-estaba muy próximo á su amada, y devoraba con los ojos el perfil fino,
-asomando bajo el sombrero todo empenachado de plumas. Ella le observaba
-de reojo; y viéndole tan cerca, de pronto sintió impulsos de dirigirla
-la palabra. No era correcto, no era serio, no era propio de una
-señora... Bueno. Por encima de las fórmulas sociales están las
-circunstancias, y hay de estas irregularidades que todo el mundo comete,
-cuando á ello le empuja un fuerte estímulo... La viudita no podía menos
-de haber notado aquella adoración profunda, continua, que la rodeaba
-como el cuerpo astral al cuerpo visible, y sentía una curiosidad
-femenil, ardorosa, el afán de saber qué diría aquel adorador mudo, que
-la bebía y la respiraba. Resuelta, con sonriente afabilidad, con un
-alarde infantil que disimulaba lo aturdido del procedimiento, exclamó:<span class="pagenum"><a name="page_297" id="page_297"></a>{297}</span></p>
-
-<p>&mdash;¡Qué noche tan hermosa! ¿Verdad que es una delicia?</p>
-
-<p>Agustín sintió como si campanas doblasen en su cerebro, no sabía si á
-muerte ó si á gloria; su sangre giró de súbito, sus oídos zumbaron..., y
-con tartajosa lengua, con voz imposible de reconocer, con un acento
-ronco y balbuciente, soltó esta frase:</p>
-
-<p>&mdash;Sí... señor! ¡Sí... señor!</p>
-
-<p>Fué como si otro hubiese hablado... Un individuo zumbón, dentro de
-Agustín, se reía sardónico, se mofaba de la extravagante respuesta...
-¡Acababa de llamar «señor» á la única mujer que para él existía en el
-mundo! ¡No se le había ocurrido sino tal inepcia! Y ahora, con la lengua
-seca y el corazón inundado de bochorno, tampoco se le ocurría más. ¡Qué
-había de ocurrírsele! La terraza daba vueltas, el suelo huía bajo sus
-pies... Exhaló un gemido ronco, se llevó las manos á la cabeza, y
-levantándose, tambaleándose, huyó sin volver la vista atrás. Aquella
-noche pensó varias veces en el suicidio.</p>
-
-<p>A la mañana siguiente, sintiéndose incapaz de presentarse de nuevo ante
-la que ya debía despreciarle, salió para Francia en el primer tren.
-Estuvo ausente muchos años; en ellos no volvió á saber de su adorada. Un
-día leyó en un periódico que se había casado. Todavía la noticia le
-causó grave pena. Después, lentamente, fue olvidando, nunca del todo.</p>
-
-<p>Habían corrido cerca de cuatro lustros; las canas rafagueaban el negro
-cabello de Agustín,<span class="pagenum"><a name="page_298" id="page_298"></a>{298}</span> cuando en uno de sus viajes entró una señora, con
-dos señoritas, en el mismo departamento. Agustín la reconoció..., y aun
-su corazón, del cual padecía, le avisó de que era ella,&mdash;muy cambiada,
-muy envejecida,&mdash;pero ella. ¿Fue reconocido Agustín? No se sabe. Lo
-cierto es que se trabó conversación entre ambos viajeros, y que esta
-vez, no habiendo el estorbo de un amor tan insensato, Agustín charló sin
-recelo, y las horas corrieron sin sentir. La viajera habló de su
-juventud, y murmuró confidencialmente:</p>
-
-<p>&mdash;De cuantos homenajes han podido tributarme, el que más agradecí,
-porque era el más sincero, consistió en que un joven que me seguía como
-mi sombra, me contestase, al dirigirle yo por primera vez la palabra:
-«Sí, señor...» ¿Comprende usted? Era tal su aturdimiento, que no acertó
-á decir otra cosa... Los requiebros más entusiastas no pueden halagar
-tanto á una mujer como una turbación, que parece señal de pasión
-verdadera...</p>
-
-<p>&mdash;¿De modo... que usted no se rió de aquel hombre?&mdash;preguntó Agustín.</p>
-
-<p>&mdash;Al contrario...&mdash;respondió la señora, con acento en que parecía
-temblar una lágrima.<span class="pagenum"><a name="page_299" id="page_299"></a>{299}</span></p>
-
-<h2><a name="INDICE" id="INDICE"></a>INDICE</h2>
-
-<table border="0" cellpadding="1" cellspacing="0" summary="">
-
-<tr><td>&nbsp;</td><td class="rt"><i>Págs.</i></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#PREFACIO">Prefacio</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_005">5</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#EL_AMOR_ASESINADO">El amor asesinado</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_013">13</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#EL_VIAJERO">El viajero</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_017">17</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#EL_CORAZON_PERDIDO">El corazón perdido</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_022">22</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#MI_SUICIDIO">Mi suicidio</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_026">26</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#LA_ULTIMA_ILUSION_DE_DON_JUAN">La última ilusión de Don Juan</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_032">32</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#DESQUITE">Desquite</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_038">38</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#EL_DOMINO_VERDE">El dominó verde</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_044">44</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#LA_AVENTURA_DEL_ANGEL">La aventura del Angel</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_052">52</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#EL_FANTASMA">El fantasma</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_059">59</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#LA_PERLA_ROSA">La perla rosa</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_065">65</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#UN_PARECIDO">Un parecido</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_072">72</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#MEMENTO">Memento</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_079">79</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#LA_CAJA_DE_ORO">La caja de oro</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_086">86</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#LA_SIRENA">La sirena</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_091">91</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#ASI_Y_TODO">Así y todo</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_098">98</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#LA_CABELLERA_DE_LAURA">La cabellera de Laura</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_105">105</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#DELINCUENTE_HONRADO">Delincuente honrado</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_112">112</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#PRIMER_AMOR">Primer amor</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_118">118</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#LA_INSPIRACION">La inspiración</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_129">129</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#CHAMPAGNE">Champagne</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_136">136</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#SOR_APARICION">Sor Aparición</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_142">142</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#JUSTICIA">¿Justicia?</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_150">150</a><span class="pagenum"><a name="page_300" id="page_300"></a>{300}</span></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#MAS_ALLA">Más allá</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_156">156</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#LA_CULPABLE">La culpable</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_161">161</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#LA_NOVIA_FIEL">La novia fiel</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_166">166</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#AFRA">Afra</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_172">172</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#CUENTO_SONADO">Cuento soñado</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_179">179</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#LOS_BUENOS_TIEMPOS">Los buenos tiempos</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_185">185</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#SARA_Y_AGAR">Sara y Agar</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_194">194</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#MALDICION_DE_GITANA">Maldición de gitana</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_201">201</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#LA_BICHA">La bicha</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_208">208</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#SANGRE_DEL_BRAZO">Sangre del brazo</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_215">215</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#CONSUELO">Consuelo</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_222">222</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#LA_NOVELA_DE_RAIMUNDO">La novela de Raimundo</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_226">226</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#EL_ENCAJE_ROTO">El encaje roto</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_233">233</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#MARTINA">Martina</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_240">240</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#APOLOGO">Apólogo</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_249">249</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#A_SECRETO_AGRAVIO">A secreto agravio</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_256">256</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#LA_RELIGION_DE_GONZALO">La religión de Gonzalo</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_263">263</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#EL_PANORAMA_DE_LA_PRINCESA">El panorama de la Princesa</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_263">263</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#REMORDIMIENTO">Remordimiento</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_276">276</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#TEMPRANO_Y_CON_SOL">Temprano y con sol</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_283">283</a></td></tr>
-<tr><td valign="top"><a href="#SI_SENOR">Sí, señor</a></td><td class="rt" valign="bottom"><a href="#page_293">293</a></td></tr>
-</table>
-
-<hr class="full" />
-
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-<pre>
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-
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-
-End of the Project Gutenberg EBook of Cuentos de amor, by Emilia Pardo Bazán
-
-*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK CUENTOS DE AMOR ***
-
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-and the Foundation web page at http://www.pglaf.org.
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-Foundation
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-501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
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index 873b389..0000000
--- a/old/55514-h/images/ill_pg_215.png
+++ /dev/null
Binary files differ
diff --git a/old/55514-h/images/ill_pg_222.png b/old/55514-h/images/ill_pg_222.png
deleted file mode 100644
index 597091e..0000000
--- a/old/55514-h/images/ill_pg_222.png
+++ /dev/null
Binary files differ
diff --git a/old/55514-h/images/ill_pg_226.png b/old/55514-h/images/ill_pg_226.png
deleted file mode 100644
index 69b239b..0000000
--- a/old/55514-h/images/ill_pg_226.png
+++ /dev/null
Binary files differ
diff --git a/old/55514-h/images/ill_pg_233.png b/old/55514-h/images/ill_pg_233.png
deleted file mode 100644
index 5cf49d7..0000000
--- a/old/55514-h/images/ill_pg_233.png
+++ /dev/null
Binary files differ
diff --git a/old/55514-h/images/ill_pg_240.png b/old/55514-h/images/ill_pg_240.png
deleted file mode 100644
index d8fc65f..0000000
--- a/old/55514-h/images/ill_pg_240.png
+++ /dev/null
Binary files differ
diff --git a/old/55514-h/images/ill_pg_249.png b/old/55514-h/images/ill_pg_249.png
deleted file mode 100644
index 8ea6b9c..0000000
--- a/old/55514-h/images/ill_pg_249.png
+++ /dev/null
Binary files differ
diff --git a/old/55514-h/images/ill_pg_256.png b/old/55514-h/images/ill_pg_256.png
deleted file mode 100644
index b6c37e8..0000000
--- a/old/55514-h/images/ill_pg_256.png
+++ /dev/null
Binary files differ
diff --git a/old/55514-h/images/ill_pg_263.png b/old/55514-h/images/ill_pg_263.png
deleted file mode 100644
index cc90750..0000000
--- a/old/55514-h/images/ill_pg_263.png
+++ /dev/null
Binary files differ
diff --git a/old/55514-h/images/ill_pg_269.png b/old/55514-h/images/ill_pg_269.png
deleted file mode 100644
index f3cea26..0000000
--- a/old/55514-h/images/ill_pg_269.png
+++ /dev/null
Binary files differ
diff --git a/old/55514-h/images/ill_pg_276.png b/old/55514-h/images/ill_pg_276.png
deleted file mode 100644
index 95377f4..0000000
--- a/old/55514-h/images/ill_pg_276.png
+++ /dev/null
Binary files differ
diff --git a/old/55514-h/images/ill_pg_283.png b/old/55514-h/images/ill_pg_283.png
deleted file mode 100644
index c0c0825..0000000
--- a/old/55514-h/images/ill_pg_283.png
+++ /dev/null
Binary files differ
diff --git a/old/55514-h/images/ill_pg_293.png b/old/55514-h/images/ill_pg_293.png
deleted file mode 100644
index 13eed49..0000000
--- a/old/55514-h/images/ill_pg_293.png
+++ /dev/null
Binary files differ