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-The Project Gutenberg EBook of Historia de Gil Blas de Santillana (Vol 2
-de 3), by Alain-René Lesage
-
-This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most
-other parts of the world at no cost and with almost no restrictions
-whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of
-the Project Gutenberg License included with this eBook or online at
-www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you'll have
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-
-Title: Historia de Gil Blas de Santillana (Vol 2 de 3)
- Novela
-
-Author: Alain-René Lesage
-
-Translator: P. Isla
-
-Release Date: July 30, 2016 [EBook #52682]
-
-Language: Spanish
-
-Character set encoding: ISO-8859-1
-
-*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK GIL BLAS DE SANTILLANA, VOL 2 ***
-
-
-
-
-Produced by Josep Cols Canals, Carlos Colón and the Online
-Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This
-file was produced from images generously made available
-by The Internet Archive/Canadian Libraries)
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- Notas del Transcriptor:
-
- Texto en letras itálicas se denota con _líneas_ y texto enegrecido se
- denota con =signos de igual=.
-
- Errores obvios de imprenta han sido corregidos.
-
- Páginas en blanco han sido eliminadas
-
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-
- Le Sage
-
- HISTORIA DE GIL BLAS DE SANTILLANA
-
- TOMO II
-
-
- MCMXXII
-
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-
-
- Papel expresamente fabricado por LA PAPELERA ESPAÑOLA.
-
-
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-
- LE SAGE
-
-
- Historia
-
- de
-
- Gil Blas de Santillana
-
-
- NOVELA
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-
- TOMO II
-
-
- Traducción del P. Isla
-
-
- [Ilustración]
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-
- MADRID, 1922
-
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-
- Talleres "Calpe", Larra, 6 y 8.--MADRID
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- GIL BLAS DE SANTILLANA
-
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-
- LIBRO CUARTO
-
-
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-
- CAPITULO PRIMERO
-
-No pudiendo Gil Blas acomodarse a las costumbres de los comediantes, se
-sale de casa de Arsenia y halla mejor conveniencia.
-
-
-Un tantico de honor y de religión que conservaba todavía en medio de
-tan estragadas costumbres me obligó, no sólo a dejar a Arsenia, sino
-a romper toda comunicación con Laura, a quien, sin embargo, no podía
-menos de amar, aun conociendo que me hacía mil infidelidades. ¡Dichoso
-aquel que sabe aprovecharse de ciertos momentos en que la razón viene a
-turbar los ilícitos embelesos que la tienen obcecada! Amaneció, pues,
-una mañana, muy dichosa para mí, en la cual hice mi hatillo, y sin
-contar con Arsenia, que si se va a decir verdad casi nada me debía de
-mi salario, ni despedirme de mi querida Laura, salí de aquella casa
-en que sólo se respiraba libertinaje. Premióme inmediatamente el
-Cielo esta buena obra, pues encontrando al mayordomo de mi difunto amo
-don Matías, le saludé, y él, conociéndome al instante, me preguntó a
-quién servía. Respondíle que había estado un mes en casa de Arsenia,
-cuyas costumbres desenvueltas no me cuadraban, y que en aquel mismo
-punto, voluntariamente, acababa de dejarla por salvar mi inocencia.
-El mayordomo, como si de suyo fuera hombre escrupuloso, aprobó mi
-delicadeza y me dijo que, pues yo era un mozo tan honrado, quería él
-mismo buscarme una buena conveniencia. Cumplió puntualmente su palabra,
-y en aquel mismo día me acomodó con don Vicente de Guzmán, de cuyo
-mayordomo él era grande amigo.
-
-No podía entrar en mejor casa, y así, nunca me arrepentí de haber
-estado en ella. Era don Vicente un caballero ya anciano y muy rico,
-que había muchos años vivía feliz, sin pleitos y sin mujer, porque
-los médicos le habían privado de la suya queriéndola curar de una tos
-que verosímilmente la dejaría vivir más largo tiempo si no hubiera
-tomado sus remedios. No pensó jamás en volverse a casar, dedicándose
-enteramente a la educación de Aurora, su hija única, que entraba
-entonces en los veintiséis y era una señorita completa. Juntaba a su
-hermosura poco común un entendimiento despejado y grande instrucción.
-Su padre era hombre de poco talento, pero tenía el de saber gobernar
-su casa. Sólo le hallaba yo un defecto, que a los viejos se les debe
-perdonar: gustaba mucho de hablar, sobre todo de guerras y batallas.
-Si por una desgracia se tocaba esta tecla en su presencia, luego sonaba
-en su boca la trompeta heroica, y se tenían por muy afortunados los
-oyentes si se contentaba con embocarles la relación de tres batallas y
-dos sitios. Como había militado las dos terceras partes de su vida, era
-su memoria un manantial inagotable de funciones y hazañas militares,
-que no siempre se oían con el gusto con que él las relataba. A esto se
-añadía que era muy prolijo, sobre ser un poco tartamudo, con lo cual
-sus relaciones se hacían en extremo desagradables. En lo demás, no era
-fácil encontrar un señor de mejor carácter. Siempre de igual humor,
-nada testarudo ni caprichoso, cosa verdaderamente rara en un hombre
-de su clase. Aunque gobernaba su hacienda con juicio y economía, se
-trataba muy decentemente. Componíase su familia de varios criados y de
-tres criadas, que servían a Aurora. Conocí desde luego que el mayordomo
-de don Matías me había colocado en una buena casa, y solamente pensé en
-el modo de conservarme en ella. Apliquéme a conocer bien el terreno y a
-estudiar el genio e inclinación de todos, arreglé después mi conducta
-por este conocimiento, y en poco tiempo logré tener en mi favor al amo
-y a todos mis compañeros.
-
-Habíase pasado casi un mes desde mi entrada en casa de don Vicente
-cuando se me figuró que su hija me distinguía entre los demás criados.
-Siempre que me miraba me parecía observar en sus ojos cierto agrado
-que no advertía en ella cuando miraba a los otros. A no haber
-tratado yo con elegantes y comediantes, nunca me hubiera pasado por
-la imaginación que Aurora pensase en mí; pero me habían abierto los
-ojos aquellos señores míos, en cuya escuela no siempre estaban en el
-mejor predicamento aun las damas de la más alta esfera. «Si hemos de
-dar crédito a algunos histriones--me decía yo a mí mismo--, tal vez
-suelen venir a las señoras más distinguidas ciertas fantasías de las
-cuales saben ellos aprovecharse. ¿Qué sé yo si mi ama tendrá de estos
-caprichos? Pero no--añadía inmediatamente--, no puedo persuadirme de
-tal cosa; no es esta señorita una de aquellas Mesalinas que, olvidadas
-de la noble altivez que les infunde su nacimiento, se rinden a la
-indecencia de humillarse hasta el polvo y se deshonran a sí mismas sin
-rubor. Será quizá una de aquellas virtuosas, pero tiernas y amorosas
-doncellas, que, sin traspasar los límites que la virtud prescribe a su
-ternura, no hacen escrúpulo de inspirar ni de sentir ellas mismas una
-pasión delicada que las entretiene sin peligro.»
-
-Este era el juicio que yo formaba de mi ama, sin saber precisamente
-a qué atenerme. Mientras tanto, siempre que me veía no dejaba de
-sonreírse y alegrarse, de manera que, sin pasar por necio, podía
-cualquiera creer tan bellas apariencias, y por lo mismo no hallé medio
-de impedir que me sedujesen. Consentí, pues, en que Aurora estaba muy
-prendada de mi mérito, y comencé a considerarme como uno de aquellos
-criados afortunados a quienes el amor hace dulcísima la servidumbre.
-Para mostrarme en cierto modo menos indigno del bien que parecía querer
-proporcionarme la fortuna, empecé a cuidar del aseo de mi persona más
-de lo que había cuidado hasta allí. Gastaba todo mi dinero en comprar
-ropa blanca, aguas de olor y pomadas. Lo primero que hacía por la
-mañana, luego que me levantaba de la cama, era lavarme, perfumarme bien
-y vestirme con todo el aseo posible, para no presentarme con desaliño
-a mi ama en caso de que me llamase. Con este cuidado de componerme, y
-con otros medios que empleaba para agradar, me lisonjeaba de que no
-tardaría mucho en declararse mi ventura.
-
-Entre las criadas de Aurora había una que se llamaba la Ortiz. Era una
-vieja que hacía más de veinte años que servía en casa de don Vicente.
-Había criado a su hija y conservaba todavía el título de dueña, aunque
-ya no ejercía aquel penoso empleo. Por el contrario, en lugar de
-vigilar las acciones de Aurora, como lo hacía en otro tiempo, entonces
-sólo atendía a ocultarlas, con lo cual gozaba toda la confianza de su
-ama. Una noche, habiendo buscado la dueña ocasión de hablarme sin que
-nadie pudiese oírnos, me dijo en voz baja que si yo era prudente y
-callado bajase al jardín a media noche, donde sabría cosas que no me
-disgustarían. Respondíle, apretándole la mano, que sin falta alguna
-bajaría, y prontamente nos separamos para no ser sorprendidos. Ya no
-dudé entonces de ser yo el objeto del cariño de Aurora. ¡Oh, y qué
-largo se me hizo el tiempo hasta la cena, sin embargo de que siempre se
-cenaba temprano, y desde la cena hasta que mi amo se recogió! Parecíame
-que aquella noche todo se hacía en casa con extraordinaria lentitud. Y
-para aumento de mi fastidio, cuando don Vicente se retiró a su cuarto,
-en vez de pensar en dormirse, se puso a repetirme sus campañas de
-Portugal, con que tanto me había machacado. Pero lo que jamás había
-hecho, y lo que precisamente guardó para regalarme aquella noche, fué
-irme nombrando uno por uno todos los oficiales que se habían hallado
-en ellas, refiriéndome al mismo tiempo las hazañas de cada cual. No
-puedo ponderar cuánto padecí en estarle oyendo hasta que concluyó. Al
-fin acabó de hablar y se metió en la cama. Retiréme inmediatamente al
-cuarto donde estaba la mía y del que se bajaba por una escalera secreta
-al jardín. Untéme de pomada todo el cuerpo, púseme una camisola limpia
-bien perfumada y nada omití de cuanto me pareció que podía contribuir a
-fomentar el capricho que me había figurado en mi ama, con lo que fuí al
-sitio de la cita.
-
-No encontré en él a la Ortiz y juzgué que, cansada de esperarme, se
-había vuelto a su cuarto, lo que me hizo perder todas mis esperanzas.
-Eché la culpa a don Vicente, y cuando estaba dando al diablo sus
-campañas, dió el reloj, conté las horas y vi que no eran mas que las
-diez. Tuve por cierto que el reloj andaba mal, creyendo imposible
-que no fuese ya por lo menos la una de la noche; pero estaba tan
-engañado, que un cuarto de hora después volví a contar las diez de
-otro reloj. «¡Bravo!--dije entonces entre mí--. Todavía faltan dos
-horas enteras de poste o de centinela. ¡No culparán mi tardanza! Pero
-¿qué haré hasta las doce? Paseémonos en este jardín y pensemos en el
-papel que debo hacer, que es para mí harto nuevo. No estoy acostumbrado
-a las bizarrías de las damas de distinción; solamente sé lo que se
-practica con las comediantas y mujercillas. Se presenta uno a ellas con
-familiaridad y franqueza y les dice su atrevido pensamiento sin reparo;
-pero con las señoras se observa otro ceremonial. Es menester, a lo que
-me parece, que el galán sea cortés, complaciente, tierno y moderado,
-pero sin ser tímido. No ha de querer precipitar atropelladamente su
-fortuna; para lograrla debe esperar el momento favorable.»
-
-Así discurría yo y así me proponía proceder con Aurora. Figurábame que
-dentro de poco tendría la dicha de verme a los pies de aquella amable
-persona y decirle mil cosas amorosas. Con este fin, traía a la memoria
-los pasajes de las comedias que me pareció podían servirme y darme
-gran lucimiento en nuestra conversación a solas. Lisonjeábame de que
-los aplicaría con oportunidad, y esperaba que, a ejemplo de algunos
-comediantes que yo conocía, pasaría por hombre de entendimiento, aunque
-no tuviese más que memoria. Mientras me ocupaba en estos pensamientos,
-los cuales divertían mi impaciencia con más gusto que las relaciones
-militares de mi amo, oí dar las once. «¡Bueno!--dije entonces--.
-¡Ya no me faltan mas que sesenta minutos que esperar! ¡Armémonos de
-paciencia!» Cobré ánimo y volvíme a recrear con las alegres fantasías
-de mi imaginación, parte paseándome y parte sentándome en un delicioso
-cenador formado en el extremo del jardín. Llegó en fin la hora de
-mí tan deseada; es decir, las doce. Pocos instantes después se dejó
-ver la Ortiz, tan puntual como yo, pero menos impaciente. «Señor Gil
-Blas--me dijo al acercarse--, ¿cuánto ha que está usted aquí?» «Dos
-horas», le respondí. «En verdad--añadió ella riéndose--que es usted muy
-cumplido, y da gusto darle citas para estas horas. Es cierto--prosiguió
-ya en tono serio--que eso y mucho más merece la dicha que le voy a
-anunciar. Mi ama quiere hablar a solas con usted y me ha mandado que
-le introduzca en su cuarto, en donde le espera. No tengo otra cosa que
-decirle; lo demás es un secreto que usted no debe saber sino de su
-propia boca. Sígame a donde le conduzca.» Y dicho esto, me cogió de la
-mano, y ella misma me introdujo misteriosamente en el aposento del ama
-por una puerta falsa de que tenía la llave.
-
-
-
-
- CAPITULO II
-
-Cómo recibió Aurora a Gil Blas, y la conversación que con él tuvo.
-
-
-Hallé a Aurora vestida de trapillo, lo que no me disgustó. Saludéla con
-el mayor respeto y con la mejor gracia que me fué posible. Recibióme
-con semblante risueño; hízome sentar junto a sí, repugnándolo yo, y lo
-que más me agradó fué que mandó a su embajadora se retirase a su cuarto
-y nos dejase solos. Después de este preludio, volviéndose hacia mí,
-me dijo: «Gil Blas, ya habrás advertido que te miro con buenos ojos y
-te distingo entre todos los criados de mi padre; cuando esto no fuese
-bastante para hacerte conocer la particularidad con que te estimo,
-juzgo que no te dejará dudarlo este paso que ahora doy.»
-
-No le di tiempo para que dijese más. Parecióme que, como hombre
-discreto, debía respetar su pudor y no darle lugar a mayor explicación.
-Levantéme enajenado, y arrojándome a sus pies como un héroe de teatro
-que se arrodilla ante su princesa, exclamé en tono declamatorio: «¡Ah,
-señora! ¿Me habré engañado? ¿Se dirigen a mí vuestras palabras? ¿Será
-posible que Gil Blas, juguete hasta aquí de la fortuna y el desecho
-de toda la naturaleza, sea tan venturoso que haya podido inspiraros
-afectos?...» «¡Baja un poco la voz--me dijo sonriéndose mi ama--, por
-no despertar a las criadas que duermen en el cuarto vecino! Levántate,
-vuelve a sentarte y escúchame hasta que acabe, sin interrumpirme. Sí,
-Gil Blas--prosiguió, volviendo a su afable serenidad--, es cierto que
-te estimo, y en prueba de ello voy a fiarte un secreto, del cual pende
-el sosiego de mi vida. Sabe que amo a un caballerito mozo, galán,
-airoso y de ilustre nacimiento, llamado don Luis Pacheco. Le veo
-algunas veces en el paseo y en la comedia, pero nunca le he hablado.
-Ignoro su carácter y también cuáles son sus prendas, si buenas o
-malas. Esto quisiera saberlo puntualmente, para lo cual necesito de
-un hombre sagaz y sincero que, informándose bien de sus costumbres,
-sepa darme una cuenta fiel de ellas. He puesto los ojos en ti con
-preferencia a los demás criados, persuadida de que nada arriesgo en
-darte este encargo. Espero que le desempeñarás con tanto sigilo y
-cautela que nunca tendré motivo para arrepentirme de haberte escogido
-por depositario de mi más íntima confianza.»
-
-Calló mi señorita para oír mi respuesta. Al principio me turbé algún
-tanto, conociendo mi necio engaño; pero volviendo prontamente en mí
-y venciendo la vergüenza que causa siempre la temeridad cuando sale
-con desgracia, supe mostrarle un celo tan vivo y un ardor tan grande
-en todo lo que fuese servirla y complacerla, que si no alcanzó para
-desimpresionarla del mal concepto que pudo haberle hecho formar mi
-atrevida presunción, bastaría por lo menos para que conociese que yo
-sabía enmendar muy bien una necedad. Pedíle no más que dos días de
-tiempo para poderle dar razón puntual de don Luis, los que me concedió;
-y llamando ella misma a la Ortiz, ésta me volvió a conducir al jardín,
-diciéndome con cierto aire burlón al despedirse: «¡Buenas noches! No te
-volveré a encargar otra vez que no dejes de acudir temprano al sitio de
-la cita, porque ya está vista tu puntualidad.»
-
-Volvíme a mi cuarto, no sin algún pesar de ver frustrado mi
-pensamiento. Con todo eso, tuve bastante juicio para consolarme y
-conocer que me tenía más cuenta ser el confidente que el amante de
-mi ama. Ofrecióseme también que esto podía hacerme hombre, pues los
-medianeros de amor eran regularmente bien recompensados por su trabajo,
-reflexiones que me divirtieron y consolaron, y fuíme a acostar con
-firme resolución de obedecer y servir a mi ama en cuanto exigiese de
-mí. Levantéme al día siguiente y salí de casa a desempeñar mi encargo.
-No era difícil saber dónde vivía un caballero tan conocido como don
-Luis. Tomé al instante informes de él en la vecindad; pero los sujetos
-a quienes me dirigí no pudieron satisfacer del todo mi curiosidad.
-Esto me obligó a hacer nuevas averiguaciones el día siguiente, y fuí
-más afortunado que el anterior. Encontré casualmente en la calle a un
-mozo a quien yo conocía, detuvímonos a hablar, y en aquel punto se
-llegó a él uno de sus amigos y le dijo que le habían despedido de casa
-de don José Pacheco, padre de don Luis, por haberle acusado de que
-se había bebido un barril de vino. No perdí una ocasión tan oportuna
-para saber cuanto deseaba, lo que conseguí a fuerza de preguntas; de
-manera que volví a casa muy contento porque ya podía cumplir la palabra
-que había dado a mi señorita, con quien había quedado de acuerdo que
-volvería a verla en el mismo sitio y de la misma manera que la noche
-antecedente. No estuve en ésta tan inquieto como la primera; lejos de
-impacientarme con las prolijas relaciones de mi amo, yo mismo le saqué
-la conversación de sus combates. Esperé a que fuese media noche con la
-mayor tranquilidad del mundo, y no me moví hasta que conté bien las
-doce de todos los relojes que se podían oír desde casa. Entonces bajé
-con mucho sosiego al jardín, sin pensar en perfumes ni en pomadas, pues
-hasta en esto me corregí.
-
-Encontré ya a la fiel dueña en el sitio mismo, y la taimada me dijo
-con algo de socarronería: «En verdad, Gil Blas, que hoy ha rebajado
-mucho tu puntualidad.» No le respondí palabra, fingiendo que no la
-oía, y ella me condujo al cuarto donde Aurora me estaba esperando.
-Preguntóme luego que me vió si me había informado bien acerca de don
-Luis y si había averiguado muchas cosas. «Sí, señora--le respondí--,
-tengo con qué satisfacer vuestra curiosidad. En primer lugar os diré
-que muy en breve marcha a Salamanca a concluir sus estudios. Según lo
-que me han dicho, es un señorito lleno de honor y probidad; y en cuanto
-al valor, no le puede faltar, pues es caballero y castellano. Fuera
-de eso, es un mozo entendido y de bellos modales; pero lo que quizá
-os dará poco gusto, y que, sin embargo, no puedo menos de deciros, es
-que vive algo demasiado a la moda de los señoritos modernos: quiero
-decir que es un grandísimo libertino. ¿Creerá usted que, siendo tan
-joven como es, ha tenido ya amistad con dos comediantas?» «¿Qué es
-lo que me dices?--exclamó Aurora--. ¡Dios mío y qué costumbres! Pero
-díme, Gil Blas, ¿estás cierto de que tiene una vida tan licenciosa?»
-«¿Cómo si estoy cierto?--le respondí--. No hay cosa más segura. Todo
-me lo ha contado un criado de su casa que fué despedido de ella esta
-mañana, y ya se sabe que los criados son muy veraces siempre que se
-trata de publicar los defectos de sus amos. Fuera de eso, el tal don
-Luis es muy amigo de don Alejo Seguier, de don Antonio Centelles y de
-don Fernando de Gamboa, prueba constante de su disolución.» «¡Basta,
-Gil Blas!--dijo suspirando mi pobre señorita--. En fuerza de tu informe
-comienzo desde ahora a combatir mi indigno amor. Aunque había echado
-ya profundas raíces en mi corazón, no desconfío de arrancarle de
-él. Vete--prosiguió---, y admite en premio de tu trabajo esta corta
-demostración de mi agradecimiento.» Al decir esto, me puso en la mano
-un bolsillo, que ciertamente no estaba vacío, añadiendo: «Sólo te
-encargo que guardes bien el secreto que he confiado a tu silencio.»
-
-Aseguréle que en este particular podía vivir sin el menor recelo,
-porque yo era el Harpócrates de los criados confidentes. Dicho esto, me
-retiré, impacientísimo por saber lo que contenía el bolsillo. Abríle y
-hallé en él veinte doblones. Luego se me ofreció que sin duda habría
-sido Aurora más liberal conmigo si yo le hubiera dado otra noticia
-más agradable, cuando pagaba con tanta generosidad una que le había
-causado tanto disgusto. Me pesó de no haber imitado a los escribanos y
-alguaciles, que disfrazan a veces la verdad, y me enfadé mucho contra
-mi tontería por haber sofocado en su nacimiento un amor que con el
-tiempo podía producirme grandísimas utilidades, si yo no hubiera hecho
-un necio alarde de ser sincero; pero al fin me consolé con los veinte
-doblones, que me recompensaban ventajosamente de lo que había gastado
-tan sin venir al caso en pomadas y perfumes.
-
-
-
-
- CAPITULO III
-
-De la gran mutación que sobrevino en casa de don Vicente y de la
-extraña determinación que el amor hizo tomar a la bella Aurora.
-
-
-Poco después de esta aventura se sintió malo don Vicente. Sobre ser
-de una edad bastante avanzada, los síntomas de la enfermedad eran tan
-violentos, que desde luego se temieron funestas resultas. Llamóse a
-los dos más famosos médicos de Madrid; uno era el doctor Andrés y el
-otro el doctor Oquendo. Pulsaron atentamente al doliente, y después
-de una exacta observación, convinieron entrambos en que los humores
-estaban en una preternatural fermentación y movimiento. En solo esto
-fueron de un parecer y estuvieron discordes en todo lo demás. El uno
-quería que se purgara al enfermo aquel mismo día y el otro opinaba
-que la purga se dilatase. El doctor Andrés decía que, por lo mismo
-que los humores estaban en una violenta agitación de flujo y reflujo,
-se los había de expeler aunque crudos con purgantes, antes que se
-fijasen en alguna parte noble y principal. Oquendo opinaba, por el
-contrario, que, estando todavía incoctos y crudos los humores, se
-debía esperar a que madurasen antes de recurrir a los purgantes.
-«Pero ese método--replicaba el otro--es directamente opuesto a lo
-que nos enseña el príncipe de la Medicina. Hipócrates advierte que
-se debe purgar al principio de la enfermedad y desde los primeros
-días de la más ardiente calentura, diciendo en términos expresos que
-se ha de acudir prontamente con la purga cuando los humores están
-en _orgasmo_, es decir, en su mayor agitación.» «¡Oh! ¡En eso está
-vuestra equivocación!--repuso Oquendo--. Hipócrates no entiende por la
-voz _orgasmo_ la agitación violenta, sino más bien la madurez de los
-humores.»
-
-Acaloráronse nuestros doctores en esta disputa. El uno recitó el texto
-griego y citó todos los autores que le explicaban como él. El otro se
-fiaba en la traducción latina, empeñándose con mayor calor y tomando
-el asunto en tono más alto. ¿A cuál de los dos se había de creer? Don
-Vicente no era hombre que pudiese resolver aquella cuestión; pero
-hallándose precisado a elegir una de las dos opiniones, adoptó la del
-que había echado al otro mundo más enfermos; quiero decir la del más
-viejo.
-
-Viendo esto el doctor Andrés, que era el más mozo, se retiró, pero no
-sin decir primero cuatro pullas bien picantes al más anciano sobre su
-_orgasmo_. Y he aquí que quedó triunfante Oquendo. Y como seguía los
-mismos principios que el doctor Sangredo, hizo sangrar copiosamente al
-enfermo, esperando para purgarle a que los humores estuviesen cocidos;
-pero la muerte, que temió quizá que una purga tan sabiamente diferida
-no le quitase la presa que ya tenía agarrada, impidió la cocción y se
-llevó a mi pobre amo. Tal fué el fin del señor don Vicente, que perdió
-la vida porque su médico no sabía el griego.
-
-Después de haber hecho Aurora las exequias correspondientes a un hombre
-de su distinguido nacimiento, entró en la administración de todo lo que
-tocaba a la casa. Dueña ya de su voluntad, despidió algunos criados,
-remunerándolos en proporción de su lealtad y méritos. Hecho esto, se
-retiró a una quinta que tenía a las márgenes del Tajo, entre Sacedón y
-Buendía. Yo fuí uno de los que permanecieron con ella y la siguieron
-a la aldea. No sólo eso, sino que también tuve la fortuna de que
-necesitase de mí. No obstante el fiel informe que yo le había dado de
-don Luis, todavía le amaba, o, por mejor decir, no pudiendo con todos
-sus esfuerzos vencer la violencia del amor, se había dejado llevar de
-su impulso. Como ya no necesitase tomar precauciones para hablarme
-a solas, me dijo un día suspirando: «Gil Blas, yo no puedo olvidar
-a don Luis; por más que hago para desecharle del pensamiento, se me
-representa siempre, no ya como tú me le pintaste, encenagado en los
-vicios, sino como yo quisiera que fuese, tierno, amoroso y constante.»
-Enternecióse al decir estas palabras y no pudo reprimir algunas
-lágrimas. También a mí me faltó poco para llorar; tanto fué lo que me
-conmovió su llanto. Ni podía hacerle mejor la corte que mostrándome
-afligido de su pena. «Veo, amigo Gil Blas--continuó, enjugándose sus
-hermosos ojos--, veo tu buen corazón y estoy muy satisfecha de tu
-celo, que prometo recompensar bien. Nunca más que ahora me ha sido
-necesario tu auxilio. Voy a descubrirte el pensamiento que ocupa
-en este instante mi atención; sin duda te parecerá extravagante y
-caprichoso. Has de saber que quiero ir cuanto antes a Salamanca, donde
-he pensado disfrazarme de caballero, bajo el nombre de don Félix, y
-hacer conocimiento con Pacheco, de modo que llegue a ganar su amistad
-y confianza. Hablaréle frecuentemente de doña Aurora de Guzmán,
-suponiéndome primo suyo, y como es natural que desee conocerla, aquí
-es donde yo le aguardo. Nosotros tendremos en Salamanca dos posadas;
-en una haré el papel de don Félix y en la otra el de doña Aurora; y
-dejándome ver de don Luis, unas veces vestida de hombre y otras de
-mujer, espero traerle al fin que me he propuesto. Confieso--añadió ella
-misma--que es muy extraño mi proyecto, pero la pasión que me arrastra y
-la inocente intención con que camino acaban de cegarme sobre el paso a
-que me quiero arriesgar.»
-
-Yo era del mismo parecer que Aurora en cuanto a la extravagancia del
-designio, que creía muy insensato. Sin embargo, aunque le tenía por
-tan contrario a la razón, me guardé muy bien de hacer el pedagogo;
-antes sí, comencé a dorar la píldora, y me esforcé a querer persuadirla
-que, en vez de ser una idea disparatada, era una delicada invención de
-ingenio que no podía traer consecuencia. No me acuerdo yo cuánto dije
-para convencerla de esto, pero cedió a mis persuasiones, porque a los
-amantes siempre les agrada que se celebren y aplaudan sus más locos
-desvaríos. En fin, convinimos los dos en que esta temeraria empresa
-la debíamos mirar como una especie de comedia burlesca inventada para
-divertirnos, en la cual sólo había de pensar cada uno en representar
-bien su papel. Escogimos los actores entre las gentes de casa y
-repartimos a cada cual el suyo. Todos le admitieron sin quejarse ni
-hacer esguinces, porque no éramos comediantes de profesión. A la señora
-Ortiz se lo encomendó el de tía de doña Aurora, señalándosele un criado
-y una doncella, y había de llamarse doña Jimena de Guzmán. A mí me
-tocaba el de ayuda de cámara de doña Aurora, que había de disfrazarse
-de caballero; y una de las criadas, disfrazada de paje, le había de
-servir separadamente. Arreglados así los papeles, nos restituímos a
-Madrid, donde supimos se hallaba todavía don Luis, pero disponiendo
-su viaje a Salamanca. Dimos orden para que se hiciesen cuanto antes
-los vestidos que habíamos menester, a fin de usar de ellos en tiempo
-y lugar, y hechos que fueron, se doblaron y metieron en diferentes
-baúles, y dejando al mayordomo el cuidado de la casa, marchó doña
-Aurora en un coche de colleras, tomando el camino del reino de León,
-acompañada de todos los que entrábamos en la comedia.
-
-Ibamos atravesando por Castilla la Vieja, cuando se rompió el eje del
-coche entre Avila y Villaflor, a trescientos o cuatrocientos pasos
-de una quinta que se dejaba ver al pie de una montaña. Veíamonos muy
-apurados, porque se acercaba la noche; pero un aldeano que acertó a
-pasar por allí nos sacó de aquel conflicto. Informónos de que aquella
-quinta era de una tal doña Elvira, viuda de don Pedro Pinares, y fué
-tanto el bien que dijo de aquella señora, que mi ama se determinó a
-enviarme a suplicarle de su parte se sirviese recogernos en su casa
-por aquella noche. No desmintió doña Elvira el informe del aldeano;
-bien es verdad que yo desempeñó mi comisión de tal modo, que la hubiera
-inclinado a recibirnos en su quinta aun cuando no hubiera sido la
-señora más agasajadora del mundo. Me recibió con mucha afabilidad y
-respondió a mi súplica en los términos que yo deseaba. Pasamos todos
-a la quinta, tirando las mulas el coche con el mayor tiento que se
-pudo. Encontramos a la puerta a la viuda de don Pedro, que salió
-cortesanamente al encuentro de mi ama. Paso en silencio los recíprocos
-cumplimientos que ambas se hicieron; sólo diré que doña Elvira era
-una señora ya de edad avanzada, pero a quien ninguna mujer del mundo
-excedía en desempeñar noblemente las obligaciones de la hospitalidad.
-Condujo a doña Aurora a un magnífico cuarto, donde, dejándola en
-libertad para que descansase, fué a dar disposiciones hasta sobre las
-cosas más menudas tocante a nosotros. Hecho esto, luego que estuvo
-dispuesta la cena mandó se sirviese en el cuarto de Aurora, donde las
-dos se sentaron a la mesa. No era la viuda de don Pedro una de aquellas
-personas que no saben obsequiar en un convite, manteniéndose en él
-con un aire enfadosamente grave, silencioso y pensativo; antes bien,
-era de genio jovial y sabía mantener siempre grata la conversación.
-Explicábase noblemente con frases escogidas y adecuadas. Yo admiraba su
-talento y el modo fino y delicado con que expresaba sus pensamientos,
-lo que me tenía embelesado; y no menos encantada se manifestaba Aurora.
-Se cobraron las dos una estrecha amistad y quedaron de acuerdo en
-mantenerla correspondiéndose por cartas. Nuestro coche no podía estar
-compuesto hasta el día siguiente y era muy natural que no pudiésemos
-salir hasta muy tarde, por lo que nos detuvimos todo aquel día en la
-misma quinta. A nosotros se nos sirvió también una cena muy abundante,
-y así dormimos todos tan bien como habíamos cenado.
-
-Al día siguiente descubrió mi ama nuevo fondo y nuevas gracias en la
-conversación de doña Elvira. Comieron las dos en una sala en que había
-muchas pinturas, entre las cuales sobresalía una cuyas figuras estaban
-pintadas con la mayor propiedad y que ofrecía a la vista un asunto
-verdaderamente trágico. Era un caballero muerto, tendido en tierra,
-bañado en su misma sangre, cuyo semblante parecía que, aun después de
-muerto, estaba amenazando. Cerca de él se dejaba ver, tendido también,
-el cadáver de una dama joven, aunque en diferente actitud, atravesado
-el pecho con una espada, y aun cuando se representaba exhalando el
-último aliento, tenía clavados los ojos en un joven que expresaba tener
-un mortal dolor de perderla. El pincel había representado en aquel
-lienzo otra figura que no llamaba menos la atención. Era un anciano de
-grave, hermoso y venerable aspecto, que, conmovido vivamente de los
-funestos objetos que se le presentaban a la vista, no se manifestaba
-menos afligido que el joven. Podríase decir que aquellas imágenes
-sangrientas excitaban en el mozo y en el anciano iguales movimientos,
-pero causando en los dos diferentes impresiones. El viejo, poseído
-de una profunda tristeza, parecía estar abatido enteramente de ella;
-mas en el mozo se echaba de ver el furor mezclado con la aflicción.
-Todos estos afectos estaban tan vivamente expresados, que no nos
-cansábamos de ver y admirar aquel cuadro. Preguntó mi ama qué suceso
-o qué historia representaba aquella pintura. «Señora--le respondió
-doña Elvira--, es una pintura fiel de las desgracias de mi familia.»
-Esta respuesta picó tanto la curiosidad de Aurora, y manifestó un
-deseo tan vehemente de saber más, que la viuda de don Pedro no pudo
-dispensarse de prometerle la satisfacción que deseaba. Esta promesa
-fué hecha a presencia de la Ortiz, de sus dos compañeras y mía; todos
-cuatro nos detuvimos en la sala después de la comida. Mi ama quiso que
-nos retirásemos; pero doña Elvira, que conoció nuestra gana de oír
-la explicación de aquel cuadro, tuvo la benignidad de decirnos que
-nos quedásemos, añadiendo que la historia que iba a referir no era de
-aquellas que pedían secreto. Un poco después principió su relación en
-los términos siguientes:
-
-
-
-
- CAPITULO IV
-
-
- El casamiento por venganza.
-
- NOVELA
-
-
-«Rogerio, rey de Sicilia, tuvo un hermano y una hermana. El hermano,
-que se llamaba Manfredo, se rebeló contra él y encendió en el reino una
-guerra no menos sangrienta que peligrosa; pero tuvo la desgracia de
-perder dos batallas y de caer en manos del rey, quien se contentó con
-privarle de la libertad en castigo de su rebelión, clemencia que sólo
-produjo el efecto de ser tenido por bárbaro en el concepto de algunos
-vasallos suyos, persuadidos de que no había perdonado la vida a su
-hermano sino para ejercer en él una venganza lenta e inhumana. Todos
-los demás, con mayor fundamento, atribuían a sola su hermana Matilde
-el duro trato que a Manfredo se le daba en la prisión. Con efecto,
-esta princesa siempre había aborrecido a aquel desgraciado príncipe y
-no cesó de perseguirle mientras él vivió. Murió Matilde poco después
-de Manfredo y su temprana muerte se tuvo como un justo castigo de su
-desapiadado corazón.
-
-»Dejó dos hijos Manfredo, ambos de tierna edad. Vaciló por algún tiempo
-Rogerio sobre si les haría quitar la vida, temiendo que en edad más
-avanzada no les ocurriese la idea de vengar el cruel trato que se había
-dado a su padre, resucitando un partido que todavía se sentía con
-fuerzas para causar peligrosas turbaciones en el Estado. Comunicó su
-pensamiento al senador Leoncio Sifredo, su primer ministro, quien, para
-disuadirle de aquel intento, se encargó de la educación del príncipe
-Enrique, que era el primogénito, y aconsejó al rey que confiase la del
-más joven, por nombre don Pedro, al condestable de Sicilia. Persuadido
-Rogerio de que estos dos fieles ministros educarían a sus sobrinos
-con toda la sumisión que a él se le debía, los entregó a su lealtad y
-cuidado, tomando para sí el de su sobrina Constanza. Era ésta de la
-edad de Enrique e hija única de la princesa Matilde. Púsole maestros
-que la enseñasen y criadas que la sirviesen, sin perdonar nada para su
-educación.
-
-»Tenía Sifredo una quinta, distante dos leguas cortas de Palermo, en
-un sitio llamado Belmonte. En ella se dedicó este ministro a dar a
-Enrique una enseñanza por la que mereciese con el tiempo ocupar el real
-trono de Sicilia. Descubrió desde luego en aquel príncipe prendas tan
-amables, que se aficionó a él como si no tuviera otros hijos, aunque
-era padre de dos niñas. La mayor, que se llamaba doña Blanca, contaba
-un año menos que el príncipe y estaba dotada de singular hermosura; la
-menor, por nombre Porcia, cuyo nacimiento había costado la vida a su
-madre, se hallaba aún en la cuna. Enamoráronse uno de otro, Blanca y
-Enrique, luego que fueron capaces de amar; pero no tenían libertad de
-hablarse a solas. Sin embargo, no dejaba el príncipe de lograr tal cual
-vez alguna ocasión para ello. Aprovechó tan bien aquellos preciosos
-momentos, que pudo persuadir a la hija de Sifredo a que le permitiese
-poner por obra un designio que estaba meditando. Sucedió oportunamente
-en aquel tiempo que Leoncio, de orden del rey, se vió precisado a hacer
-un viaje a una de las provincias más remotas de la isla, y durante su
-ausencia mandó Enrique hacer una abertura en el tabique de su cuarto,
-que estaba pared por medio del de doña Blanca. Cerróla con un bastidor
-y tablas de madera, tan ajustadas a la abertura y pintadas del mismo
-color del tabique, que no se distinguía de él ni era fácil se conociese
-el artificio. Un hábil arquitecto, a quien el príncipe había confiado
-su proyecto, ejecutó esta obra, con tanta diligencia como secreto.
-
-»Por esta puerta se introducía algunas veces el enamorado Enrique en
-el cuarto de doña Blanca, pero sin abusar jamás de aquella licencia.
-Si Blanca tuvo la imprudencia de permitir una entrada secreta en su
-estancia, fué, no obstante, confiada en las palabras que él le había
-dado de que nunca pretendería de ella sino los favores más inocentes.
-Hallóla una noche extraordinariamente inquieta y sobresaltada. Era
-el caso el haber sabido que Rogerio estaba gravemente enfermo y que
-había despachado una estrecha orden a Sifredo de que pasase a la corte
-prontamente para otorgar ante él su testamento, como gran canciller del
-reino. Figurábase ver a Enrique ya en el trono y temía perderle cuando
-se viese en aquella elevación; este temor le causaba mucha inquietud.
-Tenía bañados de lágrimas los ojos cuando entró en su cuarto Enrique.
-«Señora--le dijo--, ¿qué novedad es ésta? ¿Cuál es el motivo de esa
-profunda tristeza?» «Señor--respondió ella--, no puedo ocultaros mi
-sobresalto. El rey vuestro tío dejará presto de vivir y vos ocuparéis
-su lugar. Cuando considero lo que va a alejaros de mí vuestra nueva
-grandeza, confieso que me aflijo. Un monarca mira las cosas con ojos
-muy diversos que un amante, y aquello mismo que era todo su embeleso
-cuando reconocía un poder superior al suyo, apenas le hace más que
-una ligera impresión en la elevación del trono. Sea presentimiento,
-sea razón, siento en mi pecho movimientos que me agitan y que no
-alcanza a calmar toda la confianza a que me alienta vuestra bondad.
-No desconfío de vuestro amor; desconfío solamente de mi ventura.»
-«Adorable Blanca--replicó el príncipe--, oblíganme tus temores y ellos
-justifican mi pasión a tus atractivos; pero el exceso a que llevas tus
-desconfianzas ofende mi amor y--si me atrevo a decirlo--la estimación
-que me debes. ¡No, no! No pienses que mi suerte pueda separarse de
-la tuya; cree más bien que tú sola serás siempre mi alegría y mi
-felicidad. Destierra, pues, de ti ese vano temor. ¿Es posible que
-quieras turbar con él estos felicísimos momentos?» «¡Ah, señor--replicó
-la hija de Leoncio--, luego que vuestros vasallos os vean coronado,
-os pedirán por reina una princesa que descienda de una larga serie de
-reyes, cuyo brillante himeneo añada nuevos Estados a los vuestros, y
-tal vez, ¡ay!, vos corresponderéis a sus esperanzas aun a pesar de
-vuestras más firmes promesas!» «¿Y por qué--repuso Enrique, no sin
-alguna alteración--, por qué te anticipas a figurarte una idea triste
-de lo venidero? Si el Cielo dispusiera del rey mi tío, juro que te
-daré la mano en Palermo a presencia de toda mi corte. Así lo prometo,
-poniendo por testigo todo lo más sagrado que se conoce entre nosotros.»
-
-»Aquietóse la hija de Sifredo con las protestas de Enrique, y lo
-restante de la conversación se redujo a hablar de la enfermedad del
-rey, manifestando Enrique en este caso la bondad y nobleza de su
-corazón. Mostróse muy afligido del estado en que se hallaba el monarca
-su tío, pudiendo más en él la fuerza de la sangre que el atractivo
-de la corona. Pero aun no sabía Blanca todas las desdichas que la
-amenazaban. Habiéndola visto el condestable de Sicilia a tiempo que
-ella salía del cuarto de su padre, un día que él había venido a la
-quinta de Belmonte a negocios importantes, quedó ciegamente prendado de
-ella. Pidiósela a Sifredo al día siguiente y éste se la concedió; mas,
-sobreviniendo al mismo tiempo la enfermedad de Rogerio, se suspendió el
-casamiento, del que doña Blanca no había sido sabedora.
-
-»Una mañana, al acabar Enrique de vestirse, quedó singularmente
-sorprendido de ver entrar en su cuarto a Leoncio, seguido de doña
-Blanca. «Señor--le dijo aquel ministro---, vengo a daros una noticia
-que sin duda os afligirá, pero acompañada de un consuelo que podrá
-mitigar en parte vuestro dolor. Acaba de morir el rey vuestro tío, y
-por su muerte quedáis heredero de la corona. La Sicilia es ya vuestra.
-Los grandes del reino están aguardando en Palermo vuestras órdenes.
-Yo, señor, vengo encargado de ellos a recibirlas de vuestra boca, y
-en compañía de mi hija Blanca, para rendiros los dos el primero y más
-sincero homenaje que os deben todos vuestros vasallos.» Al príncipe
-no le cogió de nuevo esta noticia, por estar ya informado dos meses
-antes de la grave enfermedad que padecía el rey, que poco a poco iba
-acabando con él. Sin embargo, quedó suspenso algún tiempo; pero
-rompiendo después el silencio y volviéndose a Leoncio, le dijo estas
-palabras: «Prudente Sifredo, te miro y te miraré siempre como a padre y
-me alegraré de gobernarme por tus consejos; tú serás rey de Sicilia más
-que yo.» Dicho esto, se llegó a una mesa, donde había una escribanía,
-tomó un pliego de papel y echó en él su firma en blanco. «¿Qué hacéis,
-señor?», le interrumpió Sifredo. «Mostraros mi amor y mi gratitud»,
-respondió Enrique; y en seguida presentó a Blanca aquel papel y firma,
-diciéndole: «Recibid, señora, esta prenda de mi fe y del dominio que
-os doy sobre mi voluntad.» Tomóla Blanca, cubriéndose su hermosa cara
-de un honestísimo rubor, y respondió al príncipe: «Recibo con respeto
-la gracia de mi rey, pero estoy sujeta a un padre y espero que no
-llevaréis a mal ponga en sus manos vuestro papel, para que use de él
-como le aconsejare su prudencia.»
-
-»Entregó efectivamente a su padre el papel con la firma en blanco de
-Enrique. Conoció entonces Sifredo lo que hasta aquel punto no había
-descubierto su penetración. Comprendió toda la intención del príncipe
-y le contestó diciendo: «Espero que vuestra majestad no tendrá motivo
-para arrepentirse de la confianza que se sirve hacer de mí, y esté
-bien seguro de que jamás abusaré de ella.» «Amado Leoncio--interrumpió
-Enrique--, no temas que pueda llegar semejante caso; sea el que fuere
-el uso que hicieres de mi papel, no dudes que siempre lo aprobaré.
-Ahora vuelve a Palermo, dispón todo lo necesario para mi coronación y
-di a mis vasallos que voy prontamente a recibir el juramento de su
-fidelidad y a darles las mayores seguridades de mi amor.» Obedeció
-el ministro las órdenes de su nuevo amo y marchó a Palermo, llevando
-consigo a doña Blanca.
-
-»Pocas horas después partió también de Belmonte el mismo Enrique,
-pensando más en su amor que en el elevado puesto a que iba a ascender.
-
-»Luego que se dejó ver en la ciudad, resonaron en el aire mil
-aclamaciones de alegría, y entre ellas entró Enrique en palacio, donde
-halló ya hechos todos los preparativos para su coronación. Encontró
-en él a la princesa Constanza, vestida de riguroso luto, mostrándose
-traspasada de dolor por la muerte de Rogerio. Hiciéronse los dos
-sobre este asunto recíprocos cumplidos, y ambos los desempeñaron con
-discreción, aunque con algo más de frialdad por parte de Enrique que
-por la de Constanza, la cual, no obstante los disturbios de la familia,
-nunca había querido mal a este príncipe. Ocupó el rey el trono y la
-princesa se sentó a su lado, en una silla puesta un poco más abajo.
-Los magnates del reino se sentaron donde a cada uno, según su clase o
-empleo, le correspondía. Empezó la ceremonia, y Leoncio, que como gran
-canciller del reino era depositario del testamento del difunto rey,
-dió principio a ella, leyéndolo en alta voz. Contenía en substancia
-que, hallándose el rey sin hijos, nombraba por sucesor en la corona al
-hijo primogénito de Manfredo, con la precisa condición de casarse con
-la princesa Constanza, y que si no quería darle la mano de esposo,
-quedase excluído de la corona de Sicilia y pasase ésta al infante don
-Pedro, su hermano menor, bajo la misma condición.
-
-»Quedó Enrique altamente sorprendido al oír esta cláusula. No se puede
-expresar la pena que le causó, pero creció hasta lo sumo cuando,
-acabada la lectura del testamento, vió que Leoncio, hablando con todo
-el Consejo, dijo así: «Señores, habiendo puesto en noticia de nuestro
-nuevo monarca la última disposición del difunto rey, este generoso
-príncipe consiente en honrar con su real mano a su prima la princesa
-Constanza.» Interrumpió el rey al canciller, diciéndole conturbado:
-«¡Acordaos, Leoncio, del papel que Blanca!...» «Señor--respondió
-Sifredo, interrumpiéndole con precipitación, sin darle tiempo a que
-se explicase más--, ese papel es éste que presento al Consejo. En él
-reconocerán los grandes del reino el augusto sello de vuestra majestad,
-la estimación que hace de la princesa y su ciega deferencia a las
-últimas disposiciones del difunto rey su tío.» Acabadas de decir estas
-palabras, comenzó a leer el papel en los términos en que él mismo le
-había llenado. En él prometía el nuevo monarca a sus pueblos, en la
-forma más auténtica, casarse con la princesa Constanza, conformándose
-con las intenciones de Rogerio. Resonaron en la sala los aplausos de
-todos los circunstantes, diciendo: «¡Viva el magnánimo rey Enrique!»
-Como era notoria a todos la aversión que este príncipe había tenido
-siempre a la princesa, temían, no sin razón, que, indignado de la
-condición del testamento, excitase movimientos en el reino y se
-encendiese en él una guerra civil que le desolase; pero asegurados los
-grandes y el pueblo con la lectura del papel que acababan de oír, esta
-seguridad dió motivo a las aclamaciones universales, que despedazaban
-secretamente el corazón del nuevo rey.
-
-»Constanza, que por su propia gloria, y guiada de un afecto de cariño,
-tenía en todo esto más interés que otro alguno, se aprovechó de
-aquella ocasión para asegurarle de su eterno reconocimiento. Por más
-que el príncipe quiso disimular su turbación, era tanta la que le
-agitaba cuando recibió el cumplido de la princesa, que ni aun acertó a
-responderle con la cortesana atención que exigía de él. Rindióse al fin
-a la violencia que él se hacía, y llegándose al oído a Sifredo, que por
-razón de su empleo estaba bastante cerca de su persona, le dijo en voz
-baja: «¿Qué es esto, Leoncio? El papel que tu hija puso en tus manos no
-fué para que usases de él de esa manera.» «Vos faltáis... ¡Acordaos,
-señor, de vuestra gloria!--le respondió Sifredo con entereza--. Si no
-dais la mano a Constanza y no cumplís la voluntad del rey vuestro tío,
-perdióse para vos el reino de Sicilia.» Apenas dijo esto, se separó
-del rey, para no darle lugar a que replicase. Quedó Enrique sumamente
-confuso, no pudiendo resolverse a abandonar a Blanca ni a dejar de
-partir con ella la majestad y gloria del trono. Estando dudoso largo
-rato sobre el partido que había de tomar, se determinó al cabo,
-pareciéndole haber encontrado arbitrio para conservar a la hija de
-Sifredo sin verse precisado a la renuncia del trono. Aparentó quererse
-sujetar a la voluntad de Rogerio, lisonjeándose de que, mientras
-solicitaba la dispensa de Roma para casarse con su prima, granjearía
-a su favor con gracias a los grandes del reino y afianzaría su poder
-de manera que ninguno le pudiese obligar a cumplir la condición del
-testamento.
-
-»Abrazado este designio, se sosegó un poco, y volviéndose a Constanza
-le confirmó lo que el gran canciller le había dicho en público; pero en
-el mismo punto en que hacía traición a su propio corazón, ofreciendo su
-fe a la princesa, entró Blanca en la sala del Consejo, adonde iba de
-orden de su padre a cumplimentar a la princesa, y llegaron a sus oídos
-las palabras que Enrique le decía. Fuera de eso, no creyendo Leoncio
-que pudiese ya dudar de su desgraciada suerte, le dijo, presentándola
-a Constanza: «Rinde, hija mía, tu fidelidad y respeto a la reina tu
-señora, deseándole todas las prosperidades de un floreciente reinado
-y de un feliz himeneo.» Golpe terrible que atravesó el corazón de la
-desgraciada Blanca. En vano se esforzó a disimular su pesar. Demudósele
-el semblante, encendiéndosele de repente y pasando en un momento de
-incendio a palidez, con un temblor o estremecimiento general de todo
-su cuerpo. Sin embargo, no entró en sospecha alguna la princesa, pues
-atribuyó el desorden de sus palabras a la natural cortedad de una
-doncella criada lejos del trato de la Corte y poco acostumbrada a ella.
-No sucedió lo mismo con el rey, quien perdió toda su compostura y
-majestad a vista de Blanca, y salió fuera de sí mismo, leyendo en sus
-ojos la pena que le atormentaba. No dudó que, creyendo las apariencias,
-ya en su corazón le tuviese por un traidor. No habría sido tan grande
-su inquietud si hubiera podido hablarle; pero ¿cómo era esto posible a
-vista de toda la Sicilia, que tenía puestos los ojos en él? Por otra
-parte, el cruel Sifredo cerró la puerta a esta esperanza. Estuvo viendo
-este ministro todo lo que pasaba en el corazón de los dos amantes,
-y queriendo precaver las calamidades que podía causar al Estado la
-violencia de su amor, hizo con arte salir de la concurrencia a su
-hija y tomó con ella el camino de Belmonte, bien resuelto, por muchas
-razones, a casarla cuanto antes.
-
-»Luego que llegaron a aquel sitio, le hizo saber todo el horror de
-su suerte. Declaróle que la había prometido al condestable. «¡Santo
-Cielo--exclamó transportada de un dolor que no bastó a contener la
-presencia de su padre--, y qué crueles suplicios tenías guardados
-para la desgraciada Blanca!» Fué tan violento su arrebato, que todas
-las potencias de su alma quedaron suspensas. Helado su cuerpo, frío y
-pálido, cayó desmayada en los brazos de su padre. Conmoviéronse las
-entrañas de éste viéndola en aquel estado. Sin embargo, aunque sintió
-vivamente lo que padecía su hija, se mantuvo firme en su primera
-determinación. Volvió Blanca en sí, más por la fuerza de su mismo
-dolor que por el agua con que la roció su padre. Abrió sus desmayados
-ojos, y viendo la prisa que se daba a socorrerla, «Señor--le dijo con
-voz casi apagada--, me avergüenzo de que hayáis visto mi flaqueza; pero
-la muerte, que no puede tardar ya en poner fin a mis tormentos, os
-librará presto de una hija desdichada que sin vuestro consentimiento
-se atrevió a disponer de su corazón.» «No, amada Blanca--respondió
-Leoncio--, no morirás; antes bien, espero que tu virtud volverá presto
-a ejercer sobre ti su poder. La pretensión del condestable te da honor,
-pues bien sabes que es el primer hombre del Estado...» «Estimo su
-persona y su gran mérito--interrumpió Blanca--; pero, señor, el rey
-me había hecho esperar...» «Hija--dijo Sifredo interrumpiéndola--, sé
-todo lo que me puedes decir en este asunto. No ignoro el afecto con que
-miras a ese príncipe, y ciertamente que en otras circunstancias, lejos
-de desaprobarlo, yo mismo procuraría con todo empeño asegurarte la mano
-de Enrique, si el interés de su gloria y el del Estado no le pusieran
-en precisión de dársela a Constanza. Con esta única e indispensable
-condición le declaró por sucesor suyo el difunto rey. ¿Quieres tú que
-prefiera tu persona a la corona de Sicilia? Créeme, hija, te acompaño
-vivamente en el dolor que te aflige. Con todo eso, supuesto que no
-podemos luchar contra el destino, haz un esfuerzo generoso. Tu misma
-gloria se interesa en que hagas ver a todo el reino que no fuiste
-capaz de consentir en una esperanza aérea; fuera de que tu pasión al
-rey podía dar motivo a rumores poco favorables a tu decoro; y para
-evitarlos, el único medio es que te cases con el condestable. En fin,
-Blanca, ya no es tiempo de deliberar; el rey te deja por un trono
-y da su mano a Constanza. Al condestable le tengo dada mi palabra;
-desempéñala tú, te ruego, y si para resolverte fuere necesario que me
-valga de mi autoridad, te lo mando.»
-
-»Dichas estas palabras, la dejó, dándole lugar para que reflexionase
-sobre lo que acababa de decirle. Esperaba que, después de haber pesado
-bien las razones de que se había valido para sostener su virtud
-contra la inclinación de su corazón, se determinaría por sí misma a
-dar la mano al condestable. No se engañó en esto; pero ¡cuánto costó
-a la infeliz Blanca tan dolorosa resolución! Hallábase en el estado
-más digno de lástima: el sentimiento de ver que habían pasado a ser
-evidencias sus presentimientos sobre la deslealtad de Enrique, y la
-precisión, no casándose con él, de entregarse a un hombre a quien no
-le era posible amar, causaban en su pecho unos impulsos de aflicción
-tan violentos que cada instante era un nuevo tormento para ella. «Si
-es cierta mi desgracia--exclamaba--, ¿cómo es posible que yo resista
-a ella sin costarme la vida? ¡Despiadada suerte! ¿A qué fin me
-lisonjeabas con las más dulces esperanzas si habías de arrojarme en un
-abismo de males? ¡Y tú, pérfido amante, tú te entregas a otra cuando
-me prometes una fidelidad eterna! ¿Has podido tan pronto olvidarte
-de la fe que me juraste? ¡Permita el Cielo, en castigo de tu cruel
-engaño, que el lecho conyugal, que vas a manchar con un perjurio, se
-convierta en teatro de crueles remordimientos en vez de los lícitos
-placeres que esperas; que las caricias de Constanza derramen un veneno
-en tu fementido pecho y que tu himeneo sea tan funesto como el mío!
-¡Sí, traidor! ¡Sí, falso! ¡Seré esposa del condestable, a quien no amo,
-para vengarme de mí misma y para castigarme de haber elegido tan mal el
-objeto de mi loca pasión! ¡Ya que la religión no me permite darme la
-muerte, quiero que los días que me quedan de vida sean una cadena de
-pesares y molestias! ¡Si conservas todavía algún amor hacia mí, será
-vengarme también de ti el arrojarme a tu vista en los brazos de otro;
-pero si me has olvidado enteramente, podrá a lo menos gloriarse la
-Sicilia de haber producido una mujer que supo castigar en sí misma la
-demasiada ligereza con que dispuso de su corazón!»
-
-»En esta dolorosa situación pasó la noche que precedió a su matrimonio
-con el condestable aquella infeliz víctima del amor y del deber. El día
-siguiente, hallando Sifredo pronta y dispuesta a su hija a obedecerle
-en lo que deseaba, se dió prisa a no malograr tan favorable coyuntura.
-Hizo ir aquel mismo día al condestable a Belmonte y se celebró de
-secreto el matrimonio en la capilla de aquella quinta. ¡Oh y qué
-día aquel para Blanca! No le bastaba renunciar a una corona, perder
-un amante amado y entregarse a un objeto aborrecido, sino que era
-menester hacerse la mayor violencia y disimular su angustia delante
-de un marido naturalmente celoso y que le profesaba un vehementísimo
-cariño. Lleno de júbilo el esposo porque era ya suya, no se apartaba
-un momento de su lado y ni aun le dejaba el triste consuelo de llorar
-a solas sus desgracias. Llegó la noche, y con ella la hora en que a la
-hija de Leoncio se le aumentó la pena. Pero ¡qué fué de ella cuando,
-habiéndola desnudado sus criadas, la dejaron sola con el condestable!
-Preguntóle éste respetuosamente cuál era el motivo de aquel decaimiento
-en que parecía que estaba. Turbó esta pregunta a Blanca, quien fingió
-que se sentía indispuesta. Al pronto quedó el esposo engañado, pero
-permaneció poco en su error. Como verdaderamente le tenía inquieto
-el estado en que la veía, y la instaba a que se acostase, estas
-instancias, que ella interpretó mal, ofrecieron a su imaginación la
-idea más amarga y cruel; tanto, que, no siendo ya dueña de poderse
-reprimir, dió libre curso a sus suspiros y a sus lágrimas. ¡Oh, qué
-espectáculo para un hombre que pensaba haber llegado al colmo de sus
-deseos! Entonces ya no puso duda en que en la aflicción de su esposa
-se ocultaba alguna cosa de mal agüero para su amor. Con todo eso,
-aunque este conocimiento le puso en términos casi tan deplorables como
-los de Blanca, pudo tanto consigo que supo disimular sus recelos.
-Repitió las instancias para que se acostase, dándole palabra de que la
-dejaría reposar quietamente todo lo que hubiese menester, y aun se
-ofreció a llamar a sus criadas si juzgaba que su asistencia le podía
-servir de algún alivio. Respondió Blanca, serenada con esta promesa,
-que solamente necesitaba dormir para reparar el desfallecimiento que
-sentía. Fingió creerla el condestable. Acostáronse los dos y pasaron
-una noche muy diferente de la que conceden el amor y el himeneo a dos
-amantes apasionados.
-
-»Mientras la hija de Sifredo se entregaba a su dolor, andaba el
-condestable considerando dentro de sí qué cosa podía ser la que llenaba
-de amargura su matrimonio. Persuadíase que tenía algún competidor;
-pero cuando le quería descubrir, se enredaban y confundían sus ideas,
-y sabía solamente que él era el hombre más infeliz del mundo. Había
-pasado con este desasosiego las dos terceras partes de la noche, cuando
-llegó a sus oídos un ruido confuso. Quedó sumamente sorprendido,
-sintiendo ciertos pasos lentos en su mismo cuarto. Túvolo por ilusión,
-acordándose de que él por sí había cerrado la puerta luego que se
-retiraron las criadas de Blanca. Descorrió, no obstante, la cortina de
-la cama, para informarse por sus propios ojos de la causa que podía
-haber ocasionado aquel ruido; pero habiéndose apagado la luz que había
-quedado encendida en la chimenea, sólo pudo oír una voz débil y tenue
-que llamaba repetidamente a Blanca. Encendiéronse entonces sus celosas
-sospechas, convirtiéndose en furor. Sobresaltado su honor, le obligó a
-levantarse, y considerándose obligado a precaver una afrenta o a tomar
-venganza de ella, echó mano a la espada, y con ella desnuda acudió
-furioso hacia donde creía oír la voz. Siente otra espada desnuda que
-hace resistencia a la suya; avanza, y advierte que el otro se retira.
-Sigue al que se defiende, y de repente cesa la defensa y sucede al
-ruido el más profundo silencio. Busca a tientas por todos los rincones
-del cuarto al que parecía huir, y no le encuentra. Párase, escucha,
-y ya nada oye. ¿Qué encanto es éste? Acércase a la puerta que a su
-parecer había favorecido la fuga del secreto enemigo de su honra,
-tienta el cerrojo y hállala cerrada como la había dejado. No pudiendo
-comprender cosa alguna de tan extraño suceso, llama a los criados que
-estaban más cercanos, y como para eso abrió la puerta, cerrando el paso
-de ella, se mantuvo con cautela para que no se escapase el que buscaba.
-
-»A sus repetidas voces acuden algunos criados, todos con luces. Toma él
-mismo una y vuelve a examinar todos los rincones del cuarto, siempre
-con la espada desnuda. A ninguno halla y no descubre ni aun el menor
-indicio de que nadie haya entrado en él, no encontrándose puerta
-secreta ni abertura por donde pudiera introducirse. Sin embargo, no
-le era posible cegarse ni alucinarse sobre tantos incidentes que le
-persuadían de su desgracia. Esto despertó en su fantasía gran confusión
-de pensamientos. Recurrir a Blanca para el desengaño parecía recurso
-inútil, igualmente que arriesgado, pues le importaba tanto ocultar
-la verdad que no se podía esperar de ella la más leve explicación.
-Adoptó, pues, el partido de ir a desahogar su corazón con Leoncio,
-después de haber mandado a los criados se fuesen, diciéndoles que creía
-haber oído algún ruido en el cuarto, pero que se había equivocado.
-Encontró a su suegro, que salía de su cuarto, habiéndole despertado
-el rumor que había oído, y le contó menudamente todo lo que le había
-pasado, con muestras de extraña agitación y de un profundo dolor.
-
-»Sorprendióse Sifredo al oír el suceso y no dudó ni un solo momento de
-su verdad, por más que las apariencias la representasen poco natural,
-pareciéndole desde luego que todo era posible en la ciega pasión del
-rey, pensamiento que le afligió vivamente. Pero lejos de fomentar las
-celosas sospechas de su yerno, le representó en tono de seguridad
-que aquella voz que se imaginaba haber oído y aquella espada que
-se figuraba haberse opuesto a la suya no podían ser sino fantasías
-de una imaginación engañada por los celos; que no era posible que
-ninguno tuviese aliento para entrar en el cuarto de su hija; que la
-tristeza que había advertido en ella podía ser efecto natural de alguna
-indisposición; que el honor nada tenía que ver con las alteraciones
-de la salud; que la mudanza de estado en una doncella acostumbrada a
-vivir en la soledad y que se veía repentinamente entregada a un hombre,
-sin haber tenido tiempo para conocerle ni amarle, podía muy bien ser
-la causa de aquellos suspiros, de aquella aflicción y de aquel amargo
-llanto; que el amor en el corazón de las doncellas de sangre noble
-sólo se encendía con el tiempo y con los obsequios, y que así, le
-aconsejaba calmase sus recelos y aumentase su amor y sus finezas, para
-ir disponiendo poco a poco a Blanca a mostrarse más cariñosa, y que le
-rogaba, en fin, volviese hacia ella, persuadido de que su desconfianza
-y turbación ofendían su virtud.
-
-»Nada respondió el condestable a las razones de su suegro, o porque
-en efecto comenzó a creer que pudo haberle engañado la confusión en
-que estaba su espíritu, o porque le pareció más conveniente disimular
-que intentar en vano convencer al anciano de un acontecimiento tan
-desnudo de verosimilitud. Restituyóse al cuarto de su mujer, se volvió
-a la cama y procuró lograr algún descanso de sus penosas inquietudes a
-beneficio del sueño. Por lo que toca a Blanca, no estaba más tranquila
-que él, porque había oído claramente todo lo que oyó su esposo y no
-podía atribuir a ilusión un lance de cuyo secreto y motivos estaba
-tan enterada. Estaba admirada de que Enrique hubiese pensado en
-introducirse en su cuarto después de haber dado tan solemnemente su
-palabra a la princesa Constanza, y en vez de darse el parabién de este
-paso y de que le causase alguna alegría, lo conceptuó como un nuevo
-ultraje, que encendió en cólera su pecho.
-
-»Mientras la hija de Sifredo, preocupada contra el joven rey, le
-juzgaba por el más pérfido de los hombres, el desgraciado monarca,
-más prendado que nunca de su amada Blanca, deseaba hablarle, para
-desengañarla contra las apariencias que le condenaban. Hubiera venido
-mucho más presto a Belmonte para este efecto a habérselo permitido
-los cuidados y ocupaciones del gobierno o si antes de aquella noche
-hubiera podido evadirse de la corte. Conocía bien todas las entradas
-de un sitio donde se había criado y ningún obstáculo tenía para hallar
-modo de introducirse en la quinta, habiéndose quedado con la llave de
-una entrada secreta que comunicaba a los jardines. Por éstos llegó a
-su antiguo cuarto y desde él se introdujo en el de Blanca. Fácil es de
-imaginar cuánta sería la admiración de este príncipe cuando tropezó
-allí con un hombre y con una espada que salía al encuentro de la suya.
-Faltó poco para que no se descubriese, haciendo castigar en aquel
-mismo instante al temerario que tenía atrevimiento de levantar su mano
-sacrílega contra su propio rey; pero la consideración que debía a la
-hija de Leoncio suspendió su resentimiento; se retiró por donde había
-entrado y, más turbado que antes, volvió a tomar el camino de Palermo.
-Llegó a la ciudad poco antes que despuntase el día y se encerró en su
-cuarto, tan agitado que no le fué posible lograr ningún descanso, y no
-pensó mas que en volver a Belmonte. La seguridad de su vida, su mismo
-honor, y sobre todo su amor, le excitaban a que procurase saber sin
-dilación todas las circunstancias de tan cruel acontecimiento.
-
-»Apenas se levantó, dió orden de que se previniese el tren de caza,
-y, con pretexto de querer divertirse en ella, se fué al bosque de
-Belmonte, con sus monteros y algunos cortesanos. Cazó por disimulo
-algún tiempo, y cuando vió que toda su comitiva corría tras de los
-perros, él se separó y marchó solo a la quinta de Leoncio. Estaba
-seguro de no perderse, porque tenía muy conocidas todas las sendas
-del bosque; y no permitiéndole su impaciencia atender a la fatiga de
-su caballo, en breve tiempo corrió todo el espacio que le separaba
-del objeto de su amor. Caminaba discurriendo algún pretexto plausible
-que le proporcionase ver en secreto a la hija de Sifredo, cuando, al
-atravesar un sendero que iba a dar a una de las puertas del parque, vió
-no lejos de sí a dos mujeres que estaban sentadas en conversación a la
-sombra de un árbol. No dudó que eran algunas personas de la quinta,
-y esta vista le causó algún sobresalto; pero su agitación llegó a lo
-sumo cuando, volviendo aquellas mujeres la cabeza al ruido que hacía el
-caballo, reconoció que su adorada Blanca era una de ellas. Había salido
-de la quinta llevando consigo a Nise, criada de su mayor confianza,
-para llorar con libertad su desdicha en aquel sitio retirado.
-
-»Luego que Enrique la conoció, fué volando hacia ella, precipitóse, por
-decirlo así, del caballo, arrojóse a sus pies, y descubriendo en sus
-ojos todas las señales de la más viva aflicción, le dijo enternecido:
-«Suspende, bella Blanca, los ímpetus de tu dolor. Las apariencias
-confieso que me hacen parecer culpable a tus ojos; mas cuando estés
-enterada del designio que he formado con respecto a ti, puede ser
-que lo que miras como delito te parezca una prueba de mi inocencia y
-del exceso de mi amor.» Estas palabras, que en el concepto de Enrique
-le parecían capaces de mitigar la pena de Blanca, sólo sirvieron para
-exacerbarla más. Quiso responderle, pero los sollozos ahogaron su voz.
-Asombrado el príncipe de verla tan turbada, prosiguió diciéndole: «Pues
-qué, señora, ¿es posible que no pueda yo calmar el desasosiego que os
-agita? ¿Por qué desgracia he perdido vuestra confianza, yo que expongo
-mi corona y hasta mi vida por conservarme sólo para vos?» Entonces
-la hija de Leoncio, haciendo el mayor esfuerzo sobre sí misma para
-explicarse, le respondió: «Señor, ya llegan tarde vuestras promesas; no
-hay ya poder en el mundo para que en adelante sea una misma la suerte
-de los dos.» «¡Ay, Blanca!--interrumpió el rey precipitadamente--.
-¡Qué palabras tan crueles han proferido tus labios! ¿Quién será
-capaz en el mundo de hacerme perder tu amor? ¿Quién será tan osado
-que tenga aliento para oponerse al furor de un rey, que reduciría a
-cenizas toda la Sicilia antes que sufrir que ninguno os robe a sus
-esperanzas?» «¡Inútil será, señor, todo vuestro poder--respondió con
-desmayada voz la hija de Sifredo--para allanar el invencible obstáculo
-que nos separa! Sabed que ya soy mujer del condestable.» «¡Mujer del
-condestable!», exclamó el rey dando algunos pasos atrás, y no pudo
-decir más: tan sorprendido quedó de aquel impensado golpe. Faltáronle
-las fuerzas y cayó desmayado al pie de un árbol que estaba allí
-cerca. Quedó pálido, trémulo y tan enajenado que sólo tenía libres
-los ojos para fijarlos en Blanca, de un modo tan tierno que desde
-luego la dejaba comprender cuánto le había afligido el infortunio que
-le anunciaba. Blanca, por su parte, le miraba también, con semblante
-tal que manifestaba ser muy parecidos los afectos de su corazón a los
-que tanto agitaban el de Enrique. Mirábanse los dos desventurados
-amantes con un silencio en que se dejaba traslucir cierta especie de
-horror. Por último, el príncipe, volviendo algún tanto de su trastorno
-por un esfuerzo de valor, tomó de nuevo la palabra y dijo a Blanca,
-suspirando: «¿Qué habéis hecho, señora? ¡Vuestra credulidad me ha
-perdido a mí y os ha perdido a vos!»
-
-»Resintióse Blanca de que el rey, a su parecer, la culpase, cuando ella
-vivía persuadida de que tenía de su parte las más poderosas razones
-para estar quejosa de él, y le dijo: «Qué, señor, ¿pretendéis por
-ventura añadir el disimulo a la infidelidad? ¿Queríais que desmintiese
-a mis ojos y a mis oídos y que a pesar de su testimonio os tuviese por
-inocente? No, señor; confieso que no me siento con valor para hacer
-esta violencia a mi razón.» «Sin embargo--dijo el rey--, esos testigos
-de que tanto os fiáis os han engañado ciertamente. Han conspirado
-contra vos y os han hecho traición. ¡Tan verdad es que yo estoy
-inocente y que siempre os he sido fiel, como lo es que vos sois esposa
-del condestable!» «Pues qué, señor--repuso Blanca--, ¿negaréis que yo
-misma os oí confirmar a Constanza el don de vuestra mano y de vuestro
-corazón? ¿No asegurasteis a los grandes del reino que os conformaríais
-con la voluntad del rey difunto y a la princesa que recibiría de
-vuestros nuevos vasallos los homenajes que se debían a una reina y
-esposa del príncipe Enrique? ¿Mis ojos estaban fascinados? ¡Confesad,
-confesad más bien, infiel, que no creísteis debía contrapesar el
-corazón de Blanca el interés de una corona, y sin abatiros a fingir
-lo que no sentís, ni quizá habéis sentido jamás, decid que os pareció
-asegurar mejor el trono de Sicilia con Constanza que con la hija
-de Leoncio! Al cabo, señor, tenéis razón: igualmente desmerecía yo
-ocupar un trono tan soberano como poseer el corazón de un príncipe
-como vos. Era demasiada mi temeridad en aspirar a la posesión de uno y
-otro; pero vos tampoco debíais mantenerme en este error. No ignoráis
-los sobresaltos que me ha costado perderos, lo que siempre tuve por
-infalible para mí. ¿A qué fin asegurarme lo contrario? ¿A qué fin tanto
-empeño en desvanecer mis temores? Entonces me hubiera quejado de mi
-suerte y no de vos y hubiera sido siempre vuestro mi corazón, ya que
-no podía serlo una mano que ningún otro pudiera jamás haber logrado de
-mí. Ya no es tiempo de disculparos. Soy esposa del condestable, y por
-no exponerme a las consecuencias de una conversación que mi gloria no
-me permite alargar sin padecer mucho el rubor, dadme licencia, señor,
-para cortarla y para que deje a un príncipe a quien ya no me es lícito
-escuchar.»
-
-»Dicho esto, se alejó de Enrique con toda la celeridad que le permitía
-el estado en que se encontraba. «¡Aguardaos, señora!--clamaba
-Enrique--. ¡No desesperéis a un príncipe resuelto a dar en tierra
-con el trono que le echáis en cara haber preferido a vos, antes que
-corresponder a lo que esperan de él sus nuevos vasallos!» «Ya es
-inútil ese sacrificio--respondió Blanca--. Debierais haber impedido
-que diese la mano al condestable antes de abandonaros a tan generosos
-impulsos; y puesto que ya no soy libre, me importa poco que Sicilia
-quede reducida a pavesas ni que deis vuestra mano a quien quisiereis.
-Si tuve la flaqueza de dejar sorprender mi corazón, tendré a lo menos
-valor para sofocar sus movimientos y que vea el rey de Silicia que
-la esposa del condestable ya no es ni puede ser amante del príncipe
-Enrique.» Al decir estas palabras, se halló a la puerta del parque,
-entróse en él con precipitación, acompañada de Nise, cerró la puerta
-con ímpetu y dejó al rey traspasado de dolor. No podía menos de sentir
-él la profunda herida que había abierto en su corazón la noticia del
-matrimonio de Blanca. «¡Injusta Blanca! ¡Blanca cruel!--exclamaba--.
-¿Es posible que así hubieses perdido la memoria de nuestras recíprocas
-promesas? A pesar de mis juramentos y los tuyos, estamos ya separados.
-¿Conque no fué mas que una ilusión la idea que yo me había formado de
-ser algún día el único dueño tuyo? ¡Ah, cruel y qué caro me cuesta el
-haber llegado a conseguir que mi amor fuese de ti correspondido!»
-
-»Representósele entonces a la imaginación con la mayor viveza la
-fortuna de su rival, acompañada de todos los horrores de los celos;
-y esta pasión se apoderó tan fuertemente de él por algunos momentos,
-que le faltó poco para sacrificar a su resentimiento al condestable y
-aun al mismo Sifredo. Pero poco después entró la razón a calmar los
-ímpetus de su cólera. Con todo eso, cuando consideraba imposible el
-desimpresionar a Blanca del concepto en que estaba de su infidelidad,
-se desesperaba. Lisonjeábase de que cambiaría aquel concepto si hallaba
-arbitrio para hablarla a solas. Animado con este pensamiento, se
-persuadió de que era menester alejar de su compañía al condestable, y
-resolvió hacerle prender como a reo sospechoso en las circunstancias
-en que se hallaba el Estado. En este supuesto, dió la orden competente
-al capitán de sus guardias, el cual partió a Belmonte, se apoderó de
-su persona a la entrada de la noche y llevóle consigo al castillo de
-Palermo.
-
-»Consternóse el palacio de Belmonte con este acontecimiento. Sifredo
-partió al punto a responder al rey de la inocencia de su yerno y
-a representarle las funestas consecuencias de semejante prisión.
-Previendo bien el rey este paso que su ministro daría, y deseando
-lograr un rato de libre conversación con Blanca antes de dar libertad
-al condestable, había mandado expresamente que no se dejase entrar
-a nadie en su cuarto aquella noche. Pero Sifredo, a pesar de esta
-prohibición, logró introducirse en la estancia del rey. «Señor--le
-dijo luego que se vió en su presencia--, si es permitido a un
-respetuoso y fiel vasallo quejarse de su soberano, vengo a quejarme
-de vos a vos mismo. ¿Qué delito ha cometido mi yerno? ¿Ha considerado
-vuestra majestad la eterna afrenta de que cubre a mi familia y
-las resultas de una prisión que puede alejar de su servicio a las
-personas que ocupan los primeros puestos del Estado?» «Tengo avisos
-ciertos--respondió el rey--de que el condestable mantiene inteligencias
-criminales con el infante don Pedro.» «¡El condestable inteligencias
-criminales!--interrumpió sorprendido Leoncio--. ¡Ah, señor! ¡No lo
-crea vuestra majestad! Sin duda, han abusado de vuestro magnánimo
-corazón. La traición nunca tuvo entrada en la familia de Sifredo;
-bástale al condestable ser yerno mío para hallarse en este punto al
-abrigo de toda sospecha. El está inocente; otros motivos secretos
-son los que os han inducido a prenderle.» «Puesto que me hablas con
-tanta claridad--repuso el rey--, quiero corresponderte con la misma.
-Tú te quejas de que yo haya mandado arrestar al condestable. ¡Ah! ¿Y
-no podré yo también quejarme de tu crueldad? ¡Tú, bárbaro Sifredo,
-tú eres el que me has arrebatado inhumanamente mi reposo, poniéndome
-en situación, con tus cuidados oficiosos, de que envidie la suerte
-de los hombres más infelices! ¡No, no te lisonjees de que yo adopte
-tus ideas! ¡Vanamente está resuelto mi matrimonio con Constanza!...»
-«¡Qué, señor!--interrumpió estremeciéndose Leoncio--. ¿Cómo será
-posible que no os caséis con la princesa, después de haberla lisonjeado
-con esta esperanza a vista de todo el reino?» «Si es que engaño su
-esperanza--repuso el monarca--, échate a ti solo la culpa. ¿Por qué
-me pusiste tú mismo en precisión de ofrecer lo que no podía cumplir?
-¿Quién te obligó a escribir el nombre de Constanza en un papel que se
-había hecho para tu hija? Sabías muy bien mi intención. ¿Quién te dió
-autoridad para tiranizar el corazón de Blanca, obligándola a casarse
-con un hombre a quien no amaba? ¿Y quién te la dió sobre el mío para
-disponer de él en favor de una princesa a quien miro con horror?
-¿Te has olvidado ya de que es hija de aquella cruel Matilde, que,
-atropellando todos los derechos de la sangre y de la humanidad, hizo
-expirar a mi padre entre los hierros del más duro cautiverio? ¿Y a
-ésta querías tú que yo diese mi mano? ¡No, Sifredo, no aguardes de mí
-este paso! ¡Antes de ver encendidas las teas de tan horrible himeneo,
-verás arder toda la Sicilia y anegados de sangre sus campos!» «¡Qué
-es lo que escucho!--exclamó Leoncio--. ¡Qué terribles amenazas, qué
-funestos anuncios me hacéis! ¡Pero en vano me sobresalto!--continuó,
-mudando de tono--. ¡No, señor, nada de esto temo! Es demasiado el amor
-que profesáis a vuestros vasallos para acarrearles tan triste suerte.
-No será capaz un ciego amor de avasallar vuestra razón. Echaríais
-un eterno borrón a vuestras virtudes si os dejarais llevar de las
-flaquezas propias de hombres vulgares. Si yo di mi hija al condestable
-fué, señor, únicamente por granjear para vuestro servicio a un hombre
-valeroso que, con la fuerza de su brazo y del ejército que tiene a su
-disposición, apoyase vuestros intereses contra las pretensiones del
-príncipe don Pedro. Parecióme que uniéndole a mi familia con lazos
-tan estrechos...» «¡Ah, que esos lazos--interrumpió Enrique--, esos
-funestos lazos son los que a mí me han perdido! ¡Cruel amigo! ¿Qué te
-había hecho yo para que descargases sobre mí tan duro e intolerable
-golpe? Habíate encargado que manejases mis intereses; pero ¿cuándo te
-di facultad para que esto fuese a costa de mi corazón? ¿Por qué no
-dejaste que yo mismo defendiese mis derechos? ¿Parécete que no tendría
-valor ni fuerzas para hacerme obedecer de todos los vasallos que osasen
-oponerse a mi voluntad? Si el condestable fuese uno de ellos, sabría yo
-muy bien castigarle. Ya sé que los reyes no han de ser tiranos y que
-su primera obligación es la de mirar por la felicidad de sus pueblos;
-pero ¿han de ser esclavos de éstos los mismos soberanos, y esto desde
-el momento en que el Cielo los elige para gobernarlos? ¿Pierden por
-ventura el derecho que la misma naturaleza concedió a todos los hombres
-de ser dueños de sus afectos? ¡Ah, Leoncio, si los reyes han de perder
-aquella preciosa libertad que gozan los demás hombres, ahí te abandono
-una corona que tú me aseguraste a costa de mi sosiego!» «Señor--replicó
-el ministro--, no puede ignorar vuestra majestad que el rey su tío
-sujetó la sucesión al trono a la preciosa condición del matrimonio con
-la princesa Constanza.» «¿Y quién dió autoridad al rey mi tío--repuso
-acalorado Enrique--para establecer tan violenta como injusta
-disposición? ¿Había recibido acaso él tan indigna ley de su hermano el
-rey don Carlos cuando entró a sucederle? ¿Y por ventura debías tú tener
-la flaqueza de someterte a una condición tan inicua? Cierto que para un
-gran canciller estás poco enterado de nuestros usos. En una palabra,
-cuando prometí mi mano a Constanza fué involuntaria mi promesa, que
-nunca tuve intención de cumplir. Si don Pedro funda su esperanza de
-ascender al trono en mi constante resolución de no efectuar aquella
-palabra, no mezclemos a los pueblos en una contienda que haría derramar
-mucha sangre. La espada, entre nosotros solos, puede terminar la
-disputa y decidir cuál de los dos será el más digno de reinar.»
-
-»No se atrevió Leoncio a apurarle más, y se contentó con pedir de
-rodillas la libertad de su yerno, la que consiguió, diciéndole el rey:
-«Anda y restitúyete a Belmonte, que presto irá allá el condestable.»
-Retiróse el ministro, y marchó a su quinta, persuadido de que su yerno
-vendría luego a ella; pero engañóse, porque Enrique quería ver a Blanca
-aquella noche, y con este fin dilató hasta el día siguiente la libertad
-de su esposo.
-
-»Mientras tanto, entregado éste a sus tristes pensamientos, hacía
-dentro de sí crueles reflexiones. La prisión le había abierto los
-ojos y héchole conocer cuál era la verdadera causa de su desgracia.
-Entregado enteramente a la violencia de los celos, y olvidado de la
-lealtad que hasta allí le había hecho tan recomendable, sólo respiraba
-venganza. Persuadido de que el rey no malograría la ocasión y no
-dejaría de ir aquella noche a visitar a doña Blanca, para sorprenderlos
-a entrambos, suplicó al gobernador del castillo de Palermo le dejase
-salir de la prisión por algunas horas, dándole palabra de honor de que
-antes de amanecer se restituiría a ella. El gobernador, que era todo
-suyo, tuvo poca dificultad en darle este gusto, y más habiendo sabido
-ya que Sifredo había alcanzado del rey su libertad; y además de eso le
-dió un caballo para ir a Belmonte. Partió prontamente, llegó al sitio,
-ató él caballo a un árbol, entró en el parque por una puerta pequeña
-cuya llave tenía, y tuvo la fortuna de introducirse en la quinta sin
-ser sentido de nadie. Llegó hasta el cuarto de su mujer y se escondió
-tras un biombo que había en la antesala. Pensaba observar desde allí
-todo lo que pudiese suceder y entrar de repente en la estancia de su
-esposa al menor ruido que oyese. Vió salir a Nise, que acababa de dejar
-a su ama y se retiraba a un cuarto inmediato, donde ella dormía.
-
-»La hija de Sifredo, que fácilmente había penetrado el verdadero
-motivo del arresto de su marido, tuvo por cierto que aquella noche no
-volvería éste a Belmonte, aunque su padre le había dicho haberle el
-rey asegurado que le seguiría presto. Igualmente se presumió que el
-rey aprovecharía aquella ocasión para verla y hablarla con libertad.
-Con este pensamiento le estaba esperando para afearle una acción
-que para ella podía tener terribles consecuencias. Con efecto, poco
-tiempo después que Nise se había retirado se abrió la falsa puerta y
-apareció el rey, quien, arrojándose a los pies de Blanca, le dijo: «¡No
-me condenéis hasta haberme oído! Si mandé arrestar al condestable,
-considerad que ya no me restaba otro medio para justificarme. Si es
-delincuente este artificio, la culpa es de vos sola. ¿Por qué os
-negasteis a oírme esta mañana? Tardará poco en verse libre vuestro
-esposo, y entonces, ¡ay de mí!, ya no tendré recurso para hablaros.
-Oídme, pues, por última vez. Si vuestro padre ocasiona mi desventurada
-suerte, al menos concededme el triste consuelo de participaros que yo
-no me he atraído este infortunio por mi infidelidad. Si ratifiqué a
-Constanza la promesa de mi mano fué porque en las circunstancias en
-que me puso Sifredo no podía hacer otra cosa. Erame preciso engañar
-a la princesa por vuestro interés y por el mío, para aseguraros la
-corona y la mano de vuestro amante. Tenía esperanza de conseguirlo
-y había tomado mis medidas para romper aquella obligación; pero vos
-destruisteis mi plan, y disponiendo con demasiada facilidad de vuestra
-persona, preparasteis un eterno dolor a dos corazones que un entrañable
-amor hubiera hecho perpetuamente felices.»
-
-»Dió fin a este breve razonamiento con señales tan visibles de una
-verdadera desesperación, que Blanca se enterneció, y ya no le quedó la
-menor duda de la inocencia de Enrique. Alegróse un poco al principio,
-pero un momento después fué en ella más vivo el dolor de su desgracia.
-«¡Ah, señor!»--dijo--. Después de lo que ha dispuesto de nosotros la
-suerte, me causa nueva pena el saber que estáis inocente. ¿Qué es lo
-que he hecho, desdichada de mí? ¡Engañóme mi resentimiento! Juzgué
-que me habíais abandonado y, arrebatada de despecho, recibí la mano
-del condestable, que mi padre me presentó. ¡Ah, infeliz! ¡Yo fuí la
-delincuente y yo misma fabriqué nuestra desgracia! ¡Conque cuando
-estaba tan quejosa de vos, acusándoos en mi corazón de que me habíais
-engañado, era yo, imprudente y ligerísima amante, la que rompía los
-lazos que había jurado hacer indisolubles! ¡Vengaos ahora, señor, pues
-os toca hacerlo! ¡Aborreced a la ingrata Blanca! ¡Olvidad!...» «¿Y os
-parece que lo podré hacer, señora?--interrumpió Enrique tristemente--.
-¡Qué! ¿Será posible arrancar de mi corazón una pasión que ni aun
-vuestra injusticia podrá sofocar?» «Con todo eso, señor--dijo
-suspirando la hija de Sifredo--, es menester que os esforcéis para
-conseguirlo.» «Y vos, señora--replicó el rey--, ¿seréis capaz de hacer
-ese esfuerzo?» «No me prometo lograrlo--respondió Blanca--, pero nada
-omitiré para ello; lo intentaré cuanto pueda.» «¡Ah, cruel!--exclamó
-el rey--. ¡Fácilmente olvidaréis a Enrique, puesto que tenéis tal
-pensamiento!» «Y vos, señor, ¿qué es lo que pensáis?--repuso Blanca con
-entereza--. ¿Os lisonjeáis de que os tolere continuar en obsequiarme?
-¡No tengáis tal esperanza! Si no quiso el Cielo que naciese para
-reina, tampoco me formó para que diese oídos a ningún amor que no sea
-legítimo. Mi esposo es, igualmente que vos, de la nobilísima Casa
-de Anjou, y aun cuando lo que debo sólo a él no fuera un obstáculo
-invencible a vuestros amorosos servicios, mi honor jamás podría
-permitirlos. Suplico, pues, a vuestra majestad que se retire y que haga
-ánimo de no volverme a ver.» «¡Oh qué tiranía!--exclamó el rey--. ¿Es
-posible, Blanca, que me tratéis con tanto rigor? ¡Conque no basta para
-atormentarme el que yo os vea esposa del condestable, sino que queréis
-además privarme de vuestra vista, único consuelo que me queda!» «¡Huid
-cuanto antes, señor!--respondió la hija de Sifredo derramando algunas
-lágrimas--. ¡La vista de lo que se ha amado tiernamente deja de ser
-un bien luego que se pierde la esperanza de poseerlo! ¡Adiós, señor;
-retiraos de mi presencia! Debéis este esfuerzo a vuestra gloria y a mi
-reputación. También os lo pido por mi reposo, porque al fin, aunque
-mi virtud no se altera con los movimientos de mi corazón, la memoria
-de vuestra ternura me presenta combates tan terribles que me cuesta
-extraordinarios esfuerzos resistirlos.»
-
-»Pronunció estas últimas palabras con tanta energía, que, sin
-advertirlo, dejó caer al suelo un candelero que estaba en una mesa
-detrás de ella. Apagóse la bujía, cógela Blanca a tientas, abre la
-puerta de la antesala, y para encenderla va al gabinete de Nise, que
-aun no se había acostado. Vuelve con luz, y apenas la vió el rey la
-instó de nuevo para que le permitiese continuar en sus obsequios. A la
-voz del monarca entró repentinamente el condestable, con la espada en
-la mano, en el cuarto de su esposa, casi al mismo tiempo que ella; se
-llega a Enrique, lleno del resentimiento que su furor le inspiraba,
-y le dice; «¡Ya es demasiado, tirano! ¡No me tengas por tan vil ni
-tan cobarde que pueda sufrir la afrenta que haces a mi honor!» «¡Ah,
-traidor!--respondió el rey desenvainando la espada para defenderse--.
-¿Piensas por ventura ejecutar tu intento impunemente?» Dicho esto,
-principian un combate, sobremanera fogoso para que durase mucho.
-Temiendo el condestable que Sifredo y sus criados acudiesen demasiado
-pronto a los gritos que daba doña Blanca y le estorbasen su venganza,
-peleaba ya sin juicio, sin conocimiento y sin cautela. Fuera de sí de
-furor, él mismo se metió por la espada de su enemigo, atravesándose de
-parte a parte hasta la guarnición. Cayó en tierra, y viéndole el rey
-derribado, se detuvo.
-
-»Al ver la hija de Leoncio a su esposo en tan lastimoso estado, se
-arrojó al suelo para socorrerle, a pesar de la repugnancia con que le
-miraba. El infeliz esposo, lleno de resentimiento contra ella, no se
-enterneció ni aun a vista de aquel testimonio que le daba de su dolor
-y de su compasión. La muerte, que tenía tan cercana, no bastó para
-apagar en él el incendio de los celos. En aquellos últimos momentos
-sólo se acordó de la fortuna de su competidor; idea tan ingrata y
-espantosa que, alentando su espíritu y dando un momentáneo vigor a las
-pocas fuerzas que le quedaban, le hizo alzar la espada, que aun tenía
-en la mano, y la sepultó toda ella en el seno de su mujer, diciéndole:
-«¡Muere, esposa infiel, ya que los sagrados vínculos del matrimonio
-no bastaron para que me conservases aquella fe que me juraste al
-pie de los altares! ¡Y tú, Enrique--prosiguió con voz desmayada--,
-no te gloríes ya de tu destino, puesto que no te aprovecharás de mi
-desgracia! ¡Con esto muero contento!» Dijo estas palabras y expiró,
-pero con un semblante que, aun entre las sombras de la muerte, dejaba
-ver un no sé qué de altivo y de terrible. El de Blanca ofrecía a la
-vista un espectáculo bien diverso. Había caído mortalmente herida sobre
-el moribundo cuerpo de su esposo, y la sangre de esta inocente víctima
-se confundía con la de su homicida, cuya ejecución fué tan pronta e
-impensada que no dió lugar al rey para precaver su efecto.
-
-»Prorrumpió este príncipe malaventurado en un lastimoso grito cuando
-vió caer a Blanca; y más herido que ella del golpe que le quitaba la
-vida, acudió a prestarle el mismo auxilio que ella misma había querido
-prestar a su marido y del cual había sido tan mal recompensada; pero
-Blanca le dijo con voz desfallecida: «¡Señor, vuestra diligencia es
-inútil! ¡Soy la víctima que estaba pidiendo la suerte inexorable!
-¡Quiera el Cielo que ella aplaque su cólera y asegure la felicidad de
-vuestro reino!» Al acabar estas palabras, Leoncio, que había acudido
-al eco de sus lamentosos ayes, entró en el cuarto, y atónito de ver los
-objetos que se presentaban a sus ojos, quedó inmóvil. Blanca, que no le
-había visto, prosiguiendo su discurso con el rey, «¡Adiós, señor!--le
-dijo--. ¡Conservad afectuosamente mi memoria, pues mi amor y mis
-desgracias os obligan a ello! Desterrad de vuestro pecho toda sombra de
-resentimiento contra mi amado padre. Respetad sus canas, compadeceos
-de su pena y haced justicia a su celo. Sobre todo, manifestad a todo
-el mundo mi inocencia; esto es lo que más principalmente os encargo.
-¡Adiós, amado Enrique!... ¡Yo me muero!... ¡Recibid mi postrer aliento!»
-
-»A estas palabras, expiró. Quedóse suspenso el rey, guardando por algún
-tiempo un profundo silencio. Rompióle en fin, diciendo a Sifredo:
-«¡Mira, Leoncio, la obra de tus manos! ¡Contémplala bien y considera
-en este trágico suceso el fruto de tu oficioso celo por mi servicio!»
-Nada respondió el anciano: tan penetrado estaba de dolor. Pero ¿a qué
-fin empeñarme en querer referir lo que no cabe en ninguna explicación?
-Basta decir que uno y otro prorrumpieron en las más tiernas quejas
-luego que la vehemencia del dolor abrió camino al desahogo de los
-afectos interiores.
-
-»El rey conservó toda su vida la más dulce memoria de su amante,
-sin poderse jamás resolver a dar la mano a Constanza. El infante se
-coligó con ella para hacer que se cumpliese lo dispuesto por Rogerio
-en su testamento, pero se vieron precisados a ceder al príncipe
-Enrique, quien triunfó al cabo de todos sus enemigos. A Sifredo le
-desprendió del mando, y aun de su misma patria, el insoportable tedio
-que le causaba el tropel de tantas desgracias. Abandonó la Sicilia,
-y pasándose a España con Porcia, la única hija que le había quedado,
-compró esta quinta. En ella sobrevivió quince años a la muerte de
-Blanca. Tuvo el consuelo de casar a Porcia, antes de morir, con
-don Jerónimo de Silva, y yo soy el único fruto de este matrimonio.
-Esta es--prosiguió la viuda de don Pedro de Pinares--la historia
-de mi familia y una fiel relación de las desgracias que representa
-ese cuadro, que mi abuelo Leoncio hizo pintar para que quedase a la
-posteridad un monumento de este funesto suceso.»
-
-
-
-
- CAPITULO V
-
-De lo que hizo doña Aurora de Guzmán luego que llegó a Salamanca.
-
-
-Después de haber la Ortiz, sus compañeras y yo oído esta historia,
-nos salimos de la sala, donde dejamos solas a doña Aurora y doña
-Elvira. Pasaron las dos lo restante del día en varias diversiones, sin
-fastidiarse una de otra, y cuando partimos al día siguiente, fué tan
-dolorosa su separación como pudiera serlo la de dos íntimas amigas
-acostumbradas toda la vida a la más dulce y tierna compañía.
-
-Llegamos, en fin, a Salamanca sin que nos sucediese el menor
-contratiempo. Alquilamos luego una casa enteramente amueblada, y la
-dueña Ortiz, según lo que habíamos tratado, se comenzó a llamar doña
-Jimena de Guzmán. Como había sido dueña tanto tiempo, no podía menos
-de hacer bien su papel. Salió una mañana con Aurora, una doncella y un
-paje y se encaminaron a una posada de caballeros, donde supieron que
-ordinariamente se alojaba Pacheco. Preguntó la Ortiz si había algún
-cuarto desocupado, y habiéndole respondido que sí, le enseñaron uno
-decentemente puesto. Tomólo de su cuenta, y aun adelantó un mes de
-alquiler, expresando que era para un sobrino suyo que iba de Toledo a
-estudiar a Salamanca y al que esperaba aquel día.
-
-Después que la dueña y mi ama dejaron ajustado aquel alojamiento se
-trasladaron al suyo, y la bella Aurora, sin perder tiempo, se vistió de
-caballero. Para cubrir sus cabellos negros se puso una peluca rubia, y
-tiñéndose del mismo color las cejas, se disfrazó de suerte que parecía
-un señorito distinguido. Era garboso y desembarazado, y a no ser la
-cara, que era demasiadamente linda para hombre, ninguna otra cosa hacía
-sospechoso su disfraz. Imitóle en el mismo la criada que le había de
-servir de paje, y todos nos persuadimos que también ésta representaría
-bien su papel, así porque no era de las más hermosas como por tener
-cierto airecillo descarado muy a propósito para el personaje que le
-tocaba hacer. Después de comer, hallándose las dos actrices en estado
-de presentarse en su teatro, esto es, en la posada de caballeros, ellas
-y yo marchamos allá. Metímonos en un coche y llevamos los baúles y la
-ropa que era menester.
-
-La posadera, llamada Bernarda Ramírez, nos recibió con el mayor agasajo
-y nos condujo a nuestro cuarto, donde comenzamos a trabar conversación
-con ella. Convinimos en la comida que nos había de dar y en lo que
-habíamos de pagarle cada mes. Preguntámosle después si tenía muchos
-huéspedes. «Por ahora--respondió--no tengo ninguno. Nunca me faltarían
-si quisiera recibir a todo género de gentes, pero mi genio no lo lleva
-y en mi casa sólo admito personas de distinción. Esta misma noche
-espero a uno que viene de Madrid a concluir sus estudios. Llámase don
-Luis Pacheco, caballero de veinte años lo más, que acaso conocerán
-ustedes o habrán oído hablar de él.» «No--respondió Aurora--. No ignoro
-que es de una familia ilustre, pero no sé sus cualidades, y habiendo
-de vivir en su compañía en una misma casa tendría particular gusto de
-saber qué hombre es.» «Señor--repuso la huéspeda mirando al fingido
-caballero--, es un caballerito de linda cara, ni más ni menos que la
-vuestra, y desde luego aseguro que ambos os avendréis bien. ¡Vive
-diez, que podré jactarme de tener en mi casa los dos señoritos más
-galanes y airosos de toda España!» «Según eso--replicó mi ama--, ese
-tal caballerito habrá tenido en Salamanca mil galanteos.» «¡Oh! En
-cuanto a eso--respondió la vieja--, debo confesar que es un enamorado
-de profesión. Basta que se deje ver para llevarse de calle a cualquier
-mujer. Entre otras robó el corazón de una joven y bella como ella sola,
-hija de un anciano doctor en leyes; y en cuanto a su cariño hacia don
-Luis, es aquello que se llama locura. Su nombre es doña Isabel.» «Pero
-dígame--le replicó Aurora con prontitud--, ¿y don Luis la corresponde
-igualmente?» «Que la amaba antes que volviese a Madrid--respondió la
-Ramírez--, no tiene duda; pero si ahora la quiere o no la quiere, eso
-es lo que yo no sé, porque el tal caballerito en este punto es poco de
-fiar. Corre de mujer en mujer como lo hacen comúnmente todos los de su
-edad y de su clase.»
-
-Apenas acababa la viuda de decir estas palabras cuando se oyó en el
-patio ruido de caballos. Asomámonos a la ventana y vimos dos hombres
-que se apeaban, que eran el mismo don Luis Pacheco, que llegaba de
-Madrid con su criado. Dejónos la vieja para ir a recibirlos y preparóse
-mi ama, no sin alguna conmoción, a representar su personaje de don
-Félix. Poco después vimos entrar en nuestro cuarto a don Luis, con
-botas y espuelas, en traje de camino. «Acabo de saber--dijo saludando
-a doña Aurora--que un caballero toledano está alojado en esta posada,
-y espero me permitirá le manifieste el gusto que tengo de lograr
-bajo un mismo techo tan buena compañía.» Mientras respondía mi ama a
-este cumplimiento, me pareció que Pacheco estaba suspenso de ver a
-un caballero tan amable. Con efecto, no se pudo contener sin decirle
-que jamás había visto hombre tan galán ni tan bien plantado. Después
-de varios discursos, acompañados de mil recíprocos y cortesanos
-cumplimientos, se retiró don Luis al cuarto que se le había destinado.
-
-Mientras se hacía quitar las botas y se mudaba de ropa, un paje que
-le buscaba para entregarle una carta encontró por casualidad a doña
-Aurora en la escalera, y teniéndola por don Luis, a quien no conocía,
-«Caballero--le dijo--, aunque no conozco al señor don Luis Pacheco, me
-parece no debo preguntar a usted si lo es, y estoy persuadido de que no
-me engaño, según las señas que me han dado.» «No, amigo--respondió mi
-ama con gran serenidad--, ciertamente que no te engañas y sabes cumplir
-con puntualidad los encargos que te dan; has adivinado muy bien que
-soy don Luis Pacheco. Dame esa carta y vete, que ya cuidaré de enviar
-la respuesta.» Marchóse el paje, y cerrándose Aurora en su cuarto con
-su criada y conmigo abrió la carta y nos leyó lo que sigue: «Acabo de
-saber vuestra llegada a Salamanca. Alegróme tanto esta noticia, que
-temí perder el juicio. ¿Amáis todavía a vuestra Isabel? Aseguradle
-cuanto antes de que no os habéis mudado. Morirá de contento si le dais
-el consuelo de haberle sido fiel.»
-
-«En verdad que el papel es apasionado--dijo Aurora--y muestra un
-alma del todo enamorada. Esta dama es una competidora que no debe
-despreciarse; antes bien, juzgo que debo hacer todo lo posible para
-desprenderla de don Luis, haciendo cuanto me sea dable para que él
-no la vuelva a ver. La empresa es algo ardua, lo confieso, mas no
-desconfío de salir con ella.» Paróse a pensar sobre este punto, y un
-momento después añadió: «Yo me obligo a ver enemistados a los dos en
-menos de veinticuatro horas.» Con efecto, habiendo Pacheco descansado
-un poco en su cuarto, volvió a buscarnos al nuestro y renovó la
-conversación con Aurora antes de cenar. «Caballero--le dijo en tono de
-zumba--, creo que los maridos y los amantes no han de celebrar mucho
-vuestra venida a Salamanca y que les ha de causar harta inquietud;
-yo, por lo menos, ya comienzo a temer mucho por mis damas.» «Oiga
-usted--le respondió mi ama en el mismo tono--, su temor no está mal
-fundado. Don Félix de Mendoza es un poco temible; así os lo prevengo.
-Ya he estado otra vez en esta ciudad y sé por experiencia que en ella
-no son insensibles las mujeres.» «¿Qué prueba tiene usted de ello?»,
-interrumpió don Luis con presteza. «Una demostrativa--replicó la
-hija de don Vicente--. Habrá un mes que transité por esta ciudad,
-y, habiéndome detenido en ella no más que ocho días, en este breve
-tiempo--os lo digo en toda confianza--se apasionó ciegamente de mí la
-hija de un anciano doctor en leyes.»
-
-Conocí que se había turbado don Luis al oír estas palabras. «¿Y
-se podrá saber, sin pasar por indiscreto--replicó--, el nombre de
-esa señora?» «¿Qué llama usted sin pasar por indiscreto?--repuso
-el fingido D. Félix--. ¿Pues qué motivo puede haber para hacer de
-esto un misterio? ¿Por ventura me tenéis por más callado que lo son
-en este punto los de mi edad? ¡No me hagáis esa injusticia! Además
-de que, hablando entre los dos, el objeto tampoco es digno de tan
-escrupuloso miramiento, porque al fin sólo es una pobre particular, y
-los hombres de distinción no se emplean seriamente en estas gentes de
-poca posición, y aun creen que les hacen mucho honor en quitarles el
-crédito. Diréos, pues, sin reparo, que la hija del tal doctor se llama
-Isabel.» «Y el tal doctor--interrumpió, impaciente ya, Pacheco--, ¿se
-llama acaso el señor Marcos de la Llana?» «¡Justamente!--respondió mi
-ama--. Lea usted este papel que acaba de enviarme; por él verá si me
-quiere bien la tal niña.» Pasó los ojos don Luis por el billete, y
-conociendo la letra se quedó confuso. «¡Qué veo!--prosiguió entonces
-Aurora con admiración--. ¡Parece que se os muda el color! Creo,
-¡Dios me lo perdone!, que tomáis interés por esa dama. ¡Oh y cuánto
-me pesa de haber hablado con tanta franqueza!» «Antes bien, os doy
-gracias por ello--replicó don Luis en un tono mezclado de cólera y
-despecho--. ¡Ah, pérfida! ¡Ah, inconstante! ¡Oh, don Félix, y qué
-favor os merezco! ¡Me habéis sacado de un error en que quizá hubiera
-estado largo tiempo! Creía que me amaba. ¿Qué digo amaba? ¡Me parecía
-que me adoraba Isabel! Yo miraba con algún aprecio a esta muchacha,
-pero ahora veo que es una mujer digna de mi mayor desprecio.» «Apruebo
-vuestro noble modo de pensar--dijo Aurora, manifestando también por
-su parte mucha indignación--. ¡La hija de un doctor en leyes debiera
-tenerse por muy dichosa en que la quisiese un caballerito de tanto
-mérito como vos! No puedo disculpar su veleidad, y, lejos de aceptar
-el sacrificio que me hace de vos, quiero castigarla, despreciando sus
-favores.» «Por lo que a mí toca--dijo Pacheco--, juro no volverla a
-ver en toda mi vida, y ésta será mi única venganza.» «Tenéis sobrada
-razón--respondió el fingido Mendoza--. Pero, con todo, para que conozca
-mejor el menosprecio con que la tratamos, sería yo de parecer que los
-dos le escribiéramos separadamente un papel en que la insultásemos a
-nuestra satisfacción. Yo los cerraré y se los enviaré en respuesta a su
-carta; mas antes de llegar a este extremo será bien que lo consultéis
-con vuestro corazón, no sea que algún día os arrepintáis de haber roto
-la amistad con Isabel.» «¡No, no!--interrumpió don Luis--. No pienso
-tener jamás semejante flaqueza, y convengo desde luego en que, por
-mortificar a esa ingrata, se ponga inmediatamente por obra lo que hemos
-discurrido.»
-
-Sin perder tiempo fuí yo mismo a traerles papel y tinta, y uno y otro
-se pusieron a componer dos papeles muy gustosos para la hija del
-doctor Marcos de la Llana. Especialmente Pacheco no encontraba voces
-bastante fuertes que le contentasen para expresar sus sentimientos; y
-así, hizo pedazos cinco o seis billetes por parecerle sus expresiones
-poco enérgicas y poco duras. Al cabo compuso uno que le satisfizo,
-y a la verdad tenía razón para quedar satisfecho, porque estaba
-concebido en estos términos: «Aprende ya a conocerte, reina mía, y no
-tengas la presunción de creer que yo te amo. Para esto era menester
-otro mérito mayor que el tuyo. No veo en ti el menor atractivo que
-merezca mi atención mas que por un momento. Solamente puedes aspirar
-a los inciensos que te tributarán las hopalandas más miserables de la
-Universidad.» Escribió, pues, esta agradable carta, y cuando Aurora
-acabó la suya, que no era menos ofensiva, las cerró entrambas bajo una
-cubierta, y entregándome el pliego, «Toma, Gil Blas--me dijo--, y haz
-que Isabel reciba este pliego esta noche. ¡Ya me entiendes!», añadió
-guiñándome un ojo, señal cuyo significado entendí perfectamente. «Sí,
-señor--le respondí--, será usted servido como desea.»
-
-Responderle esto, hacerle una cortesía y salir de casa todo fué uno.
-Luego que me vi en la calle, me dije a mí mismo: «¿Conque, señor Gil
-Blas, parece que se hace prueba de vuestro talento y que representáis
-en esta comedia el importante papel de criado confidente? ¡Sí, señor!
-¡Pues, amigo mío, es menester mostrar que tienes habilidad para
-desempeñar un papel que pide tanta! El señor don Félix se contentó con
-hacerte una seña; fióse de tu penetración. ¿Comprendiste bien lo que
-aquella guiñada quiso decir? Sí, por cierto: quísome dar a entender que
-entregase solamente el billete de don Luis.» No significaba otra cosa
-aquella guiñadura. No tuve en esto la menor duda. Conque, diciendo y
-haciendo, rompí el sobrescrito, saqué de él la carta de Pacheco y la
-llevó a casa del doctor Marcos, habiéndome antes informado de dónde
-vivía. Encontré a la puerta al mismo pajecito a quien había visto en
-la posada de los caballeros. «Hermano--le dije--, ¿seréis vos, por
-fortuna, el criado de la hija del señor doctor Marcos de la Llana?»
-Respondióme que sí en tono de mozo experto en estos lances, y yo le
-añadí: «Tenéis una fisonomía tan honrada y una cara tan de amigo de
-servir al prójimo, que me atrevo a suplicaros entreguéis a vuestra
-ama ese papelito de cierto caballero conocido suyo.» «¿Y quién es ese
-caballero?», me preguntó el pajecillo; y apenas le respondí que era don
-Luis Pacheco cuando, todo regocijado, me respondió: «¡Ah! Si el papel
-es de ese señorito, sígueme, pues tengo orden de mi ama de introducirte
-en su cuarto, que quiere hablarte.» Seguíle, en efecto, y llegué a
-una sala, donde muy presto se dejó ver la señora. Quedé admirado de
-su hermosura; tanto, que me pareció no haber visto facciones más
-lindas en mi vida. Tenía un aire tan delicado y aniñado, que parecía
-ser de edad de quince años, sin embargo de que había más de treinta
-que caminaba por sí misma sin necesidad de andadores. «Amigo--me
-preguntó con cara risueña--, ¿eres criado de don Luis Pacheco?» «Sí,
-señora--le respondí--; tres semanas ha que entré a servir a su merced.»
-Y diciendo esto le entregué respetuosamente el fatal papel que se me
-había encargado. Leyóle dos o tres veces, con semblante de dudar lo que
-sus mismos ojos veían. Con efecto, nada esperaba menos que semejante
-respuesta. Alzaba los ojos al cielo, mordíase los labios y todos sus
-indeliberados movimientos hacían patente lo que pasaba dentro de su
-corazón. Volvióse después hacia mí y me dijo: «Amigo mío, ¿don Luis
-se ha vuelto loco desde que se ausentó de mí? No comprendo su modo
-de proceder. Díme, amigo, si lo sabes: ¿qué motivo ha tenido para
-escribirme un papel tan cortesano, tan atento? ¿Qué demonio le tiene
-poseído? Si quiere romper conmigo, ¿no sabría hacerlo sin ultrajarme
-con una carta tan grosera?» «Señora--le respondí afectando un aire
-lleno de sinceridad--, es cierto que mi amo no ha tenido razón para
-eso; pero en cierta manera se vió en términos de no poder hacer otra
-cosa. Si me dais palabra de guardar el secreto, yo os descubriré todo
-el misterio.» «Te ofrezco guardarlo--me respondió ella prontamente--;
-no temas que te perjudique; y así, explícate con toda libertad.» «Pues,
-señora--continué yo--, he aquí el caso en dos palabras. Un momento
-después que mi amo recibió vuestro papel, entró en la posada una dama
-tapada con un manto de los más dobles; preguntó por el señor Pacheco;
-hablóle a solas, y de allí a algún tiempo, al fin de la conversación,
-le oí decir estas precisas palabras: «Me juráis que nunca la volveréis
-a ver, pero no me contento con esto; es menester que ahora mismo
-le escribáis un billete, que yo misma quiero dictaros. Esto quiero
-absolutamente de vos.» Sujetóse don Luis a todo lo que deseaba aquella
-mujer, y entregándome después el billete, me dijo: «Toma este papel,
-averigua dónde vive el doctor Marcos de la Llana y procura con maña
-que esta carta se entregue en propia mano a su hija Isabel.» De aquí
-inferiréis, señora, que la tal carta es hechura de alguna enemiga
-vuestra y, por consiguiente, que mi amo poca o ninguna culpa ha tenido
-en esta maniobra.» «¡Oh Cielos!--exclamó ella--. ¡Pues esto es todavía
-más de lo que yo pensaba! ¡Más me ofende su infidelidad que las
-indignas e injuriosas expresiones que se atrevió a escribir su mano!
-¡Ah, infiel! ¡Ha podido contraer otra amistad!» Pero, revistiéndose
-de repente de altivez, añadió despechada: «¡Abandónese en buen hora
-libremente a su nuevo amor, que yo no pienso impedirlo! Decidle de
-mi parte que no necesitaba insultarme para obligarme a dejar libre
-el campo a mi competidora y que desprecio demasiado a un amante tan
-voltario para tener el menor deseo de atraérmelo de nuevo.» Diciendo
-esto me despidió y se retiró muy enojada contra don Luis.
-
-Yo salí de casa del doctor Marcos de la Llana muy satisfecho de mí
-mismo, conociendo bien que si quería aprender el oficio de tercero me
-hallaba con suficientes talentos para salir maestro en poco tiempo.
-Volvíme a nuestra posada, donde encontré cenando juntos a los señores
-Mendoza y Pacheco y en conversación, con tanta confianza como si se
-hubieran conocido y tratado muchos años. Conoció Aurora en mi alegre y
-risueño semblante que no había desempeñado mal mi comisión. «¿Conque
-ya estás de vuelta, Gil Blas?--me dijo en tono festivo--. ¡Ea, danos
-cuenta de tu embajada!» Tuve, para responder, que recurrir a mi
-talento. Dije que había entregado el pliego en mano propia a Isabel, la
-que, después de haber leído los dos dulcísimos y tiernísimos papeles,
-prorrumpió en grandes carcajadas, como una loca, diciendo: «¡Por vida
-mía que los dos señoritos escriben con bellísimo estilo! ¡No se puede
-negar que nadie es capaz de imitarlo!» «Eso--dijo mi ama--se llama
-sacar el caballo o salir del atolladero airosamente. ¡En verdad que
-la tal señora mía es una chula de prueba y muy diestra!» «Desconozco
-enteramente en esta ocasión a doña Isabel--interrumpió don Luis--; la
-tenía en muy distinto concepto.» «Yo también--replicó Aurora--había
-formado otro juicio de ella. Es preciso confesar que hay mujeres que
-saben hacer toda clase de papeles. A una de éstas amé yo, y en verdad
-que se burló de mí largo tiempo. Gil Blas lo puede decir; parecía la
-mujer más juiciosa y más honesta que había en todo el mundo.» «Así
-es--respondí yo introduciéndome en la conversación--; era capaz de
-engañar al más astuto, y aun a mí mismo me hubiera engañado.»
-
-Dieron grandes carcajadas el fingido Mendoza y el verdadero Pacheco
-cuando me oyeron hablar de esta suerte; y lejos de desaprobar el que
-yo me tomase la libertad de mezclarme en su conversación, me dirigían
-a menudo la palabra para divertirse con mis respuestas. Proseguimos
-nuestros razonamientos sobre el arte de fingir, que en supremo
-grado poseen las mujeres, y el resultado de nuestros discursos fué
-que Isabel quedó legal y judicialmente declarada por una chula de
-profesión. Don Luis protestó de nuevo que jamás la volvería a ver
-y, a ejemplo suyo, don Félix juró que siempre la miraría con el
-más alto desprecio. Acabadas estas protestas, estrecharon más su
-amistad, prometiendo que ninguna cosa tendrían reservada uno para
-otro; antes bien, que todas se las comunicarían recíprocamente.
-Sobremesa se detuvieron un rato, diciendo cosas graciosísimas, y
-después se separaron para irse a dormir cada cual a su cuarto. Yo
-acompañé a Aurora hasta el suyo, donde di fiel y verdadera cuenta de
-la conversación que había tenido con la hija del doctor, sin omitir
-la circunstancia más menuda. Faltó poco para que me abrazase de pura
-alegría. «Querido Gil Blas--me dijo--, tu ingenio y habilidad me
-tienen encantada. Cuando nos arrastra una pasión en que es preciso
-recurrir a invenciones y estratagemas, es gran fortuna tener un criado
-tan advertido y tan ingenioso como tú, que tomas verdadero interés en
-nuestros asuntos. ¡Animo, pues, amigo mío! ¡Nos hemos sacudido de una
-mujer que podía hacernos mal tercio! No me descontenta el principio,
-pero como los lances de amor están sujetos a varias revoluciones, soy
-de parecer que cuanto antes acometamos nuestra ideada empresa y que
-desde mañana empiece a representar su papel Aurora de Guzmán.» Aprobé
-el pensamiento y, dejando al señor don Félix con su paje, me retiré al
-cuarto donde tenía mi cama.
-
-
-
-
- CAPITULO VI
-
-De qué ardides se valió Aurora para que la amase don Luis Pacheco.
-
-
-El primer cuidado de los dos buenos amigos fué reunirse al día
-siguiente, y comenzaron con abrazos, que Aurora se vió precisada a dar
-y recibir para hacer bien el personaje de don Félix. Fueron juntos
-a pasearse por la ciudad, acompañándolos yo con Chilindrón, criado
-de don Luis. Parámonos a la puerta de la Universidad a leer varios
-carteles de libros que acababan de fijar a la puerta. Había también
-leyendo otras muchas personas, y entre ellas se me hizo reparable un
-hombrecillo que hacía crítica de las obras que se anunciaban. Observé
-que le estaban oyendo otros con singular atención y me persuadí también
-de que él creía merecer que le escuchasen. Parecía vano y hombre de
-tono decisivo, como lo suelen ser la mayor parte de las personas
-chiquitas. «Esa nueva traducción de Horacio que anuncia ese cartel
-con letras gordas--decía a los circunstantes--es una obra en prosa
-compuesta por un autor viejo del colegio, libro muy estimado de los
-escolares, que han agotado de él ya cuatro ediciones, sin que ningún
-inteligente haya comprado siquiera un ejemplar.» No era más favorable
-la crítica que hacía de los demás libros. Todos los motejaba sin
-caridad; probablemente sería algún autor. Yo de buena gana le hubiera
-estado oyendo hasta que acabase de hablar, pero me fué preciso seguir
-a don Luis y a don Félix, que, fastidiados de aquel hombrecillo y no
-importándoles poco ni mucho los libros que criticaba, prosiguieron su
-camino, alejándose de él y de la Universidad.
-
-Llegamos a la posada a la hora de comer. Sentóse mi ama a la mesa
-con Pacheco, y diestramente hizo que la conversación recayese sobre
-su familia. «Mi padre--dijo--es un segundo de la casa de Mendoza,
-establecida en Toledo; mi madre es hermana carnal de doña Jimena de
-Guzmán, que hace pocos días vino a Salamanca en seguimiento de cierto
-negocio de importancia, trayendo consigo a su sobrina doña Aurora, hija
-única de don Vicente de Guzmán, a quien quizá habrá usted conocido.»
-«No--respondió don Luis--, pero he oído hablar mucho de él, igualmente
-que de Aurora, vuestra prima. Decidme si puedo creer todo lo que dicen
-de esta señorita; me han asegurado que es sin igual en hermosura y
-entendimiento.» «En cuanto a entendimiento--respondió don Félix--, es
-cierto que no le falta, y también lo es que ha procurado cultivarlo;
-pero en cuanto a hermosura no creo que sea tanta como ponderan,
-cuando oigo decir que ella y yo nos parecemos mucho.» «Siendo eso
-así--replicó prontamente don Luis--, queda muy acreditada su fama.
-Vuestras facciones son regulares; vuestra tez, muy delicada, y así,
-no puede menos de ser linda vuestra prima. Yo tendría mucho gusto en
-verla y hablar con ella.» «Desde luego me ofrezco a satisfacer vuestra
-curiosidad--repuso el fingido Mendoza--; hoy mismo, después de comer,
-iremos los dos a casa de mi tía.»
-
-Mudó entonces de conversación mi ama y empezaron los dos a hablar
-de cosas indiferentes. Por la tarde, mientras se disponían para ir
-a casa de doña Jimena, me anticipé yo a prevenir a la dueña que
-se preparase para recibir esta visita. Hecha esta diligencia, me
-restituí prontamente a la posada para acompañar a don Félix, quien,
-finalmente, condujo al señor don Luis a casa de su tía. Apenas entraron
-en ella cuando se encontraron con doña Jimena, que les hizo seña de
-que metiesen poco ruido, diciéndoles en voz baja: «¡Paso, pasito!
-No despierten ustedes a mi sobrina, que desde ayer acá ha estado
-padeciendo una furiosa jaqueca, la cual ha poco tiempo que la dejó,
-y habrá un cuarto de hora que la pobre niña se retiró a descansar
-un poco.» «Siento mucho esa indisposición--dijo Mendoza aparentando
-sentimiento--, porque esperaba tener el gusto de que viésemos a mi
-prima, pues quería hacer este obsequio a mi amigo Pacheco.» «No es eso
-tan urgente--respondió la Ortiz sonriéndose--; pueden ustedes dejarlo
-para mañana.» Detuviéronse un rato los dos caballeritos con la vieja, y
-después de una breve conversación se retiraron.
-
-Condújonos don Luis a casa de un amigo suyo, llamado don Gabriel de
-Pedrosa, donde pasamos lo restante del día; cenamos con él, y dos
-horas después de media noche volvimos a la posada. Habríamos andado
-como la mitad del camino cuando tropezamos con dos hombres que estaban
-tendidos en medio de la calle. Creíamos que serían algunos infelices
-recién asesinados y nos paramos a socorrerlos, en caso de llegar a
-tiempo nuestro socorro. Mientras nos estábamos informando del estado
-en que se hallaban, cuanto lo podía permitir la obscuridad de la
-noche, he aquí que llega una ronda. El cabo nos tuvo por asesinos y
-dió orden a sus gentes de que nos cercasen; pero mudó de opinión,
-haciendo mejor juicio, luego que nos oyó hablar, y mucho más cuando,
-a la luz de una linterna sorda, descubrió las nobles facciones de
-Mendoza y de Pacheco.. Mandó a los alguaciles que examinasen y
-reconociesen aquellos dos hombres que nosotros creíamos asesinados, y
-hallaron ser un licenciado gordo y su criado, atestados enteramente
-de vino y perfectamente borrachos. «Señores--exclamó un ministril--,
-conozco muy bien a este gran bebedor; es el señor licenciado Guiomar,
-rector de nuestra Universidad. Aquí donde ustedes le ven es un grande
-hombre, un talento extraordinario. No hay filósofo a quien no confunda
-en un argumento; tiene una facundia sin igual. ¡Lástima es que sea
-tan inclinado al vino, a pleitos y a mujeres! Ahora vendrá de cenar
-con su Isabelilla, en donde, por desgracia, él y el que le guía se
-habrán emborrachado, y ambos han caído en el arroyo. Antes que el
-buen licenciado fuese rector le sucedía esto con bastante frecuencia.
-Los honores, como ustedes ven, no siempre mudan las costumbres.»
-Nosotros dejamos a los dos borrachos en manos de la ronda, que cuidó de
-llevarlos a casa, y nos fuimos a la nuestra, donde cada uno trató de
-irse a dormir.
-
-Don Félix y don Luis se levantaron al día siguiente a eso del mediodía,
-y vueltos a reunir, su primera conversación fué de doña Aurora de
-Guzmán. «Gil Blas--me dijo mi ama--, vé a casa de mi tía doña Jimena y
-pregúntale de mi parte si el señor Pacheco y yo podemos ir hoy a ver a
-mi prima.» Partí al punto a desempeñar mi comisión, o, por mejor decir,
-a quedar de acuerdo con la dueña sobre el modo con que nos habíamos de
-gobernar, y después que tomamos nuestras medidas puntuales volví con
-la respuesta al fingido Mendoza y le dije: «Vuestra prima Aurora está
-muy buena; ella misma me ha encargado os asegure que vuestra visita le
-será del mayor agrado, y doña Jimena me encomendó afirmase al señor
-Pacheco que siempre será muy bien recibido en su casa por vuestra
-recomendación.»
-
-Conocí que estas últimas palabras habían gustado mucho a don Luis.
-También lo conoció mi ama, y desde luego arguyó de ello un dichoso
-presagio. Poco antes de comer vino a la posada el criado de doña
-Jimena y dijo a don Félix: «Señor, un hombre de Toledo fué a preguntar
-por su merced en casa de su señora tía y dejó en ella este billete.»
-Abrióle el fingido Mendoza y leyó en él estas cláusulas, en voz que
-las pudiesen oír todos: «Si queréis saber de vuestro padre, con otras
-noticias de consecuencia que os importan mucho, leído éste venid
-prontamente al mesón del _Caballo Negro_, cerca de la Universidad.»
-«Tengo grandes deseos de saber cuanto antes estas noticias que tanto me
-interesan para no satisfacer mi curiosidad al momento. ¡Hasta luego,
-Pacheco!--continuó--. Si no volviere dentro de dos horas, podéis ir vos
-solo a casa de mi tía, adonde concurriré yo también después de comer.
-Ya sabéis el recado que os dió Gil Blas de parte de doña Jimena; en
-virtud de él podéis con franqueza hacer esta visita.» Diciendo esto,
-salió de casa, mandándome le siguiese.
-
-Ya se deja discurrir que en vez de tomar el camino del mesón del
-_Caballo Negro_ nos fuimos derechitos a casa de la Ortiz y nos
-dispusimos al enredo. Quitóse Aurora sus postizos cabellos rubios,
-lavóse y restregóse muy bien las cejas, vistióse de mujer y quedó como
-naturalmente era: una trigueña hermosa. Puede decirse que el disfraz
-la transformaba de manera que doña Aurora y don Félix parecían dos
-personas diferentes; y aun en traje de mujer parecía más alta que
-vestida de hombre; bien es verdad que los grandes tacones aumentaban
-la estatura. Luego que a su hermosura añadió los demás auxilios que el
-arte podía prestarle, esperó a don Luis, con una agitación mezclada
-de recelo y de esperanza. Unas veces confiaba en su talento y en su
-hermosura y otras temía que le saliese mal aquella tentativa. La Ortiz
-se dispuso por su parte lo mejor que pudo para ayudar a su ama. Por lo
-que hace a mí, como no convenía que Pacheco me viese en aquella casa,
-y como--a semejanza de aquellos actores que sólo aparecen en el teatro
-cuando está para concluirse la comedia--no debía parecer en ella hasta
-el fin de la visita, salí así que acabé de comer.
-
-En fin, todo estaba ya prevenido cuando llegó don Luis. Recibióle doña
-Jimena con el mayor agrado y tuvo con Aurora una conversación que
-duró de dos a tres horas. Al cabo de ellas entré yo en la sala donde
-estaban, y dirigiéndome a don Luis, le dije: «Caballero, mi amo don
-Félix suplica a usted se sirva perdonarle si hoy no puede venir, porque
-está con tres hombres de Toledo de quienes no puede desembarazarse.»
-«¡Ah libertinillo!--exclamó doña Jimena--. ¡Sin duda estará de
-jarana!» «No, señora--repliqué yo prontamente--; está en realidad
-con aquellos hombres, tratando de negocios muy serios. Es cierto que
-le ha causado grandísimo disgusto el no poder venir aquí, y me ha
-encargado decíroslo, igualmente que a doña Aurora.» «¡Oh! ¡Yo no admito
-sus disculpas!--repuso mi ama chanceándose--. Sabiendo que he estado
-indispuesta, debía mostrar más atención con las personas que le son tan
-allegadas. ¡En castigo de esta falta no quiero verle en dos semanas!»
-«¡Ah, señora--dijo entonces don Luis--, no toméis tan cruel resolución!
-Sóbrale a don Félix por castigo el no haberos visto hoy.»
-
-Después de haberse chanceado algún tiempo sobre el mismo asunto,
-se retiró Pacheco. La bella Aurora mudó inmediatamente de traje y
-volvióse a poner su vestido de caballero. Trasladóse a la posada lo más
-breve que le fué posible, y apenas entró dijo a don Luis: «Perdonadme,
-amigo, si no pude ir a buscaros a casa de mi tía. Halléme con unas
-gentes tan pesadas que no pude, por más que hice, desenredarme de
-ellas. Lo único que me consuela es que, a lo menos, habéis tenido
-lugar para satisfacer vuestra curiosidad y vuestros deseos. Y bien,
-¿qué os ha parecido mi prima? Decídmelo ingenuamente.» «¿Qué me ha de
-parecer?--respondió Pacheco--. ¡Me ha hechizado! Tenéis razón en decir
-que los dos sois muy parecidos. ¡En mi vida he visto facciones más
-semejantes! ¡El mismo aire de cara, los mismos ojos, la misma boca y
-hasta el mismo eco de voz! No hay mas diferencia entre los dos sino que
-vuestra prima es algo más alta; es trigueña, y vos rubio; sois festivo,
-y ella seria. Eso únicamente os diferencia uno de otro. En cuanto a
-entendimiento--continuó--, no cabe más. ¡En una palabra: es una dama de
-mérito extremado!»
-
-Pronunció Pacheco tan fuera de sí estas últimas palabras, que don Félix
-le dijo sonriéndose: «Pésame, amigo, de haberos proporcionado este
-conocimiento con doña Jimena, y si queréis creerme, no volváis más a
-su casa; os lo aconsejo por vuestra quietud. Doña Aurora de Guzmán
-podría insensiblemente quitaros el sosiego e inspiraros una pasión.»
-«¡No necesito volverla a ver--interrumpió don Luis--para estar ya
-ciegamente prendado de ella! El mal, si lo hay, está hecho.» «Tanto
-peor para vos--replicó el fingido Mendoza--, porque vos no sois hombre
-de contentaros con una sola, y mi prima no es doña Isabel. Os hablo
-claro, como amigo; no es mujer capaz de sufrir amante alguno que no
-vaya por el camino real.» «_¿Por el camino real?_--repitió don Luis--.
-¿Y puede irse por otro hacia una señorita de su calidad? ¡Es agraviarme
-el creerme capaz de mirarla con ojos profanos! ¡Conocedme mejor, mi
-querido Mendoza! ¡Ah! ¡Yo me tendría por el más dichoso de todos los
-hombres si aprobara mi solicitud y quisiera unir su suerte con la mía!»
-«¡Oh don Luis!--repuso don Félix--. Supuesto que pensáis de ese modo,
-desde este instante me tendrá de su parte vuestro amor y desde luego os
-ofrezco mis buenos oficios con Aurora. Mañana mismo daré principio a
-ellos, procurando ganar a mi tía, que tiene mucho ascendiente sobre mi
-prima.»
-
-Pacheco dió mil gracias al caballero que le hacía una oferta tan
-apreciable, y mi ama y yo vimos con gusto que no podía dirigirse
-mejor nuestra estratagema. El día siguiente añadimos algunos grados
-más al amor de don Luis con otra invención. Pasó Aurora a su cuarto
-después de suponer que había ido a hablar con doña Jimena como para
-interesarla en su favor, y le dijo así: «Hablé a mi tía, y no me costó
-poco reducirla a que favoreciese vuestros deseos. Halléla fuertemente
-preocupada contra vos. Yo no sé quién le había metido en la cabeza que
-erais un libertino; lo cierto es que alguno le ha dado una idea poco
-favorable de vuestras costumbres. Por fortuna, tomé vuestro partido
-con tal tesón, que logré por último desimpresionarla del todo. No
-obstante--prosiguió Aurora--, a mayor abundamiento, quiero que los
-dos solos tengamos una conferencia con mi tía, para asegurarnos más
-de su favor y de su apoyo.» Manifestó Pacheco una grande impaciencia
-por hablar cuanto antes con doña Jimena, y don Félix procuró que
-lograse esta satisfacción la mañana del día siguiente, bastante
-temprano. Condújole él mismo a la señora Ortiz, y los tres tuvieron
-una conversación, en la cual dió muy bien don Luis a conocer el mucho
-terreno que el amor había ganado en su corazón en tan breve tiempo.
-Fingióse la sagaz Jimena muy pagada de la tierna afición que mostraba
-a su sobrina y le ofreció hacer cuanto estuviese de su parte para
-persuadirla a que le diese su mano. Arrojóse Pacheco a los pies de tan
-buena tía y le rindió mil gracias. A este tiempo preguntó don Félix
-si su prima se había levantado. «No--respondió la dueña--; todavía
-está durmiendo, y por ahora no se la podrá ver; pero vuelvan ustedes
-esta tarde y le hablarán cuanto quieran.» Respuesta que, como se puede
-creer, acrecentó en gran manera la alegría de don Luis, a quien se le
-hizo eterno el resto de aquella mañana. Restituyóse, pues, a su posada,
-en compañía del fingido Mendoza, quien tenía la mayor complacencia
-en observar todos sus movimientos y en descubrir en ellos todas las
-señales de un amor verdadero.
-
-Toda la conversación fué acerca de Aurora. Acabada la comida, dijo don
-Félix a Pacheco: «Ahora mismo me ha ocurrido un pensamiento. Me parece
-que podrá ser muy del caso el que yo me adelante un poco a casa de mi
-tía para hablar a solas a mi prima y averiguar, si puedo, el estado
-de su corazón en orden a vuestra persona.» Aprobó don Luis esta idea;
-dejó salir primero a su amigo y él le siguió una hora después. Mi ama
-supo aprovechar el tiempo, de manera que cuando llegó su amante ya
-estaba vestida de mujer. Después de haber saludado a doña Aurora y a
-su tía, dijo don Luis: «Yo creí encontrar aquí a don Félix.» «Está
-escribiendo en mi gabinete--respondió doña Jimena--y presto saldrá.»
-Quedó satisfecho don Luis con esta respuesta y empezó a entablar
-conversación con las dos. Sin embargo, a pesar de la presencia del
-objeto amado, notó que las horas pasaban sin que Mendoza saliese, y no
-pudo ya don Luis disimular más su extrañeza. Aurora mudó de repente de
-tono, echóse a reír y dijo: «¿Es posible, señor don Luis, que no hayáis
-aún sospechado la inocente burla que os estamos haciendo? Pues qué,
-¿unos cabellos rubios, pero postizos, y dos cejas teñidas me desfiguran
-tanto que os hayáis dejado engañar hasta ese punto? Desengañaos,
-caballero--prosiguió volviendo a su natural seriedad--; acabad de
-conocer que don Félix de Mendoza y doña Aurora de Guzmán son una misma
-persona.»
-
-No se contentó con sacarle de su error, sino que le confesó también
-la flaqueza de su pasión y todos los pasos que esta misma le había
-sugerido para reducirle al estado en que le veía. No quedó el tierno
-amante menos encantado que sorprendido de lo que oía y veía. Echóse
-a los pies de mi ama y, lleno de gozo, le dijo: «¡Ah, bella Aurora!
-¿Puedo creer con efecto que yo soy el hombre dichoso que ha merecido a
-tu bondad tan finas demostraciones? ¿Qué puedo hacer para agradecerlas?
-¡Un amor eterno no sería suficiente para pagarlas!» A estas palabras
-se siguieron otras mil halagüeñas expresiones, después de lo cual
-los dos amantes hablaron de las medidas que debían tomar para llegar
-al cumplimiento de sus deseos. Resolvióse que todos partiésemos
-inmediatamente a Madrid, donde se desenlazaría nuestra comedia por
-medio de un casamiento. Así se ejecutó, y al cabo de quince días se
-casó don Luis con mi ama, celebrándose la boda con ostentación y un
-sinnúmero de diversiones.
-
-
-
-
- CAPITULO VII
-
-Muda Gil Blas de acomodo, pasando a servir a don Gonzalo Pacheco.
-
-
-Tres semanas después de este casamiento, queriendo mi ama recompensar
-mis buenos servicios, me regaló cien doblones, y me dijo: «Gil Blas,
-yo no te despido de mi casa; puedes mantenerte en ella todo el tiempo
-que quisieres; pero sábete que don Gonzalo Pacheco, tío de mi marido,
-desea mucho seas su ayuda de cámara. Le he hablado tan bien de ti, que
-me ha pedido te persuada a que vayas a servirle. Es un señor ya de
-días, pero de bellísimo genio, y estoy cierta de que te irá muy bien
-con él.»
-
-Di mil gracias a Aurora por sus favores, y como ya no necesitaba
-de mí, acepté con tanto más gusto el partido que me proporcionaba
-cuanto que yo no salía de entre la familia. Fuí, pues, una mañana, de
-parte de la recién casada, a casa del señor don Gonzalo, que todavía
-estaba en la cama, aunque era cerca de mediodía. Entré en su cuarto
-y le hallé tomando un caldo que acababa de traerle un paje. Tenía el
-buen viejo los bigotes envueltos en unos papelillos, ojos hundidos y
-casi amortiguados, un rostro descarnado y macilento. Era de aquellos
-solterones que, habiendo sido muy libertinos en la mocedad, no son más
-contenidos en la vejez. Recibióme con agrado y me dijo que si le quería
-servir con el mismo celo con que había servido a su sobrina podía
-contar con que me haría feliz. Ofrecíle emplear igual esmero en cumplir
-con mi obligación en su casa que en la de su sobrina, y desde aquel
-momento me recibió en su servidumbre.
-
-Heme aquí, pues, con un nuevo amo, el cual sabe Dios qué hombre era.
-Cuando se levantó creí estar viendo la resurrección de Lázaro. Figúrese
-el lector un cuerpo alto y tan seco que si se le viese en cueros sería
-a propósito para aprender la osteología; las piernas eran tan chupadas
-que, aun después de tres o cuatro pares de medias que se puso, me
-parecían delgadísimas. Además de eso, esta momia viviente era asmática,
-acompañando con una tos cada palabra. Luego tomó chocolate, y mandando
-después que le trajesen papel y tinta, escribió un billete, que cerró y
-entregó al paje que le había servido el caldo, para que le llevase a su
-destino. Apenas partió éste cuando, volviéndose a mí, me dijo: «Amigo
-Gil Blas, de aquí en adelante pienso que seas tú confidente de mis
-encargos, particularmente los respectivos a doña Eufrasia, que es una
-joven a quien amo y de quien soy tiernamente correspondido.»
-
-«¡Santo Dios!--dije prontamente para mi capote--. ¿Y cómo podrán los
-mozos dejar de creer que los aman, cuando este viejo chocho está
-persuadido de que le idolatran?» «Hoy mismo--prosiguió él--irás conmigo
-a casa de esta señora, porque casi todas las noches ceno con ella. Te
-quedarás admirado de ver su modestia y compostura. Muy lejos de imitar
-a aquellas loquillas que se pagan de la juventud y se prendan de las
-apariencias, es ya de un entendimiento claro y de un juicio maduro;
-no busca en los hombres sino el buen modo de pensar y prefiere a la
-belleza del rostro una persona que sepa amar.» No limitó a sólo esto
-el elogio de su dama, sino que se empeñó en persuadirme de que era
-un compendio de todas las perfecciones; pero encontró con un oyente
-difícil en dejarse convencer sobre este punto. Después de haber
-cursado en la escuela de las comediantas y sido testigo ocular de todas
-sus maniobras, nunca creí que los viejos fuesen muy afortunados en
-amor. Sin embargo, fingí--por complacerle únicamente--que le creía;
-y aun hice más, pues no sólo alabé la discreción y el buen gusto de
-doña Eufrasia, sino que me adelanté a decir que ella tampoco podría
-encontrar otro sujeto más amable. El buen hombre no conoció que yo le
-lisonjeaba; antes por el contrario tomó por verdadera mi alabanza.
-Tanta verdad es que nada se arriesga en adular a los grandes, pues
-admiten con gusto aun las lisonjas más desmedidas.
-
-Después de esta conversación, comenzó el viejo a arrancarse con unas
-pinzas algunos pelos blancos de la barba; se lavó los ojos, que
-estaban llenos de legañas; lo mismo hizo con los oídos, manos y cara;
-y concluídas sus abluciones, se tiñó de negro el bigote, las cejas y
-el pelo, gastando en el tocador más tiempo que emplea una viuda vieja
-empeñada en desmentir el estrago de los años. No bien había acabado de
-vestirse, cuando entró en su cuarto el conde de Azumar, amigo suyo y
-tan viejo como él, pero muy diferente en todo lo demás. Este traía sus
-venerables canas descubiertas, se apoyaba en un bastón y, en vez de
-querer parecer joven, mostraba hacer alarde de su ancianidad. «Amigo
-Pacheco--dijo luego que entró--, vengo a comer contigo.» «¡Bien venido,
-conde!», le respondió mi amo. Y al mismo tiempo se abrazaron y pusieron
-a hablar mientras se hacía hora de sentarse a la mesa. Al principio
-fué la conversación sobre una corrida de toros que pocos días antes se
-había celebrado, y hablaron de los picadores que habían mostrado mayor
-destreza y valor. Sobre esto, el viejo conde, a manera de aquel otro
-Néstor, a quien todas las cosas presentes le servían de ocasión para
-alabar las pasadas, dijo suspirando: «¡Ya no se hallan hoy los hombres
-que se veían en otros tiempos! Ni los toros ni los torneos se hacen con
-aquella magnificencia con que se hacían en nuestra mocedad.»
-
-Yo me reía interiormente de la ridícula preocupación del señor conde
-de Azumar, el cual no se contentó con aplicarla únicamente a los toros
-y a los torneos, pues cuando se sirvió la fruta en la mesa dijo,
-mirando unos excelentes melocotones que se habían puesto en ella: «En
-mi tiempo eran mucho mayores los melocotones de lo que son ahora. ¡La
-Naturaleza se debilita cada día!» «¡Según eso--dije yo entonces para mí
-sonriéndome--, los melocotones en tiempo de Adán debían ser de enorme
-tamaño!»
-
-Detúvose el conde de Azumar con don Gonzalo hasta cerca de la noche.
-Luego que éste se desembarazó de él, salió de casa, diciéndome le
-acompañase, y fuimos derechos a la de Eufrasia, distante como cien
-pasos de la nuestra. Encontrámosla en un cuarto alhajado con primor.
-Estaba vestida con gusto, y mostraba un aspecto de tan florida
-juventud, que casi parecía una niña, sin embargo de que ya llegaba por
-lo menos a los treinta. Podía pasar por linda, y desde luego admiré su
-talento. No era de aquellas cortesanas que brillan por su locuacidad,
-por su desembarazo y por su desenvoltura. Tanto en sus acciones como
-en sus palabras, sobresalían en ella el juicio, la modestia y la
-penetración. Sin afectar ingenio, se echaba de ver en todo lo que
-decía. Consideréla yo con no poca admiración y dije: «¡Oh Cielos! ¿Es
-posible que pueda ser disoluta una mujer al parecer tan modesta?» Y es
-que vivía yo persuadido de que necesariamente había de ser desenvuelta
-toda dama cortesana. Admirábame aquel aparente recato, sin hacerme
-cargo de que las tales ninfas saben acomodarse a todos los genios,
-conformándose al carácter de los ricos y señores que caen en sus manos.
-Si gustan unos de viveza y atolondramiento, con éstos serán intrépidas
-y casi locas; si agrada a otros el sosiego y compostura, siempre las
-encontrarán con un exterior tranquilo, honesto y virtuoso. Verdaderos
-camaleones, mudan de color según el genio y el humor de las personas
-que las visitan.
-
-No era don Gonzalo del gusto de aquellos caballeros que se pagan de
-hermosuras desenvueltas; antes se le hacían insufribles, y para que le
-agradase una mujer era menester que tuviese cierto aire de modestia.
-Así, Eufrasia, gobernándose por esta idea, hacía ver que había más
-comediantas que las que representan en los teatros. Dejé a mi amo con
-su ninfa y pasé a una sala, donde me encontré con una ama de gobierno,
-vieja, que yo había conocido cuando era criada de una comedianta.
-Ella también me conoció inmediatamente y representamos una escena de
-reconocimiento digna de una comedia. «¿Aquí estás, amigo Gil Blas?--me
-dijo llena de alegría,--. ¿Según eso, has salido de casa de Arsenia,
-como yo de la de Constanza?» «Así es--respondí yo--; mucho tiempo ha
-que la dejé, y después entré a servir a una señora de distinción,
-porque la vida de la gente de teatro no me acomodaba. Yo mismo me
-despedí, sin dignarme decir a Arsenia ni una palabra.» «Hiciste muy
-bien--me respondió la vieja, que se llamaba Beatriz--, y poco más o
-menos lo hice con Constanza. Una mañana le di mi cuenta, luego que
-me levanté; ella me la recibió sin decirme nada, y de esta manera
-nos despedimos; como dicen, a la francesa.» «Mucho celebro--repuse
-yo--que tú y yo nos hallemos en casa más honorífica. Doña Eufrasia me
-parece señora de distinción y la creo de muy buen carácter.» «No te
-engañas en eso--respondió Beatriz--. Mi ama es una mujer bien nacida,
-como lo manifiestan sus modales; y por lo que toca al genio, será
-difícil hallar otra más sosegada ni más apacible. No es de aquellas
-amas altivas y difíciles de contentar, que nada les gusta, que en
-todo encuentran qué decir, gritan sin cesar, mortifican a todos los
-criados y es un infierno el servirlas. Hasta ahora no la he oído reñir
-siquiera una vez: tan amiga es de la paz. Cuando hago alguna cosa que
-no le gusta, me lo reprende sin enfado y sin prorrumpir en aquellos
-dicterios de que tanto usan las mujeres soberbias.» «También mi
-amo--repliqué yo--es un señor muy afable; se familiariza conmigo y me
-trata como a un igual más bien que como a un criado. En una palabra, es
-el caballero mejor del mundo; en cuanto a esto, vos y yo estamos mejor
-que cuando estábamos con las comediantas.» «¡Mil veces mejor!--repuso
-Beatriz--. Yo llevo ahora una vida muy retirada, siendo así que la de
-entonces era tan bulliciosa. En nuestra casa no entra más hombre que
-el señor don Gonzalo; y en mi soledad tampoco veré yo a otro que a ti,
-de lo que me alegro mucho. Tiempo ha que te miraba con buenos ojos, y
-más de una vez tuve envidia a Laura porque eras tan amigo suyo. Pero,
-en fin, no desconfío de ser tan dichosa como ella, pues aunque no tenga
-su juventud ni su hermosura, en recompensa, detesto la volubilidad,
-cuya prenda ningún hombre puede remunerar suficientemente; en punto a
-fidelidad, soy una tortolilla.»
-
-Como la buena Beatriz era una de las muchas que se ven obligadas a
-brindar con sus favores, porque sin eso ninguno los pretendería, no
-tuve la menor tentación de aprovecharme de su generosidad; pero tampoco
-me pareció conveniente hablar de manera que pudiera recelar que la
-despreciaba; antes bien, tuve la advertencia de hablarle en términos
-que no perdiese la esperanza de reducirme a corresponderla. Yo me
-imaginaba haber conquistado a una criada vieja, pero también me engañé
-miserablemente en esta ocasión. Galanteábame ella no sólo por mi
-linda cara, sino para granjearme a favor de los intereses de su ama, a
-quien tenía tanto amor que ningún medio perdonaba cuando se trataba de
-complacerla y servirla. Reconocí mi error la mañana siguiente, en que
-fuí a entregar a doña Eufrasia un billete amoroso de mi amo. Recibióme
-con agrado y me dijo mil cosas cariñosas, y la criada dió también su
-pincelada en mi elogio. Una admiraba mi fisonomía; otra hallaba en mí
-cierto aire de moderación y de prudencia. Al oír a las dos, mi amo
-poseía un tesoro en mi persona. En una palabra, me alabaron tanto que
-desconfié de sus elogios. Desde luego penetré el fin de ellos, pero los
-oía con una aparente simplicidad, con cuyo artificio engañé a aquellas
-bribonas, que al cabo se quitaron la mascarilla.
-
-«Escucha, Gil Blas--me dijo doña Eufrasia--: en ti consiste hacer tu
-fortuna. Procedamos todos de acuerdo, amigo mío. Don Gonzalo es viejo;
-su salud, muy delicada; una calenturilla, ayudada de un buen médico,
-basta para echarle a la sepultura. Aprovechémonos bien de los pocos
-momentos que le restan y gobernémonos de modo que me deje a mí la
-mejor parte de sus bienes. A ti te tocará una buena porción; así te lo
-prometo, y puedes contar con mi palabra como con una escritura otorgada
-ante todos los escribanos de Madrid.» «Señora--le respondí--, disponga
-usted a su arbitrio de este su fiel servidor; solamente le suplico me
-diga lo que debo hacer, y lo demás déjelo por mi cuenta, que espero se
-dará por bien servida.» «Pues, ahora bien--repuso ella--, lo que has
-de hacer es observar cuidadosa y diligentemente a tu amo y darme razón
-puntual de todos sus pasos. Cuando hables con él, procura con arte
-introducir la conversación sobre las mujeres, y toma de aquí ocasión
-para, con destreza y maña, decirle mucho bien de mí. Tu mayor estudio
-ha de ser el tenerle siempre ocupado de su Eufrasia, en cuanto te sea
-posible. Espía con sagacidad si algún pariente suyo le hace la corte
-con la mira a su herencia y avísame sin perder un instante, que yo los
-echaré a pique. No te pido más. Tengo muy conocidos los diferentes
-genios de la parentela de tu amo; sé el modo de hacerlos ridículos a
-los ojos de éste, y ya he desconceptuado en su ánimo a sus primos y
-sobrinos.»
-
-Por esta instrucción, y por otras que añadió Eufrasia, conocí que
-era una de aquellas mujeres que sólo se dedican a complacer a viejos
-generosos. Pocos días antes había obligado a don Gonzalo a vender una
-posesión, cuyo precio le regaló. Todos los días le chupaba algo, y
-además de eso esperaba que no la olvidaría en su testamento. Mostréme
-muy deseoso de hacer todo lo que me pedía; mas, por no disimular nada,
-confieso que cuando volvía a casa iba muy dudoso sobre si contribuiría
-a engañar a mi amo o a apartarle de su querida. Este último partido me
-parecía más honrado que el otro, y me sentía más inclinado a cumplir
-con mi obligación que a faltar a ella. Consideraba por otra parte que,
-en suma, nada de positivo me había ofrecido Eufrasia, y quizá por
-esto, más que por otro motivo, no pudo corromper mi fidelidad. Resolví,
-pues, servir con celo a don Gonzalo, persuadido de que si lograba
-arrancarle del lado de su ídolo sería mejor recompensado por una acción
-buena que por las malas que yo pudiera hacer.
-
-Para conseguir mejor el fin que me había propuesto, fingí dedicarme
-enteramente a servir a doña Eufrasia. Hícele creer que continuamente
-estaba hablando de ella a mi amo, y sobre este supuesto, le embocaba
-mil patrañas, que la pobre creía como otros tantos evangelios;
-artificio con el cual me interné tanto en su confianza, que me contaba
-por el más ciegamente empeñado en promover sus intereses. A mayor
-abundamiento, aparenté también estar enamorado de Beatriz, la cual
-estaba tan ufana de la conquista de un mozo que no se le daba un
-pito de que la engañase, con tal que la engañase bien. Cuando mi amo
-y yo estábamos con nuestras dos reinas, representábamos dos cuadros
-diferentes, pero ambos por el mismo estilo. Don Gonzalo, seco y
-amarillo, como ya le he retratado, parecía un moribundo en la agonía
-cuando miraba a su Filis con ojos lánguidos y amorosos. Mi Nise,
-siempre que yo la miraba apasionado remedaba los melindres y acciones
-de una niña, poniendo en movimiento todos los registros de una truhana
-vieja y bien amaestrada. Conocíase que había cursado estas escuelas por
-lo menos unos buenos cuarenta años. Habíase refinado en servicio de
-una de aquellas heroínas del partido que saben el secreto de hacerse
-amar hasta la vejez y mueren cargadas de los despojos de dos o tres
-generaciones.
-
-No me bastaba ya el ir con mi amo todos los días a casa de Eufrasia;
-muchas veces iba solo, particularmente de día; y a cualquiera hora que
-fuese, nunca encontraba en ella a hombre, ni menos a mujer alguna,
-que me diese malas sospechas o modo de descubrir en Eufrasia el menor
-indicio de infidelidad. Esto me causaba no poca admiración, porque no
-acertaba a comprender cómo pudiese ser tan escrupulosamente fiel a don
-Gonzalo una mujer joven y hermosa.
-
-Pero en esta admiración no había juicio alguno temerario, pues la bella
-Eufrasia, como pronto veremos, para hacer más tolerable el tiempo que
-tardaba en heredar a don Gonzalo, se había provisto de un amante más
-proporcionado a sus años.
-
-Cierta mañana, muy temprano, fuí a entregar un billete a la tal niña
-de parte de mi amo, según la costumbre diaria. Hízome entrar en su
-cuarto y divisé en él los pies de un hombre que estaba escondido detrás
-de un tapiz. No di la más mínima señal de que le veía, y así que
-desempeñé mi encargo me salí, sin dar a entender que hubiese notado
-cosa alguna; pero aunque no debía sorprenderme este objeto, y más
-cuando en nada me perjudicaba a mí, no dejó, con todo, de inquietarme
-mucho. «¡Ah, malvada!--decía yo con enfado--. ¡Ah, traidora Eufrasia!
-¡No te contentas con engañar a un buen viejo, haciéndole creer que le
-amas, sino que te entregas a otro amante para hacer más abominable tu
-villana traición!» Pero, bien mirado, era yo muy necio en discurrir de
-esta suerte. Antes debía reírme de aquella aventura y mirarla como una
-compensación del fastidio y de los malos ratos que Eufrasia sufría con
-el trato de mi amo. A lo menos hubiera hecho mejor en no hablar palabra
-que en valerme de esta ocasión para acreditarme de buen criado. Pero
-en vez de moderar mi celo, abracé con mayor calor los intereses de don
-Gonzalo y le hice puntual relación de lo que había visto, añadiendo que
-doña Eufrasia había solicitado corromper mi fidelidad, y en prueba de
-ello no le oculté nada de lo que me había dicho, de manera que estuvo
-en su mano el conocimiento del verdadero carácter de su enamorada.
-Hízome mil preguntas, como dudando de lo que decía; pero mis respuestas
-fueron tales que le quitaron la satisfacción de poder dudarlo. Quedó
-atónito y asombrado de lo que había oído, y sin que le sirviese en este
-lance su ordinaria serenidad, se asomó a su semblante un repentino
-ímpetu de cólera, que podía parecer presagio de que Eufrasia pagaría su
-infidelidad. «¡Basta, Gil Blas!--me dijo--. Estoy sumamente agradecido
-al celo y amor que me muestras; me agrada infinito tu honrada lealtad.
-Ahora mismo voy a casa de Eufrasia a llenarla de reconvenciones y a
-romper para siempre la amistad con esta ingrata.» Diciendo esto, salió
-efectivamente, y se fué en derechura a su casa, no queriendo que le
-acompañase yo, por librarme de la mala figura que había de hacer si me
-hallaba presente a la averiguación de aquellos hechos.
-
-Mientras tanto, quedé esperando con la mayor impaciencia que volviese
-mi amo. No dudaba que, a vista de tan poderosos motivos para quejarse
-de su ninfa, volvería desviado de sus atractivos, o cuando menos
-resuelto a una eterna separación. Con este alegre pensamiento me
-daba a mí mismo el parabién de mi obra; me representaba el placer
-que tendrían los herederos legítimos de don Gonzalo cuando supiesen
-que su pariente ya no era juguete de una pasión tan contraria a sus
-intereses; me figuraba que todos se me confesarían obligados, y, en
-fin, que iba yo a distinguirme de los demás criados, más dispuestos
-por lo común a mantener a sus amos en sus desórdenes que a retirarlos
-de ellos. Apreciaba yo el honor y me lisonjeaba de que me tendrían
-por el corifeo de todos los sirvientes; pero una idea tan halagüeña
-se desvaneció pocas horas después, porque volvió mi amo y me dijo:
-«Amigo Gil Blas, acabo de tener una conversación muy acalorada con
-Eufrasia. Llaméla ingrata, aleve; llenéla de improperios; pero ¿sabes
-lo que me respondió? Que hacía mal en dar crédito a criados. Sostiene
-con empeño que me has hecho una relación falsa. Si he de creerla,
-tú no eres más que un impostor, un criado vendido a mis sobrinos,
-por cuyo amor no perdonarías medio alguno para ponerme mal con ella.
-Yo mismo la vi derramar algunas lágrimas, y lágrimas verdaderas.
-Me ha jurado por cuanto hay de más sagrado que ni te había hecho la
-más mínima proposición ni ve a ningún hombre. Lo mismo me aseguró
-Beatriz, que me parece mujer honrada e incapaz de mentir; de modo
-que, contra mi propia voluntad, se desvaneció todo mi enojo.» «¿Pues
-qué, señor--interrumpí yo con sentimiento--, dudáis de mi sinceridad,
-desconfiáis de...?» «No, hijo mío--repuso él--. Te hago justicia;
-no creo que estés de acuerdo con mis sobrinos; estoy persuadido de
-que sólo por buen celo te interesas en todo lo que me toca, y te lo
-agradezco. Pero muchas veces engañan las apariencias. Puede suceder
-que realmente no hubieses visto lo que te pareció ver, y en tal
-caso considera lo mucho que habrá ofendido a Eufrasia tu acusación.
-Mas sea lo que fuere, yo no puedo menos de amarla. Así lo quiere mi
-estrella; y aun me ha sido indispensable hacerle el sacrificio que
-exige de mi amor; este sacrificio es despedirte. Siéntolo mucho, mi
-pobre Gil Blas--continuó--, y te aseguro que no he consentido en ello
-sin aflicción; mas no puedo pasar por otro punto; compadécete de mi
-debilidad. Lo que te debe consolar es que no saldrás sin recompensa;
-fuera de que ya he pensado colocarte con una señora amiga mía, en cuya
-casa lo pasarás perfectamente.»
-
-Quedé mortificadísimo al ver que mi celo había redundado en mi
-perjuicio. Maldije mil veces a Eufrasia y lamenté la flaqueza de don
-Gonzalo en haberse dejado dominar de ella. No dejaba tampoco de
-conocer el buen viejo que en despedirme de su casa sólo por complacer
-a su dama no hacía la acción más honrosa. Para cohonestar su poco
-espíritu y al mismo tiempo hacerme tragar mejor la píldora, me regaló
-cincuenta ducados, y él mismo me condujo el día siguiente a casa de la
-marquesa de Chaves. Díjole en mi presencia que era yo un mozo de buenas
-prendas y que él me quería mucho, pero que por ciertos respetos de
-familia se veía precisado a su pesar a quedarse sin mí, y le suplicaba
-con el mayor encarecimiento me admitiese de criado. Desde aquel punto
-me recibió la marquesa, y yo me vi de repente con nueva ama y en nueva
-casa.
-
-
-
-
- CAPITULO VIII
-
-Carácter de la marquesa de Chaves, y personas que ordinariamente la
-visitaban.
-
-
-Era la marquesa de Chaves una viuda de treinta y cinco años, bella,
-alta y bien proporcionada. No tenía hijos y gozaba de diez mil ducados
-de renta. Nunca vi mujer más seria ni que menos hablase. Con todo
-eso, era celebrada en Madrid y generalmente tenida por la señora de
-mayor talento. Lo que quizá contribuía más que todo a esta universal
-reputación era la concurrencia a su casa de los primeros personajes
-de la corte, así en nobleza como en literatura; problema que yo no
-me atreveré a decidir. Sólo diré que bastaba oír su nombre para
-conceptuar que el que allí concurría era de un gran talento, y que su
-casa la llamaban por excelencia el _tribunal de las obras ingeniosas_.
-
-Con efecto, todos los días se leían en ella, ya poemas dramáticos, ya
-poesías líricas, pero siempre sobre asuntos serios. Negábase la entrada
-a toda composición jocosa. La mejor comedia o la novela más ingeniosa
-y más alegre no se miraba sino como una pueril y ligera producción que
-no merecía alabanza alguna. Por el contrario, la más mínima obra seria,
-una oda, un soneto, una égloga, pasaban allí por el último esfuerzo del
-ingenio humano. Pero sucedía tal vez que el público no se conformaba
-con la decisión del _tribunal_; antes bien, censuraba sin reparo las
-obras que habían sido en él muy aplaudidas.
-
-La marquesa me hizo maestresala de su casa. Era incumbencia de mi
-empleo arreglar el cuarto de mi nueva ama para recibir las gentes,
-disponiendo almohadones para las damas, sillas para los caballeros y
-cada cosa en su respectivo sitio, quedándome después en la antesala
-para anunciar e introducir a los que llegaban. El primer día, conforme
-yo los iba introduciendo, el ayo de pajes, que casualmente se hallaba
-entonces conmigo en la antesala, me los pintaba graciosamente.
-Llamábase Andrés de Molina el tal ayo, y aunque era naturalmente aéreo
-y burlón, no le faltaba entendimiento. El primero que se presentó
-fué un obispo. Anuncié su venida, y después que hubo entrado, me
-dijo el maestro de pajes: «Ese prelado es de un carácter bastante
-gracioso. Tiene algún valimiento en la Corte, mas no tanto como quiere
-persuadir. Ofrécese a servir a todos y a ninguno sirve. Encontróle un
-día en la antecámara del rey un caballero, que le saludó. Detúvole
-el obispo, hízole mil cumplimientos, le cogió la mano, apretósela,
-y le dijo: «Soy todo de vuestra señoría. No me niegue el favor de
-acreditarle mi amistad, pues no moriré contento si no logro alguna
-ocasión de servirle.» Correspondióle el caballero con expresiones
-de reconocimiento, y apenas se habían separado cuando el obispo,
-volviéndose a uno de los que iban a su lado, le dijo: «Quiero conocer
-a este hombre y no me acuerdo quién es; sólo tengo una idea confusa de
-haberle visto en alguna parte.»
-
-Poco después del obispo se dejó ver un señorito, hijo de cierto grande,
-a quien hice entrar inmediatamente en el cuarto de mi ama. Así que
-entró, me dijo el señor Molina: «Este señorito es también un ente raro.
-Va a una casa sin otro fin que el de tratar con el dueño de ella de
-negocios de importancia; está en conversación con él una o dos horas
-y se marcha sin haber hablado siquiera una palabra sobre el asunto
-a que había ido.» A este tiempo, viendo el ayo de los pajes llegar
-a dos señoras, añadió: «Ve aquí a doña Angela de Peñafiel y a doña
-Margarita de Montalván. Estas dos señoras en nada se parecen una a
-otra; doña Margarita presume de filósofa, se las tiene tiesas con los
-mayores doctores de Salamanca y ninguno la ha visto ceder jamás a sus
-argumentos; doña Angela, por el contrario, aunque es verdaderamente
-instruída, nunca hace de doctora. Sus pensamientos son finos; sus
-discursos, sólidos, y sus expresiones, delicadas, nobles y naturales.»
-«Este segundo carácter--le respondí yo--es un carácter muy amable;
-pero el otro me parece que cae muy mal en el bello sexo.» «¿Qué dice
-usted _muy mal en el bello sexo_?--replicó Molina prontamente--. Es tan
-fastidioso aun en los hombres, que a muchos hace ridículos. También
-nuestra ama la marquesa adolece un poco de este achaque filosófico. Yo
-no sé sobre qué se tratará hoy en nuestra academia, pero se disputará
-mucho.»
-
-Al acabar estas palabras, vimos entrar un hombre seco, muy grave,
-cejijunto y fruncido. No le perdonó mi caritativo instructor. «Este
-es--me dijo--uno de aquellos entes serios que quieren pasar por
-hombres de gran talento a favor de su silencio o de algunas sentencias
-de Séneca y que, examinados de cerca, no son más que unos pobres
-mentecatos.» Tras de éste entró un caballerito de bastante buena
-presencia, pero con aire de hombre pagado de sí mismo. Pregunté a
-Molina quién era, y me respondió: «Es un poeta dramático, el cual ha
-compuesto cien mil versos en su vida, que no le han valido cuatro
-cuartos; pero, en recompensa, con sólo seis renglones en prosa acaba de
-formarse una buena renta.»
-
-Iba a decirle que me explicase en qué había consistido el haber
-logrado a tan poca costa aquella fortuna, cuando oí un gran rumor en
-la escalera. «¡Bravo!--exclamó el maestro de pajes--. ¡Aquí tenemos
-al licenciado Campanario, que se deja oír mucho antes que se le vea!
-Comienza a hablar en voz alta desde la puerta de la calle y no lo deja
-hasta que vuelve a salir por ella.» Con efecto, resonaba en toda la
-casa la voz del licenciado Campanario, que al fin se presentó en la
-antesala con un bachiller amigo suyo, y no cesó de hablar mientras duró
-su visita. «Este licenciado--dije a Molina--parece hombre de ingenio.»
-«Sí lo es--me respondió--. Tiene ocurrencias muy chistosas; se explica
-con gracia y agudeza; es muy divertida su conversación; pero además de
-ser un hablador molestísimo, repite siempre sus dichos y cuentos. En
-suma, para no estimar las cosas más de lo que valen, estoy persuadido
-de que su mayor mérito consiste en aquel aire cómico y festivo con
-que sazona lo que dice; y así, no creo que le haría mucho honor una
-colección de sus agudezas y sus gracias.»
-
-Fueron entrando después otras personas, de todas las cuales me hizo
-Molina muy graciosas descripciones, sin olvidar la pintura de la
-marquesa, que fué de mi gusto. «Esta--me dijo--tiene un talento
-regular, en medio de su filosofía. Su carácter no es impertinente y da
-poco que hacer a los que la sirven. Entre las personas distinguidas es
-de las más racionales que conozco. No se le advierte pasión alguna; ni
-el juego ni los galanteos le gustan; sólo le agrada la conversación,
-y, en una palabra, su vida sería intolerable para la mayor parte de
-las damas.» Este elogio del maestro de pajes me hizo formar un concepto
-ventajoso de mi ama. Sin embargo, pocos días después no pudo menos
-de sospechar que no era tan enemiga del amor, y el fundamento de mi
-sospecha fué el siguiente.
-
-Estando una mañana en el tocador, se presentó en la antesala un
-hombrecillo como de cuarenta años, pero de malísima figura, más
-mugriento que el autor Pedro de Moya, y, a mayor abundamiento, muy
-corcovado. Díjome que deseaba hablar a la marquesa, y preguntándole yo
-de parte de quién, «¡De la mía!--me respondió arrogante--. Diga usted
-a la señora que soy aquel caballero del cual estuvo hablando ayer con
-doña Ana de Velasco.» Apenas se lo dije a mi ama cuando, toda enajenada
-de alegría, me mandó le hiciese entrar. No sólo le recibió con extrañas
-demostraciones de aprecio, sino que mandó salir a todas las criadas, de
-modo que el corcovadillo, más afortunado que una persona de provecho,
-se quedó a solas con ella. Las criadas y yo nos reímos un poco de esta
-visita tan graciosa, que duró una hora, al cabo de la cual mi ama
-le despidió con mil cortesanas expresiones, que demostraban bien lo
-contenta que quedaba de él.
-
-En efecto, lo quedó tanto, que por la noche me llamó aparte y me dijo:
-«Gil Blas, cuando venga el corcovado, hazle entrar en mi gabinete lo
-más secretamente que puedas.» Cuyo encargo confieso que me dió mucho en
-qué sospechar. Sin embargo, obedeciendo la orden de la marquesa, luego
-que se dejó ver aquel hombrecillo, que fué a la mañana siguiente, le
-introduje por una escalera excusada hasta el gabinete de la señora.
-Caritativamente hice lo mismo por dos o tres veces, de lo cual inferí o
-que la marquesa tenía estrafalarias inclinaciones o que el corcovadillo
-le servía de tercero.
-
-Poseído yo de esta idea me decía: «Si mi ama se ha enamorado de un buen
-mozo, se lo perdono; pero si se ha prendado de semejante macaco, no
-puedo verdaderamente disculpar un gusto tan depravado.» ¡Pero cuán mal
-pensaba yo de aquella señora! Aquel macaco se empleaba en la magia, y
-como se ponderaba su ciencia a la marquesa, que creía gustosa en los
-prestigios de los saltimbanquis, tenía conversaciones a solas con él.
-Hacía ver los objetos en un vaso, enseñaba a dar vueltas al cedazo y
-revelaba por dinero todos los misterios de la cábala, o bien--para
-hablar con más exactitud--era un bribón que subsistía a expensas de las
-personas demasiado crédulas y se decía que a ello contribuían muchas
-señoras de distinción.
-
-
-
-
- CAPITULO IX
-
-Por qué incidente Gil Blas salió de casa de la marquesa de Chaves y
-cuál fué su paradero.
-
-
-Seis meses había que yo servía a la marquesa de Chaves, y me hallaba
-muy contento con mi conveniencia; pero mi destino no me permitió
-mantenerme más tiempo en su casa ni menos quedarme por entonces en
-Madrid. El motivo fué el lance que voy a contar.
-
-Entre las criadas de la marquesa había una, llamada Porcia, que, sobre
-ser joven y hermosa, era de un carácter tan bueno que me captó la
-voluntad, sin saber que me sería necesario disputar su corazón. El
-secretario de la marquesa, hombre soberbio y celoso, estaba enamorado
-de mi ídolo, y apenas advirtió mi amor cuando, sin procurar informarse
-si Porcia me correspondía, resolvió que nos midiésemos la espada, y
-me citó una mañana para un paraje retirado. Como era un hombrecillo
-que apenas me llegaba a los hombros, me pareció enemigo poco temible,
-y lleno de confianza acudí al sitio señalado. Lisonjeábame yo de una
-completa victoria y de adquirir por ella nuevo mérito con Porcia; pero
-el resultado humilló mucho mi presunción. El secretarillo, que había
-aprendido dos o tres años la esgrima, me desarmó como a un niño, y
-poniéndome al pecho la punta de la espada, me dijo: «¡Prepárate para
-morir, o dame palabra sobre tu honor de que hoy mismo saldrás de casa
-de la marquesa de Chaves, sin pensar más en Porcia.» Prometíselo así
-y lo cumplí sin repugnancia. Corríame de presentarme delante de los
-criados de la casa después de haber sido tan ignominiosamente vencido,
-y mucho más de presentarme ante la hermosa Elena, inocente ocasión de
-nuestro desafío. No volví, pues, a casa sino para recoger mi ropa y
-dinero, y el mismo día me encaminé a Toledo, con la bolsa bastante
-provista y cargado con toda mi ropa puesta en un lío. Aunque por
-ningún caso me había obligado a salir de Madrid, juzgué me convendría
-mucho alejarme de aquella villa, a lo menos por algunos años, y así,
-tomé la determinación de dar una vuelta por España, deteniéndome en
-las ciudades y pueblos el tiempo que me pareciese. «Con el dinero que
-tengo--me decía--, gastándolo con discreción, tendré para correr gran
-parte del reino; y cuando se haya acabado, me pondré de nuevo a servir,
-pues un mozo como yo hallará acomodos sobrantes cuando le venga en
-voluntad buscarlos, y no tendré mas que escoger.»
-
-Como tenía particulares deseos de ver a Toledo, llegué allí al cabo
-de tres días, y fuí a tomar posada en un buen mesón, en donde me
-tuvieron por un caballero de importancia, con el auxilio de mi vestido
-de aventuras amorosas, que no dejé de ponerme; y con el aire que tomé
-de elegante, podía fácilmente introducirme con las buenas mozas que
-vivían en la vecindad; pero habiendo sabido que era necesario comenzar
-en su casa por hacer un gran gasto, fué forzoso contener mis deseos.
-Hallándome siempre con gusto de viajar, después de haber visto todo lo
-que había de curioso en Toledo, salí de allí un día al amanecer y tomé
-el camino de Cuenca, con ánimo de pasar al reino de Aragón. Al segundo
-día de jornada me metí en una venta que encontré en el camino, y cuando
-empezaba a refrescarme, entró una partida de cuadrilleros de la Santa
-Hermandad. Estos señores pidieron vino, y mientras estaban bebiendo,
-les oí hacer mención de las señas de un joven a quien llevaban orden de
-prender. «El caballero--decía uno de ellos--no tiene mas que veintitrés
-años, el pelo largo y negro, bella estatura, nariz aguileña, y monta un
-caballo castaño.»
-
-Estúvelos yo escuchando sin mostrar atención a lo que decían, y en
-realidad me importaba poco el saberlo. Dejélos en la venta y proseguí
-mi camino; pero no había andado aún medio cuarto de legua cuando
-encontré a un mocito muy galán que iba en un caballo castaño. «¡Vive
-diez--dije para mí--, que o yo me engaño mucho, o éste es el sujeto a
-quien buscan los cuadrilleros! Tiene el pelo largo y negro y la nariz
-aguileña. Seguramente él es a quien quieren atrapar y he de hacerle un
-buen servicio. Señor--le dije--, permítame usted que le pregunte si le
-ha sucedido algún pesado lance de honor.» El joven, sin responderme,
-fijó los ojos en mí y mostróse admirado de mi pregunta. Aseguréle que
-ésta no nacía de pura curiosidad, y quedó bien convencido de ello
-luego que le conté todo lo que había oído a los ministros en la venta.
-«Generoso desconocido--me respondió--, no puedo ocultaros que tengo
-motivo para creer ser efectivamente yo a quien busca esa gente, y, por
-lo mismo, voy a tomar otro camino para no caer en sus manos.» «Yo sería
-de parecer--repuse entonces--que buscásemos por aquí un sitio retirado,
-donde usted estuviese seguro y ambos a cubierto de una gran tempestad
-que veo nos está amenazando.» Al decir esto, descubrimos una calle de
-árboles bastante frondosos, y habiéndonos metido en ella, nos condujo
-al pie de una montaña, donde encontramos una ermita.
-
-Era ésta una grande y profunda gruta que el tiempo había socavado
-en la falda de aquel monte, y delante de ella se registraba como un
-corral que había fabricado el arte, cuyas paredes se componían de
-una especie de argamasa formada de pedrezuelas, rodeado todo, para
-mayor defensa, de un género de foso cubierto de verdes céspedes. Los
-contornos de la gruta estaban sembrados de flores olorosas que llenaban
-de suavísima fragancia el ambiente inmediato, y cerca de la misma
-gruta se descubría una hendedura en el monte, de cuyo centro brotaba
-un manantial de agua que corría a dilatarse por una pradería. A la
-entrada de esta cueva solitaria había un buen ermitaño, que parecía un
-hombre consumido por la vejez. Apoyábase en un báculo, y en la otra
-mano llevaba un gran rosario de cuentas gordas y de veinte dieces por
-lo menos. Su cabeza estaba como sepultada en un capuz de lana parda
-con unas largas orejeras, y su barba, más blanca que la nieve, le
-bajaba hasta la cintura. Acercámonos a él y yo le dije: «Padre mío,
-¿nos da licencia para que le pidamos nos refugie contra la tempestad
-que viene sobre nosotros?» «Venid, hijos míos--respondió el anacoreta
-después de haberme mirado con atención--; mi pobre gruta está a vuestra
-disposición y podréis estar en ella todo el tiempo que quisiereis.
-El caballo--añadió--le podéis meter en aquel corral--señalándolo con
-la mano--, donde creo que estará bien acomodado.» Metimos en él el
-caballo, y nosotros nos refugiamos en la gruta, acompañándonos siempre
-el venerable viejo.
-
-Apenas entramos en ella cuando cayó una copiosa lluvia mezclada de
-relámpagos y espantosos truenos. El ermitaño se hincó de rodillas
-delante de una estampa de San Pacomio, que estaba pegada a la pared,
-y nosotros hicimos lo mismo a ejemplo suyo. Cesó la tempestad y
-cesaron también nuestras oraciones. Levantámonos; pero como todavía
-seguía lloviendo y la noche se acercaba, nos dijo el ermitaño: «Yo,
-hijos míos, no os aconsejaré que os pongáis en camino con este
-temporal, y más estando tan cerca la noche, a no obligaros a ello
-algún negocio grave y urgente.» Respondímosle que ninguna cosa nos
-impedía el detenernos sino el justo temor de incomodarle, y que, a
-no ser éste, antes le suplicaríamos nos permitiese pasar allí la
-noche. «La incomodidad será para vosotros--respondió cortesanamente
-el anacoreta--; tendréis mala cama y peor cena, porque sólo puedo
-ofreceros la de un pobre ermitaño.»
-
-En esto, nos hizo sentar a una desdichada y rústica mesilla, donde
-nos sirvió unas cebollas con algunos mendrugos y un jarro de agua.
-«Esta--dijo--es mi comida y cena ordinarias; pero hoy es razón hacer
-algún exceso en obsequio de unos huéspedes tan honrados.» Dijo, y
-marchó luego a traer un pedazo de queso y dos puñados de avellanas,
-que echó sobre la mesa. Mi compañero, que no tenía mucho apetito, hizo
-poco gasto de aquellos manjares. Observólo el ermitaño y dijo: «Veo que
-estáis acostumbrados a mesas más regaladas que la mía, o, por mejor
-decir, que la sensualidad ha estragado en vos el gusto natural. Yo
-también he vivido en el mundo. Entonces no eran bastante buenos para
-mí los manjares más delicados ni los guisados más exquisitos; pero la
-soledad y el hambre han restituído la pureza al paladar. Ahora sólo me
-gustan las raíces, la leche, las frutas y, en una palabra, todo aquello
-que servía de alimento a nuestros primeros padres.»
-
-Mientras el anacoreta estaba hablando, el caballerito se quedó como
-enajenado en una profunda cavilación. Notólo el viejo y le dijo:
-«Hijo mío, vos tenéis atravesado el corazón con alguna espina que os
-punza mucho. ¿No podré saber el motivo de la grave aflicción que os
-atormenta? Desahogad conmigo vuestro pecho. No me mueve a este deseo la
-curiosidad; la caridad es la única causa que a ello me anima. Hállome
-en edad en que puedo daros algún buen consejo, y vos me parecéis estar
-en una situación que necesita bien de él.» «Sí, padre mío--respondió el
-caballerito, arrancando del pecho un doloroso suspiro--, es muy cierto
-que tengo gran necesidad de consejo, y pues vos me ofrecéis el vuestro
-con piedad tan generosa, quiero seguirle. Estoy muy persuadido de que
-nada arriesgo en descubrirme a un hombre como vos.» «No, hijo--replicó
-el ermitaño--, no tenéis que temer; soy hombre a quien se le puede
-confiar cualquiera cosa, sea la que fuere.» Entonces el caballero habló
-de esta manera.
-
-
-
-
- CAPITULO X
-
- Historia de don Alfonso y de la bella Serafina.
-
-
-«Nada, padre mío, os ocultaré, como ni tampoco a este caballero que
-me escucha. Haríale gran agravio en desconfiar de él a vista de la
-generosa acción que usó conmigo. Voy, pues, a contaros mis desgracias.
-
-»Nací en Madrid y mi origen fué el que voy a referir. Un oficial de la
-guardia alemana, llamado el barón de Steinbach, entrando una noche en
-su casa se halló, al pie de la escalera, con un envoltorio de lienzo.
-Levantóle, llevóle al cuarto de su mujer, desenvolvióle y encontraron
-un niño recién nacido envuelto en pañales muy aseados y finos, y un
-billete que decía ser hijo de padres distinguidos, que a su tiempo se
-darían a conocer, y que el niño estaba ya bautizado con el nombre de
-Alfonso. Este desgraciado niño soy yo y esto es todo cuanto sé. Víctima
-del honor o de la infidelidad, ignoro si mi madre me expuso únicamente
-para ocultar algunos vergonzosos amores o si, seducida por un amanto
-perjuro, se vió en la cruel necesidad de abandonarme.
-
-»Como quiera que sea, al barón y a su mujer les enterneció mucho mi
-desgracia, y como no tenían sucesión resolvieron criarme como si
-fuera hijo suyo, conservándome el nombre de don Alfonso. Al paso que
-crecía yo en edad crecía el amor en ellos hacia mí. Hacíanme mil
-caricias en pago de mis apacibles modales y por mi docilidad. Todos sus
-pensamientos eran de darme la mejor educación. Buscáronme maestros de
-todas materias. Lejos de esperar con impaciencia a que se descubriesen
-mis padres, parecía, por el contrario, que deseaban no se manifestasen
-jamás. Luego que el barón me vió capaz de poder seguir la milicia, me
-aplicó a servir al rey. Consiguióme una bandera y mandó hacerme un
-pequeño equipaje. Para animarme a buscar ocasión de adquirir gloria
-y darme a conocer, me hizo presente que la carrera del honor estaba
-abierta a todo el mundo y que en la guerra podría hacer mi nombre tanto
-más glorioso cuanto sólo sería deudor a mi valor y a mi espada de la
-gloria que adquiriese. Al mismo tiempo me reveló el secreto de mi
-nacimiento, que hasta allí me había callado. Como en todo Madrid pasaba
-por hijo suyo, y yo mismo efectivamente me tenía por tal, confieso que
-me turbó no poco esta confianza. No podía pensar en ello sin llenarme
-de rubor. Por lo mismo que mis nobles pensamientos y mis honrados
-impulsos me aseguraban de un distinguido nacimiento, era mayor el dolor
-de verme desamparado de aquellos a quienes le había debido.
-
-»Pasé a servir en los Países Bajos, donde se hizo la paz poco después
-que llegué al ejército. Hallándose España sin enemigos, me restituí a
-Madrid, y el barón y su mujer me recibieron con nuevas demostraciones
-de cariño. Eran pasados dos meses desde mi regreso, cuando una
-mañana entró en mi cuarto un pajecillo y me entregó en las manos un
-billete concebido poco más o menos en estos términos: «No soy fea ni
-contrahecha, y, con todo eso, usted me ve todos los días a mi balcón
-con grande indiferencia: frialdad muy ajena de un mozo tan galán. Estoy
-tan ofendida de este proceder, que por vengarme quisiera inspirar amor
-en ese corazón de hielo.»
-
-»Así que leí este billete me persuadí, sin la menor duda, de que era de
-una viudita llamada Leonor, que vivía enfrente de mi casa y tenía fama
-de ser alegre de cascos. Examiné sobre este punto al pajecillo, que
-por algún breve rato quiso hacer el callado; pero a costa de un ducado
-que le di, satisfizo mi curiosidad y se encargó de llevar a su ama mi
-respuesta. Decíale en ella que conocía y confesaba mi delito, del cual
-estaba ya medio vengada, según lo que yo sentía en mí.
-
-»Con efecto, no dejó de hacerme impresión esta graciosa manera de
-granjear la voluntad. No salí de casa en todo aquel día, asomándome
-frecuentemente al balcón para observar a la señora, que tampoco
-se descuidó de dejarse ver al suyo. Hícele señas, a las cuales
-correspondió, y el día siguiente me envió a decir por el mismo pajecito
-que si entre once y doce de aquella noche quería yo hallarme en
-nuestra calle, podíamos hablarnos a la reja de un cuarto bajo. Aunque
-no estaba muy enamorado de una viuda tan viva, sin embargo, no dejé
-de responderle muy apasionadamente, y, a la verdad, esperé a que
-anocheciese con tanta impaciencia como si efectivamente la amara mucho.
-Luego que fué de noche, salí a pasearme al Prado, para entretener el
-tiempo hasta la hora de la cita; y apenas entré en el paseo cuando,
-acercándose a mí un hombre montado en un hermoso caballo, se apeó
-precipitadamente, y mirándome con ceño, «Caballero--me dijo--, ¿no sois
-vos el hijo del barón de Steinbach?» «El mismo», le respondí. «¿Luego
-vos sois el citado--prosiguió él--para dar esta noche conversación
-a Leonor en su reja? He visto sus billetes y vuestras respuestas,
-que me mostró el pajecillo. Os he venido siguiendo hasta aquí desde
-que salisteis de casa, para advertiros que tenéis un competidor cuya
-vanidad se indigna de disputar el corazón de una dama con un hombre
-como vos. Me parece que no necesito deciros más, y pues nos hallamos
-en sitio retirado, decidan la disputa las espadas, a menos de que
-vos, por evitar el castigo que preparo a vuestra temeridad, me deis
-palabra de romper toda comunicación con Leonor. Sacrificadme las
-esperanzas que tenéis, o en este mismo punto os quito la vida.» «Ese
-sacrificio--respondí--se había de pedir y no exigirse. Lo hubiera
-podido conceder a vuestros ruegos, pero lo niego a vuestras amenazas.»
-«Pues riñamos--dijo él, atando el caballo a un árbol--, porque es
-indecoroso a una persona de mi esfera bajarse a suplicar a un hombre de
-la vuestra, y aun la mayor parte de mis iguales, puestos en mi lugar,
-se vengarían de vos de un modo menos honroso.» Ofendiéronme mucho
-estas últimas palabras, y viendo que él había sacado la espada saqué
-yo también la mía. Reñimos con tanto empeño, que duró poco el combate.
-Sea que le cegase su demasiado ardor, o sea que yo fuese más diestro
-que él, le di desde luego una estocada mortal que le hizo primero
-titubear y después caer en tierra. Entonces no pensé mas que en ponerme
-en salvo, y montando en su propio caballo tomé el camino de Toledo. No
-volví a casa del barón de Steinbach, pareciéndome que la relación de
-mi lance sólo serviría para afligirle; y cuando consideraba el peligro
-en que me hallaba, veía que no debía perder un momento en alejarme de
-Madrid.
-
-»Poseído enteramente de amarguísimas reflexiones, anduve toda la noche
-y la mañana del día siguiente; pero a eso del mediodía me vi precisado
-a detenerme, para que el caballo descansara y se mitigase el calor, que
-cada instante era más inaguantable. Detúveme, pues, en una aldea hasta
-puesto el Sol, y continué luego mi camino, con ánimo de no apearme
-hasta estar en Toledo. Me hallaba ya dos leguas más allá de Illescas
-cuando, a eso de media noche, me cogió en campo raso una furiosa
-tempestad, semejante a la que acaba de sobrecogernos. Lleguéme a las
-tapias de un jardín que vi a pocos pasos de mí, y no hallando abrigo
-más cómodo me arrimé con mi caballo lo mejor que pude a una puerta
-pequeña de una estancia que estaba casi en un ángulo de la misma cerca,
-sobre la cual había un balcón. Apoyándome en la puerta vi que no la
-habían cerrado, y discurrí que esto habría sido culpa de los criados.
-Me apeé, y no tanto por curiosidad como por resguardarme más del agua,
-que no dejaba de incomodarme mucho debajo del balcón, me entré en
-aquella habitación baja, juntamente con el caballo, tirándole por la
-brida.
-
-»Durante la tempestad procuré reconocer aquel sitio, y aunque sólo
-podía registrarle a favor de los relámpagos, juzgué que era una quinta
-de alguna persona opulenta. Estaba aguardando por instantes que cesase
-la tempestad para seguir mi camino; pero habiendo visto a lo lejos
-una gran luz, mudé de parecer. Dejé resguardado el caballo en aquella
-pieza, cuidando de cerrar la puerta, y fuíme acercando hacia la luz,
-presumiendo que estaban todavía levantados en la casa, para suplicarles
-me diesen abrigo por aquella noche. Después de haber atravesado algunos
-corredores, me hallé en una sala cuya puerta estaba igualmente abierta.
-Entré en ella, y viendo su suntuosidad a beneficio de una magnífica
-araña con varias bujías, ya no me quedó duda de que aquella casa de
-campo era de algún gran personaje. El pavimento era de mármol; el
-friso, pintado y dorado con arte; la cornisa, primorosamente trabajada,
-y el techo me pareció obra de los más diestros pintores; pero lo
-que más me llevó la atención fué una multitud de bustos de héroes
-españoles, puestos sobre bellísimos pedestales de mármol jaspeado, que
-adornaban las paredes del salón. Tuve bastante tiempo para enterarme de
-todas estas cosas, porque habiendo aplicado de cuando en cuando el oído
-para ver si sentía rumor no llegué a percibir ninguno ni a ver persona
-alguna.
-
-»A un lado del salón había una puerta entornada; la entreabrí y noté
-una crujía de cuartos, en el último de los cuales había luz. Consulté
-conmigo mismo lo que debía hacer: si volverme por donde había venido
-o animarme a penetrar hasta aquel cuarto. La prudencia dictaba que
-el partido más acertado era el de retirarme; pero pudo más en mí la
-curiosidad que la prudencia, o, por mejor decir, fué más poderosa la
-fuerza del destino que me arrastraba. Llevé, pues, mi empeño adelante,
-y atravesando todas las piezas llegué a la última, donde ardía,
-sobre una mesa de mármol, una bujía puesta en un candelero de plata
-sobredorada. Desde luego conocí que era un cuarto de verano, alhajado
-con singular gusto y riqueza; pero volviendo presto los ojos hacia una
-cama cuyas cortinas estaban entreabiertas a causa del calor, vi un
-objeto que me robó toda la atención. Era una joven que, a pesar del
-estruendo pavoroso de los truenos, dormía profundamente. Acerquéme a
-ella con el mayor silencio, y a favor de la luz de la bujía descubrí
-una tez tan delicada y un rostro tan hermoso, que verdaderamente
-me encantaron. Al verla, toda mi máquina se conmovió; me sentí
-enteramente enajenado. Pero por más agitado que me tuviesen mis
-impulsos, el concepto que hice de la nobleza de su sangre me impidió
-formar ningún pensamiento temerario, pudiendo más el respeto que la
-pasión. Mientras estaba yo embelesado en contemplarla se despertó.
-
-»Fácil es de imaginar cuánto la sobresaltaría el ver a un hombre
-desconocido, a media noche, en su cuarto y al pie de su misma cama.
-Toda asustada y estremecida dió un gran grito. Hice cuanto pude para
-aquietarla; hinqué una rodilla en tierra y, lleno de respeto, le dije:
-«No temáis, señora, que yo no he entrado aquí con ánimo de ofenderos.»
-Iba a proseguir, pero ella, atemorizada, no tuvo siquiera libertad para
-escucharme. Comenzó a llamar a grandes voces a sus criadas, y como
-ninguna le respondiese, cogió a toda prisa una bata ligera, que estaba
-al pie de la cama, cubrióse con ella, saltó acelerada al suelo, agarró
-la bujía y atravesó corriendo toda la crujía de cuartos, llamando sin
-cesar a sus doncellas y a una hermana suya menor, que vivía en la misma
-quinta bajo su custodia. Por momentos estaba yo temiendo ver sobre mí
-toda la familia y que, sin merecerlo ni oírme, me tratasen mal; pero
-quiso mi fortuna que, por más gritos que dió, nadie pareció, sino un
-criado viejo, que de poco le hubiera servido si algo tuviera que temer.
-No obstante, con la presencia del buen viejo, alentándose algún tanto,
-me preguntó con altivez quién era yo, por dónde y a qué fin había
-tenido atrevimiento para meterme en su casa. Comencé a justificarme;
-pero apenas le dije que había entrado por la puerta del cuarto del
-jardín, que había hallado abierta, cuando exclamó al instante diciendo:
-«¡Justo Cielo y qué sospechas me vienen ahora al pensamiento!»
-
-En esto va con la luz a registrar todos los cuartos de la quinta, y no
-encuentra a ninguna de sus criadas ni a su hermana; antes sí ve que
-éstas se habían llevado cada una sus ropas. Pareciéndole que se habían
-verificado sobradamente sus sospechas, se volvió a donde yo había
-quedado, y articulando mal las palabras con la cólera, «¡Infame!--me
-dijo--. ¡No añadas la mentira a la traición! No te ha traído a esta
-quinta la casualidad ni has entrado en ella por el motivo que finges.
-Tú eres de la comitiva de don Fernando de Leiva y cómplice en su
-delito. ¡Pero no esperes huir de mi venganza, pues tengo aún bastante
-gente en casa que te prenda!» «Señora--le dije--, no me confundáis, os
-ruego, con vuestros enemigos. Ni conozco a don Fernando de Leiva ni
-sé todavía quién sois vos. Yo soy un desgraciado a quien cierto lance
-de honor ha obligado a ausentarse de Madrid, y os juro por cuanto
-hay de más sagrado que, a no haberme precisado a ello la tempestad,
-no hubiera entrado en vuestra quinta. Dignaos, señora, formar mejor
-concepto de mí. En vez de suponerme cómplice en ese delito que tanto
-os ofende, vivid persuadida de que estoy prontísimo a vengaros.» Estas
-últimas palabras, que pronuncié con ardor y viveza, la tranquilizaron;
-de modo que desde aquel punto mostró no mirarme ya como a enemigo.
-Cesó en el mismo momento su enojo, pero entró a ocupar su lugar el
-más acerbo dolor. Comenzó a llorar amargamente, y sus lágrimas me
-enternecieron de manera que no me sentí menos afligido que ella, aun
-cuando ignoraba la causa de su pena. No me contenté con acompañarla
-en el llanto, sino que, deseoso de vengar su afrenta, me entró una
-especie de furor. «Señora--exclamé entre lastimado y colérico--, ¿quién
-ha tenido atrevimiento para ultrajaros? ¿Y qué especie de ultraje ha
-sido el vuestro? ¡Hablad, señora, porque vuestras ofensas ya son mías!
-¿Queréis que busque a don Fernando y que le atraviese de parte a parte
-el corazón? Nombradme todos aquellos que queréis que os sacrifique.
-Mandad y seréis obedecida. Cueste lo que costare vuestra venganza, este
-desconocido, a quien habéis mirado como enemigo, se expondrá, por amor
-de vos, a cualquier riesgo.»
-
-»Quedóse suspensa aquella señora a vista de un arrebato tan inesperado,
-y enjugando sus lágrimas me dijo: «Perdonad, señor, mi temeraria
-sospecha a la infeliz situación en que me hallo. Vuestros generosos
-sentimientos han desengañado a la desgraciada Serafina, y me quitan
-además hasta el natural rubor que me acusa el que un extraño sea
-testigo de una afrenta hecha a mi noble sangre. Sí, generoso
-desconocido, reconozco mi error y admito vuestras ofertas, pero no
-quiero la muerte de don Fernando.» «Bien está, señora--repliqué--;
-pero ¿en qué deseáis que os sirva?» «Señor--respondió Serafina--, el
-motivo de mi pesar es el siguiente: don Fernando de Leiva se enamoró de
-mi hermana Julia, a quien vió en Toledo, donde vivimos de ordinario.
-Pidiósela a mi padre, que es el conde de Polán, quien se la negó por
-antigua enemistad que hay entre las dos casas. Mi hermana, que apenas
-tiene quince años, se habrá dejado engañar de mis criadas, sin duda
-ganadas por don Fernando, y noticioso éste de que las dos hermanas
-estábamos en esta casa de campo, habrá aprovechado la ocasión para
-robar a la malaconsejada Julia. Yo sólo quisiera saber en qué parte la
-ha depositado, para que mi padre y mi hermano, que ha dos meses están
-en Madrid, tomen sus medidas. Suplícoos, pues, señor, que os toméis el
-trabajo de recorrer los contornos de Toledo y de averiguar, si fuese
-posible, a dónde ha ido a parar aquella pobre muchacha, diligencia a
-que os quedará tan obligada como agradecida toda mi familia.»
-
-»No tenía presente aquella señora que el encargo que me daba no
-convenía a un hombre a quien importaba tanto salir cuanto antes de los
-términos y jurisdicción de Castilla. Pero ¿qué mucho que no hiciese
-ella esta reflexión cuando ni yo mismo la hice? Sumamente gozoso de
-la fortuna de verme en ocasión de servir a una persona tan amable,
-admití gustoso la comisión, ofreciendo desempeñarla con el mayor celo y
-diligencia. Con efecto, no esperé a que amaneciese para ir a cumplir
-lo prometido. Dejé al punto a Serafina, suplicándole me perdonase el
-susto que inocentemente le había dado y asegurándole que presto sabría
-de mí. Salíme, pues, por donde había entrado en la quinta, pero con el
-ánimo tan ocupado siempre en aquella señora, que fácilmente advertí
-estaba del todo prendado de ella, y nada me lo hizo conocer mejor que
-la inquietud e impaciencia con que me apresuraba a complacerla y las
-amorosas quimeras que yo mismo me forjaba en la imaginación. Parecíame
-que Serafina, aun en medio de su sentimiento, había echado bien de ver
-los primeros fuegos de mi amor y que no le había quizá desagradado.
-Lisonjeábame de que si lograba averiguar lo que tanto deseaba sería mía
-toda la gloria.»
-
-Al llegar aquí, cortó don Alfonso el hilo de su historia y dijo al
-ermitaño: «Perdonadme, padre, si poseído de mi pasión me detengo en
-menudencias que tal vez os fastidiarán.» «No, hijo--respondió el
-anacoreta--, de ningún modo me cansan; antes bien, deseo saber hasta
-dónde llegó el amor que te inspiró doña Serafina, para arreglar mis
-consejos con mayor conocimiento.»
-
-«Encendida la fantasía con tan lisonjeras imágenes--prosiguió el
-caballerito--, busqué inútilmente por espacio de dos días al robador
-de Julia, y, frustradas todas las diligencias, no pude descubrir el
-menor rastro de él. Desconsoladísimo de ver inutilizados mis pasos y
-desvelos, volví a presencia de Serafina, a quien discurría hallar en
-el estado más inquieto y desgraciado del mundo; pero la encontré más
-tranquila de lo que yo pensaba. Díjome que había sido más venturosa que
-yo, pues ya sabía dónde se hallaba su hermana; que había recibido una
-carta de don Fernando, en que le decía que, después de haberse casado
-de secreto con Julia, la había depositado en un convento de Toledo.
-«Envié su carta a mi padre--prosiguió Serafina--, no sin esperanza de
-que la cosa acabe bien y que un solemne matrimonio sea el iris de paz
-que dé fin a la inveterada discordia de las dos casas.»
-
-»Luego que me informó del paradero de su hermana, me habló del trabajo
-que me había ocasionado, y, sobre todo--añadió ella misma--, los
-peligros a que os expuso mi imprudencia en seguir a un robador, sin
-acordarme de que me habíais confiado que andabais fugitivo por cierto
-lance de honor, de lo cual me pidió mil perdones en los términos más
-atentos. Conociendo que estaba falto de reposo, me condujo a la sala,
-donde los dos nos sentamos. Estaba vestida con una bata de tafetán
-blanco con listas negras, y cubría su cabeza un sombrerillo de los
-mismos colores que la bata, guarnecido con un airoso plumaje negro, lo
-que me hizo juzgar que podía ser viuda, aunque, por otra parte, parecía
-de tan pocos años que no sabía yo qué discurrir.
-
-»Si era grande mi deseo de saber quién ella era, no era menos viva su
-curiosidad de saber lo mismo de mí. Preguntóme mi nombre y apellido, no
-dudando--dijo--, a vista de mi noble aire, y aún más de la generosa
-piedad que me había hecho abrazar con tanto empeño sus intereses, la
-nobleza de mi nacimiento. Dejóme perplejo la pregunta; encendióseme
-el rostro, me turbé, y confieso que, teniendo menos rubor en mentir
-que en decir la verdad, respondí que era hijo del barón de Steinbach,
-oficial de la guardia alemana. «Decidme también--replicó la dama--por
-qué habéis salido de Madrid, pues desde luego os puedo ofrecer todo el
-valimiento y los buenos oficios de mi padre y de mi hermano don Gaspar.
-Esto es lo menos que puede hacer mi agradecimiento con un caballero
-que por servirme despreció su propia vida». Ninguna dificultad tuve en
-referirle por menor todas las circunstancias de nuestro desafío. Ella
-misma echó toda la culpa al caballero que me había injuriado, y me
-volvió a ofrecer que interesaría a su familia en mi favor.
-
-»Habiendo yo satisfecho su curiosidad, me animé a suplicarle
-contentase la mía, y le pregunté si era o no libre. «Tres años
-ha--respondió--que mi padre me obligó a casarme con don Diego de Lara,
-y quince meses que estoy viuda.» «Pues ¿qué desgracia, señora--le
-pregunté--, fué la que tan presto os privó de vuestro esposo?» «Voy,
-señor, a responderos--repuso ella--y corresponder a la confianza a
-que me confieso deudora. Don Diego de Lara era un caballero muy bien
-apersonado. Amábame ciegamente, y aunque empleaba cuanta diligencia
-puede emplear el más tierno amante para hacerse agradable al objeto
-amado, y aunque tenía mil bellas cualidades, nunca pudo granjearse mi
-cariño. El amor no siempre es efecto del anhelo ni del mérito conocido.
-¡Ah!--añadió ella suspirando--. ¡Muchas veces nos cautiva a la primera
-vista una persona que no conocemos! No me era posible amarle. Más
-avergonzada que prendada de las continuas muestras de su amor, y
-forzada a corresponder a ellas sin inclinación, si me acusaba a mí
-misma interiormente de ingratitud, también me contemplaba muy digna de
-compasión. Por desgracia de ambos, él tenía todavía más delicadeza que
-amor. En mis acciones y palabras descubría claramente mis más ocultos
-pensamientos. Leía cuanto pasaba en lo más íntimo de mi alma; quejábase
-a cada paso de mi indiferencia, y le era tanto más sensible el no poder
-conquistar mi corazón cuanto más seguro estaba de que ningún otro rival
-se lo disputaba, no contando yo apenas diez y seis años y habiendo
-sabido, antes de ofrecerme su mano, por mis criadas, todas parciales
-suyas, que ningún hombre se le había anticipado a llevarse mi atención.
-«Sí, Serafina--me decía muchas veces--, me alegraría mucho de que
-estuvieses encaprichada a favor de otro y de que ésta fuese la única
-causa de la frialdad con que me miras. Esperaría entonces que tu virtud
-y mi constancia triunfarían al cabo de esa tibieza; pero ya desespero
-de vencer un corazón que no se ha rendido a tantos y tan convincentes
-testimonios de mi extremado amor.» Cansada de oírle repetir tantas
-veces la misma queja, le dije un día que, en vez de turbar su reposo y
-el mío mostrando tanta delicadeza, haría mejor en dejarlo todo en manos
-del tiempo. Con efecto, yo me hallaba entonces en una edad poco capaz
-de sentir los vivos impulsos de una pasión tan fogosa, y éste era el
-prudente partido que don Diego debiera haber abrazado. Pero viendo que
-se había pasado un año entero sin haber adelantado más que el primer
-día, perdió la paciencia, o por mejor decir el juicio, y fingiendo
-que le llamaba a la corte no sé qué negocio de importancia, marchó a
-los Países Bajos a servir en calidad de voluntario, y encontró lo que
-deseaba en los peligros en que se metía; es decir, el fin de la vida y
-el de sus pesares.»
-
-»Concluída esta relación, todo el resto de la conversación que
-tuvimos Serafina y yo fué acerca del singular carácter de su marido.
-Interrumpió nuestra conferencia un correo, que llegó en aquel mismo
-punto, el cual puso en manos de Serafina una carta del conde de Polán.
-Pidióme licencia para abrirla, y observé que conforme la iba leyendo
-se iba poniendo pálida y trémula. Luego que la acabó de leer, alzó los
-ojos al cielo, dió un gran suspiro y empezó a correr por su rostro un
-torrente de lágrimas. No siendo posible que yo viese con serenidad su
-pena, me turbé, y como si hubiera ya presentido el terrible golpe que
-iba a llevar, me cogió un mortal terror que me heló toda la sangre.
-«Señora--le dije con voz desfallecida--, ¿será lícito saber de vos qué
-funestas noticias os anuncia esa carta?» «Tomadla, señor--me respondió
-tristemente--, y leed vos mismo lo que mi padre me escribe. ¡Ay de mí,
-que su contenido os interesa demasiado!»
-
-»Estremecíme al oír estas palabras; tomé temblando la carta y vi
-que decía lo siguiente: «Tu hermano don Gaspar tuvo ayer un desafío
-en el Prado. Recibió en él una estocada, de la cual ha muerto hoy,
-declarando al morir que el caballero que le mató fué el hijo del barón
-de Steinbach, oficial de la guardia alemana. Para mayor desgracia, el
-matador escapó, sin saberse dónde se ha escondido; pero aunque lo esté
-en las entrañas de la Tierra, se harán todas las diligencias posibles
-para hallarle. Hoy se despachan requisitorias a varias justicias, que
-no dejarán de arrestarle como ponga los pies en algún lugar de su
-jurisdicción, y voy también a practicar otros medios oportunos para
-cerrarle todos los caminos.--_El conde de Polán._»
-
-»Figuraos el trastorno que la lectura de esta carta causaría en mi
-ánimo. Quedé inmóvil algunos instantes, sin espíritu ni fuerza para
-hablar. En medio de aquel desmayo y desaliento, se me representó con la
-mayor viveza todo lo que la muerte de don Gaspar tenía de cruel para
-mi amor. Al momento caigo en una furiosa desesperación. Arrojéme a
-los pies de Serafina, y presentándole la espada desnuda, «¡Señora--le
-dije--, excusad al conde de Polán la molesta fatiga de buscar a un
-hombre que podría burlar sus más activas diligencias! ¡Vengad vos
-misma a vuestro hermano! ¡Sacrificadle por vuestra bella mano su
-homicida! Qué, ¿os detenéis? ¡Descargad el golpe, y sea fatal a su
-enemigo el mismo acero que a él le quitó la vida!» «Señor--respondió
-Serafina, enternecida algún tanto de ver mi acción--, yo quería a don
-Gaspar, y aunque vos le matasteis como caballero y él mismo fué a
-buscar su desgracia, al fin soy su hermana y no puedo menos de tomar
-su partido. Sí, don Alfonso, ya soy enemiga vuestra y haré contra vos
-todo lo que la sangre y el cariño pueden pretender de mí, pero no
-abusaré de vuestra adversa fortuna. En vano ha dispuesto entregaros en
-manos de mi venganza, pues si el honor me arma contra vos, él mismo
-me prohibe vengarme ruinmente. Las leyes de la hospitalidad deben ser
-inalterables; según ellas, no puedo corresponder con un vil asesinato
-al generoso servicio que me habéis hecho. ¡Huid, escapad y burlad, si
-pudiereis, nuestras más vivas pesquisas; poneos a cubierto del rigor
-de las leyes y libraos del inminente peligro que os amenaza!» «Pues
-qué, señora--le repliqué--, estando en vuestra mano la venganza, ¿la
-dejáis a la severidad de las leyes, que pueden quedar desairadas?
-¡Ah, señora, atravesad vos misma con esta espada el pecho de un
-malvado que verdaderamente no merece le perdonéis! ¡No, señora, no
-uséis de un proceder tan noble y tan generoso con un hombre como yo!
-¿Sabéis quién soy? Aunque todo Madrid me tiene por hijo del barón de
-Steinbach, no soy mas que un desgraciado a quien ha criado en su casa
-por caridad. Yo mismo ignoro a quiénes debo el ser.» «¡No importa
-eso!--interrumpió Serafina precipitadamente, como si le hubieran
-causado nueva pena mis últimas palabras--. Aunque fuerais vos el hombre
-más vil del mundo, haría siempre lo que me dicta mi honor.» «¡Bien
-está, señora!--repliqué--. Ya que la muerte de un hermano no ha bastado
-a persuadiros que derraméis mi sangre, voy a cometer otro delito,
-haciéndoos una ofensa, que tengo por cierto no me la perdonaréis.
-Sabed, señora, que os adoro; que desde el mismo punto en que vi vuestra
-hermosura quedé hechizado y que, a pesar de la obscuridad de mi
-nacimiento, no perdía la esperanza de poseeros. Estaba tan ciegamente
-enamorado, o, por mejor decir, llegaba a un punto mi vanidad, que me
-lisonjeaba de que algún día descubriría el Cielo mi origen y que éste
-sería tal que sin vergüenza podría manifestaros mi nombre. Después de
-una declaración que tanto os ultraja, ¿será posible que todavía no
-os resolváis a castigarme?» «Esa temeraria declaración--replicó la
-dama--, en otro tiempo sin duda me ofendería; pero la perdono a la
-turbación en que os veo, fuera de que ni la situación en que yo misma
-me hallo me permite dar oídos a las expresiones que proferís. Vuelvo a
-deciros, don Alfonso--añadió derramando algunas lágrimas--, que partáis
-luego de aquí y os alejéis de una casa que estáis llenando de dolor;
-cada instante que os detenéis aumenta mis penas.» «Ya no resisto,
-señora--repliqué levantándome--. Voy a alejarme de vos, pero no penséis
-que, cuidadoso de conservar una vida que os es odiosa, vaya a buscar
-un asilo para defenderla. ¡No, no; yo mismo quiero voluntariamente
-sacrificarme a vuestro dolor! Parto a Toledo, donde esperaré con
-impaciencia la suerte que vos me preparéis, y, entregándome a vuestras
-persecuciones, anticiparé yo mismo de este modo el fin de todas mis
-desdichas.»
-
-»Retiréme al decir esto. Diéronme mi caballo y partí en derechura a
-Toledo, donde me detuve de intento ocho días, con tan poco cuidado de
-ocultarme, que verdaderamente no sé cómo no me prendieron; porque no
-puedo creer que el conde de Polán, tan empeñado en tomarme todos los
-caminos, se olvidase de cerrarme el de Toledo. En fin, ayer salí de
-aquel pueblo, donde se me hacía intolerable mi propia libertad, y sin
-fijarme ni aun proponerme destino ninguno determinado, llegué a esta
-ermita, con tanta serenidad como pudiera un hombre que nada tuviese que
-temer. Estos son, padre mío, los cuidados que me ocupan al presente, y
-ruégoos que me ayudéis con vuestros consejos.»
-
-
-
-
- CAPITULO XI
-
-Quién era el viejo ermitaño y cómo conoció Gil Blas que se hallaba
-entre amigos.
-
-
-Luego que don Alfonso acabó la triste relación de sus infortunios, le
-dijo el ermitaño: «Hijo mío, mucha imprudencia fué el haberos detenido
-tanto en Toledo. Yo miro con muy diferentes ojos que vos todo lo que
-me habéis contado, y vuestro amor a Serafina me parece una verdadera
-locura. Creedme a mí: no os ceguéis. Es menester olvidar a esa joven,
-pues no está destinada para vos. Ceded voluntariamente a los grandes
-estorbos que os desvían de ella y entregaos a vuestra estrella, la
-cual, según todas las señales, os promete muy distintas aventuras.
-Sin duda encontraréis alguna bella joven que hará en vos la misma
-impresión, sin que hayáis quitado la vida a ninguno de sus hermanos.»
-
-Iba a decirle muchas cosas para exhortarle a la paciencia, cuando vimos
-entrar en la ermita a otro ermitaño, cargado con unas alforjas bien
-llenas. Venía de Cuenca, donde había recogido una limosna muy copiosa.
-Parecía más mozo que su compañero; su barba era roja, espesa y bien
-poblada. «Bien venido, hermano Antonio--le dijo el viejo anacoreta--.
-¿Qué noticias nos traes de la ciudad?» «¡Bien malas!--respondió el
-hermano barbirrojo--. Ese papel os las dirá.» Y entrególe un billete
-cerrado en forma de carta. Tomóle el viejo, y después de haberle
-leído con toda la atención que merecía su contenido, exclamó: «¡Loado
-sea Dios! ¡Pues se ha descubierto ya la mecha, tomemos otro modo de
-vivir! Mudemos de estilo--prosiguió, dirigiendo la palabra al joven
-caballero--. En mí tenéis un hombre con quien juegan como con vos los
-caprichos de la fortuna. De Cuenca, que dista una legua de aquí, me
-escriben que han informado mal de mí a la justicia, cuyos ministros
-deben venir mañana a prenderme en esta ermita; pero no encontrarán
-la liebre en la cama. No es la primera vez que me veo en este apuro,
-y, gracias a Dios, casi siempre he sabido librarme con honra y
-desembarazo. Voy a presentarme en otra nueva figura, porque habéis de
-saber que, tal cual me veis, no soy ermitaño ni viejo.»
-
-Diciendo y haciendo, se desnudó del saco grosero que le llegaba hasta
-los pies y dejóse ver con una jaquetilla o capotillo de sarga negra con
-mangas perdidas. Quitóse el capuz, desató un sutil cordón que sostenía
-su gran barba postiza y ofreció a los ojos de los circunstantes un
-mozo de veintiocho a treinta años. El hermano Antonio, a su imitación,
-hizo lo mismo; quitóse el hábito y la barba eremítica y sacó de un
-arca vieja y carcomida una raída sotanilla, con que se cubrió lo mejor
-que pudo. Pero ¿quién podrá concebir lo admirado y atónito que me
-quedé cuando en el viejo ermitaño reconocí al señor don Rafael y en
-el hermano Antonio a mi fidelísimo criado Ambrosio de Lamela? «¡Vive
-diez--exclamé al punto sin poderme contener--, que estoy en tierra
-amiga!» «Así es, señor Gil Blas--dijo riendo don Rafael--. Sin saber
-cómo ni cuándo te has encontrado con dos grandes y antiguos amigos
-tuyos. Confieso que tienes algún motivo para estar quejoso de nosotros,
-pero ¡pelitos a la mar! Olvidemos lo pasado y demos gracias a Dios
-de que nos ha vuelto a juntar. Ambrosio y yo os ofrecemos nuestros
-servicios, que no son para despreciados. Nosotros a ninguno hacemos
-mal, a ninguno apaleamos, a ninguno asesinamos y solamente queremos
-vivir a costa ajena. Agrégate a nosotros dos y tendrás una vida
-andante, pero alegre. No la hay más divertida, como se tenga un poco
-de prudencia. No es esto decir que, a pesar de ella, el encadenamiento
-de las causas segundas no sea tal a veces que nos acarree muy pesadas
-aventuras; pero en cambio hallamos las buenas mejores y ya estamos
-acostumbrados a la inconstancia de los tiempos y a las vicisitudes de
-la fortuna. Señor caballero--prosiguió el fingido ermitaño volviéndose
-a don Alfonso--, la misma proposición os hacemos a vos, que me parece
-no debéis despreciar en el estado en que presumo os halláis, porque,
-además de la precisión de andar siempre fugitivo y escondido, tengo
-para mí que no estáis muy sobrado de dinero.» «Así es--dijo don
-Alfonso--, y eso es lo que aumenta mi pesadumbre.» «¡Ea, pues--repuso
-don Rafael--, buen ánimo! No nos separaremos los cuatro; éste es el
-mejor partido que podéis tomar. Nada os faltará en nuestra compañía y
-nosotros sabremos inutilizar todas las pesquisas y requisitorias de
-vuestros enemigos. Hemos recorrido toda España y sabemos todos sus
-rincones, bosques, matorrales, sierras quebradas, cuevas y escondrijos,
-abrigos segurísimos contra las brutalidades de la justicia.»
-Agradecióles don Alfonso su buena voluntad, y hallándose efectivamente
-sin dinero y sin recurso determinó ir en su compañía, y también yo tomé
-igual partido, por no dejar a aquel joven, a quien había cobrado ya
-grande inclinación.
-
-Convinimos, pues, todos cuatro en andar juntos y no separarnos. Tratóse
-entonces sobre si marcharíamos en aquel mismo punto o nos detendríamos
-primero a dar un tiento a una bota llena de exquisito vino que el día
-anterior había traído de Cuenca el hermano Antonio; pero don Rafael,
-como más experimentado, fué de parecer que ante todas cosas se debía
-pensar en ponernos a salvo, y que así, era de sentir que caminásemos
-toda la noche para llegar a un bosque muy espeso que había entre Villar
-del Saz y Almodóvar, donde haríamos alto y, libres de toda zozobra,
-descansaríamos el día siguiente. Abrazóse este parecer, y los dos
-ermitaños acomodaron su ropa y demás provisiones en dos envoltorios, y
-equilibrando el peso lo mejor que pudieron los cargaron en el caballo
-de don Alfonso.
-
-Anduvimos toda la noche, y cuando estábamos ya muy rendidos del
-cansancio, al despuntar el día descubrimos el bosque adonde se
-encaminaban nuestros pasos. La vista del puerto alegra y da vigor a los
-marineros fatigados de una larga navegación; cobramos ánimo y llegamos
-por fin al fin de nuestra carrera antes de salir el Sol. Penetramos
-hasta lo interior del bosque, donde, haciendo alto en un delicioso
-sitio, nos echamos sobre la verde hierba de un espacioso prado rodeado
-de corpulentas encinas, cuyas frondosas ramas, entretejiéndose unas con
-otras, negaban la entrada a los rayos del Sol. Descargamos el caballo,
-quitámosle la brida y echámosle a pacer por el prado. Sentámonos,
-sacamos de las alforjas del hermano Antonio algunos zoquetes de pan,
-muchos pedazos de carne asada, y como unos perros hambrientos nos
-abalanzamos a ellos, compitiendo unos con otros en la presteza y en
-la gana de comer. Con todo eso, obligábamos al hambre a que aguardase
-un poco, por los frecuentes abrazos que dábamos a la bota, que en
-movimiento poco menos que continuo estaba casi siempre en el aire,
-pasando de unas manos a otras.
-
-Acabado el almuerzo, dijo don Rafael a don Alfonso: «Caballero, a vista
-de la confianza que usted me ha hecho, justo será también que yo cuente
-la historia de mi vida con la misma sinceridad.» «Gran gusto me daréis
-en eso», respondió el joven. «Y a mí, grandísimo--añadí yo--, porque
-tengo ansia de saber vuestras aventuras, que no dudo serán dignas de
-oírse.» «¡Y como que lo son!--replicó don Rafael--. Lo han sido tanto,
-que pienso algún día escribirlas. Con esta obra hago ánimo de divertir
-mi vejez, porque en el día todavía soy mozo y quiero añadir materiales
-para aumentar el volumen. Pero ahora estamos fatigados; recuperémonos
-con algunas horas de sueño. Mientras dormimos los tres, Ambrosio velará
-y hará centinela para evitar toda sorpresa, que después dormirá él y
-nosotros estaremos de escucha, pues aunque pienso que aquí nos hallamos
-con toda seguridad, nunca sobra la precaución.» Dicho esto, se tendió
-a la larga sobre la hierba; don Alfonso hizo lo mismo; yo imité a los
-dos y Lamela comenzó a hacernos la guardia.
-
-El pobre don Alfonso, en vez de dormir, no hizo mas que pensar en
-sus desgracias. Por lo que toca a don Rafael, se quedó dormido
-inmediatamente; pero despertó dentro de una hora, y viéndonos
-dispuestos a oírle dijo a Lamela: «Amigo Ambrosio, ahora puedes tú
-ir a descansar.» «¡No, no!--respondió Lamela--. Ninguna gana tengo
-de dormir; y aunque sé ya todos los sucesos de vuestra vida, son
-tan instructivos para las personas de nuestra profesión, que tendré
-especial gusto en oírlos contar otra vez.» Así, pues, comenzó don
-Rafael la historia de su vida en los términos siguientes:
-
-
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- LIBRO QUINTO
-
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- CAPITULO PRIMERO
-
- Historia de don Rafael.
-
-
-«Soy hijo de una comedianta de Madrid, famosa por su habilidad, pero
-mucho más por sus célebres aventuras. Llamábase Lucinda. En cuanto a
-mi padre, no puedo sin temeridad asegurar quién fuese. Podía muy bien
-decir quién era el sujeto de distinción que cortejaba a mi madre al
-tiempo que yo nací; pero esta época no es prueba convincente de que
-yo le debiese el ser. Las personas de la clase de mi madre son, por
-lo común, tan poco de fiar en este punto, que cuando se muestran más
-inclinadas a un señor le tienen ya prevenido algún substituto por su
-dinero.
-
-»No hay cosa como no hacer aprecio de lo que digan malas lenguas.
-Mi madre, en vez de darme a criar donde ninguno me conociese, sin
-hacer misterio alguno me cogía de la mano y me llevaba al teatro muy
-francamente, no dándosele un pito de lo mucho que se hablaba de ella
-ni de las falsas risitas que causaba sólo el verme. En fin, yo era
-su ídolo y la diversión de cuantos venían a casa, los cuales no se
-cansaban de hacerme mil fiestas. No parecía sino que en todos ellos
-hablaba la sangre a favor mío.
-
-»Dejáronme pasar los doce primeros años de mi vida en todo género de
-frívolos pasatiempos. Apenas me enseñaron a leer y escribir, y mucho
-menos la doctrina cristiana. Solamente aprendí a cantar, bailar y tocar
-un poco la guitarra. A esto se reducía todo mi saber cuando el marqués
-de Leganés me pidió para que estuviese en compañía de un hijo suyo
-único, poco más o menos de mi edad. Consintió en ello Lucinda con mucho
-gusto, y entonces fué el tiempo en que comencé a ocuparme en alguna
-cosa seria. El tal caballerito estaba tan adelantado como yo, y, fuera
-de eso, no parecía haber nacido para las ciencias. Apenas conocía una
-letra del abecedario, sin embargo que hacía quince meses que tenía
-para esto un preceptor. Los demás maestros sacaban el mismo partido de
-sus lecciones, de modo que a todos les tenía apurada la paciencia. Es
-verdad que a ninguno le era lícito castigarle; antes bien, a todos les
-estaba mandado expresamente le enseñasen sin mortificarle, orden que,
-unida a la mala disposición del señorito para el estudio, hacía inútil
-la enseñanza que se le daba.
-
-»Pero al maestro de leer le ocurrió un bello medio para meter miedo
-al discípulo sin contravenir a la orden de su padre. Este medio fué
-azotarme a mí siempre que aquél lo merecía. No me gustó el tal
-arbitrio, y así, me escapé y fuí a quejarme a mi madre de una cosa tan
-injusta; pero ella, aunque me quería mucho, tuvo valor para resistir a
-mis lágrimas, y considerando lo decoroso y ventajoso que era para su
-hijo el estar en casa de un marqués, me volvió a ella inmediatamente; y
-héteme aquí otra vez en poder del preceptor. Como éste había observado
-que su invención había producido buen efecto, prosiguió azotándome
-en lugar de hacerlo al señorito, y para que el castigo hiciese más
-impresión en él me sacudía de firme, de modo que estaba seguro de pagar
-diariamente por el joven Leganés, pudiendo yo decir con toda verdad
-que ninguna letra del alfabeto aprendió el hijo del marqués que no me
-costase a mí cien azotes. Echen ustedes la cuenta del número a que
-ascenderían éstos.
-
-»No eran solamente los azotes lo que tenía que aguantar en aquella
-casa. Como toda la gente de ella me conocía, los criados inferiores,
-hasta los mismos maritornes, me echaban en cara a cada paso mi
-nacimiento. Esto llegó a aburrirme tanto que un día huí, después de
-haber tenido maña para robar al preceptor todo el dinero que tenía,
-el cual podía ser como unos ciento y cincuenta ducados. Tal fué la
-venganza que tomé de las injustas y crueles zurras con que su merced
-me había favorecido, y creo que no podía tomar otra que le fuera
-más sensible. Este juego de manos lo supe hacer con tanto primor y
-sutileza, que, aunque fué mi primer ensayo, dejé burladas cuantas
-pesquisas se hicieron en dos días para saber quién había sido el
-raterillo. Salí de Madrid y llegué a Toledo sin que ninguno fuese en mi
-seguimiento.
-
-»Entraba entonces en mis quince años. ¡Gran gusto es hallarse un
-hombre en aquella edad con dinero, sin sujeción a nadie y dueño de
-sí mismo! Hice presto conocimiento con dos mozuelos, que me hicieron
-listo y ayudaron a comer mis cien ducados. Juntéme también con ciertos
-caballeros de la garra, los cuales cultivaron tan felizmente mis buenas
-disposiciones naturales, que en poco tiempo llegué a ser uno de los más
-ricos caballeros de su orden.
-
-»Al cabo de cinco años se me puso en la cabeza el viajar y ver tierras.
-Dejé a mis cofrades, y queriendo dar principio a mis caravanas por
-Extremadura, me dirigí a Alcántara; pero antes de entrar en el pueblo
-hallé una bellísima ocasión de ejercitar mis talentos y no la dejé
-escapar. Como caminaba a pie y cargado con mi mochila, que no pesaba
-poco, me sentaba a ratos a descansar a la sombra de los árboles que
-estaban a orillas del camino. Una de estas veces me encontré con dos
-mozos, ambos hijos de gente de forma, los cuales estaban en alegre
-conversación, al fresco, en un verde prado. Saludélos con mucha
-cortesía, lo que me pareció no haberles desagradado, y con esto
-entablamos luego conversación. El de más edad no llegaba a quince años,
-y ambos eran muy sencillos. «Señor caminante--me dijo el más joven--,
-nosotros somos hijos de dos ricos ciudadanos de Plasencia; nos entró
-un gran deseo de ver el reino de Portugal, y para contentarlo cada uno
-hurtó cien doblones a su padre. Caminamos a pie para que nos dure más
-el dinero y podamos así ver más provincias. ¿Qué le parece a usted?»
-«Si yo tuviera tanta plata--les respondí--, ¡Dios sabe a dónde iría a
-dar conmigo! Recorrería con él las cuatro partes del mundo. ¡Adónde
-vamos a parar! ¡Doscientos doblones! Es una suma de que nunca se verá
-el fin. Si lo tenéis a bien, hijos míos--añadí--, yo os acompañaré
-hasta la villa de Almoharín, adonde voy a recibir la herencia de un
-tío mío, que murió después de haber vivido allí el espacio de veinte
-años.» Respondiéronme los dos mozos que tendrían el mayor gusto en ir
-en mi compañía. Con esto, después de haber descansado un poco todos
-tres, marchamos todos juntos a Alcántara, donde entramos mucho antes de
-anochecer.
-
-»Alojámonos todos en un mesón, pedimos un cuarto y nos dieron uno
-donde había un armario que se cerraba con llave. Dijimos que se nos
-dispusiese de cenar, y mientras, propuse a mis compañeritos si gustaban
-que saliésemos a dar una vuelta por el pueblo. Agradóles mucho la
-proposición. Guardamos nuestros hatillos en el armario, cerrámoslo y
-uno de los dos jóvenes guardó la llave en la faltriquera. Salimos del
-mesón, fuimos a ver algunas iglesias, y estando en la principal, fingí
-de pronto que me había ocurrido un negocio de importancia, y así, dije:
-«Queridos, ahora me acuerdo de que un amigo de Toledo me encargó
-dijese de su parte dos palabras a un mercader que vive cerca de esta
-iglesia; esperadme aquí, que voy y vuelvo en un momento.» Diciendo
-esto, me aparté de ellos. Vuelvo a la posada, voime derecho al armario,
-quebranto la cerradura, registro sus mochilas y encuentro sus doblones.
-¡Pobres niños! Robéselos todos, sin dejarles siquiera uno para pagar
-el piso de la posada. Hecho esto, salí prontamente del pueblo y tomé
-el camino de Mérida, sin darme cuidado de lo que dirían ni harían las
-inocentes criaturas.
-
-»Púsome este lance en estado de poder caminar con más comodidad.
-Aunque tenía pocos años, me sentía capaz de portarme con juicio, y
-puedo decir que estaba suficientemente adelantado para aquella edad.
-Determiné comprar una mula, como lo hice efectivamente en el primer
-lugar donde la encontré. Convertí la mochila en una maleta y empecé
-a hacerme algo más el hombre de importancia. A la tercera jornada
-encontré en el camino a un hombre que iba cantando vísperas a grandes
-voces. Desde luego conocí que era algún sochantre. «¡Animo--le dije--,
-señor bachiller, y vaya usted adelante, que lo canta de pasmo.»
-«Caballero--me respondió--, soy cantor de una iglesia y quiero
-ejercitar la voz.»
-
-»De esta manera entramos en conversación, y no tardé en conocer que
-me hallaba con un hombre muy divertido y agudo. Tendría como de
-veinticuatro a veinticinco años, y como él iba a pie y yo a caballo,
-de propósito refrenaba la mula para ir a su paso, por el gusto de
-oírle. Hablamos, entre otras cosas, de Toledo. «Tengo bien conocida
-aquella ciudad--me dijo el cantor--; he estado en ella muchos años
-y tengo allí algunos amigos.» «¿Y en qué calle vivía usted?», le
-interrumpí. «En la calle Nueva--respondió--, donde vivía con don
-Vicente de Buenagarra y don Matías del Cordel y otros dos o tres
-honrados caballeros. Habitábamos y comíamos juntos y lo pasábamos
-alegremente.» Sorprendíme al oírle estas palabras, porque los sujetos
-que citaba eran los mismos _caballeros de la garra_ que en Toledo
-me habían recibido en su nobilísima orden. «Señor cantor--exclamé
-entonces--, esos ilustrísimos señores son muy conocidos míos, porque
-vivimos juntos en la misma calle Nueva.» «¡Ya os entiendo!--me
-respondió sonriéndose--. Eso es decir que entrasteis en la orden tres
-años después que yo salí de ella.» «Dejé la compañía de aquellos
-caballeros--proseguí--porque se me puso en la cabeza el viajar y
-ver mundo. Pienso andar toda España, y sin duda valdré más cuando
-tenga más experiencia.» «¡Acertado pensamiento!--dijo el cantor--.
-Para perfeccionar el ingenio y los talentos no hay mejor escuela que
-la de viajar. Por la misma razón dejé yo a Toledo, aunque nada me
-faltaba en aquella ciudad. ¡Gracias a Dios, que me ha dado a conocer
-a un caballero de mi orden cuando menos lo pensaba! Unámonos los
-dos, caminemos juntos, hagamos una liga ofensiva y defensiva contra
-el bolsillo del prójimo y aprovechemos todas las ocasiones que se
-ofrezcan de mostrar nuestra habilidad.»
-
-»Díjome esto con tanta franqueza y gracia, que desde luego acepté la
-proposición. En el mismo punto granjeó toda mi confianza, y yo la suya.
-Abrímonos recíprocamente el pecho; contóme su historia y yo le dije mis
-aventuras. Confióme que venía de Portalegre, de donde le había hecho
-salir cierto lance malogrado por un contratiempo, obligándole a ponerse
-en salvo precipitadamente bajo el traje de sopista en que le veía.
-Luego que me informó de todos sus asuntos, determinamos dirigirnos a
-Mérida, a probar fortuna y ver si podíamos dar allí un golpe maestro,
-y después marchar a otra parte. Desde aquel instante se hicieron
-comunes nuestros bienes. Es verdad que Morales--así se llamaba mi nuevo
-compañero--no se hallaba en muy brillante situación. Todo su haber
-consistía en cinco o seis ducados y en alguna ropa que llevaba en la
-mochila; pero si yo estaba mucho mejor que él en dinero, en recompensa,
-él estaba mucho más adelantado que yo en el arte de engañar a los
-hombres. Montábamos los dos alternativamente en la mula, y de esta
-manera llegamos en fin a Mérida.
-
-»Apeámonos en un mesón del arrabal. Morales se puso otro vestido que
-sacó de su mochila, y fuimos a andar por la ciudad para descubrir
-terreno y ver si se nos presentaba algún buen lance. Considerábamos
-muy atentamente cuantos objetos se ofrecían a nuestra vista. Nos
-parecíamos, como hubiera dicho Homero, a dos milanos que desde lo más
-alto de las nubes tienen fijos los ojos en la tierra, acechando todos
-los rincones por ver si atisban algunos polluelos para lanzarse sobre
-ellos. Estábamos, en fin, esperando a que la casualidad nos trajese a
-la mano alguna ocasión de ejercitar nuestra habilidad, cuando vimos en
-la calle un caballero, bastante canoso, el cual, firme con la espada
-en la mano, se defendía contra tres que le llevaban a mal traer.
-Chocóme infinito la desigualdad del combate, y como soy naturalmente
-espadachín, acudí corriendo con mi espada a ponerme al lado del
-caballero, cuyo ejemplo imitó Morales, y en breve tiempo pusimos en
-vergonzosa fuga a los tres enemigos que tan villanamente le habían
-acometido.
-
-»Diónos el anciano un millón de gracias. Respondímosle cortésmente
-que habíamos celebrado en extremo la dichosa casualidad que tan
-oportunamente nos había proporcionado aquella ocasión de servirle,
-y le suplicamos nos confiase el motivo que habían tenido aquellos
-hombres para querer asesinarle. «Señores--nos respondió--, estoy muy
-agradecido a vuestra generosa acción y no puedo negarme a satisfacer
-vuestra curiosidad. Yo me llamo Jerónimo Miajadas; soy vecino de
-esta ciudad, donde vivo de mi hacienda. Uno de los tres asesinos de
-que ustedes me han librado está enamorado de mi hija y me la pidió
-por medio de otro sujeto, y porque no le di mi consentimiento vino a
-vengarse de mí con espada en mano.» «¿Y se podrá saber--le repliqué
-yo--por qué razón negó usted su hija al tal caballero?» «Vóisela a
-decir a usted--me respondió--. Tenía yo un hermano, comerciante en
-esta ciudad, llamado Agustín, que hace dos meses estaba en Calatrava,
-alojado en casa de Juan Vélez de la Membrilla, su corresponsal. Eran
-los dos íntimos amigos; pidióle Juan Vélez mi única hija, Florentina,
-para su hijo, con el fin de estrechar más y más la unión e intereses de
-las dos familias. Prometiósela mi hermano, no dudando, por el cariño
-que nos teníamos los dos, que yo ratificaría su promesa. Así lo hice,
-porque apenas volvió Agustín a Mérida y me propuso esta boda, cuando
-consentí en ella por darle gusto y no desairar su palabra. Envió el
-retrato de Florentina a Calatrava; pero el pobre no pudo ver el fin de
-su negociación porque se lo llevó Dios tres semanas ha. Poco antes de
-morir me pidió encarecidamente que no casase a mi hija con otro que
-con el hijo de su corresponsal. Ofrecíselo así, y éste es el motivo
-por que se la negué al caballero que acaba de acometerme, aunque era
-un partido muy ventajoso para mi casa. Yo soy esclavo de mi palabra;
-por instantes estoy esperando al hijo de Juan Vélez de la Membrilla
-para que sea yerno mío, aunque jamás le he visto a él ni a su padre.
-Perdonen ustedes si les he cansado con relación tan prolija, lo que no
-hubiera hecho a no haber querido ustedes mismos saberla.»
-
-»Escuchéle con la mayor atención, y adoptando el extraño pensamiento
-que de repente me ocurrió, afectó quedar del todo asombrado. Alcé
-los ojos al cielo, y volviéndome hacia el buen viejo le dije en tono
-patético: «¿Es posible, señor Jerónimo Miajadas, que al momento
-de entrar yo en Mérida haya tenido la fortuna de salvar la vida a
-mi venerado suegro?» Estas palabras causaron en el viejo grande
-admiración, y no fué menor la que produjeron en Morales, el cual, en el
-modo de mirarme, me dió a entender que yo le parecía un gran tunante.
-«¿Qué es lo que me dices?--respondió lleno de gozo el aturdido viejo--.
-¿Es posible que tú seas el hijo del corresponsal de mi hermano?» «¡Sí,
-señor!», le respondí con desembarazo; y abrazándole estrechamente
-proseguí diciéndole: «¡Sí, señor, yo soy el dichoso mortal para quien
-está destinada la amable Florentina! Pero antes de manifestaros el
-gozo que me causa la honra de enlazarme con vuestra ilustre familia,
-dadme licencia para que desahogue el sentimiento que renueva en mí la
-dulce memoria del señor Agustín, vuestro hermano; sería yo el hombre
-más ingrato del mundo si no llorase amargamente la muerte de aquel a
-quien siempre me confesaré deudor de la mayor felicidad de mi vida.»
-Dicho esto, volví a dar un abrazo al buen Jerónimo, saqué el pañuelo
-e hice como que me enjugaba las lágrimas. Morales, que desde luego
-conoció lo mucho que nos podía valer aquel embuste, quiso también
-ayudarme por su parte. Fingióse criado mío y comenzó a dar muestras de
-mayor sentimiento que el que yo había mostrado por la muerte del señor
-Agustín, diciendo muy lastimado: «¡Ah, señor Jerónimo, y qué pérdida
-ha hecho usted perdiendo a su querido hermano! ¡Era un hombre muy de
-bien; el fénix de los comerciantes; un mercader desinteresado; un
-mercader de buena fe; un mercader de aquellos que no se ven hoy!»
-
-»Tratábamos con un hombre tan sencillo como crédulo, que, lejos de
-sospechar que le engañábamos, él mismo nos ayudaba a llevar adelante
-nuestro enredo. «Y bien--me preguntó--, ¿y por qué no viniste
-derechamente a apearte a mi casa? ¿A qué fin irte a meter en un mesón?
-Entre nosotros ya están de más los cumplimientos.» «Señor--respondió
-Morales, tomando la palabra por mí--, mi amo es algo ceremonioso;
-tiene ese defecto, y me disculpará que yo se lo afee; fuera de que en
-cierta manera es disculpable en no haberse atrevido a presentarse en
-vuestra casa en el traje en que le veis. Nos han robado en el camino, y
-los ladrones nos dejaron despojados de toda la ropa.» «Dice la verdad
-este mozo, señor de Miajadas--le interrumpí yo--; ése es el motivo
-por que no me fuí en derechura a vuestra casa. Tenía vergüenza de
-presentarme en tan pobre equipaje ante una señorita a quien jamás había
-visto, y para hacerlo con la decencia que era razón estaba esperando
-la vuelta de un criado que he despachado a Calatrava.» «¡No admito
-la excusa!--repuso el viejo--. Ese accidente no debió detenerte para
-servirte de mi casa, y desde aquí mismo quiero que vayas a ser dueño de
-ella.»
-
-»Diciendo esto, él mismo me cogió de la mano para guiarme, y por el
-camino fuimos hablando del robo; y dije que todo ello me importaba
-un bledo y que sólo había sentido me quitasen el retrato de mi amada
-señorita Florentina. Respondióme el señor Jerónimo, sonriéndose, que
-presto me consolaría de esta pérdida, porque el original valía más que
-la copia. Con efecto, luego que llegamos a su casa hizo llamar a la
-hija, que sólo contaba diez y seis años y podía pasar por una persona
-perfecta. «Aquí tenéis--me dijo--a la persona que os prometió su tío,
-mi difunto hermano.» «¡Ah, señor!--exclamé yo entonces en aire de
-apasionado--. ¡No hay necesidad de decirme que es la amable señorita
-Florentina! ¡Sus hechiceras facciones están grabadas en mi memoria y
-mucho más en mi amante corazón! Si el retrato que perdí, y era sólo
-un bosquejo de sus más que humanas perfecciones, supo encender mil
-hogueras en mi enamorado pecho, ¡figuraos lo que ahora pasará dentro de
-mí teniendo a la vista el original!» «Señor--me dijo Florentina--, son
-demasiado lisonjeras vuestras expresiones y no soy tan vana que crea
-merecerlas.» «¡No hagas caso de lo que dice mi hija--le interrumpió su
-padre--y vé adelante con esos bellos cumplimientos!» Diciendo esto, me
-dejó solo con su hija, y asiendo de la mano a Morales, se fué a otro
-cuarto con él y le dijo: «¿Conque al fin os robaron toda vuestra ropa?
-Y con ella es cosa muy natural que también se llevasen todo vuestro
-dinero, que es por donde siempre empiezan.» «Sí, señor--respondió mi
-camarada--. Asaltónos una cuadrilla de bandoleros junto a Castilblancov
-y no nos dejó mas que el vestido que traemos a cuestas; pero estamos
-esperando por momentos letras de cambio para equiparnos con la decencia
-que es razón.» «Entre tanto que vienen esas letras--replicó el anciano
-sacando un bolsillo y alargándoselo--, ahí van esos cien doblones, de
-que podréis disponer.» «¡Jesús, señor!--replicó Morales--. Perdóneme su
-merced, que yo no lo puedo recibir, porque estoy cierto que me regañará
-mi amo y quizá me despedirá. ¡Santo Dios! ¡Todavía no le conoce usted
-bien! Es delicadísimo en esta materia. Nunca fué de aquellos hijos
-de familia que están prontos a tomar de todas manos; no le gusta, a
-pesar de sus pocos años, contraer deudas, y antes pedirá limosna que
-tomar prestado ni un solo maravedí.» «¡Tanto mejor!--dijo el buen
-hombre--. ¡Ahora le estimo mucho más! Yo no puedo llevar con paciencia
-que los hijos de gente honrada contraigan deudas; eso se deja para los
-caballeros, los cuales están ya en antigua posesión de contraerlas.
-Por tanto, yo no quiero estrechar a tu amo, y si le desazona el que
-le ofrezcan dinero, no se hable más del asunto.» Diciendo esto, quiso
-volver a meter en la faltriquera el bolsillo; pero deteniéndole el
-brazo mi compañero, le dijo: «Tenga usted, señor, que ahora mismo
-me ocurre un pensamiento. Es cierto que mi amo tiene una grandísima
-repugnancia a tomar dinero ajeno, pero no desconfío de hacerle admitir
-vuestros cien doblones; todo quiere maña. Una cosa es pedir dinero
-prestado a los extraños y otra es recibirle cuando voluntariamente se
-lo ofrece uno de la familia y sabe muy bien pedir dinero a su padre
-cuando lo ha menester. Es un mozo que, como usted ve, sabe distinguir
-de personas, y hoy considera a su merced como a su segundo padre.»
-
-»Con estas y otras semejantes razones se dió por convencido el buen
-viejo, alargó el bolsillo a Morales y volvió a donde estábamos su
-hija y yo, haciéndonos cumplimientos, con lo que interrumpió nuestra
-conversación. Informó a su hija de lo muy obligado que me estaba, y
-sobre esto se desahogó en expresiones que me hicieron no dudar de su
-gran reconocimiento. No malogré tan favorable ocasión y le dije que la
-mayor prueba de agradecimiento que podía darme era el acelerar mi unión
-con su hija. Rindióse con el mayor agrado a mi impaciencia y me empeñó
-su palabra de que, a más tardar, dentro de tres días sería esposo
-de Florentina; y aun añadió que, en lugar de los seis mil ducados
-que había ofrecido por su dote, daría diez mil, para manifestarme lo
-agradecido que estaba al servicio que le había hecho.
-
-»Estábamos Morales y yo bien regalados en casa del buen Jerónimo
-Miajadas, viviendo alegrísimos con la próxima esperanza de embolsarnos
-no menos que diez mil ducados y con ánimo resuelto de retirarnos
-prontamente de Mérida con ellos. Turbaba, sin embargo, algún tanto esta
-alegría el recelo de que dentro de aquellos tres días podía parecer
-el verdadero hijo de Juan Vélez de la Membrilla y dar en tierra con
-nuestra soñada felicidad. El resultado acreditó que no era mal fundado
-nuestro temor.
-
-»Llegó al día siguiente a casa del padre de Florentina una especie de
-aldeano que traía una maleta. No me hallaba yo en casa a la sazón, pero
-estaba en ella Morales. «Señor--dijo el hombre al buen viejo--, soy
-criado del caballero de Calatrava que ha de ser vuestro yerno; quiero
-decir, del señor Pedro de la Membrilla. Acabamos ahora de llegar los
-dos, y él estará aquí dentro de un momento; yo me he adelantado para
-avisárselo a su merced.» Apenas acabó de decir esto, cuando llegó su
-amo, lo que sorprendió mucho al viejo y turbó algo a Morales.
-
-»Este señor novio, que era un mozo airoso y de los más bien formados,
-dirigió la palabra al padre de Florentina; pero el buen señor no le
-dejó acabar su salutación. Antes, volviéndose a mi compañero, le dijo:
-«Y bien, ¿qué quiere decir esto?» Entonces Morales, a quien ninguna
-persona del mundo aventajaba en descaro, tomando un aire desembarazado,
-respondió prontamente al viejo: «Señor, esto quiere decir que esos
-dos hombres son de la cuadrilla de los ladrones que nos robaron en
-el camino real. Conózcolos a entrambos bien, pero particularmente al
-que tiene atrevimiento para fingirse hijo del señor Juan Vélez de la
-Membrilla.» El viejo creyó sin dudar a Morales, y persuadido de que
-los dos forasteros eran unos bribones, les dijo: «Señores, ustedes
-ya llegan muy tarde, porque hay quien se ha anticipado; el señor
-Pedro de la Membrilla está hospedado en mi casa desde ayer.» «¡Mire
-usted lo que dice!--le replicó el mozo de Calatrava--. ¡Sepa que le
-engañan y que tiene en su casa a un impostor! Mi padre, el señor Juan
-Vélez de la Membrilla, no tiene más hijo que yo.» «¡A otro perro con
-ese hueso!--respondió el viejo--. ¡Yo sé muy bien quién eres tú! ¿No
-conoces este mozo--señalando a Morales--, a cuyo amo robaste en el
-camino de Calatrava?» «¡Cómo robar!--repuso Pedro--. ¡A no estar en
-vuestra casa, le cortaría las orejas a ese desvergonzado, que tiene la
-insolencia de tratarme de ladrón! ¡Agradézcalo a vuestra presencia,
-cuyo respeto reprime mi justa ira! Señor--continuó él--, vuelvo a
-deciros que os engañan; yo soy el mozo a quien el señor Agustín, su
-hermano, prometió la hija de usted. ¿Quiere que le enseñe todas las
-cartas que él escribió a mi padre cuando se trataba este matrimonio?
-¿Creerá usted al retrato de Florentina, que me envió él poco antes de
-su muerte?» «No--replicó el viejo--; el retrato no me hará más fuerza
-que las cartas. Estoy bien enterado del modo con que cayó en tus manos;
-y el consejo más caritativo que te puedo dar es que cuanto antes salgas
-de Mérida, para librarte del castigo que merecen tus semejantes.» «¡Eso
-es ya demasiado!--interrumpió el ultrajado mozo--. ¡No aguantaré jamás
-que me roben impunemente mi nombre, ni mucho menos que me hagan pasar
-por salteador de caminos! Conozco a varios sujetos de esta ciudad;
-voy a buscarlos, y volveré con ellos a confundir la impostura que tan
-preocupado os tiene contra mí.» Dicho esto, se retiró con su criado,
-y Morales quedó triunfante. Esta misma aventura impelió a Jerónimo de
-Miajadas a determinar que se efectuase la boda con la mayor brevedad, a
-cuyo fin salió a hacer las diligencias.
-
-»Aunque mi compañero estaba muy alegre viendo al padre de Florentina
-tan favorable a nuestro intento, con todo, no las tenía todas consigo.
-Temía las consecuencias de los pasos que juzgaba, con razón, no dejaría
-el señor Pedro de dar, y me esperaba con impaciencia para informarme
-de todo lo que pasaba. Encontréle sumamente pensativo, y le dije:
-«¿Qué tienes, amigo? Paréceme que tu imaginación está ocupada en
-grandes cosas.» «¡Y como que lo está!--me respondió; y al mismo tiempo
-me refirió todo lo que había pasado, añadiendo al fin--: Mira ahora
-si tenía fundamento para estar pensativo. Tu temeridad nos ha metido
-en estos atolladeros. No puedo negar que la empresa era famosa y te
-hubiera colmado de gloria como saliera bien; pero, según todas las
-señales, tendrá mal fin, y soy de parecer que antes que se descubra
-el enredo pongamos los pies en polvorosa, contentándonos con la pluma
-que hemos arrancado del ala de este buen pavo.» «Señor Morales--le
-repliqué--, no hay que apresurarnos; usted cede fácilmente a las
-dificultades y hace muy poco honor a don Matías del Cordel y a los
-demás caballeros de la orden con quienes ha vivido en Toledo. Quien
-aprendió en la escuela de tan insignes maestros no debe entrar en
-cuidado con tanta facilidad. Yo, que quiero seguir las huellas de estos
-héroes y acreditar que soy digno discípulo de su escuela, hago frente
-a ese obstáculo que tanto te espanta y me obligo a desvanecerle.» «Si
-lo consigues--repuso mi camarada--, desde luego declararé que superas a
-todos los barones ilustres de Plutarco.»
-
-»Al acabar de hablar Morales entró Jerónimo de Miajadas y me dijo:
-«Acabo de disponerlo todo para tu boda; esta noche serás ya yerno mío.
-Tu criado te habrá contado lo sucedido. ¿Qué me dices de la infamia
-de aquel bribón que me quería embocar que era hijo del corresponsal
-de mi hermano?» Estaba Morales cuidadoso de saber cómo saldría yo de
-este aprieto, y no quedó poco sorprendido de oírme cuando, mirando
-tristemente a Miajadas, le respondí con la mayor sinceridad: «Señor,
-de mí dependería manteneros en vuestro error y aprovecharme de él.
-Pero conozco que no he nacido para sostener una mentira, y así, quiero
-hablaros con toda verdad. Confieso que no soy hijo de Juan Vélez de
-la Membrilla.» «¡Qué es lo que oigo!--interrumpió precipitadamente
-el viejo entre colérico y sorprendido--. Pues qué, ¿no sois vos el
-mozo a quien mi hermano?...» «Sosiéguese usted, señor--le interrumpí
-yo también--, y ya que empecé una narración fiel y sincera, sírvase
-oírme con paciencia hasta concluirla. Ocho días ha que amo ciegamente
-a vuestra hija y su amor es el que me ha detenido en Mérida. Ayer,
-después que acudí a vuestra defensa, pensaba pedírosla por esposa,
-pero me tapasteis la boca con decirme que estaba ya prometida a otro.
-Al mismo tiempo, me dijisteis que al morir vuestro hermano os había
-encargado eficazmente que la casaseis con Pedro de la Membrilla,
-que así se lo ofrecisteis y que, en fin, erais esclavo de vuestra
-palabra. Consternado de oíros, y reducido mi amor a la desesperación,
-me inspiró la estratagema de que me he valido. Os diré, sin embargo,
-que mil veces me he avergonzado en mi interior de esta cautela; pero
-me persuadí de que vos mismo me la perdonaríais luego que llegaseis
-a saber que soy un príncipe italiano que viajo _incógnito_. Mi padre
-es soberano de ciertos valles que están entre los suizos, el Milanés
-y la Saboya. Y aun me imaginaba que os sorprendería agradablemente
-cuando os revelase mi nacimiento, y desde entonces me recreaba en
-pensar el gozo que causaría a Florentina el saber, después de haberme
-desposado con ella, el fino y discreto chasco que le había dado. ¡El
-Cielo no quiere--proseguí, mudando de tono--que yo tenga tanto placer!
-Pareció el verdadero Pedro de la Membrilla; debo restituirle su nombre,
-cuésteme lo que me costare. Vuestra promesa os obliga a recibirle
-por yerno. Lo siento, sin poder quejarme, pues debéis preferirle a
-mí, sin reparar en mi alta clase ni en la cruel situación a que vais
-a reducirme. No quiero representaros que vuestro hermano no era mas
-que tío de Florentina y que vos sois su padre, que parece más puesto
-en razón corresponder a la obligación que me tenéis que hacer punto
-en cumplir otra, la cual a la verdad os liga muy levemente.» «¿Qué
-duda tiene eso?--exclamó el buen Jerónimo de Miajadas--. ¡Es una cosa
-muy clara! Y así, estoy muy lejos de vacilar entre vos y Pedro de la
-Membrilla. Si viviera mi hermano Agustín, él mismo desaprobaría que
-prefiriese el tal Pedro a un hombre que me salvó la vida y que, además
-de eso, es un príncipe que quiere honrar mi familia con tan no merecida
-como nunca imaginada alianza. ¡Sería preciso que yo fuese enemigo de
-mi fortuna o hubiese perdido el juicio para que os negase mi hija y no
-solicitase todo lo posible la más pronta ejecución de este matrimonio!»
-«Con todo eso, señor--repliqué yo--, no quisiera que usted partiese con
-precipitación. No haga nada sin deliberarlo con madurez; atienda sólo a
-sus intereses y sin respeto a la nobleza de mi sangre...» «¡Os burláis
-de mí!--interrumpió Miajadas--. ¿Debo vacilar un momento? ¡No, príncipe
-mío, y os ruego que desde esta misma noche os dignéis honrar con
-vuestra mano a la dichosa Florentina!» «¡Enhorabuena!--le respondí--.
-Id vos mismo a darle esta noticia y a informarla de su venturosa
-suerte.»
-
-»Mientras el buen hombre iba a dar parte a su hija de la conquista que
-había hecho su hermosura, no menos que de un gran príncipe, Morales,
-que había estado oyendo toda la conversación, se arrodilló de repente
-delante de mí y me dijo: «¡Señor príncipe italiano, hijo del soberano
-de los valles que están entre los suizos, el Milanés y la Saboya!
-¡Permítame vuestra alteza que me arroje a sus pies para darle prueba
-de mi alegría y de mi pasmosa admiración! ¡A fe de bribón que eres un
-prodigio! Teníame yo por el mayor hombre del mundo; pero, hablando
-francamente, arrío bandera a vista de tu pabellón, sin embargo de que
-tienes menos experiencia que yo.» «Según eso--le respondí--, ¿ya no
-tienes miedo?» «¡Cierto que no!--replicó él--. No temo ya al señor
-Pedro. ¡Que venga ahora su merced cuando quisiere!» Y hétenos aquí a
-Morales y a mí más firmes en nuestros estribos. Comenzamos a discurrir
-sobre el camino que habíamos de tomar así que recibiésemos la dote,
-con la cual contábamos con más seguridad que si la tuviéramos ya en el
-bolsillo. Sin embargo, todavía no la habíamos pillado, y el fin de la
-aventura no correspondió muy bien a nuestra confianza.
-
-»Poco tiempo después vimos venir al mocito de Calatrava. Acompañábanle
-dos vecinos y un alguacil, tan respetable por sus bigotes y su
-tez amulatada como por su empleo. Estaba con nosotros el padre de
-Florentina. «Señor Miajadas--le dijo el tal mozo--, aquí os traigo a
-estos tres hombres de bien, que me conocen y pueden decir quién soy.»
-«Sí por cierto--dijo el alguacil--; y declaro ante quien convenga cómo
-yo te conozco muy bien; te llamas Pedro y eres hijo único de Juan
-Vélez de la Membrilla. ¡Cualquiera que se atreva a decir lo contrario
-es un solemnísimo embustero!» «Señor alguacil--dijo entonces el buen
-Jerónimo Miajadas--, yo le creo a usted; para mí es tan sagrado
-vuestro testimonio como el de los señores mercaderes que vienen en
-vuestra compañía. Estoy del todo convencido de que este caballerito
-que los ha conducido a mi casa es hijo del corresponsal de mi difunto
-hermano. Pero ¿qué me importa? He mudado de dictamen y ya no pienso
-darle mi hija.» «¡Oh, eso es otra cosa!--dijo el alguacil--. Yo sólo he
-venido a vuestra casa para aseguraros que conocía a este hombre. Por lo
-que toca a vuestra hija, vos sois su padre y ninguno os puede obligar
-a casarla contra vuestra voluntad!» «Tampoco pretendo yo--interrumpió
-Pedro--forzar la voluntad del señor Miajadas, que puede disponer de
-su hija como tenga por conveniente; pero desearía saber por qué razón
-ha variado de parecer. ¿Tiene algún motivo para quejarse de mí? ¡Ah,
-ya que pierdo la dulce esperanza de ser su yerno, quisiera tener el
-consuelo de saber que no la perdí por culpa mía!» «No tengo la menor
-queja de vos--respondió el viejo--; antes bien, os confesaré que siento
-verme obligado a faltar a mi palabra y os pido mil perdones. Vos sois
-tan generoso, que me persuado no llevaréis a mal que yo haya preferido
-a vos un pretendiente a quien debo la vida. Este es el caballero que
-veis aquí. Este señor--prosiguió, señalándome--es el que me salvó de un
-gran peligro, y para mayor disculpa mía debo añadir que es un príncipe
-italiano que, a pesar de la desigualdad de nuestra clase, se digna
-enlazar con Florentina, de la cual está enamorado.»
-
-»Al oír esto, Pedro se quedó mudo y confuso, y los dos mercaderes,
-abriendo tanto ojo, quedaron como absortos; pero el alguacil, como
-acostumbrado a mirar las cosas por el mal lado, sospechó que detrás
-de aquella extraordinaria aventura se ocultaba algún enredo que le
-podía valer algunos cuartos. Empezó a mirarme con la más escrupulosa
-atención, y como mis facciones, que nunca había visto, ayudaban
-poco a su buena voluntad, se volvió a examinar a mi camarada con
-igual curiosidad. Por desgracia de mi alteza, conoció a Morales,
-y acordándose de haberle visto en la cárcel de Ciudad Real, «¡Ah!
-¡Ah!--exclamó sin poderse contener--. ¡He aquí uno de nuestros
-parroquianos! ¡Me acuerdo de este caballero y os le doy por uno de los
-mayores bribones que calienta el sol de España en todos sus reinos y
-señoríos!» «¡Poco a poco, señor alguacil--dijo Jerónimo Miajadas--,
-que ese pobre mozo, de quien hacéis tan mal retrato, es un criado del
-señor príncipe!» «¡Sea en buen hora!--respondió--. ¡Eso me basta para
-saber lo que debo creer! ¡Por el criado saco yo lo que será el amo!
-¡No me queda la menor duda de que estos dos señores son dos pícaros
-de marca que se han unido para burlarse de vos! Soy muy práctico en
-conocer esta casta de pájaros, y para haceros ver que son dos lindas
-ganzúas, en el mismo punto voy a llevarlos a la cárcel. ¡Quiero que se
-aboquen con el señor corregidor para que tengan con él una conversación
-reservada y sepan de la boca de su señoría que todavía se usan por acá
-penques y rebenques!» «¡Alto ahí, señor ministro!--replicó el viejo--.
-¡No hay que llevar tan adelante el negocio! Los del hábito de usted no
-tienen reparo en mortificar a una persona honrada. ¿No podrá ser este
-criado un bribón sin que el amo lo sea? ¿Es por ventura cosa nueva ver
-bribones al servicio de los príncipes?» «¡Usted se chancea con sus
-príncipes!--repuso el alguacil--. Este mozo, vuelvo a decir, es un
-tunante, y así, desde ahora les intimo a los dos que se den _presos al
-rey_. Si rehusan ir voluntariamente a la cárcel, veinte hombres tengo a
-la puerta que los llevarán por fuerza. ¡Vamos, príncipe mío--me dijo en
-seguida--; vamos andando!»
-
-»Al oír estas palabras quedé todo fuera de mí, y lo mismo sucedió a
-Morales; y nuestra turbación nos hizo sospechosos a Jerónimo Miajadas,
-o, por mejor decir, nos perdió enteramente en su concepto. Bien se
-persuadió de que habíamos querido engañarle, y con todo eso tomó en
-esta ocasión el partido que debe tomar una persona delicada. «Señor
-ministro--dijo al alguacil--, vuestras sospechas pueden ser falsas
-y también verdaderas; pero sean lo que fueren, no apuremos más la
-materia. Os suplico que no impidáis que estos caballeros salgan y
-se retiren a donde mejor les pareciere. Es una gracia que os pido
-para cumplir con la obligación que les debo.» «La mía--interrumpió
-el alguacil--sería llevarlos a la cárcel sin atención a vuestros
-ruegos. Sin embargo, por respeto vuestro, quiero dispensarme ahora
-del cumplimiento de mi deber, con la condición de que en este mismo
-momento han de salir de la ciudad. ¡Porque si mañana los veo en ella,
-les aseguro por quien soy que han de ver lo que les pasa!»
-
-»Cuando Morales y yo oímos decir que estábamos libres, volvimos a
-respirar. Quisimos hablar con resolución y sostener que éramos hombres
-de honor; pero el alguacil, con una mirada de soslayo, nos impuso
-silencio. No sé por qué esta gente tiene ascendiente sobre nosotros.
-Vímonos, pues, precisados a ceder Florentina y la dote a Pedro de la
-Membrilla, que verosímilmente pasó a ser yerno de Jerónimo de Miajadas.
-
-»Retiréme con mi camarada y tomamos el camino de Trujillo, con el
-consuelo de haber a lo menos ganado cien doblones en esta aventura.
-Una hora antes de anochecer pasábamos por una aldea, con ánimo de ir a
-hacer noche más adelante, y vimos en ella un mesón de bastante buena
-apariencia para aquel lugar. Estaban el mesonero y la mesonera sentados
-a la puerta, en un poyo. El mesonero, hombre alto, seco y ya entrado
-en días, estaba rascando una guitarra para divertir a su mujer, que
-mostraba oírle con gusto. Viendo el mesonero que pasábamos de largo,
-«¡Señores--nos gritó--, aconsejo a ustedes que hagan alto en este
-lugar! Hay tres leguas mortales a la primera posada, y créanme que no
-lo pasarán tan bien como aquí. ¡Entren ustedes en mi casa, que serán
-bien tratados y por poco dinero!» Dejámonos persuadir. Acercámonos más
-al mesonero y a la mesonera, saludámoslos, y habiéndonos sentado junto
-a ellos, nos pusimos todos cuatro a hablar de cosas indiferentes. El
-mesonero decía que era cuadrillero de la Santa Hermandad, y la mesonera
-tenía pinta de ser una buena pieza que sabía vender bien sus agujetas.
-
-»Interrumpió nuestra conversación la llegada de doce o quince
-hombres, montados unos en caballos y otros en mulas, seguidos de como
-unos treinta machos de carga. «¡Oh cuántos huéspedes!--exclamó el
-mesonero--. ¿Dónde podré yo alojar a tanta gente?» En un instante se
-vió la aldea llena de hombres y de caballerías. Había, por fortuna, una
-espaciosa granja cerca del mesón, en la que se acomodaron los machos y
-cargas, y las mulas y caballos se repartieron en varias caballerizas
-del mesón y del lugar. Los hombres pensaron menos en dónde habían de
-dormir que en mandar disponer una buena cena, la que se ocuparon en
-hacer el mesonero, la mesonera y una criada, dando fin de todas las
-aves del corral. Con esto, y un guisado de conejo y de gato y una
-abundante sopa de coles, hecha con carnero, hubo para toda la comitiva.
-
-»Morales y yo mirábamos a aquellos caballeros, los cuales también nos
-miraban a nosotros de cuando en cuando. En fin, trabamos conversación
-y les dijimos que si lo tenían a bien cenaríamos en compañía; y
-habiéndonos respondido que tendrían en ello particular gusto, nos
-sentamos todos juntos a la mesa. Entre ellos había uno que parecía
-mandaba a los demás, y aunque éstos le trataban con bastante
-familiaridad, sin embargo, se conocía que le miraban con algún respeto.
-Lo cierto es que ocupaba siempre el lugar más distinguido, que hablaba
-alto, que algunas veces contradecía a los otros sin reparo y que, lejos
-de hacer lo mismo con él, más bien parecía que todos se adherían a su
-dictamen. La conversación recayó casualmente sobre Andalucía, y como
-Morales comenzase a alabar mucho a Sevilla, el hombre de quien voy
-hablando le dijo: «Caballero, usted hace el elogio de la ciudad donde
-yo nací, o a lo menos muy cerca de ella, porque mi madre me dió a luz
-en el arrabal de Mairena.» «En el mismo me parió la mía--respondió
-Morales--, y no es posible que yo deje de conocer a los parientes
-de usted, conociendo desde el alcalde hasta la última persona del
-arrabal. ¿Quién fué su señor padre?» «Un honrado escribano--respondió
-el caballero--llamado Martín Morales.» «¡Martín Morales!--exclamó
-mi compañero, no menos alegre que sorprendido--. ¡A fe mía que la
-aventura es bien extraña! Según eso, sois mi hermano mayor, Manuel
-Morales.» «Justamente--respondió el otro--, y, por consiguiente, tú
-eres mi hermanico Luis, a quien dejé en la cuna cuando salí de la casa
-paterna.» «Ese es mi nombre», replicó mi camarada; y dicho esto, se
-levantaron los dos de la mesa y se dieron mil abrazos. Volviéndose
-después el señor Manuel a todos los que estábamos presentes, dijo:
-«Señores, este suceso tiene algo de maravilloso. La casualidad dispone
-que encuentre y reconozca a un hermano a quien ha por lo menos más de
-veinte años que no he visto; dadme licencia para que os lo presente.»
-Entonces todos los caballeros, que por cortesía estaban en pie,
-saludaron al hermano menor de Morales y le dieron repetidos abrazos.
-Después de esto, nos volvimos a la mesa, la que no dejamos en toda
-la noche. Los dos hermanos se sentaron uno junto a otro y estuvieron
-hablando en voz baja de las cosas de su familia, mientras los demás
-convidados bebíamos y nos alegrábamos.
-
-»Tuvo Luis una larga conversación con su hermano Manuel, y concluída,
-me llamó aparte y me dijo: «Todos estos caballeros son criados del
-conde de Montaños, a quien el rey acaba de nombrar virrey de Mallorca.
-Conducen el equipaje de su amo a Alicante, donde deben embarcarse.
-Mi hermano, que es el mayordomo de Su Excelencia, me ha propuesto
-llevarme consigo, y a vista de la repugnancia que le mostré de dejar tu
-compañía, me dijo que si tú quieres venir con nosotros te facilitará un
-buen empleo. Caro amigo--continuó él--, te aconsejo que no desprecies
-este partido. Vamos juntos a Mallorca; si allí lo pasamos bien, nos
-quedaremos, y si no nos tuviere cuenta nos volveremos a España.»
-
-»Admití con gusto la propuesta; incorporámonos el joven Morales y
-yo con la familia del conde y partimos del mesón antes del amanecer
-del día siguiente. Pusímonos en camino para Alicante, yendo a largas
-jornadas. Luego que llegamos, compré una guitarra y me mandé hacer un
-vestido decente antes de embarcarme. Ya no pensaba yo sino en la isla
-de Mallorca, y lo mismo sucedía a mi camarada Morales. Parecía que
-ambos habíamos renunciado para siempre a la vida bribona. Es preciso
-decir la verdad: uno y otro queríamos acreditarnos de hombres de bien
-entre aquellos caballeros, y este respeto nos contenía. En fin, nos
-embarcamos alegremente, lisonjeándonos con la esperanza de llegar
-presto a Mallorca; pero no bien habíamos salido del golfo de Alicante,
-cuando nos cogió una furiosa borrasca. ¡Qué ocasión tan buena era ésta
-para hacer ahora una bellísima descripción de la tempestad, pintándoos
-el aire todo inflamado, la viva luz de los relámpagos, el estampido de
-los truenos, la rápida caída de los rayos, el silbido de los vientos y
-la hinchazón de las olas, etc.! Pero dejando a un lado todas las flores
-retóricas, os diré sencillamente que fué tan recia la tormenta, que nos
-obligó a ancorar en la punta de la Cabrera, que es una isla desierta,
-defendida con un fortín, cuya guarnición consistía entonces en cinco o
-seis soldados y un oficial, que nos recibió con mucho agasajo.
-
-»Como nos veíamos precisados a detenernos allí muchos días para
-componer nuestro velamen, procuramos pasar el tiempo en diferentes
-diversiones para evitar el fastidio. Siguiendo cada uno su inclinación,
-unos jugaban a los naipes; otros, a la pelota, etc.; yo me iba a pasear
-por la isla con otros compañeros amantes del paseo. Saltábamos de
-peñasco en peñasco, porque el terreno es desigual y tan pedregoso que
-apenas se descubría en él un palmo de tierra. Un día que considerando
-aquellos lugares áridos y secos estábamos admirando los caprichos de
-la Naturaleza, que es fecunda o estéril donde le da la gana, sentimos
-todos de repente un olor muy grato que nos dejó sorprendidos. Lo
-quedamos mucho más cuando volviéndonos hacia el Oriente, de donde
-venía aquella fragancia, vimos un campo todo cubierto de madreselva,
-más hermosa y odorífera que la de Andalucía. Acercámonos gustosos a
-aquellos bellísimos arbustos, que perfumaban el aire circunvecino,
-y hallamos que cercaban la entrada de una caverna muy profunda. Era
-ésta ancha y poco sombría; bajamos a ella por una escalera o caracol
-de piedra adornado de flores que primorosamente guarnecían sus lados.
-Cuando estuvimos abajo, vimos serpentear, sobre un suelo de arena
-más roja que el oro, varios arroyuelos, formados de las gotas que
-destilaban continuamente los peñascos y se perdían en la misma arena.
-Pareciónos tan clara y cristalina el agua, que nos dió gana de beberla,
-y la hallamos tan fresca y delgada, que resolvimos volver a este lugar
-al día siguiente, llevando con nosotros algunas botellas de vino,
-persuadidos de que lo beberíamos allí con gusto.
-
-»Dejamos con sentimiento un sitio tan delicioso, y cuando nos
-restituímos al fuerte ponderamos a nuestros camaradas la noticia de
-tan feliz descubrimiento; pero el comandante del fuerte nos dijo que
-nos advertía en amistad que por ningún caso volviésemos a la cueva de
-que tan enamorados habíamos quedado. «¿Y eso por qué?--le pregunté
-yo--. ¿Hay por ventura algo que temer?» «Y mucho--me respondió--. Los
-corsarios de Argel y de Trípoli vienen algunas veces a esta isla y
-hacen aguada en ese paraje, y uno de estos días sorprendieron en él a
-dos soldados y los llevaron esclavos.» Por más seriedad con que nos lo
-decía el oficial, no le quisimos creer. Parecíanos que se zumbaba, y al
-día siguiente volví yo a la caverna con tres caballeros de la comitiva,
-y de intento no quisimos llevar armas de fuego, para mostrar que no
-teníamos el más mínimo temor. Morales no quiso venir con nosotros y se
-quedó jugando con su hermano y otros del castillo.
-
-»Bajamos al hondo de la cueva como el día anterior y pusimos a
-refrescar las botellas de vino en uno de los arroyuelos. A lo mejor
-que estábamos bebiendo, tocando la guitarra y divirtiéndonos con mucha
-algazara y alegría, vimos a la boca de la caverna muchos hombres con
-bigotes, turbantes y vestidos a la turca. Juzgamos al pronto que
-eran algunos del navío, que juntamente con el comandante se habían
-disfrazado para chasquearnos. Creídos de esto nos echamos a reír y
-dejamos bajar hasta diez de ellos sin pensar en defendernos; pero
-presto quedamos tristemente desengañados viendo ser un pirata que
-venía con su gente a esclavizarnos. «¡Rendíos, perros--nos dijo en
-lengua castellana--, o aquí moriréis todos!» Al mismo tiempo nos
-pusieron al pecho las carabinas los que con él venían y que a la menor
-resistencia las hubieran disparado. Preferimos la esclavitud a la
-muerte y entregamos las espadas al pirata. Nos hizo cargar de cadenas,
-nos llevaron a su buque, que no estaba muy distante, levaron anclas,
-hiciéronse a la vela y singlaron hacia Argel.
-
-»De este modo fuimos justamente castigados del poco aprecio que
-hicimos del aviso del comandante del fuerte. La primera cosa que hizo
-el corsario fué registrarnos y quitarnos cuanto dinero llevábamos.
-¡Gran golpe de mano para él! Los doscientos doblones del mercader de
-Plasencia, los ciento que Jerónimo Miajadas había dado a Morales, y que
-por desgracia llevaba yo conmigo, todo lo arrebañó sin misericordia.
-Los bolsillos de mis camaradas tampoco estaban mal provistos. En
-suma, el pirata hizo una buena pesca, de lo que estaba muy contento;
-y el grandísimo bergante, no bastándole haberse apoderado de todo
-nuestro dinero, comenzó a insultarnos con bufonadas, que no eran mucho
-menos sensibles que la dura necesidad de aguantarlas. Después de mil
-impertinentes truhanadas, y para mofarse de nosotros de otro modo,
-mandó traer las botellas que habíamos puesto a refrescar y comenzó a
-vaciarlas todas, ayudándole sus gentes y repitiendo a nuestra salud
-muchos brindis por irrisión.
-
-»Durante este tiempo mis camaradas mostraban un semblante que daba
-a entender lo que interiormente pasaba en ellos. Se les hacía tanto
-más doloroso el cautiverio cuanto más alegre era la idea de ir a la
-isla de Mallorca. Por lo que a mí toca, tuve valor para tomar desde
-luego mi determinación, y menos apesadumbrado que los otros, no sólo
-trabé conversación con nuestro capitán mofador, sino que le ayudé yo
-mismo a llevar adelante la zumba, cosa que le cayó muy en gracia.
-«Oye, mozo--me dijo--, me gusta tu buen humor y tu genio; y si bien se
-considera, en vez de gemir y suspirar, lo mejor es armarse de paciencia
-y acomodarse con el tiempo. Tócanos una buena tocata--añadió, viendo
-que yo llevaba una guitarra--; veamos a lo que llega tu habilidad.»
-Mandó que me desatasen los brazos, y al punto comencé a tocar, de tal
-modo que merecí sus aplausos; bien es verdad que yo no manejaba mal
-este instrumento. También me hizo cantar, y no quedó menos satisfecho
-de mi voz; todos los turcos que había en el bajel mostraron con gestos
-de admiración el placer con que me habían oído, por lo que conocí que
-en materia de música no carecían de gusto. El pirata se arrimó a mí
-y me dijo al oído que sería un esclavo afortunado y que podía estar
-cierto de que mis talentos me proporcionarían un destino que haría muy
-llevadera la esclavitud.
-
-»Estas palabras me consolaron algo; pero, por más halagüeñas que
-fuesen, no dejaba de inquietarme el empleo que el pirata me había
-pronosticado y temía que no fuese de mi aceptación. Al llegar al puerto
-de Argel vimos una multitud de personas que había acudido para vernos,
-y sin que aún hubiésemos saltado en tierra hicieron resonar el aire con
-mil gritos de alegría y alborozo. Acompañaba a éstos un confuso rumor
-de trompetas, flautas moriscas y otros instrumentos del uso de aquella
-gente y que causaban un estruendo desentonado más que una música
-apacible. Aquella extraordinaria algazara nacía de la falsa noticia
-que se había esparcido por la ciudad de que el renegado Mahometo--que
-así se llamaba nuestro pirata--había muerto peleando con una gruesa
-embarcación genovesa, y todos sus parientes y amigos, informados de su
-regreso, acudían a darle muestras de su regocijo.
-
-»Luego que desembarcamos, a mí y a mis compañeros nos llevaron al
-palacio del bajá Solimán, donde un escribano cristiano nos examinó
-a cada uno en particular, preguntándonos el nombre, edad, patria,
-religión y habilidad. Entonces Mahometo, mostrándome al bajá, le
-ponderó mi voz y mi destreza en tocar la guitarra. No hubo menester
-más Solimán para determinarse a tomarme a su servicio, y desde aquel
-punto quedé reservado para su serrallo, adonde me condujeron para
-instalarme en el empleo que me estaba destinado. Los demás cautivos
-fueron llevados a la plaza mayor y vendidos según costumbre. Verificóse
-lo que Mahometo me había pronosticado en el bajel, porque, ciertamente,
-fuí muy afortunado. No me entregaron a las guardias de las mazmorras
-ni me destinaron a trabajar en las obras públicas; antes bien, mandó
-Solimán, por aprecio particular, que me agregasen en cierto sitio
-privado a cinco o seis esclavos de distinción, cuyo rescate se esperaba
-presto y a quienes no se empleaba sino en trabajos ligeros, y se me
-encargó el cuidado de regar en los jardines las flores y los naranjos.
-No podía tener yo una ocupación más suave, y por eso di gracias a mi
-estrella, presintiendo, sin saber por qué, que no sería desgraciado al
-servicio de Solimán.
-
-»Este bajá--porque es necesario que haga su retrato--era un hombre de
-cuarenta años, bien plantado, muy atento, y aun muy galán para turco.
-Tenía por favorita una cachemiriana que por su talento y hermosura se
-había hecho dueña de él. Idolatraba en ella y no pasaba día en que no
-la festejase con alguna diversión nueva; unas veces era un concierto de
-voces y de instrumentos; otras, una comedia a la turca, es decir, unos
-dramas en los cuales no se tenía más respeto al pudor y al decoro que a
-las reglas de Aristóteles. La favorita, que se llamaba Farrukhnaz, era
-apasionadísima a semejantes espectáculos, y aun algunas veces mandaba
-a sus criadas representar piezas árabes en presencia del bajá. Ella
-misma solía también hacer su papel, y lo ejecutaba con tal viveza y
-tanta gracia, que hechizaba a todos los espectadores. Un día en que yo
-asistí a una de estas funciones mezclado entre los músicos me mandó
-Solimán que en un intermedio cantase y tocase solo la guitarra. Hícelo
-así, y tuve la fortuna de darle tanto gusto, que no sólo me aplaudió
-con palmadas, sino de viva voz, y la favorita, a lo que me pareció, me
-miró con ojos favorables.
-
-»El día siguiente por la mañana, estando yo regando los naranjos en
-los jardines, pasó junto a mí un eunuco que, sin detenerse ni hablar
-palabra, dejó caer a mis pies un billete. Recogíle prontamente, con
-una turbación mezclada de alegría y de temor; echéme a la larga en
-el suelo, por que no me viesen desde las ventanas del serrallo, y
-ocultándome detrás de los naranjos le abrí presuroso. Hallé dentro
-de él un preciosísimo brillante y escritas en buen castellano estas
-palabras: «Joven cristiano, da mil gracias al Cielo por tu esclavitud.
-El amor y la fortuna la harán feliz; el amor, si te muestras sensible
-a los atractivos de una persona hermosa; y la fortuna, si tienes valor
-para arrostrar todo género de peligros.»
-
-»No dudé ni un solo momento que el billete era de la sultana favorita;
-el brillante y el estilo me lo persuadían. Además de que nunca fuí
-cobarde, la vanidad de verme favorecido de la dama de un gran príncipe,
-y sobre todo la esperanza de conseguir de ella cuatro veces más dinero
-del que me era menester para mi rescate, me determinaron a tentar
-esta nueva aventura, a costa de cualquier riesgo. Proseguí, pues,
-en mi ocupación, pensando siempre en el modo que podría tener para
-introducirme en el cuarto de Farrukhnaz, o, por mejor decir, en los
-arbitrios que ella discurriría para abrirme este camino, pareciéndome,
-y con fundamento, que no se contentaría con lo hecho y que ella misma
-se adelantaría a librarme de este cuidado. Con efecto, no me engañé;
-de allí a una hora volvió a pasar junto a mí el mismo eunuco de antes
-y me dijo: «Cristiano, ¿has hecho tus reflexiones? ¿Tendrás valor
-para seguirme?» Respondíle que sí. «Pues bien--añadió él--, el Cielo
-te guarde. Mañana por la mañana te volveré a ver; está dispuesto para
-dejarte conducir.» Y dicho esto, se retiró. Efectivamente, al día
-siguiente, a cosa de las ocho de la mañana, se dejó ver y me hizo señal
-de que le siguiese. Obedecí, y me condujo a una sala donde había un
-gran rollo de lienzo pintado, que acababan de traer él y otro eunuco
-para llevarlo a la cámara de la sultana y había de servir para la
-decoración de una comedia árabe que ella tenía dispuesta para divertir
-al bajá.
-
-»Los dos eunucos, viéndome dispuesto a hacer todo lo que quisiesen, no
-perdieron tiempo. Desarrollaron el telón, hiciéronme tender a la larga
-en medio de él y lo arrollaron otra vez, volviéndome y revolviéndome
-dentro del mismo con peligro de sofocarme. Cogiéronlo cada uno de un
-extremo, y de esta manera me introdujeron sin riesgo en el cuarto
-donde dormía la bella cachemiriana. Estaba sola con una esclava vieja
-enteramente dedicada a darle gusto. Desenvolvieron ambas el telón,
-y Farrukhnaz, luego que me vió, mostró una alegría que manifestaba
-bien el carácter de las mujeres de su país. En medio de mi natural
-intrepidez, confieso que, cuando me vi de repente transportado al
-cuarto secreto de las mujeres, sentí cierto terror. Conociólo muy bien
-la favorita, y para disiparlo me dijo: «No temas, cristiano, porque
-Solimán acaba de marchar a su casa de recreo, donde se detendrá todo el
-día, y nosotros hablaremos aquí libremente.»
-
-»Animáronme estas palabras y me hicieron cobrar un espíritu y seguridad
-que acrecentó el contento de mi patrona. «Esclavo--me dijo--, tu
-persona me ha agradado y quiero hacerte más suave el rigor de la
-esclavitud. Te considero muy digno de la inclinación que te he tomado.
-Aunque te veo en el traje de esclavo, descubro en tus modales un aire
-noble y galán que me obliga a creer no eres persona común. Háblame con
-toda confianza y díme quién eres. Sé muy bien que los esclavos bien
-nacidos ocultan su condición para que les cueste menos el rescate,
-pero conmigo no debes gastar ese disimulo, y aun me ofendería mucho
-semejante precaución, pues que te prometo tu libertad. Sé, pues,
-sincero, y confiésame que no te criaste en pobres pañales.» «Con
-efecto, señora--le respondí--, correspondería ruinmente a vuestra
-generosa bondad si usara con vos de artificio. Ya que tenéis empeño en
-que os descubra quién soy, voy a obedeceros. Soy hijo de un grande de
-España.» Quizá decía en esto la verdad; por lo menos la sultana así lo
-creyó, y dándose a sí misma el parabién de haber puesto los ojos en un
-hombre ilustre, me aseguró que haría todo lo posible para que los dos
-nos viésemos a solas con frecuencia. Tuvimos una larga conversación.
-En mi vida he tratado con mujer de mayor talento y atractivo. Sabía
-muchas lenguas, y sobre todo la castellana, que hablaba medianamente.
-Cuando le pareció que era tiempo de separarnos, me hizo meter en un
-gran cestón de juncos, cubierto con un repostero de seda trabajado
-por su misma mano, y llamando a los mismos eunucos que me habían
-introducido les entregó aquella carga, como un regalo que ella enviaba
-al bajá, lo que es tan sagrado entre los que hacen la guardia al cuarto
-de las mujeres que ninguno tiene la osadía de mirarlo.
-
-»Hallamos Farrukhnaz y yo otros varios arbitrios para hablarnos, y la
-amable sultana poco a poco me fué inspirando tanto amor hacia ella como
-ella me lo tenía a mí. Dos meses estuvieron ocultas nuestras amorosas
-visitas, sin embargo de ser cosa muy difícil que en un serrallo
-se escapen por largo tiempo a los ojos de tantos Argos; pero un
-contratiempo desconcertó nuestras medidas y mudó enteramente de aspecto
-mi fortuna. Un día en que entré en el cuarto de la sultana metido
-dentro de un dragón artificial que se había hecho para un espectáculo,
-cuando estaba yo hablando con ella, creído de que Solimán se hallaba
-aún fuera, entró éste tan de repente en el cuarto de su favorita,
-que la esclava no tuvo tiempo de avisarnos, y mucho menos yo para
-ocultarme, y así, fuí el primero que se ofreció a los ojos del bajá.
-
-»Mostróse sumamente admirado de verme en aquel sitio; y sucediendo
-en un momento la ira a la admiración, arrojaban fuego sus ojos,
-despidiendo llamas de indignación y furor. Consideré entonces que era
-llegada la última hora de mi vida y me imaginaba ya en medio de los más
-crueles tormentos. Por lo que toca a Farrukhnaz, conocí que también
-estaba sobresaltada; pero en vez de confesar su delito y pedir perdón
-de él, dijo a Solimán: «Señor, suplícoos no me condenéis antes de
-oírme. Confieso que todas las apariencias me condenan y me representan
-infiel y traidora a vos, y, por consiguiente, merecedora de los más
-horrorosos castigos. Yo misma hice venir a mi cuarto a este cautivo, y
-para introducirle en él me valí de los mismos artificios que pudiera
-usar si estuviera ciegamente enamorada de su persona. Sin embargo de
-eso, a pesar de todas estas exterioridades, pongo por testigo al gran
-Profeta de que no os he sido desleal. Quise hablar con este esclavo
-cristiano para persuadirle a que dejase su secta y abrazase la de los
-verdaderos creyentes. Al principio, encontré en él la resistencia que
-aguardaba; mas al fin he desvanecido sus preocupaciones, y en este
-punto me estaba dando palabra de que se hará mahometano.»
-
-»Confieso que era obligación mía desmentir a la favorita, sin respeto
-alguno al peligro en que me hallaba; pero turbada la razón en aquel
-lance y acobardado el espíritu a vista del riesgo que corría mi vida
-y la de una dama a quien amaba, me quedé confuso y cortado. No tuve
-valor para articular una palabra; y persuadido Solimán por mi silencio
-de que era verdad cuanto había dicho la sultana, depuso su ira y le
-dijo: «Quiero creer que no me has ofendido y que el celo de hacer una
-cosa que fuese grata al Profeta te movió a arriesgarte a una acción
-tan delicada. Por eso te disculpo tu imprudencia, con tal que el
-esclavo tome el turbante en este mismo punto.» Inmediatamente hizo
-venir a su presencia un morabito. Vistiéronme a la turca, y yo les dejé
-hacer cuanto quisieron sin la menor resistencia, o, por mejor decir,
-ni yo mismo sabía lo que me hacían en aquella turbación de todas mis
-potencias. ¡Cuántos cristianos hubieran sido tan cobardes como yo en
-esta ocasión!
-
-»Concluída la ceremonia, salí del serrallo, con el nombre de Sidy Haly,
-a tomar posesión de un empleo de poca monta a que Solimán me destinó.
-No volví a ver a la sultana, pero uno de sus eunucos vino a buscarme
-cierto día y de su parte me entregó una porción de piedras preciosas,
-estimadas en dos mil _sultaninos de oro_, y juntamente un billete, en
-que me aseguraba que jamás olvidaría la generosa complacencia con que
-me había hecho mahometano por salvarle la vida. Con efecto, además de
-los regalos que había recibido de la bella Farrukhnaz, conseguí por su
-mediación otro empleo de más importancia que el primero, de manera que
-en menos de seis a siete años me hallé el renegado más rico de todo
-Argel.
-
-»Ya habrán conocido ustedes que si yo concurría a las oraciones
-que hacían los musulmanes en sus mezquitas y practicaba las demás
-ceremonias de su ley, era todo una mera ficción. Por lo demás, estaba
-firmemente resuelto a volver a entrar en el seno de la Iglesia, para lo
-que pensaba retirarme algún día a España o Italia con las riquezas que
-hubiese juntado. Mientras tanto, vivía muy alegremente. Estaba alojado
-en una hermosa casa, tenía jardines magníficos, multitud de esclavos y
-un serrallo bien abastecido de mujeres bonitas. Aunque el uso del vino
-está prohibido en aquella tierra a los mahometanos, sin embargo, pocos
-moros dejan de beberlo secretamente. Yo, por lo menos, lo bebía sin
-escrúpulo, como lo hacen todos los renegados.
-
-»Acuérdome que me acompañaban comúnmente en mis borracheras un par
-de camaradas, con quienes muchas veces pasaba toda la noche con las
-botellas sobre la mesa. Uno era judío y el otro árabe. Teníalos por
-hombres de bien, y en esta confianza vivía con ellos sin reserva.
-Convidélos una noche a cenar, y aquel día se me había muerto un perro
-que yo quería mucho. Lavamos el cuerpo y lo enterramos con todas
-las ceremonias que acostumbran los musulmanes en el funeral de sus
-difuntos. No lo hicimos, ciertamente, por burlarnos de la religión de
-Mahoma, sino sólo por divertirnos y satisfacer el capricho que tuve,
-estando medio tomado de vino, de celebrar las exequias de mi amado
-animalillo.
-
-»Sin embargo, faltó poco para que esta inconsiderada acción me perdiese
-enteramente. El día siguiente se presentó en mi casa un hombre, que
-me dijo: «Señor Sidy Haly, vengo a buscar a usted para cierto asunto
-de importancia. El señor cadí tiene precisión de hablarle; sírvase
-tomar el trabajo de llegarse a su casa inmediatamente.» «Decidme,
-os suplico--le pregunté--, qué es lo que me quiere.» «El mismo os
-lo dirá--respondió el moro--; todo lo que puedo deciros es que un
-mercader que ayer cenó con usted le ha dado parte de no sé qué impía
-o irreligiosa acción que se ejecutó en vuestra casa con motivo de
-enterrar un perro. Yo os notifico de oficio que comparezcáis hoy
-mismo ante el juez, con apercibimiento de que no cumpliéndose así
-se procederá criminalmente contra vuestra persona.» Dijo, y sin
-aguardar respuesta me volvió la espalda, dejándome atónito con su
-apercibimiento. No tenía el árabe la más mínima razón para estar
-quejoso de mí ni yo podía comprender por qué me había jugado una pieza
-tan ruin. Sin embargo, la cosa era muy digna de atención. Yo tenía
-bien conocido al cadí por hombre severo en la apariencia, pero en el
-fondo poco escrupuloso y muy avaro. Metí en el bolsillo doscientos
-_sultaninos de oro_ y fuí derecho a presentarme a él. Hízome entrar
-en su despacho y luego me dijo en tono colérico y furioso: «¡Sois un
-impío, un sacrílego, un hombre abominable! ¡Habéis dado sepultura a un
-perro como si fuera un musulmán! ¡Qué sacrilegio! ¡Qué profanación!
-¿Es éste el respeto que profesáis a las más venerables ceremonias de
-nuestra santa ley? ¿Os hicisteis mahometano únicamente para burlaros
-de las ceremonias más sagradas de nuestro Alcorán?» «Señor cadí--le
-respondí--, el árabe que vino a haceros una relación tan alterada o
-tan malignamente desfigurada, aquel amigo traidor fué cómplice en mi
-delito, si por tal se debe reputar haber dado sepultura a un doméstico
-fiel, a un inocente animal que tenía mil bellas cualidades. Amaba tanto
-a las personas de mérito y distinción, que hasta en su muerte quiso
-dejarles testimonios irrefragables de su estimación y afecto. En su
-testamento, en el que me nombró por único albacea, repartió entre ellas
-sus bienes, legando a unas veinte escudos, a otras treinta, etc.; y es
-tanta verdad lo que digo, que tampoco se olvidó de vos, pues me dejó
-muy encargado que os entregase los doscientos _sultaninos de oro_ que
-hallaréis en este bolsillo.» Y dicho esto, le alargué el que llevaba
-prevenido. Perdió el cadí toda su gravedad cuando me oyó decir esto,
-sin poder contener la risa, y como estábamos solos, tomó francamente el
-bolsillo y me despidió, diciendo: «¡Id en paz, Sidy Haly! ¡Hicisteis
-cuerdamente en haber enterrado con pompa y con honor a un perro que
-hacía tanto aprecio de los sujetos de mérito!»
-
-»Salí por este medio de aquel pantano; y si el lance no me hizo más
-cuerdo, a lo menos me enseñó a ser más circunspecto. No volví a tratar
-con el árabe ni con el judío, y escogí para mi camarada de botellas a
-un caballero de Liorna, que era esclavo mío, llamado Azarini. No era
-yo como aquellos renegados que tratan a los cautivos cristianos peor
-que a los mismos turcos. Los míos no se impacientaban aunque se les
-retardase el rescate. Tratábalos con tanta benignidad, que muchas
-veces me decían les costaba más suspiros el miedo de pasar a servir a
-otro amo que el deseo de conseguir la libertad, sin embargo de ser ésta
-tan dulce y tan apetecible a todos los que gimen en cautiverio.
-
-»Volvieron un día los jabeques de Solimán cargados de presa, y en
-ella cien esclavos de uno y otro sexo, apresados todos en las costas
-de España. Reservó Solimán para sí un cortísimo número y los demás
-fueron puestos a la venta. Fuí a la plaza donde ésta se celebraba y
-compré una muchacha española de diez a doce años. Lloraba la pobrecita
-amargamente y se desesperaba. Admirado yo de verla afligirse así en
-tan tierna edad, me llegué a ella, y le dije en lengua castellana que
-no se apesadumbrase tanto, asegurándole que había caído en manos de
-un amo que, aunque llevaba turbante, era de corazón humano. La joven,
-poseída enteramente de su dolor, ni siquiera atendía a mis palabras.
-Gemía, suspiraba y se deshacía en lágrimas inconsolables, prorrumpiendo
-de cuando en cuando en esta exclamación: «¡Ay, madre mía, y por qué me
-habrán separado de ti! ¡Todo lo llevaría en paciencia como estuviéramos
-juntas!» Mientras decía estas palabras, tenía puestos los ojos en una
-mujer de cuarenta y cinco a cincuenta años, distante pocos pasos, la
-cual, muy modesta, silenciosa y con los ojos bajos, estaba esperando
-a que alguno la comprase. Preguntéle si era su madre aquella mujer
-a quien miraba. «Sí, señor--me respondió con tierno sentimiento--.
-¡Por amor de Dios, haga su merced que jamás me separen de ella!» «Bien
-está, hija mía--le dije--. Si para tu consuelo no deseas mas que el
-estar juntas las dos, presto quedarás contenta y consolada.» Al mismo
-tiempo me acerqué a la madre para comprarla; pero no bien la miré
-con un poco de cuidado, cuando reconocí en ella, con la conmoción
-que podéis imaginar, todas las facciones y demás señales de Lucinda.
-«¡Cielos!--exclamé dentro de mí mismo--. ¿Qué es lo que veo? ¡Esta
-es mi madre; no puedo dudarlo!» Pero ella, o ya fuese porque el vivo
-dolor del estado en que se hallaba no le dejaba ver otra cosa mas que
-enemigos en todos los objetos que se le presentaban, o ya fuese porque
-el traje mahometano me hacía parecer otro, o bien que en el espacio de
-doce años que no me había visto me hubiese desfigurado, el hecho es que
-realmente ella no me conoció. En fin, yo la compré y me la llevé a mi
-casa.
-
-»No quise dilatarle el gusto de que me conociese. «Señora--le dije--,
-¿es posible que no os acordéis de haber visto nunca esta cara? Pues
-qué, ¿unos bigotes y un turbante me desfiguran de suerte que os
-impidan conocer a vuestro hijo Rafael»? Volvió en sí al oír estas
-palabras; miróme, remiróme, reconocióme, y arrojándose a mí con los
-brazos abiertos nos estrechamos tiernamente. Con igual ternura abracé
-después a su querida hija, la cual estaba tan ignorante de que tenía
-un hermano como yo ajeno de tener una hermana. «Confesad--dije
-entonces a mi madre--que en todas vuestras comedias no habéis tenido un
-encuentro y reconocimiento tan positivo como éste.» «Hijo--me respondió
-suspirando--, grandísima alegría he tenido en volverte a ver; pero esta
-alegría está mezclada con un amarguísimo pesar. ¡Dios mío! ¡En qué
-estado he tenido la desgracia de encontrarte! Mi esclavitud me sería
-mil veces menos sensible que ese traje odioso...» «A fe, madre--le
-respondí sonriéndome--, que me admiro de vuestra delicadeza; por cierto
-que no es muy propia de una comedianta. A la verdad, señora, que sois
-muy otra de la que erais si este mi disfraz os ha dado tanto enojo.
-En lugar de enojaros contra mi turbante, miradme como a un cómico
-que representa el papel de un turco en el teatro. Aunque renegado,
-soy tan musulmán como lo era en España, y en la realidad permanezco
-siempre en mi religión. Cuando sepáis todas las aventuras que me han
-acontecido en este país me disculparéis. El amor fué la causa de mi
-delito. Sacrifiqué a esta deidad. En esto me parezco algo a vos; fuera
-de que hay aún otra razón que debe templar vuestro dolor de verme en
-la situación en que me veis. Temíais experimentar en Argel una dura
-esclavitud y habéis hallado en vuestro amo un hijo tierno, respetuoso
-y bastante rico para que viváis con regalo y con quietud en esta
-ciudad hasta que se nos proporcione ocasión oportuna para que todos
-podamos seguramente volver a España. Reconoced ahora la verdad de aquel
-proverbio que dice: _No hay mal que por bien no venga_.» «Hijo mío--me
-dijo Lucinda--, una vez que estás resuelto a restituirte a tu patria
-y abjurar el mahometismo, quedo consolada. Entonces irá con nosotros
-tu hermana Beatriz y tendré el gusto de volverla a ver sana y salva en
-Castilla.» «Sí, señora--le respondí--, espero que le tendréis, pues
-lo más presto que sea posible iremos todos tres a juntarnos en España
-con el resto de nuestra familia, no dudando yo que habréis dejado en
-ella algunas otras prendas de vuestra fecundidad.» «No, hijo--repuso
-mi madre--, no he tenido más hijos que a vosotros dos; y has de saber
-que Beatriz es fruto de un matrimonio de los más legítimos.» «Pero,
-señora--repliqué--, ¿qué razón tuvisteis para conceder a mi hermanita
-esa preeminencia que me negasteis a mí? ¿Y cómo os habéis resuelto a
-casaros? Acuérdome haberos oído decir mil veces en mi niñez que nunca
-perdonaríais a una mujer joven y linda el sujetarse a un marido.»
-«_¡Otros tiempos, otras costumbres!_--respondió ella--. Si los hombres
-más firmes en sus propósitos están más sujetos a mudar, ¿qué razón
-habrá para pretender que las mujeres sean invariables en los suyos?
-Voy a contarte--continuó--la historia de mi vida desde que saliste de
-Madrid.» Hízome después la siguiente relación, que jamás olvidaré, y de
-la cual no quiero privaros, porque es curiosísima:
-
-«Hará cosa de trece años, si te acuerdas, que dejaste la casa del
-marquesito de Leganés. En aquel tiempo, el duque de Medinaceli me dijo
-que deseaba cenar conmigo privadamente. Señalóme el día, esperéle,
-vino y le gusté. Pidióme el sacrificio de todos los competidores que
-podía tener, y se lo concedí, con la esperanza de que me lo pagaría
-bien, y así lo ejecutó. Al día siguiente me envió varios regalos, a
-que siguieron otros muchos en lo sucesivo. Temía yo que no duraría
-largo tiempo en mis prisiones un señor de aquella elevación; y lo temía
-con tanto mayor fundamento cuanto no ignoraba que se había escapado
-de otras en que le habían aprisionado varias famosas beldades, cuyas
-dulces cadenas lo mismo había sido probarlas que romperlas. Sin
-embargo, lejos de disgustarse, cada día parecía más embelesado de mi
-condescendencia. En suma, tuve el arte de asegurármele y de impedir
-que su corazón, naturalmente voluble, se dejase arrastrar de su nativa
-propensión.
-
-»Tres meses hacía que me amaba, y yo me lisonjeaba de que su cariño
-sería durable, cuando cierto día una amiga mía y yo concurrimos a
-una casa donde se hallaba la duquesa esposa del duque, y habíamos
-ido a ella convidadas para oír un concierto de música de voces e
-instrumentos. Sentámonos casualmente un poco detrás de la duquesa, la
-cual llevó muy a mal que yo me hubiese dejado ver en un sitio donde
-ella se hallaba. Envióme a decir por una criada que me suplicaba me
-saliese de allí al instante. Respondí a la criada con mucha grosería,
-de lo que, irritada la duquesa, se quejó a su esposo, el cual vino a
-mí y me dijo: «Lucinda, sal prontamente de aquí. Cuando los grandes
-señores se inclinan a mozuelas como tú, no deben éstas olvidarse de lo
-que son. Si alguna vez os amamos a vosotras más que a nuestras mujeres,
-siempre las respetamos a éstas mucho más que a vosotras, y siempre que
-tengáis la insolencia de pretender igualaros con ellas seréis tratadas
-con la indignidad que merecéis.»
-
-»Por fortuna que el duque me dijo todo esto en voz tan baja que ninguno
-pudo comprenderlo. Retiréme avergonzada y confusa, pero llorando de
-rabia por el desaire que había recibido. Para mayor pesar mío, los
-comediantes y comediantas aquella misma noche supieron, no sé cómo,
-todo lo que me había pasado. ¡No parece sino que hay algún diablillo
-acechador y cizañero que se divierte en descubrir a unos lo que sucede
-a otros! Hace, por ejemplo, un comediante en una francachela alguna
-extravagancia, acaba una comedianta de acomodarse con un mozuelo galán
-y adinerado: toda la compañía inmediatamente sabe hasta la más ridícula
-menudencia. Así supieron mis compañeros cuanto me había pasado en el
-concierto, y sabe Dios cuánto se divirtieron a mi costa. Reina entre
-ellos un cierto espíritu de caridad que se descubre bien en semejantes
-ocasiones. Con todo eso yo no hice caso de sus habladurías, y tardé
-poco en consolarme de la pérdida del duque, que no volvió a parecer por
-mi casa, y luego supe había tomado amistad con una cantarina.
-
-»Mientras una comedianta tiene la fortuna de ser aplaudida, nunca le
-faltan amantes, y el amor de un gran señor, aunque no dure más que tres
-días, siempre añade nuevos realces a su mérito. Yo me vi sitiada de
-apasionados luego que se esparció por Madrid la voz de que el duque me
-había dejado. Los mismos competidores que yo le había sacrificado, más
-enamorados de mis hechizos que antes, volvieron a porfía a galantearme.
-Fuera de éstos, recibí los obsequiosos tributos de otros mil corazones.
-Nunca fuí tan de moda como entonces. Entre los que solicitaban mi
-favor, ninguno me pareció más ansioso que un alemán gordo, gentilhombre
-del duque de Osuna. Su figura no era muy apreciable, pero se mereció
-mi atención con mil doblones que había juntado en casa de su amo y
-los prodigó por lograr la dicha de entrar en el número de mis amantes
-favorecidos. Este buen señor se llamaba Brutandorff. Mientras hizo
-el gasto fué bien recibido; pero apenas se le apuró la bolsa halló
-la puerta cerrada. Enfadado de este proceder mío me fué a buscar a
-la comedia, dióme sus quejas, y porque me reí de él a sus hocicos,
-arrebatado de cólera, me sacudió un bofetón a la tudesca. Di un gran
-grito, salí al teatro, interrumpí la comedia y, dirigiéndome al
-duque, que estaba en su aposento con su esposa la duquesa, me quejé
-a él en alta voz de los modales tudescos con que me había tratado
-su gentilhombre. Mandó el duque seguir la comedia, diciendo que
-después de ella oiría a las partes. Acabada la representación, me
-presenté muy alterada al duque, exponiendo mi queja con vehemencia. El
-alemán despachó su defensa en dos palabras, diciendo que en vez de
-arrepentirse de lo hecho era hombre para repetirlo. El duque de Osuna,
-oídas las partes y volviéndose al alemán, sentenció de esta manera:
-«Brutandorff, te despido de mi casa y te prohibo que te presentes
-más delante de mí, no porque has dado un bofetón a una comedianta,
-sino porque has faltado al respeto debido a tus amos y turbado un
-espectáculo público en presencia de los dos.»
-
-»Esta sentencia me atravesó el alma. Apoderóse de mí una ira rabiosa y
-un inexplicable furor al ver que no habían despedido al alemán por la
-ofensa que me había hecho. Creía yo que un oprobio como aquél, cometido
-contra una comedianta, debía castigarse como un delito de lesa majestad
-y contaba con que el tudesco padecería una pena aflictiva. Abrióme
-los ojos este vergonzosísimo suceso y me hizo conocer que el mundo
-sabe distinguir entre el comediante y los personajes que representa.
-Esto me disgustó del teatro, en términos que desde aquel punto resolví
-dejarlo e irme a vivir lejos de Madrid. Escogí para mi retiro la ciudad
-de Valencia, y partí de _incógnito_ a ella, llevando conmigo hasta el
-valor de veinte mil ducados en dinero y alhajas, caudal que me parecía
-bastante para mantenerme con decencia el resto de mis días, pues mi
-ánimo era llevar una vida retirada. Tomé en aquella ciudad una casa
-pequeña y no recibí más familia que una criada y un paje, para quienes
-era tan desconocida como para todas las demás del vecindario. Fingí
-ser viuda de un empleado de la Real Casa y que había escogido para
-mi retiro la ciudad de Valencia por haber oído que su temple era uno
-de los más benignos y su terreno uno de los más deliciosos de España.
-Trataba con muy poca gente, y mi conducta era tan arreglada que a
-ninguno le pudo pasar por el pensamiento que yo hubiese sido cómica.
-Sin embargo, y a pesar de mi cuidado en vivir escondida y retirada,
-puso los ojos en mí un hidalgo que vivía en una quinta propia, cerca
-de Paterna. Era un caballero bastante bien dispuesto y como de treinta
-y cinco a cuarenta años, pero un noble muy adeudado, lo que no es más
-raro en el reino de Valencia que en otros muchos países.
-
-»Habiendo agradado mi persona a este hidalgo, quiso saber si en lo
-demás podría yo convenirle. A este fin despachó sus ocultos batidores
-para que averiguasen mis circunstancias, y por los informes que
-le dieron tuvo el gusto de saber que yo era viuda, de trato nada
-fastidioso y, además de eso, bastante rica. Hizo juicio desde luego
-que yo era la que había menester, y muy presto se dejó ver en mi casa
-una buena vieja, que me dijo de su parte que, prendado de mi honradez
-tanto como de mi hermosura, me ofrecía su mano, y que ratificaría esta
-oferta si merecía la dicha de que quisiese ser su esposa. Pedí tres
-días de término para pensarlo y resolverme. Informéme en este tiempo de
-las cualidades de aquel hidalgo, y por el mucho bien que me dijeron de
-él, aunque sin disimularme el lastimoso estado de sus rentas, determiné
-gustosa casarme con él, como lo hice dentro de muy pocos días.
-
-»Don Manuel de Jérica--éste era el nombre de mi esposo--me condujo
-luego a su hacienda. La casa tenía cierto aspecto de antigüedad, de lo
-que hacía mucha vanidad el dueño. Decía que la había hecho edificar
-uno de sus progenitores, y de la vejez de la fábrica deducía que la
-familia de Jérica era la más antigua de toda España. Pero el tiempo
-había maltratado tanto aquel bello monumento de nobleza, que por que no
-viniese a tierra lo habían apuntalado. ¡Qué dicha para don Manuel la
-de haberse casado conmigo! Gastóse en reparos la mitad de mi dinero,
-y lo restante en ponernos en estado de hacer gran figura en el país;
-y héteme aquí en un nuevo mundo, por decirlo así, y convertida de
-repente en señora de aldea y de hacienda. ¡Qué transformación! Era yo
-muy buena actriz para no saber representar y sostener el esplendor que
-correspondía a mi nuevo estado. Revestíame en todo de ciertos modales
-teatrales de nobleza, de majestad y desembarazo, que hacían formar en
-la aldea un alto concepto de mi nacimiento. ¡Oh, cuánto se hubieran
-divertido a costa mía si hubiesen sabido la verdad del hecho! ¡Con
-cuántos satíricos motes me hubiera regalado la nobleza de los contornos
-y cuánto hubieran rebajado los respetuosos obsequios que me tributaban
-las demás gentes!
-
-»Viví por espacio de seis años feliz y gustosamente en compañía de
-don Manuel, al cabo de los cuales se lo llevó Dios. Dejóme bastantes
-negocios que desenredar y por fruto de nuestro matrimonio a tu hermana
-Beatriz, que a la sazón contaba cuatro años de edad cumplidos. Nuestra
-quinta, que era a lo que estaban reducidos nuestros bienes, se
-hallaba, por desgracia, empeñada para seguridad de muchos acreedores,
-el principal de los cuales se llamaba Bernardo Astuto, nombre que le
-convenía perfectamente. Ejercía en Valencia el oficio de procurador,
-que desempeñaba como hombre consumado en todas las trampas de los
-pleitos; y a mayor abundamiento, había estudiado leyes para saber mejor
-hacer injusticias. ¡Oh qué terrible acreedor! Una quinta entre las uñas
-de semejante procurador es lo mismo que una paloma en las garras de un
-milano. Por tanto, el señor Astuto, apenas supo la muerte de mi marido
-puso sitio a mi pobre quinta. Infaliblemente la hubiera hecho volar
-con las minas que las supercherías legales comenzaban a formar si mi
-fortuna o mi estrella no la hubiera salvado. Quiso ésta que de enemigo
-se convirtiese en esclavo mío. Enamoróse de mí en una conversación que
-tuvo conmigo con motivo de nuestro pleito. Confieso que de mi parte
-hice cuanto pude para inspirarle amor, obligándome el deseo de salvar
-mi posesión a probar con él todos aquellos artificios que me habían
-salido tan bien en tantas ocasiones. Verdad es que con toda mi destreza
-creía no poder enganchar al procurador, tan embebecido en su oficio
-que parecía incapaz de admitir ninguna impresión amorosa. Con todo,
-aquel socarrón, aquel marrajo, aquel empuerca-papel me miraba con mayor
-complacencia de la que yo pensaba. «Señora--me dijo un día--, yo no
-entiendo de enamorar; dedicado siempre a mi profesión, nunca he cuidado
-de aprender las reglas, los usos ni los diferentes modos de galantear.
-Sin embargo de eso, no ignoro lo esencial, y para ahorrar palabras
-sólo diré que si usted quiere casarse conmigo quemaremos al instante
-el proceso y alejaré a los demás acreedores que se han reunido conmigo
-para hacer vender su hacienda; usted será dueña del usufructo y su hija
-de la propiedad.» El interés de Beatriz y el mío no me dejaron vacilar
-ni un solo punto. Acepté al instante la proposición. El procurador
-cumplió su palabra: volvió sus armas contra los otros acreedores y
-aseguróme en la posesión de mi quinta. Quizá fué ésta la primera vez
-que supo servir bien a la viuda y al huérfano.
-
-»Llegué, pues, a verme procuradora, sin dejar por eso de ser señora
-de aldea, aunque este matrimonio me perdió en el concepto de la
-nobleza valenciana. Las señoras de la primera distinción me miraron
-como a una mujer que se había envilecido y no quisieron visitarme
-más. Vime precisada a tratar solamente con las aldeanas o con señoras
-de medio pelo. No dejó de causarme esto alguna pena, porque me había
-acostumbrado por espacio de seis años a tratarme únicamente con
-personas de carácter. Verdad es que tardé poco en consolarme, porque
-tomé conocimiento con una escribana y dos procuradoras, cada una
-de un carácter muy digno de risa. Yo me divertía infinito de ver su
-ridiculez. Estas medio señoras se tenían por personas ilustres. Pensaba
-yo que solamente las comediantas eran las que no se conocían a sí
-mismas, mas veo que ésta es una flaqueza universal. Cada uno cree que
-es más que su vecino. En este particular, toco ahora que tan locas
-son las hidalgas de aldea como las damas de teatro. Para castigarlas,
-quisiera yo que se las obligase a conservar en sus casas los retratos
-de sus abuelos, y apuesto cualquiera cosa a que no los colocarían en
-los sitios más visibles.
-
-»A los cuatro años de matrimonio cayó enfermo el señor Astuto, y murió
-sin haberme quedado hijos de él. Añadiéndose lo que él me dejó a lo
-que yo poseía, me hallé una viuda rica, y por tal me tenían. En virtud
-de esta fama, comenzó a obsequiarme un caballero siciliano, llamado
-Colifichini, resuelto a ser mi amante para arruinarme o ser desde luego
-mi marido, dejando a mi arbitrio la elección. Había venido de Palermo
-para ver la España, y después de haber satisfecho su curiosidad,
-estaba en Valencia esperando, según decía, ocasión de embarcarse para
-restituirse a Sicilia. Tenía veinticinco años; era, aunque pequeño
-de cuerpo, bien plantado, y, en fin, me agradaba su figura. Halló
-modo de hablarme a solas, y--te confieso la verdad--desde la primera
-conversación quedé loca perdida por él. No quedó él menos enamorado
-de mí, y creo--¡Dios me lo perdone!--que en aquel mismo punto nos
-hubiéramos casado si la muerte del procurador, que aun estaba muy
-reciente, me hubiera permitido hacer tan presto otra boda, porque
-desde que comencé a tomar inclinación a los matrimonios respetaba los
-estímulos del mundo.
-
-»Convinimos, pues, en dilatar un poco nuestro casamiento por el bien
-parecer. Mientras tanto, Colifichini proseguía obsequiándome, y lejos
-de entibiarse en su amor se mostraba más vehemente cada día. El pobre
-mozo no estaba sobrado de dinero; conocílo y procuré que nunca le
-faltase. Además de que mi edad era doble de la suya, me acordaba de
-haber hecho contribuir a los hombres en la flor de mis años y miraba lo
-que daba como una especie de restitución en descargo de mi conciencia.
-Estuvimos esperando con la mayor paciencia que nos fué posible a que
-pasase el tiempo que prescribe a las viudas el ceremonial del respeto
-humano para pasar a otras nupcias. Apenas llegó, cuando fuimos a la
-iglesia a unirnos con aquel estrecho lazo que sólo puede desatar la
-muerte. Retirámonos después a mi quinta, donde puedo decir que vivimos
-dos años, menos como esposos que como dos tiernos amantes. Pero, ¡ay,
-que no nos habíamos unido para que nuestra dicha fuese duradera! Al
-cabo de esto breve tiempo, un dolor de costado me privó de mi adorado
-Colifichini.»
-
-»Aquí no pude menos de interrumpir a mi madre diciéndole: «Pues qué,
-señora, ¿también murió vuestro tercer marido? Sin duda sois una plaza
-que sólo puede tomarse a costa de la vida de sus conquistadores.»
-«Hijo mío, ¡cómo ha de ser!--me respondió ella--. ¿Por ventura puedo
-yo alargar los días que el Cielo tiene contados? Si he perdido tres
-maridos, ¿cómo lo he de remediar? A dos los lloré mucho; el que menos
-lágrimas me costó fué el procurador. Como me casé con él puramente
-por el interés, tardé poco en consolarme de su muerte. Pero volviendo
-a Colifichini, te diré que algunos meses después de muerto, deseando
-yo ver una casa de campo junto a Palermo, que me había señalado para
-mi viudedad en nuestro contrato matrimonial, y tomar posesión de ella
-personalmente, me embarqué para Sicilia con mi hija Beatriz; pero
-en el viaje fuimos apresadas por los corsarios del bajá de Argel.
-Condujéronnos a esta ciudad, y por fortuna nuestra te encontraste en la
-plaza donde estábamos puestas en venta. A no ser esto, hubiéramos caído
-en manos de un amo despiadado, que nos hubiera maltratado y bajo cuya
-dura esclavitud quizá habríamos gemido toda la vida sin que tú hubieses
-oído hablar nunca de nosotras.»
-
-»Tal fué, señores, la relación que mi madre me hizo. Coloquéla después
-en el mejor cuarto de mi casa, con la libertad de vivir como mejor
-le pareciese, cosa que fué muy de su gusto. Habíase arraigado tanto
-en ella el hábito de amar, en virtud de tan repetidos actos, que no
-le era posible estar sin un amante o sin un marido. Anduvo vagueando
-por algún tiempo, poniendo los ojos en algunos de mis esclavos, hasta
-que finalmente llamó toda su atención Haly Pegelín, renegado griego
-que frecuentaba mi casa. Inspiróle éste un amor mucho más vivo que
-el que había tenido a Colifichini, y era tan diestra en agradar a los
-hombres que halló el secreto de encantar también a éste. Aunque conocí
-desde luego que obraban de acuerdo los dos, me di por desentendido de
-su trato, pensando sólo en el modo de restituirme a España. Habíame
-dado licencia el bajá para armar una embarcación, a fin de ir en corso
-a ejercitar la piratería. Ocupábame enteramente el cuidado de este
-armamento, y ocho días antes que se acabase dije a Lucinda: «Madre,
-presto saldremos de Argel y dejaremos para siempre un lugar que tanto
-aborrecéis.»
-
-»Mudósele el color al oír estas palabras y guardó un profundo
-silencio. Sorprendióme esto extrañamente y le dije admirado: «¿Qué es
-esto, señora? ¿Qué novedad veo en vuestro semblante? Parece que os
-aflijo en vez de causaros alegría. Creía daros una noticia agradable
-participándoos que todo lo tengo dispuesto para nuestro viaje. ¿No
-desearíais acaso restituiros a España?» «No, hijo mío--me respondió--,
-confieso que ya no lo deseo. Tuve allí tantos disgustos, que he
-renunciado a ella para siempre.» «¡Qué es lo que oigo!--exclamé
-penetrado de dolor--. ¡Ah señora! ¡Decid más bien que el amor es
-quien os hace odiosa vuestra patria! ¡Santos Cielos y qué mudanza!
-Cuando llegasteis a esta ciudad, todo cuanto se os ponía delante os
-causaba horror; pero Haly Pegelín os hace mirar las cosas con otros
-ojos.» «No lo niego--respondió Lucinda--; es cierto que amo a este
-renegado y quiero que sea mi cuarto marido.» «¿Qué proyecto es el
-vuestro?--interrumpí todo horrorizado--. ¡Vos casaros con un musulmán!
-Sin duda habéis olvidado que sois cristiana, o, por mejor decir,
-solamente lo habéis sido hasta aquí de puro nombre. ¡Ah madre mía, y
-qué de cosas estoy viendo ya! ¡Habéis resuelto perderos para siempre
-porque vais a hacer por vuestro gusto lo que yo no hice sino por
-necesidad!»
-
-»Otras muchas cosas le dije para disuadirla de aquel intento, pero fué
-predicar en desierto, porque se había cerrado en ello. No contenta con
-dejarse arrastrar de su mala inclinación, dejándome a mí por entregarse
-a un renegado, quiso llevarse consigo a Beatriz; pero a esto me opuse
-fuertemente. ¡Ah infeliz Lucinda!--le dije--. ¡Si nada es capaz de
-conteneros, a lo menos abandonaos sola al furor que os posee y no
-queráis conducir a una inocente al precipicio en que os apresuráis a
-caer!» Lucinda se marchó sin replicar, quizá por algún vislumbre de
-luz que por entonces rayó en ella y le impidió obstinarse en pedir su
-hija. Así lo creía yo, pero conocía muy mal a mi madre. Uno de mis
-esclavos me dijo dos días después: «Señor, mirad por vos. Un cautivo
-de Pegelín acaba de confiarme un secreto que no debo ocultaros, para
-que no perdáis tiempo en aprovecharos de él. Vuestra madre ha mudado
-de religión, y para vengarse de vos por haberle negado su hija está
-determinada a dar parte al bajá de vuestra próxima fuga.» No tuve la
-menor duda de que Lucinda era capaz de hacer todo lo que mi esclavo
-me avisaba. Habíala yo estudiado mucho y estaba persuadido de que,
-a fuerza de representar papeles trágicos en el teatro, se había
-familiarizado tanto con el crimen que muy bien me hubiera hecho quemar
-vivo, y no le conmovería más mi muerte que si viese representada en una
-tragedia esta catástrofe sangrienta.
-
-»Por tanto, no quise despreciar el aviso que me dió el esclavo.
-Apresuré cuanto pude las prevenciones del embarco y tomé, según
-costumbre de los corsarios argelinos que van a corso, algunos turcos
-conmigo, pero solamente los que eran necesarios para no hacerme
-sospechoso, y salí del puerto con todos mis esclavos y mi hermana
-Beatriz. Ya se persuadirán ustedes de que no me olvidaría de llevar
-al mismo tiempo todo el dinero y alhajas que había en mi casa y
-podía importar hasta unos seis mil ducados. Luego que nos vimos en
-plena mar, lo primero que hicimos fué asegurarnos de los turcos, a
-quienes encadenamos fácilmente, por ser mucho mayor el número de
-mis esclavos. Tuvimos un viento tan favorable que en poco tiempo
-arribamos a las costas de Italia; entramos en el puerto de Liorna con
-la mayor facilidad, y toda la ciudad, a lo que creo, acudió a nuestro
-desembarco. Entre los que concurrieron a él estaba por casualidad o
-por curiosidad el padre de mi esclavo Azarini. Miraba atentamente a
-todos mis cautivos conforme iban desembarcando; y aunque en cada uno
-de ellos deseaba ver las facciones de su hijo, ninguna esperanza tenía
-de encontrarlas. Pero ¡qué júbilo, qué abrazos se dieron padre e hijo
-después de haberse reconocido! Luego que Azarini le informó de quién
-era yo y del motivo que me llevaba a Liorna, me obligó el buen viejo
-a que fuese a alojarme a su casa, juntamente con mi hermana Beatriz.
-Pasaré en silencio la menuda relación de mil cosas que me fué preciso
-practicar para volver a reconciliarme con el gremio de la Iglesia, y
-sólo diré que abjuré el mahometismo con mucha mayor fe que le había
-abrazado. Purguéme enteramente del humor mahometano, vendí mi bajel
-y di libertad a todos los esclavos. Por lo que toca a los turcos, se
-los aseguró en las cárceles de Liorna para canjearlos a su tiempo por
-otros tantos cristianos. Los dos Azarinis, padre e hijo, usaron conmigo
-de todo género de atenciones. El hijo se casó con mi hermana Beatriz,
-partido que a la verdad no dejaba de ser ventajoso para él, porque al
-cabo era hija de un caballero y heredera de la hacienda de Jérica, cuya
-administración había dejado mi madre a cargo de un rico labrador de
-Paterna cuando resolvió pasar a Sicilia.
-
-»Después de haberme detenido en Liorna algún tiempo, marché a
-Florencia, deseoso de ver aquella ciudad. Llevé conmigo algunas cartas
-de recomendación que el viejo Azarini me dió para algunos amigos suyos
-en la corte del gran duque, a quienes me recomendaba como un caballero
-español pariente suyo. Yo añadí el don a mi nombre de bautismo, a
-imitación de no pocos paisanos míos plebeyos, que sin tenerlo y por
-honrarse se lo ponen a sí mismos en los países extranjeros. Hacíame,
-pues, llamar con descaro don Rafael, y como había traído de Argel lo
-que bastaba para sostener dignamente esta nobleza, me presenté en la
-Corte con brillantez. Los caballeros a quienes me había recomendado
-Azarini publicaban en todas partes que yo era un sujeto de distinción,
-y como no lo desmentían los modales caballerescos, que había estudiado
-bien, era generalmente tenido por persona de importancia.
-
-»Supe introducirme muy presto con los primeros señores de la Corte,
-los cuales me presentaron al gran duque, y tuve la fortuna de caerle
-en gracia. Dediquéme a hacerle la corte y a estudiarle el genio. Oía
-para esto con atención lo que decían de él los cortesanos más viejos
-y experimentados. Observé, entre otras cosas, que le gustaban mucho
-los cuentos graciosos traídos con oportunidad y los dichos agudos.
-Esto me sirvió de regla, y todas las mañanas escribía en mi libro de
-memoria los cuentos que quería contarle durante el día. Sabía tan gran
-número de ellos, que parecía tener un saco lleno, y aunque procuré
-gastarlos con economía, poco a poco se fué apurando el caudal, de
-suerte que me hubiera visto precisado a repetirlos o a hacer ver que
-había concluído mis apotegmas, si mi talento, fecundo en invenciones,
-no me hubiese socorrido con abundancia, de manera que yo mismo compuse
-cuentos galantes o cómicos que divirtieron mucho al gran duque, y, lo
-que sucede muchas veces a los ingeniosos y agudos de profesión, por la
-mañana apuntaba en mi libro de memoria las agudezas que había de decir
-por la tarde, vendiéndolas como ocurridas de repente.
-
-»Metíme también a poeta y consagré mi musa a las alabanzas del
-príncipe. Confieso de buena fe que mis versos no valían mucho, y por
-eso nadie los criticó; pero aun cuando hubieran sido mejores, dudo
-que el duque los hubiera celebrado más; el hecho es que le agradaban
-infinito, lo que quizá dependería de los asuntos que yo elegía. Fuese
-por lo que quisiese, aquel príncipe estaba tan pagado de mí que llegué
-a causar celos a los cortesanos. Estos quisieron averiguar quién era
-yo, pero no lo consiguieron, y sólo llegaron a descubrir que había sido
-renegado. No dejaron de ponerlo en noticia del príncipe, con esperanza
-de desbancarme; pero, lejos de salir con la suya, este chisme sirvió
-únicamente para que el gran duque me obligase un día a que le hiciese
-una fiel relación de mi cautiverio en Argel. Obedecíle, y mis aventuras
-le divirtieron infinito.
-
-»Luego que la acabé, me dijo: «Don Rafael, yo te estimo mucho y quiero
-darte de ello una prueba tal que no te deje género de duda. Voy a
-hacerte depositario de mis secretos, y para ponerte desde luego en
-posesión de confidente mío, te digo que amo con pasión a la mujer de
-uno de mis ministros. Es la señora más linda de mi corte, pero al mismo
-tiempo la más virtuosa. Ocupada enteramente en el gobierno de su casa,
-y del todo entregada al amor de un marido que la idolatra, parece
-que ella sola ignora lo celebrada que es en Florencia su hermosura.
-Por aquí conocerás la dificultad de conquistar su corazón. En medio
-de eso, esta deidad, inaccesible a los amantes, alguna vez me ha oído
-suspirar por ella; he hallado medios de hablarle a solas; conoce
-mis sentimientos interiores, mas no por eso me lisonjeo de haberle
-inspirado amor, no habiéndome dado ningún motivo para formarme una
-idea tan lisonjera. Sin embargo, no desconfío de que llegue a serle
-grata mi constancia y la misteriosa conducta que observo. La pasión
-que abrigo en mi pecho a esta dama, ella sola la conoce. En vez de
-dejarme llevar de mi inclinación sin reparo alguno, abusando del poder
-y autoridad de soberano, mi mayor cuidado es ocultar a todo el mundo
-el conocimiento de mi amor. Paréceme deber esta atención a Mascarini,
-que es el esposo de la que amo. El desinterés y celo con que me sirve,
-sus servicios y su probidad me obligan a proceder con el mayor secreto
-y circunspección. No quiero clavar un puñal en el pecho de este marido
-infeliz declarándome amante de su mujer. Quisiera que ignorase siempre,
-si posible fuera, el fuego que me abrasa, porque estoy persuadido de
-que moriría de pena si llegase a saber lo que ahora te confío. Por esto
-le oculto todos los pasos que doy y he pensado valerme de ti para que
-manifiestes a Lucrecia lo mucho que me hace padecer la violencia a que
-me condeno yo mismo; tú serás el que le declares mis amorosos afectos,
-no dudando que desempeñarás muy bien este delicado encargo. Traba
-conversación con Mascarini, procura granjear su amistad, introdúcete en
-su casa y logra la libertad de hablar a su mujer. Esto es lo que espero
-de ti y lo que estoy seguro harás con toda la destreza y discreción que
-pide un encargo tan delicado.»
-
-»Habiendo prometido al gran duque hacer todo lo posible para
-corresponder a su confianza y contribuir a la satisfacción de sus
-deseos, cumplí presto mi palabra. Nada omití para adquirir la amistad
-de Mascarini, lo que me costó poco trabajo. Sumamente pagado de que
-solicitase su amistad un cortesano tan bienquisto del príncipe, me
-ahorró la mitad del camino. Franqueóme su casa, tuve libre la entrada
-en el cuarto de su mujer, y me atreveré a decir que, en vista de mi
-cauto proceder, no tuvo la menor sospecha de la negociación de que
-estaba encargado. Es verdad que como era poco celoso, aunque italiano,
-se fiaba en la virtud de su esposa, y, encerrándose en su despacho, me
-dejaba muchos ratos solo con Lucrecia. Dejando desde luego a un lado
-los rodeos, le hablé del amor del gran duque y le declaré que yo iba
-a su casa precisamente a tratar de este asunto. Parecióme que no le
-tenía grande inclinación, pero al mismo tiempo conocí que la vanidad le
-hacía oír con gusto su pretensión y se complacía en oírla sin querer
-corresponder a ella. Era verdaderamente mujer juiciosa y muy prudente,
-pero al fin era mujer, y advertí que su virtud iba insensiblemente
-rindiéndose a la lisonjera idea de tener aprisionado a un soberano. En
-conclusión, el príncipe podía con fundamento esperar que, sin renovar
-la violencia de Tarquino, vería a esta Lucrecia esclava de su amor. Sin
-embargo, un lance impensado desvaneció sus esperanzas, como ahora oirán
-ustedes.
-
-»Soy naturalmente atrevido con las mujeres, costumbre que contraje
-entre los turcos. Lucrecia era hermosa, y olvidándome de que con
-ella solamente debía hacer el papel de negociador, le hablé por mí
-en lugar de hablarle por el gran duque. Ofrecíle mis obsequios lo
-más cortésmente que pude, y en vez de ofenderse de mi osadía y de
-responderme con enfado, me dijo sonriéndose: «Confesad, don Rafael, que
-el gran duque ha tenido grande acierto en elegir un agente muy fiel y
-muy celoso, pues le servís con una lealtad que no hay palabras para
-encarecerla.» «Señora--le respondí en el mismo tono--, las cosas no se
-han de examina con tanto escrúpulo. Suplícoos que dejemos a un lado las
-reflexiones, que conozco no me favorecen mucho; yo solamente sigo lo
-que me dicta el corazón. Sobre todo, no creo ser el primer confidente
-de un príncipe que en punto a galanteo ha sido traidor a su amo. Es
-cosa muy frecuente en los grandes señores hallar en sus Mercurios unos
-rivales peligrosos.» «Bien puede ser así--replicó Lucrecia--; pero yo
-soy altiva y sólo un príncipe sería capaz de mover mi inclinación.
-Arreglaos por este principio--prosiguió ella, volviendo a revestirse de
-su natural seriedad--y mudemos de conversación. Quiero olvidar lo que
-me acabáis de decir, con la condición de que jamás os suceda volver a
-tocar semejante asunto, pues de lo contrario podréis arrepentiros.»
-
-»Aunque éste era un _aviso al lector_ de que yo debiera haberme
-aprovechado, proseguí, no obstante, en hablar de mi pasión a la mujer
-de Mascarini, y aun la importuné con más eficacia que antes a que
-correspondiese a mi cariño, llevando a tal extremo mi temeridad que
-quise tomarme algunas libertades. Ofendida entonces la dama de mis
-expresiones y de mis modales musulmanes, se llenó de cólera contra mí,
-amenazándome de que no tardaría el gran duque en saber mi insolencia
-y que le suplicaría me castigase como merecía. Díme yo también por
-ofendido de sus amenazas, y, convirtiéndose en odio mi amor, determiné
-tomar venganza del desprecio con que me había tratado. Fuíme a ver con
-su marido, y, después de haberle hecho jurar que no me descubriría, le
-informé de la inteligencia que reinaba entre su mujer y el príncipe,
-pintándola muy enamorada para dar más interés a la relación. Lo primero
-que hizo el ministro, para precaver todo accidente, fué encerrar sin
-más ceremonia en un cuarto reservado a su esposa, encargando a personas
-de toda confianza la custodiasen estrechamente. Mientras ella estaba
-cercada de vigilantes Argos que la observaban y no dejaban camino
-alguno por donde pudiesen llegar al gran duque noticias suyas, yo me
-presenté a este príncipe con rostro triste y le dije que no debía
-pensar más en Lucrecia, porque Mascarini sin duda había descubierto
-todo nuestro enredo, puesto que había comenzado a guardar a su mujer;
-que yo no sabía por dónde pudiese haber entrado en sospechas de mí,
-pues siempre había yo usado del mayor disimulo y maña; que quizá la
-misma Lucrecia habría informado de todo a su esposo y, de acuerdo con
-él, se habría dejado encerrar para librarse de solicitaciones que
-ponían en sobresalto su virtud. Mostróse el príncipe muy afligido de
-oírme; entonces me compadeció mucho su sentimiento, y más de una vez me
-pesó de lo que había dicho, pero ya no tenía remedio. Por otra parte,
-confieso que experimentaba un maligno placer cuando consideraba el
-estado a que había reducido a una mujer orgullosa que había despreciado
-mis suspiros.
-
-»Yo gozaba impunemente del placer de la venganza, cuando un día,
-estando en presencia del gran duque con cinco o seis señores de su
-corte, nos preguntó a todos: «¿Qué castigo os parece merecería un
-hombre que hubiese abusado de la confianza de su príncipe e intentado
-robarle su dama?» «Merecería--respondió uno de los cortesanos--ser
-descuartizado vivo.» Otro opinó que debía ser apaleado hasta que
-expirase; el menos cruel de estos italianos, y el que se mostró más
-favorable al delincuente, dijo que él se contentaría con hacerle
-arrojar de lo alto de una torre. «Y don Rafael--replicó entonces el
-gran duque--, ¿de qué parecer es? Porque estoy persuadido de que
-los españoles no son menos severos que los italianos en semejantes
-ocasiones.»
-
-»Conocí bien, como se puede discurrir, que Mascarini había violado
-su juramento o que su mujer había hallado medio de informar al gran
-duque de cuanto había pasado entre los dos. En mi rostro se echaba de
-ver la turbación que me agitaba; pero a pesar de ella respondí con
-entereza al gran duque: «Señor, los españoles son más generosos. En
-igual lance, perdonarían al confidente, y con este rasgo de bondad
-producirían en su alma un eterno arrepentimiento de haberle sido
-traidor.» «Pues bien--me dijo el duque--: yo me contemplo capaz de esa
-generosidad y perdono al traidor, reconociendo que sólo debo culparme a
-mí mismo por haberme fiado de un hombre a quien no conocía y de quien
-tenía motivos de desconfiar en razón de lo que me habían contado de
-él. Don Rafael--añadió--, la venganza que tomo de vos es que salgáis
-inmediatamente de todos mis Estados y no volváis a poneros en mi
-presencia.» Retiréme en el mismo punto, menos afligido de mi desgracia
-que gozoso de haber escapado de este apuro a tan poca costa. Al día
-siguiente me embarqué en un buque catalán que salió del puerto de
-Liorna para Barcelona.»
-
-Cuando llegó don Rafael a este punto de su historia, no me pude
-contener en decirle: «Para un hombre tan advertido como sois, me parece
-fué grande error no haber salido de Florencia así que descubristeis
-a Mascarini el amor del príncipe hacia Lucrecia. Debíais tener por
-cierto que tardaría poco el gran duque en saber vuestra traición.»
-«Convengo en ello--respondió el hijo de Lucinda--, y por lo mismo
-había pensado huir cuanto antes, a pesar del juramento que me hizo
-el ministro de no exponerme al resentimiento del príncipe. Llegué
-a Barcelona--continuó--con lo que me había quedado de las riquezas
-que traje de Argel, cuya mayor parte había disipado en Florencia por
-ostentar que era un caballero español. No me detuve largo tiempo en
-Cataluña. Reventaba por volverme cuanto antes a Madrid, encantado lugar
-de mi nacimiento, y satisfice mis ansiosos deseos lo más presto que
-me fué posible. Luego que llegué a la corte, me apeé por casualidad
-en una de las posadas de caballeros, en donde vivía una dama llamada
-Camila, que, aunque había salido ya de la menor edad, era una mujer
-muy salada; testigo, el señor Gil Blas, que por aquel mismo tiempo,
-poco más o menos, la vió en Valladolid. Aun era más discreta que
-hermosa, y ninguna aventurera tuvo mayor talento para traer la pesca a
-sus redes; pero no se parecía a aquellas ninfas que se aprovechan del
-agradecimiento de sus galanes. Si acababa de despojar a algún mayordomo
-de un gran señor, inmediatamente repartía los despojos con el primer
-caballero mendicante que fuese de su gusto.
-
-»Apenas nos vimos los dos cuando nos amamos, y la conformidad de
-nuestras inclinaciones nos unió tan estrechamente que presto pasó
-a hacer comunes nuestros bienes. A la verdad, no eran éstos muy
-considerables, y así, los comimos en poco tiempo. Por nuestra
-desgracia, sólo pensábamos uno y otro en agradarnos, sin valemos
-de las disposiciones que ambos teníamos para vivir a costa ajena.
-La miseria, en fin, despertó nuestro ingenio, que el placer tenía
-aletargado. «Querido Rafael--me dijo un día Camila--, pongamos treguas
-a nuestro amor; dejemos de guardarnos una fidelidad que nos arruina. Tú
-puedes embobar a alguna viuda rica y yo pescar a algún viejo poderoso.
-Si proseguimos siéndonos fieles uno a otro, ve ahí dos fortunas
-perdidas.» «Hermosa Camila--respondí yo prontamente--, me ganas por la
-mano, pues iba a hacerte la misma propuesta; vengo en ello, reina mía.
-Sí, por cierto; para la mejor conservación de nuestro amor es menester
-intentar conquistas útiles. Nuestras infidelidades serán triunfos para
-entrambos.»
-
-»Ajustado este tratado, salimos a campaña. Al principio, por más
-diligencias que hicimos, no pudimos encontrar lo que buscábamos. A
-Camila solamente se le presentaban pisaverdes, es decir, amantes que
-no tienen un cuarto, y a mí sólo se me ofrecían aquellas mujeres que
-más quieren imponer contribuciones que pagarlas. Como el amor se negaba
-a socorrer nuestras necesidades, apelamos a enredos y bellaquerías.
-Hicimos tantos y tantas, que el corregidor llegó a saberlas, y
-este juez, en extremo severo, dió orden a un alguacil para que nos
-prendiese; pero éste, que era tan bueno como taimado el corregidor, nos
-hizo espaldas para que saliésemos de Madrid, mediante una propineja que
-le dimos. Tomamos el camino de Valladolid e hicimos pie en aquella
-ciudad. Alquilé una casa, donde me alojé con Camila, que por evitar
-el escándalo pasaba por hermana mía. Al principio nos contuvimos en
-ejercer nuestra habilidad, y comenzamos a tantear y conocer bien el
-terreno antes de acometer ninguna empresa.
-
-»Un día se llegó a mí en la calle un hombre y, saludándome muy
-cortésmente, me dijo: «Señor don Rafael, ¿no me conoce usted?»
-Respondíle que no. «Pues yo--me replicó--conozco a usted mucho, por
-haberle visto en la Corte de Toscana, donde servía yo en las guardias
-del gran duque. Pocos meses ha que dejé el servicio de aquel príncipe,
-y me vine a España con un italiano de los más astutos. Estamos en
-Valladolid tres semanas ha y vivimos en compañía de un castellano y de
-un gallego, mozos los dos seguramente muy honrados, y nos mantenemos
-todos con el trabajo de nuestras manos. Lo pasamos opíparamente y nos
-divertimos como unos príncipes. Si usted quiere agregarse a nosotros,
-será muy bien recibido de mis compañeros, porque siempre le he tenido
-a usted por un hombre muy de bien, naturalmente poco escrupuloso y
-caballero profeso en nuestra orden.»
-
-»La franqueza con que me habló aquel bribón me estimuló a responderle
-del mismo modo. «Ya que te has franqueado conmigo con tanta
-sinceridad--le respondí--, quiero hablarte con la misma. Es verdad que
-no soy novicio en vuestra profesión, y si la modestia me permitiera
-referirte mis proezas, verías que no me has hecho demasiada merced en
-tu ventajoso concepto. Pero dejando a un lado alabanzas propias, me
-contentaré con decirte, admitiendo la plaza que me ofreces en vuestra
-compañía, que no perdonaré diligencia alguna para haceros conocer que
-no la desmerezco.» Apenas dije a aquel ambidextro que consentía en
-aumentar el número de sus camaradas, cuando me condujo a donde éstos
-estaban, y desde el mismo punto me dió a conocer a todos. Allí fué
-donde vi por primera vez al ilustre Ambrosio de Lamela. Examináronme
-aquellos señores sobre el arte de apropiarse sutilmente de lo ajeno.
-Quisieron saber si tenía principios de la facultad, y descubríles
-tantas tretas nuevas para ellos que se quedaron admirados; pero mucho
-más se pasmaron cuando, despreciando yo la sutileza de mis manos como
-una cosa muy ordinaria, les aseguré que en lo que yo me aventajaba era
-en golpes magistrales de hurtar que pedían ingenio, y para persuadirlos
-que era verdad les conté la aventura de Jerónimo de Miajadas, y bastó
-la sencilla relación de aquel suceso para que me reconociesen por un
-talento superior y todos a una me nombrasen por jefe suyo. Tardé poco
-en acreditar el acierto de su elección en una multitud de bribonerías
-que hicimos, de todas las cuales fuí yo, por decirlo así, la llave
-maestra. Cuando necesitábamos alguna actriz para forjar mejor algún
-enredo, echábamos mano de Camila, que representaba con primor cuantos
-papeles se le encargaban.
-
-«Dióle por aquel tiempo a nuestro cofrade Ambrosio la tentación de ir a
-su país, y, con efecto, marchó a Galicia, asegurándonos de su vuelta.
-Después que satisfizo sus deseos, volvió por Burgos, sin duda para dar
-algún golpe de maestro, en donde un mesonero conocido suyo le acomodó
-con el señor Gil Blas de Santillana, de cuyos asuntos le informó muy
-bien. Usted, señor Gil Blas--prosiguió, dirigiéndome la palabra--, se
-acordará, sin duda, del modo con que le desvalijamos en la posada de
-caballeros de Valladolid. Tengo por cierto que desde luego sospechó
-usted que su criado Ambrosio había sido el principal instrumento de
-aquel robo, y en verdad que le sobró la razón para sospecharlo. Luego
-que llegó a Valladolid, vino en busca nuestra, enterónos de todo, y
-la gavilla se encargó de lo demás; pero no sabrá usted las resultas
-de aquel pasaje y quiero informarle de ellas. Ambrosio y yo cargamos
-con la valija y, montados en vuestras mulas, tomamos el camino de
-Madrid, sin contar con Camila ni con los demás camaradas, los cuales se
-admirarían tanto como vos de ver que no parecíamos al día siguiente.
-
-»A la segunda jornada mudamos de pensamiento: en vez de ir a Madrid, de
-donde no había salido sin motivo, pasamos por Cebreros y continuamos
-nuestro camino hasta Toledo. Lo primero que hicimos en aquella
-ciudad fué vestirnos muy decentemente, y luego, vendiéndonos por
-dos hermanos gallegos que viajaban por curiosidad, en poco tiempo
-hicimos conocimiento con mucha gente de distinción. Estaba yo tan
-acostumbrado a los modales cortesanos y caballerescos que fácilmente
-se engañaron cuantos me vieron y trataron. A esto se añadía que como
-en un país desconocido la calidad de los forasteros regularmente se
-mide por el gasto que hacen y por el lucimiento con que se portan,
-ofuscábamos a todos con magníficos festines que empezamos a dar a
-las damas. Entre las que yo visitaba encontré con una que me gustó,
-pareciéndome más linda y joven que Camila. Quise saber quién era, y
-me dijeron se llamaba Violante, mujer de un caballero que, cansado ya
-de sus caricias, galanteaba a una cortesana que se había apoderado de
-su corazón. No necesité saber más para determinarme a hacer a doña
-Violante dueña soberana de todos mis pensamientos.
-
-»Tardó poco ella misma en conocer la adquisición que había hecho.
-Comencé a seguirla a todas partes y a hacer mil locuras para
-persuadirla de que no aspiraba yo a otra cosa que a consolarla de las
-infidelidades de su marido. Pensó un tanto sobre esto, y al cabo tuve
-el gusto de conocer que aprobaba mis intenciones. Recibí, en fin, un
-billete de ella en respuesta a muchos que yo le había escrito por medio
-de una de aquellas viejas que en España e Italia son tan cómodas.
-Decíame la dama en el tal billete que su marido cenaba todas las
-noches en casa de su amiga y que hasta muy tarde no volvía a la suya.
-Desde luego comprendí lo que me quería decir con esto. Aquella misma
-noche fuí a hablar por la reja con doña Violante y tuve con ella una
-conversación de las más tiernas. Antes de separamos quedamos de acuerdo
-en que todas las noches a la misma hora nos hablaríamos en el propio
-sitio, sin perjuicio de las demás galanterías que nos fuese permitido
-practicar por el día.
-
-»Hasta entonces don Baltasar--que así se llamaba el marido de
-Violante--podía darse por bien servido; pero siendo otros mis deseos,
-fuí una noche al sitio consabido con ánimo de decirle que ya no podía
-vivir si no lograba hablarle a solas en un lugar más conveniente al
-exceso de mi amor, fineza que aun no había podido conseguir de ella.
-Apenas llegué cerca de la reja, cuando vi venir por la calle a un
-hombre, el cual conocí que me observaba. Con efecto, era el marido de
-doña Violante, que aquella noche se retiraba a casa algo temprano, y
-viendo parado allí a un hombre, comenzó él mismo a pasearse por la
-calle. Dudé algún tiempo lo que debía hacer; pero al fin me determiné
-a llegarme a don Baltasar, sin conocerle ni que él me conociese a mí,
-y le dije: «Caballero, suplico a usted que por esta noche me deje
-libre la calle, que en otra ocasión le serviré yo a usted.» «Señor--me
-respondió--, la misma súplica iba yo a hacerle a usted. Yo cortejo a
-una señorita que vive a veinte pasos de aquí, a la cual un hermano
-suyo hace guardar con la mayor vigilancia, por lo que quisiera ver
-desocupada del todo la calle.» «Espere usted--repliqué--, que ahora
-me ocurre un modo para que ambos quedemos servidos sin incomodarnos,
-porque la dama que yo cortejo vive en esta casa--mostrándole la
-propia suya--. Usted puede divertirse en la otra mientras yo me
-divierto en ésta y hacernos espaldas los dos si alguno de nosotros
-fuere acometido.» «Convengo en ello--repuso él--; voy a ocupar mi
-sitio, usted quédese en el suyo y socorrámonos mutuamente en caso de
-necesidad.» Diciendo esto, se apartó de mí, pero fué para observarme
-mejor, lo que podía hacer sin riesgo, porque la noche estaba obscura.
-
-»Acercándome entonces sin recelo a la reja de Violante, no tardó ésta
-en venir y comenzamos a hablar. No me olvidé de instar a mi reina
-para que me concediese una audiencia privada en sitio reservado.
-Resistióse un poco a mis ruegos para hacer más apreciable el favor;
-pero después, echándome un papel que ya traía prevenido en el bolsillo,
-«Ahí va--me dijo--lo que deseáis, y veréis bien despachadas vuestras
-súplicas.» Al decir esto se retiró, por cuanto iba ya viniendo la
-hora en que acostumbraba a recogerse a casa su marido; pero éste, que
-había conocido muy bien ser su mujer el ídolo a quien yo sacrificaba,
-me salió al encuentro y, con un fingido gozo, me preguntó: «Y bien,
-caballero, ¿está usted contento de su buena fortuna?» «Tengo motivos
-para estarlo--le respondí--; y a usted ¿cómo le fué con la suya?
-¿Mostrósele el amor risueño y favorable?» «¡Oh, no!--me respondió con
-despecho--. ¡El maldito hermano de mi querida volvió de su casa de
-campo un día antes de lo que habíamos pensado, y este contratiempo ha
-aguado el contento con que yo me había lisonjeado!»
-
-»Hicímonos don Baltasar y yo recíprocas protestas de amistad y nos
-citamos para vernos en la plaza Mayor la mañana siguiente. Después
-que nos separamos, se fué don Baltasar derecho a su casa, donde no
-mostró a su mujer el menor indicio de las noticias que tenía de ella,
-y al otro día acudió a la plaza, según lo acordado, y de allí a un
-momento llegué yo. Saludámonos con vivas demostraciones de amistad, tan
-alevosas por su parte como sinceras por la mía. Hízome el artificioso
-don Baltasar una falsa confianza de sus lances amorosos con la dama de
-quien me había hablado la noche anterior. Contóme una larga fábula que
-había forjado, todo con el siniestro fin de obligarme a corresponderle
-contándole yo el modo con que había hecho conocimiento con Violante.
-Caí incautamente en el lazo y con la mayor franqueza del mundo le
-confesé todo lo que me había sucedido; y no contento con esto, le
-enseñé el papel que había recibido, y aun le leí también su contexto,
-que era el siguiente: «Mañana iré a comer en casa de doña Inés; ya
-sabéis dónde vive. Allí hablaremos a solas. No puedo negaros por más
-largo tiempo un favor que juzgo merecéis.»
-
-«Ese es un papel--dijo don Baltasar--que le promete a usted el
-merecido premio de sus amorosos suspiros. Doile a usted de antemano
-la enhorabuena de la dicha que le aguarda.» No dejó de parecer algo
-turbado mientras hablaba de esta manera, pero fácilmente me deslumbró
-ocultando a mis ojos su conmoción y enojo. Estaba tan embelesado
-en mis halagüeñas esperanzas, que no me paraba en observar a mi
-confidente, aunque éste se vió precisado a dejarme, sin duda por temor
-de que conociese su agitación. Partió luego a contar a su cuñado esta
-aventura, e ignoro lo que pasó entre los dos; sólo sé que don Baltasar
-vino a casa de doña Inés a tiempo que yo estaba con Violante. Supimos
-que era él el que llamaba y yo me escapé por una puerta falsa antes
-que entrase en la sala. Luego que desaparecí, se aquietaron las dos
-mujeres, que se habían asustado mucho con la repentina venida del
-marido. Recibiéronle con tanta serenidad, que desde luego sospechó me
-habían escondido o hecho pasadizo. Lo que dijo a doña Inés y a su mujer
-no os lo puedo contar, porque nunca lo he sabido.
-
-»Entre tanto, no acabando todavía de conocer que don Baltasar se
-burlaba cruelmente de mi sinceridad, salí de la casa echándole mil
-maldiciones y me fuí derecho a la plaza, donde había dicho a Lamela me
-aguardase. No le encontré, porque el bribón tenía también su poco de
-trapillo, y con suerte más dichosa que la mía. Mientras le esperaba,
-vi a mi falso confidente venir hacia mí con rostro muy alegre y mucho
-desembarazo. Luego que llegó a mí, me preguntó cómo me había ido con
-mi ninfa en casa de doña Inés. «No sé qué demonio--le respondí--,
-envidioso de mis gustos, me vino a echar un jarro de agua en todos
-ellos. Mientras estaba a solas con ella, instando y suplicando,
-llamó a la puerta su maldito marido, a quien lleve Barrabás. Me fué
-preciso pensar en el modo de retirarme prontamente, y así, me marché
-por una puerta excusada, dando mil veces al diablo al grandísimo
-importuno que viene siempre a desbaratar mis designios.» «A la
-verdad, lo siento--repuso don Baltasar, alegrísimo en su interior de
-verme desazonado--. Ese es un marido molesto, que no merece se le dé
-cuartel.» «¡Oh! ¡En cuanto a eso--repliqué yo--, no dudéis que seguiré
-vuestro consejo! Os doy palabra de que esta misma noche se le dará
-pasaporte para el otro barrio. Su mujer, al separamos, me dijo que
-fuese adelante con mi empeño y no abandonase la empresa por tan poca
-cosa; que prosiguiese en acudir a su ventana a la hora acostumbrada,
-porque estaba resuelta a introducirme ella misma en su casa, pero que
-en todo caso no dejase de ir escoltado con dos o tres camaradas, para
-que en cualquier lance me hallase bien prevenido.» «¡Oh qué prudente es
-esa dama!--me respondió él--. Yo me ofrezco desde luego a acompañaros.»
-«¡Oh querido amigo--repliqué yo, fuera de mí de puro gozo y echándole
-los brazos al cuello--, y de cuántas finezas os soy deudor!» «Aun haré
-más por vos--repuso él--. Yo conozco a un mozo que es un Alejandro;
-éste nos acompañará, y con tal escolta podréis divertiros a vuestro
-gusto sin sobresalto ni contratiempo.»
-
-»No encontraba voces para explicar mi agradecimiento a los favores de
-aquel nuevo amigo; tan encantado me tenía su celo. Acepté, en fin, el
-auxilio que me ofrecía, y dándonos el santo para cerca de la puerta de
-Violante a la entrada de la noche, nos separamos. Don Baltasar fué a
-buscar a su cuñado, que era el Alejandro de quien me había hablado,
-y yo me quedé paseando con Lamela, el cual, aunque no menos admirado
-que yo de la eficacia con que don Baltasar se interesaba en este
-asunto, cayó también en la red como yo había caído, sin pasarle por el
-pensamiento la menor desconfianza de la sencillez de aquellas finezas.
-Confieso que una simplicidad tan garrafal no se podía perdonar a unos
-hombres como nosotros. Cuando me pareció que era hora de presentarme
-a la ventana de Violante, Ambrosio y yo nos acercamos a ella, bien
-prevenidos de buenas armas. Hallamos en el mismo sitio al marido de la
-dama, acompañado de otro hombre que nos esperaba a pie firme. Llegóse a
-mí don Baltasar y me dijo: «Este es el caballero de cuyo valor hablamos
-esta mañana. Entre usted en casa de esa señora y disfrute su dicha sin
-recelo ni inquietud.»
-
-»Acabados los recíprocos cumplimientos, llamé a la puerta de mi ninfa y
-vino a abrirla una especie de dueña. Entré sin advertir lo que pasaba
-a mis espaldas y llegué hasta una sala donde Violante me esperaba.
-Mientras la estaba saludando, los dos traidores, que me siguieron hasta
-dentro de la casa, habían entrado en ella tan atropelladamente, y
-cerrado tras de sí la puerta con tanta violencia, que el pobre Ambrosio
-se quedó en la calle. Descubriéronse entonces, y ya podéis imaginar el
-apuro en que yo me vería. Bien se deja conocer que fué forzoso entonces
-llegar a las manos. Acometiéronme los dos al mismo tiempo con las
-espadas desnudas, y yo les correspondí, dándoles tanto que hacer que
-se arrepintieron presto de no haber tomado medidas más seguras para la
-venganza. Pasé de parte a parte al marido, y el cuñado, viéndole en
-aquel estado, tomó la puerta, que Violante y la dueña habían dejado
-abierta al escaparse mientras nosotros reñíamos. Fuíle siguiendo hasta
-la calle, donde me reuní con Lamela, que, no habiendo podido sacar ni
-una sola palabra a las dos mujeres que había visto ir huyendo, no sabía
-precisamente a qué atribuir el rumor que acababa de oír. Volvimos a la
-posada, y, recogiendo lo mejor que teníamos, montamos en nuestras mulas
-y salimos de la ciudad antes que amaneciese.
-
-»Conocimos muy bien que el lance podía tener malas resultas y que se
-harían en Toledo pesquisas contra las cuales sería imprudencia no
-tomar todo género de precauciones. Hicimos noche en Villarrubia, en un
-mesón, en donde a poco rato entró un mercader de Toledo que caminaba
-a Segorbe. Cenamos con él y nos contó el trágico suceso del marido de
-Violante, mostrándose tan ajeno de sospecharnos reos de él que con
-libertad le hicimos toda suerte de preguntas. «Señores--nos dijo--, el
-caso lo supe esta mañana al ir a montar a caballo. Se hacen grandes
-diligencias para encontrar a Violante y me han asegurado que, siendo el
-corregidor pariente de don Baltasar, está en ánimo de no perdonar medio
-alguno para descubrir los autores del homicidio. Esto es todo lo que
-sé.»
-
-»Aunque nada me espantaron las pesquisas del corregidor de Toledo,
-no obstante, tomé desde luego la determinación de salir cuanto antes
-de Castilla la Nueva, haciéndome cargo de que si encontraban a
-Violante confesaría ésta cuanto había pasado y daría tales señas de
-mi persona que la justicia despacharía rápidamente varias gentes en
-mi seguimiento. Por todas estas consideraciones, resolvimos desviamos
-del camino real desde el día siguiente. Tuvimos la fortuna de que
-Lamela había corrido las tres partes de España y tenía bien conocidas
-todas las sendas extraviadas por donde podíamos pasar con seguridad a
-Aragón. En vez de irnos derechos a Cuenca, nos metimos en las montañas
-que están antes de llegar a la ciudad, y por senderos muy practicados
-por mi conductor llegamos a una gruta que tenía toda la apariencia de
-ermita. Con efecto, era la misma adonde ayer noche llegaron ustedes a
-pedirme los recogiese.
-
-»Mientras estaba yo examinando sus contornos, que me representaban un
-país deliciosísimo, me dijo mi compañero: «Seis años ha que pasando
-yo por aquí me hospedó caritativamente en esta ermita un anciano y
-venerable ermitaño, que repartió conmigo los escasos víveres que tenía.
-Era un santo varón, y me dijo cosas tan santas y tan buenas que faltó
-poco para que yo dejase el mundo. Acaso vivirá todavía y quiero ver si
-es así.» Dicho esto, se apeó de la mula el curioso Ambrosio, y entrando
-en la ermita, después de haberse detenido en ella algunos momentos,
-salió, diciéndome: «Apeaos, don Rafael, y venid a ver un espectáculo
-muy tierno.» Eché pie a tierra inmediatamente, y, atando nuestras mulas
-a un árbol, seguí a Lamela hasta la gruta, donde entré, y vi tendido en
-una vil tarima a un viejo anacoreta, pálido y moribundo. Pendía de su
-venerable rostro una blanca barba, tan poblada y larga que le llegaba
-hasta la cintura, y tenía en sus manos juntas entrelazado un gran
-rosario. Al ruido que hicimos cuando nos acercamos a él entreabrió los
-ojos, que la muerte había comenzado ya a cerrar, y después de habernos
-mirado un momento nos dijo: «Hermanos míos, seáis quienes fuereis,
-aprovechaos del espectáculo que se ofrece a vuestra vista. Cuarenta
-años he vivido en el mundo y sesenta en esta soledad. ¡Ah y qué largo
-me parece ahora el tiempo que dediqué a mis deleites, y, al contrario,
-qué corto el que he consagrado a la penitencia! ¡Ah! ¡Mucho temo que
-las austeridades del hermano Juan no hayan sido bastantes para expiar
-los pecados del licenciado don Juan de Solís.»
-
-»Apenas dijo estas palabras, cuando expiró, y los dos nos quedamos
-atónitos a vista de su muerte. Tales objetos siempre hacen alguna
-impresión hasta en los mayores libertinos; pero duró poco nuestra
-conmoción, porque olvidamos presto lo que acababa de decirnos.
-Comenzamos a hacer inventario de todo lo que había en la ermita, en lo
-que no tardamos mucho tiempo, pues todos los muebles consistían en lo
-que habéis podido ver en ella. No sólo la tenía el hermano Juan mal
-amueblada, sino que hasta la despensa estaba mal provista. Todas las
-provisiones que hallamos se reducían a unas pocas avellanas y algunos
-mendrugos de pan casi petrificados, que a la cuenta no habían podido
-mascar las despobladas encías del santo varón; digo despobladas porque
-observamos que se le había caído la dentadura. Todo lo que contenía
-esta morada solitaria y todo lo que veíamos nos hacía mirar a este
-buen anacoreta como a un santo. Una sola cosa nos llamó la atención:
-hallamos un papel plegado en forma de carta, que el difunto había
-dejado sobre la mesa, en el cual encargaba a quien le leyese que
-llevase su rosario y sus sandalias al obispo de Cuenca. No acabamos de
-entender con qué intención había podido aquel nuevo padre del desierto
-desear que se hiciese a su obispo semejante regalo. Olíanos esto a
-falta de humildad o a cierto hipo de ser tenido por santo. Pero ¡quién
-sabe si sólo fué un si es no es de tontería! Es punto que no me meteré
-a decidir.
-
-»Hablando de ello Lamela y yo, le ocurrió a aquél un extraño
-pensamiento. «Quedémonos--me dijo--en esta ermita y disfracémonos de
-ermitaños. Enterremos al hermano Juan. Tú pasarás por él, y yo, con
-el nombre de hermano Antonio, iré a pedir limosna por los lugares y
-aldeas del contorno. De esta manera, no sólo estaremos a cubierto de
-las pesquisas del corregidor, que no creo pueda pensar en buscarnos
-aquí, sino que espero lo pasaremos bien, en virtud de los conocimientos
-que tengo en la ciudad de Cuenca.» Aprobé este extraño pensamiento,
-no ya por las razones que Ambrosio me alegaba, sino por un rasgo de
-extravagancia y como para representar un papel en una pieza de teatro.
-Abrimos, pues, una sepultura a treinta o cuarenta pasos de la gruta,
-y enterramos en ella modestamente al anacoreta, después de haberle
-despojado de su hábito, que consistía en una túnica ceñida al cuerpo
-con una correa de cuero, y le cortamos también la barba, para hacerme
-con ella a mí una postiza; en fin, hechos los funerales, tomamos
-posesión de la ermita.
-
-»Pasámoslo muy mal el primer día, viéndonos precisados a mantenernos
-solamente de la triste provisión que nos había dejado el difunto; pero
-el día siguiente, antes de amanecer, salió Lamela a campaña con las dos
-mulas, que vendió en Cuenca, y por la noche volvió cargado de víveres
-y de otras cosillas que había comprado. Trajo todo lo que era menester
-para disfrazarnos bien. Hizo para sí una túnica o hábito de paño pardo
-y una barbilla roja de crines, la que se supo acomodar con tal arte que
-parecía natural. No hay en el mundo mozo más mañoso que él. Arregló
-también la barba del hermano Juan, ajustándomela a la cara, y púsome
-en la cabeza un gran gorro de lana obscura, que contribuía mucho para
-disimular el artificio. Se puede decir que nada faltaba para nuestro
-disfraz. Hallámonos los dos en este ridículo equipaje, de manera que no
-podíamos mirarnos sin reírnos, viéndonos en un traje que ciertamente
-no nos convenía. Con la túnica del hermano Juan heredé también su
-rosario y sus sandalias, que no hice escrúpulo de apropiarme en vez de
-regalárselas al obispo de Cuenca.
-
-»Hacía tres días que estábamos en la ermita, sin haber visto en todos
-ellos alma viviente; pero al cuarto entraron en la gruta dos aldeanos,
-que traían al difunto, creyendo que estuviese todavía vivo, pan, queso
-y cebollas. Luego que los vi, me eché en mi tarima, y me fué fácil
-alucinarlos, fuera de que ellos no podían distinguirme bien por la
-escasa luz de la ermita, y procuré imitar lo mejor que pude la voz del
-hermano Juan, cuyas últimas palabras había oído: de manera que los
-pobres hombres no tuvieron la menor sospecha de aquella superchería,
-y sí sólo mostraron alguna admiración de hallarse en la gruta con
-otro ermitaño. Pero advirtiéndolo, el socarrón de Lamela les dijo con
-cierto aire hipocritón: «No os admiréis, hermanos, de verme a mí en
-esta soledad. Estaba yo en una ermita de Aragón y la he dejado por
-venir a acompañar al venerable y discreto hermano Juan y asistirle en
-su extrema vejez, considerando la necesidad que tendría en ella de este
-alivio.» Los aldeanos prorrumpieron en infinitas alabanzas de Ambrosio,
-ensalzando hasta el cielo su heroica caridad y dándose a sí mismos mil
-parabienes por la dicha de tener dos hombres santos en su país.
-
-»Había comprado Lamela unas grandes alforjas, y cargado con ellas
-partió por la primera vez a dar principio a la demanda en la ciudad
-de Cuenca, que sólo dista una legua corta de la ermita. Como la
-Naturaleza le ha dotado de un exterior devoto y compungido, y además
-de eso posee en supremo grado el arte de hacerlo valer, no dejó de
-mover el corazón de las personas caritativas a darle limosna, y así, en
-poco tiempo llenó las alforjas de los dones de su liberalidad. «Amigo
-Ambrosio--le dije cuando volvió a la ermita--, te doy el parabién del
-admirable talento que tienes para ablandar y enternecer las almas
-cristianas. ¡Vive diez, que parece has ejercitado por muchos años el
-oficio de demandante capuchino!» «Algo más he hecho--me respondió--que
-hacer abundante cosecha, porque has de saber que he encontrado a cierta
-ninfa, llamada Bárbara, que fué algo mía en otro tiempo. La he hallado
-bien mudada, pues se ha dado, como nosotros, a la devoción. Vive con
-otras dos o tres beatas que edifican el mundo en público y hacen una
-vida muy diferente en casa. Al principio no me conoció; tanto, que me
-vi obligado a decirle: «¿Cómo así, señora Bárbara? ¿Es posible que
-ya desconozcáis a uno de vuestros antiguos amigos y vuestro humilde
-servidor Ambrosio?» «¡Por vida mía, amigo Lamela--respondió Bárbara--,
-que jamás podía soñar el verte vestido con ese traje! ¿Por qué diablos
-de aventuras has venido a parar en ermitaño?» «Eso es cosa larga--le
-respondí--, y ahora no puedo detenerme a contárosla; pero mañana a la
-noche volveré y satisfaré vuestra curiosidad. También vendrá conmigo
-mi compañero, el hermano Juan.» «¿Qué hermano Juan?--replicó ella--.
-¿Aquel viejo y buen ermitaño que vive en una ermita cerca de esta
-ciudad? ¡Tú no sabes lo que te dices, pues se asegura que tiene más de
-cien años!» «Es verdad--le respondí--que en otro tiempo tuvo esa edad,
-pero de pocos días a esta parte se ha remozado tanto que no soy yo más
-mozo que él.» «Pues bien--respondió Bárbara--, siendo así, que venga
-contigo. Sin duda que en eso se oculta algún misterio.»
-
-»No dejamos de ir al día siguiente, luego que fué noche, a casa de
-aquellas santurronas, que para recibirnos mejor nos tenían prevenida
-una gran cena. Así que entramos en su casa nos quitamos las barbas
-postizas y el hábito eremítico, y sin ceremonia nos presentamos a estas
-princesas tales cuales éramos; y ellas, por no parecer menos francas
-que nosotros, nos mostraron de cuánto son capaces las falsas devotas
-cuando arriman a un lado las gazmoñerías de la aparente devoción.
-Pasamos casi toda la noche a la mesa y no nos retiramos a nuestra gruta
-hasta poco antes de amanecer. Repetimos presto la visita, o por mejor
-decir seguimos el mismo método por espacio de tres meses, y gastamos
-con aquellas ninfas más de los dos tercios de nuestro caudal; pero
-cierto celoso lo ha descubierto todo, dando parte a la justicia, la
-cual debía hoy ir a la ermita a echarnos mano. Ayer, mientras Ambrosio
-hacía su demanda en Cuenca, una de las beatas le entregó un billete,
-diciéndole: «Una amiga mía me escribe esta carta, que iba a enviaros
-con un propio. Muéstresela al hermano Juan y tomen sus medidas en
-informándose de su contenido.» Este es, señores, aquel mismo billete
-que Lamela me entregó ayer en vuestra presencia y el que nos obligó a
-abandonar tan precipitadamente nuestra solitaria habitación.»
-
-
-
-
- CAPITULO II
-
-De la conferencia que tuvieron don Rafael y sus oyentes y de la
-aventura que les sucedió al querer salir del bosque.
-
-
-Luego que acabó don Rafael de contar su historia, que me pareció
-algo larga, don Alfonso le dijo por cortesía que verdaderamente le
-había divertido mucho. Después de este cumplido, tomó la palabra el
-señor Lamela, y volviéndose al compañero de sus hazañas le dijo:
-«Don Rafael, el sol está ya para ponerse y me parece del caso que
-tratemos del partido que hemos de tomar.» «Dices bien--respondió su
-camarada--; es menester pensar a dónde hemos de ir.» «Yo--continuó
-Lamela--soy de parecer que, sin perder tiempo, nos pongamos en camino y
-procuremos llegar esta noche a Requena, para entrar mañana en el reino
-de Valencia, donde pondremos en movimiento los registros de nuestra
-industria. Siento acá dentro de mi corazón no sé qué presagio de que
-daremos golpes magistrales.» Don Rafael, que sobre estos asuntos tenía
-gran fe en sus pronósticos infalibles, accedió luego a su opinión.
-Don Alfonso y yo, como nos habíamos puesto en manos de aquellos dos
-hombres de bien, esperamos sin hablar palabra el resultado de aquella
-conferencia.
-
-Resolvióse, pues, que tomásemos la vuelta de Requena, y nos
-dispusimos todos para ello. Hicimos una comida como la de la mañana
-y después cargamos el caballo con la bota de vino y lo restante de
-las provisiones. Sobreviniendo la noche, de cuya lobreguez teníamos
-necesidad para caminar seguros, quisimos salir del bosque; pero aun no
-habíamos andado cien pasos cuando descubrimos por entre los árboles
-una luz que nos dió mucho en que pensar. «¿Qué significa aquella
-luz?--preguntó don Rafael--. ¿Serán acaso los corchetes de la justicia
-de Cuenca despachados en seguimiento nuestro, y que creyéndonos en este
-bosque nos vendrán a buscar en él?» «No lo pienso--dijo Ambrosio--;
-antes bien, serán algunos pasajeros que, por haberles cogido la noche,
-se habrán refugiado aquí hasta que amanezca. Pero en todo caso, porque
-puedo engañarme, quiero yo ir a reconocerlos; mientras tanto quedaos
-los tres en este sitio, que vuelvo en un momento.» Diciendo esto, se
-fué acercando poco a poco a donde se dejaba ver la luz, que no estaba
-muy distante. Fué desviando con mucho tiento las ramas y matorrales que
-le impedían el paso, y al mismo tiempo mirando con toda la atención que
-a su parecer merecía el caso: vió, sentados sobre la hierba y alrededor
-de una vela colocada sobre un montoncito de tierra, a cuatro hombres,
-que acababan de comer una empanada y de agotar una gran bota de vino.
-A pocos pasos de distancia descubrió a un hombre y a una mujer atados
-a dos árboles, y algo más allá un coche de camino con mulas ricamente
-enjaezadas. Desde luego sospechó que los cuatro hombres que estaban
-sentados debían de ser ladrones, y por la conversación que les oyó
-acabó de conocer que no había sido temeraria su sospecha. Disputaban
-los cuatro salteadores sobre de quién había de ser la dama que había
-caído en sus manos y trataban de sortearla. Enterado plenamente, Lamela
-volvió a donde estábamos y nos informó menudamente de todo lo que había
-visto y oído.
-
-«Señores--dijo entonces don Alfonso--, la mujer y el hombre que tienen
-atados a los árboles los ladrones quizá serán una señora y un caballero
-de distinción. ¿Y hemos de sufrir nosotros que sirvan de víctimas a
-la barbarie y a la brutalidad de unos malhechores? Creedme, señores,
-echémonos sobre estos bandidos y mueran todos a nuestras manos.»
-«Consiento en ello--dijo D. Rafael--; yo estoy tan pronto a hacer una
-buena acción como una mala.» Ambrosio, por su parte, protestó que sólo
-deseaba concurrir a una empresa tan loable, de la cual preveía que
-seríamos bien recompensados, según su modo de pensar. «Y aun me atrevo
-a decir--añadió--que en esta ocasión el peligro no me amedrenta y que
-ningún caballero andante se manifestó nunca más pronto al servicio de
-las damas.» Pero si se han de decir las cosas sin faltar a la verdad,
-el riesgo no era grande, porque habiéndonos dicho Lamela que las armas
-de los ladrones estaban todas amontonadas en un sitio a diez o doce
-pasos de ellos, no nos fué muy difícil ejecutar nuestra resolución.
-Atamos, pues, a un árbol el caballo y nos fuimos acercando con
-silencio y a paso lento a los ladrones. Acalorados éstos con el vino,
-hablaban todos, metiendo un ruido confuso que favorecía mucho el golpe
-de la sorpresa. Apoderámonos de sus armas antes de que nos viesen,
-y disparándolas sobre ellos a boca de jarro, todos cuatro quedaron
-tendidos sobre el suelo.
-
-Durante esta expedición se apagó la luz y nos quedamos en la
-obscuridad; sin embargo de esto, acudimos inmediatamente a desatar
-el hombre y la mujer, que estaban tan poseídos de terror que no
-tuvieron aliento para darnos las gracias por el bien que acabábamos
-de hacerles. Verdad es que ignoraban aún si debían mirarnos como a
-bienhechores o como a nuevos bandidos, que los habían librado de los
-otros quizá para tratarlos peor. Pero nosotros procuramos sosegarlos
-asegurándoles que los íbamos a conducir a una venta que, según decía
-Ambrosio, no distaba mas que media legua de allí, donde podrían tomar
-las precauciones necesarias para llegar con seguridad a donde se
-dirigían. Después de que los hubimos animado, los metimos en su coche y
-los sacamos fuera del bosque, tirando nosotros las mulas por el freno.
-Nuestros anacoretas fueron en seguida a visitar las faltriqueras de
-los vencidos; después fuimos a desatar el caballo de don Alfonso, y nos
-apoderamos también de los que eran de los ladrones, que estaban atados
-a varios árboles junto al campo de batalla. Montados en unos y llevados
-otros del diestro, seguimos al hermano Antonio, que había montado en
-una mula del coche, haciendo de cochero para conducirlo a la venta, y
-tardamos dos horas en llegar a ella, aunque el señor Lamela nos había
-dicho que no estaba muy apartada del bosque.
-
-Llamamos a la puerta con fuertes golpes, porque toda la gente de
-la casa estaba ya acostada. Levantáronse y vistiéronse de prisa el
-ventero y la ventera, que no mostraron el menor enfado de que los
-hubiesen despertado a lo mejor del sueño cuando vieron una comitiva
-que prometía hacer mucho más gasto en su casa del que efectivamente
-hizo. En un momento encendieron luces por toda la venta. Don Alfonso y
-el ilustre hijo de Lucinda dieron la mano a la señora y al caballero
-para ayudarlos a bajar del coche, sirviéndoles como de gentileshombres
-hasta el cuarto a donde los condujo el ventero. Allí se hicieron mil
-recíprocos cumplimientos, y quedamos muy admirados cuando llegamos a
-saber que los personajes a quienes acabábamos de libertar eran el conde
-de Polán y su hija Serafina. Pero ¿quién podrá describir el asombro de
-esta señora y de D. Alfonso cuando se conocieron? El conde no reparó en
-este pasaje, porque estaba distraído en otras cosas. Púsose a contarnos
-menudamente el modo como les habían asaltado los ladrones y se habían
-apoderado de su hija y de él después de haber muerto al postillón,
-a un paje y a un ayuda de cámara. Acabó diciendo que nos estaba
-infinitamente agradecido, y que si queríamos ir a Toledo, donde estaría
-de vuelta dentro de un mes, nos daría pruebas que bastasen a hacernos
-conocer si era ingrato o reconocido.
-
-A la hija de aquel señor no se le olvidó darnos también mil gracias por
-su dichosa libertad; y habiendo juzgado don Rafael y yo que gustaría
-don Alfonso de que le facilitásemos el medio de hablar un rato a solas
-con aquella viuda joven, lo dispusimos prontamente entreteniendo al
-conde de Polán. «Serafina--le dijo don Alfonso en voz muy baja--, ya
-no me quejaré de la desgraciada suerte que me obliga a vivir como un
-hombre desterrado de la sociedad civil, habiendo tenido la fortuna de
-contribuir al importante servicio que se os ha hecho.» «Pues qué--le
-respondió ella suspirando--, ¿sois vos el que me habéis salvado la vida
-y el honor? ¿Sois vos a quien mi padre y yo somos tan deudores? ¡Ah don
-Alfonso! ¡Por qué fuisteis vos quien dió muerte a mi hermano!» No le
-dijo más; pero él comprendió bastante, por sus palabras y por el tono
-en que las dijo, que si amaba con extremo a Serafina no era menos amado
-de ella.
-
-
- LIBRO SEXTO
-
-
-
-
- CAPITULO PRIMERO
-
-De lo que hicieron Gil Blas y sus compañeros después que se separaron
-del conde de Polán; del importante proyecto que formó Ambrosio y cómo
-se ejecutó.
-
-
-Después de haber pasado el conde de Polán la mitad de la noche en
-darnos gracias y asegurarnos que podíamos contar con su eterno
-agradecimiento, llamó al ventero, para consultar con él de qué modo
-llegaría con seguridad a Turis, adonde tenía ánimo de ir. Dejamos
-que tomase sobre esto sus medidas, y nosotros salimos de la venta,
-siguiendo el camino que Lamela quiso escoger.
-
-Al cabo de dos horas de marcha nos amaneció ya cerca de Campillo.
-Llegamos prontamente a las montañas que hay entre aquella villa y
-Requena, y allí pasamos el día en descansar y en contar nuestro caudal,
-que se había aumentado mucho con el dinero que habíamos cogido a los
-ladrones, en cuyas faltriqueras se encontraron más de trescientos
-doblones en diferentes monedas. Al entrar de la noche nos volvimos a
-poner en camino, y el día siguiente al amanecer entramos en el reino de
-Valencia. Retirámonos al primer bosque que encontramos, emboscámonos
-en él y llegamos a un sitio por donde corría un arroyuelo de agua
-cristalina que iba lentamente a juntarse con las del Guadalaviar. La
-sombra con que nos convidaban los árboles y la abundante hierba que el
-campo ofrecía para los caballos nos hubieran determinado a hacer alto
-en aquel paraje, aun cuando no estuviéramos ya resueltos a descansar
-algunas horas en él.
-
-Apeámonos, pues, y hacíamos ánimo de pasar allí aquel día alegremente;
-pero cuando fuimos a almorzar nos hallamos con poquísimos víveres.
-Empezaba a faltarnos el pan y nuestra bota se había convertido en
-un cuerpo sin alma. «Señores--dijo entonces Ambrosio--, sin Ceres y
-sin Baco a ninguno agrada el sitio más delicioso. Soy de parecer que
-renovemos nuestras provisiones, y así, marcho a este fin a Chelva, que
-es una linda villa, distante de aquí solas dos leguas, y tardaré poco
-en tan corto viaje.» Dicho esto, cargó en el caballo la bota y las
-alforjas, montó, y partió del bosque a tan buen paso que nos prometimos
-sería muy pronta su vuelta; mas, sin embargo, no volvió tan presto como
-lo esperábamos. Era ya mucho más del mediodía cuando vimos a nuestro
-proveedor, cuya tardanza comenzaba a damos cuidado. Engañó alegremente
-nuestro sobresalto con las muchas cosas de que venía provisto. No
-sólo traía la bota llena de exquisito vino y atestadas las alforjas
-de carnes asadas, sino que reparamos un gran fardo acomodado a las
-ancas del caballo, que se llevó nuestra atención. Conociólo Ambrosio,
-y nos dijo sonriéndose: «Apuesto yo a don Rafael y a todos los más
-diestros del mundo que no son capaces de adivinar por qué ni para qué
-he comprado todo este envoltorio de ropa.» Diciendo esto, lo desató él
-mismo para que viéramos por menor lo que encerraba. Mostrónos un manteo
-negro y una sotana del mismo color, dos chupas y dos pares de calzones,
-un tintero de cuerno, con su salvadera y cañón para meter las plumas,
-una mano de papel fino, un sello grande y un candado, juntamente
-con una barreta de lacre verde. «¡Pardiez, señor Ambrosio--exclamó
-zumbándose D. Rafael luego que vió todas aquellas baratijas--, que
-habéis empleado bien el dinero! ¿Qué diablos piensas hacer de todos
-esos cachivaches?» «Un uso admirable--respondió Lamela--. Todas estas
-cosas no me han costado sino diez doblones, y estoy persuadido de que
-nos han de valer más de quinientos. Contad seguramente con ellos. No
-soy hombre que me cargo de géneros inútiles. Y para haceros ver que no
-he comprado a tontas y a locas, voy a daros parte de un proyecto que he
-formado, un proyecto que sin disputa es de los más ingeniosos que puede
-concebir el entendimiento humano. Vais a oírlo, y estoy seguro que
-quedaréis atónitos al saberlo. ¡Estadme atentos! Después de haber hecho
-mi provisión de pan, me entré en una pastelería y mandé que me asasen
-seis perdices, otras tantas pollas e igual número de gazapos. Mientras
-todo esto se estaba asando, entró en la pastelería un hombre encendido
-en cólera, quejándose agriamente de la injuria que le había hecho un
-mercader del pueblo, y le dijo al pastelero: «¡Por Santiago Apóstol,
-que Samuel Simón es el mercader más ruin que hay en todo Chelva! Acaba
-de afrentarme públicamente en su tienda, pues no me ha querido fiar el
-grandísimo ladrón seis varas de paño, sabiendo como sabe que soy un
-artesano que cumplo bien y que a ninguno he quedado jamás a deber un
-cuarto. ¿No os admiráis de semejante bruto? El fía sin reparo a los
-caballeros, cuando sabe por experiencia que de muchos de ellos no ha
-de cobrar ni un ochavo, y no quiere fiar a un vecino honrado que está
-seguro de que le ha de pagar hasta el último maravedí. ¡Qué manía!
-¡Maldito judío! ¡Ojalá le engañen! ¡Puede ser que se me cumpla algún
-día este deseo y no faltarán mercaderes que me acompañen en él.» Oyendo
-yo hablar de este modo a aquel pobre menestral, que dijo además otras
-muchas cosas, de repente me asaltó el deseo de vengarle y de hacer una
-pesada burla al señor Samuel Simón. «Amigo--pregunté a aquel hombre--,
-¿no me diréis qué carácter tiene ese mercader?» «El peor que se puede
-discurrir--me respondió con enfado--. Es un desenfrenado usurero,
-aunque en su exterior aparenta ser un hombre virtuoso; es un judío que
-se volvió católico, pero en el fondo de su alma es todavía tan judío
-como Pilatos, porque se asegura haber abjurado por interés.» No perdí
-palabra de todo lo que me dijo el irritado menestral, y luego que
-salí de la pastelería procuré informarme de la casa de Samuel Simón.
-Enseñómela un hombre. Paréme a ver su tienda, examinéla toda, y mi
-imaginación, siempre pronta a favorecerme, me sugiere un enredo que
-abrazo con presteza, pareciéndome digno del criado del señor Gil Blas.
-Fuíme derecho a una ropería y compré los vestidos que veis; uno, para
-hacer el papel de comisario del Santo Oficio; otro, para representar
-el de secretario, y el tercero, para fingir el de alguacil. Ved ahí,
-señores, lo que hice y lo que fué la causa de mi tardanza.»
-
-«¡Ah querido Ambrosio--interrumpió D. Rafael arrebatado de gozo--, y
-qué admirable idea! ¡Qué plan tan asombroso! ¡Envidio tu sutilísima
-invención! ¡Daría yo los mayores enredos de mi vida por que se me
-hubiese ofrecido éste tan ingenioso! ¡Sí, amigo Lamela--prosiguió--,
-penetro bien todo el fondo, todo el valor de tu delicado pensamiento, y
-no debes poner duda en que el éxito será dichoso! Sólo has menester dos
-buenos actores que no echen a perder una comedia tan bien imaginada;
-pero estos actores los tienes a mano. Tú tienes un aspecto devoto
-y harás muy bien de comisario del Santo Oficio; yo representaré el
-secretario y el señor Gil Blas, si gusta, hará de alguacil. Ya están
-repartidos los papeles; mañana representaremos la comedia, y yo
-respondo del buen éxito, a menos que sobrevenga alguno de aquellos
-lances imprevistos que dan en tierra con los designios más bien
-combinados.»
-
-Por lo que a mí toca, sólo comprendí en confuso el proyecto que
-D. Rafael alabó tanto; pero durante la cena me lo explicaron, y
-verdaderamente me pareció ingenioso. Después que hubimos despachado
-gran parte de la provisión y hecho a la bota copiosas sangrías,
-nos tendimos sobre la hierba y tardamos poco en dormirnos. Pero no
-fué largo nuestro sueño, porque una hora después le interrumpió el
-despiadado Ambrosio gritando antes del día: «_¡En pie! ¡En pie!_ ¡Los
-que traen entre manos grandes empresas que ejecutar no han de ser
-perezosos!» «¡Maldito sea el señor comisario--le dijo D. Rafael entre
-despierto y dormido--, y lo que su señoría ha madrugado! ¡En verdad que
-el judiazo de Samuel Simón dará a todos los diablos tanta vigilancia!»
-«Convengo en ello--respondió Lamela--, y os diré de más a más--añadió
-riéndose--que esta noche soñé que yo le estaba arrancando pelos de
-la barba. ¿Y este sueño, señor secretario, no es de muy mal agüero
-para el desdichado Samuel?» Con estas y otras mil cuchufletas que se
-dijeron nos pusimos todos de muy buen humor. Almorzamos alegremente
-y luego nos dispusimos para representar cada uno su papel. Ambrosio
-se echó a cuestas las hopalandas, de manera que tenía toda la traza
-de un verdadero comisario. Don Rafael y yo nos vestimos de modo que
-parecíamos perfectamente un secretario y un alguacil. Empleamos
-bastante tiempo en disfrazarnos y en ensayar lo que habíamos de
-hacer; tanto, que eran ya más de las dos de la tarde cuando salimos
-del bosque para encaminamos a Chelva. Es verdad que ninguna cosa nos
-apuraba; antes bien, era del caso no dejarnos ver en el lugar hasta
-algo entrada la noche. Por lo mismo, caminamos poco a poco, y aun
-tuvimos que detenernos casi a las puertas del pueblo, dando tiempo a
-que obscureciese enteramente.
-
-Cuando nos pareció tiempo, dejamos los caballos en aquel sitio, a cargo
-de D. Alfonso, que se alegró mucho de no tener que hacer otro papel.
-Don Rafael, Ambrosio y yo nos fuimos en derechura a la puerta de Samuel
-Simón. El mismo salió a abrirla, y quedó extrañamente sorprendido de
-ver en su casa aquellas tres figuras; pero lo quedó mucho más luego
-que Lamela, que llevaba la palabra, le dijo en tono imperioso: «Señor
-Samuel, de parte del Santo Oficio, cuyo indigno comisario soy, os
-ordeno que en este mismo momento me entreguéis la llave de vuestro
-despacho. Quiero ver si hallo en él con que justificar las delaciones y
-acusaciones que se nos han presentado contra vos.»
-
-El mercader, a quien habían turbado estas palabras, retrocedió dos
-pasos, y lejos de sospechar en nosotros alguna superchería, creyó de
-buena fe que algún enemigo oculto le había delatado al Santo Oficio,
-o también es muy posible que, no reconociéndose él mismo por muy buen
-católico, temiese haber dado motivo para alguna secreta información.
-Sea lo que fuere, nunca vi hombre más confuso. Obedeció sin resistencia
-y con todo el respeto que corresponde a un hombre que teme a la
-Inquisición. El mismo nos abrió su despacho, y al entrar le dijo
-Ambrosio: «Señor Samuel, a lo menos recibís con sumisión las órdenes
-del Santo Oficio; pero--añadió--retiraos a otro cuarto y dejadme
-practicar libremente mi empleo.» Samuel no fué menos obediente a esta
-segunda orden que lo había sido a la primera; retiróse a su tienda, y
-nosotros tres entramos en su despacho, donde sin pérdida de tiempo nos
-pusimos a buscar el dinero, que nos costó poco trabajo y menos tiempo
-encontrar, porque estaba en un cofre abierto, donde había más del que
-podíamos llevar. Consistía en gran número de talegos puestos unos sobre
-otros y todo en moneda de plata. Nosotros hubiéramos querido más que
-fuese en oro; pero no pudiendo ya ser esto, nos fué forzoso hacer de
-la necesidad virtud. Llenamos bien los bolsillos, las faltriqueras,
-el hueco de los calzones y, en fin, todo aquello donde lo podíamos
-encajar, de suerte que todos íbamos cargados con un peso exorbitante,
-sin que ninguno lo pudiese conocer, gracias a la destreza de Ambrosio y
-de don Rafael, que me hicieron ver con esto que no hay en el mundo cosa
-mejor que saber bien cada uno el arte que profesa.
-
-Salimos del cuarto después de haber hecho nuestro negocio, y, por una
-razón que es fácil de adivinar, el señor comisario sacó su candado,
-que quiso echar por su misma mano a la puerta; plantóle el sello y
-luego dijo a Simón: «Maese Samuel, de parte del Tribunal os prohibo que
-lleguéis a este candado, ni tampoco a este sello, que debéis respetar,
-pues que es el sello del Santo Oficio. Mañana volveré a esta misma
-hora a quitarlo y a daros órdenes.» Hecho esto, mandó abrir la puerta
-de la calle, por la cual fuimos todos desfilando alegremente; y cuando
-hubimos andado como unos cincuenta pasos, comenzamos a caminar con tal
-ligereza que apenas tocábamos con el pie en tierra, sin embargo de
-la pesada carga que llevábamos. Salimos presto fuera de la villa, y,
-volviendo a montar en nuestros caballos, tomamos el camino de Segorbe,
-dando gracias por tan feliz suceso al dios Mercurio.
-
-
-
-
- CAPITULO II
-
-De la resolución que tomaron don Alfonso y Gil Blas después de esta
-aventura.
-
-
-Anduvimos toda la noche, según nuestra loable costumbre, y al amanecer
-nos hallamos a la vista de una miserable aldea distante dos leguas de
-Segorbe. Como todos estábamos cansados, nos desviamos con gusto del
-camino real para llegar hasta unos sauces que descubrimos al pie de una
-colina a cosa de unos mil o mil doscientos pasos de la aldea, en la
-cual no nos pareció conveniente detenernos. Vimos que aquellos árboles
-hacían una apacible sombra y que les bañaba el pie un arroyuelo.
-Agradónos lo delicioso del sitio, y resolviendo pasar en él lo restante
-del día, nos apeamos, quitamos los frenos a los caballos para que
-pudiesen pacer, nos echamos sobre la verde hierba, y después de haber
-reposado un poco acabamos de desocupar las alforjas y la bota. Luego
-que hubimos almorzado opíparamente, nos pusimos a contar el dinero
-que habíamos robado a Samuel Simón, y hallamos que ascendía a tres
-mil ducados, con cuya cantidad y el caudal que ya teníamos podíamos
-alabarnos de poseer un mediano capital.
-
-Viendo que se habían acabado nuestras provisiones y era menester pensar
-en hacer otras, Ambrosio y don Rafael, que ya se habían quitado los
-disfraces, dijeron que querían tomarse este trabajo, porque el suceso
-de Chelva les había avivado el gusto de las aventuras y tenían gana de
-ir a Segorbe a ver si se les presentaba alguna ocasión de emprender
-otra nueva hazaña. «Vosotros--dijo el hijo de Lucinda--no tenéis mas
-que esperarnos a la sombra de estos sauces, que pronto estaremos de
-vuelta.» «Señor don Rafael--respondí yo sonriéndome--, no sea que la
-ida de ustedes sea como la del humo; temo que si una vez se van tarde
-nos juntaremos.» «Esa sospecha--replicó Ambrosio--es muy ofensiva
-a nuestro honor y no merecíamos que nos hicieseis tan poca merced.
-Es verdad que en parte os disculpo de la desconfianza que tenéis de
-nosotros acordándoos de lo que hicimos en Valladolid y de creer que
-no haríamos más escrúpulo de abandonaros que a los compañeros que
-dejamos en aquella ciudad. Sin embargo, os engañáis enormemente.
-Aquellos camaradas a quienes vendimos eran de un perverso carácter y
-ya no podíamos aguantar más su compañía. Es menester hacer justicia
-a los de nuestra profesión, diciendo que no hay gremio alguno en la
-vida civil en que el interés dé menos motivo a la división; pero
-cuando no son conformes las inclinaciones, puede alterarse la unión,
-como en todos los demás gremios humanos. Por tanto, señor Gil Blas,
-suplico a usted y al señor don Alfonso que tengan más confianza en
-nosotros y que tranquilicen su espíritu tocante al deseo que don
-Rafael y yo tenemos de ir a Segorbe.» «Es muy fácil--dijo entonces el
-hijo de Lucinda--librarlos de todo motivo de inquietud en este punto:
-basta para eso dejarlos dueños del caudal, que es la mejor fianza
-que tendrán en sus manos de nuestra vuelta. Ya ve usted, señor Gil
-Blas, que esto se llama ir derechos al punto de la dificultad. Ambos
-quedaréis así resguardados, sin que Ambrosio ni yo tengamos sospechas
-de que os ausentéis con tan rica fianza. En vista de una prueba tan
-convincente de nuestra buena fe, ¿tendréis todavía dificultad en
-fiaros de nosotros?» «No por cierto--respondí yo--; y así, podéis
-ahora hacer todo lo que os pareciere.» Partieron inmediatamente con
-la bota y las alforjas, dejándome a la sombra de los sauces con don
-Alfonso, el cual me dijo luego que se fueron: «Señor Gil Blas, quiero
-abriros enteramente mi pecho. Me estoy continuamente acusando de la
-condescendencia que tuve en venir hasta aquí con esos bribones. No
-os puedo decir cuántos millares de veces me he arrepentido ya de
-ello. Ayer noche, mientras me quedé guardando los caballos, hice mil
-reflexiones que me despedazaban el corazón. Consideré que era muy ajeno
-de un joven que nació con honra vivir con unos hombres tan viciosos
-como Rafael y Lamela; que si por desgracia--como muy fácilmente puede
-suceder--llegase a ser tal algún día el resultado de una de estas
-maldades que cayésemos en manos de la justicia, sufriré la vergüenza de
-verme castigado con ellos como ladrón y quizá con una muerte afrentosa.
-No puedo apartar ni un solo instante de mi imaginación estas funestas
-ideas, y así, os confieso que estoy resuelto a separarme para siempre
-de su compañía, por no ser cómplice en los delitos que cometan. Tengo
-por cierto--añadió--que no desaprobaréis este pensamiento.» «Cierto
-es que no--le respondí--. Aunque usted me vió ayer hacer el papel de
-alguacil en la comedia de Samuel Simón, no por eso crea que semejantes
-piezas son de mi gusto. El Cielo me es testigo de que mientras estaba
-representando tan distinguido papel me dije a mí mismo: ¡A fe, amigo
-Gil Blas, que si la justicia viniera ahora a echarte la mano, sin duda
-merecerías bien el salario que te tocase! Así que, señor don Alfonso,
-no estoy más dispuesto que usted a continuar en tan mala compañía, y
-de muy buena gana le acompañaré, si es que me lo permite, a cualquier
-parte que vaya. Cuando vuelvan estos señores les suplicaremos que se
-haga el repartimiento del dinero, y mañana muy temprano, o esta misma
-noche, nos despediremos de ellos para siempre.»
-
-Aprobó mi proposición el amante de la bella Serafina y me dijo: «Iremos
-a Valencia y nos embarcaremos para Italia, donde podremos entrar al
-servicio de la República de Venecia. ¿No vale más seguir la carrera de
-las armas que continuar la vida vil y criminal que traemos? En aquélla
-podemos traer buen porte con el dinero que nos haya tocado. No deja
-de remorderme la conciencia el servirme de un bien tan mal adquirido;
-pero además de que la necesidad me obliga a ello, protesto resarcir a
-Samuel Simón el daño luego que tenga la menor fortuna en la guerra.»
-Aseguré a don Alfonso que yo tenía la misma intención, y quedamos
-de acuerdo en que el día siguiente al amanecer nos separaríamos de
-nuestros camaradas. No dimos lugar a la tentación de aprovecharnos de
-su ausencia, esto es, huir al momento con el dinero: la confianza que
-habían hecho de nosotros dejándonos dueños de él ni aun nos permitió
-que nos pasase semejante ruindad por el pensamiento, aunque la burla
-que me hicieron en la posada de caballeros de Valladolid disculpase en
-cierto modo este robo.
-
-A la caída de la tarde volvieron de Segorbe Ambrosio y don Rafael. La
-primera cosa que nos dijeron fué que habían hecho un viaje muy feliz
-y que dejaban echados los cimientos de una aventura que, según todas
-las señales, sería sin comparación de mucho más producto que la del
-día anterior. Comenzó a explicamos el plan el hijo de Lucinda, pero
-don Alfonso le atajó diciéndole cortésmente que él estaba resuelto
-a separarse de la compañía, y yo por mi parte les declaré hallarme
-en la misma resolución. Por más que hicieron para movernos a que
-prosiguiésemos acompañándolos en sus expediciones no les fué posible
-conseguirlo. La mañana siguiente nos despedimos de ellos, después de
-haber repartido por iguales partes el dinero, y los dos tomamos el
-camino de Valencia.
-
-
-
-
- CAPITULO III
-
-Cómo don Alfonso se halla en el colmo de su alegría y la aventura por
-la cual se vió de repente Gil Blas en un estado dichoso.
-
-
-Caminamos felizmente hasta Buñol, donde, por desgracia, fué preciso
-detenernos. Sintióse malo don Alfonso. Dióle una calentura tan ardiente
-que le creí en el mayor riesgo. Quiso la fortuna que no hubiese médico
-en el lugar y salimos a poca costa de aquel susto, pues sólo nos
-costó el miedo. Al tercer día se halló el enfermo enteramente limpio
-de calentura, a lo que no contribuyó poco mi cuidadosa asistencia.
-Mostróse muy agradecido a lo que había hecho por él, y como era
-recíproca la inclinación del uno al otro, nos juramos una eterna
-amistad.
-
-Proseguimos nuestro viaje, firmes siempre en la resolución de
-embarcamos para Italia a la primera ocasión que se ofreciera así que
-llegásemos a Valencia; pero el Cielo, que nos preparaba una suerte
-feliz, dispuso las cosas de otro modo. Vimos a la puerta de una hermosa
-quinta que había en el camino mucha gente aldeana de ambos sexos que
-bailaban formando corro. Acercámonos a ver la fiesta, y D. Alfonso,
-que estaba muy ajeno de hallar el objeto que se le presentó, se quedó
-sorprendido de ver entre los circunstantes al barón de Steinbach. Este,
-que también reconoció a D. Alfonso, corrió luego hacia él con los
-brazos abiertos, y todo arrebatado de gozo exclamó: «¡Ah querido don
-Alfonso! ¡Vos aquí! ¡Qué agradable encuentro! ¡Cuando por todas partes
-os andan buscando, una feliz casualidad os ha puesto delante de mis
-ojos!»
-
-Apeóse al instante mi compañero y fué precipitado a dar mil abrazos
-al barón, cuya alegría me pareció excesiva. «¡Ven, hijo mío--le
-dijo el buen viejo--; presto sabrás quién eres y mejorarás mucho de
-fortuna!» Diciendo esto, le condujo a la habitación, adonde yo también
-fuí, habiéndome apeado y atado a un árbol los caballos. El primero
-a quien encontramos fué al dueño de la misma quinta, que mostraba
-ser de edad de cincuenta años y tenía bellísimo aspecto. «¡Señor--le
-dijo el barón de Steinbach presentando a don Alfonso--, aquí tenéis
-a vuestro hijo!» A estas palabras, don César de Leiva, que así se
-llamaba aquel caballero, echó los brazos al cuello a don Alfonso y
-le dijo llorando de gozo: «¡Reconoce, hijo mío, al padre que te dió
-el ser! Si te he dejado ignorar tanto tiempo quién eres, cree que ha
-sido a costa de hacerme a mí mismo una cruel violencia. Mil veces he
-suspirado de pena, pero no podía proceder de otra manera. Caséme con
-tu madre llevado sólo de amor, porque su nacimiento era muy inferior
-al mío; vivía yo bajo la autoridad de un padre de genio duro, que me
-redujo a tener secreto un matrimonio contraído sin su consentimiento.
-El barón de Steinbach era el único depositario de mi confianza, y de
-acuerdo conmigo se encargó de criarte. En fin, ya no vive mi padre y
-puedo manifestar al mundo que tú eres mi único heredero. No es esto lo
-más--añadió--: pienso casarte con una señora cuya nobleza es igual a la
-mía.» «¡Señor--le interrumpió D. Alfonso--, no me hagáis pagar sobrado
-cara la dicha que me anunciáis! ¿No puedo saber que tengo el honor de
-ser hijo vuestro sin que esta noticia venga acompañada de otra que
-necesariamente me ha de hacer desgraciado? ¡Ah señor, no queráis ser
-más cruel conmigo que lo fué vuestro padre con vos! Si éste no aprobó
-vuestros amores, a lo menos tampoco os obligó a recibir una esposa
-escogida por él.» «Hijo mío--respondió D. César--, ni yo pretendo
-tampoco tiranizar tus deseos; todo lo que exijo de tu sumisión es que
-tengas la condescendencia de ver a la que te tengo destinada, antes de
-resolverte a tomar otro partido. Aunque es hermosa y tu enlace con ella
-muy ventajoso para ti, no por eso te haré violencia para que la tomes
-por esposa. No está lejos: hállase actualmente en esta misma casa. Ven,
-y confesarás que no hay un objeto más amable.» Diciendo esto, condujo
-a don Alfonso a un magnífico cuarto, adonde los acompañamos el barón de
-Steinbach y yo.
-
-Estaban en él el conde de Polán con sus dos hijas, Serafina y Julia,
-con don Fernando de Leiva, su yerno, el cual era sobrino de don César,
-y con otras muchas señoras y caballeros. Don Fernando, que, según se ha
-dicho, había sacado a Julia de su casa, acababa de casarse con ella,
-y con motivo de la boda habían concurrido a aquella celebridad los
-aldeanos de los contornos. Luego que se dejó ver don Alfonso y que su
-padre le presentó a toda la concurrencia, se levantó el conde de Polán
-y corrió exhalado a abrazarle, diciendo a gritos: «¡Sea bien venido mi
-libertador! Don Alfonso--prosiguió el conde--, reconoce lo que puede
-la virtud en las almas generosas. Si tú quitaste la vida a mi hijo,
-también salvaste la mía. Desde este mismo punto te hago el sacrificio
-de mi resentimiento y te declaro dueño de Serafina, cuyo honor libraste
-también. Este es el desempeño de la obligación en que me constituyó tu
-valor y tu generosidad.» El hijo de don César correspondió con las más
-vivas expresiones de agradecimiento al cumplido que le hacía el conde
-de Polán, no siendo fácil discernir cuál de los dos afectos disputaba
-la preferencia en su agitado corazón, si el gozo de haber descubierto
-su distinguido nacimiento o la dicha tan cercana de lograr por esposa a
-Serafina. Con efecto, pocos días después se celebró el matrimonio, con
-el mayor regocijo y aplauso de los contrayentes y de toda la parentela.
-
-Como yo había sido uno de los que acudieron a libertar al conde de
-Polán, éste me conoció y me dijo que mi fortuna corría de su cuenta.
-Yo le di muchas gracias por su generosidad y no quise separarme de D.
-Alfonso, el cual me hizo mayordomo de su casa, honrándome con toda su
-confianza. Luego que se casó, no pudiendo olvidar el daño que se había
-hecho a Samuel Simón, me envió a llevar a este comerciante todo el
-dinero que le habíamos robado, esto es, a hacer una restitución, lo
-cual en un mayordomo se llama empezar el oficio por donde debía acabar.
-
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- LIBRO SÉPTIMO
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- CAPITULO PRIMERO
-
- De los amores de Gil Blas y de la señora Lorenza Séfora.
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-
-Fuí, pues, a Chelva, a llevar al buen Simón los tres mil ducados que
-le habíamos robado. Confieso francamente que en el camino me dieron
-tentaciones de quedarme con ellos, para dar con tan buenos auspicios
-principio a mi mayordomía, lo que podía hacer sin riesgo, bastando para
-ello viajar cinco o seis días y volverme como si hubiera cumplido con
-el encargo. Don Alfonso y su padre me tenían en muy buen concepto para
-sospechar de mi fidelidad; todo me favorecía. Sin embargo, resistí a la
-tentación, y la vencí como hombre de honor, lo que no es poco loable
-en un mozo que se había acompañado con grandes pícaros. Yo aseguro que
-muchos de los que sólo tratan con hombres de bien son en este punto
-menos escrupulosos, y si no díganlo aquellos depositarios que sin
-peligro de perder su fama pueden apropiarse lo que se les ha confiado.
-
-Hecha la restitución, que no esperaba el mercader, volví a la quinta
-de Leiva, en donde ya no estaba el conde de Polán, que con Julia y don
-Fernando habían marchado a Toledo. Hallé a mi nuevo amo más prendado
-que nunca de su Serafina; a ésta, cada día más enamorada de su esposo,
-y a don César, contentísimo de tener consigo a ambos. Dediquéme a ganar
-la voluntad de este amoroso padre y lo conseguí. Me hicieron mayordomo
-de la casa. Todo lo gobernaba: recibía el dinero de los arrendadores,
-corría con el gasto y tenía una autoridad despótica sobre los criados;
-pero, lejos de imitar la conducta ordinaria de los de mi empleo, nunca
-abusé de mi poder. No despedía a los que me disgustaban ni exigía de
-los demás una ciega subordinación. Si acudían a don César o a su hijo
-pidiendo alguna gracia, lejos de estorbarlo, hablaba en su favor.
-Por otra parte, la estimación que continuamente me mostraban mis
-amos avivaba mi celo en servirlos, sin atender a otra cosa que a sus
-intereses. Administré con manos muy limpias y fuí un mayordomo de los
-pocos que hay.
-
-Cuando estaba más contento con mi suerte, envidioso el amor de lo
-bien que me trataba la fortuna, quiso que a él también tuviese que
-agradecerle, y para eso encendió en el corazón de la señora Lorenza
-Séfora, criada primera de Serafina, una violenta inclinación al
-señor mayordomo. Si he de hablar con la fidelidad de historiador, mi
-enamorada había cumplido los cincuenta, pero la frescura de su tez, su
-rostro agradable y dos hermosos ojos, que sabía manejar con destreza,
-podían hacer pasar por afortunada mi conquista. La hubiera yo deseado
-de un poco más color, porque estaba muy descolorida, pero esto lo
-atribuí a la austeridad del celibato.
-
-Usó mucho tiempo del atractivo de sus miradas cariñosas; mas yo, en
-lugar de corresponder a ellas, aparentaba no conocer sus designios; me
-tuvo por novato en el amor y no le desagradó mi cortedad. Juzgó era
-inútil el lenguaje de los ojos con un muchacho a quien creía menos
-instruído de lo que estaba, y así, en su primera conversación se me
-declaró en términos formales, a fin de que no lo dudase. Se manejó
-como mujer práctica, hizo como que se turbaba, y después de haberme
-dicho a su satisfacción cuanto quiso, se tapó la cara para persuadirme
-que se avergonzaba de haberme manifestado su flaqueza. Fué preciso
-rendirme; mostréme muy afecto a sus cariños, no tanto por amor como
-por vanidad. Hice el apasionado y aun afecté quererla con tal ardor
-que se vió precisada a reñirme; pero esto fué con tanta blandura que
-cuando me encargaba procurase contenerme no parecía disgustada de
-mi atrevimiento. Hubiera llegado a más el caso si Séfora no hubiera
-temido que hiciese mal juicio de su virtud concediéndome tan fácil
-la victoria. De esta suerte nos separamos hasta otra conversación,
-persuadida ella de que su aparente resistencia la haría pasar en mi
-concepto por un modelo de recato, y yo con la dulce esperanza de ver
-bien pronto el fin de esta aventura.
-
-Tal era el feliz estado en que me hallaba, cuando un lacayo de don
-César vino a aguar mi contento con una mala nueva. Era éste uno de
-aquellos criados que se dedican a saber cuanto pasa en el interior
-de las casas. Como continuamente me hacía la corte y todos los días
-me traía alguna noticia, me dijo una mañana que acababa de hacer un
-gracioso descubrimiento, que me comunicaría en confianza, pero con la
-condición de guardar secreto, por ser cosa de la dama Lorenza Séfora,
-cuyo enojo temía. Fué tanta la curiosidad en que me puso, que le
-ofrecí el mayor sigilo; procuré no manifestar que en ello tenía el
-más leve interés, preguntándole con frialdad qué descubrimiento era
-aquel de que me hablaba con tanta reserva. «Es--me dijo--que la señora
-Lorenza introduce de oculto en su cuarto todas las noches al cirujano
-del lugar, que es un mozo bien plantado, y el bellaco se está bien
-sosegado con ella. Doy de barato--prosiguió con tono socarrón--que esta
-acción sea muy inocente; pero usted convendrá en que un mozo que entra
-misteriosamente en el cuarto de una soltera da motivo para que no se
-juzgue bien de su conducta.»
-
-Esta noticia me desazonó tanto como si estuviera enamorado de veras.
-Procuré ocultar mi inquietud y aun me esforcé hasta celebrar con risa
-una nueva que me atravesaba el alma; pero luego que estuve solo me
-desquité echando mil bravatas, diciendo dos mil desatinos y me puse a
-discurrir el partido que podría tomar. Ya despreciaba a Lorenza y me
-proponía abandonarla sin dignarme oír sus descargos, y ya, creyendo
-era punto mío escarmentar al cirujano, pensaba desafiarle. Prevaleció
-esta última determinación. Escondíme al anochecer, y, en efecto, le
-vi entrar en el cuarto de mi dueña de un modo sospechoso. Sólo esto
-faltaba para encender mi ira, que acaso sin este incidente se hubiera
-mitigado. Salí de la casa y me aposté junto al camino por donde el
-galán debía marcharse. Le esperaba a pie firme y cada momento avivaba
-otro tanto el deseo que tenía de llegar con él a las manos. En fin,
-dejóse ver mi enemigo; salíle al encuentro con aire de matón; pero yo
-no sé cómo diablos sucedió que me hallé repentinamente sobrecogido de
-un terror pánico como un héroe de Homero, parado en medio de mi camino
-y tan turbado como Paris cuando se presentó a combatir con Menelao.
-Púseme a mirar a mi hombre, que me pareció robusto y vigoroso y su
-espada desmesuradamente larga. Todo ello hacía en mí su efecto; pero
-fuese la negra honrilla u otra causa, aunque estaba viendo el peligro
-con unos ojos que lo hacían todavía mayor, a pesar de mi miedo, que
-me aguijoneaba para que me volviese, tuve aliento para desenvainar mi
-tizona e irme derecho al cirujano.
-
-Sorprendióle mi acción. «¿Qué es esto, señor Gil Blas?--exclamó--.
-¿Qué significan esas demostraciones de caballero andante? ¿Usted sin
-duda tiene gana de chancearse?» «¡No, señor barbero--le respondí--,
-no! ¡Es cosa muy seria! Quiero saber si es usted tan valiente como
-galán. ¡No crea usted que le hayan de dejar gozar tranquilamente las
-finezas de la dama que acaba de ver en casa!» «¡Por San Cosme--repuso
-el cirujano dando una gran carcajada de risa--, que es buen chasco!
-¡Las apariencias, vive diez, son harto engañosas!» Por estas palabras
-presumí que tenía tanta gana de quimera como yo, lo que me hizo ser más
-audaz. «¡A otro perro con ese hueso!--le repliqué--. ¡A otro con esa,
-amigo mío! ¡Yo no soy hombre a quien satisface la simple negativa!»
-«Ya veo--prosiguió--que me será preciso hablar claro para evitar la
-desgracia que nos puede suceder a vos o a mí. Voy, pues, a revelaros
-un secreto, no obstante que los de nuestra profesión deben ser muy
-callados. Si la dama Lorenza me admite con cautela en su aposento es
-porque los criados no sepan su enfermedad. Todas las noches voy a
-curarle un cáncer inveterado que tiene en la espalda. Vea usted el
-fundamento de las visitas que tanto le inquietan. Tranquilícese de
-aquí en adelante sobre este particular; pero si no está satisfecho con
-esta declaración y quiere absolutamente que riñamos, dígalo y manos
-a la obra, pues no soy hombre que huiré el cuerpo.» Habiendo dicho
-estas palabras, sacó su montante, cuya vista me horrorizó, y se puso
-en defensa con un aire que nada bueno me anunciaba. «¡Basta!--le dije,
-envainando mi espada--. Yo no soy tan bárbaro que no ceda a la razón.
-Por lo que usted me ha dicho, veo que no es mi enemigo. ¡Abracémonos!»
-Mis palabras le dieron a entender que yo no era tan temible como
-le parecí al principio; envainó con risa la espada, me abrazó y nos
-separamos los mayores amigos del mundo.
-
-Desde este momento, Séfora se presentaba a mi imaginación como la cosa
-más desagradable. Evité todas las ocasiones que me proporcionaba de
-hablarle a solas, y mi cuidado y estudio en huir de ella le hicieron
-conocer mi interior. Admirada de una mudanza tan grande, quiso saber la
-causa, y habiendo encontrado al fin el medio de hablarme a solas, me
-dijo: «Señor mayordomo, dígame usted, si gusta, el por qué evita hasta
-mis miradas y por qué en lugar de buscar, como otras veces, proporción
-de hablarme, se extraña tanto de mí. Es verdad que yo di los primeros
-pasos, pero usted me correspondió. Acuérdese, si no lo lleva a mal,
-de la conversación que tuvimos solos; entonces era usted todo fuego y
-ahora no es mas que un hielo. ¿Qué significa esta mudanza?» La pregunta
-era muy delicada para un hombre sincero, y, a la verdad, me quedé muy
-perplejo. No tengo presente lo que respondí; solamente me acuerdo que
-le disgustó infinito. Séfora parecía un cordero por su semblante afable
-y modesto, pero cuando se encolerizaba era una tigre. «¡Creía--me dijo
-echándome una mirada llena de despecho y rabia--, creía honrar mucho
-a un hombrecillo como él manifestándole un afecto que caballeros y
-personas muy nobles harían gran vanidad de haber merecido! ¡Me está
-muy bien empleado por haberme bajado indignamente hasta un miserable
-aventurero!»
-
-Si hubiera parado en esto, hubiera salido yo del paso a poca costa;
-pero su lengua furiosa me dijo mil apodos a cual peor. Bien conozco
-que debí recibirlos a sangre fría y reflexionar que despreciando el
-triunfo de una virtud que yo había tentado cometía un delito que las
-mujeres no perdonan jamás. Un hombre sensato, en mi lugar, se hubiera
-reído de estas injurias; pero yo era tan vivo que no podía sufrirlas
-y perdí la paciencia. «Señora--le dije--, a nadie despreciemos: si
-esos caballeros de quienes usted habla le hubiesen visto las espaldas,
-aseguro que su curiosidad no hubiera pasado adelante.» Apenas hube
-disparado esta saeta, cuando la enfurecida dueña me pegó la más grande
-bofetada que jamás ha dado mujer colérica. Para no recibir otra y
-evitar la granizada de golpes que hubieran caído sobre mí, tomé la
-puerta con la mayor ligereza. Di mil gracias al Cielo de verme fuera
-de este mal paso, imaginando que nada tenía que temer, pues la dama
-se había vengado, y me parecía que por su propia estimación debía
-callar este lance. En efecto, pasaron quince días sin saber nada de
-ella, y principiaba a olvidarla, cuando supe que estaba mala. Confieso
-que tuve la flaqueza de afligirme. Me dió lástima, imaginando que, no
-pudiendo esta desgraciada amante vencer un amor tan mal pagado, se
-habría rendido a su dolor. Me consideraba yo la principal causa de su
-enfermedad, y ya que no podía amarla, a lo menos la compadecía. Pero
-¡cuánto me engañaba! Su ternura, convertida en odio, no pensaba mas que
-en perderme.
-
-Estando una mañana con don Alfonso, noté que se hallaba triste y
-pensativo; preguntéle con respeto qué tenía. «Tengo pesadumbre--me
-dijo--de ver a Serafina tan débil, ingrata e injusta. Tú te
-admiras--añadió, observando mi suspensión--; pues cree que es muy
-cierto lo que te digo. No sé por qué motivo te has hecho tan odioso
-a Lorenza su criada, que dice es infalible su muerte si no sales
-prontamente de casa. Como Serafina te ama, no debes dudar que habrá
-resistido a los impulsos de este aborrecimiento, con los cuales no
-puede condescender sin ser desagradecida e injusta; pero al fin es
-mujer, y ama con extremo a Séfora, que la ha criado. La quiere como si
-fuera su madre y creería ser causa de su muerte si no le daba gusto.
-Por lo que hace a mí, aunque quiero tanto a Serafina, no pienso del
-mismo modo y no consentiré te apartes de mí aunque pereciesen todas
-las dueñas de España, pues te miro no como a un criado, sino como a
-hermano.»
-
-Luego que acabó de hablar don Alfonso, le dije: «Señor, yo he nacido
-para ser juguete de la fortuna. Pensaba que cesaría de perseguirme en
-vuestra casa, en donde todo me prometía una vida feliz y tranquila;
-pero al fin me es preciso dejarla, aunque con ella pierda mi mayor
-gusto.» «¡No, no!--exclamó el generoso hijo de don César--. ¡Déjame,
-yo convenceré a Serafina! ¡No se ha de decir que te hemos sacrificado
-al capricho de una dueña! ¡Demasiado la contemplamos en otras cosas!»
-«Pero, señor--repliqué--, irritaréis más a Serafina si la resistís.
-Más bien quiero retirarme que exponerme, permaneciendo en casa, a
-causar desazón entre dos esposos tan perfectos; si esta desgracia
-sucediese, jamás hallaría yo consuelo.» Don Alfonso me prohibió tomar
-este partido, y le vi tan resuelto, que Lorenza no hubiera logrado su
-intento si yo no hubiese permanecido en mi propósito. Es verdad que,
-picado de la venganza de la dueña, tuve mis impulsos de cantar de plano
-y descubrirla; pero luego me compadecía, considerando que si revelaba
-su flaqueza hería mortalmente a una infeliz de cuya desgracia era yo la
-causa y a quien dos males irremediables echaban al hoyo. Juzgué, pues,
-que en conciencia debía restablecer el sosiego en la casa saliéndome de
-ella, pues que era un hombre que ocasionaba tanto daño. Hícelo así al
-día siguiente antes de amanecer, sin despedirme de mis amos, temiendo
-que su cariño estorbase mi partida, y sólo dejé en mi cuarto una cuenta
-puntual de mi administración.
-
-
-
-
- CAPITULO II
-
-De lo que le sucedió a Gil Blas después de dejar la casa de Leiva y de
-las felices consecuencias que tuvo el mal suceso de sus amores.
-
-
-Yo tenía un buen caballo y llevaba en mi maleta doscientos doblones,
-procedentes la mayor parte de lo que me tocó de los bandoleros que
-matamos y de los mil ducados que robamos a Samuel Simón, porque
-don Alfonso había restituído generosamente toda la cantidad,
-cediéndome la parte que me había tocado. Así, mirando mi caudal por
-esta circunstancia como ya legítimo, gozaba de él sin escrúpulo de
-conciencia. En una edad como la que yo entonces tenía se confía mucho
-en el propio mérito, y fuera de esto, con mi dinero nada creía debía
-temer en adelante. Por otra parte, Toledo me ofrecía un agradable
-asilo, y no dudaba que el conde de Polán tendría mucho gusto en recibir
-en su casa a uno de sus libertadores. Pero este recurso debía ser
-cuando todo corriese turbio, y antes de valerme de él quise gastar
-parte de mi dinero en correr los reinos de Murcia y Granada, que
-deseaba ver con particularidad. Con este intento tomé el camino de
-Almansa, de donde, prosiguiendo mi viaje, fuí de pueblo en pueblo hasta
-la ciudad de Granada, sin que me sucediese contratiempo alguno. Parecía
-que la fortuna, satisfecha ya de tantos chascos como me había jugado,
-quería en fin dejarme en paz; pero esta traidora me preparaba otros
-muchos, como se verá en adelante.
-
-Uno de los primeros sujetos que encontré en las calles de Granada fué
-el señor don Fernando de Leiva, yerno, como don Alfonso, del conde
-de Polán. Ambos quedamos sorprendidos de vernos en Granada. «¿Qué es
-esto, Gil Blas?--me dijo--. ¿Tú en Granada? ¿Qué es lo que aquí te
-trae?» «Señor--le dije--, si usted se admira de verme en este país,
-con mucha más razón se maravillará cuando sepa la causa que me ha
-obligado a dejar la casa del señor don César y su hijo.» En seguida le
-conté cuanto me había pasado con Séfora, sin callarle nada. Causóle
-gran risa el lance, y ya sosegado, me dijo seriamente: «Amigo, voy
-a tomar por mi cuenta este negocio. Escribiré a mi cuñada...» «¡No,
-no, señor!--interrumpí--. ¡Suplico a usted no haga tal cosa! No he
-salido de la casa de Leiva para volver a ella. Si usted gusta, puede
-emplear de otro modo el favor que le debo. Ruego a usted que si alguno
-de sus amigos necesita un secretario o un mayordomo me presente y
-recomiende, que doy a usted palabra de no desairar su informe.» «Con
-mucho gusto--respondió--. Mi venida a Granada ha sido a visitar a una
-tía mía, ya anciana, que está enferma, y todavía pasarán tres semanas
-antes que me vuelva a mi quinta de Lorque, en donde ha quedado Julia.
-En aquella casa vivo--prosiguió, señalándome una suntuosa que estaba a
-cien pasos de nosotros--; venme a ver pasados algunos días, que quizá
-te habré ya buscado un acomodo.»
-
-Efectivamente, la primera vez que nos vimos me dijo: «El señor
-arzobispo de Granada, mi pariente y amigo, que es un grande escritor,
-necesita de un hombre instruído y de buena letra para poner en limpio
-sus obras. Ha compuesto, y todos los días compone, homilías que predica
-con mucho aplauso. Como te contemplo a propósito para el caso, te he
-recomendado y me ha prometido admitirte. Vé y preséntate de mi parte;
-por el modo con que te reciba conocerás el buen informe que le he
-dado.»
-
-La conveniencia me pareció tal como la podía desear, y así, habiéndome
-compuesto lo mejor que pude, fuí una mañana a presentarme a este
-prelado. Si yo hubiera de imitar a los autores de novelas, haría
-aquí una descripción pomposa del palacio arzobispal de Granada, me
-extendería sobre la estructura del edificio, celebraría la riqueza de
-sus muebles, hablaría de sus estatuas y pinturas y no dejaría de contar
-al lector la menor de todas las historias que en ella se representan;
-pero me contentaré con decir que iguala en magnificencia al palacio de
-nuestros reyes.
-
-Vi en las antesalas una muchedumbre de eclesiásticos y seglares, la
-mayor parte familiares de Su Ilustrísima, limosneros, gentileshombres,
-escuderos o ayudas de cámara. Los vestidos de los seglares eran
-costosos; tanto, que más parecían de señores que de criados. Se
-mostraban altivos y hacían el papel de hombres de importancia. Al
-ver su afectación, no pude menos de reírme y burlarme interiormente
-de ellos. «¡Pardiez--me decía entre mí--, estas gentes tienen la
-fortuna de no sentir el yugo de la servidumbre, porque al fin, si lo
-sintieran, me parece que debían ostentar menos altanería!» Acerquéme
-a un personaje grave y grueso que estaba a la puerta de la cámara del
-arzobispo para abrirla y cerrarla cuando era necesario, y le pregunté
-con mucha cortesía si podría hablar a Su Ilustrísima. «Espérese
-usted--me dijo secamente--, que Su Ilustrísima va a salir a oír misa
-y al paso le oirá a usted.» No respondí palabra. Arméme de paciencia
-e hice por trabar conversación con algunos de los sirvientes, pero
-aquellos señores no se dignaron contestarme, sino que se entretuvieron
-en examinarme de pies a cabeza, y después, mirándose unos a otros, se
-sonrieron con orgullo de la libertad que había tenido de mezclarme en
-su conversación.
-
-Confieso que me quedé del todo corrido al verme tratado así por unos
-criados. Todavía no había vuelto de mi confusión cuando se abrió la
-puerta del estudio y salió el arzobispo. Inmediatamente guardaron todos
-un profundo silencio; dejaron sus modales insolentes y mostraron un
-semblante respetuoso delante de su amo. Tendría el prelado unos sesenta
-y nueve años y casi se semejaba a mi tío Gil Pérez, el canónigo; es
-decir, que era pequeño y grueso, y además muy patiestevado, y tan calvo
-que sólo tenía un mechón de pelo hacia el cogote, por lo cual llevaba
-embutida la cabeza en una papalina que le cubría las orejas. Con todo,
-noté en él un aire de caballero, sin duda porque yo sabía que lo era.
-La gente común miramos a los grandes con una cierta preocupación, que
-por lo regular les presta un aspecto de señorío que la Naturaleza les
-ha negado. Luego que me vió, el arzobispo se vino a mí y me preguntó
-con mucha dulzura qué era lo que se me ofrecía. Le dije era el
-recomendado del señor don Fernando de Leiva. «¡Ah!--exclamó--. ¿Eres
-tú el que me ha alabado tanto? ¡Ya estás recibido! ¡Me alegro de tan
-buen hallazgo! Quédate desde luego en casa.» Dichas estas palabras,
-se apoyó sobre dos escuderos, y habiendo oído a algunos eclesiásticos
-que llegaron a hablarle, salió de la sala. Apenas estaba fuera, cuando
-vinieron a saludarme los mismos que poco antes habían despreciado mi
-conversación; me rodean, me agasajan y muestran la mayor alegría de
-verme comensal del arzobispo. Habían oído lo que me había dicho mi amo
-y deseaban con ansia saber qué empleo debía tener cerca de Su Señoría
-Ilustrísima; pero para vengarme del desprecio que me habían hecho, tuve
-la malicia de no satisfacer su curiosidad.
-
-No tardó mucho en volver Su Señoría Ilustrísima, y me hizo entrar en
-su estudio para hablarme a solas. Yo pensé bien que su intención era
-tantear mis talentos, por lo que me atrincheré y preparé para medir
-todas mis palabras. Principió haciéndome algunas preguntas sobre las
-Humanidades. Tuve la fortuna de no responder mal y hacerle ver que
-conocía bastante los autores griegos y latinos. Examinóme después de
-dialéctica, y cabalmente aquí era en donde yo le esperaba. Encontróme
-bien cimentado en ella y me dijo con cierta admiración: «Se conoce
-que has tenido buena educación. Veamos ahora tu letra.» Saqué de la
-faltriquera una muestra que había llevado expresamente para este caso,
-la que no desagradó a mi prelado. «Me alegro de que tengas tan buena
-forma--exclamó--, y todavía más de que tengas tan buen entendimiento.
-Daré las gracias a mi sobrino don Fernando porque me ha proporcionado
-un joven tan de provecho. ¡A la verdad, que me ha hecho un buen
-presente!»
-
-Interrumpió nuestra conversación la llegada de algunos caballeros
-granadinos que iban a comer con Su Ilustrísima. Dejélos y me retiré a
-donde estaban los familiares, quienes me colmaron de cumplimientos y
-obsequios. Comí con ellos, y si mientras la comida procuraron observar
-mis acciones, yo no examiné menos las suyas. ¡Qué modestia guardaban
-los eclesiásticos! Todos me parecieron unos santos; tanto era el
-respeto que me había infundido el palacio arzobispal. No me pasó por la
-imaginación que aquello podría ser gazmoñería, como si fuera imposible
-que ésta se hallase en casa de los príncipes de la Iglesia.
-
-Me tocó sentarme al lado de un antiguo ayuda de cámara, llamado
-Melchor de la Ronda, quien tenía cuidado de servirme buenos bocados.
-Viendo su atención, procuré yo tenerla con él, y mi política le agradó
-mucho. «Señor caballero--me dijo en voz baja luego que acabamos de
-comer--, quisiera hablar con usted a solas.» Y diciendo esto, me llevó
-a un sitio de palacio en donde nadie podía oírnos y allí me tuvo
-este razonamiento: «Hijo mío, desde el instante que te vi te cobré
-inclinación, de cuya verdad voy a darte una prueba confiándote un
-secreto que te será de gran utilidad. Estás en una casa en donde se
-confunden los verdaderos virtuosos con los falsos. Para conocer este
-terreno necesitabas infinito tiempo, y voy a excusarte un estudio tan
-largo y desagradable pintándote los genios de unos y de otros, lo que
-podrá servirte de gobierno. No será malo--prosiguió--dar principio
-por Su Ilustrísima. Es un prelado muy piadoso, ocupado continuamente
-en edificar al pueblo y en encaminarle a la virtud con admirables
-sermones morales, que él mismo compone. Veinte años hace que dejó la
-corte para dedicarse enteramente a conducir su rebaño; es un sabio y
-un grande orador, que tiene puesto su conato en predicar, y el pueblo
-le oye con mucho gusto. Tal vez tendrá en esto su poco de vanidad;
-pero además de que no toca a los hombres el penetrar los corazones,
-no pareciera bien que me pusiese yo a escudriñar los defectos de una
-persona cuyo pan como. Si me fuera permitido reprender alguna cosa
-en mi amo, vituperaría su severidad, porque castiga con demasiado
-rigor las flaquezas de los eclesiásticos, cuando debiera mirarlas
-con piedad. Sobre todo, persigue sin misericordia a los que, fiados
-en su inocencia, piensan justificarse jurídicamente desatendiendo su
-autoridad. Tiene también otro defecto, que es común a muchas personas
-grandes: aunque ama a sus criados, atiende poco a sus servicios;
-los dejará envejecer en su casa sin pensar en proporcionarles algún
-acomodo. Si alguna vez los gratifica, es porque hay quien tiene la
-bondad de hablar por ellos, pues por lo que hace a Su Ilustrísima,
-jamás se acordaría de hacerles el menor bien.»
-
-Esto me dijo de su amo el ayuda de cámara, y siguió dándome razón del
-carácter de los eclesiásticos con quienes habíamos comido. Me los
-retrató muy al contrario de lo que aparentaban; es verdad que no me
-dijo que eran gentes infames, pero sí bastante malos sacerdotes. No
-obstante, exceptuó a algunos cuya virtud alabó mucho. Con esta lección
-aprendí el modo de portarme con estos señores, y aquella misma noche,
-en la cena, me revestí como ellos de un exterior compuesto. No es de
-admirar se hallen tantos hipócritas, cuando nada cuesta el serlo.
-
-
-
-
- CAPITULO III
-
-Llega Gil Blas a ser el privado del arzobispo de Granada y el conducto
-de sus gracias.
-
-
-Mientras la siesta, había yo sacado de la posada mi maleta y caballo
-y vuelto después a cenar a palacio, en donde me pusieron un cuarto
-decente con muy buena cama. El día siguiente me hizo llamar Su
-Ilustrísima muy de mañana para darme a copiar una homilía, encargándome
-mucho lo hiciera con toda la exactitud posible. Ejecutélo así, sin
-omitir acento, punto ni coma, de lo que manifestó el prelado un gran
-placer mezclado de sorpresa. Luego que recorrió todas las hojas de
-mi copia, exclamó admirado: «¡Eterno Dios! ¿Puede darse una cosa más
-correcta? Eres muy buen copiante por ser perfecto gramático. Háblame
-con satisfacción, amigo mío: ¿has encontrado al escribir alguna cosa
-que te haya chocado? ¿Algún descuido en el estilo o algún término
-impropio? Es muy fácil se me haya escapado algo de esto en el calor de
-la composición.» «¡Oh, señor--respondí modestamente--, no tengo tanta
-instrucción que pueda meterme a crítico! Y aun cuando la tuviera, estoy
-cierto de que las obras de Su Ilustrísima no caerían bajo mi censura.»
-Sonrióse con mi respuesta y nada me replicó, pero en medio de toda su
-piedad se traslucía que amaba con pasión sus escritos.
-
-Acabé de granjear su amistad con esta adulación. Cada día me quería
-más; tanto, que don Fernando, que visitaba frecuentemente a mi amo, me
-aseguró había de tal modo ganado su voluntad que podía dar por hecha mi
-fortuna. Mi amo mismo lo confirmó poco tiempo después con la ocasión
-siguiente. Habiendo relatado con vehemencia una tarde en su estudio
-delante de mí una homilía que había de predicar en la catedral al otro
-día, no se contentó con preguntarme en general qué me había parecido,
-sino que me obligó a decirle los pasajes que más habían llamado mi
-atención, y tuve la fortuna de citarle aquellos de que él estaba
-más satisfecho y que eran sus favoritos; esto me hizo pasar en el
-concepto de Su Ilustrísima por un conocedor delicado de las verdaderas
-bellezas de una obra. «¡Eso es--exclamó--lo que se llama tener gusto
-y finura! ¡Sí, querido, te aseguro que no es tu oído oreja de asno!»
-En fin, quedó tan contento de mí que me dijo con mucha expresión: «Gil
-Blas, no tengas ya cuidado, que tu fortuna corre de mi cuenta, y te
-proporcionaré una que te sea agradable. Yo te estimo, y en prueba de
-ello quiero que seas mi confidente.»
-
-Al oír estas palabras, me eché a los pies de Su Ilustrísima, penetrado
-de reconocimiento. Abracé gustosamente sus piernas torcidas y creíme
-ya un hombre que estaba en camino de llegar a ser rico. «Sí, hijo
-mío--prosiguió el arzobispo, cuyo discurso había interrumpido mi
-acción--, quiero hacerte depositario de mis más ocultos pensamientos.
-Escucha atentamente lo que voy a decirte. Tengo gusto en predicar, y el
-Señor bendice mis homilías, porque mueven a los pecadores, les hacen
-volver en sí y recurrir a la penitencia. Tengo la satisfacción de ver a
-un avaro, atemorizado con las imágenes que presento a su codicia, abrir
-sus tesoros y distribuirlos con mano pródiga; a un lascivo, huir de sus
-torpezas; a los ambiciosos, retirarse a las ermitas, y hacer constante
-y firme en sus obligaciones a una esposa a quien hacía titubear un
-amante seductor. Estas conversiones, que son frecuentes, deberían
-por sí solas excitarme al trabajo. Pero te confieso mi flaqueza:
-todavía me mueve otro premio, premio de que la delicadeza de mi virtud
-me reprende inútilmente; éste es el aprecio que hace el público de
-las obras bien acabadas. La gloria de pasar por un orador consumado
-tiene para mí muchos atractivos. Hoy pasan mis obras por enérgicas y
-sublimes, pero no querría caer en las faltas de los buenos escritores
-que escriben muchos años, y sí conservar toda mi reputación. En este
-supuesto, mi amado Gil Blas--continuó el prelado--, exijo una cosa de
-tu celo: cuando adviertas que mi pluma envejece, cuando notes que mi
-estilo declina, no dejes de avisármelo. En este punto no me fío de mí
-mismo, porque el amor propio podría cegarme. Esta observación necesita
-de un entendimiento imparcial, y así, elijo el tuyo, que contemplo a
-propósito, y desde luego abrazaré tu dictamen.» «Señor--le dije--, Su
-Ilustrísima está todavía muy distante de ese tiempo, a Dios gracias;
-además de que un ingenio como el de Su Ilustrísima se conservará
-más bien que los de otro temple, o para hablar con propiedad, Su
-Ilustrísima será siempre el mismo. Yo miro a Su Ilustrísima como un
-segundo cardenal Jiménez, cuyo superior talento parecía recibir nuevas
-fuerzas de los años en lugar de debilitarse con ellos.» «¡Déjate de
-alabanzas, amigo mío!--respondió mi amo--. Yo sé que puedo declinar
-de un momento a otro; en la edad en que me hallo, ya se empiezan a
-sentir los achaques, y los males del cuerpo alteran el entendimiento.
-De nuevo te lo encargo, Gil Blas: no te detengas un momento en avisarme
-luego que adviertas que mi cabeza se debilita. No temas hablarme con
-franqueza y sinceridad, porque tu aviso será para mí una prueba del
-amor que me tienes. Por otra parte, va en ello tu interés, pues si,
-por desgracia tuya, supiese que se decía en la ciudad que mis sermones
-habían decaído de su ordinaria elevación y que podía ya dar de mano a
-mis tareas, perderías no sólo mi afecto, sino el acomodo que te tengo
-prometido. Te hablo con claridad: esto sacarías de tu necio silencio.»
-
-Aquí acabó la exhortación de mi amo, para oír mi respuesta, que
-se redujo a prometerle cuanto deseaba. Desde aquel punto, nada
-tuvo secreto para mí y vine a ser su privado. Todos los familiares
-envidiaban mi suerte, menos el prudente Melchor de la Ronda. Era de
-ver cómo trataban los gentileshombres y escuderos al confidente de
-Su Ilustrísima; no se afrentaban de humillarse por tenerme contento;
-sus bajezas me hacían dudar que fuesen españoles. Aunque conocía que
-los guiaba el interés, y nunca me engañaron sus lisonjas, no dejé
-por eso de servirlos. Mis buenos oficios movieron a Su Ilustrísima a
-proporcionarles empleos. A uno le hizo dar una compañía y le puso en
-estado de lucir en el ejército; a otro envió a Méjico con un grande
-destino, y no olvidando a mi amigo Melchor, logré para él una buena
-gratificación. Esto me hizo conocer que si el prelado de su propio
-motivo no daba, a lo menos rara vez negaba lo que se le pedía.
-
-Pero me parece que debo referir con más extensión lo que hice por
-un eclesiástico. Un día nuestro mayordomo me presentó un licenciado
-llamado Luis García, hombre todavía mozo y de buena presencia, y
-me dijo: «Señor Gil Blas, este honrado eclesiástico es uno de mis
-mayores amigos. Ha sido capellán de unas monjas, pero su virtud no
-ha podido librarse de malas lenguas. Le han desacreditado tanto con
-Su Ilustrísima que le ha suspendido, y no quiere escuchar ninguna
-solicitud a favor suyo. Nos hemos valido de lo principal de Granada,
-pero nuestro amo es inflexible.» «Señores--les dije--, este negocio se
-ha gobernado mal y hubiera sido mejor no haber empeñado a nadie; por
-hacerle bien al señor licenciado, le han hecho mucho daño. Yo conozco
-a Su Ilustrísima y sé que las súplicas y recomendaciones no hacen mas
-que agravar en su idea la culpa de un eclesiástico. No ha mucho que
-le oí decir a él mismo que a cuantas más personas empeña en su favor
-un eclesiástico que está irregular, tanto más aumenta el escándalo y
-tanto más severo es para con él.» «¡Malo es eso!--dijo el mayordomo--.
-Y mi amigo se vería muy apurado si no tuviera tan buena letra; pero,
-por fortuna, escribe primorosamente, y con esta habilidad se ingenia
-para mantenerse.» Tuve la curiosidad de ver si la letra que se me
-celebraba era mejor que la mía. El licenciado me manifestó una muestra
-que traía prevenida, la cual me admiró, pues me parecía una de las que
-dan los maestros de escuela. Mientras miraba tan bella forma de letra
-me ocurrió una idea, y pedí a García me dejase el papel, diciéndole que
-acaso le sería útil; que no podía decirle más por entonces, pero que al
-otro día hablaríamos largamente. El licenciado, a quien el mayordomo
-había, según presumo, celebrado mi ingenio, se retiró tan satisfecho
-como si ya le hubiesen restituído a sus funciones.
-
-A la verdad, yo deseaba servirle, y desde aquel día trabajó en ello
-del modo que voy a decir. Estando solo con el arzobispo, le enseñé la
-letra de García, que le gustó infinito, y aprovechándome entonces de la
-ocasión, le dije: «Señor, una vez que Su Ilustrísima no quiere imprimir
-sus homilías, a lo menos desearía yo que se escribiesen de esta letra.»
-
-El prelado me respondió: «Aunque me agrada la tuya, te confieso que no
-me disgustaría tener copiadas mis obras de esta mano.» «No se necesita
-más--proseguí--que el consentimiento de Vuestra Ilustrísima. El que
-tiene esta habilidad es un licenciado conocido mío, y se alegrará
-tanto más de servir a Su Ilustrísima cuanto que por este medio podrá
-esperar de su bondad se sirva sacarle del miserable estado en que por
-desgracia se halla.» «¿Cómo se llama este licenciado?», me preguntó.
-«Luis García--le dije--, y está lleno de amargura por haber caído en
-la desgracia de Su Ilustrísima.» «Ese García--interrumpió--, si no me
-engaño, ha sido capellán de un convento de monjas y ha incurrido en las
-censuras eclesiásticas. Todavía me acuerdo de los memoriales que me
-han dado contra él. Sus costumbres no son muy buenas.» «Señor--dije--,
-no pretendo justificarle, pero sé que tiene enemigos y asegura que sus
-acusadores han tirado más a hacerle daño que a decir la verdad.» «Bien
-puede ser--replicó el arzobispo--, porque en el mundo hay ánimos muy
-perversos; pero aun suponiendo que su conducta no haya sido siempre
-irreprensible, acaso se habrá arrepentido, y, sobre todo, a gran pecado
-gran misericordia. Tráeme ese licenciado, a quien desde luego levanto
-las censuras.»
-
-He aquí cómo los hombres más rígidos templan su severidad cuando media
-el interés propio. El arzobispo concedió sin dificultad a la vana
-complacencia de ver sus obras bien escritas lo que había negado a los
-más poderosos empeños. Al instante di esta noticia al mayordomo, quien
-sin pérdida de tiempo la participó a su amigo García. Al día siguiente
-vino a darme las gracias correspondientes al favor conseguido. Le
-presenté a mi amo, quien, contentándose con una ligera reprensión,
-le dió algunas homilías para que las pusiera en limpio. García lo
-desempeñó tan perfectamente que Su Ilustrísima le restableció en su
-ministerio y aun le dió el curato de Gabia, lugar grande inmediato
-a Granada, lo que prueba muy bien que los beneficios no siempre se
-confieren a la virtud.
-
-
-
-
- CAPITULO IV
-
-Dale un accidente de apoplejía al arzobispo. Del lance crítico en que
-se halla Gil Blas y del modo con que salió de él.
-
-
-Mientras yo me ocupaba en servir de este modo a unos y a otros, don
-Fernando de Leiva se disponía para dejar a Granada. Visité a este
-señor antes de su partida para darle de nuevo gracias por el excelente
-acomodo que me había proporcionado. Viéndome tan gustoso, me dijo: «Mi
-amado Gil Blas, me alegro mucho que estés tan satisfecho de mi tío el
-arzobispo.» «Estoy contentísimo--le respondí--con este gran prelado,
-y debo estarlo porque, además de ser un señor muy amable, nunca
-podré agradecer bastante los favores que le merezco. Pero todo esto
-necesitaba para consolarme de la separación del señor don César y de su
-hijo.» «No creo que ellos la hayan sentido menos--dijo don Fernando--,
-pero puede ser que no os hayáis separado para siempre y que la fortuna
-vuelva a reuniros algún día.» Estas palabras me enternecieron de modo
-que no pude menos de suspirar. Entonces conocí que mi amor a don
-Alfonso era tanto que hubiera dejado con gusto al arzobispo y cuanto
-podía esperar de su privanza por volverme a la casa de Leiva, siempre
-que se hubiera quitado el obstáculo que me había alejado de ella, don
-Fernando advirtió mi ternura, y le agradó tanto que me abrazó, diciendo
-que toda su familia se interesaría siempre en mi bienestar.
-
-A los dos meses de haberse marchado este caballero, y cuando me veía
-yo más favorecido, tuvimos un gran susto en palacio. Acometióle al
-arzobispo una apoplejía, pero se acudió con tan prontos y eficaces
-remedios que sanó a muy pocos días, aunque quedó algo tocado de la
-cabeza. Al primer sermón que compuso, bien lo eché de ver; pero no
-hallando bastante perceptible la diferencia que había entre éste y los
-antecedentes para inferir que el orador empezaba a decaer, aguardé a
-que predicase otro para decidir. Hízolo y no fué menester esperar más:
-el buen prelado unas veces se rozaba y repetía; otras, se remontaba
-hasta las nubes o se abatía hasta el suelo. En fin, su oración fué
-difusa: una arenga de catedrático cansado o un sermón de misión sin
-concierto.
-
-No fuí yo solo quien lo notó, sino que casi todos los que le oyeron,
-como si les hubieran pagado para que lo examinasen, se decían al oído:
-«¡Este sermón huele a apoplejía!» «¡Vamos, señor censor y árbitro
-de las homilías--me dije a mí mismo--, prepárese usted para hacer
-su oficio! Ya ve usted que Su Ilustrísima declina; usted está en
-obligación de advertírselo, no sólo como depositario de sus confianzas,
-sino también por temor de que alguno de sus enemigos se os anticipe. Si
-llegara este caso, sabe usted muy bien sus consecuencias: sería usted
-borrado de su testamento, en el cual sin duda le tiene señalado una
-manda mejor que la biblioteca del licenciado Cedillo.»
-
-A estas reflexiones seguían otras enteramente contrarias, porque me
-parecía muy expuesto dar un aviso tan desagradable, que yo juzgaba
-no recibiría con gusto un autor encaprichado por sus obras. Luego,
-desechando esta idea, miraba como imposible que desaprobase mi libertad
-habiéndomelo inculcado con tanto empeño. Añádase a esto que yo pensaba
-decírselo con maña y hacerle tragar suavemente la píldora. En fin,
-persuadiéndome que arriesgaba más en callar que en hablar, me determiné
-a romper el silencio.
-
-Sólo una cosa me inquietaba, y era no saber cómo sacar la conversación.
-Por fortuna, el orador mismo me sacó de este cuidado preguntándome
-qué se decía de él en el público y si había gustado su último sermón.
-Respondí que sus homilías siempre admiraban, pero que, a mi parecer,
-la última no había movido tanto al auditorio como las antecedentes.
-¿Cómo es eso, amigo?--respondió sobresaltado--. ¿Habrá encontrado
-algún Aristarco?» «No, señor ilustrísimo--le dije--, no son obras
-las de Su Ilustrísima que haya quien se atreva a censurarlas; antes
-todos las celebran. Pero como Su Ilustrísima me tiene mandado que
-le hable con franqueza y con sinceridad, me tomaré la licencia de
-decir que el último sermón no me parece tener la solidez de los
-precedentes. ¿Piensa Su Ilustrísima de otro modo?» A estas palabras
-mudó de color mi amo y con una sonrisa forzada me dijo: «Señor Gil
-Blas, ¿conque esta composición no es del agrado de usted?» «No digo
-eso, señor ilustrísimo--interrumpí todo turbado--; es excelente,
-aunque un poco inferior a las otras obras de Su Ilustrísima.» «¡Ya
-entiendo!--replicó--. Te parece que voy bajando, ¿no es eso? ¡Acorta
-de razones! Tú crees que ya es tiempo de que piense en retirarme.»
-«Jamás--le contesté--hubiera yo hablado a Su Ilustrísima con tanta
-claridad si expresamente no me lo hubiera mandado, y pues en esto
-no hago mas que obedecer a Su Ilustrísima, le suplico rendidamente
-no lleve a mal mi atrevimiento.» «¡No permita Dios--interrumpió
-precipitadamente--, no permita Dios que os reprenda tal cosa! En eso
-sería yo muy injusto. No me desagrada el que me digas tu dictamen, sino
-que me desagrada tu dictamen mismo. Yo me engañé extremadamente en
-haberme sometido a tu limitada capacidad.»
-
-Aunque estaba tan turbado, procuré buscar los medios de enmendar lo
-hecho; pero es imposible sosegar a un autor irritado, y más si está
-acostumbrado a no escuchar sino alabanzas. «No hablemos más del asunto,
-hijo mío--me dijo--. Tú eres todavía muy niño para distinguir lo
-verdadero de lo falso. Has de saber que en mi vida he compuesto mejor
-homilía que la que tiene la desgracia de no merecer tu aprobación.
-Gracias al Cielo, mi entendimiento nada ha perdido todavía de su vigor.
-En adelante yo elegiré mejores confidentes; quiero otros más capaces
-de decidir que tú. ¡Anda--prosiguió, empujándome para que saliera de
-su estudio--y díle a mi tesorero que te entregue cien ducados y anda
-bendito de Dios con ellos! ¡Adiós, señor Gil Blas, me alegraré logre
-usted todo género de prosperidades con algo más de gusto!»
-
-
-
-
- CAPITULO V
-
-Partido que tomó Gil Blas después que le despidió el arzobispo; su
-casual encuentro con el licenciado García y cómo le manifestó éste su
-agradecimiento.
-
-
-Salí del estudio maldiciendo el capricho o, por mejor decir, la
-flaqueza del arzobispo, y todavía más irritado contra él que afligido
-de haber perdido su favor. Y aun dudé por algún tiempo si iría a tomar
-mis cien ducados; pero después de haberlo reflexionado bien, no quise
-tener la tontería de perderlos. Conocí que esta gratificación no me
-privaría del derecho de poner en ridículo a mi buen prelado, lo que me
-proponía hacer siempre que se hablase en mi presencia de sus homilías.
-
-Fuí, pues, a pedir al tesorero cien ducados, sin decirle una sola
-palabra de lo que acababa de pasar entre mi amo y yo. Después me
-despedí para siempre de Melchor de la Ronda, quien me quería tanto
-que no pudo dejar de sentir mucho mi desgracia. Observé que mientras
-le daba cuenta de lo sucedido su rostro manifestaba sentimiento. No
-obstante el respeto que debía al arzobispo, no pudo menos de vituperar
-su conducta; pero como en mi enojo juré que el prelado me las había
-de pagar y que a su costa había yo de divertir a toda la ciudad, el
-prudente Melchor me dijo: «Créeme, amado Gil Blas, pásate tu pena y
-calla. Los hombres plebeyos deben respetar siempre a las personas
-distinguidas, por más motivo que tengan para quejarse de ellas.
-Confieso que hay señores muy groseros que no merecen atención alguna,
-pero al fin pueden hacer daño y es preciso temerlos.»
-
-Agradecí al antiguo ayuda de cámara su buen consejo y le prometí
-aprovecharme de él. Después de esto me dijo: «Si vas a Madrid, procura
-ver a José Navarro, mi sobrino, que es jefe de la repostería del
-señor don Baltasar de Zúñiga, y me atrevo a decirte que es un mozo
-digno de tu amistad. Es franco, vivo, servicial y amigo de hacer bien
-sin interés. Yo quisiera que fuerais amigos.» Le respondí que no
-dejaría de verle luego que llegase a Madrid, adonde pensaba volver.
-Salí inmediatamente del palacio arzobispal, con ánimo de no poner
-más en él los pies. Tal vez hubiera marchado al instante a Toledo si
-hubiese conservado mi caballo; pero le había vendido en el tiempo de
-mi fortuna, creyendo que ya no le necesitaría. Resolví tomar un cuarto
-amueblado, formando mi plan de permanecer todavía un mes en Granada y
-de irme en seguida a casa del conde de Polán.
-
-Como se acercaba la hora de comer, pregunté a mi huéspeda si habría
-por allí cerca alguna hostería, y me respondió que a dos pasos de su
-casa había una excelente, en donde daban bien de comer y a la cual
-concurrían muchas gentes de forma. Hice que me la enseñasen y fuí
-inmediatamente a ella. Entré en una gran sala, bastante parecida a
-un refectorio. Había sentadas a una mesa larga, cubierta con unos
-manteles sucios, unas diez o doce personas, que estaban en conversación
-al mismo tiempo que iban despachando su pitanza. Trajéronme la mía, que
-en otra ocasión sin duda me habría hecho sentir la mesa que acababa de
-perder; pero como estaba entonces tan picado contra el arzobispo, la
-frugalidad de mi hostería me parecía preferible a la abundancia de su
-palacio. Vituperaba la variedad y multitud de manjares que se sirven
-en semejantes mesas, y discurriendo como pudiera hacerlo siendo médico
-en Valladolid, decía: «¡Desgraciados los que se hallan frecuentemente
-en mesas tan nocivas, en las que es preciso estar siempre sujetando el
-apetito para no cargar demasiado el estómago! Por poco que se coma, ¿no
-se come siempre bastante?» Mi mal humor me hacía alabar los aforismos
-que antes había despreciado.
-
-Cuando iba rematando mi ración, sin temer pasar los límites de la
-templanza, entró en la sala el licenciado Luis García, aquel capellán
-de monjas que logró el curato de Gabia del modo que dejo referido. Al
-instante que me vió vino a saludarme precipitadamente, como un hombre
-arrebatado de alegría; me abrazó y me vi precisado a aguantar un nuevo
-y muy largo cumplimiento con que me dió gracias por el bien que le
-había hecho, moliéndome con demostraciones de reconocimiento. Sentóse
-a mi lado diciendo: «¡Oh! ¡Vive Dios, mi amado bienhechor, que, pues
-he tenido la fortuna de encontraros, no nos hemos de despedir sin
-beber un trago! Pero como no vale nada el vino de esta posada, si
-usted gusta, en acabando de comer iremos a cierta parte en donde he
-de regalar a usted con una botella de vino más seco de Lucena y un
-exquisito moscatel de Fuencarral. Por esta vez es preciso correr un
-gallo; suplico a usted que no me niegue este gusto. ¡Que no tenga yo
-la fortuna de ver a usted a lo menos por algunos días en mi curato de
-Gabia! Allí obsequiaría a usted como a un Mecenas generoso, a quien
-debo las comodidades y la tranquilidad de la vida que gozo.»
-
-Mientras me hablaba le trajeron su ración. Empezó a comer, pero
-sin cesar de decirme de cuando en cuando alguna lisonja. En uno de
-estos intervalos, con motivo de haberme preguntado por su amigo el
-mayordomo, le manifestó sin misterio mi salida de la casa arzobispal
-y le conté hasta las menores circunstancias de mi desgracia, lo que
-escuchó con mucha atención. A vista de tanto como acababa de decirme,
-¿quién no hubiera creído oírle, lleno de un sentimiento producido por
-la gratitud, declamar contra el arzobispo? Pues no lo hizo así; antes
-al contrario, bajó la cabeza, estuvo frío y pensativo hasta que acabó
-de comer, sin hablar más palabra, y después, levantándose de la mesa
-aceleradamente, me saludó con frialdad y se fué. Este ingrato, viendo
-que ya no podía yo serle útil, ni aun quiso tomarse la molestia de
-ocultarme su indiferencia. Me reí de su ingratitud, y mirándole con
-todo el desprecio que merecía, le dije bien alto para que me oyese:
-«¡Hola! ¡Hola! ¡Prudente capellán de monjas, vaya usted a refrescar
-ese exquisito vino de Lucena con que me ha convidado!»
-
-
-
-
- CAPITULO VI
-
-Va Gil Blas a ver representar a los cómicos de Granada; de la
-admiración que le causó el ver a una actriz y de lo que le pasó con
-ella.
-
-
-Todavía no había salido García de la sala cuando entraron dos
-caballeros muy bien portados, que vinieron a sentarse junto a mí.
-Principiaron a hablar de los cómicos de la compañía de Granada y de una
-comedia nueva que se representaba entonces. De su conversación inferí
-que aquella pieza era muy aplaudida y dióme deseo de verla aquella
-misma tarde. Como casi siempre había estado en el palacio, en donde
-estaba anatematizada esta clase de recreo, no había visto comedia
-alguna desde que vivía en Granada y toda mi diversión se había reducido
-a las homilías.
-
-Luego que fué hora me marché al teatro, en donde hallé un gran
-concurso. Oí alrededor de mí diferentes conversaciones sobre la pieza
-antes que se empezase y observé que todos se metían a dar su voto
-sobre ella, declarándose unos en pro, otros en contra. Decían a mi
-derecha: «¿Se ha visto jamás una obra mejor escrita?» Y a mi izquierda
-exclamaban: «¡Qué estilo tan miserable!» En verdad, se debe convenir
-en que si abundan los malos autores, abundan más los peores críticos.
-Cuando pienso en los disgustos que los poetas dramáticos tienen que
-sufrir, me admiro de que haya algunos tan atrevidos que hagan frente
-a la ignorancia del vulgo y a la censura peligrosa de los sabios
-superficiales, que corrompen algunas veces el juicio del público.
-
-En fin, el gracioso se presentó para dar principio a la escena; por
-todas partes sonó un palmoteo general, lo que me dió a conocer que
-era uno de aquellos actores consentidos a quienes el vulgo todo se lo
-disimula. Efectivamente, este cómico no decía palabra ni hacía gesto
-que no le atrajesen aplausos; y como se le manifestaba demasiado el
-gusto con que se le veía, por eso abusaba de él, pues noté que algunas
-veces se propasaba tanto sobre la escena que era necesaria toda la
-aceptación con que se le oía para que no perdiese su reputación. Si en
-lugar de aplaudirle le hubieran silbado, frecuentemente se le hubiera
-hecho justicia.
-
-Palmotearon también del mismo modo a otros comediantes, pero
-particularmente a una actriz que hacía el papel de graciosa. Miréla
-con cuidado y me faltan términos para expresar la sorpresa con que
-reconocí en ella a Laura, a mi querida Laura, a quien suponía todavía
-en Madrid al lado de Arsenia. No podía dudar que fuese ella, porque su
-estatura, sus facciones y su metal de voz, todo me aseguraba que yo no
-me equivocaba. Sin embargo, como si desconfiara de mis ojos y de mis
-oídos, pregunté su nombre a un caballero que estaba a mi lado. «Pues
-¿de qué tierra viene usted?--me dijo--. Sin duda usted acaba de llegar,
-cuando no conoce a la hermosa Estela.»
-
-La semejanza era demasiado perfecta para que pudiese equivocarme y
-desde luego comprendí bien que Laura, al mudar de estado, había también
-mudado de nombre; y deseoso de saber noticias de ella--porque el
-público jamás ignora las de los cómicos--me informé del mismo sujeto
-si esta Estela tenía algún cortejo de importancia. Respondióme que un
-gran señor portugués, llamado el marqués de Marialba, que dos meses
-había se hallaba en Granada, era quien gastaba mucho con ella. Más me
-hubiera dicho a no haber temido cansarle con mis preguntas. Pensé más
-en la noticia que este caballero acababa de darme que en la comedia; y
-si al salir alguno me hubiese preguntado el asunto de ella, no hubiera
-sabido qué decirle. Todo el tiempo se me fué en pensar en Laura y
-Estela y me determiné a visitarla en su casa al otro día. No dejaba de
-inquietarme el cómo me recibiría. Tenía fundamento para pensar que no
-le diese gusto mi visita en el estado tan brillante en que se hallaba,
-y aun de presumir que una cómica de tanto nombre fingiese no conocerme,
-por vengarse de un hombre del cual tenía, ciertamente, motivos de
-estar sentida; pero nada de esto me desanimó. Después de una cena
-ligera--pues en mi posada no se hacían de otra clase--me retiré a mi
-cuarto, con mucha impaciencia de hallarme ya en el día siguiente.
-
-Dormí poco y me levanté al amanecer; mas pareciéndome que la dama
-de un gran señor no se dejaría ver tan de mañana, antes de ir a su
-casa gasté tres o cuatro horas en componerme, afeitarme, peinarme y
-perfumarme, porque quería presentarme a ella en tal aparato que no se
-avergonzase de verme. Salí a cosa de las diez, pregunté en la casa de
-comedias dónde vivía y pasé a la suya. Vivía en un cuarto principal de
-una casa grande. Abrióme la puerta una criada, a quien le dije pasase
-recado de que un joven deseaba hablar a la señora Estela. Entró con él
-e inmediatamente oí que su ama gritó: «¿Quién es ese joven? ¿Qué me
-quiere? ¡Que entre!»
-
-Discurrí haber llegado en mala ocasión, pues estaría su portugués con
-ella al tocador, y que para hacerle creer no era mujer que recibía
-recados sospechosos alzaba tanto el grito. Dicho y hecho: estaba allí
-el marqués de Marialba, que pasaba con ella casi todas las mañanas. Por
-tanto, esperaba yo un mal recibimiento, cuando aquella actriz original,
-viéndome entrar, se arrojó a mí con los brazos abiertos, exclamando
-como fuera de sí: «¡Ay hermano mío! ¿Eres tú?» Diciendo esto, me abrazó
-muchas veces, y volviéndose después hacia el portugués, le dijo:
-«Señor, perdonad si en vuestra presencia cedo a los impulsos de la
-sangre. Después de tres años de ausencia, no puedo volver a ver a un
-hermano a quien amo tiernamente sin darle pruebas de mi afecto. Díme,
-pues, mi amado Gil Blas--continuó, dirigiéndose a mí--, díme algo de
-nuestra familia. ¿Cómo ha quedado?»
-
-Estas palabras me turbaron por el pronto; pero inmediatamente penetré
-la intención de Laura, y, apoyando su artificio, le respondí con un
-tono propio de la escena que ambos íbamos a representar: «Nuestros
-padres están buenos, gracias a Dios, querida hermana.» «Tú te
-maravillarás de verme cómica en Granada--interrumpió--; pero no me
-condenes sin oírme. Bien sabes que hace tres años mi padre creyó
-establecerme ventajosamente casándome con el capitán don Antonio
-Coello, quien me llevó desde Asturias a Madrid, su patria. A los seis
-meses de estar en ella le sucedió un lance de honor, ocasionado de su
-genio violento, y mató a un caballero que me había mostrado alguna
-atención. Era el muerto de familia muy ilustre y de mucho valimiento.
-Mi marido, que ninguno tenía, se salvó huyendo a Cataluña, con todo
-cuanto encontró en casa de dinero y piedras preciosas. Embarcóse en
-Barcelona, pasó a Italia, se alistó bajo las banderas de los venecianos
-y al fin perdió la vida en la Morea, en una batalla contra los turcos.
-En este tiempo fué confiscada una posesión que era el único bien que
-poseíamos, y vine a quedar reducida a unas asistencias escasísimas.
-¿Y qué partido podía tomar en situación tan crítica? Una viuda joven
-y de honor se halla en mucho compromiso; yo carecía de medios para
-restituirme a Asturias. ¿Y qué haría allí? El solo consuelo que hubiera
-recibido de mi familia hubiera sido compadecerse de mi desgracia.
-Por otra parte, yo había recibido muy buena educación para resolverme
-a abrazar una vida licenciosa. ¿Pues qué arbitrio me quedaba? El de
-hacerme cómica para conservar mi reputación.»
-
-Al oír a Laura finalizar así su novela, fué tal el impulso de risa que
-me dió que apenas pude reprimirme; pero al fin lo conseguí y le dije
-con mucha gravedad: «Hermana mía, apruebo tu proceder y me alegro mucho
-de encontrarte en Granada tan honradamente establecida.»
-
-El marqués de Marialba, que no había perdido una palabra de nuestra
-conversación, tomó al pie de la letra todos los enredos que le dió la
-gana de ensartar a la viuda de don Antonio. También se mezcló en la
-conversación, preguntándome si tenía algún empleo en Granada o en otra
-parte. Dudé un momento si mentiría, pero me pareció no había necesidad
-de ello y le dije lo cierto, contándole punto por punto cómo había
-entrado en casa del arzobispo y cómo había salido, lo que divirtió
-infinito al señor portugués. Es verdad que, a pesar de lo que había
-prometido a Melchor, me divertí un poco a costa del arzobispo. Lo más
-gracioso fué que, imaginando Laura que ésta era una novela como la
-suya, daba unas carcajadas que hubiera excusado a haber sabido que era
-realidad.
-
-Después de haber acabado mi relación, que concluí hablando del cuarto
-que había tomado alquilado, avisaron para comer. Quise al momento
-retirarme para ir a comer a mi hostería, pero Laura me detuvo. «¿En
-qué piensas, hermano mío?--me dijo--. Has de quedarte a comer conmigo.
-Tampoco consentiré estés más tiempo en una posada. Mi intención es que
-vivas y comas en mi casa, y así, haz traer tu equipaje hoy mismo, que
-aquí hay una cama para ti.»
-
-El señor portugués, a quien tal vez no agradaba esta hospitalidad, dijo
-a Laura: «No, Estela; no tienes aquí comodidad para recibir a nadie.
-Tu hermano--añadió--me parece un buen mozo, y con la recomendación de
-ser cosa tan tuya me intereso por él. Quiero tomarle a mi servicio;
-será a quien más quiera de mis secretarios y le haré depositario de mis
-confianzas. Que no deje ir de desde esta noche a dormir a casa y yo
-mandaré le pongan un cuarto. Le señalo cuatrocientos ducados de sueldo,
-y si en adelante tengo motivo, como lo espero, para estar contento de
-él, le pondré en estado de consolarse de haber sido demasiado sincero
-con su arzobispo.»
-
-A las gracias que di por esto al marqués añadió Laura otras más
-expresivas. «¡No hablemos más de ello!--interrumpió el marqués--.
-¡Es negocio concluído!» Al acabar estas palabras, se despidió de su
-princesa de teatro y se marchó. Laura me hizo pasar al momento a un
-cuarto retirado, en donde, viéndose sola conmigo, dijo: «¡Hubiera
-reventado si hubiese contenido más tiempo la risa!» Y dejándose caer
-en un sillón y apretándose los ijares empezó a reír como una loca. Yo
-no pude menos de hacer lo mismo; y cuando nos hubimos cansado, me
-dijo: «Confiesa, Gil Blas, que acabamos de representar una graciosa
-comedia; pero yo no esperaba tuviese tan buen fin. Mi ánimo solamente
-era proporcionarte la mesa y cuarto en casa, y para ofrecértelo con
-decoro fingí que eras mi hermano. Me alegro que la casualidad te haya
-facilitado tan buen acomodo. El marqués de Marialba es un caballero
-muy generoso, que hará por ti aún más de lo que ha prometido. Otra que
-yo--continuó ella--acaso no hubiera recibido con tan buen semblante
-a un hombre que deja sus amigos sin despedirse de ellos; pero soy de
-aquellas chicas de buena pasta que vuelven a ver siempre con agrado al
-picarillo a quien amaron.»
-
-Confesé de buena fe mi desatención y le pedí me la perdonase, después
-de lo cual me llevó a un comedor muy aseado. Nos sentamos a la mesa,
-y como teníamos de testigos una doncella y un lacayo, nos tratamos
-de hermanos. Luego que acabamos de comer volvimos al mismo cuarto en
-donde habíamos estado en conversación, y allí mi incomparable Laura,
-entregándose a su alegría natural, me pidió cuenta de lo que me
-había sucedido desde nuestra última visita. Hícele de ello una fiel
-narración, y cuando hube satisfecho su curiosidad, ella contentó la mía
-relatándome su historia en estos términos.
-
-
-
-
- CAPITULO VII
-
- Historia de Laura.
-
-
-«Voy a contarte lo más compendiosamente que pueda por qué casualidad
-abracé la profesión cómica. Después que tan honradamente me dejaste,
-sucedieron grandes acontecimientos. Mi ama Arsenia, más de cansada que
-de disgustada del mundo, abjuró el teatro y me llevó consigo a una
-hermosa hacienda que acababa de comprar cerca de Zamora con monedas
-extranjeras. Bien presto hicimos conocimientos en esta ciudad, a la que
-íbamos con frecuencia y en donde nos deteníamos uno o dos días.
-
-»En uno de estos viajecillos, don Félix Maldonado, hijo único del
-corregidor, me vió casualmente y le caí en gracia. Buscó ocasión de
-hablarme a solas, y, por no ocultarte nada, yo contribuí algo para
-hacérsela hallar. Este caballero no tenía veinte años; era hermoso como
-un sol; su persona, muy bien formada, y encantaba más todavía con sus
-modales amables y generosos que con su cara. Me ofreció con tan buena
-voluntad y tanta instancia un grueso brillante que llevaba en el dedo,
-que no pude menos de admitirle. Estaba muy gustosa y vana con un galán
-tan amable; pero ¡qué mal hacen las mozuelas ordinarias en prendarse
-de los hijos de familia cuyos padres tienen autoridad! El corregidor,
-que era el más severo de los de su clase, advertido de nuestro
-trato, procuró evitar con presteza sus resultas. Me hizo prender por
-una cuadrilla de esbirros, que a pesar de mis gritos me llevaron al
-hospicio de la Caridad.
-
-»Allí, sin más forma de proceso, la superiora me hizo despojar de mi
-anillo y vestidos y poner un largo saco de sarga ceniciento, ceñido por
-la cintura con una ancha correa negra de cuero, de la que pendía un
-rosario de cuentas gordas, que me llegaba hasta los talones. Después
-me llevaron a una sala, en donde encontré un fraile viejo, de no sé
-qué Orden, que principió a exhortarme a la penitencia, del mismo modo,
-poco más o menos, que la señora Leonarda te exhortó a ti a la paciencia
-en el sótano. Me dijo debía estar muy agradecida a las personas que me
-mandaban encerrar allí, pues que me hacían un gran beneficio sacándome
-de los lazos del demonio, en los cuales estaba infelizmente enredada.
-Te confieso francamente mi ingratitud: muy lejos de ser agradecida a
-los que me habían hecho este favor, les echaba mil maldiciones.
-
-»Ocho días pasé sin hallar consuelo, pero a los nueve--porque yo
-contaba hasta los minutos--mi suerte pareció querer mudar de aspecto.
-Al atravesar un patio pequeño encontré al mayordomo de la casa, que
-todo lo mandaba y hasta la superiora le obedecía. No daba las cuentas
-de su administración sino al corregidor, de quien únicamente dependía y
-que tenía una entera confianza en él. Figúrate un hombre alto, pálido,
-descarnado y de buena catadura, propia para modelo de una pintura
-del Buen Ladrón. Parecía que ni aun miraba a las hermanas. Cara
-tan hipócrita no la habrás visto, aunque hayas estado en el palacio
-arzobispal.
-
-»Encontré, pues--continuó ella--, al señor Zendono, que me detuvo
-diciéndome: «¡Consuélate, hija mía, estoy compadecido de tus
-desgracias!» Nada más me dijo y continuó su camino, dejando a mi
-arbitrio hacer los comentarios que quisiese sobre un texto tan
-lacónico. Como yo le tenía por un hombre de bien, me imaginaba
-fácilmente que se había tomado el trabajo de examinar la causa de
-mi encierro y que, no hallándome bastante culpable para merecer que
-se me tratara tan indignamente, quería empeñarse en mi favor con el
-corregidor. Pero conocía mal al vizcaíno; sus intenciones eran otras.
-Había proyectado en su mente hacer un viaje, del que me dió parte
-algunos días después. «Amada Laura mía--me dijo--, es tanto lo que
-siento tus trabajos, que he resuelto poner fin a ellos. No ignoro
-que esto es querer perderme, pero ya no soy mío ni puedo vivir mas
-que para ti. La situación en que te veo me atraviesa el alma, y así,
-intento sacarte mañana de tu encierro y llevarte yo mismo a Madrid,
-sacrificándolo todo al placer de ser tu libertador.» Poco me faltó para
-morir de gozo al oír a Zendono, el cual, juzgando por mis extremos que
-lo que yo más deseaba era escaparme, tuvo al día siguiente la osadía
-de robarme a vista de todos, del modo que voy a contar. Dijo a la
-superiora que tenía orden para llevarme a presencia del corregidor,
-que se hallaba en una casa de recreo a dos leguas de la ciudad, y me
-hizo con todo descaro subir con él en una silla de posta, tirada por
-dos buenas mulas que había comprado para el caso. No llevábamos con
-nosotros mas que un criado, que conducía la silla y que era enteramente
-de la confianza del mayordomo. Comenzamos a caminar, no como yo creía,
-hacia Madrid, sino hacia las fronteras de Portugal, adonde llegamos
-en menos tiempo del que necesitaba el corregidor de Zamora para saber
-nuestra fuga y despachar en nuestro seguimiento sus galgos. Antes de
-entrar en Braganza, el vizcaíno me hizo poner un vestido de hombre,
-que llevaba prevenido, y contándome ya por suya me dijo en la hostería
-donde nos alojamos: «Bella Laura, no tomes a mal que te haya traído a
-Portugal. El corregidor de Zamora nos hará buscar en nuestra patria
-como a dos criminales a quienes la España no debe dar ningún asilo;
-pero--añadió él--podemos ponernos a cubierto de su resentimiento
-en este reino tan extraño, aunque en el día esté sujeto al dominio
-español; a lo menos, estaremos aquí más seguros que en nuestro país.
-Déjate, pues, persuadir, ángel mío; sigue a un hombre que te adora.
-Vamos a vivir a Coimbra; allí pasaremos sin temor nuestros días en
-medio de unos pacíficos placeres.»
-
-»Una propuesta tan eficaz me hizo ver que trataba con un caballero a
-quien no gustaba servir de conductor a las princesas por la gloria de
-la caballería. Comprendí que contaba mucho con mi agradecimiento y aun
-más con mi miseria. Sin embargo, aunque estos dos motivos me hablaban
-en su favor, me negué resueltamente a lo que me proponía. Es verdad que
-por mi parte tenía dos razones poderosas para mostrarme tan reservada,
-pues no era de mi gusto ni le creía rico. Pero cuando, volviendo a
-estrecharme, ofreció ante todas cosas casarse conmigo y me hizo ver
-palpablemente que su administración le había suministrado caudal para
-mucho tiempo, no lo oculto: comencé a escucharle. Me deslumbró el oro y
-la pedrería que me enseñó, y entonces experimenté que el interés sabe
-hacer transformaciones tan bien como el amor. Mi vizcaíno fué poco a
-poco haciéndose otro hombre a mis ojos: su cuerpo alto y seco se me
-representó de una estatura fina y delicada; su palidez, una blancura
-hermosa, y hasta su aspecto hipócrita me mereció un nombre favorable.
-Entonces acepté sin repugnancia su mano a presencia del Cielo, a quien
-tomó por testigo de nuestra unión. Después de esto ya no tuvo que
-experimentar ninguna contradicción por mi parte, y, siguiendo nuestro
-camino, muy presto Coimbra recibió dentro de sus muros a un nuevo
-matrimonio.
-
-»Mi marido me compró muy buenos vestidos de mujer y me regaló muchos
-diamantes, entre los cuales conocí el de don Félix Maldonado. No
-necesité más para adivinar de dónde venían todas las piezas preciosas
-que yo había visto, y para persuadirme de que no me había casado
-con un rígido observador del séptimo artículo del Decálogo; pero
-considerándome como la causa primera de sus juegos de manos, se los
-perdonaba. Una mujer disculpa hasta las malas acciones que hace cometer
-su hermosura, y a no ser esto, ¡qué mal hombre me hubiera parecido!
-
-»Dos o tres meses pasé con él bastante gustosa, porque me hacía mil
-cariños y parecía amarme tiernamente. Sin embargo, las pruebas de
-amistad que me daba no eran mas que falsas apariencias. El bribón me
-engañaba y me preparaba el trato que toda soltera seducida por un
-hombre infame debe esperar de él. Un día, a mi vuelta de misa, no
-encontré en la casa mas que las paredes. Los muebles y hasta mis ropas
-habían desaparecido. Zendono y su fiel criado habían tomado tan bien
-sus medidas que en menos de una hora se había ejecutado completamente
-el despojo de mi casa, de modo que con el solo vestido que llevaba
-puesto y la sortija de don Félix, que por fortuna tenía en el dedo,
-me vi como otra Ariadna abandonada de un ingrato. Pero te aseguro que
-no me entretuve en hacer elegías sobre mi infortunio; antes bien, di
-gracias al Cielo por haberme librado de un perverso que no podía menos
-de caer tarde o temprano en manos de la justicia. Miré el tiempo que
-habíamos pasado juntos como un tiempo perdido, que yo no tardaría en
-reparar. Si hubiera querido permanecer en Portugal y entrar al servicio
-de alguna señora ilustre, las habría tenido de sobra; pero ya fuese el
-amor que tenía a mi país, o ya fuese arrastrada por la fuerza de mi
-estrella, que me preparaba allí mejor suerte, sólo pensé en volver a
-España. Vendí el diamante a un joyero, que me dió su importe en monedas
-de oro, y salí con una señora española, ya anciana, que iba a Sevilla
-en una silla volante.
-
-»Esta señora, llamada Dorotea, venía de ver a una parienta suya que
-vivía en Coimbra, y se volvía a Sevilla, en donde tenía su casa.
-Congeniamos ambas de tal modo que desde la primera jornada trabamos
-amistad, la que se estrechó tanto en el camino que cuando llegamos a
-Sevilla no me permitió alojar sino en su casa. No tuve motivo para
-arrepentirme de haber hecho semejante conocimiento, pues no he visto
-jamás mujer de mejor carácter. Todavía se descubría en sus facciones
-y en la viveza de sus ojos que en su mocedad habría hecho puntear a
-sus rejas bastantes guitarras, y por eso sin duda había tenido muchos
-maridos nobles y vivía honradamente con lo que le dejaron.
-
-»Entre otras excelentes prendas, tenía la de ser muy compasiva con las
-doncellas desgraciadas. Cuando le conté mis infortunios, tomó con tanto
-ardor mi causa que llenó de maldiciones a Zendono. «¡Ah perros!--dijo
-en un tono que parecía haber encontrado en su viaje algún mayordomo--.
-¡Miserables! ¡En el mundo hay bribones que, como éste, se deleitan
-en engañar a las mujeres! Lo que me consuela, querida hija mía, es
-que, según tu relación, no estás ligada con el pérfido vizcaíno. Si
-tu casamiento con él es bastante bueno para servirte de disculpa, en
-recompensa es bastante malo para permitirte contraer otro mejor cuando
-halles ocasión para ello.»
-
-»Todos los días salía con Dorotea para ir a la iglesia o a visitar a
-alguna amiga, que es el medio seguro de encontrar prontamente alguna
-aventura. Me atraje las miradas de muchos caballeros, entre los cuales
-algunos quisieron tentar el vado. Hablaron por segunda mano a mi
-vieja patrona, pero los unos no tenían con qué soportar los gastos de
-un menaje y los restantes todavía eran unos babosos, lo que bastaba
-para quitarme la gana de escucharlos, sabiendo por mi experiencia
-las consecuencias de ello. Un día nos ocurrió ir a ver representar
-los cómicos de Sevilla, que habían anunciado en los carteles la
-representación de la comedia famosa _El embajador de sí mismo_,
-compuesta por Lope de Vega Carpio.
-
-»Entre las actrices que se presentaron en el teatro vi a una de mis
-antiguas amigas, a Fenicia, aquella moza gorda, pero muy alegre, que
-te acordarás era criada de Florimunda y con quien cenaste algunas
-veces en casa de Arsenia. Sabía yo muy bien que Fenicia hacía más de
-dos años que no estaba en Madrid, pero ignoraba que fuese cómica. Era
-tal la impaciencia que tenía de abrazarla que me pareció larguísima
-la pieza. Quizá tenían también la culpa los que la representaban, que
-no lo hacían ni tan bien ni tan mal que me divirtieran, porque te
-confieso que, como soy tan risueña, un cómico perfectamente ridículo
-no me divierte menos que uno excelente. En fin, llegado el esperado
-momento, es decir, el fin de la famosa comedia, fuimos mi viuda y yo al
-vestuario, en donde vimos a Fenicia, que hacía la desdeñosa escuchando
-con melindres el dulce gorjeo de un tierno pajarito que al parecer se
-había dejado coger con la liga de su declamación. Luego que me vió se
-despidió de él cortésmente, vino a mí con los brazos abiertos y me dió
-todas las muestras de amistad imaginables. Por mi parte, la abracé con
-el mayor agrado. Mutuamente nos manifestamos el placer que teníamos en
-volvemos a ver; pero no permitiéndonos el tiempo ni el sitio meternos
-en una larga conversación, dejamos para el día inmediato el hablar en
-su casa más extensamente.
-
-»El gusto de hablar es una de las pasiones más vivas de las mujeres
-y particularmente la mía. No pude pegar los ojos en toda la noche:
-tal era el deseo que tenía de verme con Fenicia y hacerle preguntas
-sobre preguntas. Dios sabe si fuí perezosa para levantarme e ir a
-donde me había dicho que vivía. Estaba alojada con toda la compañía en
-un gran mesón. Una criada que encontré al entrar, y a quien supliqué
-me condujese al cuarto de Fenicia, me hizo subir a un corredor, a lo
-largo del cual había diez o doce cuartos pequeños, separados solamente
-por unos tabiques de madera y ocupados por la cuadrilla alegre. Mi
-conductora tocó a una puerta, la cual abrió Fenicia, cuya lengua
-rabiaba tanto como la mía por hablar. Apenas nos tomamos el tiempo de
-sentarnos, nos pusimos en disposición de parlar sin cesar. Teníamos que
-preguntarnos sobre tantas cosas que se atropellaban las preguntas y
-las respuestas de un modo extraordinario.
-
-»Después de haber contado mutuamente nuestras aventuras, e instruidas
-del actual estado de nuestros asuntos, me preguntó Fenicia qué
-partido quería tomar. «Porque al fin--me dijo--es preciso hacer
-alguna cosa, no estando bien visto en una persona de tu edad el ser
-inútil a la sociedad.» Respondíle que había resuelto, hasta encontrar
-mejor fortuna, colocarme con alguna señorita distinguida. «¡Quítate
-allá!--exclamó mi amiga--. ¡No pienses en ello! ¿Es posible, amiga
-mía, que aun no te hayas cansado de servir? ¿No te has fastidiado de
-estar sujeta a la voluntad de otros, respetar sus caprichos, oír que te
-regañan y, en una palabra, ser esclava? ¿Por qué no abrazas, como yo,
-la vida de cómica? Ninguna cosa es más conveniente para las personas de
-talento que carecen de posibles y de lucida cuna. Es un estado medio
-entre la nobleza y la plebe; una condición libre y desembarazada de
-las etiquetas más incómodas de la vida civil. Nuestras rentas nos las
-paga en moneda contante el público, que es el poseedor de sus fondos.
-En una palabra, siempre vivimos alegres y gastamos nuestro dinero del
-mismo modo que lo ganamos. El teatro--prosiguió--favorece sobre todo
-a las mujeres. Todavía me salen los colores al rostro siempre que me
-acuerdo de que cuando servía a Florimunda no oía sino a los criados de
-la compañía del Príncipe y que ningún hombre de suposición me miraba
-a la cara. ¿De qué nacía esto? De que yo no hacía allí papel; por
-buena que sea una pintura, no se celebra si no se expone a la vista
-pública. Pero después que me puse en chapines, esto es, que parecí en
-las tablas, ¡qué mudanza! Traigo al retortero a los mejores mozos de
-los pueblos por donde pasamos. Una cómica tiene cierto atractivo en su
-oficio. Si es discreta--quiero decir, que no favorece mas que a un solo
-amante--, esto le hace un honor distinguido, se celebra su moderación;
-y cuando muda de galán la miran como a una verdadera viuda que se
-vuelve a casar. Y aun a una viuda se la mira con desprecio si contrae
-terceras nupcias, porque no parece sino que esto hiere la delicadeza
-de los hombres, al paso que una dama parece hacerse más apreciable a
-medida que aumenta el número de sus favorecidos, pues todavía, después
-de haber tenido cien cortejos, es un manjar apetitoso.» «¿A quién
-cuentas eso?--interrumpí yo al llegar aquí--. ¿Piensas tú que ignoro
-esas ventajas? Las he considerado muchas veces, y, hablándote sin
-ningún disimulo, te digo que lisonjean sobrado a una muchacha de mi
-genio. Conozco en mí mucha inclinación a la vida cómica, pero esto no
-basta, pues se requiere talento y yo no tengo ninguno. Algunas veces
-me he puesto a recitar relaciones de comedia delante de Arsenia y no
-ha quedado satisfecha de mí, lo que me ha hecho no gustar del arte.»
-«No es extraño que le hayas disgustado--replicó Fenicia--. ¿Ignoras
-que esas grandes actrices son por lo común envidiosas? A pesar de su
-vanidad, temen se les presenten personas que las desluzcan. En fin,
-yo, sobre este asunto, no me atendría solamente al voto de Arsenia; su
-decisión no ha sido sincera. Dígote sin lisonja que has nacido para el
-teatro. Tienes naturalidad, acción despejada y muy graciosa, un metal
-de voz suave, buen pecho y, sobre todo, un buen palmito de cara. ¡Ah
-picaruela, a cuántos encantarás si te haces comedianta!»
-
-»A esto añadió otras expresiones seductoras, y me hizo declamar algunos
-versos para convencerme a mí misma de la excelente disposición que
-tenía para el teatro, y habiéndome oído fueron mayores sus elogios,
-hasta decirme que me aventajaba a todas las actrices de Madrid. En
-vista de esto, no debía ya dudar de mi mérito ni dejar de acusar a
-Arsenia de envidiosa y de mala fe. Me fué preciso convenir en que mi
-persona valía mucho. Fenicia me hizo repetir los mismos versos delante
-de dos cómicos que entraron en aquella sazón, los que se quedaron
-pasmados; y cuando volvieron de su admiración fué para colmarme de
-alabanzas. Hablando seriamente, te aseguro que aunque los tres hubieran
-ido a porfía sobre quién me había de elogiar más, no hubieran empleado
-más hipérboles. Mi modestia tuvo poco que padecer con tantos elogios.
-Principié a creer que valía algo y heme aquí resuelta a abrazar la
-profesión cómica.
-
-»No hablemos más, querida mía--dije a Fenicia--. Está hecho; quiero
-seguir tu consejo y entrar en la compañía si no hay inconveniente.»
-A esto, mi amiga, arrebatada toda de gozo, me abrazó, y sus
-dos compañeros no manifestaron menos alegría que ella al ver mi
-determinación. Quedamos en que al día siguiente por la mañana iría
-al teatro y repetiría delante de toda la compañía el mismo ensayo.
-Si en casa de Fenicia adquirí una opinión ventajosa, todavía fué más
-favorable la de los comediantes después que recité en su presencia sólo
-unos veinte versos, y así, me recibieron muy gustosos en la compañía.
-Desde entonces puse mi atención sólo en el modo con que había de salir
-la primera vez en las tablas. Para que fuese con más lucimiento, gasté
-todo el dinero que me quedaba de la sortija, y si no me presenté
-con ostentación, a lo menos hallé el arte de suplir la falta de
-magnificencia con un gusto delicado. Presentéme, en fin, por la primera
-vez en la escena. ¡Qué palmadas! ¡Qué aplausos! No faltaré, amigo mío,
-a la modestia si te digo que arrebaté la atención de los espectadores.
-Era preciso haber presenciado la celebridad que adquirí en Sevilla
-para creerla. Fuí el objeto de todas las conversaciones de la ciudad,
-la que por tres semanas acudió a bandadas a la comedia, de modo que
-la compañía, con esta novedad, atrajo al público, que ya empezaba a
-desampararla. Me presenté de un modo que hechicé a todos, lo que fué
-publicar que me vendía al que más diera. Una infinidad de sujetos
-de todas edades y condiciones vinieron a ofrecerme sus obsequios y
-facultades. Por mi gusto hubiera escogido al más joven y bonito; pero
-nosotras solamente debemos mirar al interés y a la ambición cuando se
-trata de tomar una amistad. Esta es regla del teatro, por cuya razón
-mereció la preferencia don Ambrosio de Nisaña, hombre ya viejo y de muy
-rara figura, pero rico, generoso y uno de los señores más poderosos de
-Andalucía. Es verdad que le costó caro. Tomó para mí una hermosa casa,
-la adornó magníficamente, me buscó un buen cocinero, dos lacayos, una
-doncella, y me señaló para el gasto mil ducados mensuales. Añade a esto
-ricos vestidos y muchas joyas. Arsenia nunca llegó a un estado tan
-brillante.
-
-»¡Qué mudanza en mi fortuna! Ni aun yo podía comprenderla ni me conocía
-a mí misma; por lo que no me espanto de que haya tantas que se olviden
-prontamente de la nada y miseria de donde las sacó el capricho de algún
-poderoso. Te confieso ingenuamente que los aplausos del público, las
-expresiones lisonjeras que oía por todas partes y la pasión de don
-Ambrosio me infundieron una vanidad que llegó hasta la extravagancia.
-Miré mi habilidad como un título de nobleza y tomé el aire de señora.
-Ya escaseaba tanto las miradas cariñosas cuanto las había prodigado
-antes, de suerte que me puse en el pie de no hacer caso sino de duques,
-condes y marqueses.
-
-»El señor de Nisaña, con algunos de sus amigos, venía todas las noches
-a cenar a casa; yo por mi parte procuraba juntar las cómicas más
-divertidas y pasábamos la mayor parte de la noche en beber y reír.
-Una vida tan agradable me acomodaba mucho, pero no duró mas que seis
-meses. Si los señores no tuvieran la facilidad de cansarse, serían
-más amables. Don Ambrosio me dejó por una maja granadina que acababa
-de llegar a Sevilla, con muchas gracias y el talento suficiente para
-hacerlas valer. Mi aflicción no duró mas que veinticuatro horas, porque
-inmediatamente ocupó su lugar un caballero de veintidós años, llamado
-don Luis de Alcacer, tan bello mozo que pocos podían comparársele. Con
-razón me preguntarás por qué elegí a un señor tan joven sabiendo que el
-trato con esta clase de gentes es peligroso, y yo te diré que don Luis
-ni tenía padre ni madre y que ya disponía de su hacienda. Además, que
-este trato sólo deben temerlo las criadas y las miserables aventureras.
-Las mujeres de nuestra profesión son personas de título; nunca
-somos responsables de los efectos que producen nuestros atractivos.
-¡Desgraciadas las familias a cuyos herederos hemos desplumado!
-
-»Nos apasionamos tan extremadamente uno de otro Alcacer y yo que dudo
-haya habido jamás amor como el nuestro. Nos amábamos con tanto ardor
-que no parecía sino que estábamos hechizados. Los que sabían nuestra
-pasión nos creían los amantes más dichosos del mundo, y tal vez éramos
-los más infelices. Don Luis era amable por su rostro, pero tan celoso
-que me atormentaba a cada instante con injustos recelos. Por más que
-yo procurase no mirar a hombre alguno para acomodarme a su flaqueza,
-su ingeniosa desconfianza hallaba delitos con que inutilizaba mi
-cuidado. Si estaba en la escena, le parecía que mientras representaba
-miraba al descuido cariñosamente a algún joven y me llenaba de
-reconvenciones. En una palabra, nuestras más tiernas conversaciones
-estaban siempre mezcladas de quejas. No pudimos aguantar más; a ambos
-nos faltó la paciencia y nos separamos amigablemente. ¿Creerás tú
-que el último día de nuestra amistad fué el más gustoso que habíamos
-tenido hasta entonces? Igualmente fatigados los dos de los males que
-habíamos padecido, nos despedimos con la mayor alegría, semejantes a
-dos miserables cautivos que recobran su libertad después de una dura
-esclavitud.
-
-»Desde entonces he procurado precaverme del amor y no quiero más
-amistad que turbe mi reposo. No sienta bien en nosotras suspirar como
-las demás mujeres ni debemos abrigar en nuestro pecho una pasión cuyas
-ridiculeces hacemos ver al público.
-
-»Entre tanto mi fama iba alcanzando más vuelo, publicando por todas
-partes que yo era una actriz inimitable. Tanta nombradía movió a los
-comediantes de Granada a que me escribiesen convidándome con una
-plaza en su compañía; y para hacerme ver que la propuesta no era
-despreciable, me enviaron una razón del importe de sus últimas entradas
-y de sus caudales, por lo cual, pareciéndome un partido ventajoso, lo
-acepté, aunque en lo íntimo de mi corazón sentía dejar a Fenicia y a
-Dorotea, a quienes amaba tanto cuanto una mujer es capaz de amar a
-otra. A la primera la dejé en Sevilla ocupada en derretir la vajilla
-de un platerillo que por vanidad quería tener por cortejo a una
-comedianta. Se me ha olvidado decirte que al hacerme cómica mudé por
-capricho el nombre de Laura en el de Estela, y con éste salí para
-Granada.
-
-»Allí principié mi ejercicio con tanta felicidad como en Sevilla e
-inmediatamente me vi rodeada de amantes; pero como no quería favorecer
-sino a quien diese buenas señales, me porté con tal reserva que pude
-ofuscarlos. Sin embargo, temiendo pagar la pena de una conducta que de
-nada servía y que no me era natural, pensaba declararme a favor de un
-oidor joven, de nacimiento plebeyo, quien, por razón de su empleo, de
-una buena mesa y de arrastrar coche, hacía el papel de señor, cuando vi
-por primera vez al marqués de Marialba. El señor portugués, que viaja
-en España por mera curiosidad, al pasar por Granada se detuvo. Fué a
-la comedia y aquel día no representé yo. Miró con mucha atención a las
-actrices que se presentaron, halló una que le gustó y desde el día
-siguiente empezó a tratar con ella. Estaba ya para convenirse cuando
-me presenté yo en el teatro. Mi presencia y mis monadas volvieron
-prontamente la veleta. Ya mi portugués no pensó mas que en mí, y, a
-decir verdad, como yo no ignoraba que mi compañera había agradado a
-este señor, procuré desbancarla, y tuve la fortuna de conseguirlo. Bien
-sé que ella me ha aborrecido, pero esto poco importa. Debiera saber que
-entre las mujeres es natural esta ambición y que las más íntimas amigas
-no hacen escrúpulo de ella.»
-
-
-
-
- CAPITULO VIII
-
-Del recibimiento que hicieron a Gil Blas los cómicos de Granada y de la
-persona a quien reconoció en el vestuario.
-
-
-En el punto mismo que Laura acababa de contar su historia llegó una
-comedianta vieja, vecina suya, que venía a sacarla para ir a la
-comedia. Esta venerable heroína de teatro hubiera sido primorosa para
-hacer el papel de la diosa Cotis. Mi hermana no dejó de presentar
-su hermano a esta figura añeja, y sobre ello mediaron grandes
-cumplimientos de ambas partes.
-
-Las dejé solas, diciendo a la viuda del mayordomo que iría a buscarla
-al teatro luego que hubiera hecho llevar mi ropa a casa del marqués,
-que ella me enseñó. Fuí inmediatamente al cuarto que tenía alquilado,
-pagué a mi huéspeda, di a un mozo mi maleta y fuí con él a una gran
-posada, en donde estaba alojado mi amo. Encontré a la puerta a su
-mayordomo, que me preguntó si era yo el hermano de la señora Estela.
-Respondí que sí, y me dijo: «Pues sea usted muy bien venido, caballero.
-El marqués de Marialba, de quien tengo honra de ser mayordomo, me ha
-mandado os reciba con todo agasajo. Se le ha preparado a usted un
-cuarto; si usted gusta, yo se lo enseñaré.» Me subió a lo último de la
-casa y me introdujo en un aposento tan pequeño que sólo cabía una cama
-muy estrecha, un armario y dos sillas; tal era mi habitación. «Usted
-no estará aquí muy a sus anchuras--me dijo mi conductor--; pero en
-recompensa prometo a usted que en Lisboa estará soberbiamente alojado.»
-Metí mi maleta en el armario, del cual me llevé la llave, y pregunté
-a qué hora se cenaba. Me respondieron que el señor cenaba comúnmente
-fuera y que daba a cada criado un tanto al mes para su mantenimiento.
-Hice algunas otras preguntas y conocí que los criados del marqués eran
-unos holgazanes afortunados. Al cabo de una breve conversación dejé al
-mayordomo y fuí a buscar a Laura, entretenido agradablemente con los
-presagios de mi nuevo acomodo.
-
-Luego que llegué a la puerta de la casa de comedias y dije que era
-hermano de Estela, todo se me franqueó. ¡Hubierais visto las centinelas
-hacerme paso a porfía, como si yo fuera uno de los principales
-personajes de Granada! Todos los dependientes del teatro que encontré
-en el tránsito me hicieron profundas reverencias. Pero lo que yo
-quisiera poder pintar bien al lector es el recibimiento que, con
-una seriedad cómica, me hicieron en el vestuario, en donde encontré
-toda la compañía vestida ya y pronta a principiar. Los comediantes y
-comediantas, a quienes Laura me presentó, se agolparon hacia mí. Los
-hombres me confundieron a abrazos, y las mujeres en seguida, aplicando
-sus rostros pintados al mío, lo llenaron de arrebol y blanquete.
-Ninguno quería ser el último a cumplimentarme y todos se pusieron a
-hablarme a un tiempo. No bastaba yo a responderles; pero mi hermana
-vino a mi socorro, y como tenía ejercitada la lengua, cumplió con todos
-por mí.
-
-No pararon los cumplimientos en los actores y actrices; fué preciso
-aguantar los del tramoyista, violinistas, apuntador, despabilador y
-sotadespabilador; en fin, de todos los dependientes del teatro, que
-al rumor de mi llegada vinieron corriendo a examinar mi persona. No
-parecía sino que estas gentes eran todas de la Inclusa, que jamás
-habían visto hermanos.
-
-Entre tanto empezó la comedia. Algunos caballeros que estaban en el
-vestuario se retiraron a tomar sus asientos, y yo, como de casa,
-continué en conversación con los actores que no representaban. Entre
-éstos había uno a quien llamaron, y oí le nombraban Melchor. Este
-nombre me chocó, y habiendo mirado atentamente al sujeto a quien se le
-daba, me pareció haberle visto en alguna parte. Al fin me acordé de él
-y vi que era Melchor Zapata, aquel pobre cómico de la legua que, como
-dije en el libro segundo de mi historia, estaba mojando mendrugos de
-pan en una fuente.
-
-Al instante le llamé aparte y le dije: «Si no me engaño, usted es el
-señor Melchor, con quien tuve la honra de almorzar un día a la orilla
-de una clara fuente entre Valladolid y Segovia. Iba yo con un mancebo
-de barbero, juntamos algunas provisiones que llevábamos con las de
-usted y compusimos entre los tres una comida escasa que se sazonó con
-mil conversaciones agradables.» Zapata se quedó como pensativo algunos
-instantes y después me respondió: «Usted me habla de una cosa de que
-sin dificultad hago memoria. Entonces venía de Madrid, en donde había
-salido para prueba en aquel teatro, y me volvía a Zamora. También
-me acuerdo que mis negocios andaban de mala data.» «Y yo, por esas
-señas--le dije--, vengo en conocimiento de que usted llevaba un jubón
-forrado de carteles de comedias. Tampoco he olvidado que usted se
-quejaba en aquel tiempo de que tenía una mujer muy honesta.» «¡Oh! ¡Por
-esa parte ya no me quejo!--dijo Zapata con precipitación--. ¡Vive diez
-que la buena mujer se ha enmendado en esto, y así, mi jubón va mejor
-forrado!»
-
-Al ir a darle la enhorabuena de tan feliz mudanza tuvo precisión de
-dejarme para salir a la escena. Con el deseo de conocer a su mujer,
-me acerqué a un comediante y le supliqué me la mostrase, lo que hizo
-diciendo: «Véala usted, esa es Narcisa, la más linda de nuestras damas
-después de la hermana de usted.» Juzgué que esta actriz debía de ser
-aquella a quien se había aficionado el marqués de Marialba antes de
-haber visto a su Estela, y mi conjetura no salió errada. Acabada la
-comedia, acompañé a Laura a su casa, en donde vi muchos cocineros que
-estaban disponiendo una gran cena. «Aquí puedes cenar», me dijo ella.
-«Nada menos que eso--le respondí--: el marqués querrá quizá estar solo
-contigo.» «No--respondió ella--; ahora vendrá con dos amigos suyos y
-uno de nuestros compañeros, y si tú quieres, serás la sexta persona.
-Bien sabes que en casa de las cómicas los secretarios tienen privilegio
-de comer con sus amos.» «Es verdad--le dije--, pero todavía no es
-tiempo de contarme entre los secretarios favoritos; para obtener este
-cargo honorífico debo antes emplearme en alguna comisión de confianza.»
-Diciendo esto, dejé a Laura y fuí a mi hostería, donde hice ánimo de
-comer todos los días, porque mi amo no tenía casa.
-
-
-
-
- CAPITULO IX
-
-Del hombre extraordinario con quien Gil Blas cenó aquella noche y de lo
-que pasó entre ellos.
-
-
-Advertí que en un rincón de la sala estaba cenando solo un fraile
-viejo vestido de paño pardo, y por curiosidad me senté enfrente de él.
-Saludéle con mucha urbanidad y él no se mostró menos cortés que yo.
-Trajéronme mi pitanza, que principié a despachar con buenas ganas, y
-mientras comía sin decir una palabra miraba frecuentemente a este raro
-personaje y siempre le hallé puestos los ojos en mí. Cansado de su afán
-en mirarme, le hablé en estos términos: «Padre, ¿nos habremos visto tal
-vez en otra parte fuera de aquí? Usted me está observando como a un
-hombre que no le es enteramente desconocido.»
-
-Respondióme con mucha gravedad: «Si os miro con esta atención sólo
-es para admirar la singular variedad de aventuras que están grabadas
-en las rayas de vuestro rostro.» «A lo que veo--le dije con un aire
-burlón--, vuestra reverencia sabe la metoposcopia.» «Bien podría
-lisonjearme de poseerla--dijo el fraile--y de haber pronosticado cosas
-que el tiempo no ha desmentido. No sé menos la quiromancia, y me
-atrevo a decir que mis oráculos son infalibles cuando he comparado la
-inspección de la mano con la del rostro.»
-
-Aunque aquel viejo tenía todo el aspecto de hombre sabio, me pareció
-tan loco que no pude dejar de reírme en su cara; pero en lugar de
-ofenderse de mi descortesía se sonrió de ella, y después de haber
-paseado su vista por la sala y asegurádose de que nadie nos oía,
-continuó hablando de esta manera: «No me espanto de veros opuesto
-a estas dos ciencias, que en el día se tienen por frívolas; el
-largo y penoso estudio que requieren desanima a todos los sabios,
-que, despechados de no haberlas podido adquirir, las abandonan
-y desacreditan. Por lo que hace a mí, no me ha acobardado la
-obscuridad en que están envueltas ni tampoco las dificultades que
-se suceden sin cesar en la indagación de los secretos químicos y
-en el arte maravilloso de transmutar los metales en oro. Pero no
-presumo--prosiguió, habiendo tomado nuevo aliento--que hablo con un
-joven que conceptúe de sueños mis pensamientos. Una leve prueba de
-mi habilidad os dispondrá a juzgar más favorablemente de mí que todo
-cuanto pudiera deciros.» Dicho esto, sacó del bolsillo un frasquillo
-lleno de un licor encarnado y prosiguió diciendo: «Vea usted aquí
-un elixir que he compuesto esta mañana del zumo de ciertas plantas
-destiladas por alambique; porque, a imitación de Demócrito, he empleado
-casi toda mi vida en descubrir las propiedades de los simples y de
-los minerales. Usted va a experimentar su virtud. El vino que estamos
-bebiendo es muy malo: pues va a ser exquisito.» Al mismo tiempo echó
-dos gotas de su elixir en mi botella, que volvieron mi vino más
-delicioso que los mejores que se beben en España.
-
-Todo lo maravilloso sorprende, y una vez preocupada la imaginación, el
-juicio se extravía. Pasmado de ver un secreto tan bueno, y persuadido
-de que era menester ser poco menos que diablo para haberlo hallado,
-exclamé lleno de admiración: «¡Oh padre mío, suplico a usted me
-perdone si antes le he tenido por un viejo loco! Ahora le hago a
-usted justicia; no necesito ver más para estar convencido de que si
-quisiera podría hacer en un instante un tejo de oro de una barra de
-hierro. ¡Qué dichoso fuera yo si poseyera esa admirable ciencia!»
-«¡El Cielo os libre de tenerla jamás!--interrumpió el viejo dando un
-profundo suspiro--. ¡Tú no sabes, hijo mío, lo que deseas! En lugar de
-envidiarme, tenme más bien lástima de haber tomado tanto trabajo para
-hacerme infeliz. Siempre vivo inquieto; temo ser descubierto y que una
-prisión perpetua sea el premio de todos mis afanes. Con este temor paso
-una vida errante, disfrazado unas veces de clérigo o de fraile, otras
-de caballero o paisano. ¿Y te parece que será ventajoso el saber hacer
-oro a ese precio? Y las riquezas, ¿no son un verdadero suplicio para
-aquellos que no las disfrutan con quietud?» «Ese discurso me parece muy
-sensato--dije entonces al filósofo--. Nada iguala al gusto de vivir con
-sosiego; usted me hace mirar con desprecio la piedra filosofal. Yo os
-estimaría que me vaticinaseis lo que me ha de acontecer.» «De muy buena
-gana, hijo mío--me respondió--. Ya he observado vuestra fisonomía;
-mostrad vuestra mano.» Presentésela con una confianza que no me hará
-honor en el ánimo de algunos lectores que en mi lugar acaso habrían
-hecho otro tanto. La examinó muy atentamente y al momento exclamó:
-«¡Ah, y qué de tránsitos de la aflicción a la alegría y de la alegría
-a la aflicción! ¡Qué serie azarosa de desgracias y de prosperidades!
-Mas ya habéis experimentado una gran parte de estas alternativas de la
-fortuna y no os restan más desgracias que probar; un señor os dará un
-buen destino que no estará sujeto a mutaciones.»
-
-Después de haberme afirmado que podía estar seguro de su pronóstico, se
-despidió de mí, saliendo de la hostería, donde quedé muy pensativo de
-lo que acababa de oír.
-
-No dudaba yo que fuese el marqués de Marialba el tal señor, y, por
-consiguiente, nada me parecía más posible que el cumplimiento del
-vaticinio. Pero cuando yo no hubiese visto la menor apariencia de ello,
-no me hubiera impedido eso dar al fraile entero crédito: tanta era la
-autoridad que por su elixir había cobrado en mi ánimo.
-
-Por mi parte, para acelerar la felicidad que me había predicho,
-determiné servir al marqués con más afecto que lo había hecho a ninguno
-de los otros amos. Con esta resolución, me retiró a nuestra posada con
-una alegría imponderable, cual nunca sacó una mujer de casa de las
-decidoras de la buenaventura.
-
-
-
-
- CAPITULO X
-
-De la comisión que el marqués de Marialba dió a Gil Blas y cómo la
-desempeñó este fiel secretario.
-
-
-Todavía no había vuelto el marqués de casa de su comedianta; pero
-en su aposento encontré a los ayudas de cámara, que jugaban a los
-naipes esperando su venida. Me introduje con ellos y nos entretuvimos
-alegremente hasta las dos de la madrugada, en que llegó nuestro amo.
-Sorprendióse un poco al verme y me dijo con una afabilidad que daba a
-entender volvía contento de su visita: «Gil Blas, ¿por qué no te has
-acostado?» Yo le respondí que quería saber antes si tenía alguna cosa
-que mandarme. «Puede ser--dijo--te encargue por la mañana un asunto y
-entonces te daré mis órdenes. Vé a descansar y sabe que te dispenso
-de esperarme, pues me bastan los ayudas de cámara.» Después de esta
-advertencia, que no dejó de agradarme, pues me excusaba la sujeción,
-que algunas veces hubiera llevado con disgusto, dejé al marqués en
-su cuarto y me retiré a mi buhardilla. Me acosté; pero, no pudiendo
-dormir, seguí el consejo de Pitágoras, de traer a la memoria por la
-noche lo que hemos hecho en el día, para aplaudir nuestras buenas
-acciones o vituperar las malas.
-
-Mi conciencia no estaba tan limpia que dejase de remorderme haber
-apoyado la mentira de Laura. Por más que yo me decía para disculparme
-de que no había podido decentemente desmentir a una muchacha que no
-había tenido otra mira que la de mi bien y que en algún modo me había
-visto en la precisión de ser cómplice de su engaño, poco satisfecho de
-esta excusa, yo mismo me respondía que no debía llevar tan adelante el
-embuste y que era demasiado descaro el querer vivir con un señor cuya
-confianza pagaba tan mal. En fin, después de un severo examen, convine
-en que, si no era un bribón, me faltaba poco.
-
-Pasando de aquí a las consecuencias, reflexioné que aventuraba mucho en
-engañar a un hombre de distinción, quien por mis pecados acaso tardaría
-poco en descubrir el enredo. Una reflexión tan juiciosa aterró algún
-tanto mi espíritu; pero bien presto desvanecieron mi temor las ideas
-del contento y del interés. Por otra parte, la profecía del hombre
-del elixir hubiera bastado para tranquilizarme; y así, me entregué
-a imágenes muy risueñas. Me puse a hacer cuentas de aritmética y a
-calcular para conmigo mismo la suma a que ascenderían mis salarios
-al cabo de diez años de servicio. A esto añadí las gratificaciones
-que recibiría de mi amo; y midiéndolas por su carácter liberal, o más
-bien según mis deseos, tenía una intemperancia de imaginación, si
-puede hablarse de este modo, que no ponía límites a mi fortuna. Tanta
-felicidad me concilió poco a poco el sueño y me quedé dormido haciendo
-castillos en el aire.
-
-Por la mañana me levanté a cosa de las nueve para ir a recibir las
-órdenes de mi amo, pero al abrir mi puerta para salir me admiré de
-verle venir en bata y gorro. Estaba solo, y me dijo: «Gil Blas, al
-despedirme anoche de tu hermana le ofrecí pasar a su casa esta mañana;
-pero un negocio de importancia no me permite cumplirlo. Vé y díle de
-mi parte cuánto siento este contratiempo y asegúrale que aún cenaré
-esta noche con ella. No es esto lo más--añadió, entregándome una bolsa
-con una cajita de zapa guarnecida de piedras--: llévale mi retrato y
-toma para ti esta bolsa, en donde van cincuenta doblones, que te doy
-en prueba de la amistad que ya te he cobrado.» Con una mano tomé el
-retrato y con la otra la bolsa, de mí tan poco merecida. Fuí corriendo
-al momento a casa de Laura, diciendo en medio del exceso de alegría que
-me enajenaba: «¡Bueno! ¡Bueno! ¡La predicción se verifica visiblemente!
-¡Qué fortuna es ser hermano de una buena moza que admite galanteos! ¡Es
-lástima que no haya en esto tanta honra como provecho y utilidad!»
-
-Laura, contra la costumbre de las personas de su profesión, solía
-madrugar. Halléla al tocador, en donde, esperando a su portugués,
-añadía a su hermosura natural todos los atractivos auxiliares que el
-arte podía prestarle. «Amable Estela--le dije al entrar--, imán de
-los extranjeros, ya puedo comer con mi amo, pues me ha honrado con un
-encargo que me da esta prerrogativa, el cual vengo a evacuar. Dice que
-no puede tener el gusto de verte esta mañana, como lo había pensado;
-pero para consolarte de esto cenará esta noche contigo. Y te envía su
-retrato, con lo que me parece quedarás algo más consolada.»
-
-Entreguéla la caja, que, con el vivo resplandor de los brillantes de
-que estaba guarnecida, alegró infinito su vista. Abrióla, y habiéndola
-cerrado después de haber considerado la pintura por mero cumplimiento,
-volvió a mirar las piedras. Celebró su hermosura y me dijo con sonrisa:
-«Ve aquí unas copias que las damas de teatro estiman mucho más que los
-originales.» Díjele en seguida que el generoso portugués, al darme el
-retrato, me había regalado cincuenta doblones. «Me alegro infinito--me
-dijo ella--. Este señor principia por donde aún raras veces acaban
-otros.» «A ti es, mi querida--respondí yo--, a quien debo este regalo,
-que el marqués me hizo a causa de fraternidad.» «Yo quisiera--dijo
-ella--te hiciera otros como ese todos los días. ¡No puedo ponderarte
-cuánto te amo! Desde el instante en que te vi te amé tan estrechamente
-que el tiempo no ha podido romper esta unión. Cuando te eché de menos
-en Madrid, no perdí las esperanzas de recobrarte, y ayer al verte te
-recibí como a un hombre que volvía a su centro. En una palabra, amigo
-mío, el Cielo nos ha destinado el uno para el otro. Tú serás mi marido,
-pero antes es preciso enriquecemos. La prudencia exige que comencemos
-por aquí. Todavía quiero tener tres o cuatro cortejos para ponerte en
-una situación aventajada.»
-
-Díle cortésmente las gracias por el trabajo que quería tomarse por mí e
-insensiblemente nos fuimos metiendo en una conversación que duró hasta
-el mediodía. Entonces me retiré para ir a dar cuenta a mi amo del modo
-con que había sido recibido su regalo. Aunque Laura no me había dado
-sus instrucciones sobre este punto, compuse en el camino una buena
-arenga para cumplimentarle de su parte; pero fué tiempo perdido, porque
-cuando llegué a la posada me dijeron que el marqués acababa de salir; y
-estaba decretado que no volvería a verle más, como puede leerse en el
-capítulo siguiente.
-
-
-
-
- CAPITULO XI
-
-De la noticia que supo Gil Blas, y que fué un golpe mortal para él.
-
-
-Fuíme a mi posada, en donde encontré dos sujetos, con quienes comí y
-con cuya gustosa conversación me entretuve en la mesa hasta la hora de
-la comedia, que nos separamos, ellos para ir a sus quehaceres y yo para
-tomar el camino del teatro. Advierto de paso que yo tenía motivo para
-estar de buen humor, porque la alegría había reinado en la conversación
-que acababa de tener con estos caballeros, mostrándoseme además
-propicia la fortuna; pero con todo, sentía una tristeza que no estaba
-en mi mano desechar. A vista de esto, no se diga que no se presienten
-las desgracias que nos amenazan.
-
-Al entrar en el vestuario se acercó a mí Melchor Zapata y me dijo en
-voz baja que le siguiera. Me llevó a un sitio excusado y me dijo lo
-siguiente: «Señor mío, miro como un deber dar a usted un aviso muy
-importante. Usted no ignora que el marqués de Marialba se enamoró
-primero de Narcisa, mi esposa, y aun había elegido día para venir
-a picar en mi cebo, cuando la artificiosa Estela halló medio de
-desconcertar la partida y de traer a su casa a este señor portugués.
-Bien conoce usted que una cómica no pierde tan buena presa sin
-despecho. Mi mujer está muy resentida de esto; nada es capaz de omitir
-para vengarse, y, por desgracia de usted, se le presenta para ello
-una ocasión favorable. Ayer, si usted hace memoria, todos nuestros
-dependientes acudieron a verle. El sotadespabilador dijo a algunas
-personas de la compañía que conocía a usted y que de ningún modo era
-hermano de Estela. Esta noticia--añadió Melchor--ha llegado a oídos de
-Narcisa, que no ha dejado de preguntársela al que la ha dado, y éste
-se la ha repetido. Dice conoció a usted de criado de Arsenia, cuando
-Estela, bajo el nombre de Laura, la servía en Madrid. Mi esposa,
-contentísima con este descubrimiento, se lo participará al marqués de
-Marialba, que ha de venir esta tarde a la comedia. Camine usted en esta
-inteligencia, y si no es en realidad hermano de Estela, le aconsejo,
-como amigo, y por nuestro antiguo conocimiento, que se ponga en salvo.
-Narcisa, que no busca mas que una víctima, me ha permitido se lo
-advierta a usted para que evite con una pronta fuga cualquier accidente
-funesto.»
-
-Me hubiera sido inútil saber más. Di gracias por este aviso al
-histrión, que conoció muy bien por mi sobresalto que yo no estaba en
-el caso de desmentir al sotadespabilador. Como realmente no tenía
-intención de llevar hasta este punto la desvergüenza, ni aun fuí a
-despedirme de Laura, temiendo no quisiese obligarme a que siguiera
-el enredo. Bien sabía yo que ella era buena comedianta para salir
-con facilidad de este berenjenal; pero yo no veía mas que un castigo
-infalible que me amenazaba y no estaba tan enamorado que quisiese
-burlarme de él. Determiné, pues, poner tierra por medio, cargando con
-mis dioses penates, es decir, con mi ropa, y en un abrir y cerrar de
-ojos me desaparecí del coliseo, y en un momento hice sacar y trasladar
-mi maleta a la posada de un arriero que al día siguiente, a las tres
-de la mañana, debía salir para Toledo. Hubiera deseado estar ya con el
-conde de Polán, cuya casa me parecía el único asilo que había seguro
-para mí; pero no hallándome aún en ella, no podía pensar sin inquietud
-en el tiempo que me restaba que pasar en una ciudad en donde temía me
-buscasen aquella misma noche.
-
-No dejé de ir a cenar a mi hostería, a pesar de estar tan zozobroso
-como un deudor que sabe andan en seguimiento suyo los alguaciles; pero
-no creo que la cena hizo en mi estómago un excelente quilo. Miserable
-juguete del miedo, miraba con cuidado a todas las personas que entraban
-en la sala y temblaba como un azogado siempre que por mi desgracia eran
-algunas de mala catadura, cosa que no es rara en tales parajes. Después
-de haber cenado en medio de continuos sobresaltos, me levanté de la
-mesa y me volví a la posada del ordinario, en donde me eché sobre paja
-fresca hasta la hora de marchar.
-
-Puedo asegurar que durante este tiempo ejercité bien mi paciencia. Mil
-tristes pensamientos vinieron a asaltarme; si algún instante me quedaba
-traspuesto, soñaba que veía furioso al marqués, lastimando a golpes el
-hermoso rostro de Laura y haciendo pedazos cuanto había en su casa, o
-ya que le oía mandar a sus criados que me matasen a palos. Despertaba
-despavorido, y siendo tan gustoso despertar después de haber soñado
-cosas funestas, para mí era esto más cruel que el mismo sueño.
-
-Por fortuna, me sacó de esta angustia el arriero viniendo a avisarme
-que estaban prontas las mulas. Inmediatamente me levanté, y, gracias
-al Cielo, me puse en camino curado radicalmente de Laura y de la
-quiromancia. Conforme nos íbamos alejando de Granada iba mi espíritu
-recobrando su serenidad. Empecé a trabar conversación con el arriero,
-el cual me contó algunas historias divertidas que me hicieron reír y
-fuí perdiendo insensiblemente mi temor. Dormí con sosiego en Ubeda,
-donde hicimos noche a la primera jornada, y a la cuarta llegamos a
-Toledo. Mi primer cuidado fué preguntar por la casa del conde de Polán,
-y persuadido de que no consentiría me alojase en otra, fuí allá. Pero
-yo había hecho la cuenta sin la huéspeda, pues no encontré en ella mas
-que al portero, quien me dijo que su amo había salido el día antes para
-la quinta de Leiva, de donde le habían escrito que Serafina estaba
-enferma de peligro.
-
-Yo no había contado con la ausencia del conde, que disminuyó el
-gusto que tenía de estar en Toledo y fué causa de que tomase otra
-determinación. Viéndome tan cerca de Madrid, me resolví a ir allá,
-discurriendo que en la corte podría hacer fortuna, pues, según había
-oído decir, no era necesario en ella tener un talento superior para
-adelantar. Al día siguiente me aproveché de un caballo de retorno,
-que me llevó a esta capital de la España, adonde la buena suerte me
-conducía para que hiciese papeles más brillantes que los que hasta
-entonces me había hecho representar.
-
-
-
-
- CAPITULO XII
-
-Gil Blas se aloja en una posada de caballeros, en donde adquiere
-conocimiento con el capitán Chinchilla; qué clase de hombre era este
-oficial y qué negocio le había llevado a Madrid.
-
-
-Así que llegué a Madrid establecí mi habitación en una posada de
-caballeros, en donde, entre otras personas, vivía un capitán viejo,
-que desde lo último de Castilla la Nueva había venido a la corte a
-pretender una pensión que creía tener bien merecida. Llamábase don
-Aníbal de Chinchilla. No sin espanto le vi la primera vez; era un
-hombre de sesenta años, de una estatura gigantesca y sumamente flaco.
-Tenía unos bigotes poblados, que subían, retorciéndose por los dos
-lados, hasta las sienes; además de que le faltaba un brazo y una
-pierna, llevaba tapado un ojo con un gran parche de tafetán verde, y
-casi todo su rostro estaba lleno de cicatrices. En lo demás era como
-otro cualquiera. No carecía de entendimiento y aun menos de gravedad.
-En cuanto a sus costumbres, era muy rígido y se preciaba sobre todo de
-ser delicado en punto de honor.
-
-A las dos o tres conversaciones que tuvimos, me honró con su confianza
-y supe todos sus asuntos. Me contó en qué ocasiones se había dejado un
-ojo en Nápoles, un brazo en Lombardía y una pierna en los Países Bajos.
-Admiré, en las relaciones que me hizo de las batallas y sitios, el que
-no se le escapase ninguna fanfarronada ni palabra en alabanza suya,
-siendo así que sin dificultad le hubiera perdonado el que alabase la
-mitad del cuerpo que le quedaba, en recompensa de la otra que había
-perdido. Los oficiales que vuelven sanos y salvos de la guerra no son
-siempre tan modestos.
-
-Me dijo que sobre todo sentía a par de su alma haber disipado una
-considerable hacienda en sus campañas, de suerte que no le habían
-quedado mas que cien ducados de renta, con lo que apenas tenía
-para aliñar sus bigotes, pagar su alojamiento y dar a copiar sus
-memoriales. «Porque, en fin, señor caballero--añadió encogiéndose de
-hombros--, todos los días, a Dios gracias, los presento, sin que se
-haga el más mínimo caso de ellos. Si usted lo presenciara, no diría
-sino que apostábamos el ministro y yo sobre cuál había de cansarse
-antes, si yo en darlos o él en recibirlos. También tengo la honra de
-presentárselos al mismo rey, pero tan lindo es Pedro como su amo; y
-entre estas y esotras la casa de Chinchilla se arruina por falta de
-reparo.» «No pierda usted las esperanzas--dije al capitán--. Usted
-sabe que las cosas de palacio van despacio. Acaso estará usted hoy en
-vísperas de ver premiados con usura todos sus penosos servicios.» «No
-debo lisonjearme con esa esperanza--respondió D. Aníbal--; aun no hace
-tres días que hablé a uno de los secretarios del ministro, y si he de
-dar crédito a sus palabras, es preciso prestar paciencia.» «¿Y qué
-le dijo a usted, señor oficial?--le respondí--. ¿Tal vez el estado
-en que usted se halla no le parece digno de recompensa?» «Usted lo
-verá--respondió Chinchilla--. Este secretario me ha dicho claramente:
-«Señor hidalgo, no pondere usted tanto su celo y su fidelidad, porque
-en haberse expuesto a los peligros por su patria no ha hecho usted mas
-que cumplir con su obligación. La gloria que resulta de las acciones
-heroicas es suficiente paga y debe bastar, principalmente a un español.
-Desengáñese usted si mira como deuda la gratificación que solicita:
-en caso de que se os conceda esta gracia, la deberéis únicamente a
-la bondad del rey, que se contempla deudor a los vasallos que han
-servido bien al Estado.» Infiera usted de ahí--siguió el capitán--lo
-que podré esperar, y que al cabo habré de volverme como he venido.»
-Naturalmente nos interesamos por un hombre honrado cuando se le ve
-padecer. Le exhorté a que se mantuviera firme, me ofrecí a ponerle de
-balde en limpio sus memoriales y llegué hasta ofrecerle mi bolsillo,
-suplicándole que tomase lo que quisiera de él. Pero no era de aquellos
-que en semejantes ocasiones no necesitan de muchos ruegos; antes bien,
-se mostró muy pundonoroso y me dió las gracias. Después de esto me dijo
-que, por no cansar a nadie, se había acostumbrado poco a poco a vivir
-con tanta sobriedad que el menor alimento bastaba para su subsistencia,
-lo que era muy cierto. No se mantenía de otra cosa que de cebollas
-y ajos, y así, estaba en los huesos. Para que nadie viese sus malas
-comidas, se encerraba en su cuarto a la hora de ellas. No obstante,
-a fuerza de súplicas conseguí que cenásemos y comiésemos juntos. Y
-engañando su vanidad con una compasión ingeniosa, hice que me trajesen
-mucha más comida y bebida de la que yo necesitaba. Instéle a comer y
-beber, lo que rehusó al principio con mil ceremonias; pero al fin cedió
-a mis instancias, y tomando insensiblemente más confianza, él mismo me
-ayudaba a dejar limpio mi plato y desocupada mi botella.
-
-Luego que hubo bebido cuatro o cinco tragos y recuperado su estómago
-con un buen alimento, me dijo en tono alegre: «En verdad, señor
-Gil Blas, que sois muy seductor, pues hacéis de mí lo que queréis.
-Tenéis un modo tan atractivo que desvanece hasta el temor de abusar
-de vuestra generosidad.» Me pareció que mi capitán había ya perdido
-tanto la cortedad que si en aquel instante le hubiera ofrecido dinero
-no lo hubiera rehusado. No quise hacer la prueba y me contenté con
-hacerle mi comensal y tomarme el trabajo, no solamente de escribirle
-los memoriales, sino de ayudarle a componerlos. Con el ejercicio de
-copiar homilías, había aprendido a variar de frases y aun llegado a ser
-medio autor. El viejo oficial, por su parte, se preciaba de poner bien
-un papel, de modo que, trabajando los dos a competencia, componíamos
-trozos de elocuencia dignos de los más célebres catedráticos de
-Salamanca. Pero por más que agotásemos nuestro entendimiento en sembrar
-flores de retórica en estos memoriales todo era, como se suele decir,
-sembrar en la arena. Aunque más ponderásemos los méritos de don
-Aníbal, la Corte ningún aprecio hacía de ellos, lo que no excitaba a
-este inválido a elogiar a los oficiales que se arruinan en la guerra;
-antes bien, maldecía con su mal humor a su estrella y daba al diablo a
-Nápoles, Lombardía y los Países Bajos.
-
-Para mayor mortificación suya aconteció que habiendo cierto día
-recitado en presencia del rey un soneto sobre el nacimiento de una
-infanta un poeta presentado por el duque de Alba, se le concedió
-delante de sus barbas una pensión de quinientos ducados. Creo que el
-mutilado capitán se habría vuelto loco si no hubiera yo cuidado de
-consolarle. Viéndole fuera de sí, le dije: «¿Qué es lo que usted tiene?
-Nada de esto debía usted extrañar. ¿No están de tiempo inmemorial
-los poetas en posesión de hacer a los príncipes tributarios de las
-musas? No hay testa coronada que no tenga pensionado a alguno de estos
-señores; y, hablando aquí entre nosotros, las pensiones dadas a los
-poetas transmiten a la posteridad la noticia de la liberalidad de los
-reyes, cuando las otras en nada contribuyen a su fama póstuma. ¿Cuántas
-recompensas no dió Augusto? ¿Cuántas pensiones concedió de que no
-tenemos noticia? Pero la posteridad más remota sabrá como nosotros que
-Virgilio recibió de este emperador más de doscientos mil escudos de
-gratificación.»
-
-Por más que dijese a don Aníbal, no pudo digerir el fruto del soneto,
-que se le había sentado en el estómago, y así, resolvió abandonarlo
-todo, no obstante que quiso envidar el resto presentando un memorial
-al duque de Lerma. Para este efecto fuimos los dos a casa del primer
-ministro. Allí encontramos a un joven, quien, después de haber saludado
-al capitán, le dijo con cariño: «Mi amado y antiguo amo, ¿es posible
-que yo vea a usted aquí? ¿Qué negocio le trae a casa de su excelencia?
-Si necesita de alguna persona de valimiento, no deje usted de mandarme;
-yo le ofrezco mis facultades.» «Perico--dijo el oficial--, pues qué,
-¿tienes algún empleo bueno en la casa?» «A lo menos--respondió el
-joven--es bastante para servir a un hidalgo como usted.» «Siendo
-así--prosiguió, sonriéndose, el capitán--, recurro a tu protección.»
-«Desde luego se la concedo a usted--repitió Perico--. Dígame usted su
-asunto y prometo sacar raja del primer ministro.»
-
-No bien habíamos enterado de él a este joven tan lleno de buen deseo,
-cuando preguntó dónde vivía don Aníbal. Nos dió palabra de que el día
-siguiente se vería con nosotros y se despidió, sin decirnos lo que
-quería hacer ni aun si era o no criado del duque de Lerma. La agudeza
-del tal Perico excitó mi curiosidad y quise saber quién era. «Es--me
-dijo el capitán--un muchacho que me servía algunos años hace y que,
-habiéndome visto en la indigencia, me dejó por buscar mejor acomodo.
-No se lo tomé a mal, porque, como se suele decir, por mejoría mi casa
-dejaría. Es un lagarto que no carece de talento e intrigante como
-todos los diablos; pero a pesar de toda su habilidad no me fío mucho
-del celo que acaba de manifestarme.» «Puede ser--le dije--que no os
-sea inútil. Si, por ejemplo, es criado de alguno de los principales
-dependientes del duque, podrá servir a usted de mucho, pues no ignora
-que en casa de los grandes todo se hace por partido y cábala; que éstos
-tienen en su servidumbre favoritos que los gobiernan y éstos igualmente
-son gobernados por sus criados.»
-
-A la mañana siguiente vino Perico a nuestra posada y nos dijo:
-«Señores, si ayer no declaré los medios que tenía para servir al
-capitán Chinchilla fué porque no estábamos en paraje propio para
-explicarlos; fuera de que quería tentar el vado antes de franquearme
-con ustedes. Sepan, pues, que yo soy el lacayo de confianza del señor
-don Rodrigo Calderón, primer secretario del duque de Lerma. Mi amo,
-que es muy enamorado, va casi todas las noches a cenar con un ruiseñor
-de Aragón que tiene enjaulado en el barrio de Palacio. Es una muchacha
-muy bonita, de Albarracín, discreta y que canta con primor, y por esto
-le llaman la señora Sirena. Como todas las mañanas le llevo un billete
-amoroso, vengo ahora de verla, y le he propuesto que haga pasar al
-señor don Aníbal por tío suyo y que con este engaño empeñe a su galán
-a protegerle. Ha venido gustosa en ello, porque, además de tal cual
-provecho que juzga le puede resultar, le es de mucha satisfacción el
-que la tengan por sobrina de un hidalgo valiente.»
-
-El señor Chinchilla puso mal gesto y mostró repugnancia a hacerse
-cómplice de una falsedad, y todavía más a permitir que una aventurera
-le deshonrase diciendo ser parienta suya; lo que sentía no solamente
-por sí, sino porque creía que esta ignominia retrocedía a sus abuelos.
-Tanta delicadeza chocó a Perico, pareciéndole inoportuna. «¿Se burla
-usted?--exclamó--. ¡Vea usted aquí lo que son los hidalgos de aldea,
-en quienes todo se reduce a una vanidad ridícula! ¿No se admira
-usted--prosiguió, dirigiéndose a mí--de esta escrupulosidad? ¡Voto a
-bríos! ¡En la corte no se debe parar en esas delicadezas! ¡Venga la
-fortuna del modo que quiera, que no hay que perderla!»
-
-Sostuve el parecer de Perico, y ambos arengamos tanto al capitán que, a
-pesar suyo, le hicimos se fingiese tío de Sirena. Dado este paso, que
-no costó poco trabajo, hicimos entre los tres un nuevo memorial para
-el ministro, que después de revisto, aumentado y corregido lo puse en
-limpio, y Perico se lo llevó a la aragonesa, la que aquella misma tarde
-se lo recomendó al señor Calderón, hablándole con tal empeño que este
-secretario, creyéndola verdaderamente sobrina del capitán, ofreció
-apoyarlo. El efecto de esta trama lo vimos a pocos días. Perico volvió
-con aire victorioso a nuestra posada. «¡Buenas nuevas tenemos!--dijo a
-Chinchilla--. El rey hará una distribución de encomiendas, beneficios y
-pensiones en las que no será usted olvidado, y así se me ha encargado
-os lo asegure; pero al mismo tiempo se me ha prevenido pregunte a
-usted qué hace ánimo de regalar a Sirena. Por lo que respecta a mí,
-digo que nada quiero, porque prefiero a todo el oro del mundo el gusto
-de haber contribuído a mejorar la fortuna de mi amo antiguo. Pero no
-es lo mismo nuestra ninfa de Albarracín. Es algo interesada cuando se
-trata de servir al prójimo; tiene esa pequeña falta; y siendo capaz
-de tomar dinero de su mismo padre, vea usted si rehusará el de un tío
-postizo.» «Diga cuánto quiere--dijo don Aníbal--. Si quiere todos los
-años la tercera parte de la pensión que me han de dar, se la prometo,
-y me parece que es bastante dádiva, aun cuando se tratara de todas las
-rentas de Su Majestad Católica.» «Yo, por mí, me fiaría de la palabra
-de usted--replicó el mensajero de don Rodrigo--, pues sé que no faltará
-a ella; pero se trata con una niña naturalmente muy desconfiada. Por
-otra parte, ella apetecerá mucho más que usted le dé una vez por todas
-las dos terceras partes con anticipación y en dinero contante.» ¿De
-dónde diablos quiere ella que yo lo saque?--interrumpió ásperamente el
-oficial--. ¡Ella debe creerme algún contador mayor! Sin duda que tú
-no la has enterado de mi situación.» «Perdone usted--repuso Perico--.
-Sabe muy bien que usted está más miserable que Job; no puede ignorarlo
-después de lo que le tengo dicho; pero pierda usted cuidado, que
-tengo arbitrios para todo. Conozco a un pícaro oidor, ya viejo, que
-se contenta con prestar su dinero al diez por ciento. Usted le hará
-ante escribano cesión de la pensión del primer año en paga de igual
-suma que recibirá usted, deducido el interés. En orden a la fianza, el
-prestamista se dará por satisfecho con vuestra casa de Chinchilla, tal
-como esté, por lo que sobre este punto no tendrán ustedes disputa.»
-
-El capitán aseguró que siempre que lograse la fortuna de participar
-de las gracias que habían de concederse el día siguiente aceptaría
-estas condiciones. En efecto, se verificó que le diesen una pensión de
-trescientos doblones sobre una encomienda. Así que supo la noticia, dió
-cuantas seguridades se le pidieron, arregló sus asuntos y se volvió a
-su país, con algunos doblones que le habían quedado.
-
-
-
-
- CAPITULO XIII
-
-Encuentra Gil Blas en la corte a su querido amigo Fabricio, y de la
-grande alegría que de ello recibieron. A dónde fueron los dos, y de la
-curiosa conversación que tuvieron.
-
-
-Me había acostumbrado a ir todas las mañanas a palacio, en donde pasaba
-dos o tres horas enteras en ver entrar y salir a los grandes, quienes
-allí me parecían desnudos de aquel resplandor que en otras partes los
-rodea.
-
-Un día que me paseaba contoneándome por aquellas galerías, haciendo,
-como otros muchos, un papel bastante ridículo, vi a Fabricio, a quien
-había dejado en Valladolid sirviendo a un administrador del hospital.
-Lo que me admiró en extremo fué verle hablar familiarmente con el
-duque de Medinasidonia y el marqués de Santa Cruz. A mi parecer, estos
-dos señores gustaban de oírle; además de esto, él iba vestido como un
-caballero. «¿Si me engañaré?--me decía a mí mismo--. ¿Será aquél el
-hijo del barbero Núñez? Puede que sea algún joven cortesano que se le
-parezca.» No tardé mucho en salir de la duda. Idos los señores, me
-acerqué a Fabricio, que, conociéndome inmediatamente, me agarró de
-la mano y, después de haberme hecho atravesar con él por medio del
-gentío para salir de las galerías, me dijo, abrazándome: «¡Mi amado
-Gil Blas, mucho me alegro verte! ¿Qué haces en Madrid? ¿Estás todavía
-sirviendo? ¿Tienes algún empleo en la corte? ¿En qué estado tienes tus
-asuntos? Dame cuenta de todo lo que te ha sucedido después de tu salida
-precipitada de Valladolid.» «Muchas cosas me preguntas a un tiempo--le
-respondí--, y el lugar donde estamos no es a propósito para contar
-aventuras.» «Tienes razón--me dijo--; mejor estaremos en mi casa. Vente
-conmigo, que no está lejos de aquí. Estoy independiente, alojado en
-buen paraje y con muy buenos muebles; vivo contento y soy feliz, pues
-que creo serlo.»
-
-Acepté el partido y acompañé a Fabricio, quien me detuvo al llegar
-a una casa de bella fachada, en la que me dijo vivía. Atravesamos
-un patio, que tenía por un lado una gran escalera que conducía a
-unos aposentos soberbios y por el otro una subida tan obscura como
-estrecha, por donde fuimos a la vivienda que me había ponderado, la
-cual se reducía a una sala, de la que mi ingenioso amigo había hecho
-cuatro, separadas con tablas de pino, sirviendo la primera de antesala
-a la segunda, en donde dormía, la tercera de despacho y la última
-de cocina. La sala y antesala estaban adornadas de mapas y papeles
-de conclusiones de filosofía, y los trastos que correspondían a la
-colgadura consistían en una gran cama de brocado estropeada, unas
-sillas viejas de sarga amarilla, guarnecidas con una franja de seda
-de Granada del mismo color; una mesa con pies dorados, cubierta de un
-cordobán que parecía haber sido encarnado y ribeteado con una franja
-de oro falso, que se había vuelto negro con el tiempo, y un armario
-de ébano adornado de figuras esculpidas groseramente. En su despacho
-tenía por escritorio una mesita, y su biblioteca se componía de algunos
-libros y muchos legajos de papeles, que tenía en tablas puestas unas
-sobre otras a lo largo de la pared. La cocina, que no deslucía a lo
-demás, contenía vidriado y otros utensilios necesarios.
-
-Fabricio, después de haberme dado tiempo de mirar bien su habitación,
-me dijo: «¿Qué juicio formas de mi equipaje y de mi vivienda? ¿No te
-ha encantado verla?» «¡A fe mía que sí!--le respondí sonriéndome--.
-Debes de hacer bien tu negocio en Madrid para estar tan bien provisto.
-Sin duda tienes algún buen empleo.» «¡El Cielo me guarde de eso!--me
-replicó--. El partido que he tomado es superior a todos los empleos.
-Un sujeto de distinción, de quien es esta casa, me ha dejado una sala,
-de la que he hecho cuatro piezas, que he alhajado como ves; a mí
-nada me falta y sólo me ocupo en lo que me agrada.» «Háblame con más
-claridad--le dije--, porque avivas mi deseo de saber lo que haces.»
-«Pues bien--me dijo--, voy a complacerte. Me he metido a ser autor, me
-he dedicado a la literatura, escribo en verso y prosa y hago a pluma
-y a pelo.» «¡Tú favorito de Apolo!--exclamé riéndome--. Eso es lo que
-jamás hubiera adivinado; menos me sorprendería verte dedicado a otra
-cualquiera cosa. ¿Y qué atractivo has podido hallar en la profesión de
-poeta? Porque me parece que a semejantes gentes las desprecian en la
-vida civil y que no son las más ricas.» «¡Oh, quítate allá!--replicó--.
-Eso es bueno para aquellos miserables autores cuyas obras son el
-desecho de los libreros y de los cómicos. ¿Será de extrañar que no
-se estimen semejantes escritores? Pero los buenos, amigo mío, están
-en el mundo en otro concepto y yo puedo decir sin vanidad que soy
-de este número.» «No lo dudo--le dije--. Tú eres un mozo de gran
-talento, y así, tus composiciones no pueden ser malas. Pero lo único
-que deseo saber, y me parece digno de mi curiosidad, es cómo te ha
-dado la manía de escribir.» «Tu admiración es fundada--dijo Núñez--.
-Estaba tan contento con mi suerte en casa del señor Manuel Ordóñez,
-que no deseaba otra; pero haciéndose mi ingenio superior poco a poco,
-como el de Plauto, a la servidumbre, compuse una comedia, que hice
-representar a unos cómicos que estaban en Valladolid. Aunque no valía
-un pito, fué muy aplaudida, de lo que inferí que el público era una
-vaca mansa de leche que fácilmente se dejaba ordeñar. Esta reflexión
-y la locura de componer nuevas piezas me hicieron dejar el hospital.
-El amor a la poesía me quitó el de las riquezas, y para adquirir buen
-gusto determiné venir a Madrid, como a centro de los ingenios. Me
-despedí del administrador, que, como me amaba tanto, sintió bastante
-mi resolución, y me dijo: «Fabricio, ¿por qué quieres dejarme? ¿Acaso
-te habré dado, sin pensarlo, algún motivo de disgusto?» «No, señor--le
-respondí--, usted es el mejor de todos los amos y estoy muy agradecido
-a sus favores; pero bien sabe que cada uno debe seguir su estrella. Me
-contemplo nacido para eternizar mi nombre con obras de ingenio.» «¡Qué
-locura!--me replicó aquel buen amo--. Ya estás connaturalizado con
-el hospital y eres la cantera de donde se sacan los mayordomos y aun
-los administradores. Si quieres dejar lo sólido para pasar el tiempo
-en fruslerías, el mal es para ti, hijo mío.» Viendo el administrador
-cuán inútilmente combatía mi designio, me pagó mi salario y, en
-reconocimiento de mis servicios, me dió de guantes cincuenta ducados;
-de modo que con esto y lo que había podido juntar en las pequeñas
-comisiones que se habían encargado a mi integridad me vi en estado de
-presentarme decentemente en Madrid, lo que no dejé de hacer, aunque los
-escritores de nuestra nación no cuidan mucho del aseo. Inmediatamente
-hice conocimiento con Lope de Vega Carpio, Miguel de Cervantes Saavedra
-y los demás célebres autores; pero, con preferencia a estos dos grandes
-hombres, elegí para preceptor mío a un joven bachiller cordobés, al
-incomparable D. Luis de Góngora, el ingenio más brillante que jamás
-produjo España, el cual no quiere que sus obras se impriman mientras
-viva y se contenta con leérselas a sus amigos. Lo que hay de particular
-es que la Naturaleza le ha dotado del raro talento de manejar con
-acierto todo género de poesías; sobresale principalmente en las
-composiciones satíricas, que son su fuerte. No es, como Lucilio, un
-torrente turbio que arrastra consigo mucho cieno, sino el Tajo, cuyas
-aguas puras corren sobre arenas de oro.» «Tan buena pintura me haces
-de ese bachiller--le dije a Fabricio--que no dudo que una persona de
-tanto mérito tenga muchos envidiosos.» «Todos los autores--respondió
-él--, tanto buenos como malos, le muerden; unos dicen que le gusta el
-estilo hinchado, los conceptillos, las metáforas y las transposiciones.
-Sus versos--dice otro--se parecen en lo obscuro a los que cantaban en
-sus procesiones los sacerdotes salios, y que nadie entendía. También
-hay quien le censura de que tan presto hace sonetos o romances y tan
-presto comedias, décimas y villancicos, como si locamente se hubiera
-propuesto deslucir a los mejores escritores en todo género de poesía.
-Pero todas estas saetas de la envidia se embotan dando contra una musa
-apreciada de grandes y pequeños. Tal es el maestro con quien hice mi
-aprendizaje, y me atrevo a decir sin vanidad que le imito; habiéndome
-bebido de tal modo su espíritu, que ya compongo trozos sublimes que no
-los juzgaría indignos de sí. A ejemplo suyo, voy a vender mi mercancía
-a las casas de los grandes, en las cuales soy muy bien recibido y en
-donde hallo gentes que no son muy descontentadizas. Es verdad que mi
-modo de recitar es halagüeño, lo que no daña a mis composiciones. En
-fin, muchos señores me estiman, y, sobre todo, vivo con el duque de
-Medinasidonia, como Horacio vivía con Mecenas. He aquí de qué modo me
-he transformado en autor; nada más tengo que contarte; a ti te toca
-ahora cantar tus victorias.»
-
-Entonces tomé la palabra y, suprimiendo todo aquello que me pareció
-no ser del caso, le hice la relación que me pedía, después de la cual
-se trató de comer, y sacó de su armario de ébano servilletas, pan,
-un pedazo de lomo de carnero asado, una botella de vino exquisito, y
-nos sentamos a la mesa con aquella alegría propia de dos amigos que
-vuelven a encontrarse después de una larga separación. «Ya ves--me
-dijo--mi vida, libre e independiente. Si quisiera seguir el ejemplo de
-mis compañeros, iría a comer todos los días en casa de las personas
-distinguidas; pero además de que el amor al trabajo me retiene de
-ordinario en casa, soy un nuevo Arístipo, pues tan contento estoy con
-el trato de gentes como con el retiro, con la abundancia como con la
-frugalidad.»
-
-Nos supo tan bien el vino que fué menester sacar otra botella del
-armario. De sobremesa le di a entender tendría gusto en ver algunas
-de sus producciones, y al instante buscó entre sus papeles un soneto,
-que me leyó con énfasis; pero, a pesar del sainete de la lectura, me
-pareció tan obscuro que nada pude comprender. Conociólo y me dijo:
-«Este soneto no te ha parecido muy claro, ¿no es así?» Le confesé que
-hubiera querido algo más de claridad; echóse a reír de mí y prosiguió:
-«Lo mejor que tiene este soneto, amigo mío, es el no ser inteligible.
-Los sonetos, las odas y las demás obras que piden sublimidad no quieren
-estilo sencillo y natural; antes bien, en la obscuridad consiste todo
-su mérito. Conque el poeta crea entenderlo, es bastante.» «Tú te burlas
-de mí--interrumpí yo--. Todas las poesías, sean de la naturaleza que
-fueren, piden juicio y claridad; y si tu incomparable Góngora no
-escribe con más claridad que tú, te confieso que decae mucho en mi
-opinión; es un poeta que, cuando más, no puede engañar sino a su siglo.
-Veamos ahora tu prosa.»
-
-Enseñóme un prólogo que me dijo pensaba poner al frente de una
-colección de comedias que estaba imprimiendo, y me preguntó qué me
-había parecido. «No me gusta más tu prosa--le dije--que tus versos.
-El soneto es una algarabía; en el prólogo hay expresiones demasiado
-estudiadas, palabras que el público no conoce, frases enredosas, y, en
-una palabra, tu estilo es muy extravagante y muy ajeno de los libros
-de nuestros buenos y antiguos autores.» «¡Pobre ignorante!--exclamó
-Fabricio--. ¿No sabes tú que todo escritor en prosa que aspira hoy a la
-reputación de pluma delicada afecta esta singularidad de estilo, estas
-expresiones equívocas que tanto chocan? Nos hemos aunado cinco o seis
-novadores animosos, que hemos emprendido mudar el idioma de blanco en
-negro, y con la ayuda de Dios lo hemos de conseguir, a pesar de Lope de
-Vega, de Solís, de Cervantes y de todos los demás ingenios que critican
-nuestros nuevos modos de hablar. Tenemos de nuestra parte gran número
-de sujetos distinguidos, y hasta teólogos contamos en nuestro partido.
-Sobre todo--continuó--, nuestro designio es loable, y, fuera de
-preocupaciones, nosotros somos más apreciables que aquellos escritores
-sencillos que se explican en el lenguaje común de los hombres. No
-sé por qué merecen el aprecio de tantas gentes honradas. Eso sería
-bueno en Atenas y en Roma, en donde todos se confundían, por lo que
-Sócrates dijo a Alcibíades que el pueblo era un maestro excelente de
-la lengua; pero en Madrid es otra cosa. Aquí tenemos estilo bueno y
-malo, y los cortesanos se explican de un modo diferente que el pueblo.
-En fin, desengáñate que nuestro nuevo estilo supera al de nuestros
-antagonistas. Quiero probarte la diferencia que hay de la gallardía
-de nuestra dicción a la bajeza de la suya. Ellos dirían, por ejemplo,
-llanamente: _los intermedios hermosean una comedia_. Y nosotros, con
-más gracia, decimos: _los intermedios hacen hermosura en una comedia_.
-Observa bien este _hacer hermosura_. ¿Percibes tú toda la brillantez,
-la delicadeza y gracia que esto contiene?»
-
-Habiendo interrumpido a mi novador con una carcajada, le dije: «¡Vete
-al diablo, Fabricio, con tu lenguaje culto! ¡Tú eres un estrafalario!»
-«Y tú, con tu estilo natural--repuso él--, eres un gran bestia.
-¡Vé--prosiguió, aplicándome aquellas palabras del arzobispo de
-Granada--: _Díle a mi tesorero que te entregue cien ducados y anda
-bendito de Dios con ellos! ¡Adiós, señor Gil Blas! ¡Me alegraré logre
-usted todo género de prosperidades con algo más de gusto!_» Repetí mis
-carcajadas al oír esta pulla, y Fabricio, sin perder nada de su buen
-humor, me perdonó el desacato con que había hablado de sus escritos.
-Después de habernos bebido la segunda botella, nos levantamos de la
-mesa tan amigos como antes. Salimos con ánimo de ir a pasearnos al
-Prado, pero al pasar por delante de un café nos dió gana de entrar.
-
-A esta casa concurrían regularmente gentes de forma. Vi en dos salas
-diferentes a algunos caballeros que se divertían de varios modos. En la
-una jugaban a los naipes y al ajedrez, y en la otra había diez o doce
-que estaban muy atentos escuchando la disputa de dos argumentantes. No
-tuvimos necesidad de acercarnos para oír que el asunto de la contienda
-era un punto de Metafísica; porque era tal el calor y vehemencia con
-que hablaban que no parecían sino dos energúmenos. Yo pienso que si
-se les hubiera aplicado el anillo de Eleázaro se hubieran visto salir
-demonios de sus narices. «¡Válgame Dios!--dije a mi compañero--. ¡Qué
-fogosidad! ¡Qué pulmones! ¡No parece sino que aquellos disputadores
-habían nacido para pregoneros! ¡La mayor parte de los hombres yerran
-su vocación!» «Así es la verdad--respondió--. Estas gentes descienden,
-al parecer, de Novio, aquel banquero romano cuya voz sobresalía por
-entre el ruido de los carreteros; pero lo que más me disgusta de sus
-altercaciones es que atolondran los oídos infructuosamente.» Dejamos a
-estos metafísicos gritadores, y con esto se me desvaneció el dolor de
-cabeza que me habían causado. Nos fuimos a un rincón de otra sala, y
-habiendo bebido algunas copas de vino generoso, principiamos a examinar
-a los que entraban y salían. Como Núñez los conocía casi a todos, dijo:
-«¡Por vida mía, que la disputa de nuestros filósofos lleva traza de
-no acabarse en gran rato! Pero a bien que llega tropa de refresco:
-estos tres que entran van a tomar parte en la disputa. Pero ¿ves esos
-dos sujetos originales que salen? Pues la personilla morena, seca y
-cuyos cabellos lacios y largos le caen en partes iguales por detrás y
-delante se llama don Julián de Villanuño. Es un togado nuevo que la
-echa del elegante. El otro día fuimos un amigo y yo a comer con él
-y le sorprendimos en una ocupación muy singular: se divertía en su
-estudio tirando y haciendo traer por un gran lebrel los legajos de un
-pleito que está defendiendo, los que su perro desgarraba a grandes
-dentelladas. El licenciado que le acompaña, aquel cara de tomate, se
-llama don Querubín Tonto, es canónigo de la iglesia de Toledo y el
-hombre más negado del mundo. No obstante, al ver su aire placentero, la
-viveza de sus ojos, su risa fingida y maliciosa, le tendrán por sabio y
-de gran perspicacia. Cuando se lee en su presencia alguna obra delicada
-y profunda pone la mayor atención, como si penetrara su asunto, pero
-maldita la cosa que entiende. Este fué uno de los convidados en casa
-del togado, en donde se dijeron mil chistes y agudezas, sin que a mi
-don Querubín se le oyese el metal de la voz; pero, en recompensa, los
-gestos y demostraciones con que aplaudía nuestros chistes daban una
-aprobación superior al mérito de nuestras gracias.»
-
-«¿Conoces--dije a Núñez--a aquellos dos desgreñados que están de codos
-sobre una mesa en el rincón, hablando tan bajo y de cerca que parece
-que se besan?» «No--me respondió--, no los he visto en mi vida; pero,
-según todas las apariencias, serán políticos de café que murmuran del
-Gobierno. ¿Ves a ese caballerete galán que, silbando, se pasea por
-la sala, sosteniéndose ya sobre un pie y ya sobre otro? Pues es don
-Agustín Moreto, poeta mozo que muestra gran talento, pero a quien los
-aduladores y los ignorantes le han llenado los cascos de vanidad.
-Aquel a quien se acerca es uno de sus compañeros, que compone versos
-prosaicos o prosa en rimas y a quien también sopla la musa. Todavía
-hay más autores--prosiguió, señalándome dos hombres que entraban con
-espada--. ¡No parece sino que se han citado para venir a pasar revista
-delante de ti! Ve allí a don Bernardo Deslenguado y a don Sebastián
-de Villaviciosa. El primero es un sujeto de mala índole, un autor que
-parece ha nacido bajo el signo de Saturno, un mortal maléfico, que se
-complace en aborrecer a todo el mundo y a quien nadie ama. Por lo que
-hace a don Sebastián, es un mozo de buena fe, autor muy concienzudo.
-Poco hace que dió al teatro una comedia, que ha gustado en extremo,
-y por no abusar más tiempo de la estimación del público la ha hecho
-imprimir.»
-
-El caritativo discípulo de Góngora se preparaba para continuar
-explicándome las diferentes figuras del cuadro variable que teníamos
-a la vista, cuando vino a interrumpirle un gentilhombre del duque de
-Medinasidonia diciéndole: «Señor don Fabricio, vengo en busca de usted
-para decirle que el duque mi señor quisiera hablarle y espera a usted
-en su casa.» Sabiendo Núñez que para satisfacer el deseo de un gran
-señor no hay prisa que baste, me dejó al momento por ir a ver lo que
-le quería su Mecenas, y yo quedé muy admirado de haber oído tratarle
-de _don_ y de mirarle así convertido en noble, a pesar de ser su padre
-maese Crisóstomo el barbero.
-
-
-
-
- CAPITULO XIV
-
-Fabricio coloca a Gil Blas en casa del conde Galiano, título de Sicilia.
-
-
-El gran deseo de ver a Fabricio me llevó bien de mañana a su casa.
-«¡Buenos días--le dije al entrar--, señor don Fabricio, flor y nata de
-la nobleza asturiana!» Al oírme se echó a reír. «¿Conque has notado--me
-dijo--que me han tratado de don?» «Sí, caballero mío--le respondí--,
-y permíteme te diga que ayer, cuando me contaste tu transformación,
-te olvidaste de lo mejor.» «Ciertamente--respondió--; pero en verdad
-que si he tomado este dictado de honor no es tanto por satisfacer
-mi vanidad como por acomodarme a la de los otros. Tú conoces a los
-españoles; maldito el caso que hacen de un hombre honrado si tiene
-la desgracia de ser pobre o plebeyo; y aun te diré que veo tantas
-gentes--¡y Dios sabe qué clase de gentes!--que hacen les llamen don
-Francisco, don Gabriel, don Pedro o don como tú quieras llamarle, que
-es preciso confesar que la Nobleza es una cosa muy común y que un
-plebeyo que tiene mérito la honra cuando quiere agregarse a ella. Pero
-mudemos de conversación--añadió--. Anoche, durante la cena en casa del
-duque de Medinasidonia, en donde, entre otros convidados, se hallaba
-el conde Galiano, título de Sicilia, se tocó la conversación sobre los
-ridículos efectos del amor propio. Yo me alegró de hallar ocasión de
-divertir a la concurrencia sobre el mismo punto y le conté la historia
-de las homilías. Puedes imaginar cuánto reirían y qué apodos no se
-darían a tu arzobispo. Lo que no te ha venido mal, porque se han
-compadecido de ti, y después de haberme hecho el conde Galiano muchas
-preguntas acerca de tu persona, a las cuales puedes creer respondí como
-debía, me encargó que te presente a él, y para este fin iba ahora mismo
-a buscarte. Según parece, quiere nombrarte por uno de sus secretarios,
-y te aconsejo no desprecies este partido. En casa de este señor te
-hallarás perfectamente; es rico y hace en Madrid un gasto de embajador.
-Dicen ha venido a la corte a tratar con el duque de Lerma sobre ciertas
-haciendas de la Corona que este ministro piensa enajenar en Sicilia.
-En fin, el conde, aunque siciliano, parece generoso, lleno de rectitud
-y de ingenuidad. No puedes hacer mejor cosa que acomodarte con este
-señor, porque probablemente es el que debe hacerte rico, según lo que
-te pronosticaron en Granada.»
-
-«Había resuelto--dije a Núñez--pasearme y divertirme algún tiempo antes
-de ponerme a servir; pero me hablas del conde siciliano de un modo
-que me hace mudar de intenciones. ¡Ya quisiera estar con él!» «Pronto
-estarás--me dijo--, o yo me engaño mucho.» Entonces salimos ambos para
-ir a ver al conde, que ocupaba la casa de D. Sancho de Avila, su amigo,
-quien estaba entonces en una hacienda de campo.
-
-Encontramos en el patio muchos pajes y lacayos con libreas primorosas,
-y en la antesala muchos escuderos, gentileshombres y otros criados.
-Si los vestidos eran magníficos, los rostros eran tan extravagantes
-que se me figuraron una manada de monos vestidos a la española. Puede
-afirmarse que hay caras de hombres y mujeres a las que el arte no puede
-dar hermosura.
-
-Habiendo D. Fabricio hecho pasar recado, fué admitido inmediatamente
-en la sala, adonde le seguí. Estaba el conde en bata, sentado en un
-sofá y tomando chocolate. Le saludamos con demostraciones del más
-profundo respeto, y él nos correspondió inclinando la cabeza y con un
-aspecto tan afable que le cobré grande inclinación; efecto admirable y
-ordinario que causa comúnmente en nosotros la favorable acogida de los
-grandes. Preciso es que nos reciban muy mal para que nos desagraden.
-
-Después que tomó el chocolate se divirtió algún tiempo en juguetear
-con un gran mono, al que llamaba _Cupido_. Ignoro por qué pusieron
-el nombre de este dios a aquel animal, a no ser que fuese por causa
-de su malicia, porque en otra cosa absolutamente no le parecía; pero
-tal cual era, su amo tenía puesto todo su cariño en él, y estaba tan
-prendado de sus gracias que no le soltaba de sus brazos. Aunque nos
-divertían poco los brincos del mono, aparentamos que nos hechizaban, lo
-que complació mucho al siciliano, quien suspendió el gusto que tenía
-en aquel pasatiempo para decirme: «En mano de usted estará, amigo mío,
-ser uno de mis secretarios. Si le conviene a usted el partido, le daré
-doscientos doblones al año; basta que don Fabricio sea quien presente
-a usted y responda de su conducta.» «Sí, señor--exclamó Núñez--. Soy
-más arrogante que Platón, que no se atrevió a salir por fiador de un
-amigo suyo que enviaba a Dionisio el tirano; pero no temo merecer
-reconvenciones.»
-
-Agradecí con una reverencia al poeta de Asturias su fina arrogancia,
-y después, dirigiéndome al amo, le aseguré de mi celo y fidelidad.
-Apenas vió aquel señor que yo aceptaba su propuesta, hizo llamar a
-su mayordomo, a quien habló en secreto, y en seguida me dijo: «Gil
-Blas, luego te diré en lo que pienso emplearte; entre tanto vé con
-mi mayordomo, que ya le he dado orden de lo que ha de hacer de ti.»
-Obedecí, dejando a Fabricio con el conde y _Cupido_.
-
-El mayordomo, que era un mesinés de los más diestros, me llevó a su
-cuarto, llenándome de cumplimientos. Hizo llamar al sastre de la casa
-y le mandó hacerme prontamente un vestido de igual magnificencia que
-los de los criados mayores. El sastre me tomó la medida y se retiró.
-«En cuanto a vuestra habitación--me dijo el mesinés--, os he destinado
-una que os gustará. Ahora bien--prosiguió--: ¿os habéis desayunado?»
-Respondíle que no. «¡Qué pobre mozo sois!--me dijo--. ¿Por qué no
-habláis? Estáis en una casa en donde no hay mas que decir lo que se
-quiere para tenerlo. Venid conmigo, que voy a llevaros a un paraje en
-donde, a Dios gracias, nada falta.»
-
-Dicho esto, me hizo bajar a la despensa, en la que hallamos al
-repostero, que era un napolitano que valía tanto como el mesinés, de
-modo que pudiera decirse de ambos que eran a cual peor. Este honrado
-hombre estaba con cinco o seis amigos suyos atracándose de jamón,
-lenguas de vaca y otras carnes saladas que les hacían menudear los
-tragos. Entramos en el corro y ayudamos a apurar los mejores vinos del
-señor conde. Mientras esto pasaba en la repostería, se representaba la
-misma comedia en la cocina, en donde el cocinero también obsequiaba
-a tres o cuatro conocidos suyos, quienes no bebían menos vino que
-nosotros y se hartaban de empanadas de perdices y conejos. Hasta los
-marmitones se regalaban con lo que podían pescar. Yo pensé estar en el
-puerto de Arrebatacapas y en una casa entregada al pillaje; pero cuanto
-estaba viendo era nada en comparación de lo que no veía.
-
-
-
-
- CAPITULO XV
-
-De los empleos que el conde Galiano dió en su casa a Gil Blas.
-
-
-Habiendo salido a hacer llevar el equipaje a mi nueva habitación,
-encontré a la vuelta al conde en la mesa con muchos señores y el poeta
-Núñez, que con aire desembarazado se hacía servir como uno de tantos y
-se mezclaba en la conversación. Al mismo tiempo observé que no decía
-palabra que no cayese en gracia a los circunstantes. ¡Viva el talento!
-¡El que lo tiene puede hacer cuantos papeles quiera!
-
-Por lo que a mí toca, comí con los criados mayores, que fueron servidos
-con corta diferencia como el amo. Acabada la comida, me retiré a mi
-cuarto, en donde, reflexionando sobre mi condición, me dije a mí mismo:
-«Ahora bien, Gil Blas: ya estás sirviendo a un conde siciliano cuyo
-carácter no conoces. Si se ha de juzgar por las apariencias, estarás
-en su casa como el pez en el agua; pero de nada se puede estar seguro,
-y la malignidad de tu estrella te ha hecho ver muy de ordinario que
-no debes fiarte de ella. Además de esto, ignoras el destino que
-quiere darte. Ya tiene secretarios y mayordomo. ¿En qué querrá que tú
-le sirvas? Siempre querrá que lleves el caduceo, es decir, que seas
-su confidente secreto. ¡Pues sea enhorabuena! No se podría entrar
-bajo mejor pie en casa de un señor para andar mucho en poco tiempo.
-Sirviendo empleos más honrosos se camina lentamente, y aun con eso no
-siempre se consigue el fin.»
-
-En medio de estas bellas reflexiones vino un lacayo a decirme que
-todos los caballeros que habían comido en casa se habían marchado y
-que su señoría me llamaba. Fuí volando a su aposento, en donde le
-encontré echado en un sofá para dormir la siesta y con su mono al
-lado. «Acércate, Gil Blas--me dijo--; toma una silla y escúchame.»
-Obedecíle y me habló en estos términos: «Me ha dicho don Fabricio
-que, entre otras buenas cualidades, tienes la de amar a tus amos y que
-eres un mozo de mucha integridad. Estas dos cosas me han determinado
-a recibirte para mi servicio. Necesito un criado que me tenga afecto,
-cuide de mis intereses y ponga todo su conato en conservar mis bienes.
-Es verdad que soy rico, pero mis gastos exceden todos los años a mis
-rentas. ¿Y por qué? Porque me roban, porque me saquean y vivo en mi
-casa como en un monte lleno de ladrones. Sospecho que mi mayordomo y mi
-repostero caminan de acuerdo, y si no me engaño, ve aquí más de lo que
-se necesita para arruinarme enteramente. Me dirás que si los contemplo
-bribones por qué no los despido; pero ¿en dónde hallaré otros que sean
-formados de mejor barro? Es preciso contentarme con hacer que vigile
-sobre ellos una persona encargada de inspeccionar su conducta. A ti,
-Gil Blas, he elegido para el desempeño de esta comisión. Si la evacuas
-bien, ten por cierto que no servirás a un ingrato. Cuidaré de emplearte
-muy ventajosamente en Sicilia.»
-
-Después de haberme hablado de esta manera me despidió, y aquella misma
-noche, delante de todos los criados, fuí proclamado por superintendente
-de la casa. Por el pronto no fué muy sensible esta novedad al mesinés
-y al napolitano, porque yo les parecía un picarillo fácil de ganar y
-contaban con que partiendo conmigo la torta tendrían libertad para
-continuar su rumbo; pero al día siguiente se hallaron muy chasqueados
-cuando les manifesté que yo era enemigo de toda malversación. Pedí
-al mayordomo un estado de las provisiones, visité el depósito de los
-vinos, registré lo que había en la repostería, quiero decir, la vajilla
-y mantelería, y después los exhorté a mirar por el caudal del amo, a
-usar de economía en el gasto, y acabé mi exhortación con asegurarles
-que daría cuenta a su señoría de cuanto malo viese hacer en su casa.
-
-No me contenté con esto, sino que quise tener un espía para averiguar
-si había alguna inteligencia entre ellos, y a este fin me valí de un
-marmitón que, engolosinado con mis promesas, dijo que no podía haber
-escogido otro más a propósito que él para saber lo que pasaba en casa;
-que el mayordomo y el repostero estaban aunados y cada uno hurtaba por
-su parte; que todos los días enviaban fuera la mitad de las provisiones
-que se compraban para el gasto de la casa; que el napolitano mantenía
-a una dama que vivía enfrente del colegio de Santo Tomás y el mesinés
-a otra en la Puerta del Sol; que estos dos caballeros hacían llevar
-todas las mañanas a casa de sus ninfas toda especie de provisiones; que
-el cocinero por su parte regalaba muy buenos platos a una viuda que
-conocía en la vecindad, y que, en agradecimiento de los servicios que
-hacía a los otros dos, disponía como ellos de los vinos del depósito.
-Finalmente, que estos tres criados eran la causa del gasto tan enorme
-que se hacía en casa del señor conde. «Si usted no me cree--añadió el
-marmitón--, tómese el trabajo de estar mañana por la mañana, a eso
-de las siete, cerca del Colegio de Santo Tomás, y me verá cargado con
-un esportón, que le hará ver que no miento.» «Según eso--le dije--,
-¿eres el mandadero de esos galanes proveedores?» «Yo soy--respondió--el
-que sirvo al repostero, y uno de mis camaradas hace los recados del
-mayordomo.»
-
-Esta noticia me pareció digna de averiguarse. El día siguiente tuve la
-curiosidad de ir cerca del colegio de Santo Tomás a la hora señalada.
-No tuve que aguardar mucho a mi espía, pues bien pronto le vi llegar
-con un gran esportón lleno de carne, aves y caza. Conté las piezas y
-las apunté en mi libro de memoria, que fuí a mostrar al amo, después de
-haber dicho al marmitón que cumpliese como de ordinario su encargo.
-
-El señor siciliano, que era de un carácter muy vivo, quiso en el
-primer impulso despedir al napolitano y al mesinés; pero, después
-de haberlo pensado, se contentó con despedir al último, cuya plaza
-recayó en mí, por lo que mi empleo de superintendente quedó suprimido
-poco después de su creación, y confieso con franqueza que no me pesó.
-Hablando con propiedad, éste no era mas que un empleo honorífico de
-espía, un destino que nada tenía de sólido, siendo así que llegando
-a ser mayordomo tenía a mi disposición la caja del dinero, que es lo
-principal. Un mayordomo es el criado de más suposición en casa de
-un señor, y son tantos los gajes anejos a la mayordomía que podría
-enriquecerse sin faltar a la hombría de bien.
-
-El bellaco del napolitano no dejó por eso sus malas mañas, y
-advirtiendo que yo tenía un celo riguroso y que así no dejaba de
-registrar todas las mañanas las provisiones que compraba, no las
-extraviaba; pero el tunante continuó haciendo traer cada día la misma
-cantidad. Con esta trampa, aumentando el provecho que sacaba de lo
-sobrante de la mesa, que de derecho le pertenecía, halló medio de
-enviar la carne cocida a su queridita, ya que no podía cruda. Aquel
-diablo nada perdía y el conde nada había adelantado con tener en su
-casa al fénix de los mayordomos. La excesiva abundancia que vi reinar
-en las comidas me hizo adivinar este nuevo ardid, e inmediatamente
-puse en ello remedio, despojándolas de todo lo superfluo, lo que, sin
-embargo, hice con tanta prudencia que no se notaba ninguna escasez.
-Nadie hubiera dicho sino que continuaba siempre la misma profusión, y,
-sin embargo, no dejé de disminuir con esta economía considerablemente
-el gasto, que era lo que el amo deseaba; quería ahorrar sin parecer
-menos espléndido, de suerte que su avaricia se sujetaba a su
-ostentación.
-
-No pararon aquí mis providencias, porque también reformé otro abuso.
-Viendo que el vino iba por la posta, sospeché que había también trampa
-por este lado. Efectivamente: si, por ejemplo, había doce a la mesa
-de su señoría, se bebían cincuenta, y algunas veces hasta sesenta
-botellas, lo que no podía menos de causarme admiración. Consulté sobre
-esto a mi oráculo, es decir, a mi marmitón, con quien yo tenía algunas
-conversaciones secretas, en las que me contaba con toda fidelidad lo
-que se decía y hacía en la cocina, en donde nadie se recelaba de él.
-Me dijo que el desperdicio de que yo me quejaba procedía de una nueva
-liga que se había formado entre el repostero, el cocinero y los lacayos
-que servían el vino a la mesa, que éstos se llevaban las botellas medio
-llenas y las distribuían después entre los confederados. Reñí a los
-lacayos y les amenacé con echarlos a la calle si volvían a reincidir,
-y esto bastó para que se enmendasen. Tenía gran cuidado de informar a
-mi amo de las menores cosas que hacía en su beneficio, con lo que me
-llenaba de alabanzas y cada día me cobraba más afecto. Por mi parte,
-recompensé al marmitón que me hacía tan buenos oficios, haciéndole
-ayudante de cocina. De este modo va ascendiendo un criado fiel en las
-casas principales.
-
-El napolitano rabiaba de ver que siempre andaba tras de él, y lo que
-sentía más vivamente era el tener que aguantar mis reparos siempre
-que me daba las cuentas, porque para quitarle el motivo de sisar me
-tomé la molestia de ir a los mercados e informarme del precio de los
-géneros, de suerte que le esperaba con esta prevención. Y como él no
-dejaba de querer remachar el clavo, yo le rechazaba vigorosamente, bien
-persuadido de que me maldeciría cien veces al día; pero la causa de
-sus maldiciones me quitaba todo temor de que se cumpliesen. No sé cómo
-podía resistir a mis pesquisas ni cómo continuaba sirviendo al señor
-siciliano; sin duda que él, a pesar de todo esto, hacía su agosto.
-
-Contaba a Fabricio, a quien veía algunas veces, mis inauditas proezas
-económicas; pero le hallaba más propenso a vituperar mi conducta que
-a aprobarla. «¡Quiera Dios--me dijo un día--que al cabo y al postre
-sea bien recompensado tu desinterés! Pero, hablando aquí para los dos,
-creo que saldrías más bien librado si no te estrellases tanto con el
-repostero.» «Pues qué--le respondí--, ¿este ladrón ha de tener la
-osadía de poner en la cuenta del gasto diez doblones por un pescado
-que no costó más que cuatro? ¿Y quieres tú que yo pase esta partida?»
-«¿Y por qué no?--replicó serenamente--. Que te dé la mitad del aumento
-y hará las cosas en forma. A fe mía, amigo--continuó, meneando la
-cabeza--, que no te sabes gobernar. Tú, a la verdad, echas a perder
-las cosas, y tienes traza de servir mucho tiempo, pues no te chupas el
-dedo teniéndolo en la miel. Has de saber que la fortuna es semejante
-a aquellas damiselas vivas y veleidosas a quienes no pueden sujetar
-los galanes tímidos.» Reíme de las expresiones de Núñez, que por su
-parte hizo otro tanto, y quiso persuadirme que aquello había sido
-sólo una chanza: se avergonzaba de haberme dado inútilmente un mal
-consejo. Continué siempre en el firme propósito de ser fiel y celoso,
-atreviéndome a asegurar que en cuatro meses con mi economía ahorré a mi
-amo por lo menos tres mil ducados.
-
-
-
-
- CAPITULO XVI
-
-Del accidente que acometió al mono del conde Galiano y de la pena que
-causó a este señor. Cómo Gil Blas cayó enfermo y cuáles fueron las
-resultas de su enfermedad.
-
-
-El sosiego que reinaba en la casa le turbó extrañamente un suceso que
-al lector le parecerá una bagatela, pero que, no obstante, llegó a ser
-muy serio para los criados, y sobre todo para mí. _Cupido_, aquel mono
-de que he hablado, aquel animal tan querido del amo, al saltar un día
-de una ventana a otra tomó tan mal sus medidas que cayó al patio y se
-dislocó una pata. Apenas supo el conde esta desgracia, cuando empezó
-a dar gritos como una mujer, y en el exceso de su sentimiento echó la
-culpa a sus criados, sin excepción, y faltó poco para que los echara
-a todos a la calle. No obstante, limitó su indignación a maldecir
-nuestro descuido y darnos mil epítetos con palabras descomedidas.
-Inmediatamente hizo llamar a los cirujanos más hábiles de Madrid en
-fracturas y dislocaciones de huesos. Reconocieron la pata del herido,
-repusieron el hueso en su lugar y la vendaron; pero por más que
-asegurasen no ser cosa de cuidado, no pudieron conseguir que mi amo no
-retuviese a uno de ellos para que permaneciera al lado del animal hasta
-su perfecta curación.
-
-Haría mal si pasara en silencio las penas e inquietudes que tuvo el
-señor siciliano durante este tiempo. ¿Se creerá que no se apartaba en
-todo el día de su _Cupido_? Estaba presente cuando le curaban y de
-noche se levantaba dos o tres veces a verle. Lo más penoso era que
-con precisión habían de estar todos los criados, y principalmente
-yo, siempre levantados, para acudir pronto a lo que se necesitara en
-servicio del mono. En una palabra, no hubo en la casa un instante de
-reposo hasta que la maldita bestia, curada de su caída, volvió a sus
-saltos y volteretas ordinarias. A vista de esto, bien podemos dar
-crédito a la narración de Suetonio cuando dice que Calígula amaba tanto
-a su caballo que le puso una casa ricamente alhajada, con criados para
-servirle, y que también quería hacerle cónsul. Mi amo no estaba menos
-enamorado de su mono, y con gusto le hubiera nombrado corregidor.
-
-Por desgracia mía, yo me distinguí más que todos los criados en
-complacer al amo, y trabajé tanto en cuidar de su _Cupido_ que caí
-enfermo. Me dió una fuerte calentura, que se agravó de modo que perdí
-el sentido. Ignoro lo que hicieron conmigo en los quince días que
-estuve a la muerte, y solamente sé que mi mocedad luchó tanto con la
-calentura, y tal vez contra los remedios que me dieron, que al fin
-recobré el conocimiento. El primer uso que hice de él fué observar que
-estaba en un cuarto diferente del mío. Quise saber por qué, y se lo
-pregunté a una vieja que me asistía; pero me respondió que no hablara,
-porque el médico lo había prohibido expresamente. Cuando estamos
-buenos, ordinariamente nos burlamos de estos doctores; pero en estando
-malos nos sometemos con docilidad a sus preceptos.
-
-Aunque más desease hablar con mi asistenta, tomé la determinación
-de callar; y estaba pensando en esto a tiempo que entraron dos como
-elegantes muy desembarazados, con vestidos de terciopelo y ricas
-camisolas guarnecidas de encaje. Me imaginé que eran algunos señores
-amigos de mi amo, que por atención a él me venían a ver, y en esta
-inteligencia hice un esfuerzo para incorporarme, y por política me
-quité el gorro; pero mi asistenta me volvió a tender a la larga,
-diciéndome que aquellos señores eran el médico y el boticario que me
-asistían.
-
-El doctor se acercó a mí, me tomó el pulso, miróme atentamente el
-rostro, y habiendo observado todas las señales de una próxima curación,
-se revistió de un aspecto victorioso, como si hubiese puesto mucho de
-suyo, y dijo que sólo faltaba tomase una purga para acabar su obra,
-y que en vista de esto bien podía alabarse de haber hecho una buena
-curación. Después de haber hablado de esta suerte dictó al boticario
-una receta, mirándose al mismo tiempo a un espejo, atusándose el pelo
-y haciendo tales gestos que no pude dejar de reírme a pesar del estado
-en que me hallaba. Hízome una cortesía y se marchó, pensando más en su
-cara que en las drogas que había recetado.
-
-Luego que salió, el boticario, que sin duda no fué a mi casa en vano,
-se preparó para ejecutar lo que se puede discurrir. Fuese porque
-temiese que la vieja no se daría buena maña, o sea por hacer valer más
-el género, quiso operar por sí mismo; pero, a pesar de su destreza,
-apenas me había disparado la carga cuando, sin saber cómo, la rechacé
-sobre el manipulante, poniéndole el vestido de terciopelo como de
-perlas. Tuvo este accidente por adehala del oficio. Tomó una toalla, se
-limpió sin decir palabra y se fué, bien resuelto a hacerme pagar lo que
-le llevase el quitamanchas, a quien sin duda tuvo precisión de enviar
-su vestido.
-
-A la mañana siguiente volvió, vestido más llanamente, aunque nada tenía
-que aventurar ya, y me trajo la purga que el doctor había recetado el
-día antes. Yo me sentía por momentos mejor; pero, fuera de eso, había
-cobrado tanta aversión desde el día anterior a los médicos y boticarios
-que maldecía hasta las Universidades en donde a estos señores se les da
-la facultad de matar hombres sin riesgo. Con esta disposición, declaré,
-enfadado, que no quería más remedios y que fueran a los diablos
-Hipócrates y sus secuaces. El boticario, a quien maldita de Dios la
-cosa se le daba de que yo diera el destino que quisiera a su medicina
-con tal que se la pagase, la dejó sobre la mesa y se retiró sin decirme
-una palabra.
-
-Inmediatamente hice arrojar por la ventana aquel maldito brebaje,
-contra el cual había formado tal aprensión que habría creído beber
-veneno si lo hubiera tomado. A esta desobediencia añadí otras:
-rompí el silencio y dije con entereza a la que me cuidaba que lo que
-positivamente quería era me diese noticias de mi amo. La vieja, que
-temía excitar en mí una alteración peligrosa si me respondía, o, por el
-contrario, que si dejaba de satisfacerme irritaría mi mal, se detuvo un
-poco; pero la insté con tal empeño que al fin me respondió: «Caballero,
-usted no tiene más amo que a usted mismo. El conde Galiano se ha vuelto
-a Sicilia.»
-
-Me parecía increíble lo que oía; pero nada era más cierto. Este señor,
-desde el segundo día de mi enfermedad, temiendo que muriese en su casa,
-tuvo la bondad de hacerme trasladar, con lo poco que tenía, a una
-posada, en donde me dejó abandonado sin más ni más a la Providencia
-y al cuidado de una asistenta. En este tiempo tuvo orden de la Corte
-para restituirse a Sicilia, y se marchó tan aceleradamente que no pudo
-pensar en mí, ya fuese porque me contaba con los muertos o ya porque
-las personas de distinción suelen padecer estas faltas de memoria.
-
-Mi asistenta fué la que me lo contó todo, y me dijo que ella era
-la que había buscado médico y boticario para que no muriese sin su
-asistencia. Estas bellas noticias me hicieron caer en un profundo
-desvarío. ¡Adiós mi establecimiento ventajoso en Sicilia! ¡Adiós mis
-más dulces esperanzas! «Cuando os suceda alguna desgracia--dice un
-Papa--, examinaos bien y encontraréis que siempre habéis tenido alguna
-parte de culpa.» Con perdón de este Santo Padre, no puedo descubrir en
-qué hubiese yo contribuído a mi fatalidad en aquella ocasión.
-
-Cuando vi desvanecidas las lisonjeras fantasmas de que me había llenado
-la cabeza, lo primero que me ocupó el pensamiento fué mi maleta, que
-hice traer a mi cama para registrarla. Al verla abierta, suspiré. «¡Ay
-mi amada maleta--exclamé--, único consuelo mío! ¡A lo que veo, has
-estado a merced de manos ajenas!» «¡No, no, señor Gil Blas--me dijo
-entonces la vieja--; crea usted que nada le han robado! He guardado su
-maleta lo mismo que mi honra.»
-
-Encontré el vestido que llevaba cuando entré a servir al conde, pero
-busqué en vano el que me mandó hacer el mesinés. Mi amo no había
-tenido por conveniente dejármelo o alguno se lo había apropiado. Todo
-lo restante de mi ajuar estaba allí, y también una bolsa grande de
-cuero donde tenía mi dinero. Lo conté dos veces, porque a la primera,
-no hallando mas que cincuenta doblones, no creí quedasen tan pocos de
-doscientos sesenta que dejé en ella antes de mi enfermedad. «¿Qué es
-esto, buena mujer?--dije a mi asistenta--. Mi caudal se ha disminuído
-mucho.» «Nadie ha llegado a él--respondió la vieja--, y he gastado lo
-menos que me ha sido posible; pero las enfermedades cuestan mucho;
-es necesario estar siempre dando dinero. Vea usted--añadió la buena
-económica sacando de la faltriquera un legajo de papeles--, vea usted
-una cuenta del gasto, tan cabal como el oro y que os hará ver que no he
-malgastado un ochavo.»
-
-Recorrí la cuenta, que bien tendría sus quince o veinte hojas. ¡Dios
-misericordioso, qué de aves se habían comprado mientras yo estuve
-sin sentido! Solamente en caldos ascendería la suma por lo menos a
-doce doblones. Las otras partidas eran correspondientes a ésta. No es
-decible lo que había gastado en carbón, en luz, en agua, en escobas,
-etc. Sin embargo, por muy llena que estuviese su lista, el total
-llegaba apenas a treinta doblones, y, por consiguiente, debían quedar
-todavía doscientos treinta. Díjeselo; pero la vieja, con un aire de
-sencillez, empezó a poner por testigos a todos los santos de que en
-la bolsa no había mas que ochenta doblones cuando el mayordomo del
-conde le había entregado mi maleta. «¿Qué dice usted, buena mujer?--le
-interrumpí con precipitación--. ¿Fué el mayordomo quien dió a usted mi
-ropa?» «El fué realmente--me respondió--; por más señas, que al dármela
-me dijo: «Tome usted, buena mujer; cuando el señor Gil Blas esté frito
-en aceite no deje usted de obsequiarle con un buen entierro. En esta
-maleta hay con qué hacerle las honras.»
-
-«¡Ah maldito napolitano!--exclamé entonces--. ¡Ya no necesito saber en
-dónde para el dinero que me falta! ¡Tú lo has llevado, para desquitarte
-de lo que te he impedido hurtases!» Después de esta invectiva, di
-gracias al Cielo de que el bribón no hubiese cargado con todo. No
-obstante, aunque yo tenía motivo para imputarle el hurto, no dejé de
-discurrir que acaso podía haberlo hecho mi asistenta. Mis sospechas tan
-presto recaían sobre el uno como sobre el otro, mas para mí siempre
-era lo mismo. Nada dije a la vieja, ni tampoco quise altercar sobre las
-partidas de su larga cuenta, porque nada hubiera adelantado: es preciso
-que cada uno haga su oficio. Mi resentimiento se redujo a pagarla y
-despedirla de allí a tres días.
-
-Me imagino que al salir de mi casa fué a avisar al boticario de que yo
-la había despedido y me hallaba ya restablecido y fuerte para poder
-tomar las de Villadiego sin pagarle, porque le vi venir de allí a poco
-que apenas podía echar el aliento. Dióme su cuenta, en la que venían
-los supuestos remedios que me había suministrado cuando estaba yo sin
-sentido, puestos con unos nombres que no entendí, aunque había sido
-médico. Esta se podía llamar propiamente cuenta de boticario, y así,
-cuando llegó el caso de la paga, altercamos bastante, pretendiendo yo
-que rebajase la mitad y él porfiando que no bajaría un maravedí: pero
-haciéndose cargo al fin el boticario de que las había con un mozo que
-en el día podía marcharse de Madrid, tomó a bien contentarse con lo
-que le ofrecía, es decir, con tres partes más de lo que valían sus
-medicinas, por no exponerse a perderlo todo. Con mucho sentimiento
-mío le aflojé el dinero, con lo que se retiró, bien vengado de la
-desazoncilla que le causé el día de la lavativa.
-
-El médico llegó casi al punto, porque estos animales van siempre uno
-tras otro. Le satisfice el importe de sus visitas, que habían sido
-frecuentes, y se marchó contento. Mas, para acreditarme que había
-ganado bien su dinero, antes de retirarse me refirió por menor las
-mortales consecuencias que había precavido en mi enfermedad, lo cual
-hizo en términos muy elegantes y con un aspecto agradable; pero nada
-comprendí de cuanto dijo. Luego que salí de él me juzgué ya libre de
-todos los familiares de las Parcas; pero me engañaba, porque vino
-también un cirujano, a quien en mi vida había visto. Saludóme muy
-cortésmente y manifestó mucho gusto de hallarme fuera del peligro
-en que me había visto, atribuyendo este beneficio--decía él--a dos
-copiosas sangrías que me había hecho y a unas ventosas que había tenido
-la honra de aplicarme. Esta pluma quedaba que arrancarme todavía; me
-fué preciso asimismo pagar al cirujano. Con tantas evacuaciones se
-quedó tan flaco mi bolsillo que se podía decir era un cuerpo aniquilado
-y que ni aun le quedaba el húmedo radical.
-
-Al verme otra vez abismado en tan miserable situación, empecé a
-desanimarme. En casa de mis últimos amos me había aficionado de
-suerte a las comodidades de la vida que no podía ya, como en otro
-tiempo, considerar la indigencia del modo que un filósofo cínico. A
-la verdad, no debía entristecerme, teniendo repetidas experiencias de
-que la fortuna apenas me derribaba cuando me volvía a levantar; antes
-hubiera debido mirar mi infeliz estado como una ocasión de inmediata
-prosperidad.
-
-
-FIN DEL TOMO SEGUNDO
-
-
-
-
- ÍNDICE DEL TOMO SEGUNDO
-
-
- _Páginas._
-
-
- LIBRO CUARTO
-
- CAPÍTULO I.--No pudiendo Gil Blas acomodarse a las costumbres
- de los comediantes, se sale de casa de Arsenia y halla mejor
- conveniencia. 5
-
- CAPÍTULO II.--Cómo recibió Aurora a Gil Blas, y la
- conversación que con él tuvo. 13
-
- CAPÍTULO III.--De la gran mutación que sobrevino en casa de
- don Vicente y de la extraña determinación que el amor hizo
- tomar a la bella Aurora. 18
-
- CAPÍTULO IV.--El casamiento por venganza. (Novela). 26
-
- CAPÍTULO V.--De lo que hizo doña Aurora de Guzmán luego que
- llegó a Salamanca. 64
-
- CAPÍTULO VI.--De qué ardides se valió Aurora para que la amase
- don Luis Pacheco. 78
-
- CAPÍTULO VII.--Muda Gil Blas de acomodo, pasando a servir a
- don Gonzalo Pacheco. 89
-
- CAPÍTULO VIII.--Carácter de la marquesa de Chaves, y personas
- que ordinariamente la visitaban. 104
-
- CAPÍTULO IX.--Por qué incidente Gil Blas salió de casa de la
- marquesa de Chaves y cuál fué su paradero. 110
-
- CAPÍTULO X.--Historia de don Alfonso y de la bella Serafina. 117
-
- CAPÍTULO XI.--Quién era el viejo ermitaño y cómo conoció Gil
- Blas que se hallaba entre amigos. 136
-
-
- LIBRO QUINTO
-
- CAPÍTULO I.--Historia de don Rafael. 143
-
- CAPÍTULO II.--De la conferencia que tuvieron don Rafael y sus
- oyentes y de la aventura que les sucedió al querer salir del
- bosque. 235
-
-
- LIBRO SEXTO
-
- CAPÍTULO I.--De lo que hicieron Gil Blas y sus compañeros
- después que se separaron del conde de Polán; del importante
- proyecto que formó Ambrosio y cómo se ejecutó. 241
-
- CAPÍTULO II.--De la resolución que tomaron don Alfonso y Gil
- Blas después de esta aventura. 249
-
- CAPÍTULO III.--Cómo don Alfonso se halla en el colmo de su
- alegría y la aventura por la cual se vió de repente Gil Blas
- en un estado dichoso. 254
-
-
- LIBRO SÉPTIMO
-
- CAPÍTULO I.--De los amores de Gil Blas y de la señora Lorenza
- Séfora. 259
-
- CAPÍTULO II.--De lo que le sucedió a Gil Blas después de
- dejar la casa de Leiva y de las felices consecuencias que tuvo
- el mal suceso de sus amores. 268
-
- CAPÍTULO III.--Llega Gil Blas a ser el privado del arzobispo
- de Granada y el conducto de sus gracias. 276
-
- CAPÍTULO IV.--Dale un accidente de apoplejía al arzobispo. Del
- lance crítico en que se halla Gil Blas y del modo con que
- salió de él. 283
-
- CAPÍTULO V.--Partido que tomó Gil Blas después que le despidió
- el arzobispo; su casual encuentro con el licenciado García y
- cómo le manifestó éste su agradecimiento. 288
-
- CAPÍTULO VI.--Va Gil Blas a ver representar a los cómicos de
- Granada; de la admiración que le causó el ver a una actriz y
- de lo que le pasó con ella. 292
-
- CAPÍTULO VII.--Historia de Laura. 300
-
- CAPÍTULO VIII.--Del recibimiento que hicieron a Gil Blas los
- cómicos de Granada y de la persona a quien reconoció en el
- vestuario. 317
-
- CAPÍTULO IX.--Del hombre extraordinario con quien Gil Blas
- cenó aquella noche y de lo que pasó entre ellos. 321
-
- CAPÍTULO X.--De la comisión que el marqués de Marialba dió a
- Gil Blas y cómo la desempeñó este fiel secretario. 325
-
- CAPÍTULO XI.--De la noticia que supo Gil Blas, y que fué un
- golpe mortal para él. 329
-
- CAPÍTULO XII.--Gil Blas se aloja en una posada de caballeros,
- en donde adquiere conocimiento con el capitán Chinchilla; qué
- clase de hombre era este oficial y qué negocio le había
- llevado a Madrid. 334
-
- CAPÍTULO XIII.--Encuentra Gil Blas en la corte a su querido
- amigo Fabricio, y de la grande alegría que de ello recibieron.
- A dónde fueron los dos, y de la curiosa conversación que
- tuvieron. 343
-
- CAPÍTULO XIV.--Fabricio coloca a Gil Blas en casa del conde
- Galiano, título de Sicilia. 356
-
- CAPÍTULO XV.--De los empleos que el conde Galiano dió en su
- casa a Gil Blas. 360
-
- CAPÍTULO XVI.--Del accidente que acometió al mono del conde
- Galiano y de la pena que causó a este señor. Cómo Gil Blas
- cayó enfermo y cuáles fueron las resultas de su enfermedad. 368
-
-
-
-
- OBRAS DE J. H. FABRE
-
- EDITADAS POR CALPE
-
-
-Cinco volúmenes en 8.º, de unas 300 páginas cada uno.
-
-LA VIDA Y COSTUMBRES MARAVILLOSAS DE LOS INSECTOS APARECEN EN ESTAS
-OBRAS NARRADAS CON AMENIDAD ENCANTADORA
-
-
- TITULO DE CADA VOLUMEN
-
-=Maravillas del instinto en los insectos=, con grabados y 16 láminas
-fuera de texto, según fotografías de P. H. Fabre, y portada en color.
-En rústica, 5 pesetas; en tela, 7.
-
-=Costumbres de los insectos=, con grabados y 16 láminas fuera de texto,
-según fotografías de P. H. Fabre, y portada en color. En rústica, 5
-pesetas; en tela, 7.
-
-=La vida de los insectos=, con grabados y 11 láminas fuera de texto,
-según fotografías de P. H. Fabre, y portada en color. En rústica, 5
-pesetas; en tela, 7.
-
-=Los destructores.= Lecturas acerca de los animales perjudiciales
-a la agricultura, con grabados y 16 láminas fuera de texto, según
-fotografías de P. H. Fabre, y portada en color. En rústica, 5 pesetas;
-en tela, 7.
-
-=Los auxiliares.= Lecturas acerca de los animales útiles a la
-agricultura, con grabados y 16 láminas fuera de texto, según
-fotografías de P. H. Fabre, y portada en color. En rústica, 5 pesetas;
-en tela, 7.
-
-
-
-
- COLECCIÓN CONTEMPORÁNEA
-
-
- Los mejores novelistas modernos
-
-Obras escogidas entre los más selecto de la producción literaria de
-nuestros días y publicadas por CALPE:
-
-
-Marcelo Proust.--=Por el camino de Swan.=--Dos tomos. Cada uno,
-encuadernado, 6 pesetas; en rústica, 5.
-
-Miguel de Unamuno.--=Tres novelas ejemplares y un
-prólogo.=--Encuadernado, 4 pesetas; en rústica, 3.
-
-Tomás Mann.--=La muerte en Venecia, y Tristán.=--Encuadernado, 6
-pesetas; en rústica, 5.
-
-Antón Chejov.--=El jardín de los cerezos, y Cuentos.=--Encuadernado, 6
-pesetas; en rústica, 5.
-
-Leonardo Coimbra.--=La Alegría, el Dolor y la Gracia.=--Encuadernado, 6
-pesetas; en rústica, 5.
-
-Enrique Mann.--=Las diosas.=--Tomo I.--=Diana.= Encuadernado, 6
-pesetas; en rústica, 5.
-
-Ana Vivanti.--=Los devoradores.=--Dos tomos. Cada uno, encuadernado,
-5,50 pesetas; en rústica, 4,50.
-
-Juan Giraudoux.--=La escuela de los indiferentes.=--Encuadernado, 5,50
-pesetas; en rústica, 4,50.
-
-Alejandro Arnoux.--=El cabaret.=--Encuadernado, 5,50 pesetas; en
-rústica, 4,50.
-
-Escipión Sighele.--=Eva moderna.=--Encuadernado, 6 pesetas; en rústica,
-5.
-
- --=La mujer y el amor.=--Encuadernado, 5 pesetas; en rústica, 4.
-
-Tomás Hardy.--=La bien amada.=--Encuadernado, 5 pesetas; en rústica, 4.
-
-Francis Jammes.--=Rosario al sol.=--Encuadernado, 5 pesetas; en
-rústica, 4.
-
-Emilio Clermont.--=Laura.=--Encuadernado, 5 pesetas; en rústica, 4.
-
-Israel Zangwill.--=Los hijos del Ghetto.=--Dos tomos. Cada uno,
-encuadernado, 5 pesetas; en rústica, 4.
-
-Valery-Larbaud.--=Fermina Márquez.=--Encuadernado, 4,50 pesetas; en
-rústica, 3,50.
-
-Eugenio d'Ors.--=Oceanografía del tedio, e Historias de Las
-Esparragueras.=--Encuadernado, 4 pesetas; en rústica, 3.
-
-Arturo Schnitzler.--=Anatol, y "A la cacatúa verde".=--Encuadernado, 4
-pesetas; en rústica, 3.
-
-Raul Brandâo.--=La farsa.=--Encuadernado, 4 pesetas; en rústica, 3.
-
-Lafcadio Hearn.--=El romance de la Vía Láctea.=--Encuadernado, 4
-pesetas; en rústica, 3.
-
- --=Kwaidan.=--Encuadernado, 4 pesetas; en rústica, 3.
-
-Julián Benda.--=La ordenación.=--Encuadernado, 4 pesetas; en rústica, 3.
-
-Jeromo y Juan Tharaud.--=Un reino de Dios.=--Encuadernado, 4 pesetas;
-en rústica, 3.
-
-
- LOS GRANDES VIAJES
- MODERNOS
-
- OBRAS PUBLICADAS POR CALPE:
-
-
-Ansorge: =Bajo el sol africano.= Un tomo de 432 páginas, con 123
-grabados, 14 láminas fuera de texto y portada a varios colores, 20
-pesetas.
-
-Charcot: =El «Pourquoi-pas?» en el Antártico.= Un tomo de 478 páginas,
-con 121 grabados, 43 láminas y tres mapas, cubiertas a varios colores,
-20 pesetas.
-
-Sverdrup: =Cuatro años en los hielos del Polo.= Dos tomos, con 908
-páginas, 35 láminas, 104 grabados y cinco mapas en colores. Cada tomo,
-20 pesetas.
-
-Haviland: =De la «taiga» y de la «tundra».= (La vida en el Bajo
-Yenisei.) Un volumen de 320 páginas, con numerosos grabados, 15 pesetas.
-
-Alexander: =Del Níger al Nilo.= Dos tomos. El tomo I consta de 436
-páginas, con 27 láminas y 99 figuras. El tomo II tiene 460 páginas, con
-24 láminas, 98 figuras y un mapa. Cada tomo, 20 pesetas.
-
-Orjan Olsen: =Los soyotos. Nómadas pastores de renos.= Un volumen de
-240 páginas, con 49 figuras, 8 láminas y un mapa, 14 pesetas.
-
-
- EN PRENSA
-
-Algot Lange: =El Bajo Amazonas=.
-
-Erland Nordenskjold: =Exploraciones y aventuras en la América del Sur=.
-
-Sven Hedin: =Transhimalaya=.
-
-
-
-
-
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-(Vol 2 de 3), by Alain-René Lesage
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-
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- The Project Gutenberg eBook of Historia de Gil Blas de Santillana, Tomo II, by Alain-René Lesage.
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-
-
-<pre>
-
-The Project Gutenberg EBook of Historia de Gil Blas de Santillana (Vol 2
-de 3), by Alain-René Lesage
-
-This eBook is for the use of anyone anywhere in the United States and most
-other parts of the world at no cost and with almost no restrictions
-whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of
-the Project Gutenberg License included with this eBook or online at
-www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you'll have
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-
-Title: Historia de Gil Blas de Santillana (Vol 2 de 3)
- Novela
-
-Author: Alain-René Lesage
-
-Translator: P. Isla
-
-Release Date: July 30, 2016 [EBook #52682]
-
-Language: Spanish
-
-Character set encoding: ISO-8859-1
-
-*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK GIL BLAS DE SANTILLANA, VOL 2 ***
-
-
-
-
-Produced by Josep Cols Canals, Carlos Colón and the Online
-Distributed Proofreading Team at http://www.pgdp.net (This
-file was produced from images generously made available
-by The Internet Archive/Canadian Libraries)
-
-
-
-
-
-
-</pre>
-
-<p class="box">Nota del Transcriptor:<br/><br/>
-
-Se ha respetado la ortografía y la acentuación del original.<br/><br />
- Errores obvios de imprenta han sido corregidos.<br/><br />
-
- Páginas en blanco han sido eliminadas.<br/><br/>
-La portada fue diseñada por el transcriptor y se considera dominio público.<br /></p>
-
-
-
-
-
-<p class="p6 center large">Le Sage</p>
-
-<p class="p6 center"><span class="xlarge">HISTORIA DE GIL BLAS DE SANTILLANA</span><br />
-
-<span class="medium">TOMO II</span></p>
-
-<p class="p6 center">MCMXXII</p>
-<hr class="chap" />
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_2" id="Page_2"></a></span></p>
-
-
-
-
-<p class="p6 center">Papel expresamente fabricado por <span class="smcap">La Papelera Española</span>.</p>
-<hr class="chap" />
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_3" id="Page_3"></a></span></p>
-
-
-
-
-<p class="p6 center large">LE SAGE</p>
-
-<h1>Historia<br />
-
-<span class="medium">de</span><br />
-Gil Blas de Santillana</h1>
-
-<p class="p4 center">NOVELA</p>
-
-<p class="p2 center">TOMO II</p>
-
-<p class="p2 center">Traducción del P. Isla</p>
-
-<div class="figcenter"><img src="images/illo.png" width="100"
-height="100" alt="" title="" /></div>
-
-<p class="p4 center">MADRID, 1922</p>
-<hr class="chap" />
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_4" id="Page_4"></a></span></p>
-
-
-
-
-<p class="p6 center">Talleres "Calpe", Larra, 6 y 8.&mdash;MADRID</p>
-<hr class="chap" />
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_5" id="Page_5"></a></span></p>
-
-
-
-<h2>GIL BLAS DE SANTILLANA</h2>
-
-<h2>LIBRO CUARTO</h2>
-
-<h3 id="IV_I">CAPITULO PRIMERO</h3>
-
-
-<p class="i2 center">No pudiendo Gil Blas acomodarse a las costumbres
-de los comediantes, se sale de casa de Arsenia y
-halla mejor conveniencia.</p>
-
-
-<p class="p2">Un tantico de honor y de religión que conservaba
-todavía en medio de tan estragadas costumbres
-me obligó, no sólo a dejar a Arsenia, sino a romper
-toda comunicación con Laura, a quien, sin
-embargo, no podía menos de amar, aun conociendo
-que me hacía mil infidelidades. ¡Dichoso aquel
-que sabe aprovecharse de ciertos momentos en
-que la razón viene a turbar los ilícitos embelesos
-que la tienen obcecada! Amaneció, pues, una mañana,
-muy dichosa para mí, en la cual hice mi
-hatillo, y sin contar con Arsenia, que si se va a
-decir verdad casi nada me debía de mi salario,
-ni despedirme de mi querida Laura, salí de aquella
-casa en que sólo se respiraba libertinaje. Premió<span class="pagenum"><a name="Page_6" id="Page_6">[6]</a></span>me
-inmediatamente el Cielo esta buena obra, pues
-encontrando al mayordomo de mi difunto amo don
-Matías, le saludé, y él, conociéndome al instante,
-me preguntó a quién servía. Respondíle que había
-estado un mes en casa de Arsenia, cuyas costumbres
-desenvueltas no me cuadraban, y que en aquel
-mismo punto, voluntariamente, acababa de dejarla
-por salvar mi inocencia. El mayordomo, como
-si de suyo fuera hombre escrupuloso, aprobó mi
-delicadeza y me dijo que, pues yo era un mozo
-tan honrado, quería él mismo buscarme una buena
-conveniencia. Cumplió puntualmente su palabra, y
-en aquel mismo día me acomodó con don Vicente
-de Guzmán, de cuyo mayordomo él era grande
-amigo.</p>
-
-<p>No podía entrar en mejor casa, y así, nunca me
-arrepentí de haber estado en ella. Era don Vicente
-un caballero ya anciano y muy rico, que había
-muchos años vivía feliz, sin pleitos y sin mujer,
-porque los médicos le habían privado de la suya
-queriéndola curar de una tos que verosímilmente
-la dejaría vivir más largo tiempo si no hubiera tomado
-sus remedios. No pensó jamás en volverse a
-casar, dedicándose enteramente a la educación de
-Aurora, su hija única, que entraba entonces en los
-veintiséis y era una señorita completa. Juntaba a
-su hermosura poco común un entendimiento despejado
-y grande instrucción. Su padre era hombre
-de poco talento, pero tenía el de saber gobernar
-su casa. Sólo le hallaba yo un defecto, que a los
-viejos se les debe perdonar: gustaba mucho de ha<span class="pagenum"><a name="Page_7" id="Page_7">[7]</a></span>blar,
-sobre todo de guerras y batallas. Si por una
-desgracia se tocaba esta tecla en su presencia, luego
-sonaba en su boca la trompeta heroica, y se
-tenían por muy afortunados los oyentes si se contentaba
-con embocarles la relación de tres batallas
-y dos sitios. Como había militado las dos terceras
-partes de su vida, era su memoria un manantial
-inagotable de funciones y hazañas militares, que
-no siempre se oían con el gusto con que él las relataba.
-A esto se añadía que era muy prolijo, sobre
-ser un poco tartamudo, con lo cual sus relaciones
-se hacían en extremo desagradables. En lo
-demás, no era fácil encontrar un señor de mejor
-carácter. Siempre de igual humor, nada testarudo
-ni caprichoso, cosa verdaderamente rara en un
-hombre de su clase. Aunque gobernaba su hacienda
-con juicio y economía, se trataba muy decentemente.
-Componíase su familia de varios criados y
-de tres criadas, que servían a Aurora. Conocí desde
-luego que el mayordomo de don Matías me había
-colocado en una buena casa, y solamente pensé
-en el modo de conservarme en ella. Apliquéme
-a conocer bien el terreno y a estudiar el genio e
-inclinación de todos, arreglé después mi conducta
-por este conocimiento, y en poco tiempo logré
-tener en mi favor al amo y a todos mis compañeros.</p>
-
-<p>Habíase pasado casi un mes desde mi entrada
-en casa de don Vicente cuando se me figuró que su
-hija me distinguía entre los demás criados. Siempre
-que me miraba me parecía observar en sus<span class="pagenum"><a name="Page_8" id="Page_8">[8]</a></span>
-ojos cierto agrado que no advertía en ella cuando
-miraba a los otros. A no haber tratado yo con elegantes
-y comediantes, nunca me hubiera pasado
-por la imaginación que Aurora pensase en mí; pero
-me habían abierto los ojos aquellos señores míos,
-en cuya escuela no siempre estaban en el mejor
-predicamento aun las damas de la más alta esfera.
-«Si hemos de dar crédito a algunos histriones&mdash;me
-decía yo a mí mismo&mdash;, tal vez suelen venir
-a las señoras más distinguidas ciertas fantasías de
-las cuales saben ellos aprovecharse. ¿Qué sé yo
-si mi ama tendrá de estos caprichos? Pero no&mdash;añadía
-inmediatamente&mdash;, no puedo persuadirme de
-tal cosa; no es esta señorita una de aquellas Mesalinas
-que, olvidadas de la noble altivez que les
-infunde su nacimiento, se rinden a la indecencia
-de humillarse hasta el polvo y se deshonran a sí
-mismas sin rubor. Será quizá una de aquellas virtuosas,
-pero tiernas y amorosas doncellas, que, sin
-traspasar los límites que la virtud prescribe a su
-ternura, no hacen escrúpulo de inspirar ni de sentir
-ellas mismas una pasión delicada que las entretiene
-sin peligro.»</p>
-
-<p>Este era el juicio que yo formaba de mi ama,
-sin saber precisamente a qué atenerme. Mientras
-tanto, siempre que me veía no dejaba de sonreírse
-y alegrarse, de manera que, sin pasar por necio,
-podía cualquiera creer tan bellas apariencias, y
-por lo mismo no hallé medio de impedir que me
-sedujesen. Consentí, pues, en que Aurora estaba
-muy prendada de mi mérito, y comencé a conside<span class="pagenum"><a name="Page_9" id="Page_9">[9]</a></span>rarme
-como uno de aquellos criados afortunados a
-quienes el amor hace dulcísima la servidumbre.
-Para mostrarme en cierto modo menos indigno del
-bien que parecía querer proporcionarme la fortuna,
-empecé a cuidar del aseo de mi persona más
-de lo que había cuidado hasta allí. Gastaba todo
-mi dinero en comprar ropa blanca, aguas de olor
-y pomadas. Lo primero que hacía por la mañana,
-luego que me levantaba de la cama, era lavarme,
-perfumarme bien y vestirme con todo el aseo posible,
-para no presentarme con desaliño a mi ama
-en caso de que me llamase. Con este cuidado de
-componerme, y con otros medios que empleaba
-para agradar, me lisonjeaba de que no tardaría
-mucho en declararse mi ventura.</p>
-
-<p>Entre las criadas de Aurora había una que se
-llamaba la Ortiz. Era una vieja que hacía más de
-veinte años que servía en casa de don Vicente. Había
-criado a su hija y conservaba todavía el título
-de dueña, aunque ya no ejercía aquel penoso
-empleo. Por el contrario, en lugar de vigilar las
-acciones de Aurora, como lo hacía en otro tiempo,
-entonces sólo atendía a ocultarlas, con lo cual gozaba
-toda la confianza de su ama. Una noche, habiendo
-buscado la dueña ocasión de hablarme sin
-que nadie pudiese oírnos, me dijo en voz baja que
-si yo era prudente y callado bajase al jardín a
-media noche, donde sabría cosas que no me disgustarían.
-Respondíle, apretándole la mano, que
-sin falta alguna bajaría, y prontamente nos separamos
-para no ser sorprendidos. Ya no dudé en<span class="pagenum"><a name="Page_10" id="Page_10">[10]</a></span>tonces
-de ser yo el objeto del cariño de Aurora.
-¡Oh, y qué largo se me hizo el tiempo hasta la
-cena, sin embargo de que siempre se cenaba temprano,
-y desde la cena hasta que mi amo se recogió!
-Parecíame que aquella noche todo se hacía
-en casa con extraordinaria lentitud. Y para aumento
-de mi fastidio, cuando don Vicente se retiró
-a su cuarto, en vez de pensar en dormirse, se puso
-a repetirme sus campañas de Portugal, con que
-tanto me había machacado. Pero lo que jamás había
-hecho, y lo que precisamente guardó para regalarme
-aquella noche, fué irme nombrando uno
-por uno todos los oficiales que se habían hallado
-en ellas, refiriéndome al mismo tiempo las hazañas
-de cada cual. No puedo ponderar cuánto padecí
-en estarle oyendo hasta que concluyó. Al fin
-acabó de hablar y se metió en la cama. Retiréme
-inmediatamente al cuarto donde estaba la mía y
-del que se bajaba por una escalera secreta al jardín.
-Untéme de pomada todo el cuerpo, púseme
-una camisola limpia bien perfumada y nada omití
-de cuanto me pareció que podía contribuir a fomentar
-el capricho que me había figurado en mi
-ama, con lo que fuí al sitio de la cita.</p>
-
-<p>No encontré en él a la Ortiz y juzgué que, cansada
-de esperarme, se había vuelto a su cuarto, lo
-que me hizo perder todas mis esperanzas. Eché la
-culpa a don Vicente, y cuando estaba dando al diablo
-sus campañas, dió el reloj, conté las horas y
-vi que no eran mas que las diez. Tuve por cierto
-que el reloj andaba mal, creyendo imposible que<span class="pagenum"><a name="Page_11" id="Page_11">[11]</a></span>
-no fuese ya por lo menos la una de la noche; pero
-estaba tan engañado, que un cuarto de hora después
-volví a contar las diez de otro reloj. «¡Bravo!&mdash;dije
-entonces entre mí&mdash;. Todavía faltan dos horas
-enteras de poste o de centinela. ¡No culparán
-mi tardanza! Pero ¿qué haré hasta las doce? Paseémonos
-en este jardín y pensemos en el papel que
-debo hacer, que es para mí harto nuevo. No estoy
-acostumbrado a las bizarrías de las damas de distinción;
-solamente sé lo que se practica con las
-comediantas y mujercillas. Se presenta uno a ellas
-con familiaridad y franqueza y les dice su atrevido
-pensamiento sin reparo; pero con las señoras se
-observa otro ceremonial. Es menester, a lo que
-me parece, que el galán sea cortés, complaciente,
-tierno y moderado, pero sin ser tímido. No ha
-de querer precipitar atropelladamente su fortuna;
-para lograrla debe esperar el momento favorable.»</p>
-
-<p>Así discurría yo y así me proponía proceder con
-Aurora. Figurábame que dentro de poco tendría
-la dicha de verme a los pies de aquella amable
-persona y decirle mil cosas amorosas. Con este fin,
-traía a la memoria los pasajes de las comedias que
-me pareció podían servirme y darme gran lucimiento
-en nuestra conversación a solas. Lisonjeábame
-de que los aplicaría con oportunidad, y esperaba
-que, a ejemplo de algunos comediantes que yo conocía,
-pasaría por hombre de entendimiento, aunque
-no tuviese más que memoria. Mientras me
-ocupaba en estos pensamientos, los cuales diver<span class="pagenum"><a name="Page_12" id="Page_12">[12]</a></span>tían
-mi impaciencia con más gusto que las relaciones
-militares de mi amo, oí dar las once. «¡Bueno!&mdash;dije
-entonces&mdash;. ¡Ya no me faltan mas que
-sesenta minutos que esperar! ¡Armémonos de paciencia!»
-Cobré ánimo y volvíme a recrear con las
-alegres fantasías de mi imaginación, parte paseándome
-y parte sentándome en un delicioso cenador
-formado en el extremo del jardín. Llegó en fin la
-hora de mí tan deseada; es decir, las doce. Pocos
-instantes después se dejó ver la Ortiz, tan puntual
-como yo, pero menos impaciente. «Señor Gil Blas&mdash;me
-dijo al acercarse&mdash;, ¿cuánto ha que está usted
-aquí?» «Dos horas», le respondí. «En verdad&mdash;añadió
-ella riéndose&mdash;que es usted muy cumplido, y
-da gusto darle citas para estas horas. Es cierto&mdash;prosiguió
-ya en tono serio&mdash;que eso y mucho más
-merece la dicha que le voy a anunciar. Mi ama
-quiere hablar a solas con usted y me ha mandado
-que le introduzca en su cuarto, en donde le espera.
-No tengo otra cosa que decirle; lo demás es un
-secreto que usted no debe saber sino de su propia
-boca. Sígame a donde le conduzca.» Y dicho esto,
-me cogió de la mano, y ella misma me introdujo
-misteriosamente en el aposento del ama por una
-puerta falsa de que tenía la llave.</p>
-<hr class="chap" />
-<p class="p4"><span class="pagenum"><a name="Page_13" id="Page_13">[13]</a></span></p>
-
-
-
-
-<h3 id="IV_II">CAPITULO II</h3>
-
-
-<p class="i2 center">Cómo recibió Aurora a Gil Blas, y la conversación
-que con él tuvo.</p>
-
-
-<p class="p2">Hallé a Aurora vestida de trapillo, lo que no me
-disgustó. Saludéla con el mayor respeto y con la
-mejor gracia que me fué posible. Recibióme con
-semblante risueño; hízome sentar junto a sí, repugnándolo
-yo, y lo que más me agradó fué que
-mandó a su embajadora se retirase a su cuarto y
-nos dejase solos. Después de este preludio, volviéndose
-hacia mí, me dijo: «Gil Blas, ya habrás advertido
-que te miro con buenos ojos y te distingo
-entre todos los criados de mi padre; cuando esto
-no fuese bastante para hacerte conocer la particularidad
-con que te estimo, juzgo que no te dejará
-dudarlo este paso que ahora doy.»</p>
-
-<p>No le di tiempo para que dijese más. Parecióme
-que, como hombre discreto, debía respetar su pudor
-y no darle lugar a mayor explicación. Levantéme
-enajenado, y arrojándome a sus pies como
-un héroe de teatro que se arrodilla ante su princesa,
-exclamé en tono declamatorio: «¡Ah, señora!
-¿Me habré engañado? ¿Se dirigen a mí vuestras
-palabras? ¿Será posible que Gil Blas, juguete hasta
-aquí de la fortuna y el desecho de toda la naturaleza,
-sea tan venturoso que haya podido inspiraros
-afectos?...» «¡Baja un poco la voz&mdash;me dijo
-sonriéndose mi ama&mdash;, por no despertar a las cria<span class="pagenum"><a name="Page_14" id="Page_14">[14]</a></span>das
-que duermen en el cuarto vecino! Levántate,
-vuelve a sentarte y escúchame hasta que acabe,
-sin interrumpirme. Sí, Gil Blas&mdash;prosiguió, volviendo
-a su afable serenidad&mdash;, es cierto que te
-estimo, y en prueba de ello voy a fiarte un secreto,
-del cual pende el sosiego de mi vida. Sabe
-que amo a un caballerito mozo, galán, airoso y de
-ilustre nacimiento, llamado don Luis Pacheco. Le
-veo algunas veces en el paseo y en la comedia,
-pero nunca le he hablado. Ignoro su carácter y
-también cuáles son sus prendas, si buenas o malas.
-Esto quisiera saberlo puntualmente, para lo
-cual necesito de un hombre sagaz y sincero que,
-informándose bien de sus costumbres, sepa darme
-una cuenta fiel de ellas. He puesto los ojos en ti
-con preferencia a los demás criados, persuadida de
-que nada arriesgo en darte este encargo. Espero
-que le desempeñarás con tanto sigilo y cautela
-que nunca tendré motivo para arrepentirme de
-haberte escogido por depositario de mi más íntima
-confianza.»</p>
-
-<p>Calló mi señorita para oír mi respuesta. Al principio
-me turbé algún tanto, conociendo mi necio
-engaño; pero volviendo prontamente en mí y
-venciendo la vergüenza que causa siempre la temeridad
-cuando sale con desgracia, supe mostrarle
-un celo tan vivo y un ardor tan grande en todo lo
-que fuese servirla y complacerla, que si no alcanzó
-para desimpresionarla del mal concepto que
-pudo haberle hecho formar mi atrevida presunción,
-bastaría por lo menos para que conociese<span class="pagenum"><a name="Page_15" id="Page_15">[15]</a></span>
-que yo sabía enmendar muy bien una necedad.
-Pedíle no más que dos días de tiempo para poderle
-dar razón puntual de don Luis, los que me concedió;
-y llamando ella misma a la Ortiz, ésta me
-volvió a conducir al jardín, diciéndome con cierto
-aire burlón al despedirse: «¡Buenas noches! No te
-volveré a encargar otra vez que no dejes de acudir
-temprano al sitio de la cita, porque ya está vista
-tu puntualidad.»</p>
-
-<p>Volvíme a mi cuarto, no sin algún pesar de ver
-frustrado mi pensamiento. Con todo eso, tuve bastante
-juicio para consolarme y conocer que me
-tenía más cuenta ser el confidente que el amante
-de mi ama. Ofrecióseme también que esto podía
-hacerme hombre, pues los medianeros de amor
-eran regularmente bien recompensados por su trabajo,
-reflexiones que me divirtieron y consolaron,
-y fuíme a acostar con firme resolución de obedecer
-y servir a mi ama en cuanto exigiese de mí. Levantéme
-al día siguiente y salí de casa a desempeñar
-mi encargo. No era difícil saber dónde vivía
-un caballero tan conocido como don Luis. Tomé al
-instante informes de él en la vecindad; pero los
-sujetos a quienes me dirigí no pudieron satisfacer
-del todo mi curiosidad. Esto me obligó a hacer
-nuevas averiguaciones el día siguiente, y fuí más
-afortunado que el anterior. Encontré casualmente
-en la calle a un mozo a quien yo conocía, detuvímonos
-a hablar, y en aquel punto se llegó a él
-uno de sus amigos y le dijo que le habían despedido
-de casa de don José Pacheco, padre de don<span class="pagenum"><a name="Page_16" id="Page_16">[16]</a></span>
-Luis, por haberle acusado de que se había bebido
-un barril de vino. No perdí una ocasión tan oportuna
-para saber cuanto deseaba, lo que conseguí
-a fuerza de preguntas; de manera que volví a casa
-muy contento porque ya podía cumplir la palabra
-que había dado a mi señorita, con quien había
-quedado de acuerdo que volvería a verla en el
-mismo sitio y de la misma manera que la noche
-antecedente. No estuve en ésta tan inquieto como
-la primera; lejos de impacientarme con las prolijas
-relaciones de mi amo, yo mismo le saqué la conversación
-de sus combates. Esperé a que fuese
-media noche con la mayor tranquilidad del mundo,
-y no me moví hasta que conté bien las doce
-de todos los relojes que se podían oír desde casa.
-Entonces bajé con mucho sosiego al jardín, sin
-pensar en perfumes ni en pomadas, pues hasta en
-esto me corregí.</p>
-
-<p>Encontré ya a la fiel dueña en el sitio mismo, y
-la taimada me dijo con algo de socarronería: «En
-verdad, Gil Blas, que hoy ha rebajado mucho tu
-puntualidad.» No le respondí palabra, fingiendo
-que no la oía, y ella me condujo al cuarto donde
-Aurora me estaba esperando. Preguntóme luego
-que me vió si me había informado bien acerca de
-don Luis y si había averiguado muchas cosas. «Sí,
-señora&mdash;le respondí&mdash;, tengo con qué satisfacer
-vuestra curiosidad. En primer lugar os diré que
-muy en breve marcha a Salamanca a concluir sus
-estudios. Según lo que me han dicho, es un señorito
-lleno de honor y probidad; y en cuanto al<span class="pagenum"><a name="Page_17" id="Page_17">[17]</a></span>
-valor, no le puede faltar, pues es caballero y castellano.
-Fuera de eso, es un mozo entendido y de
-bellos modales; pero lo que quizá os dará poco
-gusto, y que, sin embargo, no puedo menos de deciros,
-es que vive algo demasiado a la moda de
-los señoritos modernos: quiero decir que es un
-grandísimo libertino. ¿Creerá usted que, siendo tan
-joven como es, ha tenido ya amistad con dos comediantas?»
-«¿Qué es lo que me dices?&mdash;exclamó
-Aurora&mdash;. ¡Dios mío y qué costumbres! Pero díme,
-Gil Blas, ¿estás cierto de que tiene una vida tan
-licenciosa?» «¿Cómo si estoy cierto?&mdash;le respondí&mdash;.
-No hay cosa más segura. Todo me lo ha contado
-un criado de su casa que fué despedido de ella
-esta mañana, y ya se sabe que los criados son muy
-veraces siempre que se trata de publicar los defectos
-de sus amos. Fuera de eso, el tal don Luis es
-muy amigo de don Alejo Seguier, de don Antonio
-Centelles y de don Fernando de Gamboa, prueba
-constante de su disolución.» «¡Basta, Gil Blas!&mdash;dijo
-suspirando mi pobre señorita&mdash;. En fuerza
-de tu informe comienzo desde ahora a combatir
-mi indigno amor. Aunque había echado ya profundas
-raíces en mi corazón, no desconfío de arrancarle
-de él. Vete&mdash;prosiguió&mdash;-, y admite en premio
-de tu trabajo esta corta demostración de mi
-agradecimiento.» Al decir esto, me puso en la mano
-un bolsillo, que ciertamente no estaba vacío, añadiendo:
-«Sólo te encargo que guardes bien el secreto
-que he confiado a tu silencio.»</p>
-
-<p>Aseguréle que en este particular podía vivir sin<span class="pagenum"><a name="Page_18" id="Page_18">[18]</a></span>
-el menor recelo, porque yo era el Harpócrates de
-los criados confidentes. Dicho esto, me retiré, impacientísimo
-por saber lo que contenía el bolsillo.
-Abríle y hallé en él veinte doblones. Luego se me
-ofreció que sin duda habría sido Aurora más liberal
-conmigo si yo le hubiera dado otra noticia más
-agradable, cuando pagaba con tanta generosidad
-una que le había causado tanto disgusto. Me pesó
-de no haber imitado a los escribanos y alguaciles,
-que disfrazan a veces la verdad, y me enfadé mucho
-contra mi tontería por haber sofocado en su
-nacimiento un amor que con el tiempo podía producirme
-grandísimas utilidades, si yo no hubiera
-hecho un necio alarde de ser sincero; pero al fin
-me consolé con los veinte doblones, que me recompensaban
-ventajosamente de lo que había gastado
-tan sin venir al caso en pomadas y perfumes.</p>
-<hr class="chap" />
-<h3 id="IV_III">CAPITULO III</h3>
-
-<p class="i2 center">De la gran mutación que sobrevino en casa de don
-Vicente y de la extraña determinación que el amor
-hizo tomar a la bella Aurora.</p>
-
-
-<p class="p2">Poco después de esta aventura se sintió malo
-don Vicente. Sobre ser de una edad bastante avanzada,
-los síntomas de la enfermedad eran tan violentos,
-que desde luego se temieron funestas resultas.
-Llamóse a los dos más famosos médicos de
-Madrid; uno era el doctor Andrés y el otro el doc<span class="pagenum"><a name="Page_19" id="Page_19">[19]</a></span>tor
-Oquendo. Pulsaron atentamente al doliente, y
-después de una exacta observación, convinieron
-entrambos en que los humores estaban en una preternatural
-fermentación y movimiento. En solo
-esto fueron de un parecer y estuvieron discordes
-en todo lo demás. El uno quería que se purgara
-al enfermo aquel mismo día y el otro opinaba que
-la purga se dilatase. El doctor Andrés decía que,
-por lo mismo que los humores estaban en una violenta
-agitación de flujo y reflujo, se los había de
-expeler aunque crudos con purgantes, antes que se
-fijasen en alguna parte noble y principal. Oquendo
-opinaba, por el contrario, que, estando todavía
-incoctos y crudos los humores, se debía esperar a
-que madurasen antes de recurrir a los purgantes.
-«Pero ese método&mdash;replicaba el otro&mdash;es directamente
-opuesto a lo que nos enseña el príncipe de
-la Medicina. Hipócrates advierte que se debe purgar
-al principio de la enfermedad y desde los primeros
-días de la más ardiente calentura, diciendo
-en términos expresos que se ha de acudir prontamente
-con la purga cuando los humores están en
-<i>orgasmo</i>, es decir, en su mayor agitación.» «¡Oh!
-¡En eso está vuestra equivocación!&mdash;repuso Oquendo&mdash;.
-Hipócrates no entiende por la voz <i>orgasmo</i>
-la agitación violenta, sino más bien la madurez de
-los humores.»</p>
-
-<p>Acaloráronse nuestros doctores en esta disputa.
-El uno recitó el texto griego y citó todos los autores
-que le explicaban como él. El otro se fiaba en
-la traducción latina, empeñándose con mayor ca<span class="pagenum"><a name="Page_20" id="Page_20">[20]</a></span>lor
-y tomando el asunto en tono más alto. ¿A cuál
-de los dos se había de creer? Don Vicente no era
-hombre que pudiese resolver aquella cuestión; pero
-hallándose precisado a elegir una de las dos opiniones,
-adoptó la del que había echado al otro
-mundo más enfermos; quiero decir la del más viejo.</p>
-
-<p>Viendo esto el doctor Andrés, que era el más
-mozo, se retiró, pero no sin decir primero cuatro
-pullas bien picantes al más anciano sobre su <i>orgasmo</i>.
-Y he aquí que quedó triunfante Oquendo. Y
-como seguía los mismos principios que el doctor
-Sangredo, hizo sangrar copiosamente al enfermo,
-esperando para purgarle a que los humores estuviesen
-cocidos; pero la muerte, que temió quizá
-que una purga tan sabiamente diferida no le quitase
-la presa que ya tenía agarrada, impidió la
-cocción y se llevó a mi pobre amo. Tal fué el fin
-del señor don Vicente, que perdió la vida porque
-su médico no sabía el griego.</p>
-
-<p>Después de haber hecho Aurora las exequias correspondientes
-a un hombre de su distinguido nacimiento,
-entró en la administración de todo lo que
-tocaba a la casa. Dueña ya de su voluntad,
-despidió algunos criados, remunerándolos en proporción
-de su lealtad y méritos. Hecho esto, se
-retiró a una quinta que tenía a las márgenes del
-Tajo, entre Sacedón y Buendía. Yo fuí uno de los
-que permanecieron con ella y la siguieron a la aldea.
-No sólo eso, sino que también tuve la fortuna
-de que necesitase de mí. No obstante el fiel informe
-que yo le había dado de don Luis, todavía le<span class="pagenum"><a name="Page_21" id="Page_21">[21]</a></span>
-amaba, o, por mejor decir, no pudiendo con todos
-sus esfuerzos vencer la violencia del amor, se había
-dejado llevar de su impulso. Como ya no necesitase
-tomar precauciones para hablarme a solas,
-me dijo un día suspirando: «Gil Blas, yo no puedo
-olvidar a don Luis; por más que hago para desecharle
-del pensamiento, se me representa siempre, no
-ya como tú me le pintaste, encenagado en los vicios,
-sino como yo quisiera que fuese, tierno, amoroso
-y constante.» Enternecióse al decir estas palabras
-y no pudo reprimir algunas lágrimas. También
-a mí me faltó poco para llorar; tanto fué lo
-que me conmovió su llanto. Ni podía hacerle mejor
-la corte que mostrándome afligido de su pena.
-«Veo, amigo Gil Blas&mdash;continuó, enjugándose sus
-hermosos ojos&mdash;, veo tu buen corazón y estoy muy
-satisfecha de tu celo, que prometo recompensar
-bien. Nunca más que ahora me ha sido necesario
-tu auxilio. Voy a descubrirte el pensamiento que
-ocupa en este instante mi atención; sin duda te
-parecerá extravagante y caprichoso. Has de saber
-que quiero ir cuanto antes a Salamanca, donde he
-pensado disfrazarme de caballero, bajo el nombre
-de don Félix, y hacer conocimiento con Pacheco,
-de modo que llegue a ganar su amistad y confianza.
-Hablaréle frecuentemente de doña Aurora de
-Guzmán, suponiéndome primo suyo, y como es natural
-que desee conocerla, aquí es donde yo le
-aguardo. Nosotros tendremos en Salamanca dos
-posadas; en una haré el papel de don Félix y en la
-otra el de doña Aurora; y dejándome ver de don<span class="pagenum"><a name="Page_22" id="Page_22">[22]</a></span>
-Luis, unas veces vestida de hombre y otras de mujer,
-espero traerle al fin que me he propuesto. Confieso&mdash;añadió
-ella misma&mdash;que es muy extraño mi
-proyecto, pero la pasión que me arrastra y la inocente
-intención con que camino acaban de cegarme
-sobre el paso a que me quiero arriesgar.»</p>
-
-<p>Yo era del mismo parecer que Aurora en cuanto
-a la extravagancia del designio, que creía muy insensato.
-Sin embargo, aunque le tenía por tan contrario
-a la razón, me guardé muy bien de hacer el
-pedagogo; antes sí, comencé a dorar la píldora, y
-me esforcé a querer persuadirla que, en vez de ser
-una idea disparatada, era una delicada invención
-de ingenio que no podía traer consecuencia. No
-me acuerdo yo cuánto dije para convencerla de
-esto, pero cedió a mis persuasiones, porque a los
-amantes siempre les agrada que se celebren y aplaudan
-sus más locos desvaríos. En fin, convinimos
-los dos en que esta temeraria empresa la debíamos
-mirar como una especie de comedia burlesca inventada
-para divertirnos, en la cual sólo había de
-pensar cada uno en representar bien su papel. Escogimos
-los actores entre las gentes de casa y repartimos
-a cada cual el suyo. Todos le admitieron
-sin quejarse ni hacer esguinces, porque no éramos
-comediantes de profesión. A la señora Ortiz se lo
-encomendó el de tía de doña Aurora, señalándosele
-un criado y una doncella, y había de llamarse
-doña Jimena de Guzmán. A mí me tocaba el de
-ayuda de cámara de doña Aurora, que había de
-disfrazarse de caballero; y una de las criadas, dis<span class="pagenum"><a name="Page_23" id="Page_23">[23]</a></span>frazada
-de paje, le había de servir separadamente.
-Arreglados así los papeles, nos restituímos a Madrid,
-donde supimos se hallaba todavía don Luis,
-pero disponiendo su viaje a Salamanca. Dimos
-orden para que se hiciesen cuanto antes los vestidos
-que habíamos menester, a fin de usar de ellos
-en tiempo y lugar, y hechos que fueron, se doblaron
-y metieron en diferentes baúles, y dejando
-al mayordomo el cuidado de la casa, marchó doña
-Aurora en un coche de colleras, tomando el camino
-del reino de León, acompañada de todos los que
-entrábamos en la comedia.</p>
-
-<p>Ibamos atravesando por Castilla la Vieja, cuando
-se rompió el eje del coche entre Avila y Villaflor,
-a trescientos o cuatrocientos pasos de una
-quinta que se dejaba ver al pie de una montaña.
-Veíamonos muy apurados, porque se acercaba la
-noche; pero un aldeano que acertó a pasar por allí
-nos sacó de aquel conflicto. Informónos de que
-aquella quinta era de una tal doña Elvira, viuda
-de don Pedro Pinares, y fué tanto el bien que dijo
-de aquella señora, que mi ama se determinó a enviarme
-a suplicarle de su parte se sirviese recogernos
-en su casa por aquella noche. No desmintió
-doña Elvira el informe del aldeano; bien es verdad
-que yo desempeñó mi comisión de tal modo, que
-la hubiera inclinado a recibirnos en su quinta aun
-cuando no hubiera sido la señora más agasajadora
-del mundo. Me recibió con mucha afabilidad y respondió
-a mi súplica en los términos que yo deseaba.
-Pasamos todos a la quinta, tirando las mulas<span class="pagenum"><a name="Page_24" id="Page_24">[24]</a></span>
-el coche con el mayor tiento que se pudo. Encontramos
-a la puerta a la viuda de don Pedro, que salió
-cortesanamente al encuentro de mi ama. Paso
-en silencio los recíprocos cumplimientos que ambas
-se hicieron; sólo diré que doña Elvira era una señora
-ya de edad avanzada, pero a quien ninguna
-mujer del mundo excedía en desempeñar noblemente
-las obligaciones de la hospitalidad. Condujo
-a doña Aurora a un magnífico cuarto, donde, dejándola
-en libertad para que descansase, fué a dar
-disposiciones hasta sobre las cosas más menudas
-tocante a nosotros. Hecho esto, luego que estuvo
-dispuesta la cena mandó se sirviese en el cuarto
-de Aurora, donde las dos se sentaron a la mesa.
-No era la viuda de don Pedro una de aquellas personas
-que no saben obsequiar en un convite, manteniéndose
-en él con un aire enfadosamente grave,
-silencioso y pensativo; antes bien, era de genio
-jovial y sabía mantener siempre grata la conversación.
-Explicábase noblemente con frases escogidas
-y adecuadas. Yo admiraba su talento y el
-modo fino y delicado con que expresaba sus pensamientos,
-lo que me tenía embelesado; y no menos
-encantada se manifestaba Aurora. Se cobraron
-las dos una estrecha amistad y quedaron de acuerdo
-en mantenerla correspondiéndose por cartas.
-Nuestro coche no podía estar compuesto hasta el
-día siguiente y era muy natural que no pudiésemos
-salir hasta muy tarde, por lo que nos detuvimos
-todo aquel día en la misma quinta. A nosotros
-se nos sirvió también una cena muy abundante,<span class="pagenum"><a name="Page_25" id="Page_25">[25]</a></span>
-y así dormimos todos tan bien como habíamos
-cenado.</p>
-
-<p>Al día siguiente descubrió mi ama nuevo fondo
-y nuevas gracias en la conversación de doña Elvira.
-Comieron las dos en una sala en que había
-muchas pinturas, entre las cuales sobresalía una
-cuyas figuras estaban pintadas con la mayor propiedad
-y que ofrecía a la vista un asunto verdaderamente
-trágico. Era un caballero muerto, tendido
-en tierra, bañado en su misma sangre, cuyo semblante
-parecía que, aun después de muerto, estaba
-amenazando. Cerca de él se dejaba ver, tendido
-también, el cadáver de una dama joven, aunque
-en diferente actitud, atravesado el pecho con una
-espada, y aun cuando se representaba exhalando
-el último aliento, tenía clavados los ojos en un
-joven que expresaba tener un mortal dolor de perderla.
-El pincel había representado en aquel lienzo
-otra figura que no llamaba menos la atención.
-Era un anciano de grave, hermoso y venerable
-aspecto, que, conmovido vivamente de los funestos
-objetos que se le presentaban a la vista, no se
-manifestaba menos afligido que el joven. Podríase
-decir que aquellas imágenes sangrientas excitaban
-en el mozo y en el anciano iguales movimientos,
-pero causando en los dos diferentes impresiones.
-El viejo, poseído de una profunda tristeza, parecía
-estar abatido enteramente de ella; mas en el
-mozo se echaba de ver el furor mezclado con la
-aflicción. Todos estos afectos estaban tan vivamente
-expresados, que no nos cansábamos de ver<span class="pagenum"><a name="Page_26" id="Page_26">[26]</a></span>
-y admirar aquel cuadro. Preguntó mi ama qué suceso
-o qué historia representaba aquella pintura.
-«Señora&mdash;le respondió doña Elvira&mdash;, es una pintura
-fiel de las desgracias de mi familia.» Esta
-respuesta picó tanto la curiosidad de Aurora, y manifestó
-un deseo tan vehemente de saber más, que
-la viuda de don Pedro no pudo dispensarse de prometerle
-la satisfacción que deseaba. Esta promesa
-fué hecha a presencia de la Ortiz, de sus dos compañeras
-y mía; todos cuatro nos detuvimos en la
-sala después de la comida. Mi ama quiso que nos
-retirásemos; pero doña Elvira, que conoció nuestra
-gana de oír la explicación de aquel cuadro,
-tuvo la benignidad de decirnos que nos quedásemos,
-añadiendo que la historia que iba a referir
-no era de aquellas que pedían secreto. Un poco
-después principió su relación en los términos siguientes:</p>
-
-
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="IV_IV">CAPITULO IV</h3>
-
-<p class="center">El casamiento por venganza.</p>
-
-<p class="center">NOVELA</p>
-
-
-<p class="p2">«Rogerio, rey de Sicilia, tuvo un hermano y una
-hermana. El hermano, que se llamaba Manfredo,
-se rebeló contra él y encendió en el reino una guerra
-no menos sangrienta que peligrosa; pero tuvo
-la desgracia de perder dos batallas y de caer en
-manos del rey, quien se contentó con privarle de<span class="pagenum"><a name="Page_27" id="Page_27">[27]</a></span>
-la libertad en castigo de su rebelión, clemencia que
-sólo produjo el efecto de ser tenido por bárbaro
-en el concepto de algunos vasallos suyos, persuadidos
-de que no había perdonado la vida a su hermano
-sino para ejercer en él una venganza lenta
-e inhumana. Todos los demás, con mayor fundamento,
-atribuían a sola su hermana Matilde el duro
-trato que a Manfredo se le daba en la prisión. Con
-efecto, esta princesa siempre había aborrecido a
-aquel desgraciado príncipe y no cesó de perseguirle
-mientras él vivió. Murió Matilde poco después de
-Manfredo y su temprana muerte se tuvo como un
-justo castigo de su desapiadado corazón.</p>
-
-<p>»Dejó dos hijos Manfredo, ambos de tierna edad.
-Vaciló por algún tiempo Rogerio sobre si les haría
-quitar la vida, temiendo que en edad más avanzada
-no les ocurriese la idea de vengar el cruel
-trato que se había dado a su padre, resucitando un
-partido que todavía se sentía con fuerzas para causar
-peligrosas turbaciones en el Estado. Comunicó
-su pensamiento al senador Leoncio Sifredo, su primer
-ministro, quien, para disuadirle de aquel intento,
-se encargó de la educación del príncipe Enrique,
-que era el primogénito, y aconsejó al rey
-que confiase la del más joven, por nombre don Pedro,
-al condestable de Sicilia. Persuadido Rogerio
-de que estos dos fieles ministros educarían a sus
-sobrinos con toda la sumisión que a él se le debía,
-los entregó a su lealtad y cuidado, tomando para
-sí el de su sobrina Constanza. Era ésta de la edad
-de Enrique e hija única de la princesa Matilde.<span class="pagenum"><a name="Page_28" id="Page_28">[28]</a></span>
-Púsole maestros que la enseñasen y criadas que la
-sirviesen, sin perdonar nada para su educación.</p>
-
-<p>»Tenía Sifredo una quinta, distante dos leguas
-cortas de Palermo, en un sitio llamado Belmonte.
-En ella se dedicó este ministro a dar a Enrique
-una enseñanza por la que mereciese con el tiempo
-ocupar el real trono de Sicilia. Descubrió desde
-luego en aquel príncipe prendas tan amables, que
-se aficionó a él como si no tuviera otros hijos,
-aunque era padre de dos niñas. La mayor, que se
-llamaba doña Blanca, contaba un año menos que
-el príncipe y estaba dotada de singular hermosura;
-la menor, por nombre Porcia, cuyo nacimiento había
-costado la vida a su madre, se hallaba aún en
-la cuna. Enamoráronse uno de otro, Blanca y Enrique,
-luego que fueron capaces de amar; pero no
-tenían libertad de hablarse a solas. Sin embargo,
-no dejaba el príncipe de lograr tal cual vez alguna
-ocasión para ello. Aprovechó tan bien aquellos
-preciosos momentos, que pudo persuadir a la hija
-de Sifredo a que le permitiese poner por obra un
-designio que estaba meditando. Sucedió oportunamente
-en aquel tiempo que Leoncio, de orden del
-rey, se vió precisado a hacer un viaje a una de las
-provincias más remotas de la isla, y durante su
-ausencia mandó Enrique hacer una abertura en
-el tabique de su cuarto, que estaba pared por medio
-del de doña Blanca. Cerróla con un bastidor y
-tablas de madera, tan ajustadas a la abertura y
-pintadas del mismo color del tabique, que no se
-distinguía de él ni era fácil se conociese el artifi<span class="pagenum"><a name="Page_29" id="Page_29">[29]</a></span>cio.
-Un hábil arquitecto, a quien el príncipe había
-confiado su proyecto, ejecutó esta obra, con tanta
-diligencia como secreto.</p>
-
-<p>»Por esta puerta se introducía algunas veces el
-enamorado Enrique en el cuarto de doña Blanca,
-pero sin abusar jamás de aquella licencia. Si Blanca
-tuvo la imprudencia de permitir una entrada
-secreta en su estancia, fué, no obstante, confiada
-en las palabras que él le había dado de que nunca
-pretendería de ella sino los favores más inocentes.
-Hallóla una noche extraordinariamente inquieta y
-sobresaltada. Era el caso el haber sabido que Rogerio
-estaba gravemente enfermo y que había despachado
-una estrecha orden a Sifredo de que pasase
-a la corte prontamente para otorgar ante él su
-testamento, como gran canciller del reino. Figurábase
-ver a Enrique ya en el trono y temía perderle
-cuando se viese en aquella elevación; este temor le
-causaba mucha inquietud. Tenía bañados de lágrimas
-los ojos cuando entró en su cuarto Enrique.
-«Señora&mdash;le dijo&mdash;, ¿qué novedad es ésta? ¿Cuál
-es el motivo de esa profunda tristeza?» «Señor&mdash;respondió
-ella&mdash;, no puedo ocultaros mi sobresalto.
-El rey vuestro tío dejará presto de vivir y
-vos ocuparéis su lugar. Cuando considero lo que
-va a alejaros de mí vuestra nueva grandeza, confieso
-que me aflijo. Un monarca mira las cosas
-con ojos muy diversos que un amante, y aquello
-mismo que era todo su embeleso cuando reconocía
-un poder superior al suyo, apenas le hace más
-que una ligera impresión en la elevación del trono.<span class="pagenum"><a name="Page_30" id="Page_30">[30]</a></span>
-Sea presentimiento, sea razón, siento en mi pecho
-movimientos que me agitan y que no alcanza a
-calmar toda la confianza a que me alienta vuestra
-bondad. No desconfío de vuestro amor; desconfío
-solamente de mi ventura.» «Adorable Blanca&mdash;replicó
-el príncipe&mdash;, oblíganme tus temores y ellos
-justifican mi pasión a tus atractivos; pero el exceso
-a que llevas tus desconfianzas ofende mi amor
-y&mdash;si me atrevo a decirlo&mdash;la estimación que me
-debes. ¡No, no! No pienses que mi suerte pueda
-separarse de la tuya; cree más bien que tú sola
-serás siempre mi alegría y mi felicidad. Destierra,
-pues, de ti ese vano temor. ¿Es posible que quieras
-turbar con él estos felicísimos momentos?»
-«¡Ah, señor&mdash;replicó la hija de Leoncio&mdash;, luego
-que vuestros vasallos os vean coronado, os pedirán
-por reina una princesa que descienda de una
-larga serie de reyes, cuyo brillante himeneo añada
-nuevos Estados a los vuestros, y tal vez, ¡ay!, vos
-corresponderéis a sus esperanzas aun a pesar de
-vuestras más firmes promesas!» «¿Y por qué&mdash;repuso
-Enrique, no sin alguna alteración&mdash;, por qué
-te anticipas a figurarte una idea triste de lo venidero?
-Si el Cielo dispusiera del rey mi tío, juro que
-te daré la mano en Palermo a presencia de toda
-mi corte. Así lo prometo, poniendo por testigo
-todo lo más sagrado que se conoce entre nosotros.»</p>
-
-<p>»Aquietóse la hija de Sifredo con las protestas
-de Enrique, y lo restante de la conversación se
-redujo a hablar de la enfermedad del rey, manifestando
-Enrique en este caso la bondad y noble<span class="pagenum"><a name="Page_31" id="Page_31">[31]</a></span>za
-de su corazón. Mostróse muy afligido del estado
-en que se hallaba el monarca su tío, pudiendo más
-en él la fuerza de la sangre que el atractivo de la
-corona. Pero aun no sabía Blanca todas las desdichas
-que la amenazaban. Habiéndola visto el condestable
-de Sicilia a tiempo que ella salía del cuarto
-de su padre, un día que él había venido a la
-quinta de Belmonte a negocios importantes, quedó
-ciegamente prendado de ella. Pidiósela a Sifredo
-al día siguiente y éste se la concedió; mas, sobreviniendo
-al mismo tiempo la enfermedad de Rogerio,
-se suspendió el casamiento, del que doña
-Blanca no había sido sabedora.</p>
-
-<p>»Una mañana, al acabar Enrique de vestirse,
-quedó singularmente sorprendido de ver entrar en
-su cuarto a Leoncio, seguido de doña Blanca. «Señor&mdash;le
-dijo aquel ministro&mdash;-, vengo a daros una
-noticia que sin duda os afligirá, pero acompañada
-de un consuelo que podrá mitigar en parte vuestro
-dolor. Acaba de morir el rey vuestro tío, y por su
-muerte quedáis heredero de la corona. La Sicilia
-es ya vuestra. Los grandes del reino están aguardando
-en Palermo vuestras órdenes. Yo, señor,
-vengo encargado de ellos a recibirlas de vuestra
-boca, y en compañía de mi hija Blanca, para rendiros
-los dos el primero y más sincero homenaje
-que os deben todos vuestros vasallos.» Al príncipe
-no le cogió de nuevo esta noticia, por estar ya
-informado dos meses antes de la grave enfermedad
-que padecía el rey, que poco a poco iba acabando
-con él. Sin embargo, quedó suspenso algún tiem<span class="pagenum"><a name="Page_32" id="Page_32">[32]</a></span>po;
-pero rompiendo después el silencio y volviéndose
-a Leoncio, le dijo estas palabras: «Prudente
-Sifredo, te miro y te miraré siempre como a padre
-y me alegraré de gobernarme por tus consejos; tú
-serás rey de Sicilia más que yo.» Dicho esto, se
-llegó a una mesa, donde había una escribanía, tomó
-un pliego de papel y echó en él su firma en blanco.
-«¿Qué hacéis, señor?», le interrumpió Sifredo. «Mostraros
-mi amor y mi gratitud», respondió Enrique;
-y en seguida presentó a Blanca aquel papel y
-firma, diciéndole: «Recibid, señora, esta prenda de
-mi fe y del dominio que os doy sobre mi voluntad.»
-Tomóla Blanca, cubriéndose su hermosa cara de
-un honestísimo rubor, y respondió al príncipe: «Recibo
-con respeto la gracia de mi rey, pero estoy
-sujeta a un padre y espero que no llevaréis a mal
-ponga en sus manos vuestro papel, para que use
-de él como le aconsejare su prudencia.»</p>
-
-<p>»Entregó efectivamente a su padre el papel con
-la firma en blanco de Enrique. Conoció entonces
-Sifredo lo que hasta aquel punto no había descubierto
-su penetración. Comprendió toda la intención
-del príncipe y le contestó diciendo: «Espero
-que vuestra majestad no tendrá motivo para arrepentirse
-de la confianza que se sirve hacer de mí, y
-esté bien seguro de que jamás abusaré de ella.»
-«Amado Leoncio&mdash;interrumpió Enrique&mdash;, no temas
-que pueda llegar semejante caso; sea el que
-fuere el uso que hicieres de mi papel, no dudes que
-siempre lo aprobaré. Ahora vuelve a Palermo, dispón
-todo lo necesario para mi coronación y di a<span class="pagenum"><a name="Page_33" id="Page_33">[33]</a></span>
-mis vasallos que voy prontamente a recibir el juramento
-de su fidelidad y a darles las mayores
-seguridades de mi amor.» Obedeció el ministro las
-órdenes de su nuevo amo y marchó a Palermo,
-llevando consigo a doña Blanca.</p>
-
-<p>»Pocas horas después partió también de Belmonte
-el mismo Enrique, pensando más en su amor que
-en el elevado puesto a que iba a ascender.</p>
-
-<p>»Luego que se dejó ver en la ciudad, resonaron
-en el aire mil aclamaciones de alegría, y entre ellas
-entró Enrique en palacio, donde halló ya hechos
-todos los preparativos para su coronación. Encontró
-en él a la princesa Constanza, vestida de riguroso
-luto, mostrándose traspasada de dolor por la
-muerte de Rogerio. Hiciéronse los dos sobre este
-asunto recíprocos cumplidos, y ambos los desempeñaron
-con discreción, aunque con algo más de
-frialdad por parte de Enrique que por la de Constanza,
-la cual, no obstante los disturbios de la familia,
-nunca había querido mal a este príncipe.
-Ocupó el rey el trono y la princesa se sentó a su
-lado, en una silla puesta un poco más abajo. Los
-magnates del reino se sentaron donde a cada uno,
-según su clase o empleo, le correspondía. Empezó
-la ceremonia, y Leoncio, que como gran canciller
-del reino era depositario del testamento del difunto
-rey, dió principio a ella, leyéndolo en alta
-voz. Contenía en substancia que, hallándose el rey
-sin hijos, nombraba por sucesor en la corona al
-hijo primogénito de Manfredo, con la precisa condición
-de casarse con la princesa Constanza, y que<span class="pagenum"><a name="Page_34" id="Page_34">[34]</a></span>
-si no quería darle la mano de esposo, quedase excluído
-de la corona de Sicilia y pasase ésta al infante
-don Pedro, su hermano menor, bajo la misma
-condición.</p>
-
-<p>»Quedó Enrique altamente sorprendido al oír
-esta cláusula. No se puede expresar la pena que
-le causó, pero creció hasta lo sumo cuando, acabada
-la lectura del testamento, vió que Leoncio,
-hablando con todo el Consejo, dijo así: «Señores,
-habiendo puesto en noticia de nuestro nuevo monarca
-la última disposición del difunto rey, este
-generoso príncipe consiente en honrar con su real
-mano a su prima la princesa Constanza.» Interrumpió
-el rey al canciller, diciéndole conturbado:
-«¡Acordaos, Leoncio, del papel que Blanca!...» «Señor&mdash;respondió
-Sifredo, interrumpiéndole con precipitación,
-sin darle tiempo a que se explicase
-más&mdash;, ese papel es éste que presento al Consejo.
-En él reconocerán los grandes del reino el augusto
-sello de vuestra majestad, la estimación que hace
-de la princesa y su ciega deferencia a las últimas
-disposiciones del difunto rey su tío.» Acabadas de
-decir estas palabras, comenzó a leer el papel en los
-términos en que él mismo le había llenado. En él
-prometía el nuevo monarca a sus pueblos, en la
-forma más auténtica, casarse con la princesa Constanza,
-conformándose con las intenciones de Rogerio.
-Resonaron en la sala los aplausos de todos
-los circunstantes, diciendo: «¡Viva el magnánimo
-rey Enrique!» Como era notoria a todos la aversión
-que este príncipe había tenido siempre a la prin<span class="pagenum"><a name="Page_35" id="Page_35">[35]</a></span>cesa,
-temían, no sin razón, que, indignado de la
-condición del testamento, excitase movimientos en
-el reino y se encendiese en él una guerra civil que
-le desolase; pero asegurados los grandes y el pueblo
-con la lectura del papel que acababan de oír,
-esta seguridad dió motivo a las aclamaciones universales,
-que despedazaban secretamente el corazón
-del nuevo rey.</p>
-
-<p>»Constanza, que por su propia gloria, y guiada
-de un afecto de cariño, tenía en todo esto más interés
-que otro alguno, se aprovechó de aquella ocasión
-para asegurarle de su eterno reconocimiento.
-Por más que el príncipe quiso disimular su turbación,
-era tanta la que le agitaba cuando recibió
-el cumplido de la princesa, que ni aun acertó a responderle
-con la cortesana atención que exigía de
-él. Rindióse al fin a la violencia que él se hacía,
-y llegándose al oído a Sifredo, que por razón de su
-empleo estaba bastante cerca de su persona, le
-dijo en voz baja: «¿Qué es esto, Leoncio? El papel
-que tu hija puso en tus manos no fué para que
-usases de él de esa manera.» «Vos faltáis... ¡Acordaos,
-señor, de vuestra gloria!&mdash;le respondió Sifredo
-con entereza&mdash;. Si no dais la mano a Constanza
-y no cumplís la voluntad del rey vuestro tío, perdióse
-para vos el reino de Sicilia.» Apenas dijo esto,
-se separó del rey, para no darle lugar a que replicase.
-Quedó Enrique sumamente confuso, no pudiendo
-resolverse a abandonar a Blanca ni a dejar
-de partir con ella la majestad y gloria del trono.
-Estando dudoso largo rato sobre el partido que<span class="pagenum"><a name="Page_36" id="Page_36">[36]</a></span>
-había de tomar, se determinó al cabo, pareciéndole
-haber encontrado arbitrio para conservar a la hija
-de Sifredo sin verse precisado a la renuncia del
-trono. Aparentó quererse sujetar a la voluntad de
-Rogerio, lisonjeándose de que, mientras solicitaba
-la dispensa de Roma para casarse con su prima,
-granjearía a su favor con gracias a los grandes del
-reino y afianzaría su poder de manera que ninguno
-le pudiese obligar a cumplir la condición del testamento.</p>
-
-<p>»Abrazado este designio, se sosegó un poco, y
-volviéndose a Constanza le confirmó lo que el gran
-canciller le había dicho en público; pero en el mismo
-punto en que hacía traición a su propio corazón,
-ofreciendo su fe a la princesa, entró Blanca
-en la sala del Consejo, adonde iba de orden de su
-padre a cumplimentar a la princesa, y llegaron a
-sus oídos las palabras que Enrique le decía. Fuera
-de eso, no creyendo Leoncio que pudiese ya dudar
-de su desgraciada suerte, le dijo, presentándola a
-Constanza: «Rinde, hija mía, tu fidelidad y respeto
-a la reina tu señora, deseándole todas las prosperidades
-de un floreciente reinado y de un feliz himeneo.»
-Golpe terrible que atravesó el corazón de
-la desgraciada Blanca. En vano se esforzó a disimular
-su pesar. Demudósele el semblante, encendiéndosele
-de repente y pasando en un momento de
-incendio a palidez, con un temblor o estremecimiento
-general de todo su cuerpo. Sin embargo,
-no entró en sospecha alguna la princesa, pues atribuyó
-el desorden de sus palabras a la natural cor<span class="pagenum"><a name="Page_37" id="Page_37">[37]</a></span>tedad
-de una doncella criada lejos del trato de la
-Corte y poco acostumbrada a ella. No sucedió lo
-mismo con el rey, quien perdió toda su compostura
-y majestad a vista de Blanca, y salió fuera
-de sí mismo, leyendo en sus ojos la pena que le
-atormentaba. No dudó que, creyendo las apariencias,
-ya en su corazón le tuviese por un traidor.
-No habría sido tan grande su inquietud si hubiera
-podido hablarle; pero ¿cómo era esto posible a vista
-de toda la Sicilia, que tenía puestos los ojos en él?
-Por otra parte, el cruel Sifredo cerró la puerta a
-esta esperanza. Estuvo viendo este ministro todo
-lo que pasaba en el corazón de los dos amantes,
-y queriendo precaver las calamidades que podía
-causar al Estado la violencia de su amor, hizo con
-arte salir de la concurrencia a su hija y tomó con
-ella el camino de Belmonte, bien resuelto, por
-muchas razones, a casarla cuanto antes.</p>
-
-<p>»Luego que llegaron a aquel sitio, le hizo saber
-todo el horror de su suerte. Declaróle que la había
-prometido al condestable. «¡Santo Cielo&mdash;exclamó
-transportada de un dolor que no bastó a contener
-la presencia de su padre&mdash;, y qué crueles suplicios
-tenías guardados para la desgraciada Blanca!»
-Fué tan violento su arrebato, que todas las potencias
-de su alma quedaron suspensas. Helado su
-cuerpo, frío y pálido, cayó desmayada en los brazos
-de su padre. Conmoviéronse las entrañas de
-éste viéndola en aquel estado. Sin embargo, aunque
-sintió vivamente lo que padecía su hija, se
-mantuvo firme en su primera determinación. Vol<span class="pagenum"><a name="Page_38" id="Page_38">[38]</a></span>vió
-Blanca en sí, más por la fuerza de su mismo
-dolor que por el agua con que la roció su padre.
-Abrió sus desmayados ojos, y viendo la prisa que
-se daba a socorrerla, «Señor&mdash;le dijo con voz casi
-apagada&mdash;, me avergüenzo de que hayáis visto mi
-flaqueza; pero la muerte, que no puede tardar ya
-en poner fin a mis tormentos, os librará presto de
-una hija desdichada que sin vuestro consentimiento
-se atrevió a disponer de su corazón.» «No, amada
-Blanca&mdash;respondió Leoncio&mdash;, no morirás; antes
-bien, espero que tu virtud volverá presto a ejercer
-sobre ti su poder. La pretensión del condestable
-te da honor, pues bien sabes que es el primer hombre
-del Estado...» «Estimo su persona y su gran
-mérito&mdash;interrumpió Blanca&mdash;; pero, señor, el rey
-me había hecho esperar...» «Hija&mdash;dijo Sifredo interrumpiéndola&mdash;,
-sé todo lo que me puedes decir
-en este asunto. No ignoro el afecto con que miras
-a ese príncipe, y ciertamente que en otras circunstancias,
-lejos de desaprobarlo, yo mismo procuraría
-con todo empeño asegurarte la mano de Enrique,
-si el interés de su gloria y el del Estado no le
-pusieran en precisión de dársela a Constanza. Con
-esta única e indispensable condición le declaró por
-sucesor suyo el difunto rey. ¿Quieres tú que prefiera
-tu persona a la corona de Sicilia? Créeme,
-hija, te acompaño vivamente en el dolor que te
-aflige. Con todo eso, supuesto que no podemos luchar
-contra el destino, haz un esfuerzo generoso.
-Tu misma gloria se interesa en que hagas ver a
-todo el reino que no fuiste capaz de consentir en<span class="pagenum"><a name="Page_39" id="Page_39">[39]</a></span>
-una esperanza aérea; fuera de que tu pasión al rey
-podía dar motivo a rumores poco favorables a tu
-decoro; y para evitarlos, el único medio es que te
-cases con el condestable. En fin, Blanca, ya no es
-tiempo de deliberar; el rey te deja por un trono y
-da su mano a Constanza. Al condestable le tengo
-dada mi palabra; desempéñala tú, te ruego, y si
-para resolverte fuere necesario que me valga de
-mi autoridad, te lo mando.»</p>
-
-<p>»Dichas estas palabras, la dejó, dándole lugar
-para que reflexionase sobre lo que acababa de decirle.
-Esperaba que, después de haber pesado bien
-las razones de que se había valido para sostener su
-virtud contra la inclinación de su corazón, se determinaría
-por sí misma a dar la mano al condestable.
-No se engañó en esto; pero ¡cuánto costó a
-la infeliz Blanca tan dolorosa resolución! Hallábase
-en el estado más digno de lástima: el sentimiento
-de ver que habían pasado a ser evidencias sus presentimientos
-sobre la deslealtad de Enrique, y la
-precisión, no casándose con él, de entregarse a un
-hombre a quien no le era posible amar, causaban
-en su pecho unos impulsos de aflicción tan violentos
-que cada instante era un nuevo tormento para
-ella. «Si es cierta mi desgracia&mdash;exclamaba&mdash;, ¿cómo
-es posible que yo resista a ella sin costarme la
-vida? ¡Despiadada suerte! ¿A qué fin me lisonjeabas
-con las más dulces esperanzas si habías de
-arrojarme en un abismo de males? ¡Y tú, pérfido
-amante, tú te entregas a otra cuando me prometes
-una fidelidad eterna! ¿Has podido tan pronto olvi<span class="pagenum"><a name="Page_40" id="Page_40">[40]</a></span>darte
-de la fe que me juraste? ¡Permita el Cielo,
-en castigo de tu cruel engaño, que el lecho conyugal,
-que vas a manchar con un perjurio, se convierta
-en teatro de crueles remordimientos en vez de
-los lícitos placeres que esperas; que las caricias de
-Constanza derramen un veneno en tu fementido
-pecho y que tu himeneo sea tan funesto como el
-mío! ¡Sí, traidor! ¡Sí, falso! ¡Seré esposa del condestable,
-a quien no amo, para vengarme de mí
-misma y para castigarme de haber elegido tan mal
-el objeto de mi loca pasión! ¡Ya que la religión no
-me permite darme la muerte, quiero que los días
-que me quedan de vida sean una cadena de pesares
-y molestias! ¡Si conservas todavía algún amor
-hacia mí, será vengarme también de ti el arrojarme
-a tu vista en los brazos de otro; pero si me has
-olvidado enteramente, podrá a lo menos gloriarse
-la Sicilia de haber producido una mujer que supo
-castigar en sí misma la demasiada ligereza con que
-dispuso de su corazón!»</p>
-
-<p>»En esta dolorosa situación pasó la noche que
-precedió a su matrimonio con el condestable aquella
-infeliz víctima del amor y del deber. El día siguiente,
-hallando Sifredo pronta y dispuesta a su
-hija a obedecerle en lo que deseaba, se dió prisa a
-no malograr tan favorable coyuntura. Hizo ir aquel
-mismo día al condestable a Belmonte y se celebró
-de secreto el matrimonio en la capilla de aquella
-quinta. ¡Oh y qué día aquel para Blanca! No le
-bastaba renunciar a una corona, perder un amante
-amado y entregarse a un objeto aborrecido, sino<span class="pagenum"><a name="Page_41" id="Page_41">[41]</a></span>
-que era menester hacerse la mayor violencia y disimular
-su angustia delante de un marido naturalmente
-celoso y que le profesaba un vehementísimo
-cariño. Lleno de júbilo el esposo porque era ya
-suya, no se apartaba un momento de su lado y ni
-aun le dejaba el triste consuelo de llorar a solas
-sus desgracias. Llegó la noche, y con ella la hora
-en que a la hija de Leoncio se le aumentó la pena.
-Pero ¡qué fué de ella cuando, habiéndola desnudado
-sus criadas, la dejaron sola con el condestable!
-Preguntóle éste respetuosamente cuál era el
-motivo de aquel decaimiento en que parecía que
-estaba. Turbó esta pregunta a Blanca, quien fingió
-que se sentía indispuesta. Al pronto quedó el
-esposo engañado, pero permaneció poco en su error.
-Como verdaderamente le tenía inquieto el estado
-en que la veía, y la instaba a que se acostase, estas
-instancias, que ella interpretó mal, ofrecieron a su
-imaginación la idea más amarga y cruel; tanto,
-que, no siendo ya dueña de poderse reprimir, dió
-libre curso a sus suspiros y a sus lágrimas. ¡Oh,
-qué espectáculo para un hombre que pensaba haber
-llegado al colmo de sus deseos! Entonces ya no
-puso duda en que en la aflicción de su esposa se
-ocultaba alguna cosa de mal agüero para su amor.
-Con todo eso, aunque este conocimiento le puso
-en términos casi tan deplorables como los de Blanca,
-pudo tanto consigo que supo disimular sus recelos.
-Repitió las instancias para que se acostase,
-dándole palabra de que la dejaría reposar quietamente
-todo lo que hubiese menester, y aun se<span class="pagenum"><a name="Page_42" id="Page_42">[42]</a></span>
-ofreció a llamar a sus criadas si juzgaba que su
-asistencia le podía servir de algún alivio. Respondió
-Blanca, serenada con esta promesa, que solamente
-necesitaba dormir para reparar el desfallecimiento
-que sentía. Fingió creerla el condestable.
-Acostáronse los dos y pasaron una noche muy
-diferente de la que conceden el amor y el himeneo
-a dos amantes apasionados.</p>
-
-<p>»Mientras la hija de Sifredo se entregaba a su
-dolor, andaba el condestable considerando dentro
-de sí qué cosa podía ser la que llenaba de amargura
-su matrimonio. Persuadíase que tenía algún competidor;
-pero cuando le quería descubrir, se enredaban
-y confundían sus ideas, y sabía solamente
-que él era el hombre más infeliz del mundo. Había
-pasado con este desasosiego las dos terceras partes
-de la noche, cuando llegó a sus oídos un ruido confuso.
-Quedó sumamente sorprendido, sintiendo
-ciertos pasos lentos en su mismo cuarto. Túvolo
-por ilusión, acordándose de que él por sí había
-cerrado la puerta luego que se retiraron las criadas
-de Blanca. Descorrió, no obstante, la cortina de la
-cama, para informarse por sus propios ojos de la
-causa que podía haber ocasionado aquel ruido;
-pero habiéndose apagado la luz que había quedado
-encendida en la chimenea, sólo pudo oír una
-voz débil y tenue que llamaba repetidamente a
-Blanca. Encendiéronse entonces sus celosas sospechas,
-convirtiéndose en furor. Sobresaltado su honor,
-le obligó a levantarse, y considerándose obligado
-a precaver una afrenta o a tomar venganza<span class="pagenum"><a name="Page_43" id="Page_43">[43]</a></span>
-de ella, echó mano a la espada, y con ella desnuda
-acudió furioso hacia donde creía oír la voz. Siente
-otra espada desnuda que hace resistencia a la suya;
-avanza, y advierte que el otro se retira. Sigue al
-que se defiende, y de repente cesa la defensa y
-sucede al ruido el más profundo silencio. Busca a
-tientas por todos los rincones del cuarto al que parecía
-huir, y no le encuentra. Párase, escucha, y ya
-nada oye. ¿Qué encanto es éste? Acércase a la
-puerta que a su parecer había favorecido la fuga
-del secreto enemigo de su honra, tienta el cerrojo
-y hállala cerrada como la había dejado. No pudiendo
-comprender cosa alguna de tan extraño
-suceso, llama a los criados que estaban más cercanos,
-y como para eso abrió la puerta, cerrando
-el paso de ella, se mantuvo con cautela para que
-no se escapase el que buscaba.</p>
-
-<p>»A sus repetidas voces acuden algunos criados,
-todos con luces. Toma él mismo una y vuelve a
-examinar todos los rincones del cuarto, siempre
-con la espada desnuda. A ninguno halla y no descubre
-ni aun el menor indicio de que nadie haya
-entrado en él, no encontrándose puerta secreta ni
-abertura por donde pudiera introducirse. Sin embargo,
-no le era posible cegarse ni alucinarse sobre
-tantos incidentes que le persuadían de su desgracia.
-Esto despertó en su fantasía gran confusión de
-pensamientos. Recurrir a Blanca para el desengaño
-parecía recurso inútil, igualmente que arriesgado,
-pues le importaba tanto ocultar la verdad
-que no se podía esperar de ella la más leve expli<span class="pagenum"><a name="Page_44" id="Page_44">[44]</a></span>cación.
-Adoptó, pues, el partido de ir a desahogar
-su corazón con Leoncio, después de haber mandado
-a los criados se fuesen, diciéndoles que creía haber
-oído algún ruido en el cuarto, pero que se había
-equivocado. Encontró a su suegro, que salía de su
-cuarto, habiéndole despertado el rumor que había
-oído, y le contó menudamente todo lo que le había
-pasado, con muestras de extraña agitación y de
-un profundo dolor.</p>
-
-<p>»Sorprendióse Sifredo al oír el suceso y no dudó
-ni un solo momento de su verdad, por más que las
-apariencias la representasen poco natural, pareciéndole
-desde luego que todo era posible en la
-ciega pasión del rey, pensamiento que le afligió
-vivamente. Pero lejos de fomentar las celosas sospechas
-de su yerno, le representó en tono de seguridad
-que aquella voz que se imaginaba haber oído
-y aquella espada que se figuraba haberse opuesto
-a la suya no podían ser sino fantasías de una imaginación
-engañada por los celos; que no era posible
-que ninguno tuviese aliento para entrar en el
-cuarto de su hija; que la tristeza que había advertido
-en ella podía ser efecto natural de alguna indisposición;
-que el honor nada tenía que ver con
-las alteraciones de la salud; que la mudanza de
-estado en una doncella acostumbrada a vivir en
-la soledad y que se veía repentinamente entregada
-a un hombre, sin haber tenido tiempo para conocerle
-ni amarle, podía muy bien ser la causa de
-aquellos suspiros, de aquella aflicción y de aquel
-amargo llanto; que el amor en el corazón de las<span class="pagenum"><a name="Page_45" id="Page_45">[45]</a></span>
-doncellas de sangre noble sólo se encendía con el
-tiempo y con los obsequios, y que así, le aconsejaba
-calmase sus recelos y aumentase su amor y sus
-finezas, para ir disponiendo poco a poco a Blanca
-a mostrarse más cariñosa, y que le rogaba, en fin,
-volviese hacia ella, persuadido de que su desconfianza
-y turbación ofendían su virtud.</p>
-
-<p>»Nada respondió el condestable a las razones de
-su suegro, o porque en efecto comenzó a creer que
-pudo haberle engañado la confusión en que estaba
-su espíritu, o porque le pareció más conveniente
-disimular que intentar en vano convencer al anciano
-de un acontecimiento tan desnudo de verosimilitud.
-Restituyóse al cuarto de su mujer, se
-volvió a la cama y procuró lograr algún descanso
-de sus penosas inquietudes a beneficio del sueño.
-Por lo que toca a Blanca, no estaba más tranquila
-que él, porque había oído claramente todo lo que
-oyó su esposo y no podía atribuir a ilusión un lance
-de cuyo secreto y motivos estaba tan enterada.
-Estaba admirada de que Enrique hubiese pensado
-en introducirse en su cuarto después de haber dado
-tan solemnemente su palabra a la princesa Constanza,
-y en vez de darse el parabién de este paso
-y de que le causase alguna alegría, lo conceptuó
-como un nuevo ultraje, que encendió en cólera su
-pecho.</p>
-
-<p>»Mientras la hija de Sifredo, preocupada contra
-el joven rey, le juzgaba por el más pérfido de los
-hombres, el desgraciado monarca, más prendado
-que nunca de su amada Blanca, deseaba hablarle,<span class="pagenum"><a name="Page_46" id="Page_46">[46]</a></span>
-para desengañarla contra las apariencias que le
-condenaban. Hubiera venido mucho más presto a
-Belmonte para este efecto a habérselo permitido
-los cuidados y ocupaciones del gobierno o si antes
-de aquella noche hubiera podido evadirse de la
-corte. Conocía bien todas las entradas de un sitio
-donde se había criado y ningún obstáculo tenía
-para hallar modo de introducirse en la quinta, habiéndose
-quedado con la llave de una entrada secreta
-que comunicaba a los jardines. Por éstos llegó
-a su antiguo cuarto y desde él se introdujo en
-el de Blanca. Fácil es de imaginar cuánta sería la
-admiración de este príncipe cuando tropezó allí
-con un hombre y con una espada que salía al encuentro
-de la suya. Faltó poco para que no se descubriese,
-haciendo castigar en aquel mismo instante
-al temerario que tenía atrevimiento de levantar
-su mano sacrílega contra su propio rey; pero la
-consideración que debía a la hija de Leoncio suspendió
-su resentimiento; se retiró por donde había
-entrado y, más turbado que antes, volvió a tomar
-el camino de Palermo. Llegó a la ciudad poco antes
-que despuntase el día y se encerró en su cuarto,
-tan agitado que no le fué posible lograr ningún
-descanso, y no pensó mas que en volver a Belmonte.
-La seguridad de su vida, su mismo honor,
-y sobre todo su amor, le excitaban a que procurase
-saber sin dilación todas las circunstancias de
-tan cruel acontecimiento.</p>
-
-<p>»Apenas se levantó, dió orden de que se previniese
-el tren de caza, y, con pretexto de querer<span class="pagenum"><a name="Page_47" id="Page_47">[47]</a></span>
-divertirse en ella, se fué al bosque de Belmonte,
-con sus monteros y algunos cortesanos. Cazó por
-disimulo algún tiempo, y cuando vió que toda su
-comitiva corría tras de los perros, él se separó y
-marchó solo a la quinta de Leoncio. Estaba seguro
-de no perderse, porque tenía muy conocidas todas
-las sendas del bosque; y no permitiéndole su impaciencia
-atender a la fatiga de su caballo, en breve
-tiempo corrió todo el espacio que le separaba
-del objeto de su amor. Caminaba discurriendo algún
-pretexto plausible que le proporcionase ver
-en secreto a la hija de Sifredo, cuando, al atravesar
-un sendero que iba a dar a una de las puertas
-del parque, vió no lejos de sí a dos mujeres que
-estaban sentadas en conversación a la sombra de
-un árbol. No dudó que eran algunas personas de
-la quinta, y esta vista le causó algún sobresalto;
-pero su agitación llegó a lo sumo cuando, volviendo
-aquellas mujeres la cabeza al ruido que hacía
-el caballo, reconoció que su adorada Blanca era
-una de ellas. Había salido de la quinta llevando
-consigo a Nise, criada de su mayor confianza, para
-llorar con libertad su desdicha en aquel sitio retirado.</p>
-
-<p>»Luego que Enrique la conoció, fué volando hacia
-ella, precipitóse, por decirlo así, del caballo,
-arrojóse a sus pies, y descubriendo en sus ojos todas
-las señales de la más viva aflicción, le dijo enternecido:
-«Suspende, bella Blanca, los ímpetus de
-tu dolor. Las apariencias confieso que me hacen
-parecer culpable a tus ojos; mas cuando estés en<span class="pagenum"><a name="Page_48" id="Page_48">[48]</a></span>terada
-del designio que he formado con respecto
-a ti, puede ser que lo que miras como delito te
-parezca una prueba de mi inocencia y del exceso
-de mi amor.» Estas palabras, que en el concepto
-de Enrique le parecían capaces de mitigar la
-pena de Blanca, sólo sirvieron para exacerbarla
-más. Quiso responderle, pero los sollozos ahogaron
-su voz. Asombrado el príncipe de verla tan
-turbada, prosiguió diciéndole: «Pues qué, señora,
-¿es posible que no pueda yo calmar el desasosiego
-que os agita? ¿Por qué desgracia he perdido vuestra
-confianza, yo que expongo mi corona y hasta
-mi vida por conservarme sólo para vos?» Entonces
-la hija de Leoncio, haciendo el mayor esfuerzo
-sobre sí misma para explicarse, le respondió:
-«Señor, ya llegan tarde vuestras promesas; no hay
-ya poder en el mundo para que en adelante sea
-una misma la suerte de los dos.» «¡Ay, Blanca!&mdash;interrumpió
-el rey precipitadamente&mdash;. ¡Qué palabras
-tan crueles han proferido tus labios! ¿Quién
-será capaz en el mundo de hacerme perder tu amor?
-¿Quién será tan osado que tenga aliento para oponerse
-al furor de un rey, que reduciría a cenizas
-toda la Sicilia antes que sufrir que ninguno os
-robe a sus esperanzas?» «¡Inútil será, señor, todo
-vuestro poder&mdash;respondió con desmayada voz la
-hija de Sifredo&mdash;para allanar el invencible obstáculo
-que nos separa! Sabed que ya soy mujer del
-condestable.» «¡Mujer del condestable!», exclamó
-el rey dando algunos pasos atrás, y no pudo decir
-más: tan sorprendido quedó de aquel impensado<span class="pagenum"><a name="Page_49" id="Page_49">[49]</a></span>
-golpe. Faltáronle las fuerzas y cayó desmayado
-al pie de un árbol que estaba allí cerca. Quedó
-pálido, trémulo y tan enajenado que sólo tenía
-libres los ojos para fijarlos en Blanca, de un modo
-tan tierno que desde luego la dejaba comprender
-cuánto le había afligido el infortunio que le anunciaba.
-Blanca, por su parte, le miraba también,
-con semblante tal que manifestaba ser muy parecidos
-los afectos de su corazón a los que tanto agitaban
-el de Enrique. Mirábanse los dos desventurados
-amantes con un silencio en que se dejaba
-traslucir cierta especie de horror. Por último, el
-príncipe, volviendo algún tanto de su trastorno
-por un esfuerzo de valor, tomó de nuevo la palabra
-y dijo a Blanca, suspirando: «¿Qué habéis hecho,
-señora? ¡Vuestra credulidad me ha perdido a
-mí y os ha perdido a vos!»</p>
-
-<p>»Resintióse Blanca de que el rey, a su parecer,
-la culpase, cuando ella vivía persuadida de que
-tenía de su parte las más poderosas razones para
-estar quejosa de él, y le dijo: «Qué, señor, ¿pretendéis
-por ventura añadir el disimulo a la infidelidad?
-¿Queríais que desmintiese a mis ojos y a mis
-oídos y que a pesar de su testimonio os tuviese
-por inocente? No, señor; confieso que no me siento
-con valor para hacer esta violencia a mi razón.»
-«Sin embargo&mdash;dijo el rey&mdash;, esos testigos de que
-tanto os fiáis os han engañado ciertamente. Han
-conspirado contra vos y os han hecho traición.
-¡Tan verdad es que yo estoy inocente y que siempre
-os he sido fiel, como lo es que vos sois esposa<span class="pagenum"><a name="Page_50" id="Page_50">[50]</a></span>
-del condestable!» «Pues qué, señor&mdash;repuso Blanca&mdash;,
-¿negaréis que yo misma os oí confirmar a
-Constanza el don de vuestra mano y de vuestro
-corazón? ¿No asegurasteis a los grandes del reino
-que os conformaríais con la voluntad del rey difunto
-y a la princesa que recibiría de vuestros nuevos
-vasallos los homenajes que se debían a una
-reina y esposa del príncipe Enrique? ¿Mis ojos estaban
-fascinados? ¡Confesad, confesad más bien,
-infiel, que no creísteis debía contrapesar el corazón
-de Blanca el interés de una corona, y sin
-abatiros a fingir lo que no sentís, ni quizá habéis
-sentido jamás, decid que os pareció asegurar mejor
-el trono de Sicilia con Constanza que con la hija
-de Leoncio! Al cabo, señor, tenéis razón: igualmente
-desmerecía yo ocupar un trono tan soberano
-como poseer el corazón de un príncipe como
-vos. Era demasiada mi temeridad en aspirar a la
-posesión de uno y otro; pero vos tampoco debíais
-mantenerme en este error. No ignoráis los sobresaltos
-que me ha costado perderos, lo que siempre
-tuve por infalible para mí. ¿A qué fin asegurarme
-lo contrario? ¿A qué fin tanto empeño en desvanecer
-mis temores? Entonces me hubiera quejado
-de mi suerte y no de vos y hubiera sido siempre
-vuestro mi corazón, ya que no podía serlo una
-mano que ningún otro pudiera jamás haber logrado
-de mí. Ya no es tiempo de disculparos. Soy
-esposa del condestable, y por no exponerme a las
-consecuencias de una conversación que mi gloria
-no me permite alargar sin padecer mucho el ru<span class="pagenum"><a name="Page_51" id="Page_51">[51]</a></span>bor,
-dadme licencia, señor, para cortarla y para
-que deje a un príncipe a quien ya no me es lícito
-escuchar.»</p>
-
-<p>»Dicho esto, se alejó de Enrique con toda la celeridad
-que le permitía el estado en que se encontraba.
-«¡Aguardaos, señora!&mdash;clamaba Enrique&mdash;.
-¡No desesperéis a un príncipe resuelto a dar en
-tierra con el trono que le echáis en cara haber preferido
-a vos, antes que corresponder a lo que esperan
-de él sus nuevos vasallos!» «Ya es inútil ese
-sacrificio&mdash;respondió Blanca&mdash;. Debierais haber impedido
-que diese la mano al condestable antes de
-abandonaros a tan generosos impulsos; y puesto
-que ya no soy libre, me importa poco que Sicilia
-quede reducida a pavesas ni que deis vuestra mano
-a quien quisiereis. Si tuve la flaqueza de dejar
-sorprender mi corazón, tendré a lo menos valor
-para sofocar sus movimientos y que vea el rey de
-Silicia que la esposa del condestable ya no es ni
-puede ser amante del príncipe Enrique.» Al decir
-estas palabras, se halló a la puerta del parque, entróse
-en él con precipitación, acompañada de Nise,
-cerró la puerta con ímpetu y dejó al rey traspasado
-de dolor. No podía menos de sentir él la profunda
-herida que había abierto en su corazón la
-noticia del matrimonio de Blanca. «¡Injusta Blanca!
-¡Blanca cruel!&mdash;exclamaba&mdash;. ¿Es posible que
-así hubieses perdido la memoria de nuestras recíprocas
-promesas? A pesar de mis juramentos y los
-tuyos, estamos ya separados. ¿Conque no fué mas
-que una ilusión la idea que yo me había formado<span class="pagenum"><a name="Page_52" id="Page_52">[52]</a></span>
-de ser algún día el único dueño tuyo? ¡Ah, cruel
-y qué caro me cuesta el haber llegado a conseguir
-que mi amor fuese de ti correspondido!»</p>
-
-<p>»Representósele entonces a la imaginación con
-la mayor viveza la fortuna de su rival, acompañada
-de todos los horrores de los celos; y esta pasión
-se apoderó tan fuertemente de él por algunos
-momentos, que le faltó poco para sacrificar a su
-resentimiento al condestable y aun al mismo Sifredo.
-Pero poco después entró la razón a calmar
-los ímpetus de su cólera. Con todo eso, cuando
-consideraba imposible el desimpresionar a Blanca
-del concepto en que estaba de su infidelidad, se
-desesperaba. Lisonjeábase de que cambiaría aquel
-concepto si hallaba arbitrio para hablarla a solas.
-Animado con este pensamiento, se persuadió de
-que era menester alejar de su compañía al condestable,
-y resolvió hacerle prender como a reo
-sospechoso en las circunstancias en que se hallaba
-el Estado. En este supuesto, dió la orden competente
-al capitán de sus guardias, el cual partió a
-Belmonte, se apoderó de su persona a la entrada
-de la noche y llevóle consigo al castillo de Palermo.</p>
-
-<p>»Consternóse el palacio de Belmonte con este
-acontecimiento. Sifredo partió al punto a responder
-al rey de la inocencia de su yerno y a representarle
-las funestas consecuencias de semejante
-prisión. Previendo bien el rey este paso que su
-ministro daría, y deseando lograr un rato de libre
-conversación con Blanca antes de dar libertad al
-condestable, había mandado expresamente que no<span class="pagenum"><a name="Page_53" id="Page_53">[53]</a></span>
-se dejase entrar a nadie en su cuarto aquella noche.
-Pero Sifredo, a pesar de esta prohibición, logró
-introducirse en la estancia del rey. «Señor&mdash;le
-dijo luego que se vió en su presencia&mdash;, si es permitido
-a un respetuoso y fiel vasallo quejarse de
-su soberano, vengo a quejarme de vos a vos mismo.
-¿Qué delito ha cometido mi yerno? ¿Ha considerado
-vuestra majestad la eterna afrenta de que
-cubre a mi familia y las resultas de una prisión que
-puede alejar de su servicio a las personas que ocupan
-los primeros puestos del Estado?» «Tengo
-avisos ciertos&mdash;respondió el rey&mdash;de que el condestable
-mantiene inteligencias criminales con el infante
-don Pedro.» «¡El condestable inteligencias criminales!&mdash;interrumpió
-sorprendido Leoncio&mdash;. ¡Ah,
-señor! ¡No lo crea vuestra majestad! Sin duda, han
-abusado de vuestro magnánimo corazón. La traición
-nunca tuvo entrada en la familia de Sifredo;
-bástale al condestable ser yerno mío para hallarse
-en este punto al abrigo de toda sospecha. El está
-inocente; otros motivos secretos son los que os han
-inducido a prenderle.» «Puesto que me hablas con
-tanta claridad&mdash;repuso el rey&mdash;, quiero corresponderte
-con la misma. Tú te quejas de que yo haya
-mandado arrestar al condestable. ¡Ah! ¿Y no podré
-yo también quejarme de tu crueldad? ¡Tú, bárbaro
-Sifredo, tú eres el que me has arrebatado inhumanamente
-mi reposo, poniéndome en situación, con
-tus cuidados oficiosos, de que envidie la suerte de
-los hombres más infelices! ¡No, no te lisonjees de
-que yo adopte tus ideas! ¡Vanamente está resuel<span class="pagenum"><a name="Page_54" id="Page_54">[54]</a></span>to
-mi matrimonio con Constanza!...» «¡Qué, señor!&mdash;interrumpió
-estremeciéndose Leoncio&mdash;. ¿Cómo
-será posible que no os caséis con la princesa, después
-de haberla lisonjeado con esta esperanza a
-vista de todo el reino?» «Si es que engaño su esperanza&mdash;repuso
-el monarca&mdash;, échate a ti solo la
-culpa. ¿Por qué me pusiste tú mismo en precisión
-de ofrecer lo que no podía cumplir? ¿Quién te
-obligó a escribir el nombre de Constanza en un
-papel que se había hecho para tu hija? Sabías muy
-bien mi intención. ¿Quién te dió autoridad para
-tiranizar el corazón de Blanca, obligándola a casarse
-con un hombre a quien no amaba? ¿Y quién
-te la dió sobre el mío para disponer de él en favor
-de una princesa a quien miro con horror? ¿Te has
-olvidado ya de que es hija de aquella cruel Matilde,
-que, atropellando todos los derechos de la sangre
-y de la humanidad, hizo expirar a mi padre
-entre los hierros del más duro cautiverio? ¿Y a
-ésta querías tú que yo diese mi mano? ¡No, Sifredo,
-no aguardes de mí este paso! ¡Antes de ver
-encendidas las teas de tan horrible himeneo, verás
-arder toda la Sicilia y anegados de sangre sus campos!»
-«¡Qué es lo que escucho!&mdash;exclamó Leoncio&mdash;.
-¡Qué terribles amenazas, qué funestos anuncios me
-hacéis! ¡Pero en vano me sobresalto!&mdash;continuó,
-mudando de tono&mdash;. ¡No, señor, nada de esto temo!
-Es demasiado el amor que profesáis a vuestros vasallos
-para acarrearles tan triste suerte. No será
-capaz un ciego amor de avasallar vuestra razón.
-Echaríais un eterno borrón a vuestras virtudes s<span class="pagenum"><a name="Page_55" id="Page_55">[55]</a></span>i
-os dejarais llevar de las flaquezas propias de hombres
-vulgares. Si yo di mi hija al condestable fué,
-señor, únicamente por granjear para vuestro servicio
-a un hombre valeroso que, con la fuerza de
-su brazo y del ejército que tiene a su disposición,
-apoyase vuestros intereses contra las pretensiones
-del príncipe don Pedro. Parecióme que uniéndole a
-mi familia con lazos tan estrechos...» «¡Ah, que esos
-lazos&mdash;interrumpió Enrique&mdash;, esos funestos lazos
-son los que a mí me han perdido! ¡Cruel amigo!
-¿Qué te había hecho yo para que descargases sobre
-mí tan duro e intolerable golpe? Habíate encargado
-que manejases mis intereses; pero ¿cuándo
-te di facultad para que esto fuese a costa de mi
-corazón? ¿Por qué no dejaste que yo mismo defendiese
-mis derechos? ¿Parécete que no tendría
-valor ni fuerzas para hacerme obedecer de todos
-los vasallos que osasen oponerse a mi voluntad?
-Si el condestable fuese uno de ellos, sabría yo muy
-bien castigarle. Ya sé que los reyes no han de ser
-tiranos y que su primera obligación es la de mirar
-por la felicidad de sus pueblos; pero ¿han de ser
-esclavos de éstos los mismos soberanos, y esto desde
-el momento en que el Cielo los elige para gobernarlos?
-¿Pierden por ventura el derecho que la
-misma naturaleza concedió a todos los hombres
-de ser dueños de sus afectos? ¡Ah, Leoncio, si los
-reyes han de perder aquella preciosa libertad que
-gozan los demás hombres, ahí te abandono una
-corona que tú me aseguraste a costa de mi sosiego!»
-«Señor&mdash;replicó el ministro&mdash;, no puede ignorar<span class="pagenum"><a name="Page_56" id="Page_56">[56]</a></span>
-vuestra majestad que el rey su tío sujetó la sucesión
-al trono a la preciosa condición del matrimonio
-con la princesa Constanza.» «¿Y quién dió autoridad
-al rey mi tío&mdash;repuso acalorado Enrique&mdash;para
-establecer tan violenta como injusta disposición?
-¿Había recibido acaso él tan indigna ley de
-su hermano el rey don Carlos cuando entró a sucederle?
-¿Y por ventura debías tú tener la flaqueza
-de someterte a una condición tan inicua? Cierto
-que para un gran canciller estás poco enterado
-de nuestros usos. En una palabra, cuando prometí
-mi mano a Constanza fué involuntaria mi promesa,
-que nunca tuve intención de cumplir. Si don
-Pedro funda su esperanza de ascender al trono en
-mi constante resolución de no efectuar aquella palabra,
-no mezclemos a los pueblos en una contienda
-que haría derramar mucha sangre. La espada,
-entre nosotros solos, puede terminar la disputa y
-decidir cuál de los dos será el más digno de reinar.»</p>
-
-<p>»No se atrevió Leoncio a apurarle más, y se contentó
-con pedir de rodillas la libertad de su yerno,
-la que consiguió, diciéndole el rey: «Anda y restitúyete
-a Belmonte, que presto irá allá el condestable.»
-Retiróse el ministro, y marchó a su quinta,
-persuadido de que su yerno vendría luego a ella;
-pero engañóse, porque Enrique quería ver a Blanca
-aquella noche, y con este fin dilató hasta el
-día siguiente la libertad de su esposo.</p>
-
-<p>»Mientras tanto, entregado éste a sus tristes pensamientos,
-hacía dentro de sí crueles reflexiones.
-La prisión le había abierto los ojos y héchole co<span class="pagenum"><a name="Page_57" id="Page_57">[57]</a></span>nocer
-cuál era la verdadera causa de su desgracia.
-Entregado enteramente a la violencia de los
-celos, y olvidado de la lealtad que hasta allí le había
-hecho tan recomendable, sólo respiraba venganza.
-Persuadido de que el rey no malograría la ocasión
-y no dejaría de ir aquella noche a visitar a doña
-Blanca, para sorprenderlos a entrambos, suplicó al
-gobernador del castillo de Palermo le dejase salir
-de la prisión por algunas horas, dándole palabra
-de honor de que antes de amanecer se restituiría
-a ella. El gobernador, que era todo suyo, tuvo
-poca dificultad en darle este gusto, y más habiendo
-sabido ya que Sifredo había alcanzado del rey
-su libertad; y además de eso le dió un caballo
-para ir a Belmonte. Partió prontamente, llegó al
-sitio, ató él caballo a un árbol, entró en el parque
-por una puerta pequeña cuya llave tenía, y tuvo
-la fortuna de introducirse en la quinta sin ser sentido
-de nadie. Llegó hasta el cuarto de su mujer
-y se escondió tras un biombo que había en la antesala.
-Pensaba observar desde allí todo lo que
-pudiese suceder y entrar de repente en la estancia
-de su esposa al menor ruido que oyese. Vió salir
-a Nise, que acababa de dejar a su ama y se retiraba
-a un cuarto inmediato, donde ella dormía.</p>
-
-<p>»La hija de Sifredo, que fácilmente había penetrado
-el verdadero motivo del arresto de su
-marido, tuvo por cierto que aquella noche no volvería
-éste a Belmonte, aunque su padre le había
-dicho haberle el rey asegurado que le seguiría presto.
-Igualmente se presumió que el rey aprovecha<span class="pagenum"><a name="Page_58" id="Page_58">[58]</a></span>ría
-aquella ocasión para verla y hablarla con libertad.
-Con este pensamiento le estaba esperando para
-afearle una acción que para ella podía tener terribles
-consecuencias. Con efecto, poco tiempo después
-que Nise se había retirado se abrió la falsa
-puerta y apareció el rey, quien, arrojándose a los
-pies de Blanca, le dijo: «¡No me condenéis hasta
-haberme oído! Si mandé arrestar al condestable,
-considerad que ya no me restaba otro medio para
-justificarme. Si es delincuente este artificio, la culpa
-es de vos sola. ¿Por qué os negasteis a oírme
-esta mañana? Tardará poco en verse libre vuestro
-esposo, y entonces, ¡ay de mí!, ya no tendré recurso
-para hablaros. Oídme, pues, por última vez.
-Si vuestro padre ocasiona mi desventurada suerte,
-al menos concededme el triste consuelo de participaros
-que yo no me he atraído este infortunio
-por mi infidelidad. Si ratifiqué a Constanza la promesa
-de mi mano fué porque en las circunstancias
-en que me puso Sifredo no podía hacer otra
-cosa. Erame preciso engañar a la princesa por vuestro
-interés y por el mío, para aseguraros la corona
-y la mano de vuestro amante. Tenía esperanza de
-conseguirlo y había tomado mis medidas para romper
-aquella obligación; pero vos destruisteis mi
-plan, y disponiendo con demasiada facilidad de
-vuestra persona, preparasteis un eterno dolor a dos
-corazones que un entrañable amor hubiera hecho
-perpetuamente felices.»</p>
-
-<p>»Dió fin a este breve razonamiento con señales
-tan visibles de una verdadera desesperación, que<span class="pagenum"><a name="Page_59" id="Page_59">[59]</a></span>
-Blanca se enterneció, y ya no le quedó la menor
-duda de la inocencia de Enrique. Alegróse un poco
-al principio, pero un momento después fué en ella
-más vivo el dolor de su desgracia. «¡Ah, señor!»&mdash;dijo&mdash;.
-Después de lo que ha dispuesto de nosotros
-la suerte, me causa nueva pena el saber que
-estáis inocente. ¿Qué es lo que he hecho, desdichada
-de mí? ¡Engañóme mi resentimiento! Juzgué que me
-habíais abandonado y, arrebatada de despecho, recibí
-la mano del condestable, que mi padre me presentó.
-¡Ah, infeliz! ¡Yo fuí la delincuente y yo misma
-fabriqué nuestra desgracia! ¡Conque cuando
-estaba tan quejosa de vos, acusándoos en mi corazón
-de que me habíais engañado, era yo, imprudente
-y ligerísima amante, la que rompía los lazos
-que había jurado hacer indisolubles! ¡Vengaos ahora,
-señor, pues os toca hacerlo! ¡Aborreced a la ingrata
-Blanca! ¡Olvidad!...» «¿Y os parece que lo
-podré hacer, señora?&mdash;interrumpió Enrique tristemente&mdash;.
-¡Qué! ¿Será posible arrancar de mi corazón
-una pasión que ni aun vuestra injusticia
-podrá sofocar?» «Con todo eso, señor&mdash;dijo suspirando
-la hija de Sifredo&mdash;, es menester que os esforcéis
-para conseguirlo.» «Y vos, señora&mdash;replicó
-el rey&mdash;, ¿seréis capaz de hacer ese esfuerzo?» «No
-me prometo lograrlo&mdash;respondió Blanca&mdash;, pero
-nada omitiré para ello; lo intentaré cuanto pueda.»
-«¡Ah, cruel!&mdash;exclamó el rey&mdash;. ¡Fácilmente olvidaréis
-a Enrique, puesto que tenéis tal pensamiento!»
-«Y vos, señor, ¿qué es lo que pensáis?&mdash;repuso
-Blanca con entereza&mdash;. ¿Os lisonjeáis de que os<span class="pagenum"><a name="Page_60" id="Page_60">[60]</a></span>
-tolere continuar en obsequiarme? ¡No tengáis tal
-esperanza! Si no quiso el Cielo que naciese para
-reina, tampoco me formó para que diese oídos a
-ningún amor que no sea legítimo. Mi esposo es,
-igualmente que vos, de la nobilísima Casa de Anjou,
-y aun cuando lo que debo sólo a él no fuera
-un obstáculo invencible a vuestros amorosos servicios,
-mi honor jamás podría permitirlos. Suplico,
-pues, a vuestra majestad que se retire y que haga
-ánimo de no volverme a ver.» «¡Oh qué tiranía!&mdash;exclamó
-el rey&mdash;. ¿Es posible, Blanca, que me tratéis
-con tanto rigor? ¡Conque no basta para atormentarme
-el que yo os vea esposa del condestable, sino
-que queréis además privarme de vuestra vista, único
-consuelo que me queda!» «¡Huid cuanto antes,
-señor!&mdash;respondió la hija de Sifredo derramando algunas
-lágrimas&mdash;. ¡La vista de lo que se ha amado
-tiernamente deja de ser un bien luego que se pierde
-la esperanza de poseerlo! ¡Adiós, señor; retiraos
-de mi presencia! Debéis este esfuerzo a vuestra
-gloria y a mi reputación. También os lo pido por
-mi reposo, porque al fin, aunque mi virtud no se
-altera con los movimientos de mi corazón, la memoria
-de vuestra ternura me presenta combates
-tan terribles que me cuesta extraordinarios esfuerzos
-resistirlos.»</p>
-
-<p>»Pronunció estas últimas palabras con tanta energía,
-que, sin advertirlo, dejó caer al suelo un candelero
-que estaba en una mesa detrás de ella.
-Apagóse la bujía, cógela Blanca a tientas, abre la
-puerta de la antesala, y para encenderla va al<span class="pagenum"><a name="Page_61" id="Page_61">[61]</a></span>
-gabinete de Nise, que aun no se había acostado.
-Vuelve con luz, y apenas la vió el rey la instó de
-nuevo para que le permitiese continuar en sus obsequios.
-A la voz del monarca entró repentinamente
-el condestable, con la espada en la mano, en el
-cuarto de su esposa, casi al mismo tiempo que
-ella; se llega a Enrique, lleno del resentimiento que
-su furor le inspiraba, y le dice; «¡Ya es demasiado,
-tirano! ¡No me tengas por tan vil ni tan cobarde
-que pueda sufrir la afrenta que haces a mi honor!»
-«¡Ah, traidor!&mdash;respondió el rey desenvainando la
-espada para defenderse&mdash;. ¿Piensas por ventura ejecutar
-tu intento impunemente?» Dicho esto, principian
-un combate, sobremanera fogoso para que
-durase mucho. Temiendo el condestable que Sifredo
-y sus criados acudiesen demasiado pronto a
-los gritos que daba doña Blanca y le estorbasen
-su venganza, peleaba ya sin juicio, sin conocimiento
-y sin cautela. Fuera de sí de furor, él mismo se
-metió por la espada de su enemigo, atravesándose
-de parte a parte hasta la guarnición. Cayó en tierra,
-y viéndole el rey derribado, se detuvo.</p>
-
-<p>»Al ver la hija de Leoncio a su esposo en tan lastimoso
-estado, se arrojó al suelo para socorrerle,
-a pesar de la repugnancia con que le miraba. El
-infeliz esposo, lleno de resentimiento contra ella,
-no se enterneció ni aun a vista de aquel testimonio
-que le daba de su dolor y de su compasión. La
-muerte, que tenía tan cercana, no bastó para apagar
-en él el incendio de los celos. En aquellos últimos
-momentos sólo se acordó de la fortuna de su<span class="pagenum"><a name="Page_62" id="Page_62">[62]</a></span>
-competidor; idea tan ingrata y espantosa que, alentando
-su espíritu y dando un momentáneo vigor
-a las pocas fuerzas que le quedaban, le hizo alzar
-la espada, que aun tenía en la mano, y la sepultó
-toda ella en el seno de su mujer, diciéndole: «¡Muere,
-esposa infiel, ya que los sagrados vínculos del
-matrimonio no bastaron para que me conservases
-aquella fe que me juraste al pie de los altares! ¡Y
-tú, Enrique&mdash;prosiguió con voz desmayada&mdash;, no
-te gloríes ya de tu destino, puesto que no te aprovecharás
-de mi desgracia! ¡Con esto muero contento!»
-Dijo estas palabras y expiró, pero con un semblante
-que, aun entre las sombras de la muerte,
-dejaba ver un no sé qué de altivo y de terrible.
-El de Blanca ofrecía a la vista un espectáculo bien
-diverso. Había caído mortalmente herida sobre el
-moribundo cuerpo de su esposo, y la sangre de
-esta inocente víctima se confundía con la de su
-homicida, cuya ejecución fué tan pronta e impensada
-que no dió lugar al rey para precaver su efecto.</p>
-
-<p>»Prorrumpió este príncipe malaventurado en un
-lastimoso grito cuando vió caer a Blanca; y más
-herido que ella del golpe que le quitaba la vida,
-acudió a prestarle el mismo auxilio que ella misma
-había querido prestar a su marido y del cual había
-sido tan mal recompensada; pero Blanca le dijo
-con voz desfallecida: «¡Señor, vuestra diligencia es
-inútil! ¡Soy la víctima que estaba pidiendo la suerte
-inexorable! ¡Quiera el Cielo que ella aplaque su cólera
-y asegure la felicidad de vuestro reino!» Al
-acabar estas palabras, Leoncio, que había acudido<span class="pagenum"><a name="Page_63" id="Page_63">[63]</a></span>
-al eco de sus lamentosos ayes, entró en el cuarto, y
-atónito de ver los objetos que se presentaban a
-sus ojos, quedó inmóvil. Blanca, que no le había
-visto, prosiguiendo su discurso con el rey, «¡Adiós,
-señor!&mdash;le dijo&mdash;. ¡Conservad afectuosamente mi
-memoria, pues mi amor y mis desgracias os obligan
-a ello! Desterrad de vuestro pecho toda sombra
-de resentimiento contra mi amado padre. Respetad
-sus canas, compadeceos de su pena y haced
-justicia a su celo. Sobre todo, manifestad a todo
-el mundo mi inocencia; esto es lo que más principalmente
-os encargo. ¡Adiós, amado Enrique!... ¡Yo
-me muero!... ¡Recibid mi postrer aliento!»</p>
-
-<p>»A estas palabras, expiró. Quedóse suspenso el
-rey, guardando por algún tiempo un profundo silencio.
-Rompióle en fin, diciendo a Sifredo: «¡Mira,
-Leoncio, la obra de tus manos! ¡Contémplala bien
-y considera en este trágico suceso el fruto de tu
-oficioso celo por mi servicio!» Nada respondió el
-anciano: tan penetrado estaba de dolor. Pero ¿a
-qué fin empeñarme en querer referir lo que no
-cabe en ninguna explicación? Basta decir que uno
-y otro prorrumpieron en las más tiernas quejas
-luego que la vehemencia del dolor abrió camino al
-desahogo de los afectos interiores.</p>
-
-<p>»El rey conservó toda su vida la más dulce memoria
-de su amante, sin poderse jamás resolver a
-dar la mano a Constanza. El infante se coligó
-con ella para hacer que se cumpliese lo dispuesto
-por Rogerio en su testamento, pero se vieron precisados
-a ceder al príncipe Enrique, quien triunfó<span class="pagenum"><a name="Page_64" id="Page_64">[64]</a></span>
-al cabo de todos sus enemigos. A Sifredo le desprendió
-del mando, y aun de su misma patria, el
-insoportable tedio que le causaba el tropel de tantas
-desgracias. Abandonó la Sicilia, y pasándose
-a España con Porcia, la única hija que le había
-quedado, compró esta quinta. En ella sobrevivió
-quince años a la muerte de Blanca. Tuvo el consuelo
-de casar a Porcia, antes de morir, con don
-Jerónimo de Silva, y yo soy el único fruto de este
-matrimonio. Esta es&mdash;prosiguió la viuda de don
-Pedro de Pinares&mdash;la historia de mi familia y una
-fiel relación de las desgracias que representa ese
-cuadro, que mi abuelo Leoncio hizo pintar para
-que quedase a la posteridad un monumento de
-este funesto suceso.»</p>
-
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="IV_V">CAPITULO V</h3>
-
-
-<p class="i2 center">De lo que hizo doña Aurora de Guzmán luego que
-llegó a Salamanca.</p>
-
-
-<p class="p2">Después de haber la Ortiz, sus compañeras y yo
-oído esta historia, nos salimos de la sala, donde
-dejamos solas a doña Aurora y doña Elvira. Pasaron
-las dos lo restante del día en varias diversiones,
-sin fastidiarse una de otra, y cuando partimos
-al día siguiente, fué tan dolorosa su separación
-como pudiera serlo la de dos íntimas amigas
-acostumbradas toda la vida a la más dulce y tierna
-compañía.</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_65" id="Page_65">[65]</a></span></p>
-
-<p>Llegamos, en fin, a Salamanca sin que nos sucediese
-el menor contratiempo. Alquilamos luego
-una casa enteramente amueblada, y la dueña Ortiz,
-según lo que habíamos tratado, se comenzó a llamar
-doña Jimena de Guzmán. Como había sido
-dueña tanto tiempo, no podía menos de hacer bien
-su papel. Salió una mañana con Aurora, una doncella
-y un paje y se encaminaron a una posada de
-caballeros, donde supieron que ordinariamente se
-alojaba Pacheco. Preguntó la Ortiz si había algún
-cuarto desocupado, y habiéndole respondido que
-sí, le enseñaron uno decentemente puesto. Tomólo
-de su cuenta, y aun adelantó un mes de alquiler,
-expresando que era para un sobrino suyo que iba
-de Toledo a estudiar a Salamanca y al que esperaba
-aquel día.</p>
-
-<p>Después que la dueña y mi ama dejaron ajustado
-aquel alojamiento se trasladaron al suyo, y
-la bella Aurora, sin perder tiempo, se vistió de caballero.
-Para cubrir sus cabellos negros se puso
-una peluca rubia, y tiñéndose del mismo color las
-cejas, se disfrazó de suerte que parecía un señorito
-distinguido. Era garboso y desembarazado, y a no
-ser la cara, que era demasiadamente linda para
-hombre, ninguna otra cosa hacía sospechoso su
-disfraz. Imitóle en el mismo la criada que le había
-de servir de paje, y todos nos persuadimos que también
-ésta representaría bien su papel, así porque no
-era de las más hermosas como por tener cierto airecillo
-descarado muy a propósito para el personaje
-que le tocaba hacer. Después de comer, hallándo<span class="pagenum"><a name="Page_66" id="Page_66">[66]</a></span>se
-las dos actrices en estado de presentarse en su
-teatro, esto es, en la posada de caballeros, ellas y
-yo marchamos allá. Metímonos en un coche y llevamos
-los baúles y la ropa que era menester.</p>
-
-<p>La posadera, llamada Bernarda Ramírez, nos recibió
-con el mayor agasajo y nos condujo a nuestro
-cuarto, donde comenzamos a trabar conversación
-con ella. Convinimos en la comida que nos
-había de dar y en lo que habíamos de pagarle cada
-mes. Preguntámosle después si tenía muchos huéspedes.
-«Por ahora&mdash;respondió&mdash;no tengo ninguno.
-Nunca me faltarían si quisiera recibir a todo género
-de gentes, pero mi genio no lo lleva y en mi
-casa sólo admito personas de distinción. Esta misma
-noche espero a uno que viene de Madrid a
-concluir sus estudios. Llámase don Luis Pacheco,
-caballero de veinte años lo más, que acaso conocerán
-ustedes o habrán oído hablar de él.» «No&mdash;respondió
-Aurora&mdash;. No ignoro que es de una familia
-ilustre, pero no sé sus cualidades, y habiendo
-de vivir en su compañía en una misma casa
-tendría particular gusto de saber qué hombre es.»
-«Señor&mdash;repuso la huéspeda mirando al fingido caballero&mdash;,
-es un caballerito de linda cara, ni más
-ni menos que la vuestra, y desde luego aseguro
-que ambos os avendréis bien. ¡Vive diez, que podré
-jactarme de tener en mi casa los dos señoritos
-más galanes y airosos de toda España!» «Según
-eso&mdash;replicó mi ama&mdash;, ese tal caballerito habrá
-tenido en Salamanca mil galanteos.» «¡Oh! En cuanto
-a eso&mdash;respondió la vieja&mdash;, debo confesar que<span class="pagenum"><a name="Page_67" id="Page_67">[67]</a></span>
-es un enamorado de profesión. Basta que se deje
-ver para llevarse de calle a cualquier mujer. Entre
-otras robó el corazón de una joven y bella como
-ella sola, hija de un anciano doctor en leyes; y en
-cuanto a su cariño hacia don Luis, es aquello que
-se llama locura. Su nombre es doña Isabel.» «Pero
-dígame&mdash;le replicó Aurora con prontitud&mdash;, ¿y don
-Luis la corresponde igualmente?» «Que la amaba
-antes que volviese a Madrid&mdash;respondió la Ramírez&mdash;,
-no tiene duda; pero si ahora la quiere o no
-la quiere, eso es lo que yo no sé, porque el tal caballerito
-en este punto es poco de fiar. Corre de
-mujer en mujer como lo hacen comúnmente todos
-los de su edad y de su clase.»</p>
-
-<p>Apenas acababa la viuda de decir estas palabras
-cuando se oyó en el patio ruido de caballos. Asomámonos
-a la ventana y vimos dos hombres que
-se apeaban, que eran el mismo don Luis Pacheco,
-que llegaba de Madrid con su criado. Dejónos la
-vieja para ir a recibirlos y preparóse mi ama, no
-sin alguna conmoción, a representar su personaje
-de don Félix. Poco después vimos entrar en nuestro
-cuarto a don Luis, con botas y espuelas, en traje
-de camino. «Acabo de saber&mdash;dijo saludando a doña
-Aurora&mdash;que un caballero toledano está alojado en
-esta posada, y espero me permitirá le manifieste
-el gusto que tengo de lograr bajo un mismo techo
-tan buena compañía.» Mientras respondía mi ama
-a este cumplimiento, me pareció que Pacheco estaba
-suspenso de ver a un caballero tan amable.
-Con efecto, no se pudo contener sin decirle que<span class="pagenum"><a name="Page_68" id="Page_68">[68]</a></span>
-jamás había visto hombre tan galán ni tan bien
-plantado. Después de varios discursos, acompañados
-de mil recíprocos y cortesanos cumplimientos,
-se retiró don Luis al cuarto que se le había destinado.</p>
-
-<p>Mientras se hacía quitar las botas y se mudaba
-de ropa, un paje que le buscaba para entregarle
-una carta encontró por casualidad a doña Aurora
-en la escalera, y teniéndola por don Luis, a quien
-no conocía, «Caballero&mdash;le dijo&mdash;, aunque no conozco
-al señor don Luis Pacheco, me parece no debo
-preguntar a usted si lo es, y estoy persuadido de
-que no me engaño, según las señas que me han
-dado.» «No, amigo&mdash;respondió mi ama con gran
-serenidad&mdash;, ciertamente que no te engañas y sabes
-cumplir con puntualidad los encargos que te
-dan; has adivinado muy bien que soy don Luis
-Pacheco. Dame esa carta y vete, que ya cuidaré de
-enviar la respuesta.» Marchóse el paje, y cerrándose
-Aurora en su cuarto con su criada y conmigo
-abrió la carta y nos leyó lo que sigue: «Acabo
-de saber vuestra llegada a Salamanca. Alegróme
-tanto esta noticia, que temí perder el juicio. ¿Amáis
-todavía a vuestra Isabel? Aseguradle cuanto antes
-de que no os habéis mudado. Morirá de contento
-si le dais el consuelo de haberle sido fiel.»</p>
-
-<p>«En verdad que el papel es apasionado&mdash;dijo
-Aurora&mdash;y muestra un alma del todo enamorada.
-Esta dama es una competidora que no debe despreciarse;
-antes bien, juzgo que debo hacer todo
-lo posible para desprenderla de don Luis, haciendo<span class="pagenum"><a name="Page_69" id="Page_69">[69]</a></span>
-cuanto me sea dable para que él no la vuelva a
-ver. La empresa es algo ardua, lo confieso, mas
-no desconfío de salir con ella.» Paróse a pensar
-sobre este punto, y un momento después añadió:
-«Yo me obligo a ver enemistados a los dos en menos
-de veinticuatro horas.» Con efecto, habiendo
-Pacheco descansado un poco en su cuarto, volvió
-a buscarnos al nuestro y renovó la conversación
-con Aurora antes de cenar. «Caballero&mdash;le dijo en
-tono de zumba&mdash;, creo que los maridos y los amantes
-no han de celebrar mucho vuestra venida a
-Salamanca y que les ha de causar harta inquietud;
-yo, por lo menos, ya comienzo a temer mucho
-por mis damas.» «Oiga usted&mdash;le respondió mi ama
-en el mismo tono&mdash;, su temor no está mal fundado.
-Don Félix de Mendoza es un poco temible; así
-os lo prevengo. Ya he estado otra vez en esta ciudad
-y sé por experiencia que en ella no son insensibles
-las mujeres.» «¿Qué prueba tiene usted de
-ello?», interrumpió don Luis con presteza. «Una demostrativa&mdash;replicó
-la hija de don Vicente&mdash;. Habrá
-un mes que transité por esta ciudad, y, habiéndome
-detenido en ella no más que ocho días,
-en este breve tiempo&mdash;os lo digo en toda confianza&mdash;se
-apasionó ciegamente de mí la hija de un
-anciano doctor en leyes.»</p>
-
-<p>Conocí que se había turbado don Luis al oír estas
-palabras. «¿Y se podrá saber, sin pasar por indiscreto&mdash;replicó&mdash;,
-el nombre de esa señora?» «¿Qué
-llama usted sin pasar por indiscreto?&mdash;repuso el
-fingido D. Félix&mdash;. ¿Pues qué motivo puede haber<span class="pagenum"><a name="Page_70" id="Page_70">[70]</a></span>
-para hacer de esto un misterio? ¿Por ventura me
-tenéis por más callado que lo son en este punto
-los de mi edad? ¡No me hagáis esa injusticia! Además
-de que, hablando entre los dos, el objeto tampoco
-es digno de tan escrupuloso miramiento, porque
-al fin sólo es una pobre particular, y los hombres
-de distinción no se emplean seriamente en
-estas gentes de poca posición, y aun creen que les
-hacen mucho honor en quitarles el crédito. Diréos,
-pues, sin reparo, que la hija del tal doctor se llama
-Isabel.» «Y el tal doctor&mdash;interrumpió, impaciente
-ya, Pacheco&mdash;, ¿se llama acaso el señor Marcos de
-la Llana?» «¡Justamente!&mdash;respondió mi ama&mdash;. Lea
-usted este papel que acaba de enviarme; por él
-verá si me quiere bien la tal niña.» Pasó los ojos
-don Luis por el billete, y conociendo la letra se
-quedó confuso. «¡Qué veo!&mdash;prosiguió entonces Aurora
-con admiración&mdash;. ¡Parece que se os muda el
-color! Creo, ¡Dios me lo perdone!, que tomáis interés
-por esa dama. ¡Oh y cuánto me pesa de haber
-hablado con tanta franqueza!» «Antes bien, os
-doy gracias por ello&mdash;replicó don Luis en un tono
-mezclado de cólera y despecho&mdash;. ¡Ah, pérfida! ¡Ah,
-inconstante! ¡Oh, don Félix, y qué favor os merezco!
-¡Me habéis sacado de un error en que quizá
-hubiera estado largo tiempo! Creía que me amaba.
-¿Qué digo amaba? ¡Me parecía que me adoraba
-Isabel! Yo miraba con algún aprecio a esta muchacha,
-pero ahora veo que es una mujer digna
-de mi mayor desprecio.» «Apruebo vuestro noble
-modo de pensar&mdash;dijo Aurora, manifestando tam<span class="pagenum"><a name="Page_71" id="Page_71">[71]</a></span>bién
-por su parte mucha indignación&mdash;. ¡La hija
-de un doctor en leyes debiera tenerse por muy dichosa
-en que la quisiese un caballerito de tanto
-mérito como vos! No puedo disculpar su veleidad,
-y, lejos de aceptar el sacrificio que me hace de vos,
-quiero castigarla, despreciando sus favores.» «Por
-lo que a mí toca&mdash;dijo Pacheco&mdash;, juro no volverla
-a ver en toda mi vida, y ésta será mi única venganza.»
-«Tenéis sobrada razón&mdash;respondió el fingido
-Mendoza&mdash;. Pero, con todo, para que conozca
-mejor el menosprecio con que la tratamos, sería
-yo de parecer que los dos le escribiéramos separadamente
-un papel en que la insultásemos a nuestra
-satisfacción. Yo los cerraré y se los enviaré en
-respuesta a su carta; mas antes de llegar a este
-extremo será bien que lo consultéis con vuestro
-corazón, no sea que algún día os arrepintáis de
-haber roto la amistad con Isabel.» «¡No, no!&mdash;interrumpió
-don Luis&mdash;. No pienso tener jamás semejante
-flaqueza, y convengo desde luego en que,
-por mortificar a esa ingrata, se ponga inmediatamente
-por obra lo que hemos discurrido.»</p>
-
-<p>Sin perder tiempo fuí yo mismo a traerles papel
-y tinta, y uno y otro se pusieron a componer dos
-papeles muy gustosos para la hija del doctor Marcos
-de la Llana. Especialmente Pacheco no encontraba
-voces bastante fuertes que le contentasen
-para expresar sus sentimientos; y así, hizo pedazos
-cinco o seis billetes por parecerle sus expresiones
-poco enérgicas y poco duras. Al cabo compuso uno
-que le satisfizo, y a la verdad tenía razón para<span class="pagenum"><a name="Page_72" id="Page_72">[72]</a></span>
-quedar satisfecho, porque estaba concebido en estos
-términos: «Aprende ya a conocerte, reina mía,
-y no tengas la presunción de creer que yo te amo.
-Para esto era menester otro mérito mayor que el
-tuyo. No veo en ti el menor atractivo que merezca
-mi atención mas que por un momento. Solamente
-puedes aspirar a los inciensos que te tributarán
-las hopalandas más miserables de la Universidad.»
-Escribió, pues, esta agradable carta, y
-cuando Aurora acabó la suya, que no era menos
-ofensiva, las cerró entrambas bajo una cubierta, y
-entregándome el pliego, «Toma, Gil Blas&mdash;me dijo&mdash;,
-y haz que Isabel reciba este pliego esta noche.
-¡Ya me entiendes!», añadió guiñándome un ojo, señal
-cuyo significado entendí perfectamente. «Sí, señor&mdash;le
-respondí&mdash;, será usted servido como desea.»</p>
-
-<p>Responderle esto, hacerle una cortesía y salir de
-casa todo fué uno. Luego que me vi en la calle, me
-dije a mí mismo: «¿Conque, señor Gil Blas, parece
-que se hace prueba de vuestro talento y que representáis
-en esta comedia el importante papel de
-criado confidente? ¡Sí, señor! ¡Pues, amigo mío, es
-menester mostrar que tienes habilidad para desempeñar
-un papel que pide tanta! El señor don Félix
-se contentó con hacerte una seña; fióse de tu
-penetración. ¿Comprendiste bien lo que aquella guiñada
-quiso decir? Sí, por cierto: quísome dar a entender
-que entregase solamente el billete de don
-Luis.» No significaba otra cosa aquella guiñadura.
-No tuve en esto la menor duda. Conque, diciendo
-y haciendo, rompí el sobrescrito, saqué de él la<span class="pagenum"><a name="Page_73" id="Page_73">[73]</a></span>
-carta de Pacheco y la llevó a casa del doctor Marcos,
-habiéndome antes informado de dónde vivía.
-Encontré a la puerta al mismo pajecito a quien
-había visto en la posada de los caballeros. «Hermano&mdash;le
-dije&mdash;, ¿seréis vos, por fortuna, el criado
-de la hija del señor doctor Marcos de la Llana?»
-Respondióme que sí en tono de mozo experto en
-estos lances, y yo le añadí: «Tenéis una fisonomía
-tan honrada y una cara tan de amigo de servir al
-prójimo, que me atrevo a suplicaros entreguéis a
-vuestra ama ese papelito de cierto caballero conocido
-suyo.» «¿Y quién es ese caballero?», me preguntó
-el pajecillo; y apenas le respondí que era
-don Luis Pacheco cuando, todo regocijado, me respondió:
-«¡Ah! Si el papel es de ese señorito, sígueme,
-pues tengo orden de mi ama de introducirte
-en su cuarto, que quiere hablarte.» Seguíle, en efecto,
-y llegué a una sala, donde muy presto se dejó
-ver la señora. Quedé admirado de su hermosura;
-tanto, que me pareció no haber visto facciones
-más lindas en mi vida. Tenía un aire tan delicado
-y aniñado, que parecía ser de edad de quince años,
-sin embargo de que había más de treinta que caminaba
-por sí misma sin necesidad de andadores.
-«Amigo&mdash;me preguntó con cara risueña&mdash;, ¿eres
-criado de don Luis Pacheco?» «Sí, señora&mdash;le respondí&mdash;;
-tres semanas ha que entré a servir a su
-merced.» Y diciendo esto le entregué respetuosamente
-el fatal papel que se me había encargado.
-Leyóle dos o tres veces, con semblante de dudar
-lo que sus mismos ojos veían. Con efecto, nada<span class="pagenum"><a name="Page_74" id="Page_74">[74]</a></span>
-esperaba menos que semejante respuesta. Alzaba
-los ojos al cielo, mordíase los labios y todos sus
-indeliberados movimientos hacían patente lo que
-pasaba dentro de su corazón. Volvióse después
-hacia mí y me dijo: «Amigo mío, ¿don Luis se ha
-vuelto loco desde que se ausentó de mí? No comprendo
-su modo de proceder. Díme, amigo, si lo
-sabes: ¿qué motivo ha tenido para escribirme un
-papel tan cortesano, tan atento? ¿Qué demonio le
-tiene poseído? Si quiere romper conmigo, ¿no sabría
-hacerlo sin ultrajarme con una carta tan grosera?»
-«Señora&mdash;le respondí afectando un aire lleno
-de sinceridad&mdash;, es cierto que mi amo no ha tenido
-razón para eso; pero en cierta manera se vió
-en términos de no poder hacer otra cosa. Si me
-dais palabra de guardar el secreto, yo os descubriré
-todo el misterio.» «Te ofrezco guardarlo&mdash;me
-respondió ella prontamente&mdash;; no temas que te perjudique;
-y así, explícate con toda libertad.» «Pues,
-señora&mdash;continué yo&mdash;, he aquí el caso en dos palabras.
-Un momento después que mi amo recibió
-vuestro papel, entró en la posada una dama tapada
-con un manto de los más dobles; preguntó por
-el señor Pacheco; hablóle a solas, y de allí a algún
-tiempo, al fin de la conversación, le oí decir estas
-precisas palabras: «Me juráis que nunca la volveréis
-a ver, pero no me contento con esto; es menester
-que ahora mismo le escribáis un billete, que
-yo misma quiero dictaros. Esto quiero absolutamente
-de vos.» Sujetóse don Luis a todo lo que deseaba
-aquella mujer, y entregándome después el<span class="pagenum"><a name="Page_75" id="Page_75">[75]</a></span>
-billete, me dijo: «Toma este papel, averigua dónde
-vive el doctor Marcos de la Llana y procura con
-maña que esta carta se entregue en propia mano
-a su hija Isabel.» De aquí inferiréis, señora, que
-la tal carta es hechura de alguna enemiga vuestra
-y, por consiguiente, que mi amo poca o ninguna
-culpa ha tenido en esta maniobra.» «¡Oh Cielos!&mdash;exclamó
-ella&mdash;. ¡Pues esto es todavía más de lo
-que yo pensaba! ¡Más me ofende su infidelidad que
-las indignas e injuriosas expresiones que se atrevió
-a escribir su mano! ¡Ah, infiel! ¡Ha podido contraer
-otra amistad!» Pero, revistiéndose de repente
-de altivez, añadió despechada: «¡Abandónese en
-buen hora libremente a su nuevo amor, que yo no
-pienso impedirlo! Decidle de mi parte que no necesitaba
-insultarme para obligarme a dejar libre el
-campo a mi competidora y que desprecio demasiado
-a un amante tan voltario para tener el menor
-deseo de atraérmelo de nuevo.» Diciendo esto me
-despidió y se retiró muy enojada contra don Luis.</p>
-
-<p>Yo salí de casa del doctor Marcos de la Llana
-muy satisfecho de mí mismo, conociendo bien que
-si quería aprender el oficio de tercero me hallaba
-con suficientes talentos para salir maestro en poco
-tiempo. Volvíme a nuestra posada, donde encontré
-cenando juntos a los señores Mendoza y Pacheco
-y en conversación, con tanta confianza como si se
-hubieran conocido y tratado muchos años. Conoció
-Aurora en mi alegre y risueño semblante que
-no había desempeñado mal mi comisión. «¿Conque
-ya estás de vuelta, Gil Blas?&mdash;me dijo en tono<span class="pagenum"><a name="Page_76" id="Page_76">[76]</a></span>
-festivo&mdash;. ¡Ea, danos cuenta de tu embajada!» Tuve,
-para responder, que recurrir a mi talento. Dije que
-había entregado el pliego en mano propia a Isabel,
-la que, después de haber leído los dos dulcísimos
-y tiernísimos papeles, prorrumpió en grandes carcajadas,
-como una loca, diciendo: «¡Por vida mía
-que los dos señoritos escriben con bellísimo estilo!
-¡No se puede negar que nadie es capaz de imitarlo!»
-«Eso&mdash;dijo mi ama&mdash;se llama sacar el caballo
-o salir del atolladero airosamente. ¡En verdad que
-la tal señora mía es una chula de prueba y muy
-diestra!» «Desconozco enteramente en esta ocasión
-a doña Isabel&mdash;interrumpió don Luis&mdash;; la tenía en
-muy distinto concepto.» «Yo también&mdash;replicó Aurora&mdash;había
-formado otro juicio de ella. Es preciso
-confesar que hay mujeres que saben hacer toda
-clase de papeles. A una de éstas amé yo, y en verdad
-que se burló de mí largo tiempo. Gil Blas lo
-puede decir; parecía la mujer más juiciosa y más
-honesta que había en todo el mundo.» «Así es&mdash;respondí
-yo introduciéndome en la conversación&mdash;;
-era capaz de engañar al más astuto, y aun a mí
-mismo me hubiera engañado.»</p>
-
-<p>Dieron grandes carcajadas el fingido Mendoza y
-el verdadero Pacheco cuando me oyeron hablar de
-esta suerte; y lejos de desaprobar el que yo me
-tomase la libertad de mezclarme en su conversación,
-me dirigían a menudo la palabra para divertirse
-con mis respuestas. Proseguimos nuestros razonamientos
-sobre el arte de fingir, que en supremo
-grado poseen las mujeres, y el resultado de<span class="pagenum"><a name="Page_77" id="Page_77">[77]</a></span>
-nuestros discursos fué que Isabel quedó legal y judicialmente
-declarada por una chula de profesión.
-Don Luis protestó de nuevo que jamás la volvería
-a ver y, a ejemplo suyo, don Félix juró que siempre
-la miraría con el más alto desprecio. Acabadas estas
-protestas, estrecharon más su amistad, prometiendo
-que ninguna cosa tendrían reservada uno
-para otro; antes bien, que todas se las comunicarían
-recíprocamente. Sobremesa se detuvieron un
-rato, diciendo cosas graciosísimas, y después se separaron
-para irse a dormir cada cual a su cuarto.
-Yo acompañé a Aurora hasta el suyo, donde di
-fiel y verdadera cuenta de la conversación que había
-tenido con la hija del doctor, sin omitir la circunstancia
-más menuda. Faltó poco para que me
-abrazase de pura alegría. «Querido Gil Blas&mdash;me
-dijo&mdash;, tu ingenio y habilidad me tienen encantada.
-Cuando nos arrastra una pasión en que es preciso
-recurrir a invenciones y estratagemas, es gran
-fortuna tener un criado tan advertido y tan ingenioso
-como tú, que tomas verdadero interés en
-nuestros asuntos. ¡Animo, pues, amigo mío! ¡Nos
-hemos sacudido de una mujer que podía hacernos
-mal tercio! No me descontenta el principio, pero
-como los lances de amor están sujetos a varias revoluciones,
-soy de parecer que cuanto antes acometamos
-nuestra ideada empresa y que desde mañana
-empiece a representar su papel Aurora de
-Guzmán.» Aprobé el pensamiento y, dejando al
-señor don Félix con su paje, me retiré al cuarto
-donde tenía mi cama.</p>
-<hr class="chap" />
-
-<p class="p4"><span class="pagenum"><a name="Page_78" id="Page_78">[78]</a></span></p>
-
-
-
-<h3 id="IV_VI">CAPITULO VI</h3>
-
-<p class="i2 center">De qué ardides se valió Aurora para que la amase
-don Luis Pacheco.</p>
-
-
-<p class="p2">El primer cuidado de los dos buenos amigos fué
-reunirse al día siguiente, y comenzaron con abrazos,
-que Aurora se vió precisada a dar y recibir
-para hacer bien el personaje de don Félix. Fueron
-juntos a pasearse por la ciudad, acompañándolos
-yo con Chilindrón, criado de don Luis. Parámonos a
-la puerta de la Universidad a leer varios carteles de
-libros que acababan de fijar a la puerta. Había
-también leyendo otras muchas personas, y entre
-ellas se me hizo reparable un hombrecillo que hacía
-crítica de las obras que se anunciaban. Observé
-que le estaban oyendo otros con singular atención
-y me persuadí también de que él creía merecer
-que le escuchasen. Parecía vano y hombre de tono
-decisivo, como lo suelen ser la mayor parte de las
-personas chiquitas. «Esa nueva traducción de Horacio
-que anuncia ese cartel con letras gordas&mdash;decía
-a los circunstantes&mdash;es una obra en prosa
-compuesta por un autor viejo del colegio, libro
-muy estimado de los escolares, que han agotado
-de él ya cuatro ediciones, sin que ningún inteligente
-haya comprado siquiera un ejemplar.» No
-era más favorable la crítica que hacía de los demás
-libros. Todos los motejaba sin caridad; probablemente
-sería algún autor. Yo de buena gana<span class="pagenum"><a name="Page_79" id="Page_79">[79]</a></span>
-le hubiera estado oyendo hasta que acabase de
-hablar, pero me fué preciso seguir a don Luis y a
-don Félix, que, fastidiados de aquel hombrecillo y
-no importándoles poco ni mucho los libros que criticaba,
-prosiguieron su camino, alejándose de él y
-de la Universidad.</p>
-
-<p>Llegamos a la posada a la hora de comer. Sentóse
-mi ama a la mesa con Pacheco, y diestramente
-hizo que la conversación recayese sobre su
-familia. «Mi padre&mdash;dijo&mdash;es un segundo de la casa
-de Mendoza, establecida en Toledo; mi madre es
-hermana carnal de doña Jimena de Guzmán, que
-hace pocos días vino a Salamanca en seguimiento
-de cierto negocio de importancia, trayendo consigo
-a su sobrina doña Aurora, hija única de don Vicente
-de Guzmán, a quien quizá habrá usted conocido.»
-«No&mdash;respondió don Luis&mdash;, pero he oído
-hablar mucho de él, igualmente que de Aurora,
-vuestra prima. Decidme si puedo creer todo lo que
-dicen de esta señorita; me han asegurado que es
-sin igual en hermosura y entendimiento.» «En cuanto
-a entendimiento&mdash;respondió don Félix&mdash;, es cierto
-que no le falta, y también lo es que ha procurado
-cultivarlo; pero en cuanto a hermosura no
-creo que sea tanta como ponderan, cuando oigo
-decir que ella y yo nos parecemos mucho.» «Siendo
-eso así&mdash;replicó prontamente don Luis&mdash;, queda
-muy acreditada su fama. Vuestras facciones son
-regulares; vuestra tez, muy delicada, y así, no puede
-menos de ser linda vuestra prima. Yo tendría
-mucho gusto en verla y hablar con ella.» «Desde<span class="pagenum"><a name="Page_80" id="Page_80">[80]</a></span>
-luego me ofrezco a satisfacer vuestra curiosidad&mdash;repuso
-el fingido Mendoza&mdash;; hoy mismo, después
-de comer, iremos los dos a casa de mi tía.»</p>
-
-<p>Mudó entonces de conversación mi ama y empezaron
-los dos a hablar de cosas indiferentes. Por
-la tarde, mientras se disponían para ir a casa de
-doña Jimena, me anticipé yo a prevenir a la dueña
-que se preparase para recibir esta visita. Hecha
-esta diligencia, me restituí prontamente a la posada
-para acompañar a don Félix, quien, finalmente,
-condujo al señor don Luis a casa de su tía. Apenas
-entraron en ella cuando se encontraron con doña
-Jimena, que les hizo seña de que metiesen poco
-ruido, diciéndoles en voz baja: «¡Paso, pasito! No
-despierten ustedes a mi sobrina, que desde ayer
-acá ha estado padeciendo una furiosa jaqueca, la
-cual ha poco tiempo que la dejó, y habrá un cuarto
-de hora que la pobre niña se retiró a descansar un
-poco.» «Siento mucho esa indisposición&mdash;dijo Mendoza
-aparentando sentimiento&mdash;, porque esperaba
-tener el gusto de que viésemos a mi prima, pues
-quería hacer este obsequio a mi amigo Pacheco.»
-«No es eso tan urgente&mdash;respondió la Ortiz sonriéndose&mdash;;
-pueden ustedes dejarlo para mañana.»
-Detuviéronse un rato los dos caballeritos con la
-vieja, y después de una breve conversación se retiraron.</p>
-
-<p>Condújonos don Luis a casa de un amigo suyo,
-llamado don Gabriel de Pedrosa, donde pasamos lo
-restante del día; cenamos con él, y dos horas después
-de media noche volvimos a la posada. Ha<span class="pagenum"><a name="Page_81" id="Page_81">[81]</a></span>bríamos
-andado como la mitad del camino cuando
-tropezamos con dos hombres que estaban tendidos
-en medio de la calle. Creíamos que serían
-algunos infelices recién asesinados y nos paramos
-a socorrerlos, en caso de llegar a tiempo nuestro
-socorro. Mientras nos estábamos informando del
-estado en que se hallaban, cuanto lo podía permitir
-la obscuridad de la noche, he aquí que llega una
-ronda. El cabo nos tuvo por asesinos y dió orden
-a sus gentes de que nos cercasen; pero mudó de
-opinión, haciendo mejor juicio, luego que nos oyó
-hablar, y mucho más cuando, a la luz de una linterna
-sorda, descubrió las nobles facciones de Mendoza
-y de Pacheco.. Mandó a los alguaciles que
-examinasen y reconociesen aquellos dos hombres
-que nosotros creíamos asesinados, y hallaron ser
-un licenciado gordo y su criado, atestados enteramente
-de vino y perfectamente borrachos. «Señores&mdash;exclamó
-un ministril&mdash;, conozco muy bien a
-este gran bebedor; es el señor licenciado Guiomar,
-rector de nuestra Universidad. Aquí donde ustedes
-le ven es un grande hombre, un talento extraordinario.
-No hay filósofo a quien no confunda
-en un argumento; tiene una facundia sin igual.
-¡Lástima es que sea tan inclinado al vino, a pleitos
-y a mujeres! Ahora vendrá de cenar con su Isabelilla,
-en donde, por desgracia, él y el que le guía
-se habrán emborrachado, y ambos han caído en el
-arroyo. Antes que el buen licenciado fuese rector
-le sucedía esto con bastante frecuencia. Los honores,
-como ustedes ven, no siempre mudan las cos<span class="pagenum"><a name="Page_82" id="Page_82">[82]</a></span>tumbres.»
-Nosotros dejamos a los dos borrachos
-en manos de la ronda, que cuidó de llevarlos a
-casa, y nos fuimos a la nuestra, donde cada uno
-trató de irse a dormir.</p>
-
-<p>Don Félix y don Luis se levantaron al día siguiente
-a eso del mediodía, y vueltos a reunir, su primera
-conversación fué de doña Aurora de Guzmán.
-«Gil Blas&mdash;me dijo mi ama&mdash;, vé a casa de mi tía
-doña Jimena y pregúntale de mi parte si el señor
-Pacheco y yo podemos ir hoy a ver a mi prima.»
-Partí al punto a desempeñar mi comisión, o, por
-mejor decir, a quedar de acuerdo con la dueña
-sobre el modo con que nos habíamos de gobernar,
-y después que tomamos nuestras medidas puntuales
-volví con la respuesta al fingido Mendoza
-y le dije: «Vuestra prima Aurora está muy buena;
-ella misma me ha encargado os asegure que vuestra
-visita le será del mayor agrado, y doña Jimena
-me encomendó afirmase al señor Pacheco que siempre
-será muy bien recibido en su casa por vuestra
-recomendación.»</p>
-
-<p>Conocí que estas últimas palabras habían gustado
-mucho a don Luis. También lo conoció mi
-ama, y desde luego arguyó de ello un dichoso presagio.
-Poco antes de comer vino a la posada el
-criado de doña Jimena y dijo a don Félix: «Señor,
-un hombre de Toledo fué a preguntar por su merced
-en casa de su señora tía y dejó en ella este
-billete.» Abrióle el fingido Mendoza y leyó en él
-estas cláusulas, en voz que las pudiesen oír todos:
-«Si queréis saber de vuestro padre, con otras noti<span class="pagenum"><a name="Page_83" id="Page_83">[83]</a></span>cias
-de consecuencia que os importan mucho, leído
-éste venid prontamente al mesón del <i>Caballo
-Negro</i>, cerca de la Universidad.» «Tengo grandes
-deseos de saber cuanto antes estas noticias que
-tanto me interesan para no satisfacer mi curiosidad
-al momento. ¡Hasta luego, Pacheco!&mdash;continuó&mdash;.
-Si no volviere dentro de dos horas, podéis
-ir vos solo a casa de mi tía, adonde concurriré
-yo también después de comer. Ya sabéis el recado
-que os dió Gil Blas de parte de doña Jimena;
-en virtud de él podéis con franqueza hacer esta
-visita.» Diciendo esto, salió de casa, mandándome
-le siguiese.</p>
-
-<p>Ya se deja discurrir que en vez de tomar el camino
-del mesón del <i>Caballo Negro</i> nos fuimos derechitos
-a casa de la Ortiz y nos dispusimos al enredo.
-Quitóse Aurora sus postizos cabellos rubios,
-lavóse y restregóse muy bien las cejas, vistióse de
-mujer y quedó como naturalmente era: una trigueña
-hermosa. Puede decirse que el disfraz la
-transformaba de manera que doña Aurora y don
-Félix parecían dos personas diferentes; y aun en
-traje de mujer parecía más alta que vestida de
-hombre; bien es verdad que los grandes tacones
-aumentaban la estatura. Luego que a su hermosura
-añadió los demás auxilios que el arte podía
-prestarle, esperó a don Luis, con una agitación mezclada
-de recelo y de esperanza. Unas veces confiaba
-en su talento y en su hermosura y otras temía
-que le saliese mal aquella tentativa. La Ortiz
-se dispuso por su parte lo mejor que pudo para<span class="pagenum"><a name="Page_84" id="Page_84">[84]</a></span>
-ayudar a su ama. Por lo que hace a mí, como no
-convenía que Pacheco me viese en aquella casa, y
-como&mdash;a semejanza de aquellos actores que sólo
-aparecen en el teatro cuando está para concluirse
-la comedia&mdash;no debía parecer en ella hasta el fin
-de la visita, salí así que acabé de comer.</p>
-
-<p>En fin, todo estaba ya prevenido cuando llegó
-don Luis. Recibióle doña Jimena con el mayor
-agrado y tuvo con Aurora una conversación que
-duró de dos a tres horas. Al cabo de ellas entré yo
-en la sala donde estaban, y dirigiéndome a don
-Luis, le dije: «Caballero, mi amo don Félix suplica
-a usted se sirva perdonarle si hoy no puede venir,
-porque está con tres hombres de Toledo de quienes
-no puede desembarazarse.» «¡Ah libertinillo!&mdash;exclamó
-doña Jimena&mdash;. ¡Sin duda estará de jarana!»
-«No, señora&mdash;repliqué yo prontamente&mdash;;
-está en realidad con aquellos hombres, tratando
-de negocios muy serios. Es cierto que le ha causado
-grandísimo disgusto el no poder venir aquí,
-y me ha encargado decíroslo, igualmente que a
-doña Aurora.» «¡Oh! ¡Yo no admito sus disculpas!&mdash;repuso
-mi ama chanceándose&mdash;. Sabiendo
-que he estado indispuesta, debía mostrar más atención
-con las personas que le son tan allegadas. ¡En
-castigo de esta falta no quiero verle en dos semanas!»
-«¡Ah, señora&mdash;dijo entonces don Luis&mdash;, no
-toméis tan cruel resolución! Sóbrale a don Félix
-por castigo el no haberos visto hoy.»</p>
-
-<p>Después de haberse chanceado algún tiempo sobre
-el mismo asunto, se retiró Pacheco. La bella<span class="pagenum"><a name="Page_85" id="Page_85">[85]</a></span>
-Aurora mudó inmediatamente de traje y volvióse
-a poner su vestido de caballero. Trasladóse a la
-posada lo más breve que le fué posible, y apenas
-entró dijo a don Luis: «Perdonadme, amigo, si no
-pude ir a buscaros a casa de mi tía. Halléme con
-unas gentes tan pesadas que no pude, por más que
-hice, desenredarme de ellas. Lo único que me consuela
-es que, a lo menos, habéis tenido lugar para
-satisfacer vuestra curiosidad y vuestros deseos. Y
-bien, ¿qué os ha parecido mi prima? Decídmelo
-ingenuamente.» «¿Qué me ha de parecer?&mdash;respondió
-Pacheco&mdash;. ¡Me ha hechizado! Tenéis razón en
-decir que los dos sois muy parecidos. ¡En mi vida
-he visto facciones más semejantes! ¡El mismo aire
-de cara, los mismos ojos, la misma boca y hasta
-el mismo eco de voz! No hay mas diferencia entre
-los dos sino que vuestra prima es algo más alta;
-es trigueña, y vos rubio; sois festivo, y ella seria.
-Eso únicamente os diferencia uno de otro. En
-cuanto a entendimiento&mdash;continuó&mdash;, no cabe más.
-¡En una palabra: es una dama de mérito extremado!»</p>
-
-<p>Pronunció Pacheco tan fuera de sí estas últimas
-palabras, que don Félix le dijo sonriéndose: «Pésame,
-amigo, de haberos proporcionado este conocimiento
-con doña Jimena, y si queréis creerme, no
-volváis más a su casa; os lo aconsejo por vuestra
-quietud. Doña Aurora de Guzmán podría insensiblemente
-quitaros el sosiego e inspiraros una pasión.»
-«¡No necesito volverla a ver&mdash;interrumpió
-don Luis&mdash;para estar ya ciegamente prendado de<span class="pagenum"><a name="Page_86" id="Page_86">[86]</a></span>
-ella! El mal, si lo hay, está hecho.» «Tanto peor
-para vos&mdash;replicó el fingido Mendoza&mdash;, porque
-vos no sois hombre de contentaros con una sola,
-y mi prima no es doña Isabel. Os hablo claro,
-como amigo; no es mujer capaz de sufrir amante
-alguno que no vaya por el camino real.» «<i>¿Por el
-camino real?</i>&mdash;repitió don Luis&mdash;. ¿Y puede irse
-por otro hacia una señorita de su calidad? ¡Es
-agraviarme el creerme capaz de mirarla con ojos
-profanos! ¡Conocedme mejor, mi querido Mendoza!
-¡Ah! ¡Yo me tendría por el más dichoso de
-todos los hombres si aprobara mi solicitud y quisiera
-unir su suerte con la mía!» «¡Oh don Luis!&mdash;repuso
-don Félix&mdash;. Supuesto que pensáis de ese
-modo, desde este instante me tendrá de su parte
-vuestro amor y desde luego os ofrezco mis buenos
-oficios con Aurora. Mañana mismo daré principio
-a ellos, procurando ganar a mi tía, que tiene
-mucho ascendiente sobre mi prima.»</p>
-
-<p>Pacheco dió mil gracias al caballero que le hacía
-una oferta tan apreciable, y mi ama y yo vimos
-con gusto que no podía dirigirse mejor nuestra estratagema.
-El día siguiente añadimos algunos grados
-más al amor de don Luis con otra invención.
-Pasó Aurora a su cuarto después de suponer que
-había ido a hablar con doña Jimena como para
-interesarla en su favor, y le dijo así: «Hablé a mi
-tía, y no me costó poco reducirla a que favoreciese
-vuestros deseos. Halléla fuertemente preocupada
-contra vos. Yo no sé quién le había metido en
-la cabeza que erais un libertino; lo cierto es que<span class="pagenum"><a name="Page_87" id="Page_87">[87]</a></span>
-alguno le ha dado una idea poco favorable de vuestras
-costumbres. Por fortuna, tomé vuestro partido
-con tal tesón, que logré por último desimpresionarla
-del todo. No obstante&mdash;prosiguió Aurora&mdash;,
-a mayor abundamiento, quiero que los dos
-solos tengamos una conferencia con mi tía, para
-asegurarnos más de su favor y de su apoyo.» Manifestó
-Pacheco una grande impaciencia por hablar
-cuanto antes con doña Jimena, y don Félix
-procuró que lograse esta satisfacción la mañana
-del día siguiente, bastante temprano. Condújole
-él mismo a la señora Ortiz, y los tres tuvieron una
-conversación, en la cual dió muy bien don Luis a
-conocer el mucho terreno que el amor había ganado
-en su corazón en tan breve tiempo. Fingióse
-la sagaz Jimena muy pagada de la tierna afición
-que mostraba a su sobrina y le ofreció hacer cuanto
-estuviese de su parte para persuadirla a que le
-diese su mano. Arrojóse Pacheco a los pies de tan
-buena tía y le rindió mil gracias. A este tiempo
-preguntó don Félix si su prima se había levantado.
-«No&mdash;respondió la dueña&mdash;; todavía está durmiendo,
-y por ahora no se la podrá ver; pero vuelvan
-ustedes esta tarde y le hablarán cuanto quieran.»
-Respuesta que, como se puede creer, acrecentó en
-gran manera la alegría de don Luis, a quien se le
-hizo eterno el resto de aquella mañana. Restituyóse,
-pues, a su posada, en compañía del fingido
-Mendoza, quien tenía la mayor complacencia en
-observar todos sus movimientos y en descubrir
-en ellos todas las señales de un amor verdadero.</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_88" id="Page_88">[88]</a></span></p>
-
-<p>Toda la conversación fué acerca de Aurora. Acabada
-la comida, dijo don Félix a Pacheco: «Ahora
-mismo me ha ocurrido un pensamiento. Me parece
-que podrá ser muy del caso el que yo me adelante
-un poco a casa de mi tía para hablar a solas
-a mi prima y averiguar, si puedo, el estado de
-su corazón en orden a vuestra persona.» Aprobó
-don Luis esta idea; dejó salir primero a su amigo y
-él le siguió una hora después. Mi ama supo aprovechar
-el tiempo, de manera que cuando llegó su
-amante ya estaba vestida de mujer. Después de
-haber saludado a doña Aurora y a su tía, dijo don
-Luis: «Yo creí encontrar aquí a don Félix.» «Está
-escribiendo en mi gabinete&mdash;respondió doña Jimena&mdash;y
-presto saldrá.» Quedó satisfecho don Luis
-con esta respuesta y empezó a entablar conversación
-con las dos. Sin embargo, a pesar de la presencia
-del objeto amado, notó que las horas pasaban
-sin que Mendoza saliese, y no pudo ya don
-Luis disimular más su extrañeza. Aurora mudó de
-repente de tono, echóse a reír y dijo: «¿Es posible,
-señor don Luis, que no hayáis aún sospechado la
-inocente burla que os estamos haciendo? Pues qué,
-¿unos cabellos rubios, pero postizos, y dos cejas
-teñidas me desfiguran tanto que os hayáis dejado
-engañar hasta ese punto? Desengañaos, caballero&mdash;prosiguió
-volviendo a su natural seriedad&mdash;;
-acabad de conocer que don Félix de Mendoza y
-doña Aurora de Guzmán son una misma persona.»</p>
-
-<p>No se contentó con sacarle de su error, sino que
-le confesó también la flaqueza de su pasión y to<span class="pagenum"><a name="Page_89" id="Page_89">[89]</a></span>dos
-los pasos que esta misma le había sugerido
-para reducirle al estado en que le veía. No quedó
-el tierno amante menos encantado que sorprendido
-de lo que oía y veía. Echóse a los pies de mi
-ama y, lleno de gozo, le dijo: «¡Ah, bella Aurora!
-¿Puedo creer con efecto que yo soy el hombre dichoso
-que ha merecido a tu bondad tan finas demostraciones?
-¿Qué puedo hacer para agradecerlas?
-¡Un amor eterno no sería suficiente para pagarlas!»
-A estas palabras se siguieron otras mil
-halagüeñas expresiones, después de lo cual los dos
-amantes hablaron de las medidas que debían tomar
-para llegar al cumplimiento de sus deseos.
-Resolvióse que todos partiésemos inmediatamente
-a Madrid, donde se desenlazaría nuestra comedia
-por medio de un casamiento. Así se ejecutó, y al
-cabo de quince días se casó don Luis con mi ama,
-celebrándose la boda con ostentación y un sinnúmero
-de diversiones.</p>
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="IV_VII">CAPITULO VII</h3>
-
-
-<p class="i2 center">Muda Gil Blas de acomodo, pasando a servir a don
-Gonzalo Pacheco.</p>
-
-
-<p class="p2">Tres semanas después de este casamiento, queriendo
-mi ama recompensar mis buenos servicios,
-me regaló cien doblones, y me dijo: «Gil Blas, yo
-no te despido de mi casa; puedes mantenerte en
-ella todo el tiempo que quisieres; pero sábete que<span class="pagenum"><a name="Page_90" id="Page_90">[90]</a></span>
-don Gonzalo Pacheco, tío de mi marido, desea mucho
-seas su ayuda de cámara. Le he hablado tan
-bien de ti, que me ha pedido te persuada a que
-vayas a servirle. Es un señor ya de días, pero de
-bellísimo genio, y estoy cierta de que te irá muy
-bien con él.»</p>
-
-<p>Di mil gracias a Aurora por sus favores, y como
-ya no necesitaba de mí, acepté con tanto más
-gusto el partido que me proporcionaba cuanto que
-yo no salía de entre la familia. Fuí, pues, una mañana,
-de parte de la recién casada, a casa del señor
-don Gonzalo, que todavía estaba en la cama, aunque
-era cerca de mediodía. Entré en su cuarto y
-le hallé tomando un caldo que acababa de traerle
-un paje. Tenía el buen viejo los bigotes envueltos
-en unos papelillos, ojos hundidos y casi amortiguados,
-un rostro descarnado y macilento. Era de
-aquellos solterones que, habiendo sido muy libertinos
-en la mocedad, no son más contenidos en la
-vejez. Recibióme con agrado y me dijo que si le
-quería servir con el mismo celo con que había servido
-a su sobrina podía contar con que me haría
-feliz. Ofrecíle emplear igual esmero en cumplir con
-mi obligación en su casa que en la de su sobrina,
-y desde aquel momento me recibió en su servidumbre.</p>
-
-<p>Heme aquí, pues, con un nuevo amo, el cual
-sabe Dios qué hombre era. Cuando se levantó creí
-estar viendo la resurrección de Lázaro. Figúrese
-el lector un cuerpo alto y tan seco que si se le viese
-en cueros sería a propósito para aprender la os<span class="pagenum"><a name="Page_91" id="Page_91">[91]</a></span>teología;
-las piernas eran tan chupadas que, aun
-después de tres o cuatro pares de medias que se
-puso, me parecían delgadísimas. Además de eso,
-esta momia viviente era asmática, acompañando
-con una tos cada palabra. Luego tomó chocolate, y
-mandando después que le trajesen papel y tinta,
-escribió un billete, que cerró y entregó al paje que
-le había servido el caldo, para que le llevase a su
-destino. Apenas partió éste cuando, volviéndose a
-mí, me dijo: «Amigo Gil Blas, de aquí en adelante
-pienso que seas tú confidente de mis encargos, particularmente
-los respectivos a doña Eufrasia, que
-es una joven a quien amo y de quien soy tiernamente
-correspondido.»</p>
-
-<p>«¡Santo Dios!&mdash;dije prontamente para mi capote&mdash;.
-¿Y cómo podrán los mozos dejar de creer
-que los aman, cuando este viejo chocho está persuadido
-de que le idolatran?» «Hoy mismo&mdash;prosiguió
-él&mdash;irás conmigo a casa de esta señora,
-porque casi todas las noches ceno con ella. Te quedarás
-admirado de ver su modestia y compostura.
-Muy lejos de imitar a aquellas loquillas que se
-pagan de la juventud y se prendan de las apariencias,
-es ya de un entendimiento claro y de un
-juicio maduro; no busca en los hombres sino el
-buen modo de pensar y prefiere a la belleza del
-rostro una persona que sepa amar.» No limitó a
-sólo esto el elogio de su dama, sino que se empeñó
-en persuadirme de que era un compendio de todas
-las perfecciones; pero encontró con un oyente difícil
-en dejarse convencer sobre este punto. Después<span class="pagenum"><a name="Page_92" id="Page_92">[92]</a></span>
-de haber cursado en la escuela de las comediantas
-y sido testigo ocular de todas sus maniobras, nunca
-creí que los viejos fuesen muy afortunados en
-amor. Sin embargo, fingí&mdash;por complacerle únicamente&mdash;que
-le creía; y aun hice más, pues no sólo
-alabé la discreción y el buen gusto de doña Eufrasia,
-sino que me adelanté a decir que ella tampoco
-podría encontrar otro sujeto más amable. El
-buen hombre no conoció que yo le lisonjeaba; antes
-por el contrario tomó por verdadera mi alabanza.
-Tanta verdad es que nada se arriesga en
-adular a los grandes, pues admiten con gusto aun
-las lisonjas más desmedidas.</p>
-
-<p>Después de esta conversación, comenzó el viejo
-a arrancarse con unas pinzas algunos pelos blancos
-de la barba; se lavó los ojos, que estaban llenos
-de legañas; lo mismo hizo con los oídos, manos
-y cara; y concluídas sus abluciones, se tiñó de negro
-el bigote, las cejas y el pelo, gastando en el
-tocador más tiempo que emplea una viuda vieja
-empeñada en desmentir el estrago de los años. No
-bien había acabado de vestirse, cuando entró en
-su cuarto el conde de Azumar, amigo suyo y tan
-viejo como él, pero muy diferente en todo lo demás.
-Este traía sus venerables canas descubiertas,
-se apoyaba en un bastón y, en vez de querer parecer
-joven, mostraba hacer alarde de su ancianidad.
-«Amigo Pacheco&mdash;dijo luego que entró&mdash;, vengo a
-comer contigo.» «¡Bien venido, conde!», le respondió
-mi amo. Y al mismo tiempo se abrazaron y
-pusieron a hablar mientras se hacía hora de sen<span class="pagenum"><a name="Page_93" id="Page_93">[93]</a></span>tarse
-a la mesa. Al principio fué la conversación
-sobre una corrida de toros que pocos días antes
-se había celebrado, y hablaron de los picadores
-que habían mostrado mayor destreza y valor. Sobre
-esto, el viejo conde, a manera de aquel otro
-Néstor, a quien todas las cosas presentes le servían
-de ocasión para alabar las pasadas, dijo
-suspirando: «¡Ya no se hallan hoy los hombres
-que se veían en otros tiempos! Ni los toros ni los
-torneos se hacen con aquella magnificencia con
-que se hacían en nuestra mocedad.»</p>
-
-<p>Yo me reía interiormente de la ridícula preocupación
-del señor conde de Azumar, el cual no se
-contentó con aplicarla únicamente a los toros y a
-los torneos, pues cuando se sirvió la fruta en la
-mesa dijo, mirando unos excelentes melocotones
-que se habían puesto en ella: «En mi tiempo eran
-mucho mayores los melocotones de lo que son ahora.
-¡La Naturaleza se debilita cada día!» «¡Según
-eso&mdash;dije yo entonces para mí sonriéndome&mdash;, los
-melocotones en tiempo de Adán debían ser de
-enorme tamaño!»</p>
-
-<p>Detúvose el conde de Azumar con don Gonzalo
-hasta cerca de la noche. Luego que éste se desembarazó
-de él, salió de casa, diciéndome le acompañase,
-y fuimos derechos a la de Eufrasia, distante
-como cien pasos de la nuestra. Encontrámosla en
-un cuarto alhajado con primor. Estaba vestida
-con gusto, y mostraba un aspecto de tan florida
-juventud, que casi parecía una niña, sin embargo
-de que ya llegaba por lo menos a los treinta. Podía<span class="pagenum"><a name="Page_94" id="Page_94">[94]</a></span>
-pasar por linda, y desde luego admiré su talento.
-No era de aquellas cortesanas que brillan por
-su locuacidad, por su desembarazo y por su desenvoltura.
-Tanto en sus acciones como en sus palabras,
-sobresalían en ella el juicio, la modestia y
-la penetración. Sin afectar ingenio, se echaba de
-ver en todo lo que decía. Consideréla yo con no
-poca admiración y dije: «¡Oh Cielos! ¿Es posible
-que pueda ser disoluta una mujer al parecer tan
-modesta?» Y es que vivía yo persuadido de que
-necesariamente había de ser desenvuelta toda dama
-cortesana. Admirábame aquel aparente recato, sin
-hacerme cargo de que las tales ninfas saben acomodarse
-a todos los genios, conformándose al carácter
-de los ricos y señores que caen en sus manos.
-Si gustan unos de viveza y atolondramiento,
-con éstos serán intrépidas y casi locas; si agrada
-a otros el sosiego y compostura, siempre las encontrarán
-con un exterior tranquilo, honesto y
-virtuoso. Verdaderos camaleones, mudan de color
-según el genio y el humor de las personas que las
-visitan.</p>
-
-<p>No era don Gonzalo del gusto de aquellos caballeros
-que se pagan de hermosuras desenvueltas;
-antes se le hacían insufribles, y para que le agradase
-una mujer era menester que tuviese cierto
-aire de modestia. Así, Eufrasia, gobernándose por
-esta idea, hacía ver que había más comediantas
-que las que representan en los teatros. Dejé a mi
-amo con su ninfa y pasé a una sala, donde me encontré
-con una ama de gobierno, vieja, que yo<span class="pagenum"><a name="Page_95" id="Page_95">[95]</a></span>
-había conocido cuando era criada de una comedianta.
-Ella también me conoció inmediatamente
-y representamos una escena de reconocimiento
-digna de una comedia. «¿Aquí estás, amigo Gil
-Blas?&mdash;me dijo llena de alegría,&mdash;. ¿Según eso, has
-salido de casa de Arsenia, como yo de la de Constanza?»
-«Así es&mdash;respondí yo&mdash;; mucho tiempo ha
-que la dejé, y después entré a servir a una señora
-de distinción, porque la vida de la gente de teatro
-no me acomodaba. Yo mismo me despedí, sin
-dignarme decir a Arsenia ni una palabra.» «Hiciste
-muy bien&mdash;me respondió la vieja, que se llamaba
-Beatriz&mdash;, y poco más o menos lo hice con Constanza.
-Una mañana le di mi cuenta, luego que me
-levanté; ella me la recibió sin decirme nada, y de
-esta manera nos despedimos; como dicen, a la
-francesa.» «Mucho celebro&mdash;repuse yo&mdash;que tú y
-yo nos hallemos en casa más honorífica. Doña Eufrasia
-me parece señora de distinción y la creo de
-muy buen carácter.» «No te engañas en eso&mdash;respondió
-Beatriz&mdash;. Mi ama es una mujer bien nacida,
-como lo manifiestan sus modales; y por lo
-que toca al genio, será difícil hallar otra más sosegada
-ni más apacible. No es de aquellas amas altivas
-y difíciles de contentar, que nada les gusta,
-que en todo encuentran qué decir, gritan sin cesar,
-mortifican a todos los criados y es un infierno
-el servirlas. Hasta ahora no la he oído reñir siquiera
-una vez: tan amiga es de la paz. Cuando
-hago alguna cosa que no le gusta, me lo reprende
-sin enfado y sin prorrumpir en aquellos dicterios<span class="pagenum"><a name="Page_96" id="Page_96">[96]</a></span>
-de que tanto usan las mujeres soberbias.» «También
-mi amo&mdash;repliqué yo&mdash;es un señor muy afable; se
-familiariza conmigo y me trata como a un igual
-más bien que como a un criado. En una palabra,
-es el caballero mejor del mundo; en cuanto a esto,
-vos y yo estamos mejor que cuando estábamos con
-las comediantas.» «¡Mil veces mejor!&mdash;repuso Beatriz&mdash;.
-Yo llevo ahora una vida muy retirada, siendo
-así que la de entonces era tan bulliciosa. En
-nuestra casa no entra más hombre que el señor
-don Gonzalo; y en mi soledad tampoco veré yo a
-otro que a ti, de lo que me alegro mucho. Tiempo
-ha que te miraba con buenos ojos, y más de una
-vez tuve envidia a Laura porque eras tan amigo
-suyo. Pero, en fin, no desconfío de ser tan dichosa
-como ella, pues aunque no tenga su juventud ni
-su hermosura, en recompensa, detesto la volubilidad,
-cuya prenda ningún hombre puede remunerar
-suficientemente; en punto a fidelidad, soy una tortolilla.»</p>
-
-<p>Como la buena Beatriz era una de las muchas
-que se ven obligadas a brindar con sus favores,
-porque sin eso ninguno los pretendería, no tuve
-la menor tentación de aprovecharme de su generosidad;
-pero tampoco me pareció conveniente hablar
-de manera que pudiera recelar que la despreciaba;
-antes bien, tuve la advertencia de hablarle
-en términos que no perdiese la esperanza de reducirme
-a corresponderla. Yo me imaginaba haber
-conquistado a una criada vieja, pero también me
-engañé miserablemente en esta ocasión. Galan<span class="pagenum"><a name="Page_97" id="Page_97">[97]</a></span>teábame
-ella no sólo por mi linda cara, sino para
-granjearme a favor de los intereses de su ama, a
-quien tenía tanto amor que ningún medio perdonaba
-cuando se trataba de complacerla y servirla.
-Reconocí mi error la mañana siguiente, en que fuí
-a entregar a doña Eufrasia un billete amoroso de
-mi amo. Recibióme con agrado y me dijo mil cosas
-cariñosas, y la criada dió también su pincelada
-en mi elogio. Una admiraba mi fisonomía; otra
-hallaba en mí cierto aire de moderación y de prudencia.
-Al oír a las dos, mi amo poseía un tesoro
-en mi persona. En una palabra, me alabaron tanto
-que desconfié de sus elogios. Desde luego penetré
-el fin de ellos, pero los oía con una aparente simplicidad,
-con cuyo artificio engañé a aquellas bribonas,
-que al cabo se quitaron la mascarilla.</p>
-
-<p>«Escucha, Gil Blas&mdash;me dijo doña Eufrasia&mdash;: en
-ti consiste hacer tu fortuna. Procedamos todos de
-acuerdo, amigo mío. Don Gonzalo es viejo; su salud,
-muy delicada; una calenturilla, ayudada de un
-buen médico, basta para echarle a la sepultura.
-Aprovechémonos bien de los pocos momentos que
-le restan y gobernémonos de modo que me deje
-a mí la mejor parte de sus bienes. A ti te tocará
-una buena porción; así te lo prometo, y puedes
-contar con mi palabra como con una escritura
-otorgada ante todos los escribanos de Madrid.»
-«Señora&mdash;le respondí&mdash;, disponga usted a su arbitrio
-de este su fiel servidor; solamente le suplico
-me diga lo que debo hacer, y lo demás déjelo por
-mi cuenta, que espero se dará por bien servida.»<span class="pagenum"><a name="Page_98" id="Page_98">[98]</a></span>
-«Pues, ahora bien&mdash;repuso ella&mdash;, lo que has de
-hacer es observar cuidadosa y diligentemente a tu
-amo y darme razón puntual de todos sus pasos.
-Cuando hables con él, procura con arte introducir
-la conversación sobre las mujeres, y toma de aquí
-ocasión para, con destreza y maña, decirle mucho
-bien de mí. Tu mayor estudio ha de ser el tenerle
-siempre ocupado de su Eufrasia, en cuanto te sea
-posible. Espía con sagacidad si algún pariente suyo
-le hace la corte con la mira a su herencia y avísame
-sin perder un instante, que yo los echaré a
-pique. No te pido más. Tengo muy conocidos los
-diferentes genios de la parentela de tu amo; sé el
-modo de hacerlos ridículos a los ojos de éste, y ya
-he desconceptuado en su ánimo a sus primos y sobrinos.»</p>
-
-<p>Por esta instrucción, y por otras que añadió Eufrasia,
-conocí que era una de aquellas mujeres que
-sólo se dedican a complacer a viejos generosos.
-Pocos días antes había obligado a don Gonzalo a
-vender una posesión, cuyo precio le regaló. Todos
-los días le chupaba algo, y además de eso esperaba
-que no la olvidaría en su testamento. Mostréme
-muy deseoso de hacer todo lo que me pedía;
-mas, por no disimular nada, confieso que cuando
-volvía a casa iba muy dudoso sobre si contribuiría
-a engañar a mi amo o a apartarle de su
-querida. Este último partido me parecía más honrado
-que el otro, y me sentía más inclinado a
-cumplir con mi obligación que a faltar a ella. Consideraba
-por otra parte que, en suma, nada de<span class="pagenum"><a name="Page_99" id="Page_99">[99]</a></span>
-positivo me había ofrecido Eufrasia, y quizá por
-esto, más que por otro motivo, no pudo corromper
-mi fidelidad. Resolví, pues, servir con celo a
-don Gonzalo, persuadido de que si lograba arrancarle
-del lado de su ídolo sería mejor recompensado
-por una acción buena que por las malas que
-yo pudiera hacer.</p>
-
-<p>Para conseguir mejor el fin que me había propuesto,
-fingí dedicarme enteramente a servir a
-doña Eufrasia. Hícele creer que continuamente
-estaba hablando de ella a mi amo, y sobre este supuesto,
-le embocaba mil patrañas, que la pobre
-creía como otros tantos evangelios; artificio con el
-cual me interné tanto en su confianza, que me
-contaba por el más ciegamente empeñado en promover
-sus intereses. A mayor abundamiento, aparenté
-también estar enamorado de Beatriz, la cual
-estaba tan ufana de la conquista de un mozo que
-no se le daba un pito de que la engañase, con tal
-que la engañase bien. Cuando mi amo y yo estábamos
-con nuestras dos reinas, representábamos
-dos cuadros diferentes, pero ambos por el mismo
-estilo. Don Gonzalo, seco y amarillo, como ya le he
-retratado, parecía un moribundo en la agonía cuando
-miraba a su Filis con ojos lánguidos y amorosos.
-Mi Nise, siempre que yo la miraba apasionado
-remedaba los melindres y acciones de una niña,
-poniendo en movimiento todos los registros de una
-truhana vieja y bien amaestrada. Conocíase que
-había cursado estas escuelas por lo menos unos
-buenos cuarenta años. Habíase refinado en servi<span class="pagenum"><a name="Page_100" id="Page_100">[100]</a></span>cio
-de una de aquellas heroínas del partido que
-saben el secreto de hacerse amar hasta la vejez y
-mueren cargadas de los despojos de dos o tres generaciones.</p>
-
-<p>No me bastaba ya el ir con mi amo todos los días
-a casa de Eufrasia; muchas veces iba solo, particularmente
-de día; y a cualquiera hora que fuese,
-nunca encontraba en ella a hombre, ni menos a
-mujer alguna, que me diese malas sospechas o
-modo de descubrir en Eufrasia el menor indicio
-de infidelidad. Esto me causaba no poca admiración,
-porque no acertaba a comprender cómo pudiese
-ser tan escrupulosamente fiel a don Gonzalo
-una mujer joven y hermosa.</p>
-
-<p>Pero en esta admiración no había juicio alguno
-temerario, pues la bella Eufrasia, como pronto veremos,
-para hacer más tolerable el tiempo que tardaba
-en heredar a don Gonzalo, se había provisto
-de un amante más proporcionado a sus años.</p>
-
-<p>Cierta mañana, muy temprano, fuí a entregar
-un billete a la tal niña de parte de mi amo, según
-la costumbre diaria. Hízome entrar en su cuarto
-y divisé en él los pies de un hombre que estaba escondido
-detrás de un tapiz. No di la más mínima
-señal de que le veía, y así que desempeñé mi encargo
-me salí, sin dar a entender que hubiese notado
-cosa alguna; pero aunque no debía sorprenderme
-este objeto, y más cuando en nada me perjudicaba
-a mí, no dejó, con todo, de inquietarme
-mucho. «¡Ah, malvada!&mdash;decía yo con enfado&mdash;.
-¡Ah, traidora Eufrasia! ¡No te contentas con en<span class="pagenum"><a name="Page_101" id="Page_101">[101]</a></span>gañar
-a un buen viejo, haciéndole creer que le
-amas, sino que te entregas a otro amante para
-hacer más abominable tu villana traición!» Pero,
-bien mirado, era yo muy necio en discurrir de esta
-suerte. Antes debía reírme de aquella aventura y
-mirarla como una compensación del fastidio y de
-los malos ratos que Eufrasia sufría con el trato de
-mi amo. A lo menos hubiera hecho mejor en no
-hablar palabra que en valerme de esta ocasión
-para acreditarme de buen criado. Pero en vez de
-moderar mi celo, abracé con mayor calor los intereses
-de don Gonzalo y le hice puntual relación de
-lo que había visto, añadiendo que doña Eufrasia
-había solicitado corromper mi fidelidad, y en prueba
-de ello no le oculté nada de lo que me había
-dicho, de manera que estuvo en su mano el conocimiento
-del verdadero carácter de su enamorada.
-Hízome mil preguntas, como dudando de lo que
-decía; pero mis respuestas fueron tales que le quitaron
-la satisfacción de poder dudarlo. Quedó atónito
-y asombrado de lo que había oído, y sin que
-le sirviese en este lance su ordinaria serenidad, se
-asomó a su semblante un repentino ímpetu de cólera,
-que podía parecer presagio de que Eufrasia pagaría
-su infidelidad. «¡Basta, Gil Blas!&mdash;me dijo&mdash;.
-Estoy sumamente agradecido al celo y amor que
-me muestras; me agrada infinito tu honrada lealtad.
-Ahora mismo voy a casa de Eufrasia a llenarla
-de reconvenciones y a romper para siempre
-la amistad con esta ingrata.» Diciendo esto, salió
-efectivamente, y se fué en derechura a su casa, no<span class="pagenum"><a name="Page_102" id="Page_102">[102]</a></span>
-queriendo que le acompañase yo, por librarme de
-la mala figura que había de hacer si me hallaba
-presente a la averiguación de aquellos hechos.</p>
-
-<p>Mientras tanto, quedé esperando con la mayor
-impaciencia que volviese mi amo. No dudaba que,
-a vista de tan poderosos motivos para quejarse
-de su ninfa, volvería desviado de sus atractivos,
-o cuando menos resuelto a una eterna separación.
-Con este alegre pensamiento me daba a mí mismo
-el parabién de mi obra; me representaba el placer
-que tendrían los herederos legítimos de don Gonzalo
-cuando supiesen que su pariente ya no era
-juguete de una pasión tan contraria a sus intereses;
-me figuraba que todos se me confesarían obligados,
-y, en fin, que iba yo a distinguirme de los
-demás criados, más dispuestos por lo común a
-mantener a sus amos en sus desórdenes que a retirarlos
-de ellos. Apreciaba yo el honor y me lisonjeaba
-de que me tendrían por el corifeo de todos
-los sirvientes; pero una idea tan halagüeña se desvaneció
-pocas horas después, porque volvió mi amo
-y me dijo: «Amigo Gil Blas, acabo de tener una
-conversación muy acalorada con Eufrasia. Llaméla
-ingrata, aleve; llenéla de improperios; pero ¿sabes
-lo que me respondió? Que hacía mal en dar crédito
-a criados. Sostiene con empeño que me has
-hecho una relación falsa. Si he de creerla, tú no
-eres más que un impostor, un criado vendido a
-mis sobrinos, por cuyo amor no perdonarías medio
-alguno para ponerme mal con ella. Yo mismo la
-vi derramar algunas lágrimas, y lágrimas verda<span class="pagenum"><a name="Page_103" id="Page_103">[103]</a></span>deras.
-Me ha jurado por cuanto hay de más sagrado
-que ni te había hecho la más mínima proposición
-ni ve a ningún hombre. Lo mismo me
-aseguró Beatriz, que me parece mujer honrada e
-incapaz de mentir; de modo que, contra mi propia
-voluntad, se desvaneció todo mi enojo.» «¿Pues
-qué, señor&mdash;interrumpí yo con sentimiento&mdash;, dudáis
-de mi sinceridad, desconfiáis de...?» «No, hijo
-mío&mdash;repuso él&mdash;. Te hago justicia; no creo que
-estés de acuerdo con mis sobrinos; estoy persuadido
-de que sólo por buen celo te interesas en todo
-lo que me toca, y te lo agradezco. Pero muchas
-veces engañan las apariencias. Puede suceder que
-realmente no hubieses visto lo que te pareció ver,
-y en tal caso considera lo mucho que habrá ofendido
-a Eufrasia tu acusación. Mas sea lo que fuere,
-yo no puedo menos de amarla. Así lo quiere
-mi estrella; y aun me ha sido indispensable hacerle
-el sacrificio que exige de mi amor; este sacrificio
-es despedirte. Siéntolo mucho, mi pobre Gil
-Blas&mdash;continuó&mdash;, y te aseguro que no he consentido
-en ello sin aflicción; mas no puedo pasar por
-otro punto; compadécete de mi debilidad. Lo que
-te debe consolar es que no saldrás sin recompensa;
-fuera de que ya he pensado colocarte con una señora
-amiga mía, en cuya casa lo pasarás perfectamente.»</p>
-
-<p>Quedé mortificadísimo al ver que mi celo había
-redundado en mi perjuicio. Maldije mil veces a
-Eufrasia y lamenté la flaqueza de don Gonzalo en
-haberse dejado dominar de ella. No dejaba tam<span class="pagenum"><a name="Page_104" id="Page_104">[104]</a></span>poco
-de conocer el buen viejo que en despedirme
-de su casa sólo por complacer a su dama no hacía
-la acción más honrosa. Para cohonestar su poco
-espíritu y al mismo tiempo hacerme tragar mejor
-la píldora, me regaló cincuenta ducados, y él mismo
-me condujo el día siguiente a casa de la marquesa
-de Chaves. Díjole en mi presencia que era
-yo un mozo de buenas prendas y que él me quería
-mucho, pero que por ciertos respetos de familia
-se veía precisado a su pesar a quedarse sin mí, y
-le suplicaba con el mayor encarecimiento me admitiese
-de criado. Desde aquel punto me recibió
-la marquesa, y yo me vi de repente con nueva
-ama y en nueva casa.</p>
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="IV_VIII">CAPITULO VIII</h3>
-
-<p class="i2 center">Carácter de la marquesa de Chaves, y personas que
-ordinariamente la visitaban.</p>
-
-
-<p class="p2">Era la marquesa de Chaves una viuda de treinta
-y cinco años, bella, alta y bien proporcionada. No
-tenía hijos y gozaba de diez mil ducados de renta.
-Nunca vi mujer más seria ni que menos hablase.
-Con todo eso, era celebrada en Madrid y generalmente
-tenida por la señora de mayor talento. Lo
-que quizá contribuía más que todo a esta universal
-reputación era la concurrencia a su casa de los
-primeros personajes de la corte, así en nobleza como
-en literatura; problema que yo no me atreveré a<span class="pagenum"><a name="Page_105" id="Page_105">[105]</a></span>
-decidir. Sólo diré que bastaba oír su nombre para
-conceptuar que el que allí concurría era de un gran
-talento, y que su casa la llamaban por excelencia
-el <i>tribunal de las obras ingeniosas</i>.</p>
-
-<p>Con efecto, todos los días se leían en ella, ya
-poemas dramáticos, ya poesías líricas, pero siempre
-sobre asuntos serios. Negábase la entrada a
-toda composición jocosa. La mejor comedia o la
-novela más ingeniosa y más alegre no se miraba
-sino como una pueril y ligera producción que no
-merecía alabanza alguna. Por el contrario, la más
-mínima obra seria, una oda, un soneto, una égloga,
-pasaban allí por el último esfuerzo del ingenio
-humano. Pero sucedía tal vez que el público no se
-conformaba con la decisión del <i>tribunal</i>; antes bien,
-censuraba sin reparo las obras que habían sido en
-él muy aplaudidas.</p>
-
-<p>La marquesa me hizo maestresala de su casa.
-Era incumbencia de mi empleo arreglar el cuarto
-de mi nueva ama para recibir las gentes, disponiendo
-almohadones para las damas, sillas para
-los caballeros y cada cosa en su respectivo sitio,
-quedándome después en la antesala para anunciar
-e introducir a los que llegaban. El primer día, conforme
-yo los iba introduciendo, el ayo de pajes,
-que casualmente se hallaba entonces conmigo en
-la antesala, me los pintaba graciosamente. Llamábase
-Andrés de Molina el tal ayo, y aunque era
-naturalmente aéreo y burlón, no le faltaba entendimiento.
-El primero que se presentó fué un obispo.
-Anuncié su venida, y después que hubo en<span class="pagenum"><a name="Page_106" id="Page_106">[106]</a></span>trado,
-me dijo el maestro de pajes: «Ese prelado
-es de un carácter bastante gracioso. Tiene algún
-valimiento en la Corte, mas no tanto como quiere
-persuadir. Ofrécese a servir a todos y a ninguno
-sirve. Encontróle un día en la antecámara del rey
-un caballero, que le saludó. Detúvole el obispo,
-hízole mil cumplimientos, le cogió la mano, apretósela,
-y le dijo: «Soy todo de vuestra señoría. No
-me niegue el favor de acreditarle mi amistad, pues
-no moriré contento si no logro alguna ocasión de
-servirle.» Correspondióle el caballero con expresiones
-de reconocimiento, y apenas se habían separado
-cuando el obispo, volviéndose a uno de los
-que iban a su lado, le dijo: «Quiero conocer a este
-hombre y no me acuerdo quién es; sólo tengo una
-idea confusa de haberle visto en alguna parte.»</p>
-
-<p>Poco después del obispo se dejó ver un señorito,
-hijo de cierto grande, a quien hice entrar inmediatamente
-en el cuarto de mi ama. Así que entró,
-me dijo el señor Molina: «Este señorito es también
-un ente raro. Va a una casa sin otro fin que el de
-tratar con el dueño de ella de negocios de importancia;
-está en conversación con él una o dos horas
-y se marcha sin haber hablado siquiera una
-palabra sobre el asunto a que había ido.» A este
-tiempo, viendo el ayo de los pajes llegar a dos señoras,
-añadió: «Ve aquí a doña Angela de Peñafiel
-y a doña Margarita de Montalván. Estas dos señoras
-en nada se parecen una a otra; doña Margarita
-presume de filósofa, se las tiene tiesas con los
-mayores doctores de Salamanca y ninguno la ha<span class="pagenum"><a name="Page_107" id="Page_107">[107]</a></span>
-visto ceder jamás a sus argumentos; doña Angela,
-por el contrario, aunque es verdaderamente instruída,
-nunca hace de doctora. Sus pensamientos
-son finos; sus discursos, sólidos, y sus expresiones,
-delicadas, nobles y naturales.» «Este segundo carácter&mdash;le
-respondí yo&mdash;es un carácter muy amable;
-pero el otro me parece que cae muy mal en el
-bello sexo.» «¿Qué dice usted <i>muy mal en el bello
-sexo</i>?&mdash;replicó Molina prontamente&mdash;. Es tan fastidioso
-aun en los hombres, que a muchos hace
-ridículos. También nuestra ama la marquesa adolece
-un poco de este achaque filosófico. Yo no sé
-sobre qué se tratará hoy en nuestra academia, pero
-se disputará mucho.»</p>
-
-<p>Al acabar estas palabras, vimos entrar un hombre
-seco, muy grave, cejijunto y fruncido. No le
-perdonó mi caritativo instructor. «Este es&mdash;me
-dijo&mdash;uno de aquellos entes serios que quieren pasar
-por hombres de gran talento a favor de su silencio
-o de algunas sentencias de Séneca y que,
-examinados de cerca, no son más que unos pobres
-mentecatos.» Tras de éste entró un caballerito de
-bastante buena presencia, pero con aire de hombre
-pagado de sí mismo. Pregunté a Molina quién
-era, y me respondió: «Es un poeta dramático, el
-cual ha compuesto cien mil versos en su vida, que
-no le han valido cuatro cuartos; pero, en recompensa,
-con sólo seis renglones en prosa acaba de
-formarse una buena renta.»</p>
-
-<p>Iba a decirle que me explicase en qué había consistido
-el haber logrado a tan poca costa aquella<span class="pagenum"><a name="Page_108" id="Page_108">[108]</a></span>
-fortuna, cuando oí un gran rumor en la escalera.
-«¡Bravo!&mdash;exclamó el maestro de pajes&mdash;. ¡Aquí tenemos
-al licenciado Campanario, que se deja oír
-mucho antes que se le vea! Comienza a hablar en
-voz alta desde la puerta de la calle y no lo deja
-hasta que vuelve a salir por ella.» Con efecto, resonaba
-en toda la casa la voz del licenciado Campanario,
-que al fin se presentó en la antesala con
-un bachiller amigo suyo, y no cesó de hablar mientras
-duró su visita. «Este licenciado&mdash;dije a Molina&mdash;parece
-hombre de ingenio.» «Sí lo es&mdash;me respondió&mdash;.
-Tiene ocurrencias muy chistosas; se explica
-con gracia y agudeza; es muy divertida su
-conversación; pero además de ser un hablador molestísimo,
-repite siempre sus dichos y cuentos. En
-suma, para no estimar las cosas más de lo que
-valen, estoy persuadido de que su mayor mérito
-consiste en aquel aire cómico y festivo con que sazona
-lo que dice; y así, no creo que le haría mucho
-honor una colección de sus agudezas y sus gracias.»</p>
-
-<p>Fueron entrando después otras personas, de todas
-las cuales me hizo Molina muy graciosas descripciones,
-sin olvidar la pintura de la marquesa,
-que fué de mi gusto. «Esta&mdash;me dijo&mdash;tiene un talento
-regular, en medio de su filosofía. Su carácter
-no es impertinente y da poco que hacer a los que
-la sirven. Entre las personas distinguidas es de
-las más racionales que conozco. No se le advierte
-pasión alguna; ni el juego ni los galanteos le gustan;
-sólo le agrada la conversación, y, en una palabra,
-su vida sería intolerable para la mayor parte<span class="pagenum"><a name="Page_109" id="Page_109">[109]</a></span>
-de las damas.» Este elogio del maestro de pajes
-me hizo formar un concepto ventajoso de mi ama.
-Sin embargo, pocos días después no pudo menos
-de sospechar que no era tan enemiga del amor, y
-el fundamento de mi sospecha fué el siguiente.</p>
-
-<p>Estando una mañana en el tocador, se presentó
-en la antesala un hombrecillo como de cuarenta
-años, pero de malísima figura, más mugriento que
-el autor Pedro de Moya, y, a mayor abundamiento,
-muy corcovado. Díjome que deseaba hablar a
-la marquesa, y preguntándole yo de parte de
-quién, «¡De la mía!&mdash;me respondió arrogante&mdash;.
-Diga usted a la señora que soy aquel caballero del
-cual estuvo hablando ayer con doña Ana de Velasco.»
-Apenas se lo dije a mi ama cuando, toda
-enajenada de alegría, me mandó le hiciese entrar.
-No sólo le recibió con extrañas demostraciones de
-aprecio, sino que mandó salir a todas las criadas,
-de modo que el corcovadillo, más afortunado que
-una persona de provecho, se quedó a solas con ella.
-Las criadas y yo nos reímos un poco de esta visita
-tan graciosa, que duró una hora, al cabo de la
-cual mi ama le despidió con mil cortesanas expresiones,
-que demostraban bien lo contenta que quedaba
-de él.</p>
-
-<p>En efecto, lo quedó tanto, que por la noche me
-llamó aparte y me dijo: «Gil Blas, cuando venga
-el corcovado, hazle entrar en mi gabinete lo más
-secretamente que puedas.» Cuyo encargo confieso
-que me dió mucho en qué sospechar. Sin embargo,
-obedeciendo la orden de la marquesa, luego que<span class="pagenum"><a name="Page_110" id="Page_110">[110]</a></span>
-se dejó ver aquel hombrecillo, que fué a la mañana
-siguiente, le introduje por una escalera excusada
-hasta el gabinete de la señora. Caritativamente
-hice lo mismo por dos o tres veces, de lo cual inferí
-o que la marquesa tenía estrafalarias inclinaciones
-o que el corcovadillo le servía de tercero.</p>
-
-<p>Poseído yo de esta idea me decía: «Si mi ama
-se ha enamorado de un buen mozo, se lo perdono;
-pero si se ha prendado de semejante macaco, no
-puedo verdaderamente disculpar un gusto tan depravado.»
-¡Pero cuán mal pensaba yo de aquella
-señora! Aquel macaco se empleaba en la magia,
-y como se ponderaba su ciencia a la marquesa,
-que creía gustosa en los prestigios de los saltimbanquis,
-tenía conversaciones a solas con él. Hacía
-ver los objetos en un vaso, enseñaba a dar vueltas
-al cedazo y revelaba por dinero todos los misterios
-de la cábala, o bien&mdash;para hablar con más
-exactitud&mdash;era un bribón que subsistía a expensas
-de las personas demasiado crédulas y se decía
-que a ello contribuían muchas señoras de distinción.</p>
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="IV_IX">CAPITULO IX</h3>
-
-
-<p class="i2 center">Por qué incidente Gil Blas salió de casa de la marquesa
-de Chaves y cuál fué su paradero.</p>
-
-
-<p class="p2">Seis meses había que yo servía a la marquesa
-de Chaves, y me hallaba muy contento con mi conveniencia;
-pero mi destino no me permitió mante<span class="pagenum"><a name="Page_111" id="Page_111">[111]</a></span>nerme
-más tiempo en su casa ni menos quedarme
-por entonces en Madrid. El motivo fué el lance
-que voy a contar.</p>
-
-<p>Entre las criadas de la marquesa había una,
-llamada Porcia, que, sobre ser joven y hermosa,
-era de un carácter tan bueno que me captó la voluntad,
-sin saber que me sería necesario disputar
-su corazón. El secretario de la marquesa, hombre
-soberbio y celoso, estaba enamorado de mi ídolo,
-y apenas advirtió mi amor cuando, sin procurar
-informarse si Porcia me correspondía, resolvió que
-nos midiésemos la espada, y me citó una mañana
-para un paraje retirado. Como era un hombrecillo
-que apenas me llegaba a los hombros, me pareció
-enemigo poco temible, y lleno de confianza acudí
-al sitio señalado. Lisonjeábame yo de una completa
-victoria y de adquirir por ella nuevo mérito
-con Porcia; pero el resultado humilló mucho mi
-presunción. El secretarillo, que había aprendido
-dos o tres años la esgrima, me desarmó como a
-un niño, y poniéndome al pecho la punta de la
-espada, me dijo: «¡Prepárate para morir, o dame
-palabra sobre tu honor de que hoy mismo saldrás
-de casa de la marquesa de Chaves, sin pensar más
-en Porcia.» Prometíselo así y lo cumplí sin repugnancia.
-Corríame de presentarme delante de los
-criados de la casa después de haber sido tan ignominiosamente
-vencido, y mucho más de presentarme
-ante la hermosa Elena, inocente ocasión de
-nuestro desafío. No volví, pues, a casa sino para
-recoger mi ropa y dinero, y el mismo día me en<span class="pagenum"><a name="Page_112" id="Page_112">[112]</a></span>caminé
-a Toledo, con la bolsa bastante provista
-y cargado con toda mi ropa puesta en un lío. Aunque
-por ningún caso me había obligado a salir de
-Madrid, juzgué me convendría mucho alejarme de
-aquella villa, a lo menos por algunos años, y así,
-tomé la determinación de dar una vuelta por España,
-deteniéndome en las ciudades y pueblos el
-tiempo que me pareciese. «Con el dinero que tengo&mdash;me
-decía&mdash;, gastándolo con discreción, tendré
-para correr gran parte del reino; y cuando se haya
-acabado, me pondré de nuevo a servir, pues un
-mozo como yo hallará acomodos sobrantes cuando
-le venga en voluntad buscarlos, y no tendré mas
-que escoger.»</p>
-
-<p>Como tenía particulares deseos de ver a Toledo,
-llegué allí al cabo de tres días, y fuí a tomar posada
-en un buen mesón, en donde me tuvieron por
-un caballero de importancia, con el auxilio de mi
-vestido de aventuras amorosas, que no dejé de
-ponerme; y con el aire que tomé de elegante, podía
-fácilmente introducirme con las buenas mozas
-que vivían en la vecindad; pero habiendo sabido
-que era necesario comenzar en su casa por
-hacer un gran gasto, fué forzoso contener mis deseos.
-Hallándome siempre con gusto de viajar,
-después de haber visto todo lo que había de curioso
-en Toledo, salí de allí un día al amanecer y
-tomé el camino de Cuenca, con ánimo de pasar al
-reino de Aragón. Al segundo día de jornada me
-metí en una venta que encontré en el camino, y
-cuando empezaba a refrescarme, entró una partida<span class="pagenum"><a name="Page_113" id="Page_113">[113]</a></span>
-de cuadrilleros de la Santa Hermandad. Estos señores
-pidieron vino, y mientras estaban bebiendo,
-les oí hacer mención de las señas de un joven a
-quien llevaban orden de prender. «El caballero&mdash;decía
-uno de ellos&mdash;no tiene mas que veintitrés
-años, el pelo largo y negro, bella estatura, nariz
-aguileña, y monta un caballo castaño.»</p>
-
-<p>Estúvelos yo escuchando sin mostrar atención
-a lo que decían, y en realidad me importaba poco
-el saberlo. Dejélos en la venta y proseguí mi camino;
-pero no había andado aún medio cuarto de legua
-cuando encontré a un mocito muy galán que
-iba en un caballo castaño. «¡Vive diez&mdash;dije para
-mí&mdash;, que o yo me engaño mucho, o éste es el sujeto
-a quien buscan los cuadrilleros! Tiene el pelo
-largo y negro y la nariz aguileña. Seguramente él
-es a quien quieren atrapar y he de hacerle un buen
-servicio. Señor&mdash;le dije&mdash;, permítame usted que le
-pregunte si le ha sucedido algún pesado lance de
-honor.» El joven, sin responderme, fijó los ojos en
-mí y mostróse admirado de mi pregunta. Aseguréle
-que ésta no nacía de pura curiosidad, y quedó
-bien convencido de ello luego que le conté todo
-lo que había oído a los ministros en la venta. «Generoso
-desconocido&mdash;me respondió&mdash;, no puedo
-ocultaros que tengo motivo para creer ser efectivamente
-yo a quien busca esa gente, y, por lo
-mismo, voy a tomar otro camino para no caer en
-sus manos.» «Yo sería de parecer&mdash;repuse entonces&mdash;que
-buscásemos por aquí un sitio retirado,
-donde usted estuviese seguro y ambos a cubierto<span class="pagenum"><a name="Page_114" id="Page_114">[114]</a></span>
-de una gran tempestad que veo nos está amenazando.»
-Al decir esto, descubrimos una calle de
-árboles bastante frondosos, y habiéndonos metido
-en ella, nos condujo al pie de una montaña, donde
-encontramos una ermita.</p>
-
-<p>Era ésta una grande y profunda gruta que el
-tiempo había socavado en la falda de aquel monte,
-y delante de ella se registraba como un corral
-que había fabricado el arte, cuyas paredes se componían
-de una especie de argamasa formada de
-pedrezuelas, rodeado todo, para mayor defensa,
-de un género de foso cubierto de verdes céspedes.
-Los contornos de la gruta estaban sembrados de
-flores olorosas que llenaban de suavísima fragancia
-el ambiente inmediato, y cerca de la misma
-gruta se descubría una hendedura en el monte, de
-cuyo centro brotaba un manantial de agua que
-corría a dilatarse por una pradería. A la entrada
-de esta cueva solitaria había un buen ermitaño,
-que parecía un hombre consumido por la vejez.
-Apoyábase en un báculo, y en la otra mano llevaba
-un gran rosario de cuentas gordas y de veinte
-dieces por lo menos. Su cabeza estaba como sepultada
-en un capuz de lana parda con unas largas
-orejeras, y su barba, más blanca que la nieve,
-le bajaba hasta la cintura. Acercámonos a él y yo
-le dije: «Padre mío, ¿nos da licencia para que le
-pidamos nos refugie contra la tempestad que viene
-sobre nosotros?» «Venid, hijos míos&mdash;respondió
-el anacoreta después de haberme mirado con atención&mdash;;
-mi pobre gruta está a vuestra disposición<span class="pagenum"><a name="Page_115" id="Page_115">[115]</a></span>
-y podréis estar en ella todo el tiempo que quisiereis.
-El caballo&mdash;añadió&mdash;le podéis meter en aquel
-corral&mdash;señalándolo con la mano&mdash;, donde creo que
-estará bien acomodado.» Metimos en él el caballo,
-y nosotros nos refugiamos en la gruta, acompañándonos
-siempre el venerable viejo.</p>
-
-<p>Apenas entramos en ella cuando cayó una copiosa
-lluvia mezclada de relámpagos y espantosos
-truenos. El ermitaño se hincó de rodillas delante
-de una estampa de San Pacomio, que estaba
-pegada a la pared, y nosotros hicimos lo mismo a
-ejemplo suyo. Cesó la tempestad y cesaron también
-nuestras oraciones. Levantámonos; pero como
-todavía seguía lloviendo y la noche se acercaba,
-nos dijo el ermitaño: «Yo, hijos míos, no os aconsejaré
-que os pongáis en camino con este temporal,
-y más estando tan cerca la noche, a no obligaros
-a ello algún negocio grave y urgente.» Respondímosle
-que ninguna cosa nos impedía el detenernos
-sino el justo temor de incomodarle, y que,
-a no ser éste, antes le suplicaríamos nos permitiese
-pasar allí la noche. «La incomodidad será para vosotros&mdash;respondió
-cortesanamente el anacoreta&mdash;;
-tendréis mala cama y peor cena, porque sólo puedo
-ofreceros la de un pobre ermitaño.»</p>
-
-<p>En esto, nos hizo sentar a una desdichada y rústica
-mesilla, donde nos sirvió unas cebollas con algunos
-mendrugos y un jarro de agua. «Esta&mdash;dijo&mdash;es
-mi comida y cena ordinarias; pero hoy es razón
-hacer algún exceso en obsequio de unos huéspedes
-tan honrados.» Dijo, y marchó luego a traer un<span class="pagenum"><a name="Page_116" id="Page_116">[116]</a></span>
-pedazo de queso y dos puñados de avellanas, que
-echó sobre la mesa. Mi compañero, que no tenía
-mucho apetito, hizo poco gasto de aquellos manjares.
-Observólo el ermitaño y dijo: «Veo que estáis
-acostumbrados a mesas más regaladas que la
-mía, o, por mejor decir, que la sensualidad ha estragado
-en vos el gusto natural. Yo también he
-vivido en el mundo. Entonces no eran bastante
-buenos para mí los manjares más delicados ni los
-guisados más exquisitos; pero la soledad y el hambre
-han restituído la pureza al paladar. Ahora sólo
-me gustan las raíces, la leche, las frutas y, en una
-palabra, todo aquello que servía de alimento a
-nuestros primeros padres.»</p>
-
-<p>Mientras el anacoreta estaba hablando, el caballerito
-se quedó como enajenado en una profunda
-cavilación. Notólo el viejo y le dijo: «Hijo mío, vos
-tenéis atravesado el corazón con alguna espina que
-os punza mucho. ¿No podré saber el motivo de la
-grave aflicción que os atormenta? Desahogad conmigo
-vuestro pecho. No me mueve a este deseo la
-curiosidad; la caridad es la única causa que a ello
-me anima. Hállome en edad en que puedo daros
-algún buen consejo, y vos me parecéis estar en una
-situación que necesita bien de él.» «Sí, padre mío&mdash;respondió
-el caballerito, arrancando del pecho un
-doloroso suspiro&mdash;, es muy cierto que tengo gran
-necesidad de consejo, y pues vos me ofrecéis el
-vuestro con piedad tan generosa, quiero seguirle.
-Estoy muy persuadido de que nada arriesgo en
-descubrirme a un hombre como vos.» «No, hijo&mdash;replicó<span class="pagenum"><a name="Page_117" id="Page_117">[117]</a></span>
-el ermitaño&mdash;, no tenéis que temer; soy
-hombre a quien se le puede confiar cualquiera cosa,
-sea la que fuere.» Entonces el caballero habló de
-esta manera.</p>
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="IV_X">CAPITULO X</h3>
-
-<p class="i2 center">Historia de don Alfonso y de la bella Serafina.</p>
-
-
-<p class="p2">«Nada, padre mío, os ocultaré, como ni tampoco
-a este caballero que me escucha. Haríale gran agravio
-en desconfiar de él a vista de la generosa acción
-que usó conmigo. Voy, pues, a contaros mis desgracias.</p>
-
-<p>»Nací en Madrid y mi origen fué el que voy a
-referir. Un oficial de la guardia alemana, llamado
-el barón de Steinbach, entrando una noche en su
-casa se halló, al pie de la escalera, con un envoltorio
-de lienzo. Levantóle, llevóle al cuarto de su
-mujer, desenvolvióle y encontraron un niño recién
-nacido envuelto en pañales muy aseados y finos,
-y un billete que decía ser hijo de padres distinguidos,
-que a su tiempo se darían a conocer, y que el
-niño estaba ya bautizado con el nombre de Alfonso.
-Este desgraciado niño soy yo y esto es todo
-cuanto sé. Víctima del honor o de la infidelidad,
-ignoro si mi madre me expuso únicamente para
-ocultar algunos vergonzosos amores o si, seducida
-por un amanto perjuro, se vió en la cruel necesidad
-de abandonarme.</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_118" id="Page_118">[118]</a></span></p>
-
-<p>»Como quiera que sea, al barón y a su mujer les
-enterneció mucho mi desgracia, y como no tenían
-sucesión resolvieron criarme como si fuera hijo
-suyo, conservándome el nombre de don Alfonso. Al
-paso que crecía yo en edad crecía el amor en ellos
-hacia mí. Hacíanme mil caricias en pago de mis
-apacibles modales y por mi docilidad. Todos sus
-pensamientos eran de darme la mejor educación.
-Buscáronme maestros de todas materias. Lejos de
-esperar con impaciencia a que se descubriesen mis
-padres, parecía, por el contrario, que deseaban no
-se manifestasen jamás. Luego que el barón me vió
-capaz de poder seguir la milicia, me aplicó a servir
-al rey. Consiguióme una bandera y mandó hacerme
-un pequeño equipaje. Para animarme a buscar
-ocasión de adquirir gloria y darme a conocer,
-me hizo presente que la carrera del honor estaba
-abierta a todo el mundo y que en la guerra podría
-hacer mi nombre tanto más glorioso cuanto
-sólo sería deudor a mi valor y a mi espada de la
-gloria que adquiriese. Al mismo tiempo me reveló
-el secreto de mi nacimiento, que hasta allí me había
-callado. Como en todo Madrid pasaba por hijo
-suyo, y yo mismo efectivamente me tenía por tal,
-confieso que me turbó no poco esta confianza. No
-podía pensar en ello sin llenarme de rubor. Por lo
-mismo que mis nobles pensamientos y mis honrados
-impulsos me aseguraban de un distinguido nacimiento,
-era mayor el dolor de verme desamparado
-de aquellos a quienes le había debido.</p>
-
-<p>»Pasé a servir en los Países Bajos, donde se hizo<span class="pagenum"><a name="Page_119" id="Page_119">[119]</a></span>
-la paz poco después que llegué al ejército. Hallándose
-España sin enemigos, me restituí a Madrid,
-y el barón y su mujer me recibieron con nuevas
-demostraciones de cariño. Eran pasados dos meses
-desde mi regreso, cuando una mañana entró
-en mi cuarto un pajecillo y me entregó en las manos
-un billete concebido poco más o menos en estos
-términos: «No soy fea ni contrahecha, y, con
-todo eso, usted me ve todos los días a mi balcón
-con grande indiferencia: frialdad muy ajena de un
-mozo tan galán. Estoy tan ofendida de este proceder,
-que por vengarme quisiera inspirar amor
-en ese corazón de hielo.»</p>
-
-<p>»Así que leí este billete me persuadí, sin la menor
-duda, de que era de una viudita llamada Leonor,
-que vivía enfrente de mi casa y tenía fama
-de ser alegre de cascos. Examiné sobre este punto
-al pajecillo, que por algún breve rato quiso hacer
-el callado; pero a costa de un ducado que le di,
-satisfizo mi curiosidad y se encargó de llevar a su
-ama mi respuesta. Decíale en ella que conocía y
-confesaba mi delito, del cual estaba ya medio vengada,
-según lo que yo sentía en mí.</p>
-
-<p>»Con efecto, no dejó de hacerme impresión esta
-graciosa manera de granjear la voluntad. No salí
-de casa en todo aquel día, asomándome frecuentemente
-al balcón para observar a la señora, que
-tampoco se descuidó de dejarse ver al suyo. Hícele
-señas, a las cuales correspondió, y el día siguiente
-me envió a decir por el mismo pajecito que si entre
-once y doce de aquella noche quería yo hallar<span class="pagenum"><a name="Page_120" id="Page_120">[120]</a></span>me
-en nuestra calle, podíamos hablarnos a la reja
-de un cuarto bajo. Aunque no estaba muy enamorado
-de una viuda tan viva, sin embargo, no dejé de
-responderle muy apasionadamente, y, a la verdad,
-esperé a que anocheciese con tanta impaciencia
-como si efectivamente la amara mucho. Luego que
-fué de noche, salí a pasearme al Prado, para entretener
-el tiempo hasta la hora de la cita; y apenas
-entré en el paseo cuando, acercándose a mí un
-hombre montado en un hermoso caballo, se apeó
-precipitadamente, y mirándome con ceño, «Caballero&mdash;me
-dijo&mdash;, ¿no sois vos el hijo del barón de
-Steinbach?» «El mismo», le respondí. «¿Luego vos
-sois el citado&mdash;prosiguió él&mdash;para dar esta noche
-conversación a Leonor en su reja? He visto sus
-billetes y vuestras respuestas, que me mostró el
-pajecillo. Os he venido siguiendo hasta aquí desde
-que salisteis de casa, para advertiros que tenéis
-un competidor cuya vanidad se indigna de disputar
-el corazón de una dama con un hombre como
-vos. Me parece que no necesito deciros más, y
-pues nos hallamos en sitio retirado, decidan la
-disputa las espadas, a menos de que vos, por evitar
-el castigo que preparo a vuestra temeridad, me
-deis palabra de romper toda comunicación con
-Leonor. Sacrificadme las esperanzas que tenéis,
-o en este mismo punto os quito la vida.» «Ese
-sacrificio&mdash;respondí&mdash;se había de pedir y no exigirse.
-Lo hubiera podido conceder a vuestros ruegos,
-pero lo niego a vuestras amenazas.» «Pues
-riñamos&mdash;dijo él, atando el caballo a un árbol&mdash;,<span class="pagenum"><a name="Page_121" id="Page_121">[121]</a></span>
-porque es indecoroso a una persona de mi esfera
-bajarse a suplicar a un hombre de la vuestra, y
-aun la mayor parte de mis iguales, puestos en mi
-lugar, se vengarían de vos de un modo menos honroso.»
-Ofendiéronme mucho estas últimas palabras,
-y viendo que él había sacado la espada saqué yo
-también la mía. Reñimos con tanto empeño, que
-duró poco el combate. Sea que le cegase su demasiado
-ardor, o sea que yo fuese más diestro que
-él, le di desde luego una estocada mortal que le
-hizo primero titubear y después caer en tierra.
-Entonces no pensé mas que en ponerme en salvo,
-y montando en su propio caballo tomé el camino
-de Toledo. No volví a casa del barón de Steinbach,
-pareciéndome que la relación de mi lance sólo serviría
-para afligirle; y cuando consideraba el peligro
-en que me hallaba, veía que no debía perder
-un momento en alejarme de Madrid.</p>
-
-<p>»Poseído enteramente de amarguísimas reflexiones,
-anduve toda la noche y la mañana del día siguiente;
-pero a eso del mediodía me vi precisado
-a detenerme, para que el caballo descansara y se
-mitigase el calor, que cada instante era más inaguantable.
-Detúveme, pues, en una aldea hasta
-puesto el Sol, y continué luego mi camino, con ánimo
-de no apearme hasta estar en Toledo. Me hallaba
-ya dos leguas más allá de Illescas cuando, a
-eso de media noche, me cogió en campo raso una
-furiosa tempestad, semejante a la que acaba de
-sobrecogernos. Lleguéme a las tapias de un jardín
-que vi a pocos pasos de mí, y no hallando abrigo<span class="pagenum"><a name="Page_122" id="Page_122">[122]</a></span>
-más cómodo me arrimé con mi caballo lo mejor
-que pude a una puerta pequeña de una estancia
-que estaba casi en un ángulo de la misma cerca,
-sobre la cual había un balcón. Apoyándome en la
-puerta vi que no la habían cerrado, y discurrí
-que esto habría sido culpa de los criados. Me apeé,
-y no tanto por curiosidad como por resguardarme
-más del agua, que no dejaba de incomodarme mucho
-debajo del balcón, me entré en aquella habitación
-baja, juntamente con el caballo, tirándole por
-la brida.</p>
-
-<p>»Durante la tempestad procuré reconocer aquel
-sitio, y aunque sólo podía registrarle a favor de
-los relámpagos, juzgué que era una quinta de alguna
-persona opulenta. Estaba aguardando por
-instantes que cesase la tempestad para seguir mi
-camino; pero habiendo visto a lo lejos una gran
-luz, mudé de parecer. Dejé resguardado el caballo
-en aquella pieza, cuidando de cerrar la puerta, y
-fuíme acercando hacia la luz, presumiendo que estaban
-todavía levantados en la casa, para suplicarles
-me diesen abrigo por aquella noche. Después
-de haber atravesado algunos corredores, me hallé
-en una sala cuya puerta estaba igualmente abierta.
-Entré en ella, y viendo su suntuosidad a beneficio
-de una magnífica araña con varias bujías,
-ya no me quedó duda de que aquella casa de campo
-era de algún gran personaje. El pavimento era
-de mármol; el friso, pintado y dorado con arte; la
-cornisa, primorosamente trabajada, y el techo me
-pareció obra de los más diestros pintores; pero lo<span class="pagenum"><a name="Page_123" id="Page_123">[123]</a></span>
-que más me llevó la atención fué una multitud de
-bustos de héroes españoles, puestos sobre bellísimos
-pedestales de mármol jaspeado, que adornaban
-las paredes del salón. Tuve bastante tiempo
-para enterarme de todas estas cosas, porque habiendo
-aplicado de cuando en cuando el oído para
-ver si sentía rumor no llegué a percibir ninguno
-ni a ver persona alguna.</p>
-
-<p>»A un lado del salón había una puerta entornada;
-la entreabrí y noté una crujía de cuartos, en
-el último de los cuales había luz. Consulté conmigo
-mismo lo que debía hacer: si volverme por
-donde había venido o animarme a penetrar hasta
-aquel cuarto. La prudencia dictaba que el partido
-más acertado era el de retirarme; pero pudo más
-en mí la curiosidad que la prudencia, o, por mejor
-decir, fué más poderosa la fuerza del destino que
-me arrastraba. Llevé, pues, mi empeño adelante,
-y atravesando todas las piezas llegué a la última,
-donde ardía, sobre una mesa de mármol, una
-bujía puesta en un candelero de plata sobredorada.
-Desde luego conocí que era un cuarto de verano,
-alhajado con singular gusto y riqueza; pero volviendo
-presto los ojos hacia una cama cuyas cortinas
-estaban entreabiertas a causa del calor, vi
-un objeto que me robó toda la atención. Era una
-joven que, a pesar del estruendo pavoroso de los
-truenos, dormía profundamente. Acerquéme a ella
-con el mayor silencio, y a favor de la luz de la
-bujía descubrí una tez tan delicada y un rostro
-tan hermoso, que verdaderamente me encantaron.<span class="pagenum"><a name="Page_124" id="Page_124">[124]</a></span>
-Al verla, toda mi máquina se conmovió; me sentí
-enteramente enajenado. Pero por más agitado que
-me tuviesen mis impulsos, el concepto que hice de
-la nobleza de su sangre me impidió formar ningún
-pensamiento temerario, pudiendo más el respeto
-que la pasión. Mientras estaba yo embelesado
-en contemplarla se despertó.</p>
-
-<p>»Fácil es de imaginar cuánto la sobresaltaría el
-ver a un hombre desconocido, a media noche, en
-su cuarto y al pie de su misma cama. Toda asustada
-y estremecida dió un gran grito. Hice cuanto
-pude para aquietarla; hinqué una rodilla en tierra
-y, lleno de respeto, le dije: «No temáis, señora, que
-yo no he entrado aquí con ánimo de ofenderos.»
-Iba a proseguir, pero ella, atemorizada, no tuvo
-siquiera libertad para escucharme. Comenzó a llamar
-a grandes voces a sus criadas, y como ninguna
-le respondiese, cogió a toda prisa una bata
-ligera, que estaba al pie de la cama, cubrióse con
-ella, saltó acelerada al suelo, agarró la bujía y
-atravesó corriendo toda la crujía de cuartos, llamando
-sin cesar a sus doncellas y a una hermana
-suya menor, que vivía en la misma quinta bajo
-su custodia. Por momentos estaba yo temiendo
-ver sobre mí toda la familia y que, sin merecerlo
-ni oírme, me tratasen mal; pero quiso mi fortuna
-que, por más gritos que dió, nadie pareció, sino
-un criado viejo, que de poco le hubiera servido si
-algo tuviera que temer. No obstante, con la presencia
-del buen viejo, alentándose algún tanto, me
-preguntó con altivez quién era yo, por dónde y a<span class="pagenum"><a name="Page_125" id="Page_125">[125]</a></span>
-qué fin había tenido atrevimiento para meterme
-en su casa. Comencé a justificarme; pero apenas
-le dije que había entrado por la puerta del cuarto
-del jardín, que había hallado abierta, cuando exclamó
-al instante diciendo: «¡Justo Cielo y qué sospechas
-me vienen ahora al pensamiento!»</p>
-
-<p>En esto va con la luz a registrar todos los cuartos
-de la quinta, y no encuentra a ninguna de sus
-criadas ni a su hermana; antes sí ve que éstas se
-habían llevado cada una sus ropas. Pareciéndole
-que se habían verificado sobradamente sus sospechas,
-se volvió a donde yo había quedado, y articulando
-mal las palabras con la cólera, «¡Infame!&mdash;me
-dijo&mdash;. ¡No añadas la mentira a la traición!
-No te ha traído a esta quinta la casualidad
-ni has entrado en ella por el motivo que finges. Tú
-eres de la comitiva de don Fernando de Leiva y
-cómplice en su delito. ¡Pero no esperes huir de mi
-venganza, pues tengo aún bastante gente en casa
-que te prenda!» «Señora&mdash;le dije&mdash;, no me confundáis,
-os ruego, con vuestros enemigos. Ni conozco
-a don Fernando de Leiva ni sé todavía quién sois
-vos. Yo soy un desgraciado a quien cierto lance
-de honor ha obligado a ausentarse de Madrid, y os
-juro por cuanto hay de más sagrado que, a no haberme
-precisado a ello la tempestad, no hubiera
-entrado en vuestra quinta. Dignaos, señora, formar
-mejor concepto de mí. En vez de suponerme
-cómplice en ese delito que tanto os ofende, vivid
-persuadida de que estoy prontísimo a vengaros.»
-Estas últimas palabras, que pronuncié con ardor y<span class="pagenum"><a name="Page_126" id="Page_126">[126]</a></span>
-viveza, la tranquilizaron; de modo que desde aquel
-punto mostró no mirarme ya como a enemigo.
-Cesó en el mismo momento su enojo, pero entró a
-ocupar su lugar el más acerbo dolor. Comenzó a
-llorar amargamente, y sus lágrimas me enternecieron
-de manera que no me sentí menos afligido que
-ella, aun cuando ignoraba la causa de su pena. No
-me contenté con acompañarla en el llanto, sino
-que, deseoso de vengar su afrenta, me entró una
-especie de furor. «Señora&mdash;exclamé entre lastimado
-y colérico&mdash;, ¿quién ha tenido atrevimiento
-para ultrajaros? ¿Y qué especie de ultraje ha sido
-el vuestro? ¡Hablad, señora, porque vuestras ofensas
-ya son mías! ¿Queréis que busque a don Fernando
-y que le atraviese de parte a parte el corazón?
-Nombradme todos aquellos que queréis que
-os sacrifique. Mandad y seréis obedecida. Cueste
-lo que costare vuestra venganza, este desconocido,
-a quien habéis mirado como enemigo, se expondrá,
-por amor de vos, a cualquier riesgo.»</p>
-
-<p>»Quedóse suspensa aquella señora a vista de un
-arrebato tan inesperado, y enjugando sus lágrimas
-me dijo: «Perdonad, señor, mi temeraria sospecha
-a la infeliz situación en que me hallo. Vuestros
-generosos sentimientos han desengañado a la
-desgraciada Serafina, y me quitan además hasta
-el natural rubor que me acusa el que un extraño
-sea testigo de una afrenta hecha a mi noble sangre.
-Sí, generoso desconocido, reconozco mi error
-y admito vuestras ofertas, pero no quiero la muerte
-de don Fernando.» «Bien está, señora&mdash;repliqué&mdash;;<span class="pagenum"><a name="Page_127" id="Page_127">[127]</a></span>
-pero ¿en qué deseáis que os sirva?» «Señor&mdash;respondió
-Serafina&mdash;, el motivo de mi pesar es el siguiente:
-don Fernando de Leiva se enamoró de mi
-hermana Julia, a quien vió en Toledo, donde vivimos
-de ordinario. Pidiósela a mi padre, que es el
-conde de Polán, quien se la negó por antigua enemistad
-que hay entre las dos casas. Mi hermana,
-que apenas tiene quince años, se habrá dejado engañar
-de mis criadas, sin duda ganadas por don
-Fernando, y noticioso éste de que las dos hermanas
-estábamos en esta casa de campo, habrá aprovechado
-la ocasión para robar a la malaconsejada
-Julia. Yo sólo quisiera saber en qué parte la ha
-depositado, para que mi padre y mi hermano, que
-ha dos meses están en Madrid, tomen sus medidas.
-Suplícoos, pues, señor, que os toméis el trabajo
-de recorrer los contornos de Toledo y de averiguar,
-si fuese posible, a dónde ha ido a parar
-aquella pobre muchacha, diligencia a que os quedará
-tan obligada como agradecida toda mi familia.»</p>
-
-<p>»No tenía presente aquella señora que el encargo
-que me daba no convenía a un hombre a quien
-importaba tanto salir cuanto antes de los términos
-y jurisdicción de Castilla. Pero ¿qué mucho
-que no hiciese ella esta reflexión cuando ni yo
-mismo la hice? Sumamente gozoso de la fortuna
-de verme en ocasión de servir a una persona tan
-amable, admití gustoso la comisión, ofreciendo desempeñarla
-con el mayor celo y diligencia. Con efecto,
-no esperé a que amaneciese para ir a cumplir<span class="pagenum"><a name="Page_128" id="Page_128">[128]</a></span>
-lo prometido. Dejé al punto a Serafina, suplicándole
-me perdonase el susto que inocentemente le
-había dado y asegurándole que presto sabría de
-mí. Salíme, pues, por donde había entrado en la
-quinta, pero con el ánimo tan ocupado siempre en
-aquella señora, que fácilmente advertí estaba del
-todo prendado de ella, y nada me lo hizo conocer
-mejor que la inquietud e impaciencia con que me
-apresuraba a complacerla y las amorosas quimeras
-que yo mismo me forjaba en la imaginación. Parecíame
-que Serafina, aun en medio de su sentimiento,
-había echado bien de ver los primeros fuegos
-de mi amor y que no le había quizá desagradado.
-Lisonjeábame de que si lograba averiguar
-lo que tanto deseaba sería mía toda la gloria.»</p>
-
-<p>Al llegar aquí, cortó don Alfonso el hilo de su
-historia y dijo al ermitaño: «Perdonadme, padre,
-si poseído de mi pasión me detengo en menudencias
-que tal vez os fastidiarán.» «No, hijo&mdash;respondió
-el anacoreta&mdash;, de ningún modo me cansan;
-antes bien, deseo saber hasta dónde llegó el
-amor que te inspiró doña Serafina, para arreglar
-mis consejos con mayor conocimiento.»</p>
-
-<p>«Encendida la fantasía con tan lisonjeras imágenes&mdash;prosiguió
-el caballerito&mdash;, busqué inútilmente
-por espacio de dos días al robador de Julia,
-y, frustradas todas las diligencias, no pude descubrir
-el menor rastro de él. Desconsoladísimo de
-ver inutilizados mis pasos y desvelos, volví a presencia
-de Serafina, a quien discurría hallar en el
-estado más inquieto y desgraciado del mundo; pero<span class="pagenum"><a name="Page_129" id="Page_129">[129]</a></span>
-la encontré más tranquila de lo que yo pensaba.
-Díjome que había sido más venturosa que yo, pues
-ya sabía dónde se hallaba su hermana; que había
-recibido una carta de don Fernando, en que le decía
-que, después de haberse casado de secreto con
-Julia, la había depositado en un convento de Toledo.
-«Envié su carta a mi padre&mdash;prosiguió Serafina&mdash;,
-no sin esperanza de que la cosa acabe bien
-y que un solemne matrimonio sea el iris de paz
-que dé fin a la inveterada discordia de las dos
-casas.»</p>
-
-<p>»Luego que me informó del paradero de su hermana,
-me habló del trabajo que me había ocasionado,
-y, sobre todo&mdash;añadió ella misma&mdash;, los peligros
-a que os expuso mi imprudencia en seguir a
-un robador, sin acordarme de que me habíais confiado
-que andabais fugitivo por cierto lance de honor,
-de lo cual me pidió mil perdones en los términos
-más atentos. Conociendo que estaba falto
-de reposo, me condujo a la sala, donde los dos nos
-sentamos. Estaba vestida con una bata de tafetán
-blanco con listas negras, y cubría su cabeza un
-sombrerillo de los mismos colores que la bata,
-guarnecido con un airoso plumaje negro, lo que
-me hizo juzgar que podía ser viuda, aunque, por
-otra parte, parecía de tan pocos años que no sabía
-yo qué discurrir.</p>
-
-<p>»Si era grande mi deseo de saber quién ella era,
-no era menos viva su curiosidad de saber lo mismo
-de mí. Preguntóme mi nombre y apellido, no dudando&mdash;dijo&mdash;,
-a vista de mi noble aire, y aún<span class="pagenum"><a name="Page_130" id="Page_130">[130]</a></span>
-más de la generosa piedad que me había hecho
-abrazar con tanto empeño sus intereses, la nobleza
-de mi nacimiento. Dejóme perplejo la pregunta;
-encendióseme el rostro, me turbé, y confieso que,
-teniendo menos rubor en mentir que en decir la
-verdad, respondí que era hijo del barón de Steinbach,
-oficial de la guardia alemana. «Decidme también&mdash;replicó
-la dama&mdash;por qué habéis salido de
-Madrid, pues desde luego os puedo ofrecer todo
-el valimiento y los buenos oficios de mi padre y
-de mi hermano don Gaspar. Esto es lo menos que
-puede hacer mi agradecimiento con un caballero
-que por servirme despreció su propia vida». Ninguna
-dificultad tuve en referirle por menor todas
-las circunstancias de nuestro desafío. Ella misma
-echó toda la culpa al caballero que me había injuriado,
-y me volvió a ofrecer que interesaría a su
-familia en mi favor.</p>
-
-<p>»Habiendo yo satisfecho su curiosidad, me animé
-a suplicarle contentase la mía, y le pregunté
-si era o no libre. «Tres años ha&mdash;respondió&mdash;que
-mi padre me obligó a casarme con don Diego de
-Lara, y quince meses que estoy viuda.» «Pues ¿qué
-desgracia, señora&mdash;le pregunté&mdash;, fué la que tan
-presto os privó de vuestro esposo?» «Voy, señor, a
-responderos&mdash;repuso ella&mdash;y corresponder a la confianza
-a que me confieso deudora. Don Diego de
-Lara era un caballero muy bien apersonado. Amábame
-ciegamente, y aunque empleaba cuanta diligencia
-puede emplear el más tierno amante para
-hacerse agradable al objeto amado, y aunque te<span class="pagenum"><a name="Page_131" id="Page_131">[131]</a></span>nía
-mil bellas cualidades, nunca pudo granjearse
-mi cariño. El amor no siempre es efecto del anhelo
-ni del mérito conocido. ¡Ah!&mdash;añadió ella suspirando&mdash;.
-¡Muchas veces nos cautiva a la primera
-vista una persona que no conocemos! No me era
-posible amarle. Más avergonzada que prendada de
-las continuas muestras de su amor, y forzada a corresponder
-a ellas sin inclinación, si me acusaba
-a mí misma interiormente de ingratitud, también
-me contemplaba muy digna de compasión. Por
-desgracia de ambos, él tenía todavía más delicadeza
-que amor. En mis acciones y palabras descubría
-claramente mis más ocultos pensamientos.
-Leía cuanto pasaba en lo más íntimo de mi alma;
-quejábase a cada paso de mi indiferencia, y le era
-tanto más sensible el no poder conquistar mi corazón
-cuanto más seguro estaba de que ningún
-otro rival se lo disputaba, no contando yo apenas
-diez y seis años y habiendo sabido, antes de ofrecerme
-su mano, por mis criadas, todas parciales
-suyas, que ningún hombre se le había anticipado
-a llevarse mi atención. «Sí, Serafina&mdash;me decía
-muchas veces&mdash;, me alegraría mucho de que estuvieses
-encaprichada a favor de otro y de que ésta
-fuese la única causa de la frialdad con que me miras.
-Esperaría entonces que tu virtud y mi constancia
-triunfarían al cabo de esa tibieza; pero ya
-desespero de vencer un corazón que no se ha rendido
-a tantos y tan convincentes testimonios de mi
-extremado amor.» Cansada de oírle repetir tantas
-veces la misma queja, le dije un día que, en vez de<span class="pagenum"><a name="Page_132" id="Page_132">[132]</a></span>
-turbar su reposo y el mío mostrando tanta delicadeza,
-haría mejor en dejarlo todo en manos del tiempo.
-Con efecto, yo me hallaba entonces en una edad
-poco capaz de sentir los vivos impulsos de una
-pasión tan fogosa, y éste era el prudente partido
-que don Diego debiera haber abrazado. Pero viendo
-que se había pasado un año entero sin haber
-adelantado más que el primer día, perdió la paciencia,
-o por mejor decir el juicio, y fingiendo que le
-llamaba a la corte no sé qué negocio de importancia,
-marchó a los Países Bajos a servir en calidad
-de voluntario, y encontró lo que deseaba en los
-peligros en que se metía; es decir, el fin de la vida
-y el de sus pesares.»</p>
-
-<p>»Concluída esta relación, todo el resto de la conversación
-que tuvimos Serafina y yo fué acerca
-del singular carácter de su marido. Interrumpió
-nuestra conferencia un correo, que llegó en aquel
-mismo punto, el cual puso en manos de Serafina
-una carta del conde de Polán. Pidióme licencia
-para abrirla, y observé que conforme la iba leyendo
-se iba poniendo pálida y trémula. Luego que
-la acabó de leer, alzó los ojos al cielo, dió un gran
-suspiro y empezó a correr por su rostro un torrente
-de lágrimas. No siendo posible que yo viese con
-serenidad su pena, me turbé, y como si hubiera
-ya presentido el terrible golpe que iba a llevar, me
-cogió un mortal terror que me heló toda la sangre.
-«Señora&mdash;le dije con voz desfallecida&mdash;, ¿será
-lícito saber de vos qué funestas noticias os anuncia
-esa carta?» «Tomadla, señor&mdash;me respondió tris<span class="pagenum"><a name="Page_133" id="Page_133">[133]</a></span>temente&mdash;,
-y leed vos mismo lo que mi padre me
-escribe. ¡Ay de mí, que su contenido os interesa
-demasiado!»</p>
-
-<p>»Estremecíme al oír estas palabras; tomé temblando
-la carta y vi que decía lo siguiente: «Tu
-hermano don Gaspar tuvo ayer un desafío en el
-Prado. Recibió en él una estocada, de la cual ha
-muerto hoy, declarando al morir que el caballero
-que le mató fué el hijo del barón de Steinbach,
-oficial de la guardia alemana. Para mayor desgracia,
-el matador escapó, sin saberse dónde se
-ha escondido; pero aunque lo esté en las entrañas
-de la Tierra, se harán todas las diligencias posibles
-para hallarle. Hoy se despachan requisitorias
-a varias justicias, que no dejarán de arrestarle
-como ponga los pies en algún lugar de su
-jurisdicción, y voy también a practicar otros medios
-oportunos para cerrarle todos los caminos.&mdash;<i>El
-conde de Polán.</i>»</p>
-
-<p>»Figuraos el trastorno que la lectura de esta
-carta causaría en mi ánimo. Quedé inmóvil algunos
-instantes, sin espíritu ni fuerza para hablar.
-En medio de aquel desmayo y desaliento, se me representó
-con la mayor viveza todo lo que la muerte
-de don Gaspar tenía de cruel para mi amor.
-Al momento caigo en una furiosa desesperación.
-Arrojéme a los pies de Serafina, y presentándole
-la espada desnuda, «¡Señora&mdash;le dije&mdash;, excusad al
-conde de Polán la molesta fatiga de buscar a un
-hombre que podría burlar sus más activas diligencias!
-¡Vengad vos misma a vuestro hermano! ¡Sa<span class="pagenum"><a name="Page_134" id="Page_134">[134]</a></span>crificadle
-por vuestra bella mano su homicida!
-Qué, ¿os detenéis? ¡Descargad el golpe, y sea fatal
-a su enemigo el mismo acero que a él le quitó
-la vida!» «Señor&mdash;respondió Serafina, enternecida
-algún tanto de ver mi acción&mdash;, yo quería a don
-Gaspar, y aunque vos le matasteis como caballero
-y él mismo fué a buscar su desgracia, al fin soy su
-hermana y no puedo menos de tomar su partido.
-Sí, don Alfonso, ya soy enemiga vuestra y haré
-contra vos todo lo que la sangre y el cariño pueden
-pretender de mí, pero no abusaré de vuestra adversa
-fortuna. En vano ha dispuesto entregaros
-en manos de mi venganza, pues si el honor me arma
-contra vos, él mismo me prohibe vengarme ruinmente.
-Las leyes de la hospitalidad deben ser inalterables;
-según ellas, no puedo corresponder con
-un vil asesinato al generoso servicio que me habéis
-hecho. ¡Huid, escapad y burlad, si pudiereis,
-nuestras más vivas pesquisas; poneos a cubierto
-del rigor de las leyes y libraos del inminente peligro
-que os amenaza!» «Pues qué, señora&mdash;le repliqué&mdash;,
-estando en vuestra mano la venganza, ¿la
-dejáis a la severidad de las leyes, que pueden quedar
-desairadas? ¡Ah, señora, atravesad vos misma
-con esta espada el pecho de un malvado que verdaderamente
-no merece le perdonéis! ¡No, señora,
-no uséis de un proceder tan noble y tan generoso
-con un hombre como yo! ¿Sabéis quién soy? Aunque
-todo Madrid me tiene por hijo del barón de
-Steinbach, no soy mas que un desgraciado a quien
-ha criado en su casa por caridad. Yo mismo ignoro<span class="pagenum"><a name="Page_135" id="Page_135">[135]</a></span>
-a quiénes debo el ser.» «¡No importa eso!&mdash;interrumpió
-Serafina precipitadamente, como si le hubieran
-causado nueva pena mis últimas palabras&mdash;.
-Aunque fuerais vos el hombre más vil del mundo,
-haría siempre lo que me dicta mi honor.» «¡Bien
-está, señora!&mdash;repliqué&mdash;. Ya que la muerte de un
-hermano no ha bastado a persuadiros que derraméis
-mi sangre, voy a cometer otro delito, haciéndoos
-una ofensa, que tengo por cierto no me la
-perdonaréis. Sabed, señora, que os adoro; que desde
-el mismo punto en que vi vuestra hermosura
-quedé hechizado y que, a pesar de la obscuridad
-de mi nacimiento, no perdía la esperanza de poseeros.
-Estaba tan ciegamente enamorado, o, por
-mejor decir, llegaba a un punto mi vanidad, que
-me lisonjeaba de que algún día descubriría el Cielo
-mi origen y que éste sería tal que sin vergüenza
-podría manifestaros mi nombre. Después de una
-declaración que tanto os ultraja, ¿será posible que
-todavía no os resolváis a castigarme?» «Esa temeraria
-declaración&mdash;replicó la dama&mdash;, en otro tiempo
-sin duda me ofendería; pero la perdono a la
-turbación en que os veo, fuera de que ni la situación
-en que yo misma me hallo me permite dar
-oídos a las expresiones que proferís. Vuelvo a deciros,
-don Alfonso&mdash;añadió derramando algunas lágrimas&mdash;,
-que partáis luego de aquí y os alejéis
-de una casa que estáis llenando de dolor; cada instante
-que os detenéis aumenta mis penas.» «Ya
-no resisto, señora&mdash;repliqué levantándome&mdash;. Voy
-a alejarme de vos, pero no penséis que, cuidadoso<span class="pagenum"><a name="Page_136" id="Page_136">[136]</a></span>
-de conservar una vida que os es odiosa, vaya a
-buscar un asilo para defenderla. ¡No, no; yo mismo
-quiero voluntariamente sacrificarme a vuestro
-dolor! Parto a Toledo, donde esperaré con impaciencia
-la suerte que vos me preparéis, y, entregándome
-a vuestras persecuciones, anticiparé yo
-mismo de este modo el fin de todas mis desdichas.»</p>
-
-<p>»Retiréme al decir esto. Diéronme mi caballo y
-partí en derechura a Toledo, donde me detuve de
-intento ocho días, con tan poco cuidado de ocultarme,
-que verdaderamente no sé cómo no me prendieron;
-porque no puedo creer que el conde de Polán,
-tan empeñado en tomarme todos los caminos,
-se olvidase de cerrarme el de Toledo. En fin, ayer
-salí de aquel pueblo, donde se me hacía intolerable
-mi propia libertad, y sin fijarme ni aun proponerme
-destino ninguno determinado, llegué a
-esta ermita, con tanta serenidad como pudiera un
-hombre que nada tuviese que temer. Estos son,
-padre mío, los cuidados que me ocupan al presente,
-y ruégoos que me ayudéis con vuestros consejos.»</p>
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="IV_XI">CAPITULO XI</h3>
-
-<p class="i2 center">Quién era el viejo ermitaño y cómo conoció Gil Blas
-que se hallaba entre amigos.</p>
-
-
-<p class="p2">Luego que don Alfonso acabó la triste relación
-de sus infortunios, le dijo el ermitaño: «Hijo mío,
-mucha imprudencia fué el haberos detenido tanto<span class="pagenum"><a name="Page_137" id="Page_137">[137]</a></span>
-en Toledo. Yo miro con muy diferentes ojos que
-vos todo lo que me habéis contado, y vuestro amor
-a Serafina me parece una verdadera locura. Creedme
-a mí: no os ceguéis. Es menester olvidar a esa
-joven, pues no está destinada para vos. Ceded voluntariamente
-a los grandes estorbos que os desvían
-de ella y entregaos a vuestra estrella, la cual,
-según todas las señales, os promete muy distintas
-aventuras. Sin duda encontraréis alguna bella joven
-que hará en vos la misma impresión, sin que
-hayáis quitado la vida a ninguno de sus hermanos.»</p>
-
-<p>Iba a decirle muchas cosas para exhortarle a la
-paciencia, cuando vimos entrar en la ermita a otro
-ermitaño, cargado con unas alforjas bien llenas.
-Venía de Cuenca, donde había recogido una limosna
-muy copiosa. Parecía más mozo que su compañero;
-su barba era roja, espesa y bien poblada.
-«Bien venido, hermano Antonio&mdash;le dijo el viejo
-anacoreta&mdash;. ¿Qué noticias nos traes de la ciudad?»
-«¡Bien malas!&mdash;respondió el hermano barbirrojo&mdash;.
-Ese papel os las dirá.» Y entrególe un billete cerrado
-en forma de carta. Tomóle el viejo, y después
-de haberle leído con toda la atención que merecía
-su contenido, exclamó: «¡Loado sea Dios! ¡Pues
-se ha descubierto ya la mecha, tomemos otro modo
-de vivir! Mudemos de estilo&mdash;prosiguió, dirigiendo
-la palabra al joven caballero&mdash;. En mí tenéis un
-hombre con quien juegan como con vos los caprichos
-de la fortuna. De Cuenca, que dista una legua
-de aquí, me escriben que han informado mal<span class="pagenum"><a name="Page_138" id="Page_138">[138]</a></span>
-de mí a la justicia, cuyos ministros deben venir
-mañana a prenderme en esta ermita; pero no encontrarán
-la liebre en la cama. No es la primera
-vez que me veo en este apuro, y, gracias a Dios,
-casi siempre he sabido librarme con honra y desembarazo.
-Voy a presentarme en otra nueva figura,
-porque habéis de saber que, tal cual me veis,
-no soy ermitaño ni viejo.»</p>
-
-<p>Diciendo y haciendo, se desnudó del saco grosero
-que le llegaba hasta los pies y dejóse ver con
-una jaquetilla o capotillo de sarga negra con mangas
-perdidas. Quitóse el capuz, desató un sutil cordón
-que sostenía su gran barba postiza y ofreció a
-los ojos de los circunstantes un mozo de veintiocho
-a treinta años. El hermano Antonio, a su imitación,
-hizo lo mismo; quitóse el hábito y la barba eremítica
-y sacó de un arca vieja y carcomida una
-raída sotanilla, con que se cubrió lo mejor que
-pudo. Pero ¿quién podrá concebir lo admirado y
-atónito que me quedé cuando en el viejo ermitaño
-reconocí al señor don Rafael y en el hermano Antonio
-a mi fidelísimo criado Ambrosio de Lamela?
-«¡Vive diez&mdash;exclamé al punto sin poderme contener&mdash;,
-que estoy en tierra amiga!» «Así es, señor Gil
-Blas&mdash;dijo riendo don Rafael&mdash;. Sin saber cómo ni
-cuándo te has encontrado con dos grandes y antiguos
-amigos tuyos. Confieso que tienes algún motivo
-para estar quejoso de nosotros, pero ¡pelitos
-a la mar! Olvidemos lo pasado y demos gracias a
-Dios de que nos ha vuelto a juntar. Ambrosio y
-yo os ofrecemos nuestros servicios, que no son para<span class="pagenum"><a name="Page_139" id="Page_139">[139]</a></span>
-despreciados. Nosotros a ninguno hacemos mal, a
-ninguno apaleamos, a ninguno asesinamos y solamente
-queremos vivir a costa ajena. Agrégate a
-nosotros dos y tendrás una vida andante, pero alegre.
-No la hay más divertida, como se tenga un
-poco de prudencia. No es esto decir que, a pesar
-de ella, el encadenamiento de las causas segundas
-no sea tal a veces que nos acarree muy pesadas
-aventuras; pero en cambio hallamos las buenas
-mejores y ya estamos acostumbrados a la inconstancia
-de los tiempos y a las vicisitudes de la fortuna.
-Señor caballero&mdash;prosiguió el fingido ermitaño
-volviéndose a don Alfonso&mdash;, la misma proposición
-os hacemos a vos, que me parece no debéis
-despreciar en el estado en que presumo os halláis,
-porque, además de la precisión de andar siempre
-fugitivo y escondido, tengo para mí que no estáis
-muy sobrado de dinero.» «Así es&mdash;dijo don Alfonso&mdash;,
-y eso es lo que aumenta mi pesadumbre.»
-«¡Ea, pues&mdash;repuso don Rafael&mdash;, buen ánimo! No
-nos separaremos los cuatro; éste es el mejor partido
-que podéis tomar. Nada os faltará en nuestra
-compañía y nosotros sabremos inutilizar todas las
-pesquisas y requisitorias de vuestros enemigos. Hemos
-recorrido toda España y sabemos todos sus
-rincones, bosques, matorrales, sierras quebradas,
-cuevas y escondrijos, abrigos segurísimos contra
-las brutalidades de la justicia.» Agradecióles don
-Alfonso su buena voluntad, y hallándose efectivamente
-sin dinero y sin recurso determinó ir en su
-compañía, y también yo tomé igual partido, por<span class="pagenum"><a name="Page_140" id="Page_140">[140]</a></span>
-no dejar a aquel joven, a quien había cobrado ya
-grande inclinación.</p>
-
-<p>Convinimos, pues, todos cuatro en andar juntos
-y no separarnos. Tratóse entonces sobre si marcharíamos
-en aquel mismo punto o nos detendríamos
-primero a dar un tiento a una bota llena de exquisito
-vino que el día anterior había traído de
-Cuenca el hermano Antonio; pero don Rafael, como
-más experimentado, fué de parecer que ante todas
-cosas se debía pensar en ponernos a salvo, y que
-así, era de sentir que caminásemos toda la noche
-para llegar a un bosque muy espeso que había entre
-Villar del Saz y Almodóvar, donde haríamos
-alto y, libres de toda zozobra, descansaríamos el
-día siguiente. Abrazóse este parecer, y los dos ermitaños
-acomodaron su ropa y demás provisiones
-en dos envoltorios, y equilibrando el peso lo mejor
-que pudieron los cargaron en el caballo de don
-Alfonso.</p>
-
-<p>Anduvimos toda la noche, y cuando estábamos
-ya muy rendidos del cansancio, al despuntar el
-día descubrimos el bosque adonde se encaminaban
-nuestros pasos. La vista del puerto alegra y
-da vigor a los marineros fatigados de una larga
-navegación; cobramos ánimo y llegamos por fin al
-fin de nuestra carrera antes de salir el Sol. Penetramos
-hasta lo interior del bosque, donde, haciendo
-alto en un delicioso sitio, nos echamos sobre la
-verde hierba de un espacioso prado rodeado de
-corpulentas encinas, cuyas frondosas ramas, entretejiéndose
-unas con otras, negaban la entrada a<span class="pagenum"><a name="Page_141" id="Page_141">[141]</a></span>
-los rayos del Sol. Descargamos el caballo, quitámosle
-la brida y echámosle a pacer por el prado.
-Sentámonos, sacamos de las alforjas del hermano
-Antonio algunos zoquetes de pan, muchos pedazos
-de carne asada, y como unos perros hambrientos
-nos abalanzamos a ellos, compitiendo unos con
-otros en la presteza y en la gana de comer. Con todo
-eso, obligábamos al hambre a que aguardase un
-poco, por los frecuentes abrazos que dábamos a la
-bota, que en movimiento poco menos que continuo
-estaba casi siempre en el aire, pasando de unas
-manos a otras.</p>
-
-<p>Acabado el almuerzo, dijo don Rafael a don Alfonso:
-«Caballero, a vista de la confianza que usted
-me ha hecho, justo será también que yo cuente la
-historia de mi vida con la misma sinceridad.» «Gran
-gusto me daréis en eso», respondió el joven. «Y a
-mí, grandísimo&mdash;añadí yo&mdash;, porque tengo ansia
-de saber vuestras aventuras, que no dudo serán
-dignas de oírse.» «¡Y como que lo son!&mdash;replicó
-don Rafael&mdash;. Lo han sido tanto, que pienso algún
-día escribirlas. Con esta obra hago ánimo de divertir
-mi vejez, porque en el día todavía soy mozo
-y quiero añadir materiales para aumentar el volumen.
-Pero ahora estamos fatigados; recuperémonos
-con algunas horas de sueño. Mientras dormimos
-los tres, Ambrosio velará y hará centinela
-para evitar toda sorpresa, que después dormirá él
-y nosotros estaremos de escucha, pues aunque
-pienso que aquí nos hallamos con toda seguridad,
-nunca sobra la precaución.» Dicho esto, se tendió<span class="pagenum"><a name="Page_142" id="Page_142">[142]</a></span>
-a la larga sobre la hierba; don Alfonso hizo lo mismo;
-yo imité a los dos y Lamela comenzó a hacernos
-la guardia.</p>
-
-<p>El pobre don Alfonso, en vez de dormir, no hizo
-mas que pensar en sus desgracias. Por lo que toca
-a don Rafael, se quedó dormido inmediatamente;
-pero despertó dentro de una hora, y viéndonos
-dispuestos a oírle dijo a Lamela: «Amigo Ambrosio,
-ahora puedes tú ir a descansar.» «¡No, no!&mdash;respondió
-Lamela&mdash;. Ninguna gana tengo de dormir;
-y aunque sé ya todos los sucesos de vuestra
-vida, son tan instructivos para las personas de
-nuestra profesión, que tendré especial gusto en oírlos
-contar otra vez.» Así, pues, comenzó don Rafael
-la historia de su vida en los términos siguientes:</p>
-<hr class="chap" />
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_143" id="Page_143"></a></span></p>
-
-
-<h2>LIBRO QUINTO</h2>
-
-<h3 id="V_I">CAPITULO PRIMERO</h3>
-
-<p class="i2 center">Historia de don Rafael.</p>
-
-
-<p class="p2">«Soy hijo de una comedianta de Madrid, famosa
-por su habilidad, pero mucho más por sus célebres
-aventuras. Llamábase Lucinda. En cuanto a mi
-padre, no puedo sin temeridad asegurar quién fuese.
-Podía muy bien decir quién era el sujeto de
-distinción que cortejaba a mi madre al tiempo que
-yo nací; pero esta época no es prueba convincente
-de que yo le debiese el ser. Las personas de la
-clase de mi madre son, por lo común, tan poco de
-fiar en este punto, que cuando se muestran más
-inclinadas a un señor le tienen ya prevenido algún
-substituto por su dinero.</p>
-
-<p>»No hay cosa como no hacer aprecio de lo que
-digan malas lenguas. Mi madre, en vez de darme
-a criar donde ninguno me conociese, sin hacer misterio
-alguno me cogía de la mano y me llevaba
-al teatro muy francamente, no dándosele un pito
-de lo mucho que se hablaba de ella ni de las falsas
-risitas que causaba sólo el verme. En fin, yo<span class="pagenum"><a name="Page_144" id="Page_144">[144]</a></span>
-era su ídolo y la diversión de cuantos venían a
-casa, los cuales no se cansaban de hacerme mil
-fiestas. No parecía sino que en todos ellos hablaba
-la sangre a favor mío.</p>
-
-<p>»Dejáronme pasar los doce primeros años de mi
-vida en todo género de frívolos pasatiempos. Apenas
-me enseñaron a leer y escribir, y mucho menos
-la doctrina cristiana. Solamente aprendí a cantar,
-bailar y tocar un poco la guitarra. A esto se
-reducía todo mi saber cuando el marqués de Leganés
-me pidió para que estuviese en compañía
-de un hijo suyo único, poco más o menos de mi
-edad. Consintió en ello Lucinda con mucho gusto,
-y entonces fué el tiempo en que comencé a ocuparme
-en alguna cosa seria. El tal caballerito estaba
-tan adelantado como yo, y, fuera de eso, no
-parecía haber nacido para las ciencias. Apenas conocía
-una letra del abecedario, sin embargo que
-hacía quince meses que tenía para esto un preceptor.
-Los demás maestros sacaban el mismo partido
-de sus lecciones, de modo que a todos les tenía
-apurada la paciencia. Es verdad que a ninguno le
-era lícito castigarle; antes bien, a todos les estaba
-mandado expresamente le enseñasen sin mortificarle,
-orden que, unida a la mala disposición del
-señorito para el estudio, hacía inútil la enseñanza
-que se le daba.</p>
-
-<p>»Pero al maestro de leer le ocurrió un bello medio
-para meter miedo al discípulo sin contravenir
-a la orden de su padre. Este medio fué azotarme
-a mí siempre que aquél lo merecía. No me gustó<span class="pagenum"><a name="Page_145" id="Page_145">[145]</a></span>
-el tal arbitrio, y así, me escapé y fuí a quejarme a
-mi madre de una cosa tan injusta; pero ella, aunque
-me quería mucho, tuvo valor para resistir a
-mis lágrimas, y considerando lo decoroso y ventajoso
-que era para su hijo el estar en casa de un
-marqués, me volvió a ella inmediatamente; y héteme
-aquí otra vez en poder del preceptor. Como
-éste había observado que su invención había producido
-buen efecto, prosiguió azotándome en lugar
-de hacerlo al señorito, y para que el castigo
-hiciese más impresión en él me sacudía de firme,
-de modo que estaba seguro de pagar diariamente
-por el joven Leganés, pudiendo yo decir con toda
-verdad que ninguna letra del alfabeto aprendió el
-hijo del marqués que no me costase a mí cien azotes.
-Echen ustedes la cuenta del número a que ascenderían
-éstos.</p>
-
-<p>»No eran solamente los azotes lo que tenía que
-aguantar en aquella casa. Como toda la gente de
-ella me conocía, los criados inferiores, hasta los
-mismos maritornes, me echaban en cara a cada
-paso mi nacimiento. Esto llegó a aburrirme tanto
-que un día huí, después de haber tenido maña
-para robar al preceptor todo el dinero que tenía,
-el cual podía ser como unos ciento y cincuenta
-ducados. Tal fué la venganza que tomé de las injustas
-y crueles zurras con que su merced me había
-favorecido, y creo que no podía tomar otra que
-le fuera más sensible. Este juego de manos lo supe
-hacer con tanto primor y sutileza, que, aunque fué
-mi primer ensayo, dejé burladas cuantas pesqui<span class="pagenum"><a name="Page_146" id="Page_146">[146]</a></span>sas
-se hicieron en dos días para saber quién había
-sido el raterillo. Salí de Madrid y llegué a Toledo
-sin que ninguno fuese en mi seguimiento.</p>
-
-<p>»Entraba entonces en mis quince años. ¡Gran
-gusto es hallarse un hombre en aquella edad con
-dinero, sin sujeción a nadie y dueño de sí mismo!
-Hice presto conocimiento con dos mozuelos, que
-me hicieron listo y ayudaron a comer mis cien
-ducados. Juntéme también con ciertos caballeros
-de la garra, los cuales cultivaron tan felizmente
-mis buenas disposiciones naturales, que en poco
-tiempo llegué a ser uno de los más ricos caballeros
-de su orden.</p>
-
-<p>»Al cabo de cinco años se me puso en la cabeza
-el viajar y ver tierras. Dejé a mis cofrades, y queriendo
-dar principio a mis caravanas por Extremadura,
-me dirigí a Alcántara; pero antes de entrar
-en el pueblo hallé una bellísima ocasión de
-ejercitar mis talentos y no la dejé escapar. Como
-caminaba a pie y cargado con mi mochila, que no
-pesaba poco, me sentaba a ratos a descansar a la
-sombra de los árboles que estaban a orillas del camino.
-Una de estas veces me encontré con dos
-mozos, ambos hijos de gente de forma, los cuales
-estaban en alegre conversación, al fresco, en un
-verde prado. Saludélos con mucha cortesía, lo que
-me pareció no haberles desagradado, y con esto
-entablamos luego conversación. El de más edad
-no llegaba a quince años, y ambos eran muy sencillos.
-«Señor caminante&mdash;me dijo el más joven&mdash;,
-nosotros somos hijos de dos ricos ciudadanos de<span class="pagenum"><a name="Page_147" id="Page_147">[147]</a></span>
-Plasencia; nos entró un gran deseo de ver el reino
-de Portugal, y para contentarlo cada uno hurtó
-cien doblones a su padre. Caminamos a pie para
-que nos dure más el dinero y podamos así ver más
-provincias. ¿Qué le parece a usted?» «Si yo tuviera
-tanta plata&mdash;les respondí&mdash;, ¡Dios sabe a dónde
-iría a dar conmigo! Recorrería con él las cuatro
-partes del mundo. ¡Adónde vamos a parar! ¡Doscientos
-doblones! Es una suma de que nunca se
-verá el fin. Si lo tenéis a bien, hijos míos&mdash;añadí&mdash;,
-yo os acompañaré hasta la villa de Almoharín,
-adonde voy a recibir la herencia de un tío
-mío, que murió después de haber vivido allí el espacio
-de veinte años.» Respondiéronme los dos
-mozos que tendrían el mayor gusto en ir en mi
-compañía. Con esto, después de haber descansado
-un poco todos tres, marchamos todos juntos a Alcántara,
-donde entramos mucho antes de anochecer.</p>
-
-<p>»Alojámonos todos en un mesón, pedimos un
-cuarto y nos dieron uno donde había un armario
-que se cerraba con llave. Dijimos que se nos dispusiese
-de cenar, y mientras, propuse a mis compañeritos
-si gustaban que saliésemos a dar una
-vuelta por el pueblo. Agradóles mucho la proposición.
-Guardamos nuestros hatillos en el armario,
-cerrámoslo y uno de los dos jóvenes guardó la
-llave en la faltriquera. Salimos del mesón, fuimos
-a ver algunas iglesias, y estando en la principal,
-fingí de pronto que me había ocurrido un negocio
-de importancia, y así, dije: «Queridos, ahora me<span class="pagenum"><a name="Page_148" id="Page_148">[148]</a></span>
-acuerdo de que un amigo de Toledo me encargó
-dijese de su parte dos palabras a un mercader que
-vive cerca de esta iglesia; esperadme aquí, que voy
-y vuelvo en un momento.» Diciendo esto, me aparté
-de ellos. Vuelvo a la posada, voime derecho al
-armario, quebranto la cerradura, registro sus mochilas
-y encuentro sus doblones. ¡Pobres niños!
-Robéselos todos, sin dejarles siquiera uno para pagar
-el piso de la posada. Hecho esto, salí prontamente
-del pueblo y tomé el camino de Mérida, sin
-darme cuidado de lo que dirían ni harían las inocentes
-criaturas.</p>
-
-<p>»Púsome este lance en estado de poder caminar
-con más comodidad. Aunque tenía pocos años, me
-sentía capaz de portarme con juicio, y puedo decir
-que estaba suficientemente adelantado para
-aquella edad. Determiné comprar una mula, como
-lo hice efectivamente en el primer lugar donde la
-encontré. Convertí la mochila en una maleta y
-empecé a hacerme algo más el hombre de importancia.
-A la tercera jornada encontré en el camino
-a un hombre que iba cantando vísperas a grandes
-voces. Desde luego conocí que era algún sochantre.
-«¡Animo&mdash;le dije&mdash;, señor bachiller, y vaya
-usted adelante, que lo canta de pasmo.» «Caballero&mdash;me
-respondió&mdash;, soy cantor de una iglesia y
-quiero ejercitar la voz.»</p>
-
-<p>»De esta manera entramos en conversación, y
-no tardé en conocer que me hallaba con un hombre
-muy divertido y agudo. Tendría como de veinticuatro
-a veinticinco años, y como él iba a pie y<span class="pagenum"><a name="Page_149" id="Page_149">[149]</a></span>
-yo a caballo, de propósito refrenaba la mula para
-ir a su paso, por el gusto de oírle. Hablamos, entre
-otras cosas, de Toledo. «Tengo bien conocida aquella
-ciudad&mdash;me dijo el cantor&mdash;; he estado en ella
-muchos años y tengo allí algunos amigos.» «¿Y en
-qué calle vivía usted?», le interrumpí. «En la calle
-Nueva&mdash;respondió&mdash;, donde vivía con don Vicente
-de Buenagarra y don Matías del Cordel y otros dos
-o tres honrados caballeros. Habitábamos y comíamos
-juntos y lo pasábamos alegremente.» Sorprendíme
-al oírle estas palabras, porque los sujetos
-que citaba eran los mismos <i>caballeros de la garra</i>
-que en Toledo me habían recibido en su nobilísima
-orden. «Señor cantor&mdash;exclamé entonces&mdash;,
-esos ilustrísimos señores son muy conocidos míos,
-porque vivimos juntos en la misma calle Nueva.»
-«¡Ya os entiendo!&mdash;me respondió sonriéndose&mdash;. Eso
-es decir que entrasteis en la orden tres años después
-que yo salí de ella.» «Dejé la compañía de
-aquellos caballeros&mdash;proseguí&mdash;porque se me puso
-en la cabeza el viajar y ver mundo. Pienso andar
-toda España, y sin duda valdré más cuando tenga
-más experiencia.» «¡Acertado pensamiento!&mdash;dijo el
-cantor&mdash;. Para perfeccionar el ingenio y los talentos
-no hay mejor escuela que la de viajar. Por la
-misma razón dejé yo a Toledo, aunque nada me
-faltaba en aquella ciudad. ¡Gracias a Dios, que me
-ha dado a conocer a un caballero de mi orden cuando
-menos lo pensaba! Unámonos los dos, caminemos
-juntos, hagamos una liga ofensiva y defensiva
-contra el bolsillo del prójimo y aprovechemos<span class="pagenum"><a name="Page_150" id="Page_150">[150]</a></span>
-todas las ocasiones que se ofrezcan de mostrar nuestra
-habilidad.»</p>
-
-<p>»Díjome esto con tanta franqueza y gracia, que
-desde luego acepté la proposición. En el mismo
-punto granjeó toda mi confianza, y yo la suya.
-Abrímonos recíprocamente el pecho; contóme su
-historia y yo le dije mis aventuras. Confióme que
-venía de Portalegre, de donde le había hecho salir
-cierto lance malogrado por un contratiempo, obligándole
-a ponerse en salvo precipitadamente bajo
-el traje de sopista en que le veía. Luego que me
-informó de todos sus asuntos, determinamos dirigirnos
-a Mérida, a probar fortuna y ver si podíamos
-dar allí un golpe maestro, y después marchar
-a otra parte. Desde aquel instante se hicieron comunes
-nuestros bienes. Es verdad que Morales&mdash;así
-se llamaba mi nuevo compañero&mdash;no se hallaba
-en muy brillante situación. Todo su haber consistía
-en cinco o seis ducados y en alguna ropa que
-llevaba en la mochila; pero si yo estaba mucho
-mejor que él en dinero, en recompensa, él estaba
-mucho más adelantado que yo en el arte de engañar
-a los hombres. Montábamos los dos alternativamente
-en la mula, y de esta manera llegamos
-en fin a Mérida.</p>
-
-<p>»Apeámonos en un mesón del arrabal. Morales
-se puso otro vestido que sacó de su mochila, y
-fuimos a andar por la ciudad para descubrir terreno
-y ver si se nos presentaba algún buen lance.
-Considerábamos muy atentamente cuantos objetos
-se ofrecían a nuestra vista. Nos parecíamos,<span class="pagenum"><a name="Page_151" id="Page_151">[151]</a></span>
-como hubiera dicho Homero, a dos milanos que
-desde lo más alto de las nubes tienen fijos los ojos
-en la tierra, acechando todos los rincones por ver
-si atisban algunos polluelos para lanzarse sobre
-ellos. Estábamos, en fin, esperando a que la casualidad
-nos trajese a la mano alguna ocasión de ejercitar
-nuestra habilidad, cuando vimos en la calle
-un caballero, bastante canoso, el cual, firme con
-la espada en la mano, se defendía contra tres que
-le llevaban a mal traer. Chocóme infinito la desigualdad
-del combate, y como soy naturalmente
-espadachín, acudí corriendo con mi espada a ponerme
-al lado del caballero, cuyo ejemplo imitó
-Morales, y en breve tiempo pusimos en vergonzosa
-fuga a los tres enemigos que tan villanamente
-le habían acometido.</p>
-
-<p>»Diónos el anciano un millón de gracias. Respondímosle
-cortésmente que habíamos celebrado en
-extremo la dichosa casualidad que tan oportunamente
-nos había proporcionado aquella ocasión de
-servirle, y le suplicamos nos confiase el motivo
-que habían tenido aquellos hombres para querer
-asesinarle. «Señores&mdash;nos respondió&mdash;, estoy muy
-agradecido a vuestra generosa acción y no puedo
-negarme a satisfacer vuestra curiosidad. Yo me
-llamo Jerónimo Miajadas; soy vecino de esta ciudad,
-donde vivo de mi hacienda. Uno de los tres
-asesinos de que ustedes me han librado está enamorado
-de mi hija y me la pidió por medio de otro
-sujeto, y porque no le di mi consentimiento vino
-a vengarse de mí con espada en mano.» «¿Y se po<span class="pagenum"><a name="Page_152" id="Page_152">[152]</a></span>drá
-saber&mdash;le repliqué yo&mdash;por qué razón negó usted
-su hija al tal caballero?» «Vóisela a decir a usted&mdash;me
-respondió&mdash;. Tenía yo un hermano, comerciante
-en esta ciudad, llamado Agustín, que
-hace dos meses estaba en Calatrava, alojado en
-casa de Juan Vélez de la Membrilla, su corresponsal.
-Eran los dos íntimos amigos; pidióle Juan Vélez
-mi única hija, Florentina, para su hijo, con el
-fin de estrechar más y más la unión e intereses de
-las dos familias. Prometiósela mi hermano, no dudando,
-por el cariño que nos teníamos los dos, que
-yo ratificaría su promesa. Así lo hice, porque apenas
-volvió Agustín a Mérida y me propuso esta
-boda, cuando consentí en ella por darle gusto y
-no desairar su palabra. Envió el retrato de Florentina
-a Calatrava; pero el pobre no pudo ver el fin
-de su negociación porque se lo llevó Dios tres semanas
-ha. Poco antes de morir me pidió encarecidamente
-que no casase a mi hija con otro que con
-el hijo de su corresponsal. Ofrecíselo así, y éste es
-el motivo por que se la negué al caballero que acaba
-de acometerme, aunque era un partido muy ventajoso
-para mi casa. Yo soy esclavo de mi palabra;
-por instantes estoy esperando al hijo de Juan Vélez
-de la Membrilla para que sea yerno mío, aunque
-jamás le he visto a él ni a su padre. Perdonen
-ustedes si les he cansado con relación tan prolija,
-lo que no hubiera hecho a no haber querido ustedes
-mismos saberla.»</p>
-
-<p>»Escuchéle con la mayor atención, y adoptando
-el extraño pensamiento que de repente me ocurrió<span class="pagenum"><a name="Page_153" id="Page_153">[153]</a></span>,
-afectó quedar del todo asombrado. Alcé los ojos
-al cielo, y volviéndome hacia el buen viejo le dije
-en tono patético: «¿Es posible, señor Jerónimo Miajadas,
-que al momento de entrar yo en Mérida
-haya tenido la fortuna de salvar la vida a mi venerado
-suegro?» Estas palabras causaron en el viejo
-grande admiración, y no fué menor la que produjeron
-en Morales, el cual, en el modo de mirarme,
-me dió a entender que yo le parecía un gran tunante.
-«¿Qué es lo que me dices?&mdash;respondió lleno
-de gozo el aturdido viejo&mdash;. ¿Es posible que tú
-seas el hijo del corresponsal de mi hermano?» «¡Sí,
-señor!», le respondí con desembarazo; y abrazándole
-estrechamente proseguí diciéndole: «¡Sí, señor,
-yo soy el dichoso mortal para quien está destinada
-la amable Florentina! Pero antes de manifestaros
-el gozo que me causa la honra de enlazarme
-con vuestra ilustre familia, dadme licencia para
-que desahogue el sentimiento que renueva en mí la
-dulce memoria del señor Agustín, vuestro hermano;
-sería yo el hombre más ingrato del mundo si
-no llorase amargamente la muerte de aquel a quien
-siempre me confesaré deudor de la mayor felicidad
-de mi vida.» Dicho esto, volví a dar un abrazo al
-buen Jerónimo, saqué el pañuelo e hice como que
-me enjugaba las lágrimas. Morales, que desde luego
-conoció lo mucho que nos podía valer aquel
-embuste, quiso también ayudarme por su parte.
-Fingióse criado mío y comenzó a dar muestras de
-mayor sentimiento que el que yo había mostrado
-por la muerte del señor Agustín, diciendo muy las<span class="pagenum"><a name="Page_154" id="Page_154">[154]</a></span>timado:
-«¡Ah, señor Jerónimo, y qué pérdida ha
-hecho usted perdiendo a su querido hermano! ¡Era
-un hombre muy de bien; el fénix de los comerciantes;
-un mercader desinteresado; un mercader
-de buena fe; un mercader de aquellos que no se
-ven hoy!»</p>
-
-<p>»Tratábamos con un hombre tan sencillo como
-crédulo, que, lejos de sospechar que le engañábamos,
-él mismo nos ayudaba a llevar adelante nuestro
-enredo. «Y bien&mdash;me preguntó&mdash;, ¿y por qué
-no viniste derechamente a apearte a mi casa? ¿A
-qué fin irte a meter en un mesón? Entre nosotros
-ya están de más los cumplimientos.» «Señor&mdash;respondió
-Morales, tomando la palabra por mí&mdash;, mi
-amo es algo ceremonioso; tiene ese defecto, y me
-disculpará que yo se lo afee; fuera de que en cierta
-manera es disculpable en no haberse atrevido
-a presentarse en vuestra casa en el traje en que
-le veis. Nos han robado en el camino, y los ladrones
-nos dejaron despojados de toda la ropa.» «Dice
-la verdad este mozo, señor de Miajadas&mdash;le interrumpí
-yo&mdash;; ése es el motivo por que no me fuí en
-derechura a vuestra casa. Tenía vergüenza de presentarme
-en tan pobre equipaje ante una señorita
-a quien jamás había visto, y para hacerlo con la
-decencia que era razón estaba esperando la vuelta
-de un criado que he despachado a Calatrava.» «¡No
-admito la excusa!&mdash;repuso el viejo&mdash;. Ese accidente
-no debió detenerte para servirte de mi casa, y
-desde aquí mismo quiero que vayas a ser dueño
-de ella.»</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_155" id="Page_155">[155]</a></span></p>
-
-<p>»Diciendo esto, él mismo me cogió de la mano
-para guiarme, y por el camino fuimos hablando
-del robo; y dije que todo ello me importaba un
-bledo y que sólo había sentido me quitasen el retrato
-de mi amada señorita Florentina. Respondióme
-el señor Jerónimo, sonriéndose, que presto me
-consolaría de esta pérdida, porque el original valía
-más que la copia. Con efecto, luego que llegamos
-a su casa hizo llamar a la hija, que sólo contaba
-diez y seis años y podía pasar por una persona
-perfecta. «Aquí tenéis&mdash;me dijo&mdash;a la persona que
-os prometió su tío, mi difunto hermano.» «¡Ah, señor!&mdash;exclamé
-yo entonces en aire de apasionado&mdash;.
-¡No hay necesidad de decirme que es la amable
-señorita Florentina! ¡Sus hechiceras facciones están
-grabadas en mi memoria y mucho más en mi
-amante corazón! Si el retrato que perdí, y era
-sólo un bosquejo de sus más que humanas perfecciones,
-supo encender mil hogueras en mi enamorado
-pecho, ¡figuraos lo que ahora pasará dentro
-de mí teniendo a la vista el original!» «Señor&mdash;me
-dijo Florentina&mdash;, son demasiado lisonjeras vuestras
-expresiones y no soy tan vana que crea merecerlas.»
-«¡No hagas caso de lo que dice mi hija&mdash;le
-interrumpió su padre&mdash;y vé adelante con esos bellos
-cumplimientos!» Diciendo esto, me dejó solo
-con su hija, y asiendo de la mano a Morales, se
-fué a otro cuarto con él y le dijo: «¿Conque al fin
-os robaron toda vuestra ropa? Y con ella es cosa
-muy natural que también se llevasen todo vuestro
-dinero, que es por donde siempre empiezan.»<span class="pagenum"><a name="Page_156" id="Page_156">[156]</a></span>
-«Sí, señor&mdash;respondió mi camarada&mdash;. Asaltónos
-una cuadrilla de bandoleros junto a Castilblancov
-y no nos dejó mas que el vestido que traemos a
-cuestas; pero estamos esperando por momentos letras
-de cambio para equiparnos con la decencia
-que es razón.» «Entre tanto que vienen esas letras&mdash;replicó
-el anciano sacando un bolsillo y alargándoselo&mdash;,
-ahí van esos cien doblones, de que podréis
-disponer.» «¡Jesús, señor!&mdash;replicó Morales&mdash;.
-Perdóneme su merced, que yo no lo puedo recibir,
-porque estoy cierto que me regañará mi amo y
-quizá me despedirá. ¡Santo Dios! ¡Todavía no le
-conoce usted bien! Es delicadísimo en esta materia.
-Nunca fué de aquellos hijos de familia que están
-prontos a tomar de todas manos; no le gusta,
-a pesar de sus pocos años, contraer deudas, y antes
-pedirá limosna que tomar prestado ni un solo
-maravedí.» «¡Tanto mejor!&mdash;dijo el buen hombre&mdash;.
-¡Ahora le estimo mucho más! Yo no puedo llevar
-con paciencia que los hijos de gente honrada contraigan
-deudas; eso se deja para los caballeros, los
-cuales están ya en antigua posesión de contraerlas.
-Por tanto, yo no quiero estrechar a tu amo, y
-si le desazona el que le ofrezcan dinero, no se hable
-más del asunto.» Diciendo esto, quiso volver a meter
-en la faltriquera el bolsillo; pero deteniéndole
-el brazo mi compañero, le dijo: «Tenga usted, señor,
-que ahora mismo me ocurre un pensamiento.
-Es cierto que mi amo tiene una grandísima repugnancia
-a tomar dinero ajeno, pero no desconfío de
-hacerle admitir vuestros cien doblones; todo quie<span class="pagenum"><a name="Page_157" id="Page_157">[157]</a></span>re
-maña. Una cosa es pedir dinero prestado a los
-extraños y otra es recibirle cuando voluntariamente
-se lo ofrece uno de la familia y sabe muy bien pedir
-dinero a su padre cuando lo ha menester. Es
-un mozo que, como usted ve, sabe distinguir de
-personas, y hoy considera a su merced como a su
-segundo padre.»</p>
-
-<p>»Con estas y otras semejantes razones se dió por
-convencido el buen viejo, alargó el bolsillo a Morales
-y volvió a donde estábamos su hija y yo, haciéndonos
-cumplimientos, con lo que interrumpió
-nuestra conversación. Informó a su hija de lo muy
-obligado que me estaba, y sobre esto se desahogó
-en expresiones que me hicieron no dudar de su
-gran reconocimiento. No malogré tan favorable
-ocasión y le dije que la mayor prueba de agradecimiento
-que podía darme era el acelerar mi unión
-con su hija. Rindióse con el mayor agrado a mi
-impaciencia y me empeñó su palabra de que, a
-más tardar, dentro de tres días sería esposo de
-Florentina; y aun añadió que, en lugar de los seis
-mil ducados que había ofrecido por su dote, daría
-diez mil, para manifestarme lo agradecido que estaba
-al servicio que le había hecho.</p>
-
-<p>»Estábamos Morales y yo bien regalados en casa
-del buen Jerónimo Miajadas, viviendo alegrísimos
-con la próxima esperanza de embolsarnos no menos
-que diez mil ducados y con ánimo resuelto de
-retirarnos prontamente de Mérida con ellos. Turbaba,
-sin embargo, algún tanto esta alegría el recelo
-de que dentro de aquellos tres días podía parecer<span class="pagenum"><a name="Page_158" id="Page_158">[158]</a></span>
-el verdadero hijo de Juan Vélez de la Membrilla
-y dar en tierra con nuestra soñada felicidad. El
-resultado acreditó que no era mal fundado nuestro
-temor.</p>
-
-<p>»Llegó al día siguiente a casa del padre de Florentina
-una especie de aldeano que traía una maleta.
-No me hallaba yo en casa a la sazón, pero estaba
-en ella Morales. «Señor&mdash;dijo el hombre al
-buen viejo&mdash;, soy criado del caballero de Calatrava
-que ha de ser vuestro yerno; quiero decir, del señor
-Pedro de la Membrilla. Acabamos ahora de llegar
-los dos, y él estará aquí dentro de un momento;
-yo me he adelantado para avisárselo a su merced.»
-Apenas acabó de decir esto, cuando llegó su amo,
-lo que sorprendió mucho al viejo y turbó algo a
-Morales.</p>
-
-<p>»Este señor novio, que era un mozo airoso y de
-los más bien formados, dirigió la palabra al padre
-de Florentina; pero el buen señor no le dejó acabar
-su salutación. Antes, volviéndose a mi compañero,
-le dijo: «Y bien, ¿qué quiere decir esto?»
-Entonces Morales, a quien ninguna persona del
-mundo aventajaba en descaro, tomando un aire
-desembarazado, respondió prontamente al viejo:
-«Señor, esto quiere decir que esos dos hombres son
-de la cuadrilla de los ladrones que nos robaron en
-el camino real. Conózcolos a entrambos bien, pero
-particularmente al que tiene atrevimiento para fingirse
-hijo del señor Juan Vélez de la Membrilla.»
-El viejo creyó sin dudar a Morales, y persuadido
-de que los dos forasteros eran unos bribones, les<span class="pagenum"><a name="Page_159" id="Page_159">[159]</a></span>
-dijo: «Señores, ustedes ya llegan muy tarde, porque
-hay quien se ha anticipado; el señor Pedro de
-la Membrilla está hospedado en mi casa desde
-ayer.» «¡Mire usted lo que dice!&mdash;le replicó el mozo
-de Calatrava&mdash;. ¡Sepa que le engañan y que tiene
-en su casa a un impostor! Mi padre, el señor Juan
-Vélez de la Membrilla, no tiene más hijo que yo.»
-«¡A otro perro con ese hueso!&mdash;respondió el viejo&mdash;.
-¡Yo sé muy bien quién eres tú! ¿No conoces este
-mozo&mdash;señalando a Morales&mdash;, a cuyo amo robaste
-en el camino de Calatrava?» «¡Cómo robar!&mdash;repuso
-Pedro&mdash;. ¡A no estar en vuestra casa, le cortaría
-las orejas a ese desvergonzado, que tiene la
-insolencia de tratarme de ladrón! ¡Agradézcalo a
-vuestra presencia, cuyo respeto reprime mi justa
-ira! Señor&mdash;continuó él&mdash;, vuelvo a deciros que os
-engañan; yo soy el mozo a quien el señor Agustín,
-su hermano, prometió la hija de usted. ¿Quiere
-que le enseñe todas las cartas que él escribió a mi
-padre cuando se trataba este matrimonio? ¿Creerá
-usted al retrato de Florentina, que me envió él
-poco antes de su muerte?» «No&mdash;replicó el viejo&mdash;;
-el retrato no me hará más fuerza que las cartas.
-Estoy bien enterado del modo con que cayó en tus
-manos; y el consejo más caritativo que te puedo
-dar es que cuanto antes salgas de Mérida, para
-librarte del castigo que merecen tus semejantes.»
-«¡Eso es ya demasiado!&mdash;interrumpió el ultrajado
-mozo&mdash;. ¡No aguantaré jamás que me roben impunemente
-mi nombre, ni mucho menos que me
-hagan pasar por salteador de caminos! Conozco a<span class="pagenum"><a name="Page_160" id="Page_160">[160]</a></span>
-varios sujetos de esta ciudad; voy a buscarlos, y
-volveré con ellos a confundir la impostura que tan
-preocupado os tiene contra mí.» Dicho esto, se retiró
-con su criado, y Morales quedó triunfante.
-Esta misma aventura impelió a Jerónimo de Miajadas
-a determinar que se efectuase la boda con
-la mayor brevedad, a cuyo fin salió a hacer las
-diligencias.</p>
-
-<p>»Aunque mi compañero estaba muy alegre viendo
-al padre de Florentina tan favorable a nuestro intento,
-con todo, no las tenía todas consigo. Temía
-las consecuencias de los pasos que juzgaba, con
-razón, no dejaría el señor Pedro de dar, y me esperaba
-con impaciencia para informarme de todo
-lo que pasaba. Encontréle sumamente pensativo,
-y le dije: «¿Qué tienes, amigo? Paréceme que tu
-imaginación está ocupada en grandes cosas.» «¡Y
-como que lo está!&mdash;me respondió; y al mismo tiempo
-me refirió todo lo que había pasado, añadiendo
-al fin&mdash;: Mira ahora si tenía fundamento para estar
-pensativo. Tu temeridad nos ha metido en estos
-atolladeros. No puedo negar que la empresa
-era famosa y te hubiera colmado de gloria como
-saliera bien; pero, según todas las señales, tendrá
-mal fin, y soy de parecer que antes que se descubra
-el enredo pongamos los pies en polvorosa, contentándonos
-con la pluma que hemos arrancado
-del ala de este buen pavo.» «Señor Morales&mdash;le repliqué&mdash;,
-no hay que apresurarnos; usted cede fácilmente
-a las dificultades y hace muy poco honor
-a don Matías del Cordel y a los demás caballeros de<span class="pagenum"><a name="Page_161" id="Page_161">[161]</a></span>
-la orden con quienes ha vivido en Toledo. Quien
-aprendió en la escuela de tan insignes maestros
-no debe entrar en cuidado con tanta facilidad. Yo,
-que quiero seguir las huellas de estos héroes y
-acreditar que soy digno discípulo de su escuela,
-hago frente a ese obstáculo que tanto te espanta
-y me obligo a desvanecerle.» «Si lo consigues&mdash;repuso
-mi camarada&mdash;, desde luego declararé que
-superas a todos los barones ilustres de Plutarco.»</p>
-
-<p>»Al acabar de hablar Morales entró Jerónimo de
-Miajadas y me dijo: «Acabo de disponerlo todo
-para tu boda; esta noche serás ya yerno mío. Tu
-criado te habrá contado lo sucedido. ¿Qué me dices
-de la infamia de aquel bribón que me quería
-embocar que era hijo del corresponsal de mi hermano?»
-Estaba Morales cuidadoso de saber cómo
-saldría yo de este aprieto, y no quedó poco sorprendido
-de oírme cuando, mirando tristemente a
-Miajadas, le respondí con la mayor sinceridad: «Señor,
-de mí dependería manteneros en vuestro error
-y aprovecharme de él. Pero conozco que no he
-nacido para sostener una mentira, y así, quiero
-hablaros con toda verdad. Confieso que no soy hijo
-de Juan Vélez de la Membrilla.» «¡Qué es lo que
-oigo!&mdash;interrumpió precipitadamente el viejo entre
-colérico y sorprendido&mdash;. Pues qué, ¿no sois
-vos el mozo a quien mi hermano?...» «Sosiéguese
-usted, señor&mdash;le interrumpí yo también&mdash;, y ya
-que empecé una narración fiel y sincera, sírvase
-oírme con paciencia hasta concluirla. Ocho días
-ha que amo ciegamente a vuestra hija y su amor<span class="pagenum"><a name="Page_162" id="Page_162">[162]</a></span>
-es el que me ha detenido en Mérida. Ayer, después
-que acudí a vuestra defensa, pensaba pedírosla por
-esposa, pero me tapasteis la boca con decirme que
-estaba ya prometida a otro. Al mismo tiempo, me
-dijisteis que al morir vuestro hermano os había
-encargado eficazmente que la casaseis con Pedro
-de la Membrilla, que así se lo ofrecisteis y que, en
-fin, erais esclavo de vuestra palabra. Consternado
-de oíros, y reducido mi amor a la desesperación,
-me inspiró la estratagema de que me he valido.
-Os diré, sin embargo, que mil veces me he avergonzado
-en mi interior de esta cautela; pero me
-persuadí de que vos mismo me la perdonaríais luego
-que llegaseis a saber que soy un príncipe italiano
-que viajo <i>incógnito</i>. Mi padre es soberano de
-ciertos valles que están entre los suizos, el Milanés
-y la Saboya. Y aun me imaginaba que os sorprendería
-agradablemente cuando os revelase mi nacimiento,
-y desde entonces me recreaba en pensar
-el gozo que causaría a Florentina el saber, después
-de haberme desposado con ella, el fino y discreto
-chasco que le había dado. ¡El Cielo no quiere&mdash;proseguí,
-mudando de tono&mdash;que yo tenga tanto placer!
-Pareció el verdadero Pedro de la Membrilla;
-debo restituirle su nombre, cuésteme lo que me
-costare. Vuestra promesa os obliga a recibirle por
-yerno. Lo siento, sin poder quejarme, pues debéis
-preferirle a mí, sin reparar en mi alta clase ni en
-la cruel situación a que vais a reducirme. No quiero
-representaros que vuestro hermano no era mas
-que tío de Florentina y que vos sois su padre, que<span class="pagenum"><a name="Page_163" id="Page_163">[163]</a></span>
-parece más puesto en razón corresponder a la obligación
-que me tenéis que hacer punto en cumplir
-otra, la cual a la verdad os liga muy levemente.»
-«¿Qué duda tiene eso?&mdash;exclamó el buen Jerónimo
-de Miajadas&mdash;. ¡Es una cosa muy clara! Y así, estoy
-muy lejos de vacilar entre vos y Pedro de la
-Membrilla. Si viviera mi hermano Agustín, él mismo
-desaprobaría que prefiriese el tal Pedro a un
-hombre que me salvó la vida y que, además de
-eso, es un príncipe que quiere honrar mi familia
-con tan no merecida como nunca imaginada alianza.
-¡Sería preciso que yo fuese enemigo de mi fortuna
-o hubiese perdido el juicio para que os negase
-mi hija y no solicitase todo lo posible la más
-pronta ejecución de este matrimonio!» «Con todo
-eso, señor&mdash;repliqué yo&mdash;, no quisiera que usted
-partiese con precipitación. No haga nada sin deliberarlo
-con madurez; atienda sólo a sus intereses
-y sin respeto a la nobleza de mi sangre...» «¡Os burláis
-de mí!&mdash;interrumpió Miajadas&mdash;. ¿Debo vacilar
-un momento? ¡No, príncipe mío, y os ruego
-que desde esta misma noche os dignéis honrar con
-vuestra mano a la dichosa Florentina!» «¡Enhorabuena!&mdash;le
-respondí&mdash;. Id vos mismo a darle esta
-noticia y a informarla de su venturosa suerte.»</p>
-
-<p>»Mientras el buen hombre iba a dar parte a su
-hija de la conquista que había hecho su hermosura,
-no menos que de un gran príncipe, Morales,
-que había estado oyendo toda la conversación, se
-arrodilló de repente delante de mí y me dijo: «¡Señor
-príncipe italiano, hijo del soberano de los va<span class="pagenum"><a name="Page_164" id="Page_164">[164]</a></span>lles
-que están entre los suizos, el Milanés y la Saboya!
-¡Permítame vuestra alteza que me arroje a
-sus pies para darle prueba de mi alegría y de mi
-pasmosa admiración! ¡A fe de bribón que eres un
-prodigio! Teníame yo por el mayor hombre del
-mundo; pero, hablando francamente, arrío bandera
-a vista de tu pabellón, sin embargo de que tienes
-menos experiencia que yo.» «Según eso&mdash;le respondí&mdash;,
-¿ya no tienes miedo?» «¡Cierto que no!&mdash;replicó
-él&mdash;. No temo ya al señor Pedro. ¡Que venga
-ahora su merced cuando quisiere!» Y hétenos aquí
-a Morales y a mí más firmes en nuestros estribos.
-Comenzamos a discurrir sobre el camino que habíamos
-de tomar así que recibiésemos la dote, con la
-cual contábamos con más seguridad que si la tuviéramos
-ya en el bolsillo. Sin embargo, todavía no la
-habíamos pillado, y el fin de la aventura no correspondió
-muy bien a nuestra confianza.</p>
-
-<p>»Poco tiempo después vimos venir al mocito de
-Calatrava. Acompañábanle dos vecinos y un alguacil,
-tan respetable por sus bigotes y su tez amulatada
-como por su empleo. Estaba con nosotros el
-padre de Florentina. «Señor Miajadas&mdash;le dijo el
-tal mozo&mdash;, aquí os traigo a estos tres hombres de
-bien, que me conocen y pueden decir quién soy.»
-«Sí por cierto&mdash;dijo el alguacil&mdash;; y declaro ante
-quien convenga cómo yo te conozco muy bien; te
-llamas Pedro y eres hijo único de Juan Vélez de
-la Membrilla. ¡Cualquiera que se atreva a decir lo
-contrario es un solemnísimo embustero!» «Señor alguacil&mdash;dijo
-entonces el buen Jerónimo Miajadas&mdash;,<span class="pagenum"><a name="Page_165" id="Page_165">[165]</a></span>
-yo le creo a usted; para mí es tan sagrado vuestro
-testimonio como el de los señores mercaderes que
-vienen en vuestra compañía. Estoy del todo convencido
-de que este caballerito que los ha conducido
-a mi casa es hijo del corresponsal de mi difunto
-hermano. Pero ¿qué me importa? He mudado de
-dictamen y ya no pienso darle mi hija.» «¡Oh, eso
-es otra cosa!&mdash;dijo el alguacil&mdash;. Yo sólo he venido
-a vuestra casa para aseguraros que conocía a este
-hombre. Por lo que toca a vuestra hija, vos sois
-su padre y ninguno os puede obligar a casarla contra
-vuestra voluntad!» «Tampoco pretendo yo&mdash;interrumpió
-Pedro&mdash;forzar la voluntad del señor Miajadas,
-que puede disponer de su hija como tenga
-por conveniente; pero desearía saber por qué razón
-ha variado de parecer. ¿Tiene algún motivo
-para quejarse de mí? ¡Ah, ya que pierdo la dulce
-esperanza de ser su yerno, quisiera tener el consuelo
-de saber que no la perdí por culpa mía!» «No
-tengo la menor queja de vos&mdash;respondió el viejo&mdash;;
-antes bien, os confesaré que siento verme obligado
-a faltar a mi palabra y os pido mil perdones. Vos
-sois tan generoso, que me persuado no llevaréis a
-mal que yo haya preferido a vos un pretendiente
-a quien debo la vida. Este es el caballero que veis
-aquí. Este señor&mdash;prosiguió, señalándome&mdash;es el
-que me salvó de un gran peligro, y para mayor
-disculpa mía debo añadir que es un príncipe italiano
-que, a pesar de la desigualdad de nuestra
-clase, se digna enlazar con Florentina, de la cual
-está enamorado.»</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_166" id="Page_166">[166]</a></span></p>
-
-<p>»Al oír esto, Pedro se quedó mudo y confuso, y
-los dos mercaderes, abriendo tanto ojo, quedaron
-como absortos; pero el alguacil, como acostumbrado
-a mirar las cosas por el mal lado, sospechó que
-detrás de aquella extraordinaria aventura se ocultaba
-algún enredo que le podía valer algunos cuartos.
-Empezó a mirarme con la más escrupulosa
-atención, y como mis facciones, que nunca había
-visto, ayudaban poco a su buena voluntad, se volvió
-a examinar a mi camarada con igual curiosidad.
-Por desgracia de mi alteza, conoció a Morales,
-y acordándose de haberle visto en la cárcel de
-Ciudad Real, «¡Ah! ¡Ah!&mdash;exclamó sin poderse contener&mdash;.
-¡He aquí uno de nuestros parroquianos!
-¡Me acuerdo de este caballero y os le doy por uno
-de los mayores bribones que calienta el sol de España
-en todos sus reinos y señoríos!» «¡Poco a poco,
-señor alguacil&mdash;dijo Jerónimo Miajadas&mdash;, que ese
-pobre mozo, de quien hacéis tan mal retrato, es
-un criado del señor príncipe!» «¡Sea en buen hora!&mdash;respondió&mdash;.
-¡Eso me basta para saber lo que
-debo creer! ¡Por el criado saco yo lo que será el
-amo! ¡No me queda la menor duda de que estos dos
-señores son dos pícaros de marca que se han unido
-para burlarse de vos! Soy muy práctico en conocer
-esta casta de pájaros, y para haceros ver que son
-dos lindas ganzúas, en el mismo punto voy a llevarlos
-a la cárcel. ¡Quiero que se aboquen con el
-señor corregidor para que tengan con él una conversación
-reservada y sepan de la boca de su señoría
-que todavía se usan por acá penques y re<span class="pagenum"><a name="Page_167" id="Page_167">[167]</a></span>benques!»
-«¡Alto ahí, señor ministro!&mdash;replicó el
-viejo&mdash;. ¡No hay que llevar tan adelante el negocio!
-Los del hábito de usted no tienen reparo en
-mortificar a una persona honrada. ¿No podrá ser
-este criado un bribón sin que el amo lo sea? ¿Es
-por ventura cosa nueva ver bribones al servicio
-de los príncipes?» «¡Usted se chancea con sus príncipes!&mdash;repuso
-el alguacil&mdash;. Este mozo, vuelvo a
-decir, es un tunante, y así, desde ahora les intimo
-a los dos que se den <i>presos al rey</i>. Si rehusan ir
-voluntariamente a la cárcel, veinte hombres tengo
-a la puerta que los llevarán por fuerza. ¡Vamos,
-príncipe mío&mdash;me dijo en seguida&mdash;; vamos andando!»</p>
-
-<p>»Al oír estas palabras quedé todo fuera de mí, y
-lo mismo sucedió a Morales; y nuestra turbación
-nos hizo sospechosos a Jerónimo Miajadas, o, por
-mejor decir, nos perdió enteramente en su concepto.
-Bien se persuadió de que habíamos querido engañarle,
-y con todo eso tomó en esta ocasión el
-partido que debe tomar una persona delicada. «Señor
-ministro&mdash;dijo al alguacil&mdash;, vuestras sospechas
-pueden ser falsas y también verdaderas; pero
-sean lo que fueren, no apuremos más la materia.
-Os suplico que no impidáis que estos caballeros
-salgan y se retiren a donde mejor les pareciere. Es
-una gracia que os pido para cumplir con la obligación
-que les debo.» «La mía&mdash;interrumpió el alguacil&mdash;sería
-llevarlos a la cárcel sin atención a vuestros
-ruegos. Sin embargo, por respeto vuestro, quiero
-dispensarme ahora del cumplimiento de mi de<span class="pagenum"><a name="Page_168" id="Page_168">[168]</a></span>ber,
-con la condición de que en este mismo momento
-han de salir de la ciudad. ¡Porque si mañana
-los veo en ella, les aseguro por quien soy que han
-de ver lo que les pasa!»</p>
-
-<p>»Cuando Morales y yo oímos decir que estábamos
-libres, volvimos a respirar. Quisimos hablar con
-resolución y sostener que éramos hombres de honor;
-pero el alguacil, con una mirada de soslayo,
-nos impuso silencio. No sé por qué esta gente tiene
-ascendiente sobre nosotros. Vímonos, pues, precisados
-a ceder Florentina y la dote a Pedro de la
-Membrilla, que verosímilmente pasó a ser yerno
-de Jerónimo de Miajadas.</p>
-
-<p>»Retiréme con mi camarada y tomamos el camino
-de Trujillo, con el consuelo de haber a lo menos
-ganado cien doblones en esta aventura. Una
-hora antes de anochecer pasábamos por una aldea,
-con ánimo de ir a hacer noche más adelante, y
-vimos en ella un mesón de bastante buena apariencia
-para aquel lugar. Estaban el mesonero y
-la mesonera sentados a la puerta, en un poyo. El
-mesonero, hombre alto, seco y ya entrado en días,
-estaba rascando una guitarra para divertir a su
-mujer, que mostraba oírle con gusto. Viendo el
-mesonero que pasábamos de largo, «¡Señores&mdash;nos
-gritó&mdash;, aconsejo a ustedes que hagan alto en este
-lugar! Hay tres leguas mortales a la primera posada,
-y créanme que no lo pasarán tan bien como
-aquí. ¡Entren ustedes en mi casa, que serán bien
-tratados y por poco dinero!» Dejámonos persuadir.
-Acercámonos más al mesonero y a la mesonera,<span class="pagenum"><a name="Page_169" id="Page_169">[169]</a></span>
-saludámoslos, y habiéndonos sentado junto a ellos,
-nos pusimos todos cuatro a hablar de cosas indiferentes.
-El mesonero decía que era cuadrillero de
-la Santa Hermandad, y la mesonera tenía pinta
-de ser una buena pieza que sabía vender bien sus
-agujetas.</p>
-
-<p>»Interrumpió nuestra conversación la llegada de
-doce o quince hombres, montados unos en caballos
-y otros en mulas, seguidos de como unos treinta
-machos de carga. «¡Oh cuántos huéspedes!&mdash;exclamó
-el mesonero&mdash;. ¿Dónde podré yo alojar a
-tanta gente?» En un instante se vió la aldea llena
-de hombres y de caballerías. Había, por fortuna,
-una espaciosa granja cerca del mesón, en la que
-se acomodaron los machos y cargas, y las mulas
-y caballos se repartieron en varias caballerizas del
-mesón y del lugar. Los hombres pensaron menos
-en dónde habían de dormir que en mandar disponer
-una buena cena, la que se ocuparon en hacer
-el mesonero, la mesonera y una criada, dando
-fin de todas las aves del corral. Con esto, y un
-guisado de conejo y de gato y una abundante sopa
-de coles, hecha con carnero, hubo para toda la comitiva.</p>
-
-<p>»Morales y yo mirábamos a aquellos caballeros,
-los cuales también nos miraban a nosotros de cuando
-en cuando. En fin, trabamos conversación y les
-dijimos que si lo tenían a bien cenaríamos en compañía;
-y habiéndonos respondido que tendrían en
-ello particular gusto, nos sentamos todos juntos a
-la mesa. Entre ellos había uno que parecía man<span class="pagenum"><a name="Page_170" id="Page_170">[170]</a></span>daba
-a los demás, y aunque éstos le trataban con
-bastante familiaridad, sin embargo, se conocía que
-le miraban con algún respeto. Lo cierto es que
-ocupaba siempre el lugar más distinguido, que hablaba
-alto, que algunas veces contradecía a los
-otros sin reparo y que, lejos de hacer lo mismo
-con él, más bien parecía que todos se adherían a
-su dictamen. La conversación recayó casualmente
-sobre Andalucía, y como Morales comenzase a alabar
-mucho a Sevilla, el hombre de quien voy hablando
-le dijo: «Caballero, usted hace el elogio de
-la ciudad donde yo nací, o a lo menos muy cerca
-de ella, porque mi madre me dió a luz en el arrabal
-de Mairena.» «En el mismo me parió la mía&mdash;respondió
-Morales&mdash;, y no es posible que yo
-deje de conocer a los parientes de usted, conociendo
-desde el alcalde hasta la última persona del
-arrabal. ¿Quién fué su señor padre?» «Un honrado
-escribano&mdash;respondió el caballero&mdash;llamado Martín
-Morales.» «¡Martín Morales!&mdash;exclamó mi compañero,
-no menos alegre que sorprendido&mdash;. ¡A fe
-mía que la aventura es bien extraña! Según eso,
-sois mi hermano mayor, Manuel Morales.» «Justamente&mdash;respondió
-el otro&mdash;, y, por consiguiente,
-tú eres mi hermanico Luis, a quien dejé en la cuna
-cuando salí de la casa paterna.» «Ese es mi nombre»,
-replicó mi camarada; y dicho esto, se levantaron
-los dos de la mesa y se dieron mil abrazos.
-Volviéndose después el señor Manuel a todos los
-que estábamos presentes, dijo: «Señores, este suceso
-tiene algo de maravilloso. La casualidad dis<span class="pagenum"><a name="Page_171" id="Page_171">[171]</a></span>pone
-que encuentre y reconozca a un hermano a
-quien ha por lo menos más de veinte años que no
-he visto; dadme licencia para que os lo presente.»
-Entonces todos los caballeros, que por cortesía estaban
-en pie, saludaron al hermano menor de Morales
-y le dieron repetidos abrazos. Después de
-esto, nos volvimos a la mesa, la que no dejamos
-en toda la noche. Los dos hermanos se sentaron
-uno junto a otro y estuvieron hablando en voz
-baja de las cosas de su familia, mientras los demás
-convidados bebíamos y nos alegrábamos.</p>
-
-<p>»Tuvo Luis una larga conversación con su hermano
-Manuel, y concluída, me llamó aparte y me
-dijo: «Todos estos caballeros son criados del conde
-de Montaños, a quien el rey acaba de nombrar virrey
-de Mallorca. Conducen el equipaje de su amo
-a Alicante, donde deben embarcarse. Mi hermano,
-que es el mayordomo de Su Excelencia, me ha propuesto
-llevarme consigo, y a vista de la repugnancia
-que le mostré de dejar tu compañía, me
-dijo que si tú quieres venir con nosotros te facilitará
-un buen empleo. Caro amigo&mdash;continuó él&mdash;,
-te aconsejo que no desprecies este partido. Vamos
-juntos a Mallorca; si allí lo pasamos bien, nos quedaremos,
-y si no nos tuviere cuenta nos volveremos
-a España.»</p>
-
-<p>»Admití con gusto la propuesta; incorporámonos
-el joven Morales y yo con la familia del conde y
-partimos del mesón antes del amanecer del día siguiente.
-Pusímonos en camino para Alicante, yendo
-a largas jornadas. Luego que llegamos, compré<span class="pagenum"><a name="Page_172" id="Page_172">[172]</a></span>
-una guitarra y me mandé hacer un vestido decente
-antes de embarcarme. Ya no pensaba yo sino
-en la isla de Mallorca, y lo mismo sucedía a mi
-camarada Morales. Parecía que ambos habíamos
-renunciado para siempre a la vida bribona. Es preciso
-decir la verdad: uno y otro queríamos acreditarnos
-de hombres de bien entre aquellos caballeros,
-y este respeto nos contenía. En fin, nos
-embarcamos alegremente, lisonjeándonos con la
-esperanza de llegar presto a Mallorca; pero no bien
-habíamos salido del golfo de Alicante, cuando nos
-cogió una furiosa borrasca. ¡Qué ocasión tan buena
-era ésta para hacer ahora una bellísima descripción
-de la tempestad, pintándoos el aire todo
-inflamado, la viva luz de los relámpagos, el estampido
-de los truenos, la rápida caída de los rayos,
-el silbido de los vientos y la hinchazón de las
-olas, etc.! Pero dejando a un lado todas las flores
-retóricas, os diré sencillamente que fué tan recia
-la tormenta, que nos obligó a ancorar en la punta
-de la Cabrera, que es una isla desierta, defendida
-con un fortín, cuya guarnición consistía entonces
-en cinco o seis soldados y un oficial, que nos recibió
-con mucho agasajo.</p>
-
-<p>»Como nos veíamos precisados a detenernos allí
-muchos días para componer nuestro velamen, procuramos
-pasar el tiempo en diferentes diversiones
-para evitar el fastidio. Siguiendo cada uno su inclinación,
-unos jugaban a los naipes; otros, a la pelota,
-etc.; yo me iba a pasear por la isla con otros
-compañeros amantes del paseo. Saltábamos de pe<span class="pagenum"><a name="Page_173" id="Page_173">[173]</a></span>ñasco
-en peñasco, porque el terreno es desigual
-y tan pedregoso que apenas se descubría en él un
-palmo de tierra. Un día que considerando aquellos
-lugares áridos y secos estábamos admirando
-los caprichos de la Naturaleza, que es fecunda o
-estéril donde le da la gana, sentimos todos de repente
-un olor muy grato que nos dejó sorprendidos.
-Lo quedamos mucho más cuando volviéndonos
-hacia el Oriente, de donde venía aquella
-fragancia, vimos un campo todo cubierto de madreselva,
-más hermosa y odorífera que la de Andalucía.
-Acercámonos gustosos a aquellos bellísimos
-arbustos, que perfumaban el aire circunvecino, y
-hallamos que cercaban la entrada de una caverna
-muy profunda. Era ésta ancha y poco sombría;
-bajamos a ella por una escalera o caracol de piedra
-adornado de flores que primorosamente guarnecían
-sus lados. Cuando estuvimos abajo, vimos
-serpentear, sobre un suelo de arena más roja que
-el oro, varios arroyuelos, formados de las gotas
-que destilaban continuamente los peñascos y se
-perdían en la misma arena. Pareciónos tan clara
-y cristalina el agua, que nos dió gana de beberla,
-y la hallamos tan fresca y delgada, que resolvimos
-volver a este lugar al día siguiente, llevando con
-nosotros algunas botellas de vino, persuadidos de
-que lo beberíamos allí con gusto.</p>
-
-<p>»Dejamos con sentimiento un sitio tan delicioso,
-y cuando nos restituímos al fuerte ponderamos a
-nuestros camaradas la noticia de tan feliz descubrimiento;
-pero el comandante del fuerte nos dijo<span class="pagenum"><a name="Page_174" id="Page_174">[174]</a></span>
-que nos advertía en amistad que por ningún caso
-volviésemos a la cueva de que tan enamorados habíamos
-quedado. «¿Y eso por qué?&mdash;le pregunté
-yo&mdash;. ¿Hay por ventura algo que temer?» «Y mucho&mdash;me
-respondió&mdash;. Los corsarios de Argel y de
-Trípoli vienen algunas veces a esta isla y hacen
-aguada en ese paraje, y uno de estos días sorprendieron
-en él a dos soldados y los llevaron esclavos.»
-Por más seriedad con que nos lo decía el
-oficial, no le quisimos creer. Parecíanos que se
-zumbaba, y al día siguiente volví yo a la caverna
-con tres caballeros de la comitiva, y de intento no
-quisimos llevar armas de fuego, para mostrar que
-no teníamos el más mínimo temor. Morales no
-quiso venir con nosotros y se quedó jugando con
-su hermano y otros del castillo.</p>
-
-<p>»Bajamos al hondo de la cueva como el día anterior
-y pusimos a refrescar las botellas de vino
-en uno de los arroyuelos. A lo mejor que estábamos
-bebiendo, tocando la guitarra y divirtiéndonos
-con mucha algazara y alegría, vimos a la boca
-de la caverna muchos hombres con bigotes, turbantes
-y vestidos a la turca. Juzgamos al pronto
-que eran algunos del navío, que juntamente con
-el comandante se habían disfrazado para chasquearnos.
-Creídos de esto nos echamos a reír y dejamos
-bajar hasta diez de ellos sin pensar en defendernos;
-pero presto quedamos tristemente desengañados
-viendo ser un pirata que venía con su
-gente a esclavizarnos. «¡Rendíos, perros&mdash;nos dijo
-en lengua castellana&mdash;, o aquí moriréis todos!» Al<span class="pagenum"><a name="Page_175" id="Page_175">[175]</a></span>
-mismo tiempo nos pusieron al pecho las carabinas
-los que con él venían y que a la menor resistencia
-las hubieran disparado. Preferimos la esclavitud a
-la muerte y entregamos las espadas al pirata. Nos
-hizo cargar de cadenas, nos llevaron a su buque,
-que no estaba muy distante, levaron anclas, hiciéronse
-a la vela y singlaron hacia Argel.</p>
-
-<p>»De este modo fuimos justamente castigados del
-poco aprecio que hicimos del aviso del comandante
-del fuerte. La primera cosa que hizo el corsario
-fué registrarnos y quitarnos cuanto dinero llevábamos.
-¡Gran golpe de mano para él! Los doscientos
-doblones del mercader de Plasencia, los
-ciento que Jerónimo Miajadas había dado a Morales,
-y que por desgracia llevaba yo conmigo,
-todo lo arrebañó sin misericordia. Los bolsillos de
-mis camaradas tampoco estaban mal provistos. En
-suma, el pirata hizo una buena pesca, de lo que
-estaba muy contento; y el grandísimo bergante,
-no bastándole haberse apoderado de todo nuestro
-dinero, comenzó a insultarnos con bufonadas, que
-no eran mucho menos sensibles que la dura necesidad
-de aguantarlas. Después de mil impertinentes
-truhanadas, y para mofarse de nosotros de otro
-modo, mandó traer las botellas que habíamos puesto
-a refrescar y comenzó a vaciarlas todas, ayudándole
-sus gentes y repitiendo a nuestra salud
-muchos brindis por irrisión.</p>
-
-<p>»Durante este tiempo mis camaradas mostraban
-un semblante que daba a entender lo que interiormente
-pasaba en ellos. Se les hacía tanto más do<span class="pagenum"><a name="Page_176" id="Page_176">[176]</a></span>loroso
-el cautiverio cuanto más alegre era la idea
-de ir a la isla de Mallorca. Por lo que a mí toca,
-tuve valor para tomar desde luego mi determinación,
-y menos apesadumbrado que los otros, no
-sólo trabé conversación con nuestro capitán mofador,
-sino que le ayudé yo mismo a llevar adelante
-la zumba, cosa que le cayó muy en gracia. «Oye,
-mozo&mdash;me dijo&mdash;, me gusta tu buen humor y tu
-genio; y si bien se considera, en vez de gemir y
-suspirar, lo mejor es armarse de paciencia y acomodarse
-con el tiempo. Tócanos una buena tocata&mdash;añadió,
-viendo que yo llevaba una guitarra&mdash;;
-veamos a lo que llega tu habilidad.» Mandó que
-me desatasen los brazos, y al punto comencé a
-tocar, de tal modo que merecí sus aplausos; bien
-es verdad que yo no manejaba mal este instrumento.
-También me hizo cantar, y no quedó menos
-satisfecho de mi voz; todos los turcos que había
-en el bajel mostraron con gestos de admiración
-el placer con que me habían oído, por lo que
-conocí que en materia de música no carecían de
-gusto. El pirata se arrimó a mí y me dijo al oído
-que sería un esclavo afortunado y que podía
-estar cierto de que mis talentos me proporcionarían
-un destino que haría muy llevadera la esclavitud.</p>
-
-<p>»Estas palabras me consolaron algo; pero, por
-más halagüeñas que fuesen, no dejaba de inquietarme
-el empleo que el pirata me había pronosticado
-y temía que no fuese de mi aceptación. Al
-llegar al puerto de Argel vimos una multitud de<span class="pagenum"><a name="Page_177" id="Page_177">[177]</a></span>
-personas que había acudido para vernos, y sin
-que aún hubiésemos saltado en tierra hicieron resonar
-el aire con mil gritos de alegría y alborozo.
-Acompañaba a éstos un confuso rumor de trompetas,
-flautas moriscas y otros instrumentos del
-uso de aquella gente y que causaban un estruendo
-desentonado más que una música apacible. Aquella
-extraordinaria algazara nacía de la falsa noticia
-que se había esparcido por la ciudad de que el renegado
-Mahometo&mdash;que así se llamaba nuestro pirata&mdash;había
-muerto peleando con una gruesa embarcación
-genovesa, y todos sus parientes y amigos,
-informados de su regreso, acudían a darle
-muestras de su regocijo.</p>
-
-<p>»Luego que desembarcamos, a mí y a mis compañeros
-nos llevaron al palacio del bajá Solimán,
-donde un escribano cristiano nos examinó a cada
-uno en particular, preguntándonos el nombre, edad,
-patria, religión y habilidad. Entonces Mahometo,
-mostrándome al bajá, le ponderó mi voz y mi destreza
-en tocar la guitarra. No hubo menester más
-Solimán para determinarse a tomarme a su servicio,
-y desde aquel punto quedé reservado para su
-serrallo, adonde me condujeron para instalarme en
-el empleo que me estaba destinado. Los demás
-cautivos fueron llevados a la plaza mayor y vendidos
-según costumbre. Verificóse lo que Mahometo
-me había pronosticado en el bajel, porque, ciertamente,
-fuí muy afortunado. No me entregaron
-a las guardias de las mazmorras ni me destinaron
-a trabajar en las obras públicas; antes bien, man<span class="pagenum"><a name="Page_178" id="Page_178">[178]</a></span>dó
-Solimán, por aprecio particular, que me agregasen
-en cierto sitio privado a cinco o seis esclavos
-de distinción, cuyo rescate se esperaba presto
-y a quienes no se empleaba sino en trabajos ligeros,
-y se me encargó el cuidado de regar en los
-jardines las flores y los naranjos. No podía tener
-yo una ocupación más suave, y por eso di gracias
-a mi estrella, presintiendo, sin saber por qué, que
-no sería desgraciado al servicio de Solimán.</p>
-
-<p>»Este bajá&mdash;porque es necesario que haga su retrato&mdash;era
-un hombre de cuarenta años, bien plantado,
-muy atento, y aun muy galán para turco.
-Tenía por favorita una cachemiriana que por su
-talento y hermosura se había hecho dueña de él.
-Idolatraba en ella y no pasaba día en que no la
-festejase con alguna diversión nueva; unas veces
-era un concierto de voces y de instrumentos; otras,
-una comedia a la turca, es decir, unos dramas en
-los cuales no se tenía más respeto al pudor y al
-decoro que a las reglas de Aristóteles. La favorita,
-que se llamaba Farrukhnaz, era apasionadísima
-a semejantes espectáculos, y aun algunas
-veces mandaba a sus criadas representar piezas
-árabes en presencia del bajá. Ella misma solía también
-hacer su papel, y lo ejecutaba con tal viveza
-y tanta gracia, que hechizaba a todos los espectadores.
-Un día en que yo asistí a una de estas funciones
-mezclado entre los músicos me mandó Solimán
-que en un intermedio cantase y tocase solo
-la guitarra. Hícelo así, y tuve la fortuna de darle
-tanto gusto, que no sólo me aplaudió con palma<span class="pagenum"><a name="Page_179" id="Page_179">[179]</a></span>das,
-sino de viva voz, y la favorita, a lo que me
-pareció, me miró con ojos favorables.</p>
-
-<p>»El día siguiente por la mañana, estando yo regando
-los naranjos en los jardines, pasó junto a
-mí un eunuco que, sin detenerse ni hablar palabra,
-dejó caer a mis pies un billete. Recogíle prontamente,
-con una turbación mezclada de alegría y
-de temor; echéme a la larga en el suelo, por que no
-me viesen desde las ventanas del serrallo, y ocultándome
-detrás de los naranjos le abrí presuroso.
-Hallé dentro de él un preciosísimo brillante y escritas
-en buen castellano estas palabras: «Joven
-cristiano, da mil gracias al Cielo por tu esclavitud.
-El amor y la fortuna la harán feliz; el amor, si te
-muestras sensible a los atractivos de una persona
-hermosa; y la fortuna, si tienes valor para arrostrar
-todo género de peligros.»</p>
-
-<p>»No dudé ni un solo momento que el billete era
-de la sultana favorita; el brillante y el estilo me
-lo persuadían. Además de que nunca fuí cobarde,
-la vanidad de verme favorecido de la dama de un
-gran príncipe, y sobre todo la esperanza de conseguir
-de ella cuatro veces más dinero del que me
-era menester para mi rescate, me determinaron a
-tentar esta nueva aventura, a costa de cualquier
-riesgo. Proseguí, pues, en mi ocupación, pensando
-siempre en el modo que podría tener para introducirme
-en el cuarto de Farrukhnaz, o, por mejor
-decir, en los arbitrios que ella discurriría para
-abrirme este camino, pareciéndome, y con fundamento,
-que no se contentaría con lo hecho y que<span class="pagenum"><a name="Page_180" id="Page_180">[180]</a></span>
-ella misma se adelantaría a librarme de este cuidado.
-Con efecto, no me engañé; de allí a una
-hora volvió a pasar junto a mí el mismo eunuco
-de antes y me dijo: «Cristiano, ¿has hecho tus reflexiones?
-¿Tendrás valor para seguirme?» Respondíle
-que sí. «Pues bien&mdash;añadió él&mdash;, el Cielo te
-guarde. Mañana por la mañana te volveré a ver;
-está dispuesto para dejarte conducir.» Y dicho
-esto, se retiró. Efectivamente, al día siguiente, a
-cosa de las ocho de la mañana, se dejó ver y me
-hizo señal de que le siguiese. Obedecí, y me condujo
-a una sala donde había un gran rollo de lienzo
-pintado, que acababan de traer él y otro eunuco
-para llevarlo a la cámara de la sultana y había
-de servir para la decoración de una comedia árabe
-que ella tenía dispuesta para divertir al bajá.</p>
-
-<p>»Los dos eunucos, viéndome dispuesto a hacer
-todo lo que quisiesen, no perdieron tiempo. Desarrollaron
-el telón, hiciéronme tender a la larga en
-medio de él y lo arrollaron otra vez, volviéndome
-y revolviéndome dentro del mismo con peligro de
-sofocarme. Cogiéronlo cada uno de un extremo, y
-de esta manera me introdujeron sin riesgo en el
-cuarto donde dormía la bella cachemiriana. Estaba
-sola con una esclava vieja enteramente dedicada
-a darle gusto. Desenvolvieron ambas el telón, y
-Farrukhnaz, luego que me vió, mostró una alegría
-que manifestaba bien el carácter de las mujeres
-de su país. En medio de mi natural intrepidez,
-confieso que, cuando me vi de repente transportado
-al cuarto secreto de las mujeres, sentí cierto<span class="pagenum"><a name="Page_181" id="Page_181">[181]</a></span>
-terror. Conociólo muy bien la favorita, y para
-disiparlo me dijo: «No temas, cristiano, porque
-Solimán acaba de marchar a su casa de recreo,
-donde se detendrá todo el día, y nosotros hablaremos
-aquí libremente.»</p>
-
-<p>»Animáronme estas palabras y me hicieron cobrar
-un espíritu y seguridad que acrecentó el contento
-de mi patrona. «Esclavo&mdash;me dijo&mdash;, tu persona
-me ha agradado y quiero hacerte más suave
-el rigor de la esclavitud. Te considero muy digno
-de la inclinación que te he tomado. Aunque te veo
-en el traje de esclavo, descubro en tus modales un
-aire noble y galán que me obliga a creer no eres
-persona común. Háblame con toda confianza y
-díme quién eres. Sé muy bien que los esclavos bien
-nacidos ocultan su condición para que les cueste
-menos el rescate, pero conmigo no debes gastar
-ese disimulo, y aun me ofendería mucho semejante
-precaución, pues que te prometo tu libertad. Sé,
-pues, sincero, y confiésame que no te criaste en
-pobres pañales.» «Con efecto, señora&mdash;le respondí&mdash;,
-correspondería ruinmente a vuestra generosa bondad
-si usara con vos de artificio. Ya que tenéis
-empeño en que os descubra quién soy, voy a obedeceros.
-Soy hijo de un grande de España.» Quizá
-decía en esto la verdad; por lo menos la sultana
-así lo creyó, y dándose a sí misma el parabién de
-haber puesto los ojos en un hombre ilustre, me
-aseguró que haría todo lo posible para que los dos
-nos viésemos a solas con frecuencia. Tuvimos una
-larga conversación. En mi vida he tratado con<span class="pagenum"><a name="Page_182" id="Page_182">[182]</a></span>
-mujer de mayor talento y atractivo. Sabía muchas
-lenguas, y sobre todo la castellana, que hablaba
-medianamente. Cuando le pareció que era tiempo
-de separarnos, me hizo meter en un gran cestón
-de juncos, cubierto con un repostero de seda trabajado
-por su misma mano, y llamando a los mismos
-eunucos que me habían introducido les entregó
-aquella carga, como un regalo que ella enviaba
-al bajá, lo que es tan sagrado entre los que hacen
-la guardia al cuarto de las mujeres que ninguno
-tiene la osadía de mirarlo.</p>
-
-<p>»Hallamos Farrukhnaz y yo otros varios arbitrios
-para hablarnos, y la amable sultana poco a poco
-me fué inspirando tanto amor hacia ella como ella
-me lo tenía a mí. Dos meses estuvieron ocultas
-nuestras amorosas visitas, sin embargo de ser cosa
-muy difícil que en un serrallo se escapen por largo
-tiempo a los ojos de tantos Argos; pero un contratiempo
-desconcertó nuestras medidas y mudó enteramente
-de aspecto mi fortuna. Un día en que
-entré en el cuarto de la sultana metido dentro de
-un dragón artificial que se había hecho para un
-espectáculo, cuando estaba yo hablando con ella,
-creído de que Solimán se hallaba aún fuera, entró
-éste tan de repente en el cuarto de su favorita, que
-la esclava no tuvo tiempo de avisarnos, y mucho
-menos yo para ocultarme, y así, fuí el primero que
-se ofreció a los ojos del bajá.</p>
-
-<p>»Mostróse sumamente admirado de verme en aquel
-sitio; y sucediendo en un momento la ira a la admiración,
-arrojaban fuego sus ojos, despidiendo<span class="pagenum"><a name="Page_183" id="Page_183">[183]</a></span>
-llamas de indignación y furor. Consideré entonces
-que era llegada la última hora de mi vida y me
-imaginaba ya en medio de los más crueles tormentos.
-Por lo que toca a Farrukhnaz, conocí que
-también estaba sobresaltada; pero en vez de confesar
-su delito y pedir perdón de él, dijo a Solimán:
-«Señor, suplícoos no me condenéis antes de
-oírme. Confieso que todas las apariencias me condenan
-y me representan infiel y traidora a vos, y,
-por consiguiente, merecedora de los más horrorosos
-castigos. Yo misma hice venir a mi cuarto a
-este cautivo, y para introducirle en él me valí de
-los mismos artificios que pudiera usar si estuviera
-ciegamente enamorada de su persona. Sin embargo
-de eso, a pesar de todas estas exterioridades, pongo
-por testigo al gran Profeta de que no os he sido
-desleal. Quise hablar con este esclavo cristiano
-para persuadirle a que dejase su secta y abrazase
-la de los verdaderos creyentes. Al principio, encontré
-en él la resistencia que aguardaba; mas al
-fin he desvanecido sus preocupaciones, y en este
-punto me estaba dando palabra de que se hará
-mahometano.»</p>
-
-<p>»Confieso que era obligación mía desmentir a la
-favorita, sin respeto alguno al peligro en que me
-hallaba; pero turbada la razón en aquel lance y
-acobardado el espíritu a vista del riesgo que corría
-mi vida y la de una dama a quien amaba, me
-quedé confuso y cortado. No tuve valor para articular
-una palabra; y persuadido Solimán por mi
-silencio de que era verdad cuanto había dicho la<span class="pagenum"><a name="Page_184" id="Page_184">[184]</a></span>
-sultana, depuso su ira y le dijo: «Quiero creer que
-no me has ofendido y que el celo de hacer una cosa
-que fuese grata al Profeta te movió a arriesgarte
-a una acción tan delicada. Por eso te disculpo tu
-imprudencia, con tal que el esclavo tome el turbante
-en este mismo punto.» Inmediatamente hizo
-venir a su presencia un morabito. Vistiéronme a la
-turca, y yo les dejé hacer cuanto quisieron sin la
-menor resistencia, o, por mejor decir, ni yo mismo
-sabía lo que me hacían en aquella turbación de
-todas mis potencias. ¡Cuántos cristianos hubieran
-sido tan cobardes como yo en esta ocasión!</p>
-
-<p>»Concluída la ceremonia, salí del serrallo, con
-el nombre de Sidy Haly, a tomar posesión de un
-empleo de poca monta a que Solimán me destinó.
-No volví a ver a la sultana, pero uno de sus eunucos
-vino a buscarme cierto día y de su parte me
-entregó una porción de piedras preciosas, estimadas
-en dos mil <i>sultaninos de oro</i>, y juntamente un
-billete, en que me aseguraba que jamás olvidaría
-la generosa complacencia con que me había hecho
-mahometano por salvarle la vida. Con efecto, además
-de los regalos que había recibido de la bella
-Farrukhnaz, conseguí por su mediación otro empleo
-de más importancia que el primero, de manera
-que en menos de seis a siete años me hallé
-el renegado más rico de todo Argel.</p>
-
-<p>»Ya habrán conocido ustedes que si yo concurría
-a las oraciones que hacían los musulmanes en sus
-mezquitas y practicaba las demás ceremonias de
-su ley, era todo una mera ficción. Por lo demás,<span class="pagenum"><a name="Page_185" id="Page_185">[185]</a></span>
-estaba firmemente resuelto a volver a entrar en el
-seno de la Iglesia, para lo que pensaba retirarme
-algún día a España o Italia con las riquezas que
-hubiese juntado. Mientras tanto, vivía muy alegremente.
-Estaba alojado en una hermosa casa,
-tenía jardines magníficos, multitud de esclavos y
-un serrallo bien abastecido de mujeres bonitas.
-Aunque el uso del vino está prohibido en aquella
-tierra a los mahometanos, sin embargo, pocos moros
-dejan de beberlo secretamente. Yo, por lo menos,
-lo bebía sin escrúpulo, como lo hacen todos
-los renegados.</p>
-
-<p>»Acuérdome que me acompañaban comúnmente
-en mis borracheras un par de camaradas, con quienes
-muchas veces pasaba toda la noche con las
-botellas sobre la mesa. Uno era judío y el otro
-árabe. Teníalos por hombres de bien, y en esta
-confianza vivía con ellos sin reserva. Convidélos
-una noche a cenar, y aquel día se me había muerto
-un perro que yo quería mucho. Lavamos el
-cuerpo y lo enterramos con todas las ceremonias
-que acostumbran los musulmanes en el funeral de
-sus difuntos. No lo hicimos, ciertamente, por burlarnos
-de la religión de Mahoma, sino sólo por divertirnos
-y satisfacer el capricho que tuve, estando
-medio tomado de vino, de celebrar las exequias
-de mi amado animalillo.</p>
-
-<p>»Sin embargo, faltó poco para que esta inconsiderada
-acción me perdiese enteramente. El día siguiente
-se presentó en mi casa un hombre, que me
-dijo: «Señor Sidy Haly, vengo a buscar a usted<span class="pagenum"><a name="Page_186" id="Page_186">[186]</a></span>
-para cierto asunto de importancia. El señor cadí
-tiene precisión de hablarle; sírvase tomar el trabajo
-de llegarse a su casa inmediatamente.» «Decidme,
-os suplico&mdash;le pregunté&mdash;, qué es lo que me
-quiere.» «El mismo os lo dirá&mdash;respondió el moro&mdash;;
-todo lo que puedo deciros es que un mercader que
-ayer cenó con usted le ha dado parte de no sé qué
-impía o irreligiosa acción que se ejecutó en vuestra
-casa con motivo de enterrar un perro. Yo os notifico
-de oficio que comparezcáis hoy mismo ante
-el juez, con apercibimiento de que no cumpliéndose
-así se procederá criminalmente contra vuestra
-persona.» Dijo, y sin aguardar respuesta me
-volvió la espalda, dejándome atónito con su apercibimiento.
-No tenía el árabe la más mínima razón
-para estar quejoso de mí ni yo podía comprender
-por qué me había jugado una pieza tan ruin. Sin
-embargo, la cosa era muy digna de atención. Yo
-tenía bien conocido al cadí por hombre severo en
-la apariencia, pero en el fondo poco escrupuloso
-y muy avaro. Metí en el bolsillo doscientos <i>sultaninos
-de oro</i> y fuí derecho a presentarme a él. Hízome
-entrar en su despacho y luego me dijo en
-tono colérico y furioso: «¡Sois un impío, un sacrílego,
-un hombre abominable! ¡Habéis dado sepultura
-a un perro como si fuera un musulmán! ¡Qué
-sacrilegio! ¡Qué profanación! ¿Es éste el respeto
-que profesáis a las más venerables ceremonias de
-nuestra santa ley? ¿Os hicisteis mahometano únicamente
-para burlaros de las ceremonias más sagradas
-de nuestro Alcorán?» «Señor cadí&mdash;le res<span class="pagenum"><a name="Page_187" id="Page_187">[187]</a></span>pondí&mdash;,
-el árabe que vino a haceros una relación
-tan alterada o tan malignamente desfigurada, aquel
-amigo traidor fué cómplice en mi delito, si por tal
-se debe reputar haber dado sepultura a un doméstico
-fiel, a un inocente animal que tenía mil bellas
-cualidades. Amaba tanto a las personas de mérito
-y distinción, que hasta en su muerte quiso dejarles
-testimonios irrefragables de su estimación y afecto.
-En su testamento, en el que me nombró por
-único albacea, repartió entre ellas sus bienes, legando
-a unas veinte escudos, a otras treinta, etc.;
-y es tanta verdad lo que digo, que tampoco se
-olvidó de vos, pues me dejó muy encargado que
-os entregase los doscientos <i>sultaninos de oro</i> que
-hallaréis en este bolsillo.» Y dicho esto, le alargué
-el que llevaba prevenido. Perdió el cadí toda su
-gravedad cuando me oyó decir esto, sin poder contener
-la risa, y como estábamos solos, tomó francamente
-el bolsillo y me despidió, diciendo: «¡Id
-en paz, Sidy Haly! ¡Hicisteis cuerdamente en haber
-enterrado con pompa y con honor a un perro
-que hacía tanto aprecio de los sujetos de mérito!»</p>
-
-<p>»Salí por este medio de aquel pantano; y si el
-lance no me hizo más cuerdo, a lo menos me enseñó
-a ser más circunspecto. No volví a tratar con
-el árabe ni con el judío, y escogí para mi camarada
-de botellas a un caballero de Liorna, que era esclavo
-mío, llamado Azarini. No era yo como aquellos
-renegados que tratan a los cautivos cristianos
-peor que a los mismos turcos. Los míos no se impacientaban
-aunque se les retardase el rescate. Tra<span class="pagenum"><a name="Page_188" id="Page_188">[188]</a></span>tábalos
-con tanta benignidad, que muchas veces
-me decían les costaba más suspiros el miedo de
-pasar a servir a otro amo que el deseo de conseguir
-la libertad, sin embargo de ser ésta tan dulce
-y tan apetecible a todos los que gimen en cautiverio.</p>
-
-<p>»Volvieron un día los jabeques de Solimán cargados
-de presa, y en ella cien esclavos de uno y
-otro sexo, apresados todos en las costas de España.
-Reservó Solimán para sí un cortísimo número
-y los demás fueron puestos a la venta. Fuí a la
-plaza donde ésta se celebraba y compré una muchacha
-española de diez a doce años. Lloraba la
-pobrecita amargamente y se desesperaba. Admirado
-yo de verla afligirse así en tan tierna edad, me
-llegué a ella, y le dije en lengua castellana que no
-se apesadumbrase tanto, asegurándole que había
-caído en manos de un amo que, aunque llevaba
-turbante, era de corazón humano. La joven, poseída
-enteramente de su dolor, ni siquiera atendía
-a mis palabras. Gemía, suspiraba y se deshacía en
-lágrimas inconsolables, prorrumpiendo de cuando
-en cuando en esta exclamación: «¡Ay, madre mía,
-y por qué me habrán separado de ti! ¡Todo lo
-llevaría en paciencia como estuviéramos juntas!»
-Mientras decía estas palabras, tenía puestos los
-ojos en una mujer de cuarenta y cinco a cincuenta
-años, distante pocos pasos, la cual, muy modesta,
-silenciosa y con los ojos bajos, estaba esperando a
-que alguno la comprase. Preguntéle si era su madre
-aquella mujer a quien miraba. «Sí, señor&mdash;me<span class="pagenum"><a name="Page_189" id="Page_189">[189]</a></span>
-respondió con tierno sentimiento&mdash;. ¡Por amor de
-Dios, haga su merced que jamás me separen de
-ella!» «Bien está, hija mía&mdash;le dije&mdash;. Si para tu
-consuelo no deseas mas que el estar juntas las dos,
-presto quedarás contenta y consolada.» Al mismo
-tiempo me acerqué a la madre para comprarla;
-pero no bien la miré con un poco de cuidado,
-cuando reconocí en ella, con la conmoción que podéis
-imaginar, todas las facciones y demás señales
-de Lucinda. «¡Cielos!&mdash;exclamé dentro de mí mismo&mdash;.
-¿Qué es lo que veo? ¡Esta es mi madre; no
-puedo dudarlo!» Pero ella, o ya fuese porque el
-vivo dolor del estado en que se hallaba no le dejaba
-ver otra cosa mas que enemigos en todos los
-objetos que se le presentaban, o ya fuese porque
-el traje mahometano me hacía parecer otro, o bien
-que en el espacio de doce años que no me había
-visto me hubiese desfigurado, el hecho es que realmente
-ella no me conoció. En fin, yo la compré y
-me la llevé a mi casa.</p>
-
-<p>»No quise dilatarle el gusto de que me conociese.
-«Señora&mdash;le dije&mdash;, ¿es posible que no os acordéis
-de haber visto nunca esta cara? Pues qué, ¿unos
-bigotes y un turbante me desfiguran de suerte que
-os impidan conocer a vuestro hijo Rafael»? Volvió
-en sí al oír estas palabras; miróme, remiróme, reconocióme,
-y arrojándose a mí con los brazos abiertos
-nos estrechamos tiernamente. Con igual ternura
-abracé después a su querida hija, la cual estaba
-tan ignorante de que tenía un hermano como
-yo ajeno de tener una hermana. «Confesad&mdash;dije<span class="pagenum"><a name="Page_190" id="Page_190">[190]</a></span>
-entonces a mi madre&mdash;que en todas vuestras comedias
-no habéis tenido un encuentro y reconocimiento
-tan positivo como éste.» «Hijo&mdash;me respondió
-suspirando&mdash;, grandísima alegría he tenido en
-volverte a ver; pero esta alegría está mezclada con
-un amarguísimo pesar. ¡Dios mío! ¡En qué estado
-he tenido la desgracia de encontrarte! Mi esclavitud
-me sería mil veces menos sensible que ese traje
-odioso...» «A fe, madre&mdash;le respondí sonriéndome&mdash;,
-que me admiro de vuestra delicadeza; por cierto
-que no es muy propia de una comedianta. A la
-verdad, señora, que sois muy otra de la que erais
-si este mi disfraz os ha dado tanto enojo. En lugar
-de enojaros contra mi turbante, miradme como a
-un cómico que representa el papel de un turco en
-el teatro. Aunque renegado, soy tan musulmán
-como lo era en España, y en la realidad permanezco
-siempre en mi religión. Cuando sepáis todas las
-aventuras que me han acontecido en este país me
-disculparéis. El amor fué la causa de mi delito.
-Sacrifiqué a esta deidad. En esto me parezco algo
-a vos; fuera de que hay aún otra razón que debe
-templar vuestro dolor de verme en la situación en
-que me veis. Temíais experimentar en Argel una
-dura esclavitud y habéis hallado en vuestro amo
-un hijo tierno, respetuoso y bastante rico para que
-viváis con regalo y con quietud en esta ciudad hasta
-que se nos proporcione ocasión oportuna para
-que todos podamos seguramente volver a España.
-Reconoced ahora la verdad de aquel proverbio que
-dice: <i>No hay mal que por bien no venga</i>.» «Hijo<span class="pagenum"><a name="Page_191" id="Page_191">[191]</a></span>
-mío&mdash;me dijo Lucinda&mdash;, una vez que estás resuelto
-a restituirte a tu patria y abjurar el mahometismo,
-quedo consolada. Entonces irá con nosotros
-tu hermana Beatriz y tendré el gusto de
-volverla a ver sana y salva en Castilla.» «Sí, señora&mdash;le
-respondí&mdash;, espero que le tendréis, pues
-lo más presto que sea posible iremos todos tres a
-juntarnos en España con el resto de nuestra familia,
-no dudando yo que habréis dejado en ella algunas
-otras prendas de vuestra fecundidad.» «No,
-hijo&mdash;repuso mi madre&mdash;, no he tenido más hijos
-que a vosotros dos; y has de saber que Beatriz es
-fruto de un matrimonio de los más legítimos.» «Pero,
-señora&mdash;repliqué&mdash;, ¿qué razón tuvisteis para conceder
-a mi hermanita esa preeminencia que me
-negasteis a mí? ¿Y cómo os habéis resuelto a casaros?
-Acuérdome haberos oído decir mil veces en
-mi niñez que nunca perdonaríais a una mujer joven
-y linda el sujetarse a un marido.» «<i>¡Otros tiempos,
-otras costumbres!</i>&mdash;respondió ella&mdash;. Si los hombres
-más firmes en sus propósitos están más sujetos
-a mudar, ¿qué razón habrá para pretender que
-las mujeres sean invariables en los suyos? Voy a
-contarte&mdash;continuó&mdash;la historia de mi vida desde
-que saliste de Madrid.» Hízome después la siguiente
-relación, que jamás olvidaré, y de la cual no
-quiero privaros, porque es curiosísima:</p>
-
-<p>«Hará cosa de trece años, si te acuerdas, que
-dejaste la casa del marquesito de Leganés. En aquel
-tiempo, el duque de Medinaceli me dijo que deseaba
-cenar conmigo privadamente. Señalóme el<span class="pagenum"><a name="Page_192" id="Page_192">[192]</a></span>
-día, esperéle, vino y le gusté. Pidióme el sacrificio
-de todos los competidores que podía tener, y se lo
-concedí, con la esperanza de que me lo pagaría
-bien, y así lo ejecutó. Al día siguiente me envió
-varios regalos, a que siguieron otros muchos en lo
-sucesivo. Temía yo que no duraría largo tiempo
-en mis prisiones un señor de aquella elevación; y
-lo temía con tanto mayor fundamento cuanto no
-ignoraba que se había escapado de otras en que
-le habían aprisionado varias famosas beldades, cuyas
-dulces cadenas lo mismo había sido probarlas
-que romperlas. Sin embargo, lejos de disgustarse,
-cada día parecía más embelesado de mi condescendencia.
-En suma, tuve el arte de asegurármele
-y de impedir que su corazón, naturalmente voluble,
-se dejase arrastrar de su nativa propensión.</p>
-
-<p>»Tres meses hacía que me amaba, y yo me lisonjeaba
-de que su cariño sería durable, cuando cierto
-día una amiga mía y yo concurrimos a una casa
-donde se hallaba la duquesa esposa del duque, y
-habíamos ido a ella convidadas para oír un concierto
-de música de voces e instrumentos. Sentámonos
-casualmente un poco detrás de la duquesa,
-la cual llevó muy a mal que yo me hubiese dejado
-ver en un sitio donde ella se hallaba. Envióme a
-decir por una criada que me suplicaba me saliese
-de allí al instante. Respondí a la criada con mucha
-grosería, de lo que, irritada la duquesa, se
-quejó a su esposo, el cual vino a mí y me dijo:
-«Lucinda, sal prontamente de aquí. Cuando los
-grandes señores se inclinan a mozuelas como tú,<span class="pagenum"><a name="Page_193" id="Page_193">[193]</a></span>
-no deben éstas olvidarse de lo que son. Si alguna
-vez os amamos a vosotras más que a nuestras mujeres,
-siempre las respetamos a éstas mucho más
-que a vosotras, y siempre que tengáis la insolencia
-de pretender igualaros con ellas seréis tratadas con
-la indignidad que merecéis.»</p>
-
-<p>»Por fortuna que el duque me dijo todo esto en
-voz tan baja que ninguno pudo comprenderlo. Retiréme
-avergonzada y confusa, pero llorando de
-rabia por el desaire que había recibido. Para mayor
-pesar mío, los comediantes y comediantas aquella
-misma noche supieron, no sé cómo, todo lo que
-me había pasado. ¡No parece sino que hay algún
-diablillo acechador y cizañero que se divierte en
-descubrir a unos lo que sucede a otros! Hace, por
-ejemplo, un comediante en una francachela alguna
-extravagancia, acaba una comedianta de acomodarse
-con un mozuelo galán y adinerado: toda
-la compañía inmediatamente sabe hasta la más
-ridícula menudencia. Así supieron mis compañeros
-cuanto me había pasado en el concierto, y sabe
-Dios cuánto se divirtieron a mi costa. Reina entre
-ellos un cierto espíritu de caridad que se descubre
-bien en semejantes ocasiones. Con todo eso yo
-no hice caso de sus habladurías, y tardé poco en
-consolarme de la pérdida del duque, que no volvió
-a parecer por mi casa, y luego supe había tomado
-amistad con una cantarina.</p>
-
-<p>»Mientras una comedianta tiene la fortuna de ser
-aplaudida, nunca le faltan amantes, y el amor de
-un gran señor, aunque no dure más que tres días,<span class="pagenum"><a name="Page_194" id="Page_194">[194]</a></span>
-siempre añade nuevos realces a su mérito. Yo
-me vi sitiada de apasionados luego que se esparció
-por Madrid la voz de que el duque me había dejado.
-Los mismos competidores que yo le había
-sacrificado, más enamorados de mis hechizos que
-antes, volvieron a porfía a galantearme. Fuera de
-éstos, recibí los obsequiosos tributos de otros mil
-corazones. Nunca fuí tan de moda como entonces.
-Entre los que solicitaban mi favor, ninguno me
-pareció más ansioso que un alemán gordo, gentilhombre
-del duque de Osuna. Su figura no era muy
-apreciable, pero se mereció mi atención con mil
-doblones que había juntado en casa de su amo y
-los prodigó por lograr la dicha de entrar en el número
-de mis amantes favorecidos. Este buen señor
-se llamaba Brutandorff. Mientras hizo el gasto fué
-bien recibido; pero apenas se le apuró la bolsa
-halló la puerta cerrada. Enfadado de este proceder
-mío me fué a buscar a la comedia, dióme sus quejas,
-y porque me reí de él a sus hocicos, arrebatado
-de cólera, me sacudió un bofetón a la tudesca. Di
-un gran grito, salí al teatro, interrumpí la comedia
-y, dirigiéndome al duque, que estaba en su
-aposento con su esposa la duquesa, me quejé a él
-en alta voz de los modales tudescos con que me
-había tratado su gentilhombre. Mandó el duque
-seguir la comedia, diciendo que después de ella
-oiría a las partes. Acabada la representación, me
-presenté muy alterada al duque, exponiendo mi
-queja con vehemencia. El alemán despachó su defensa
-en dos palabras, diciendo que en vez de<span class="pagenum"><a name="Page_195" id="Page_195">[195]</a></span>
-arrepentirse de lo hecho era hombre para repetirlo.
-El duque de Osuna, oídas las partes y volviéndose
-al alemán, sentenció de esta manera:
-«Brutandorff, te despido de mi casa y te prohibo
-que te presentes más delante de mí, no porque has
-dado un bofetón a una comedianta, sino porque
-has faltado al respeto debido a tus amos y turbado
-un espectáculo público en presencia de los
-dos.»</p>
-
-<p>»Esta sentencia me atravesó el alma. Apoderóse
-de mí una ira rabiosa y un inexplicable furor al
-ver que no habían despedido al alemán por la
-ofensa que me había hecho. Creía yo que un oprobio
-como aquél, cometido contra una comedianta,
-debía castigarse como un delito de lesa majestad
-y contaba con que el tudesco padecería una pena
-aflictiva. Abrióme los ojos este vergonzosísimo suceso
-y me hizo conocer que el mundo sabe distinguir
-entre el comediante y los personajes que representa.
-Esto me disgustó del teatro, en términos
-que desde aquel punto resolví dejarlo e irme a
-vivir lejos de Madrid. Escogí para mi retiro la
-ciudad de Valencia, y partí de <i>incógnito</i> a ella, llevando
-conmigo hasta el valor de veinte mil ducados
-en dinero y alhajas, caudal que me parecía
-bastante para mantenerme con decencia el resto
-de mis días, pues mi ánimo era llevar una vida retirada.
-Tomé en aquella ciudad una casa pequeña
-y no recibí más familia que una criada y un paje,
-para quienes era tan desconocida como para todas
-las demás del vecindario. Fingí ser viuda de un<span class="pagenum"><a name="Page_196" id="Page_196">[196]</a></span>
-empleado de la Real Casa y que había escogido
-para mi retiro la ciudad de Valencia por haber
-oído que su temple era uno de los más benignos y
-su terreno uno de los más deliciosos de España.
-Trataba con muy poca gente, y mi conducta era
-tan arreglada que a ninguno le pudo pasar por el
-pensamiento que yo hubiese sido cómica. Sin embargo,
-y a pesar de mi cuidado en vivir escondida
-y retirada, puso los ojos en mí un hidalgo que
-vivía en una quinta propia, cerca de Paterna. Era
-un caballero bastante bien dispuesto y como de
-treinta y cinco a cuarenta años, pero un noble muy
-adeudado, lo que no es más raro en el reino de
-Valencia que en otros muchos países.</p>
-
-<p>»Habiendo agradado mi persona a este hidalgo,
-quiso saber si en lo demás podría yo convenirle.
-A este fin despachó sus ocultos batidores para que
-averiguasen mis circunstancias, y por los informes
-que le dieron tuvo el gusto de saber que yo era
-viuda, de trato nada fastidioso y, además de eso,
-bastante rica. Hizo juicio desde luego que yo era
-la que había menester, y muy presto se dejó ver
-en mi casa una buena vieja, que me dijo de su
-parte que, prendado de mi honradez tanto como
-de mi hermosura, me ofrecía su mano, y que ratificaría
-esta oferta si merecía la dicha de que quisiese
-ser su esposa. Pedí tres días de término para
-pensarlo y resolverme. Informéme en este tiempo
-de las cualidades de aquel hidalgo, y por el mucho
-bien que me dijeron de él, aunque sin disimularme
-el lastimoso estado de sus rentas, determiné gus<span class="pagenum"><a name="Page_197" id="Page_197">[197]</a></span>tosa
-casarme con él, como lo hice dentro de muy
-pocos días.</p>
-
-<p>»Don Manuel de Jérica&mdash;éste era el nombre
-de mi esposo&mdash;me condujo luego a su hacienda.
-La casa tenía cierto aspecto de antigüedad, de lo
-que hacía mucha vanidad el dueño. Decía que la
-había hecho edificar uno de sus progenitores, y de
-la vejez de la fábrica deducía que la familia de
-Jérica era la más antigua de toda España. Pero el
-tiempo había maltratado tanto aquel bello monumento
-de nobleza, que por que no viniese a tierra
-lo habían apuntalado. ¡Qué dicha para don Manuel
-la de haberse casado conmigo! Gastóse en reparos
-la mitad de mi dinero, y lo restante en ponernos
-en estado de hacer gran figura en el país; y héteme
-aquí en un nuevo mundo, por decirlo así, y
-convertida de repente en señora de aldea y de hacienda.
-¡Qué transformación! Era yo muy buena
-actriz para no saber representar y sostener el esplendor
-que correspondía a mi nuevo estado. Revestíame
-en todo de ciertos modales teatrales de
-nobleza, de majestad y desembarazo, que hacían
-formar en la aldea un alto concepto de mi nacimiento.
-¡Oh, cuánto se hubieran divertido a costa
-mía si hubiesen sabido la verdad del hecho! ¡Con
-cuántos satíricos motes me hubiera regalado la nobleza
-de los contornos y cuánto hubieran rebajado
-los respetuosos obsequios que me tributaban las
-demás gentes!</p>
-
-<p>»Viví por espacio de seis años feliz y gustosamente
-en compañía de don Manuel, al cabo de los<span class="pagenum"><a name="Page_198" id="Page_198">[198]</a></span>
-cuales se lo llevó Dios. Dejóme bastantes negocios
-que desenredar y por fruto de nuestro matrimonio
-a tu hermana Beatriz, que a la sazón contaba cuatro
-años de edad cumplidos. Nuestra quinta, que
-era a lo que estaban reducidos nuestros bienes, se
-hallaba, por desgracia, empeñada para seguridad
-de muchos acreedores, el principal de los cuales se
-llamaba Bernardo Astuto, nombre que le convenía
-perfectamente. Ejercía en Valencia el oficio de
-procurador, que desempeñaba como hombre consumado
-en todas las trampas de los pleitos; y a
-mayor abundamiento, había estudiado leyes para
-saber mejor hacer injusticias. ¡Oh qué terrible
-acreedor! Una quinta entre las uñas de semejante
-procurador es lo mismo que una paloma en las
-garras de un milano. Por tanto, el señor Astuto,
-apenas supo la muerte de mi marido puso sitio a
-mi pobre quinta. Infaliblemente la hubiera hecho
-volar con las minas que las supercherías legales
-comenzaban a formar si mi fortuna o mi estrella
-no la hubiera salvado. Quiso ésta que de enemigo
-se convirtiese en esclavo mío. Enamoróse de mí
-en una conversación que tuvo conmigo con motivo
-de nuestro pleito. Confieso que de mi parte hice
-cuanto pude para inspirarle amor, obligándome el
-deseo de salvar mi posesión a probar con él todos
-aquellos artificios que me habían salido tan bien
-en tantas ocasiones. Verdad es que con toda mi
-destreza creía no poder enganchar al procurador,
-tan embebecido en su oficio que parecía incapaz
-de admitir ninguna impresión amorosa. Con todo,<span class="pagenum"><a name="Page_199" id="Page_199">[199]</a></span>
-aquel socarrón, aquel marrajo, aquel empuerca-papel
-me miraba con mayor complacencia de la
-que yo pensaba. «Señora&mdash;me dijo un día&mdash;, yo
-no entiendo de enamorar; dedicado siempre a mi
-profesión, nunca he cuidado de aprender las reglas,
-los usos ni los diferentes modos de galantear.
-Sin embargo de eso, no ignoro lo esencial, y para
-ahorrar palabras sólo diré que si usted quiere casarse
-conmigo quemaremos al instante el proceso
-y alejaré a los demás acreedores que se han reunido
-conmigo para hacer vender su hacienda; usted
-será dueña del usufructo y su hija de la propiedad.»
-El interés de Beatriz y el mío no me dejaron
-vacilar ni un solo punto. Acepté al instante la proposición.
-El procurador cumplió su palabra: volvió
-sus armas contra los otros acreedores y aseguróme
-en la posesión de mi quinta. Quizá fué ésta la primera
-vez que supo servir bien a la viuda y al
-huérfano.</p>
-
-<p>»Llegué, pues, a verme procuradora, sin dejar
-por eso de ser señora de aldea, aunque este matrimonio
-me perdió en el concepto de la nobleza valenciana.
-Las señoras de la primera distinción me
-miraron como a una mujer que se había envilecido
-y no quisieron visitarme más. Vime precisada
-a tratar solamente con las aldeanas o con señoras
-de medio pelo. No dejó de causarme esto alguna
-pena, porque me había acostumbrado por espacio
-de seis años a tratarme únicamente con personas
-de carácter. Verdad es que tardé poco en consolarme,
-porque tomé conocimiento con una escriba<span class="pagenum"><a name="Page_200" id="Page_200">[200]</a></span>na
-y dos procuradoras, cada una de un carácter
-muy digno de risa. Yo me divertía infinito de ver
-su ridiculez. Estas medio señoras se tenían por
-personas ilustres. Pensaba yo que solamente las
-comediantas eran las que no se conocían a sí mismas,
-mas veo que ésta es una flaqueza universal.
-Cada uno cree que es más que su vecino. En este
-particular, toco ahora que tan locas son las hidalgas
-de aldea como las damas de teatro. Para castigarlas,
-quisiera yo que se las obligase a conservar
-en sus casas los retratos de sus abuelos, y
-apuesto cualquiera cosa a que no los colocarían
-en los sitios más visibles.</p>
-
-<p>»A los cuatro años de matrimonio cayó enfermo
-el señor Astuto, y murió sin haberme quedado hijos
-de él. Añadiéndose lo que él me dejó a lo que yo
-poseía, me hallé una viuda rica, y por tal me tenían.
-En virtud de esta fama, comenzó a obsequiarme
-un caballero siciliano, llamado Colifichini,
-resuelto a ser mi amante para arruinarme o ser
-desde luego mi marido, dejando a mi arbitrio la
-elección. Había venido de Palermo para ver la España,
-y después de haber satisfecho su curiosidad,
-estaba en Valencia esperando, según decía, ocasión
-de embarcarse para restituirse a Sicilia. Tenía veinticinco
-años; era, aunque pequeño de cuerpo, bien
-plantado, y, en fin, me agradaba su figura. Halló
-modo de hablarme a solas, y&mdash;te confieso la verdad&mdash;desde
-la primera conversación quedé loca
-perdida por él. No quedó él menos enamorado de
-mí, y creo&mdash;¡Dios me lo perdone!&mdash;que en aquel<span class="pagenum"><a name="Page_201" id="Page_201">[201]</a></span>
-mismo punto nos hubiéramos casado si la muerte
-del procurador, que aun estaba muy reciente, me
-hubiera permitido hacer tan presto otra boda, porque
-desde que comencé a tomar inclinación a los
-matrimonios respetaba los estímulos del mundo.</p>
-
-<p>»Convinimos, pues, en dilatar un poco nuestro
-casamiento por el bien parecer. Mientras tanto,
-Colifichini proseguía obsequiándome, y lejos de
-entibiarse en su amor se mostraba más vehemente
-cada día. El pobre mozo no estaba sobrado de dinero;
-conocílo y procuré que nunca le faltase. Además
-de que mi edad era doble de la suya, me acordaba
-de haber hecho contribuir a los hombres en
-la flor de mis años y miraba lo que daba como una
-especie de restitución en descargo de mi conciencia.
-Estuvimos esperando con la mayor paciencia
-que nos fué posible a que pasase el tiempo que prescribe
-a las viudas el ceremonial del respeto humano
-para pasar a otras nupcias. Apenas llegó, cuando
-fuimos a la iglesia a unirnos con aquel estrecho
-lazo que sólo puede desatar la muerte. Retirámonos
-después a mi quinta, donde puedo decir que
-vivimos dos años, menos como esposos que como
-dos tiernos amantes. Pero, ¡ay, que no nos habíamos
-unido para que nuestra dicha fuese duradera!
-Al cabo de esto breve tiempo, un dolor de costado
-me privó de mi adorado Colifichini.»</p>
-
-<p>»Aquí no pude menos de interrumpir a mi madre
-diciéndole: «Pues qué, señora, ¿también murió vuestro
-tercer marido? Sin duda sois una plaza que sólo
-puede tomarse a costa de la vida de sus conquis<span class="pagenum"><a name="Page_202" id="Page_202">[202]</a></span>tadores.»
-«Hijo mío, ¡cómo ha de ser!&mdash;me respondió
-ella&mdash;. ¿Por ventura puedo yo alargar los días
-que el Cielo tiene contados? Si he perdido tres maridos,
-¿cómo lo he de remediar? A dos los lloré
-mucho; el que menos lágrimas me costó fué el procurador.
-Como me casé con él puramente por el
-interés, tardé poco en consolarme de su muerte.
-Pero volviendo a Colifichini, te diré que algunos
-meses después de muerto, deseando yo ver una
-casa de campo junto a Palermo, que me había señalado
-para mi viudedad en nuestro contrato matrimonial,
-y tomar posesión de ella personalmente,
-me embarqué para Sicilia con mi hija Beatriz; pero
-en el viaje fuimos apresadas por los corsarios del
-bajá de Argel. Condujéronnos a esta ciudad, y por
-fortuna nuestra te encontraste en la plaza donde
-estábamos puestas en venta. A no ser esto, hubiéramos
-caído en manos de un amo despiadado, que
-nos hubiera maltratado y bajo cuya dura esclavitud
-quizá habríamos gemido toda la vida sin que
-tú hubieses oído hablar nunca de nosotras.»</p>
-
-<p>»Tal fué, señores, la relación que mi madre me
-hizo. Coloquéla después en el mejor cuarto de mi
-casa, con la libertad de vivir como mejor le pareciese,
-cosa que fué muy de su gusto. Habíase arraigado
-tanto en ella el hábito de amar, en virtud de
-tan repetidos actos, que no le era posible estar sin
-un amante o sin un marido. Anduvo vagueando
-por algún tiempo, poniendo los ojos en algunos de
-mis esclavos, hasta que finalmente llamó toda su
-atención Haly Pegelín, renegado griego que frecuen<span class="pagenum"><a name="Page_203" id="Page_203">[203]</a></span>taba
-mi casa. Inspiróle éste un amor mucho más
-vivo que el que había tenido a Colifichini, y era
-tan diestra en agradar a los hombres que halló el
-secreto de encantar también a éste. Aunque conocí
-desde luego que obraban de acuerdo los dos, me
-di por desentendido de su trato, pensando sólo en
-el modo de restituirme a España. Habíame dado
-licencia el bajá para armar una embarcación, a fin
-de ir en corso a ejercitar la piratería. Ocupábame
-enteramente el cuidado de este armamento, y ocho
-días antes que se acabase dije a Lucinda: «Madre,
-presto saldremos de Argel y dejaremos para siempre
-un lugar que tanto aborrecéis.»</p>
-
-<p>»Mudósele el color al oír estas palabras y guardó
-un profundo silencio. Sorprendióme esto extrañamente
-y le dije admirado: «¿Qué es esto, señora?
-¿Qué novedad veo en vuestro semblante? Parece
-que os aflijo en vez de causaros alegría. Creía daros
-una noticia agradable participándoos que todo
-lo tengo dispuesto para nuestro viaje. ¿No desearíais
-acaso restituiros a España?» «No, hijo mío&mdash;me
-respondió&mdash;, confieso que ya no lo deseo.
-Tuve allí tantos disgustos, que he renunciado a
-ella para siempre.» «¡Qué es lo que oigo!&mdash;exclamé
-penetrado de dolor&mdash;. ¡Ah señora! ¡Decid más bien
-que el amor es quien os hace odiosa vuestra patria!
-¡Santos Cielos y qué mudanza! Cuando llegasteis
-a esta ciudad, todo cuanto se os ponía delante
-os causaba horror; pero Haly Pegelín os hace
-mirar las cosas con otros ojos.» «No lo niego&mdash;respondió
-Lucinda&mdash;; es cierto que amo a este rene<span class="pagenum"><a name="Page_204" id="Page_204">[204]</a></span>gado
-y quiero que sea mi cuarto marido.» «¿Qué
-proyecto es el vuestro?&mdash;interrumpí todo horrorizado&mdash;.
-¡Vos casaros con un musulmán! Sin duda
-habéis olvidado que sois cristiana, o, por mejor
-decir, solamente lo habéis sido hasta aquí de puro
-nombre. ¡Ah madre mía, y qué de cosas estoy
-viendo ya! ¡Habéis resuelto perderos para siempre
-porque vais a hacer por vuestro gusto lo que yo
-no hice sino por necesidad!»</p>
-
-<p>»Otras muchas cosas le dije para disuadirla de
-aquel intento, pero fué predicar en desierto, porque
-se había cerrado en ello. No contenta con dejarse
-arrastrar de su mala inclinación, dejándome
-a mí por entregarse a un renegado, quiso llevarse
-consigo a Beatriz; pero a esto me opuse fuertemente.
-¡Ah infeliz Lucinda!&mdash;le dije&mdash;. ¡Si nada
-es capaz de conteneros, a lo menos abandonaos sola
-al furor que os posee y no queráis conducir a una
-inocente al precipicio en que os apresuráis a caer!»
-Lucinda se marchó sin replicar, quizá por algún
-vislumbre de luz que por entonces rayó en ella y
-le impidió obstinarse en pedir su hija. Así lo creía
-yo, pero conocía muy mal a mi madre. Uno de mis
-esclavos me dijo dos días después: «Señor, mirad
-por vos. Un cautivo de Pegelín acaba de confiarme
-un secreto que no debo ocultaros, para que no
-perdáis tiempo en aprovecharos de él. Vuestra madre
-ha mudado de religión, y para vengarse de vos
-por haberle negado su hija está determinada a dar
-parte al bajá de vuestra próxima fuga.» No tuve
-la menor duda de que Lucinda era capaz de hacer<span class="pagenum"><a name="Page_205" id="Page_205">[205]</a></span>
-todo lo que mi esclavo me avisaba. Habíala yo estudiado
-mucho y estaba persuadido de que, a fuerza
-de representar papeles trágicos en el teatro, se
-había familiarizado tanto con el crimen que muy
-bien me hubiera hecho quemar vivo, y no le conmovería
-más mi muerte que si viese representada
-en una tragedia esta catástrofe sangrienta.</p>
-
-<p>»Por tanto, no quise despreciar el aviso que me
-dió el esclavo. Apresuré cuanto pude las prevenciones
-del embarco y tomé, según costumbre de
-los corsarios argelinos que van a corso, algunos
-turcos conmigo, pero solamente los que eran necesarios
-para no hacerme sospechoso, y salí del
-puerto con todos mis esclavos y mi hermana Beatriz.
-Ya se persuadirán ustedes de que no me olvidaría
-de llevar al mismo tiempo todo el dinero
-y alhajas que había en mi casa y podía importar
-hasta unos seis mil ducados. Luego que nos vimos
-en plena mar, lo primero que hicimos fué asegurarnos
-de los turcos, a quienes encadenamos fácilmente,
-por ser mucho mayor el número de mis
-esclavos. Tuvimos un viento tan favorable que en
-poco tiempo arribamos a las costas de Italia; entramos
-en el puerto de Liorna con la mayor facilidad,
-y toda la ciudad, a lo que creo, acudió a
-nuestro desembarco. Entre los que concurrieron a
-él estaba por casualidad o por curiosidad el padre
-de mi esclavo Azarini. Miraba atentamente a todos
-mis cautivos conforme iban desembarcando; y
-aunque en cada uno de ellos deseaba ver las facciones
-de su hijo, ninguna esperanza tenía de en<span class="pagenum"><a name="Page_206" id="Page_206">[206]</a></span>contrarlas.
-Pero ¡qué júbilo, qué abrazos se dieron
-padre e hijo después de haberse reconocido! Luego
-que Azarini le informó de quién era yo y del motivo
-que me llevaba a Liorna, me obligó el buen
-viejo a que fuese a alojarme a su casa, juntamente
-con mi hermana Beatriz. Pasaré en silencio la menuda
-relación de mil cosas que me fué preciso practicar
-para volver a reconciliarme con el gremio de
-la Iglesia, y sólo diré que abjuré el mahometismo
-con mucha mayor fe que le había abrazado. Purguéme
-enteramente del humor mahometano, vendí
-mi bajel y di libertad a todos los esclavos. Por lo
-que toca a los turcos, se los aseguró en las cárceles
-de Liorna para canjearlos a su tiempo por otros
-tantos cristianos. Los dos Azarinis, padre e hijo,
-usaron conmigo de todo género de atenciones. El
-hijo se casó con mi hermana Beatriz, partido que
-a la verdad no dejaba de ser ventajoso para él,
-porque al cabo era hija de un caballero y heredera
-de la hacienda de Jérica, cuya administración había
-dejado mi madre a cargo de un rico labrador
-de Paterna cuando resolvió pasar a Sicilia.</p>
-
-<p>»Después de haberme detenido en Liorna algún
-tiempo, marché a Florencia, deseoso de ver aquella
-ciudad. Llevé conmigo algunas cartas de recomendación
-que el viejo Azarini me dió para algunos
-amigos suyos en la corte del gran duque, a
-quienes me recomendaba como un caballero español
-pariente suyo. Yo añadí el don a mi nombre
-de bautismo, a imitación de no pocos paisanos
-míos plebeyos, que sin tenerlo y por honrarse se<span class="pagenum"><a name="Page_207" id="Page_207">[207]</a></span>
-lo ponen a sí mismos en los países extranjeros.
-Hacíame, pues, llamar con descaro don Rafael, y
-como había traído de Argel lo que bastaba para
-sostener dignamente esta nobleza, me presenté en
-la Corte con brillantez. Los caballeros a quienes
-me había recomendado Azarini publicaban en todas
-partes que yo era un sujeto de distinción, y
-como no lo desmentían los modales caballerescos,
-que había estudiado bien, era generalmente tenido
-por persona de importancia.</p>
-
-<p>»Supe introducirme muy presto con los primeros
-señores de la Corte, los cuales me presentaron al
-gran duque, y tuve la fortuna de caerle en gracia.
-Dediquéme a hacerle la corte y a estudiarle el genio.
-Oía para esto con atención lo que decían de
-él los cortesanos más viejos y experimentados. Observé,
-entre otras cosas, que le gustaban mucho
-los cuentos graciosos traídos con oportunidad y
-los dichos agudos. Esto me sirvió de regla, y todas
-las mañanas escribía en mi libro de memoria
-los cuentos que quería contarle durante el día.
-Sabía tan gran número de ellos, que parecía tener
-un saco lleno, y aunque procuré gastarlos con economía,
-poco a poco se fué apurando el caudal, de
-suerte que me hubiera visto precisado a repetirlos
-o a hacer ver que había concluído mis apotegmas,
-si mi talento, fecundo en invenciones, no me hubiese
-socorrido con abundancia, de manera que yo
-mismo compuse cuentos galantes o cómicos que
-divirtieron mucho al gran duque, y, lo que sucede
-muchas veces a los ingeniosos y agudos de profe<span class="pagenum"><a name="Page_208" id="Page_208">[208]</a></span>sión,
-por la mañana apuntaba en mi libro de memoria
-las agudezas que había de decir por la tarde,
-vendiéndolas como ocurridas de repente.</p>
-
-<p>»Metíme también a poeta y consagré mi musa a
-las alabanzas del príncipe. Confieso de buena fe
-que mis versos no valían mucho, y por eso nadie
-los criticó; pero aun cuando hubieran sido mejores,
-dudo que el duque los hubiera celebrado más;
-el hecho es que le agradaban infinito, lo que quizá
-dependería de los asuntos que yo elegía. Fuese por
-lo que quisiese, aquel príncipe estaba tan pagado
-de mí que llegué a causar celos a los cortesanos.
-Estos quisieron averiguar quién era yo, pero no lo
-consiguieron, y sólo llegaron a descubrir que había
-sido renegado. No dejaron de ponerlo en noticia
-del príncipe, con esperanza de desbancarme; pero,
-lejos de salir con la suya, este chisme sirvió únicamente
-para que el gran duque me obligase un día
-a que le hiciese una fiel relación de mi cautiverio
-en Argel. Obedecíle, y mis aventuras le divirtieron
-infinito.</p>
-
-<p>»Luego que la acabé, me dijo: «Don Rafael, yo te
-estimo mucho y quiero darte de ello una prueba
-tal que no te deje género de duda. Voy a hacerte
-depositario de mis secretos, y para ponerte desde
-luego en posesión de confidente mío, te digo que
-amo con pasión a la mujer de uno de mis ministros.
-Es la señora más linda de mi corte, pero al
-mismo tiempo la más virtuosa. Ocupada enteramente
-en el gobierno de su casa, y del todo entregada
-al amor de un marido que la idolatra, pa<span class="pagenum"><a name="Page_209" id="Page_209">[209]</a></span>rece
-que ella sola ignora lo celebrada que es en
-Florencia su hermosura. Por aquí conocerás la dificultad
-de conquistar su corazón. En medio de
-eso, esta deidad, inaccesible a los amantes, alguna
-vez me ha oído suspirar por ella; he hallado medios
-de hablarle a solas; conoce mis sentimientos
-interiores, mas no por eso me lisonjeo de haberle
-inspirado amor, no habiéndome dado ningún motivo
-para formarme una idea tan lisonjera. Sin
-embargo, no desconfío de que llegue a serle grata
-mi constancia y la misteriosa conducta que observo.
-La pasión que abrigo en mi pecho a esta dama,
-ella sola la conoce. En vez de dejarme llevar de
-mi inclinación sin reparo alguno, abusando del
-poder y autoridad de soberano, mi mayor cuidado
-es ocultar a todo el mundo el conocimiento de mi
-amor. Paréceme deber esta atención a Mascarini,
-que es el esposo de la que amo. El desinterés y
-celo con que me sirve, sus servicios y su probidad
-me obligan a proceder con el mayor secreto y circunspección.
-No quiero clavar un puñal en el pecho
-de este marido infeliz declarándome amante
-de su mujer. Quisiera que ignorase siempre, si posible
-fuera, el fuego que me abrasa, porque estoy
-persuadido de que moriría de pena si llegase a saber
-lo que ahora te confío. Por esto le oculto todos
-los pasos que doy y he pensado valerme de ti para
-que manifiestes a Lucrecia lo mucho que me hace
-padecer la violencia a que me condeno yo mismo;
-tú serás el que le declares mis amorosos afectos,
-no dudando que desempeñarás muy bien este de<span class="pagenum"><a name="Page_210" id="Page_210">[210]</a></span>licado
-encargo. Traba conversación con Mascarini,
-procura granjear su amistad, introdúcete en su casa
-y logra la libertad de hablar a su mujer. Esto es
-lo que espero de ti y lo que estoy seguro harás
-con toda la destreza y discreción que pide un encargo
-tan delicado.»</p>
-
-<p>»Habiendo prometido al gran duque hacer todo
-lo posible para corresponder a su confianza y contribuir
-a la satisfacción de sus deseos, cumplí presto
-mi palabra. Nada omití para adquirir la amistad
-de Mascarini, lo que me costó poco trabajo. Sumamente
-pagado de que solicitase su amistad un
-cortesano tan bienquisto del príncipe, me ahorró
-la mitad del camino. Franqueóme su casa, tuve
-libre la entrada en el cuarto de su mujer, y me
-atreveré a decir que, en vista de mi cauto proceder,
-no tuvo la menor sospecha de la negociación
-de que estaba encargado. Es verdad que como era
-poco celoso, aunque italiano, se fiaba en la virtud
-de su esposa, y, encerrándose en su despacho, me
-dejaba muchos ratos solo con Lucrecia. Dejando
-desde luego a un lado los rodeos, le hablé del amor
-del gran duque y le declaré que yo iba a su casa
-precisamente a tratar de este asunto. Parecióme
-que no le tenía grande inclinación, pero al mismo
-tiempo conocí que la vanidad le hacía oír con gusto
-su pretensión y se complacía en oírla sin querer
-corresponder a ella. Era verdaderamente mujer
-juiciosa y muy prudente, pero al fin era mujer, y
-advertí que su virtud iba insensiblemente rindiéndose
-a la lisonjera idea de tener aprisionado a un<span class="pagenum"><a name="Page_211" id="Page_211">[211]</a></span>
-soberano. En conclusión, el príncipe podía con fundamento
-esperar que, sin renovar la violencia de
-Tarquino, vería a esta Lucrecia esclava de su amor.
-Sin embargo, un lance impensado desvaneció sus
-esperanzas, como ahora oirán ustedes.</p>
-
-<p>»Soy naturalmente atrevido con las mujeres, costumbre
-que contraje entre los turcos. Lucrecia era
-hermosa, y olvidándome de que con ella solamente
-debía hacer el papel de negociador, le hablé por
-mí en lugar de hablarle por el gran duque. Ofrecíle
-mis obsequios lo más cortésmente que pude, y en
-vez de ofenderse de mi osadía y de responderme
-con enfado, me dijo sonriéndose: «Confesad, don
-Rafael, que el gran duque ha tenido grande acierto
-en elegir un agente muy fiel y muy celoso, pues le
-servís con una lealtad que no hay palabras para
-encarecerla.» «Señora&mdash;le respondí en el mismo
-tono&mdash;, las cosas no se han de examina con tanto
-escrúpulo. Suplícoos que dejemos a un lado las
-reflexiones, que conozco no me favorecen mucho;
-yo solamente sigo lo que me dicta el corazón. Sobre
-todo, no creo ser el primer confidente de un
-príncipe que en punto a galanteo ha sido traidor
-a su amo. Es cosa muy frecuente en los grandes
-señores hallar en sus Mercurios unos rivales peligrosos.»
-«Bien puede ser así&mdash;replicó Lucrecia&mdash;;
-pero yo soy altiva y sólo un príncipe sería capaz
-de mover mi inclinación. Arreglaos por este principio&mdash;prosiguió
-ella, volviendo a revestirse de su
-natural seriedad&mdash;y mudemos de conversación.
-Quiero olvidar lo que me acabáis de decir, con la<span class="pagenum"><a name="Page_212" id="Page_212">[212]</a></span>
-condición de que jamás os suceda volver a tocar
-semejante asunto, pues de lo contrario podréis
-arrepentiros.»</p>
-
-<p>»Aunque éste era un <i>aviso al lector</i> de que yo debiera
-haberme aprovechado, proseguí, no obstante,
-en hablar de mi pasión a la mujer de Mascarini,
-y aun la importuné con más eficacia que antes a
-que correspondiese a mi cariño, llevando a tal extremo
-mi temeridad que quise tomarme algunas
-libertades. Ofendida entonces la dama de mis expresiones
-y de mis modales musulmanes, se llenó
-de cólera contra mí, amenazándome de que no
-tardaría el gran duque en saber mi insolencia y
-que le suplicaría me castigase como merecía. Díme
-yo también por ofendido de sus amenazas, y, convirtiéndose
-en odio mi amor, determiné tomar venganza
-del desprecio con que me había tratado.
-Fuíme a ver con su marido, y, después de haberle
-hecho jurar que no me descubriría, le informé de
-la inteligencia que reinaba entre su mujer y el
-príncipe, pintándola muy enamorada para dar más
-interés a la relación. Lo primero que hizo el ministro,
-para precaver todo accidente, fué encerrar
-sin más ceremonia en un cuarto reservado a su
-esposa, encargando a personas de toda confianza
-la custodiasen estrechamente. Mientras ella estaba
-cercada de vigilantes Argos que la observaban y
-no dejaban camino alguno por donde pudiesen
-llegar al gran duque noticias suyas, yo me presenté
-a este príncipe con rostro triste y le dije que no
-debía pensar más en Lucrecia, porque Mascarini<span class="pagenum"><a name="Page_213" id="Page_213">[213]</a></span>
-sin duda había descubierto todo nuestro enredo,
-puesto que había comenzado a guardar a su mujer;
-que yo no sabía por dónde pudiese haber entrado
-en sospechas de mí, pues siempre había yo
-usado del mayor disimulo y maña; que quizá la
-misma Lucrecia habría informado de todo a su
-esposo y, de acuerdo con él, se habría dejado encerrar
-para librarse de solicitaciones que ponían
-en sobresalto su virtud. Mostróse el príncipe muy
-afligido de oírme; entonces me compadeció mucho
-su sentimiento, y más de una vez me pesó de lo
-que había dicho, pero ya no tenía remedio. Por
-otra parte, confieso que experimentaba un maligno
-placer cuando consideraba el estado a que había
-reducido a una mujer orgullosa que había despreciado
-mis suspiros.</p>
-
-<p>»Yo gozaba impunemente del placer de la venganza,
-cuando un día, estando en presencia del
-gran duque con cinco o seis señores de su corte, nos
-preguntó a todos: «¿Qué castigo os parece merecería
-un hombre que hubiese abusado de la confianza de
-su príncipe e intentado robarle su dama?» «Merecería&mdash;respondió
-uno de los cortesanos&mdash;ser descuartizado
-vivo.» Otro opinó que debía ser apaleado hasta
-que expirase; el menos cruel de estos italianos, y
-el que se mostró más favorable al delincuente, dijo
-que él se contentaría con hacerle arrojar de lo alto
-de una torre. «Y don Rafael&mdash;replicó entonces el
-gran duque&mdash;, ¿de qué parecer es? Porque estoy
-persuadido de que los españoles no son menos severos
-que los italianos en semejantes ocasiones.»</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_214" id="Page_214">[214]</a></span></p>
-
-<p>»Conocí bien, como se puede discurrir, que Mascarini
-había violado su juramento o que su mujer
-había hallado medio de informar al gran duque
-de cuanto había pasado entre los dos. En mi rostro
-se echaba de ver la turbación que me agitaba;
-pero a pesar de ella respondí con entereza al gran
-duque: «Señor, los españoles son más generosos.
-En igual lance, perdonarían al confidente, y con
-este rasgo de bondad producirían en su alma un
-eterno arrepentimiento de haberle sido traidor.»
-«Pues bien&mdash;me dijo el duque&mdash;: yo me contemplo
-capaz de esa generosidad y perdono al traidor, reconociendo
-que sólo debo culparme a mí mismo
-por haberme fiado de un hombre a quien no conocía
-y de quien tenía motivos de desconfiar en
-razón de lo que me habían contado de él. Don
-Rafael&mdash;añadió&mdash;, la venganza que tomo de vos
-es que salgáis inmediatamente de todos mis Estados
-y no volváis a poneros en mi presencia.» Retiréme
-en el mismo punto, menos afligido de mi
-desgracia que gozoso de haber escapado de este
-apuro a tan poca costa. Al día siguiente me embarqué
-en un buque catalán que salió del puerto
-de Liorna para Barcelona.»</p>
-
-<p>Cuando llegó don Rafael a este punto de su historia,
-no me pude contener en decirle: «Para un
-hombre tan advertido como sois, me parece fué
-grande error no haber salido de Florencia así que
-descubristeis a Mascarini el amor del príncipe hacia
-Lucrecia. Debíais tener por cierto que tardaría
-poco el gran duque en saber vuestra traición.»<span class="pagenum"><a name="Page_215" id="Page_215">[215]</a></span>
-«Convengo en ello&mdash;respondió el hijo de Lucinda&mdash;,
-y por lo mismo había pensado huir cuanto antes, a
-pesar del juramento que me hizo el ministro de no
-exponerme al resentimiento del príncipe. Llegué a
-Barcelona&mdash;continuó&mdash;con lo que me había quedado
-de las riquezas que traje de Argel, cuya mayor
-parte había disipado en Florencia por ostentar que
-era un caballero español. No me detuve largo tiempo
-en Cataluña. Reventaba por volverme cuanto
-antes a Madrid, encantado lugar de mi nacimiento,
-y satisfice mis ansiosos deseos lo más presto que
-me fué posible. Luego que llegué a la corte, me
-apeé por casualidad en una de las posadas de caballeros,
-en donde vivía una dama llamada Camila,
-que, aunque había salido ya de la menor edad, era
-una mujer muy salada; testigo, el señor Gil Blas,
-que por aquel mismo tiempo, poco más o menos, la
-vió en Valladolid. Aun era más discreta que hermosa,
-y ninguna aventurera tuvo mayor talento
-para traer la pesca a sus redes; pero no se parecía
-a aquellas ninfas que se aprovechan del agradecimiento
-de sus galanes. Si acababa de despojar a
-algún mayordomo de un gran señor, inmediatamente
-repartía los despojos con el primer caballero
-mendicante que fuese de su gusto.</p>
-
-<p>»Apenas nos vimos los dos cuando nos amamos,
-y la conformidad de nuestras inclinaciones nos unió
-tan estrechamente que presto pasó a hacer comunes
-nuestros bienes. A la verdad, no eran éstos
-muy considerables, y así, los comimos en poco
-tiempo. Por nuestra desgracia, sólo pensábamos<span class="pagenum"><a name="Page_216" id="Page_216">[216]</a></span>
-uno y otro en agradarnos, sin valemos de las disposiciones
-que ambos teníamos para vivir a costa
-ajena. La miseria, en fin, despertó nuestro ingenio,
-que el placer tenía aletargado. «Querido Rafael&mdash;me
-dijo un día Camila&mdash;, pongamos treguas a
-nuestro amor; dejemos de guardarnos una fidelidad
-que nos arruina. Tú puedes embobar a alguna viuda
-rica y yo pescar a algún viejo poderoso. Si
-proseguimos siéndonos fieles uno a otro, ve ahí dos
-fortunas perdidas.» «Hermosa Camila&mdash;respondí yo
-prontamente&mdash;, me ganas por la mano, pues iba
-a hacerte la misma propuesta; vengo en ello, reina
-mía. Sí, por cierto; para la mejor conservación de
-nuestro amor es menester intentar conquistas útiles.
-Nuestras infidelidades serán triunfos para entrambos.»</p>
-
-<p>»Ajustado este tratado, salimos a campaña. Al
-principio, por más diligencias que hicimos, no pudimos
-encontrar lo que buscábamos. A Camila solamente
-se le presentaban pisaverdes, es decir,
-amantes que no tienen un cuarto, y a mí sólo se
-me ofrecían aquellas mujeres que más quieren imponer
-contribuciones que pagarlas. Como el amor
-se negaba a socorrer nuestras necesidades, apelamos
-a enredos y bellaquerías. Hicimos tantos y
-tantas, que el corregidor llegó a saberlas, y este
-juez, en extremo severo, dió orden a un alguacil
-para que nos prendiese; pero éste, que era tan bueno
-como taimado el corregidor, nos hizo espaldas
-para que saliésemos de Madrid, mediante una propineja
-que le dimos. Tomamos el camino de Valla<span class="pagenum"><a name="Page_217" id="Page_217">[217]</a></span>dolid
-e hicimos pie en aquella ciudad. Alquilé una
-casa, donde me alojé con Camila, que por evitar
-el escándalo pasaba por hermana mía. Al principio
-nos contuvimos en ejercer nuestra habilidad,
-y comenzamos a tantear y conocer bien el terreno
-antes de acometer ninguna empresa.</p>
-
-<p>»Un día se llegó a mí en la calle un hombre y,
-saludándome muy cortésmente, me dijo: «Señor don
-Rafael, ¿no me conoce usted?» Respondíle que no.
-«Pues yo&mdash;me replicó&mdash;conozco a usted mucho, por
-haberle visto en la Corte de Toscana, donde servía
-yo en las guardias del gran duque. Pocos meses
-ha que dejé el servicio de aquel príncipe, y me vine
-a España con un italiano de los más astutos. Estamos
-en Valladolid tres semanas ha y vivimos en
-compañía de un castellano y de un gallego, mozos
-los dos seguramente muy honrados, y nos mantenemos
-todos con el trabajo de nuestras manos. Lo
-pasamos opíparamente y nos divertimos como unos
-príncipes. Si usted quiere agregarse a nosotros, será
-muy bien recibido de mis compañeros, porque siempre
-le he tenido a usted por un hombre muy de
-bien, naturalmente poco escrupuloso y caballero
-profeso en nuestra orden.»</p>
-
-<p>»La franqueza con que me habló aquel bribón me
-estimuló a responderle del mismo modo. «Ya que
-te has franqueado conmigo con tanta sinceridad&mdash;le
-respondí&mdash;, quiero hablarte con la misma. Es
-verdad que no soy novicio en vuestra profesión, y
-si la modestia me permitiera referirte mis proezas,
-verías que no me has hecho demasiada merced en<span class="pagenum"><a name="Page_218" id="Page_218">[218]</a></span>
-tu ventajoso concepto. Pero dejando a un lado
-alabanzas propias, me contentaré con decirte, admitiendo
-la plaza que me ofreces en vuestra compañía,
-que no perdonaré diligencia alguna para haceros
-conocer que no la desmerezco.» Apenas dije
-a aquel ambidextro que consentía en aumentar el
-número de sus camaradas, cuando me condujo
-a donde éstos estaban, y desde el mismo punto me
-dió a conocer a todos. Allí fué donde vi por primera
-vez al ilustre Ambrosio de Lamela. Examináronme
-aquellos señores sobre el arte de apropiarse
-sutilmente de lo ajeno. Quisieron saber si tenía
-principios de la facultad, y descubríles tantas tretas
-nuevas para ellos que se quedaron admirados;
-pero mucho más se pasmaron cuando, despreciando
-yo la sutileza de mis manos como una cosa muy
-ordinaria, les aseguré que en lo que yo me aventajaba
-era en golpes magistrales de hurtar que pedían
-ingenio, y para persuadirlos que era verdad
-les conté la aventura de Jerónimo de Miajadas, y
-bastó la sencilla relación de aquel suceso para que
-me reconociesen por un talento superior y todos a
-una me nombrasen por jefe suyo. Tardé poco en
-acreditar el acierto de su elección en una multitud
-de bribonerías que hicimos, de todas las cuales fuí
-yo, por decirlo así, la llave maestra. Cuando necesitábamos
-alguna actriz para forjar mejor algún
-enredo, echábamos mano de Camila, que representaba
-con primor cuantos papeles se le encargaban.</p>
-
-<p>«Dióle por aquel tiempo a nuestro cofrade Ambrosio
-la tentación de ir a su país, y, con efecto,<span class="pagenum"><a name="Page_219" id="Page_219">[219]</a></span>
-marchó a Galicia, asegurándonos de su vuelta.
-Después que satisfizo sus deseos, volvió por Burgos,
-sin duda para dar algún golpe de maestro, en
-donde un mesonero conocido suyo le acomodó con
-el señor Gil Blas de Santillana, de cuyos asuntos le
-informó muy bien. Usted, señor Gil Blas&mdash;prosiguió,
-dirigiéndome la palabra&mdash;, se acordará, sin
-duda, del modo con que le desvalijamos en la posada
-de caballeros de Valladolid. Tengo por cierto
-que desde luego sospechó usted que su criado Ambrosio
-había sido el principal instrumento de aquel
-robo, y en verdad que le sobró la razón para sospecharlo.
-Luego que llegó a Valladolid, vino en
-busca nuestra, enterónos de todo, y la gavilla se
-encargó de lo demás; pero no sabrá usted las resultas
-de aquel pasaje y quiero informarle de ellas.
-Ambrosio y yo cargamos con la valija y, montados
-en vuestras mulas, tomamos el camino de Madrid,
-sin contar con Camila ni con los demás camaradas,
-los cuales se admirarían tanto como vos de
-ver que no parecíamos al día siguiente.</p>
-
-<p>»A la segunda jornada mudamos de pensamiento:
-en vez de ir a Madrid, de donde no había salido
-sin motivo, pasamos por Cebreros y continuamos
-nuestro camino hasta Toledo. Lo primero que hicimos
-en aquella ciudad fué vestirnos muy decentemente,
-y luego, vendiéndonos por dos hermanos
-gallegos que viajaban por curiosidad, en poco tiempo
-hicimos conocimiento con mucha gente de distinción.
-Estaba yo tan acostumbrado a los modales
-cortesanos y caballerescos que fácilmente se<span class="pagenum"><a name="Page_220" id="Page_220">[220]</a></span>
-engañaron cuantos me vieron y trataron. A esto
-se añadía que como en un país desconocido la calidad
-de los forasteros regularmente se mide por
-el gasto que hacen y por el lucimiento con que se
-portan, ofuscábamos a todos con magníficos festines
-que empezamos a dar a las damas. Entre las
-que yo visitaba encontré con una que me gustó,
-pareciéndome más linda y joven que Camila. Quise
-saber quién era, y me dijeron se llamaba Violante,
-mujer de un caballero que, cansado ya de sus caricias,
-galanteaba a una cortesana que se había
-apoderado de su corazón. No necesité saber más
-para determinarme a hacer a doña Violante dueña
-soberana de todos mis pensamientos.</p>
-
-<p>»Tardó poco ella misma en conocer la adquisición
-que había hecho. Comencé a seguirla a todas partes
-y a hacer mil locuras para persuadirla de que
-no aspiraba yo a otra cosa que a consolarla de las
-infidelidades de su marido. Pensó un tanto sobre
-esto, y al cabo tuve el gusto de conocer que aprobaba
-mis intenciones. Recibí, en fin, un billete de
-ella en respuesta a muchos que yo le había escrito
-por medio de una de aquellas viejas que en España
-e Italia son tan cómodas. Decíame la dama en
-el tal billete que su marido cenaba todas las noches
-en casa de su amiga y que hasta muy tarde no
-volvía a la suya. Desde luego comprendí lo que me
-quería decir con esto. Aquella misma noche fuí a
-hablar por la reja con doña Violante y tuve con
-ella una conversación de las más tiernas. Antes de
-separamos quedamos de acuerdo en que todas las<span class="pagenum"><a name="Page_221" id="Page_221">[221]</a></span>
-noches a la misma hora nos hablaríamos en el
-propio sitio, sin perjuicio de las demás galanterías
-que nos fuese permitido practicar por el día.</p>
-
-<p>»Hasta entonces don Baltasar&mdash;que así se llamaba
-el marido de Violante&mdash;podía darse por bien servido;
-pero siendo otros mis deseos, fuí una noche
-al sitio consabido con ánimo de decirle que ya no
-podía vivir si no lograba hablarle a solas en un
-lugar más conveniente al exceso de mi amor, fineza
-que aun no había podido conseguir de ella. Apenas
-llegué cerca de la reja, cuando vi venir por la
-calle a un hombre, el cual conocí que me observaba.
-Con efecto, era el marido de doña Violante,
-que aquella noche se retiraba a casa algo temprano,
-y viendo parado allí a un hombre, comenzó
-él mismo a pasearse por la calle. Dudé algún tiempo
-lo que debía hacer; pero al fin me determiné a
-llegarme a don Baltasar, sin conocerle ni que él me
-conociese a mí, y le dije: «Caballero, suplico a usted
-que por esta noche me deje libre la calle, que
-en otra ocasión le serviré yo a usted.» «Señor&mdash;me
-respondió&mdash;, la misma súplica iba yo a hacerle a
-usted. Yo cortejo a una señorita que vive a veinte
-pasos de aquí, a la cual un hermano suyo hace
-guardar con la mayor vigilancia, por lo que quisiera
-ver desocupada del todo la calle.» «Espere
-usted&mdash;repliqué&mdash;, que ahora me ocurre un modo
-para que ambos quedemos servidos sin incomodarnos,
-porque la dama que yo cortejo vive en esta
-casa&mdash;mostrándole la propia suya&mdash;. Usted puede
-divertirse en la otra mientras yo me divierto en<span class="pagenum"><a name="Page_222" id="Page_222">[222]</a></span>
-ésta y hacernos espaldas los dos si alguno de nosotros
-fuere acometido.» «Convengo en ello&mdash;repuso
-él&mdash;; voy a ocupar mi sitio, usted quédese en el
-suyo y socorrámonos mutuamente en caso de necesidad.»
-Diciendo esto, se apartó de mí, pero fué
-para observarme mejor, lo que podía hacer sin
-riesgo, porque la noche estaba obscura.</p>
-
-<p>»Acercándome entonces sin recelo a la reja de
-Violante, no tardó ésta en venir y comenzamos a
-hablar. No me olvidé de instar a mi reina para que
-me concediese una audiencia privada en sitio reservado.
-Resistióse un poco a mis ruegos para hacer
-más apreciable el favor; pero después, echándome
-un papel que ya traía prevenido en el bolsillo,
-«Ahí va&mdash;me dijo&mdash;lo que deseáis, y veréis
-bien despachadas vuestras súplicas.» Al decir esto
-se retiró, por cuanto iba ya viniendo la hora en
-que acostumbraba a recogerse a casa su marido;
-pero éste, que había conocido muy bien ser su mujer
-el ídolo a quien yo sacrificaba, me salió al encuentro
-y, con un fingido gozo, me preguntó: «Y
-bien, caballero, ¿está usted contento de su buena
-fortuna?» «Tengo motivos para estarlo&mdash;le respondí&mdash;;
-y a usted ¿cómo le fué con la suya? ¿Mostrósele
-el amor risueño y favorable?» «¡Oh, no!&mdash;me
-respondió con despecho&mdash;. ¡El maldito hermano de
-mi querida volvió de su casa de campo un día antes
-de lo que habíamos pensado, y este contratiempo
-ha aguado el contento con que yo me había
-lisonjeado!»</p>
-
-<p>»Hicímonos don Baltasar y yo recíprocas protes<span class="pagenum"><a name="Page_223" id="Page_223">[223]</a></span>tas
-de amistad y nos citamos para vernos en la
-plaza Mayor la mañana siguiente. Después que nos
-separamos, se fué don Baltasar derecho a su casa,
-donde no mostró a su mujer el menor indicio de
-las noticias que tenía de ella, y al otro día acudió
-a la plaza, según lo acordado, y de allí a un momento
-llegué yo. Saludámonos con vivas demostraciones
-de amistad, tan alevosas por su parte
-como sinceras por la mía. Hízome el artificioso
-don Baltasar una falsa confianza de sus lances amorosos
-con la dama de quien me había hablado la
-noche anterior. Contóme una larga fábula que había
-forjado, todo con el siniestro fin de obligarme
-a corresponderle contándole yo el modo con que
-había hecho conocimiento con Violante. Caí incautamente
-en el lazo y con la mayor franqueza del
-mundo le confesé todo lo que me había sucedido;
-y no contento con esto, le enseñé el papel que había
-recibido, y aun le leí también su contexto, que
-era el siguiente: «Mañana iré a comer en casa de
-doña Inés; ya sabéis dónde vive. Allí hablaremos
-a solas. No puedo negaros por más largo tiempo
-un favor que juzgo merecéis.»</p>
-
-<p>«Ese es un papel&mdash;dijo don Baltasar&mdash;que le promete
-a usted el merecido premio de sus amorosos
-suspiros. Doile a usted de antemano la enhorabuena
-de la dicha que le aguarda.» No dejó de parecer
-algo turbado mientras hablaba de esta manera,
-pero fácilmente me deslumbró ocultando a
-mis ojos su conmoción y enojo. Estaba tan embelesado
-en mis halagüeñas esperanzas, que no me<span class="pagenum"><a name="Page_224" id="Page_224">[224]</a></span>
-paraba en observar a mi confidente, aunque éste
-se vió precisado a dejarme, sin duda por temor de
-que conociese su agitación. Partió luego a contar
-a su cuñado esta aventura, e ignoro lo que pasó
-entre los dos; sólo sé que don Baltasar vino a casa
-de doña Inés a tiempo que yo estaba con Violante.
-Supimos que era él el que llamaba y yo me escapé
-por una puerta falsa antes que entrase en la sala.
-Luego que desaparecí, se aquietaron las dos mujeres,
-que se habían asustado mucho con la repentina
-venida del marido. Recibiéronle con tanta
-serenidad, que desde luego sospechó me habían escondido
-o hecho pasadizo. Lo que dijo a doña Inés
-y a su mujer no os lo puedo contar, porque nunca
-lo he sabido.</p>
-
-<p>»Entre tanto, no acabando todavía de conocer
-que don Baltasar se burlaba cruelmente de mi sinceridad,
-salí de la casa echándole mil maldiciones
-y me fuí derecho a la plaza, donde había dicho a
-Lamela me aguardase. No le encontré, porque el
-bribón tenía también su poco de trapillo, y con
-suerte más dichosa que la mía. Mientras le esperaba,
-vi a mi falso confidente venir hacia mí con
-rostro muy alegre y mucho desembarazo. Luego
-que llegó a mí, me preguntó cómo me había ido
-con mi ninfa en casa de doña Inés. «No sé qué demonio&mdash;le
-respondí&mdash;, envidioso de mis gustos, me
-vino a echar un jarro de agua en todos ellos. Mientras
-estaba a solas con ella, instando y suplicando,
-llamó a la puerta su maldito marido, a quien lleve
-Barrabás. Me fué preciso pensar en el modo de re<span class="pagenum"><a name="Page_225" id="Page_225">[225]</a></span>tirarme
-prontamente, y así, me marché por una
-puerta excusada, dando mil veces al diablo al grandísimo
-importuno que viene siempre a desbaratar
-mis designios.» «A la verdad, lo siento&mdash;repuso don
-Baltasar, alegrísimo en su interior de verme desazonado&mdash;.
-Ese es un marido molesto, que no merece
-se le dé cuartel.» «¡Oh! ¡En cuanto a eso&mdash;repliqué
-yo&mdash;, no dudéis que seguiré vuestro consejo! Os
-doy palabra de que esta misma noche se le dará
-pasaporte para el otro barrio. Su mujer, al separamos,
-me dijo que fuese adelante con mi empeño
-y no abandonase la empresa por tan poca cosa;
-que prosiguiese en acudir a su ventana a la hora
-acostumbrada, porque estaba resuelta a introducirme
-ella misma en su casa, pero que en todo
-caso no dejase de ir escoltado con dos o tres camaradas,
-para que en cualquier lance me hallase
-bien prevenido.» «¡Oh qué prudente es esa dama!&mdash;me
-respondió él&mdash;. Yo me ofrezco desde luego a
-acompañaros.» «¡Oh querido amigo&mdash;repliqué yo,
-fuera de mí de puro gozo y echándole los brazos
-al cuello&mdash;, y de cuántas finezas os soy deudor!»
-«Aun haré más por vos&mdash;repuso él&mdash;. Yo conozco
-a un mozo que es un Alejandro; éste nos acompañará,
-y con tal escolta podréis divertiros a vuestro
-gusto sin sobresalto ni contratiempo.»</p>
-
-<p>»No encontraba voces para explicar mi agradecimiento
-a los favores de aquel nuevo amigo; tan
-encantado me tenía su celo. Acepté, en fin, el auxilio
-que me ofrecía, y dándonos el santo para cerca
-de la puerta de Violante a la entrada de la noche,<span class="pagenum"><a name="Page_226" id="Page_226">[226]</a></span>
-nos separamos. Don Baltasar fué a buscar a su
-cuñado, que era el Alejandro de quien me había
-hablado, y yo me quedé paseando con Lamela, el
-cual, aunque no menos admirado que yo de la eficacia
-con que don Baltasar se interesaba en este
-asunto, cayó también en la red como yo había
-caído, sin pasarle por el pensamiento la menor
-desconfianza de la sencillez de aquellas finezas.
-Confieso que una simplicidad tan garrafal no se
-podía perdonar a unos hombres como nosotros.
-Cuando me pareció que era hora de presentarme
-a la ventana de Violante, Ambrosio y yo nos acercamos
-a ella, bien prevenidos de buenas armas.
-Hallamos en el mismo sitio al marido de la dama,
-acompañado de otro hombre que nos esperaba a
-pie firme. Llegóse a mí don Baltasar y me dijo:
-«Este es el caballero de cuyo valor hablamos esta
-mañana. Entre usted en casa de esa señora y disfrute
-su dicha sin recelo ni inquietud.»</p>
-
-<p>»Acabados los recíprocos cumplimientos, llamé a
-la puerta de mi ninfa y vino a abrirla una especie
-de dueña. Entré sin advertir lo que pasaba a mis
-espaldas y llegué hasta una sala donde Violante
-me esperaba. Mientras la estaba saludando, los dos
-traidores, que me siguieron hasta dentro de la casa,
-habían entrado en ella tan atropelladamente, y
-cerrado tras de sí la puerta con tanta violencia,
-que el pobre Ambrosio se quedó en la calle. Descubriéronse
-entonces, y ya podéis imaginar el apuro
-en que yo me vería. Bien se deja conocer que
-fué forzoso entonces llegar a las manos. Acometié<span class="pagenum"><a name="Page_227" id="Page_227">[227]</a></span>ronme
-los dos al mismo tiempo con las espadas desnudas,
-y yo les correspondí, dándoles tanto que hacer
-que se arrepintieron presto de no haber tomado
-medidas más seguras para la venganza. Pasé de
-parte a parte al marido, y el cuñado, viéndole en
-aquel estado, tomó la puerta, que Violante y la
-dueña habían dejado abierta al escaparse mientras
-nosotros reñíamos. Fuíle siguiendo hasta la calle,
-donde me reuní con Lamela, que, no habiendo podido
-sacar ni una sola palabra a las dos mujeres
-que había visto ir huyendo, no sabía precisamente
-a qué atribuir el rumor que acababa de oír. Volvimos
-a la posada, y, recogiendo lo mejor que teníamos,
-montamos en nuestras mulas y salimos de la
-ciudad antes que amaneciese.</p>
-
-<p>»Conocimos muy bien que el lance podía tener
-malas resultas y que se harían en Toledo pesquisas
-contra las cuales sería imprudencia no tomar
-todo género de precauciones. Hicimos noche en
-Villarrubia, en un mesón, en donde a poco rato
-entró un mercader de Toledo que caminaba a Segorbe.
-Cenamos con él y nos contó el trágico suceso
-del marido de Violante, mostrándose tan ajeno
-de sospecharnos reos de él que con libertad le hicimos
-toda suerte de preguntas. «Señores&mdash;nos dijo&mdash;,
-el caso lo supe esta mañana al ir a montar a caballo.
-Se hacen grandes diligencias para encontrar
-a Violante y me han asegurado que, siendo el corregidor
-pariente de don Baltasar, está en ánimo
-de no perdonar medio alguno para descubrir los
-autores del homicidio. Esto es todo lo que sé.»</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_228" id="Page_228">[228]</a></span></p>
-
-<p>»Aunque nada me espantaron las pesquisas del
-corregidor de Toledo, no obstante, tomé desde luego
-la determinación de salir cuanto antes de Castilla
-la Nueva, haciéndome cargo de que si encontraban
-a Violante confesaría ésta cuanto había
-pasado y daría tales señas de mi persona que la
-justicia despacharía rápidamente varias gentes en
-mi seguimiento. Por todas estas consideraciones,
-resolvimos desviamos del camino real desde el día
-siguiente. Tuvimos la fortuna de que Lamela había
-corrido las tres partes de España y tenía bien
-conocidas todas las sendas extraviadas por donde
-podíamos pasar con seguridad a Aragón. En vez
-de irnos derechos a Cuenca, nos metimos en las
-montañas que están antes de llegar a la ciudad,
-y por senderos muy practicados por mi conductor
-llegamos a una gruta que tenía toda la apariencia
-de ermita. Con efecto, era la misma adonde
-ayer noche llegaron ustedes a pedirme los recogiese.</p>
-
-<p>»Mientras estaba yo examinando sus contornos,
-que me representaban un país deliciosísimo, me
-dijo mi compañero: «Seis años ha que pasando yo
-por aquí me hospedó caritativamente en esta ermita
-un anciano y venerable ermitaño, que repartió
-conmigo los escasos víveres que tenía. Era un
-santo varón, y me dijo cosas tan santas y tan buenas
-que faltó poco para que yo dejase el mundo.
-Acaso vivirá todavía y quiero ver si es así.» Dicho
-esto, se apeó de la mula el curioso Ambrosio, y
-entrando en la ermita, después de haberse dete<span class="pagenum"><a name="Page_229" id="Page_229">[229]</a></span>nido
-en ella algunos momentos, salió, diciéndome:
-«Apeaos, don Rafael, y venid a ver un espectáculo
-muy tierno.» Eché pie a tierra inmediatamente, y,
-atando nuestras mulas a un árbol, seguí a Lamela
-hasta la gruta, donde entré, y vi tendido en una
-vil tarima a un viejo anacoreta, pálido y moribundo.
-Pendía de su venerable rostro una blanca
-barba, tan poblada y larga que le llegaba hasta
-la cintura, y tenía en sus manos juntas entrelazado
-un gran rosario. Al ruido que hicimos cuando nos
-acercamos a él entreabrió los ojos, que la muerte
-había comenzado ya a cerrar, y después de habernos
-mirado un momento nos dijo: «Hermanos
-míos, seáis quienes fuereis, aprovechaos del espectáculo
-que se ofrece a vuestra vista. Cuarenta años
-he vivido en el mundo y sesenta en esta soledad.
-¡Ah y qué largo me parece ahora el tiempo que
-dediqué a mis deleites, y, al contrario, qué corto
-el que he consagrado a la penitencia! ¡Ah! ¡Mucho
-temo que las austeridades del hermano Juan no
-hayan sido bastantes para expiar los pecados del
-licenciado don Juan de Solís.»</p>
-
-<p>»Apenas dijo estas palabras, cuando expiró, y los
-dos nos quedamos atónitos a vista de su muerte.
-Tales objetos siempre hacen alguna impresión hasta
-en los mayores libertinos; pero duró poco nuestra
-conmoción, porque olvidamos presto lo que
-acababa de decirnos. Comenzamos a hacer inventario
-de todo lo que había en la ermita, en lo que
-no tardamos mucho tiempo, pues todos los muebles
-consistían en lo que habéis podido ver en ella.<span class="pagenum"><a name="Page_230" id="Page_230">[230]</a></span>
-No sólo la tenía el hermano Juan mal amueblada,
-sino que hasta la despensa estaba mal provista.
-Todas las provisiones que hallamos se reducían a
-unas pocas avellanas y algunos mendrugos de pan
-casi petrificados, que a la cuenta no habían podido
-mascar las despobladas encías del santo varón;
-digo despobladas porque observamos que se
-le había caído la dentadura. Todo lo que contenía
-esta morada solitaria y todo lo que veíamos nos
-hacía mirar a este buen anacoreta como a un santo.
-Una sola cosa nos llamó la atención: hallamos un
-papel plegado en forma de carta, que el difunto
-había dejado sobre la mesa, en el cual encargaba
-a quien le leyese que llevase su rosario y sus sandalias
-al obispo de Cuenca. No acabamos de entender
-con qué intención había podido aquel nuevo
-padre del desierto desear que se hiciese a su obispo
-semejante regalo. Olíanos esto a falta de humildad
-o a cierto hipo de ser tenido por santo. Pero ¡quién
-sabe si sólo fué un si es no es de tontería! Es punto
-que no me meteré a decidir.</p>
-
-<p>»Hablando de ello Lamela y yo, le ocurrió a aquél
-un extraño pensamiento. «Quedémonos&mdash;me dijo&mdash;en
-esta ermita y disfracémonos de ermitaños. Enterremos
-al hermano Juan. Tú pasarás por él, y
-yo, con el nombre de hermano Antonio, iré a pedir
-limosna por los lugares y aldeas del contorno.
-De esta manera, no sólo estaremos a cubierto de
-las pesquisas del corregidor, que no creo pueda
-pensar en buscarnos aquí, sino que espero lo pasaremos
-bien, en virtud de los conocimientos que<span class="pagenum"><a name="Page_231" id="Page_231">[231]</a></span>
-tengo en la ciudad de Cuenca.» Aprobé este extraño
-pensamiento, no ya por las razones que Ambrosio
-me alegaba, sino por un rasgo de extravagancia
-y como para representar un papel en una
-pieza de teatro. Abrimos, pues, una sepultura a
-treinta o cuarenta pasos de la gruta, y enterramos
-en ella modestamente al anacoreta, después de haberle
-despojado de su hábito, que consistía en una
-túnica ceñida al cuerpo con una correa de cuero,
-y le cortamos también la barba, para hacerme con
-ella a mí una postiza; en fin, hechos los funerales,
-tomamos posesión de la ermita.</p>
-
-<p>»Pasámoslo muy mal el primer día, viéndonos precisados
-a mantenernos solamente de la triste provisión
-que nos había dejado el difunto; pero el día
-siguiente, antes de amanecer, salió Lamela a campaña
-con las dos mulas, que vendió en Cuenca, y
-por la noche volvió cargado de víveres y de otras
-cosillas que había comprado. Trajo todo lo que era
-menester para disfrazarnos bien. Hizo para sí una
-túnica o hábito de paño pardo y una barbilla roja
-de crines, la que se supo acomodar con tal arte
-que parecía natural. No hay en el mundo mozo
-más mañoso que él. Arregló también la barba del
-hermano Juan, ajustándomela a la cara, y púsome
-en la cabeza un gran gorro de lana obscura, que
-contribuía mucho para disimular el artificio. Se
-puede decir que nada faltaba para nuestro disfraz.
-Hallámonos los dos en este ridículo equipaje, de
-manera que no podíamos mirarnos sin reírnos, viéndonos
-en un traje que ciertamente no nos con<span class="pagenum"><a name="Page_232" id="Page_232">[232]</a></span>venía.
-Con la túnica del hermano Juan heredé también
-su rosario y sus sandalias, que no hice escrúpulo
-de apropiarme en vez de regalárselas al obispo
-de Cuenca.</p>
-
-<p>»Hacía tres días que estábamos en la ermita, sin
-haber visto en todos ellos alma viviente; pero al
-cuarto entraron en la gruta dos aldeanos, que traían
-al difunto, creyendo que estuviese todavía vivo,
-pan, queso y cebollas. Luego que los vi, me eché
-en mi tarima, y me fué fácil alucinarlos, fuera de
-que ellos no podían distinguirme bien por la escasa
-luz de la ermita, y procuré imitar lo mejor
-que pude la voz del hermano Juan, cuyas últimas
-palabras había oído: de manera que los pobres
-hombres no tuvieron la menor sospecha de aquella
-superchería, y sí sólo mostraron alguna admiración
-de hallarse en la gruta con otro ermitaño. Pero
-advirtiéndolo, el socarrón de Lamela les dijo con
-cierto aire hipocritón: «No os admiréis, hermanos,
-de verme a mí en esta soledad. Estaba yo en una
-ermita de Aragón y la he dejado por venir a acompañar
-al venerable y discreto hermano Juan y asistirle
-en su extrema vejez, considerando la necesidad
-que tendría en ella de este alivio.» Los aldeanos
-prorrumpieron en infinitas alabanzas de
-Ambrosio, ensalzando hasta el cielo su heroica
-caridad y dándose a sí mismos mil parabienes por
-la dicha de tener dos hombres santos en su país.</p>
-
-<p>»Había comprado Lamela unas grandes alforjas,
-y cargado con ellas partió por la primera vez a
-dar principio a la demanda en la ciudad de Cuen<span class="pagenum"><a name="Page_233" id="Page_233">[233]</a></span>ca,
-que sólo dista una legua corta de la ermita.
-Como la Naturaleza le ha dotado de un exterior
-devoto y compungido, y además de eso posee en
-supremo grado el arte de hacerlo valer, no dejó de
-mover el corazón de las personas caritativas a darle
-limosna, y así, en poco tiempo llenó las alforjas
-de los dones de su liberalidad. «Amigo Ambrosio&mdash;le
-dije cuando volvió a la ermita&mdash;, te doy el
-parabién del admirable talento que tienes para
-ablandar y enternecer las almas cristianas. ¡Vive
-diez, que parece has ejercitado por muchos años
-el oficio de demandante capuchino!» «Algo más
-he hecho&mdash;me respondió&mdash;que hacer abundante
-cosecha, porque has de saber que he encontrado
-a cierta ninfa, llamada Bárbara, que fué algo mía
-en otro tiempo. La he hallado bien mudada, pues
-se ha dado, como nosotros, a la devoción. Vive
-con otras dos o tres beatas que edifican el mundo
-en público y hacen una vida muy diferente en
-casa. Al principio no me conoció; tanto, que me
-vi obligado a decirle: «¿Cómo así, señora Bárbara?
-¿Es posible que ya desconozcáis a uno de vuestros
-antiguos amigos y vuestro humilde servidor Ambrosio?»
-«¡Por vida mía, amigo Lamela&mdash;respondió
-Bárbara&mdash;, que jamás podía soñar el verte vestido
-con ese traje! ¿Por qué diablos de aventuras has
-venido a parar en ermitaño?» «Eso es cosa larga&mdash;le
-respondí&mdash;, y ahora no puedo detenerme a
-contárosla; pero mañana a la noche volveré y satisfaré
-vuestra curiosidad. También vendrá conmigo
-mi compañero, el hermano Juan.» «¿Qué her<span class="pagenum"><a name="Page_234" id="Page_234">[234]</a></span>mano
-Juan?&mdash;replicó ella&mdash;. ¿Aquel viejo y buen
-ermitaño que vive en una ermita cerca de esta
-ciudad? ¡Tú no sabes lo que te dices, pues se asegura
-que tiene más de cien años!» «Es verdad&mdash;le
-respondí&mdash;que en otro tiempo tuvo esa edad, pero
-de pocos días a esta parte se ha remozado tanto
-que no soy yo más mozo que él.» «Pues bien&mdash;respondió
-Bárbara&mdash;, siendo así, que venga contigo.
-Sin duda que en eso se oculta algún misterio.»</p>
-
-<p>»No dejamos de ir al día siguiente, luego que fué
-noche, a casa de aquellas santurronas, que para
-recibirnos mejor nos tenían prevenida una gran
-cena. Así que entramos en su casa nos quitamos
-las barbas postizas y el hábito eremítico, y sin ceremonia
-nos presentamos a estas princesas tales
-cuales éramos; y ellas, por no parecer menos francas
-que nosotros, nos mostraron de cuánto son capaces
-las falsas devotas cuando arriman a un lado
-las gazmoñerías de la aparente devoción. Pasamos
-casi toda la noche a la mesa y no nos retiramos a
-nuestra gruta hasta poco antes de amanecer. Repetimos
-presto la visita, o por mejor decir seguimos
-el mismo método por espacio de tres meses,
-y gastamos con aquellas ninfas más de los dos
-tercios de nuestro caudal; pero cierto celoso lo ha
-descubierto todo, dando parte a la justicia, la cual
-debía hoy ir a la ermita a echarnos mano. Ayer,
-mientras Ambrosio hacía su demanda en Cuenca,
-una de las beatas le entregó un billete, diciéndole:
-«Una amiga mía me escribe esta carta, que iba a
-enviaros con un propio. Muéstresela al hermano<span class="pagenum"><a name="Page_235" id="Page_235">[235]</a></span>
-Juan y tomen sus medidas en informándose de
-su contenido.» Este es, señores, aquel mismo billete
-que Lamela me entregó ayer en vuestra presencia
-y el que nos obligó a abandonar tan precipitadamente
-nuestra solitaria habitación.»</p>
-
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="V_II">CAPITULO II</h3>
-
-
-<p class="i2 center">De la conferencia que tuvieron don Rafael y sus
-oyentes y de la aventura que les sucedió al querer
-salir del bosque.</p>
-
-
-<p class="p2">Luego que acabó don Rafael de contar su historia,
-que me pareció algo larga, don Alfonso le dijo
-por cortesía que verdaderamente le había divertido
-mucho. Después de este cumplido, tomó la palabra
-el señor Lamela, y volviéndose al compañero
-de sus hazañas le dijo: «Don Rafael, el sol está ya
-para ponerse y me parece del caso que tratemos
-del partido que hemos de tomar.» «Dices bien&mdash;respondió
-su camarada&mdash;; es menester pensar a dónde
-hemos de ir.» «Yo&mdash;continuó Lamela&mdash;soy de parecer
-que, sin perder tiempo, nos pongamos en camino
-y procuremos llegar esta noche a Requena,
-para entrar mañana en el reino de Valencia, donde
-pondremos en movimiento los registros de nuestra
-industria. Siento acá dentro de mi corazón no sé
-qué presagio de que daremos golpes magistrales.»
-Don Rafael, que sobre estos asuntos tenía gran fe
-en sus pronósticos infalibles, accedió luego a su<span class="pagenum"><a name="Page_236" id="Page_236">[236]</a></span>
-opinión. Don Alfonso y yo, como nos habíamos
-puesto en manos de aquellos dos hombres de bien,
-esperamos sin hablar palabra el resultado de aquella
-conferencia.</p>
-
-<p>Resolvióse, pues, que tomásemos la vuelta de
-Requena, y nos dispusimos todos para ello. Hicimos
-una comida como la de la mañana y después
-cargamos el caballo con la bota de vino y lo restante
-de las provisiones. Sobreviniendo la noche,
-de cuya lobreguez teníamos necesidad para caminar
-seguros, quisimos salir del bosque; pero aun
-no habíamos andado cien pasos cuando descubrimos
-por entre los árboles una luz que nos dió mucho
-en que pensar. «¿Qué significa aquella luz?&mdash;preguntó
-don Rafael&mdash;. ¿Serán acaso los corchetes
-de la justicia de Cuenca despachados en seguimiento
-nuestro, y que creyéndonos en este bosque
-nos vendrán a buscar en él?» «No lo pienso&mdash;dijo
-Ambrosio&mdash;; antes bien, serán algunos pasajeros
-que, por haberles cogido la noche, se habrán refugiado
-aquí hasta que amanezca. Pero en todo caso,
-porque puedo engañarme, quiero yo ir a reconocerlos;
-mientras tanto quedaos los tres en este
-sitio, que vuelvo en un momento.» Diciendo esto,
-se fué acercando poco a poco a donde se dejaba
-ver la luz, que no estaba muy distante. Fué desviando
-con mucho tiento las ramas y matorrales
-que le impedían el paso, y al mismo tiempo mirando
-con toda la atención que a su parecer merecía
-el caso: vió, sentados sobre la hierba y alrededor
-de una vela colocada sobre un montoncito<span class="pagenum"><a name="Page_237" id="Page_237">[237]</a></span>
-de tierra, a cuatro hombres, que acababan de comer
-una empanada y de agotar una gran bota de
-vino. A pocos pasos de distancia descubrió a un
-hombre y a una mujer atados a dos árboles, y
-algo más allá un coche de camino con mulas ricamente
-enjaezadas. Desde luego sospechó que los
-cuatro hombres que estaban sentados debían de
-ser ladrones, y por la conversación que les oyó
-acabó de conocer que no había sido temeraria su
-sospecha. Disputaban los cuatro salteadores sobre
-de quién había de ser la dama que había caído en
-sus manos y trataban de sortearla. Enterado plenamente,
-Lamela volvió a donde estábamos y nos
-informó menudamente de todo lo que había visto
-y oído.</p>
-
-<p>«Señores&mdash;dijo entonces don Alfonso&mdash;, la mujer
-y el hombre que tienen atados a los árboles los
-ladrones quizá serán una señora y un caballero de
-distinción. ¿Y hemos de sufrir nosotros que sirvan
-de víctimas a la barbarie y a la brutalidad de unos
-malhechores? Creedme, señores, echémonos sobre
-estos bandidos y mueran todos a nuestras manos.»
-«Consiento en ello&mdash;dijo D. Rafael&mdash;; yo estoy tan
-pronto a hacer una buena acción como una mala.»
-Ambrosio, por su parte, protestó que sólo deseaba
-concurrir a una empresa tan loable, de la cual preveía
-que seríamos bien recompensados, según su
-modo de pensar. «Y aun me atrevo a decir&mdash;añadió&mdash;que
-en esta ocasión el peligro no me amedrenta
-y que ningún caballero andante se manifestó
-nunca más pronto al servicio de las damas.»<span class="pagenum"><a name="Page_238" id="Page_238">[238]</a></span>
-Pero si se han de decir las cosas sin faltar a la
-verdad, el riesgo no era grande, porque habiéndonos
-dicho Lamela que las armas de los ladrones
-estaban todas amontonadas en un sitio a diez o
-doce pasos de ellos, no nos fué muy difícil ejecutar
-nuestra resolución. Atamos, pues, a un árbol el
-caballo y nos fuimos acercando con silencio y a paso
-lento a los ladrones. Acalorados éstos con el vino,
-hablaban todos, metiendo un ruido confuso que
-favorecía mucho el golpe de la sorpresa. Apoderámonos
-de sus armas antes de que nos viesen, y
-disparándolas sobre ellos a boca de jarro, todos
-cuatro quedaron tendidos sobre el suelo.</p>
-
-<p>Durante esta expedición se apagó la luz y nos
-quedamos en la obscuridad; sin embargo de esto,
-acudimos inmediatamente a desatar el hombre y
-la mujer, que estaban tan poseídos de terror que
-no tuvieron aliento para darnos las gracias por el
-bien que acabábamos de hacerles. Verdad es que
-ignoraban aún si debían mirarnos como a bienhechores
-o como a nuevos bandidos, que los habían
-librado de los otros quizá para tratarlos peor. Pero
-nosotros procuramos sosegarlos asegurándoles que
-los íbamos a conducir a una venta que, según decía
-Ambrosio, no distaba mas que media legua de allí,
-donde podrían tomar las precauciones necesarias
-para llegar con seguridad a donde se dirigían. Después
-de que los hubimos animado, los metimos en
-su coche y los sacamos fuera del bosque, tirando
-nosotros las mulas por el freno. Nuestros anacoretas
-fueron en seguida a visitar las faltriqueras de
-<span class="pagenum"><a name="Page_239" id="Page_239">[239]</a></span>
-los vencidos; después fuimos a desatar el caballo
-de don Alfonso, y nos apoderamos también de los
-que eran de los ladrones, que estaban atados a
-varios árboles junto al campo de batalla. Montados
-en unos y llevados otros del diestro, seguimos
-al hermano Antonio, que había montado en una
-mula del coche, haciendo de cochero para conducirlo
-a la venta, y tardamos dos horas en llegar a
-ella, aunque el señor Lamela nos había dicho que
-no estaba muy apartada del bosque.</p>
-
-<p>Llamamos a la puerta con fuertes golpes, porque
-toda la gente de la casa estaba ya acostada.
-Levantáronse y vistiéronse de prisa el ventero y la
-ventera, que no mostraron el menor enfado de que
-los hubiesen despertado a lo mejor del sueño cuando
-vieron una comitiva que prometía hacer mucho
-más gasto en su casa del que efectivamente hizo.
-En un momento encendieron luces por toda la venta.
-Don Alfonso y el ilustre hijo de Lucinda dieron
-la mano a la señora y al caballero para ayudarlos
-a bajar del coche, sirviéndoles como de gentileshombres
-hasta el cuarto a donde los condujo el
-ventero. Allí se hicieron mil recíprocos cumplimientos,
-y quedamos muy admirados cuando llegamos
-a saber que los personajes a quienes acabábamos
-de libertar eran el conde de Polán y su hija Serafina.
-Pero ¿quién podrá describir el asombro de
-esta señora y de D. Alfonso cuando se conocieron?
-El conde no reparó en este pasaje, porque estaba
-distraído en otras cosas. Púsose a contarnos menudamente
-el modo como les habían asaltado los<span class="pagenum"><a name="Page_240" id="Page_240">[240]</a></span>
-ladrones y se habían apoderado de su hija y de él
-después de haber muerto al postillón, a un paje y
-a un ayuda de cámara. Acabó diciendo que nos
-estaba infinitamente agradecido, y que si queríamos
-ir a Toledo, donde estaría de vuelta dentro
-de un mes, nos daría pruebas que bastasen a hacernos
-conocer si era ingrato o reconocido.</p>
-
-<p>A la hija de aquel señor no se le olvidó darnos
-también mil gracias por su dichosa libertad; y habiendo
-juzgado don Rafael y yo que gustaría don
-Alfonso de que le facilitásemos el medio de hablar
-un rato a solas con aquella viuda joven, lo dispusimos
-prontamente entreteniendo al conde de Polán.
-«Serafina&mdash;le dijo don Alfonso en voz muy
-baja&mdash;, ya no me quejaré de la desgraciada suerte
-que me obliga a vivir como un hombre desterrado
-de la sociedad civil, habiendo tenido la fortuna de
-contribuir al importante servicio que se os ha hecho.»
-«Pues qué&mdash;le respondió ella suspirando&mdash;,
-¿sois vos el que me habéis salvado la vida y el
-honor? ¿Sois vos a quien mi padre y yo somos tan
-deudores? ¡Ah don Alfonso! ¡Por qué fuisteis vos
-quien dió muerte a mi hermano!» No le dijo más;
-pero él comprendió bastante, por sus palabras y
-por el tono en que las dijo, que si amaba con extremo
-a Serafina no era menos amado de ella.</p>
-<hr class="chap" />
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_241" id="Page_241"></a></span></p>
-
-
-
-
-<h2>LIBRO SEXTO</h2>
-
-<h3 id="VI_I">CAPITULO PRIMERO</h3>
-
-
-<p class="i2 center">De lo que hicieron Gil Blas y sus compañeros después
-que se separaron del conde de Polán; del importante
-proyecto que formó Ambrosio y cómo se
-ejecutó.</p>
-
-
-<p class="p2">Después de haber pasado el conde de Polán la
-mitad de la noche en darnos gracias y asegurarnos
-que podíamos contar con su eterno agradecimiento,
-llamó al ventero, para consultar con él de qué
-modo llegaría con seguridad a Turis, adonde tenía
-ánimo de ir. Dejamos que tomase sobre esto sus
-medidas, y nosotros salimos de la venta, siguiendo
-el camino que Lamela quiso escoger.</p>
-
-<p>Al cabo de dos horas de marcha nos amaneció
-ya cerca de Campillo. Llegamos prontamente a las
-montañas que hay entre aquella villa y Requena,
-y allí pasamos el día en descansar y en contar nuestro
-caudal, que se había aumentado mucho con el
-dinero que habíamos cogido a los ladrones, en cuyas
-faltriqueras se encontraron más de trescientos
-doblones en diferentes monedas. Al entrar de la<span class="pagenum"><a name="Page_242" id="Page_242">[242]</a></span>
-noche nos volvimos a poner en camino, y el día
-siguiente al amanecer entramos en el reino de Valencia.
-Retirámonos al primer bosque que encontramos,
-emboscámonos en él y llegamos a un sitio
-por donde corría un arroyuelo de agua cristalina
-que iba lentamente a juntarse con las del Guadalaviar.
-La sombra con que nos convidaban los árboles
-y la abundante hierba que el campo ofrecía
-para los caballos nos hubieran determinado a hacer
-alto en aquel paraje, aun cuando no estuviéramos
-ya resueltos a descansar algunas horas en él.</p>
-
-<p>Apeámonos, pues, y hacíamos ánimo de pasar
-allí aquel día alegremente; pero cuando fuimos a
-almorzar nos hallamos con poquísimos víveres.
-Empezaba a faltarnos el pan y nuestra bota se había
-convertido en un cuerpo sin alma. «Señores&mdash;dijo
-entonces Ambrosio&mdash;, sin Ceres y sin Baco
-a ninguno agrada el sitio más delicioso. Soy de parecer
-que renovemos nuestras provisiones, y así,
-marcho a este fin a Chelva, que es una linda villa,
-distante de aquí solas dos leguas, y tardaré poco
-en tan corto viaje.» Dicho esto, cargó en el caballo
-la bota y las alforjas, montó, y partió del bosque
-a tan buen paso que nos prometimos sería
-muy pronta su vuelta; mas, sin embargo, no volvió
-tan presto como lo esperábamos. Era ya mucho
-más del mediodía cuando vimos a nuestro proveedor,
-cuya tardanza comenzaba a damos cuidado.
-Engañó alegremente nuestro sobresalto con las
-muchas cosas de que venía provisto. No sólo traía
-la bota llena de exquisito vino y atestadas las al<span class="pagenum"><a name="Page_243" id="Page_243">[243]</a></span>forjas
-de carnes asadas, sino que reparamos un
-gran fardo acomodado a las ancas del caballo, que
-se llevó nuestra atención. Conociólo Ambrosio, y
-nos dijo sonriéndose: «Apuesto yo a don Rafael y a
-todos los más diestros del mundo que no son capaces
-de adivinar por qué ni para qué he comprado
-todo este envoltorio de ropa.» Diciendo esto, lo
-desató él mismo para que viéramos por menor lo
-que encerraba. Mostrónos un manteo negro y una
-sotana del mismo color, dos chupas y dos pares
-de calzones, un tintero de cuerno, con su salvadera
-y cañón para meter las plumas, una mano de papel
-fino, un sello grande y un candado, juntamente
-con una barreta de lacre verde. «¡Pardiez, señor
-Ambrosio&mdash;exclamó zumbándose D. Rafael luego
-que vió todas aquellas baratijas&mdash;, que habéis empleado
-bien el dinero! ¿Qué diablos piensas hacer
-de todos esos cachivaches?» «Un uso admirable&mdash;respondió
-Lamela&mdash;. Todas estas cosas no me
-han costado sino diez doblones, y estoy persuadido
-de que nos han de valer más de quinientos. Contad
-seguramente con ellos. No soy hombre que me cargo
-de géneros inútiles. Y para haceros ver que no
-he comprado a tontas y a locas, voy a daros parte
-de un proyecto que he formado, un proyecto que
-sin disputa es de los más ingeniosos que puede
-concebir el entendimiento humano. Vais a oírlo, y
-estoy seguro que quedaréis atónitos al saberlo. ¡Estadme
-atentos! Después de haber hecho mi provisión
-de pan, me entré en una pastelería y mandé
-que me asasen seis perdices, otras tantas pollas e<span class="pagenum"><a name="Page_244" id="Page_244">[244]</a></span>
-igual número de gazapos. Mientras todo esto se estaba
-asando, entró en la pastelería un hombre encendido
-en cólera, quejándose agriamente de la injuria
-que le había hecho un mercader del pueblo,
-y le dijo al pastelero: «¡Por Santiago Apóstol, que
-Samuel Simón es el mercader más ruin que hay en
-todo Chelva! Acaba de afrentarme públicamente
-en su tienda, pues no me ha querido fiar el grandísimo
-ladrón seis varas de paño, sabiendo como
-sabe que soy un artesano que cumplo bien y que
-a ninguno he quedado jamás a deber un cuarto.
-¿No os admiráis de semejante bruto? El fía sin reparo
-a los caballeros, cuando sabe por experiencia
-que de muchos de ellos no ha de cobrar ni un ochavo,
-y no quiere fiar a un vecino honrado que está
-seguro de que le ha de pagar hasta el último maravedí.
-¡Qué manía! ¡Maldito judío! ¡Ojalá le engañen!
-¡Puede ser que se me cumpla algún día este
-deseo y no faltarán mercaderes que me acompañen
-en él.» Oyendo yo hablar de este modo a aquel pobre
-menestral, que dijo además otras muchas cosas,
-de repente me asaltó el deseo de vengarle y de hacer
-una pesada burla al señor Samuel Simón. «Amigo&mdash;pregunté
-a aquel hombre&mdash;, ¿no me diréis qué
-carácter tiene ese mercader?» «El peor que se puede
-discurrir&mdash;me respondió con enfado&mdash;. Es un
-desenfrenado usurero, aunque en su exterior aparenta
-ser un hombre virtuoso; es un judío que se
-volvió católico, pero en el fondo de su alma es todavía
-tan judío como Pilatos, porque se asegura
-haber abjurado por interés.» No perdí palabra de<span class="pagenum"><a name="Page_245" id="Page_245">[245]</a></span>
-todo lo que me dijo el irritado menestral, y luego
-que salí de la pastelería procuré informarme de la
-casa de Samuel Simón. Enseñómela un hombre.
-Paréme a ver su tienda, examinéla toda, y mi imaginación,
-siempre pronta a favorecerme, me sugiere
-un enredo que abrazo con presteza, pareciéndome
-digno del criado del señor Gil Blas. Fuíme derecho
-a una ropería y compré los vestidos que veis;
-uno, para hacer el papel de comisario del Santo
-Oficio; otro, para representar el de secretario, y el
-tercero, para fingir el de alguacil. Ved ahí, señores,
-lo que hice y lo que fué la causa de mi tardanza.»</p>
-
-<p>«¡Ah querido Ambrosio&mdash;interrumpió D. Rafael
-arrebatado de gozo&mdash;, y qué admirable idea! ¡Qué
-plan tan asombroso! ¡Envidio tu sutilísima invención!
-¡Daría yo los mayores enredos de mi vida
-por que se me hubiese ofrecido éste tan ingenioso!
-¡Sí, amigo Lamela&mdash;prosiguió&mdash;, penetro bien todo
-el fondo, todo el valor de tu delicado pensamiento,
-y no debes poner duda en que el éxito será dichoso!
-Sólo has menester dos buenos actores que no echen
-a perder una comedia tan bien imaginada; pero estos
-actores los tienes a mano. Tú tienes un aspecto
-devoto y harás muy bien de comisario del Santo
-Oficio; yo representaré el secretario y el señor Gil
-Blas, si gusta, hará de alguacil. Ya están repartidos
-los papeles; mañana representaremos la comedia,
-y yo respondo del buen éxito, a menos que
-sobrevenga alguno de aquellos lances imprevistos
-que dan en tierra con los designios más bien combinados.»</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_246" id="Page_246">[246]</a></span></p>
-
-<p>Por lo que a mí toca, sólo comprendí en confuso
-el proyecto que D. Rafael alabó tanto; pero durante
-la cena me lo explicaron, y verdaderamente
-me pareció ingenioso. Después que hubimos despachado
-gran parte de la provisión y hecho a la
-bota copiosas sangrías, nos tendimos sobre la hierba
-y tardamos poco en dormirnos. Pero no fué
-largo nuestro sueño, porque una hora después le
-interrumpió el despiadado Ambrosio gritando antes
-del día: «<i>¡En pie! ¡En pie!</i> ¡Los que traen entre
-manos grandes empresas que ejecutar no han
-de ser perezosos!» «¡Maldito sea el señor comisario&mdash;le
-dijo D. Rafael entre despierto y dormido&mdash;, y
-lo que su señoría ha madrugado! ¡En verdad que
-el judiazo de Samuel Simón dará a todos los diablos
-tanta vigilancia!» «Convengo en ello&mdash;respondió
-Lamela&mdash;, y os diré de más a más&mdash;añadió
-riéndose&mdash;que esta noche soñé que yo le estaba
-arrancando pelos de la barba. ¿Y este sueño, señor
-secretario, no es de muy mal agüero para el desdichado
-Samuel?» Con estas y otras mil cuchufletas
-que se dijeron nos pusimos todos de muy buen humor.
-Almorzamos alegremente y luego nos dispusimos
-para representar cada uno su papel. Ambrosio
-se echó a cuestas las hopalandas, de manera
-que tenía toda la traza de un verdadero comisario.
-Don Rafael y yo nos vestimos de modo que parecíamos
-perfectamente un secretario y un alguacil.
-Empleamos bastante tiempo en disfrazarnos y en
-ensayar lo que habíamos de hacer; tanto, que eran
-ya más de las dos de la tarde cuando salimos del<span class="pagenum"><a name="Page_247" id="Page_247">[247]</a></span>
-bosque para encaminamos a Chelva. Es verdad
-que ninguna cosa nos apuraba; antes bien, era del
-caso no dejarnos ver en el lugar hasta algo entrada
-la noche. Por lo mismo, caminamos poco a poco,
-y aun tuvimos que detenernos casi a las puertas
-del pueblo, dando tiempo a que obscureciese enteramente.</p>
-
-<p>Cuando nos pareció tiempo, dejamos los caballos
-en aquel sitio, a cargo de D. Alfonso, que se
-alegró mucho de no tener que hacer otro papel.
-Don Rafael, Ambrosio y yo nos fuimos en derechura
-a la puerta de Samuel Simón. El mismo salió a
-abrirla, y quedó extrañamente sorprendido de ver
-en su casa aquellas tres figuras; pero lo quedó mucho
-más luego que Lamela, que llevaba la palabra,
-le dijo en tono imperioso: «Señor Samuel, de parte
-del Santo Oficio, cuyo indigno comisario soy, os
-ordeno que en este mismo momento me entreguéis
-la llave de vuestro despacho. Quiero ver si hallo
-en él con que justificar las delaciones y acusaciones
-que se nos han presentado contra vos.»</p>
-
-<p>El mercader, a quien habían turbado estas palabras,
-retrocedió dos pasos, y lejos de sospechar
-en nosotros alguna superchería, creyó de buena fe
-que algún enemigo oculto le había delatado al Santo
-Oficio, o también es muy posible que, no reconociéndose
-él mismo por muy buen católico, temiese
-haber dado motivo para alguna secreta información.
-Sea lo que fuere, nunca vi hombre más confuso.
-Obedeció sin resistencia y con todo el respeto
-que corresponde a un hombre que teme a la In<span class="pagenum"><a name="Page_248" id="Page_248">[248]</a></span>quisición.
-El mismo nos abrió su despacho, y al
-entrar le dijo Ambrosio: «Señor Samuel, a lo menos
-recibís con sumisión las órdenes del Santo Oficio;
-pero&mdash;añadió&mdash;retiraos a otro cuarto y dejadme
-practicar libremente mi empleo.» Samuel no fué
-menos obediente a esta segunda orden que lo había
-sido a la primera; retiróse a su tienda, y nosotros
-tres entramos en su despacho, donde sin pérdida
-de tiempo nos pusimos a buscar el dinero,
-que nos costó poco trabajo y menos tiempo encontrar,
-porque estaba en un cofre abierto, donde había
-más del que podíamos llevar. Consistía en gran
-número de talegos puestos unos sobre otros y todo
-en moneda de plata. Nosotros hubiéramos querido
-más que fuese en oro; pero no pudiendo ya ser
-esto, nos fué forzoso hacer de la necesidad virtud.
-Llenamos bien los bolsillos, las faltriqueras, el hueco
-de los calzones y, en fin, todo aquello donde lo
-podíamos encajar, de suerte que todos íbamos cargados
-con un peso exorbitante, sin que ninguno lo
-pudiese conocer, gracias a la destreza de Ambrosio
-y de don Rafael, que me hicieron ver con esto que
-no hay en el mundo cosa mejor que saber bien
-cada uno el arte que profesa.</p>
-
-<p>Salimos del cuarto después de haber hecho nuestro
-negocio, y, por una razón que es fácil de adivinar,
-el señor comisario sacó su candado, que quiso
-echar por su misma mano a la puerta; plantóle el
-sello y luego dijo a Simón: «Maese Samuel, de parte
-del Tribunal os prohibo que lleguéis a este candado,
-ni tampoco a este sello, que debéis respetar,<span class="pagenum"><a name="Page_249" id="Page_249">[249]</a></span>
-pues que es el sello del Santo Oficio. Mañana volveré
-a esta misma hora a quitarlo y a daros órdenes.»
-Hecho esto, mandó abrir la puerta de la calle,
-por la cual fuimos todos desfilando alegremente;
-y cuando hubimos andado como unos cincuenta
-pasos, comenzamos a caminar con tal ligereza
-que apenas tocábamos con el pie en tierra, sin embargo
-de la pesada carga que llevábamos. Salimos
-presto fuera de la villa, y, volviendo a montar en
-nuestros caballos, tomamos el camino de Segorbe,
-dando gracias por tan feliz suceso al dios Mercurio.</p>
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="VI_II">CAPITULO II</h3>
-
-
-<p class="i2 center">De la resolución que tomaron don Alfonso y Gil Blas
-después de esta aventura.</p>
-
-
-<p class="p2">Anduvimos toda la noche, según nuestra loable
-costumbre, y al amanecer nos hallamos a la vista
-de una miserable aldea distante dos leguas de Segorbe.
-Como todos estábamos cansados, nos desviamos
-con gusto del camino real para llegar hasta
-unos sauces que descubrimos al pie de una colina
-a cosa de unos mil o mil doscientos pasos de la
-aldea, en la cual no nos pareció conveniente detenernos.
-Vimos que aquellos árboles hacían una apacible
-sombra y que les bañaba el pie un arroyuelo.
-Agradónos lo delicioso del sitio, y resolviendo pasar
-en él lo restante del día, nos apeamos, quitamos
-los frenos a los caballos para que pudiesen<span class="pagenum"><a name="Page_250" id="Page_250">[250]</a></span>
-pacer, nos echamos sobre la verde hierba, y después
-de haber reposado un poco acabamos de desocupar
-las alforjas y la bota. Luego que hubimos
-almorzado opíparamente, nos pusimos a contar el
-dinero que habíamos robado a Samuel Simón, y
-hallamos que ascendía a tres mil ducados, con cuya
-cantidad y el caudal que ya teníamos podíamos
-alabarnos de poseer un mediano capital.</p>
-
-<p>Viendo que se habían acabado nuestras provisiones
-y era menester pensar en hacer otras, Ambrosio
-y don Rafael, que ya se habían quitado los disfraces,
-dijeron que querían tomarse este trabajo,
-porque el suceso de Chelva les había avivado el
-gusto de las aventuras y tenían gana de ir a Segorbe
-a ver si se les presentaba alguna ocasión de
-emprender otra nueva hazaña. «Vosotros&mdash;dijo el
-hijo de Lucinda&mdash;no tenéis mas que esperarnos a
-la sombra de estos sauces, que pronto estaremos
-de vuelta.» «Señor don Rafael&mdash;respondí yo sonriéndome&mdash;,
-no sea que la ida de ustedes sea como
-la del humo; temo que si una vez se van tarde nos
-juntaremos.» «Esa sospecha&mdash;replicó Ambrosio&mdash;es
-muy ofensiva a nuestro honor y no merecíamos
-que nos hicieseis tan poca merced. Es verdad que
-en parte os disculpo de la desconfianza que tenéis
-de nosotros acordándoos de lo que hicimos en Valladolid
-y de creer que no haríamos más escrúpulo
-de abandonaros que a los compañeros que dejamos
-en aquella ciudad. Sin embargo, os engañáis
-enormemente. Aquellos camaradas a quienes vendimos
-eran de un perverso carácter y ya no podía<span class="pagenum"><a name="Page_251" id="Page_251">[251]</a></span>mos
-aguantar más su compañía. Es menester hacer
-justicia a los de nuestra profesión, diciendo que no
-hay gremio alguno en la vida civil en que el interés
-dé menos motivo a la división; pero cuando no
-son conformes las inclinaciones, puede alterarse la
-unión, como en todos los demás gremios humanos.
-Por tanto, señor Gil Blas, suplico a usted y al señor
-don Alfonso que tengan más confianza en nosotros
-y que tranquilicen su espíritu tocante al deseo que
-don Rafael y yo tenemos de ir a Segorbe.» «Es muy
-fácil&mdash;dijo entonces el hijo de Lucinda&mdash;librarlos
-de todo motivo de inquietud en este punto: basta
-para eso dejarlos dueños del caudal, que es la mejor
-fianza que tendrán en sus manos de nuestra
-vuelta. Ya ve usted, señor Gil Blas, que esto se
-llama ir derechos al punto de la dificultad. Ambos
-quedaréis así resguardados, sin que Ambrosio ni
-yo tengamos sospechas de que os ausentéis con
-tan rica fianza. En vista de una prueba tan convincente
-de nuestra buena fe, ¿tendréis todavía
-dificultad en fiaros de nosotros?» «No por cierto
-&mdash;respondí yo&mdash;; y así, podéis ahora hacer todo lo
-que os pareciere.» Partieron inmediatamente con
-la bota y las alforjas, dejándome a la sombra de
-los sauces con don Alfonso, el cual me dijo luego
-que se fueron: «Señor Gil Blas, quiero abriros enteramente
-mi pecho. Me estoy continuamente acusando
-de la condescendencia que tuve en venir
-hasta aquí con esos bribones. No os puedo decir
-cuántos millares de veces me he arrepentido ya de
-ello. Ayer noche, mientras me quedé guardando los<span class="pagenum"><a name="Page_252" id="Page_252">[252]</a></span>
-caballos, hice mil reflexiones que me despedazaban
-el corazón. Consideré que era muy ajeno de un
-joven que nació con honra vivir con unos hombres
-tan viciosos como Rafael y Lamela; que si por desgracia&mdash;como
-muy fácilmente puede suceder&mdash;llegase
-a ser tal algún día el resultado de una de estas
-maldades que cayésemos en manos de la justicia,
-sufriré la vergüenza de verme castigado con
-ellos como ladrón y quizá con una muerte afrentosa.
-No puedo apartar ni un solo instante de mi
-imaginación estas funestas ideas, y así, os confieso
-que estoy resuelto a separarme para siempre de su
-compañía, por no ser cómplice en los delitos que
-cometan. Tengo por cierto&mdash;añadió&mdash;que no desaprobaréis
-este pensamiento.» «Cierto es que no&mdash;le
-respondí&mdash;. Aunque usted me vió ayer hacer
-el papel de alguacil en la comedia de Samuel Simón,
-no por eso crea que semejantes piezas son de
-mi gusto. El Cielo me es testigo de que mientras
-estaba representando tan distinguido papel me
-dije a mí mismo: ¡A fe, amigo Gil Blas, que si la
-justicia viniera ahora a echarte la mano, sin duda
-merecerías bien el salario que te tocase! Así que,
-señor don Alfonso, no estoy más dispuesto que usted
-a continuar en tan mala compañía, y de muy
-buena gana le acompañaré, si es que me lo permite,
-a cualquier parte que vaya. Cuando vuelvan
-estos señores les suplicaremos que se haga el repartimiento
-del dinero, y mañana muy temprano,
-o esta misma noche, nos despediremos de ellos para
-siempre.»</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_253" id="Page_253">[253]</a></span></p>
-
-<p>Aprobó mi proposición el amante de la bella Serafina
-y me dijo: «Iremos a Valencia y nos embarcaremos
-para Italia, donde podremos entrar al servicio
-de la República de Venecia. ¿No vale más seguir
-la carrera de las armas que continuar la vida
-vil y criminal que traemos? En aquélla podemos
-traer buen porte con el dinero que nos haya tocado.
-No deja de remorderme la conciencia el servirme
-de un bien tan mal adquirido; pero además
-de que la necesidad me obliga a ello, protesto resarcir
-a Samuel Simón el daño luego que tenga la
-menor fortuna en la guerra.» Aseguré a don Alfonso
-que yo tenía la misma intención, y quedamos de
-acuerdo en que el día siguiente al amanecer nos
-separaríamos de nuestros camaradas. No dimos
-lugar a la tentación de aprovecharnos de su ausencia,
-esto es, huir al momento con el dinero: la
-confianza que habían hecho de nosotros dejándonos
-dueños de él ni aun nos permitió que nos pasase
-semejante ruindad por el pensamiento, aunque
-la burla que me hicieron en la posada de caballeros
-de Valladolid disculpase en cierto modo
-este robo.</p>
-
-<p>A la caída de la tarde volvieron de Segorbe Ambrosio
-y don Rafael. La primera cosa que nos dijeron
-fué que habían hecho un viaje muy feliz y que
-dejaban echados los cimientos de una aventura que,
-según todas las señales, sería sin comparación de
-mucho más producto que la del día anterior. Comenzó
-a explicamos el plan el hijo de Lucinda, pero
-don Alfonso le atajó diciéndole cortésmente que él<span class="pagenum"><a name="Page_254" id="Page_254">[254]</a></span>
-estaba resuelto a separarse de la compañía, y yo
-por mi parte les declaré hallarme en la misma resolución.
-Por más que hicieron para movernos a
-que prosiguiésemos acompañándolos en sus expediciones
-no les fué posible conseguirlo. La mañana
-siguiente nos despedimos de ellos, después de haber
-repartido por iguales partes el dinero, y los
-dos tomamos el camino de Valencia.</p>
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="VI_III">CAPITULO III</h3>
-
-
-<p class="i2 center">Cómo don Alfonso se halla en el colmo de su alegría
-y la aventura por la cual se vió de repente Gil Blas
-en un estado dichoso.</p>
-
-
-<p class="p2">Caminamos felizmente hasta Buñol, donde, por
-desgracia, fué preciso detenernos. Sintióse malo don
-Alfonso. Dióle una calentura tan ardiente que le
-creí en el mayor riesgo. Quiso la fortuna que no
-hubiese médico en el lugar y salimos a poca costa
-de aquel susto, pues sólo nos costó el miedo. Al
-tercer día se halló el enfermo enteramente limpio
-de calentura, a lo que no contribuyó poco mi cuidadosa
-asistencia. Mostróse muy agradecido a lo
-que había hecho por él, y como era recíproca la
-inclinación del uno al otro, nos juramos una eterna
-amistad.</p>
-
-<p>Proseguimos nuestro viaje, firmes siempre en la
-resolución de embarcamos para Italia a la primera
-ocasión que se ofreciera así que llegásemos a Va<span class="pagenum"><a name="Page_255" id="Page_255">[255]</a></span>lencia;
-pero el Cielo, que nos preparaba una suerte
-feliz, dispuso las cosas de otro modo. Vimos a la
-puerta de una hermosa quinta que había en el camino
-mucha gente aldeana de ambos sexos que
-bailaban formando corro. Acercámonos a ver la
-fiesta, y D. Alfonso, que estaba muy ajeno de hallar
-el objeto que se le presentó, se quedó sorprendido
-de ver entre los circunstantes al barón de
-Steinbach. Este, que también reconoció a D. Alfonso,
-corrió luego hacia él con los brazos abiertos,
-y todo arrebatado de gozo exclamó: «¡Ah querido
-don Alfonso! ¡Vos aquí! ¡Qué agradable encuentro!
-¡Cuando por todas partes os andan buscando, una
-feliz casualidad os ha puesto delante de mis ojos!»</p>
-
-<p>Apeóse al instante mi compañero y fué precipitado
-a dar mil abrazos al barón, cuya alegría me
-pareció excesiva. «¡Ven, hijo mío&mdash;le dijo el buen
-viejo&mdash;; presto sabrás quién eres y mejorarás mucho
-de fortuna!» Diciendo esto, le condujo a la habitación,
-adonde yo también fuí, habiéndome apeado
-y atado a un árbol los caballos. El primero a
-quien encontramos fué al dueño de la misma quinta,
-que mostraba ser de edad de cincuenta años y
-tenía bellísimo aspecto. «¡Señor&mdash;le dijo el barón
-de Steinbach presentando a don Alfonso&mdash;, aquí tenéis
-a vuestro hijo!» A estas palabras, don César de
-Leiva, que así se llamaba aquel caballero, echó los
-brazos al cuello a don Alfonso y le dijo llorando de
-gozo: «¡Reconoce, hijo mío, al padre que te dió el
-ser! Si te he dejado ignorar tanto tiempo quién
-eres, cree que ha sido a costa de hacerme a mí<span class="pagenum"><a name="Page_256" id="Page_256">[256]</a></span>
-mismo una cruel violencia. Mil veces he suspirado
-de pena, pero no podía proceder de otra manera.
-Caséme con tu madre llevado sólo de amor, porque
-su nacimiento era muy inferior al mío; vivía
-yo bajo la autoridad de un padre de genio duro,
-que me redujo a tener secreto un matrimonio contraído
-sin su consentimiento. El barón de Steinbach
-era el único depositario de mi confianza, y
-de acuerdo conmigo se encargó de criarte. En fin,
-ya no vive mi padre y puedo manifestar al mundo
-que tú eres mi único heredero. No es esto lo más&mdash;añadió&mdash;:
-pienso casarte con una señora cuya
-nobleza es igual a la mía.» «¡Señor&mdash;le interrumpió
-D. Alfonso&mdash;, no me hagáis pagar sobrado cara la
-dicha que me anunciáis! ¿No puedo saber que tengo
-el honor de ser hijo vuestro sin que esta noticia
-venga acompañada de otra que necesariamente me
-ha de hacer desgraciado? ¡Ah señor, no queráis
-ser más cruel conmigo que lo fué vuestro padre
-con vos! Si éste no aprobó vuestros amores, a lo
-menos tampoco os obligó a recibir una esposa escogida
-por él.» «Hijo mío&mdash;respondió D. César&mdash;,
-ni yo pretendo tampoco tiranizar tus deseos; todo
-lo que exijo de tu sumisión es que tengas la condescendencia
-de ver a la que te tengo destinada,
-antes de resolverte a tomar otro partido. Aunque
-es hermosa y tu enlace con ella muy ventajoso
-para ti, no por eso te haré violencia para que la
-tomes por esposa. No está lejos: hállase actualmente
-en esta misma casa. Ven, y confesarás que no
-hay un objeto más amable.» Diciendo esto, condu<span class="pagenum"><a name="Page_257" id="Page_257">[257]</a></span>jo
-a don Alfonso a un magnífico cuarto, adonde los
-acompañamos el barón de Steinbach y yo.</p>
-
-<p>Estaban en él el conde de Polán con sus dos hijas,
-Serafina y Julia, con don Fernando de Leiva, su
-yerno, el cual era sobrino de don César, y con otras
-muchas señoras y caballeros. Don Fernando, que,
-según se ha dicho, había sacado a Julia de su casa,
-acababa de casarse con ella, y con motivo de la
-boda habían concurrido a aquella celebridad los
-aldeanos de los contornos. Luego que se dejó ver
-don Alfonso y que su padre le presentó a toda la
-concurrencia, se levantó el conde de Polán y corrió
-exhalado a abrazarle, diciendo a gritos: «¡Sea
-bien venido mi libertador! Don Alfonso&mdash;prosiguió
-el conde&mdash;, reconoce lo que puede la virtud en las
-almas generosas. Si tú quitaste la vida a mi hijo,
-también salvaste la mía. Desde este mismo punto
-te hago el sacrificio de mi resentimiento y te declaro
-dueño de Serafina, cuyo honor libraste también.
-Este es el desempeño de la obligación en que
-me constituyó tu valor y tu generosidad.» El hijo
-de don César correspondió con las más vivas expresiones
-de agradecimiento al cumplido que le hacía
-el conde de Polán, no siendo fácil discernir cuál
-de los dos afectos disputaba la preferencia en su
-agitado corazón, si el gozo de haber descubierto
-su distinguido nacimiento o la dicha tan cercana
-de lograr por esposa a Serafina. Con efecto, pocos
-días después se celebró el matrimonio, con el mayor
-regocijo y aplauso de los contrayentes y de
-toda la parentela.</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_258" id="Page_258">[258]</a></span></p>
-
-<p>Como yo había sido uno de los que acudieron a
-libertar al conde de Polán, éste me conoció y me
-dijo que mi fortuna corría de su cuenta. Yo le di
-muchas gracias por su generosidad y no quise separarme
-de D. Alfonso, el cual me hizo mayordomo
-de su casa, honrándome con toda su confianza.
-Luego que se casó, no pudiendo olvidar el daño
-que se había hecho a Samuel Simón, me envió a
-llevar a este comerciante todo el dinero que le habíamos
-robado, esto es, a hacer una restitución,
-lo cual en un mayordomo se llama empezar el oficio
-por donde debía acabar.</p>
-<hr class="chap" />
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_259" id="Page_259"></a></span></p>
-
-
-<h2>LIBRO SÉPTIMO</h2>
-
-<h3 id="VII_I">CAPITULO PRIMERO</h3>
-
-
-<p class="i2 center">De los amores de Gil Blas y de la señora Lorenza
-Séfora.</p>
-
-
-<p class="p2">Fuí, pues, a Chelva, a llevar al buen Simón los
-tres mil ducados que le habíamos robado. Confieso
-francamente que en el camino me dieron tentaciones
-de quedarme con ellos, para dar con tan buenos
-auspicios principio a mi mayordomía, lo que
-podía hacer sin riesgo, bastando para ello viajar
-cinco o seis días y volverme como si hubiera cumplido
-con el encargo. Don Alfonso y su padre me tenían
-en muy buen concepto para sospechar de mi
-fidelidad; todo me favorecía. Sin embargo, resistí
-a la tentación, y la vencí como hombre de honor,
-lo que no es poco loable en un mozo que se había
-acompañado con grandes pícaros. Yo aseguro que
-muchos de los que sólo tratan con hombres de bien
-son en este punto menos escrupulosos, y si no díganlo
-aquellos depositarios que sin peligro de perder
-su fama pueden apropiarse lo que se les ha
-confiado.</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_260" id="Page_260">[260]</a></span></p>
-
-<p>Hecha la restitución, que no esperaba el mercader,
-volví a la quinta de Leiva, en donde ya no estaba
-el conde de Polán, que con Julia y don Fernando
-habían marchado a Toledo. Hallé a mi nuevo
-amo más prendado que nunca de su Serafina;
-a ésta, cada día más enamorada de su esposo, y a
-don César, contentísimo de tener consigo a ambos.
-Dediquéme a ganar la voluntad de este amoroso
-padre y lo conseguí. Me hicieron mayordomo de la
-casa. Todo lo gobernaba: recibía el dinero de los
-arrendadores, corría con el gasto y tenía una autoridad
-despótica sobre los criados; pero, lejos de
-imitar la conducta ordinaria de los de mi empleo,
-nunca abusé de mi poder. No despedía a los que
-me disgustaban ni exigía de los demás una ciega
-subordinación. Si acudían a don César o a su hijo
-pidiendo alguna gracia, lejos de estorbarlo, hablaba
-en su favor. Por otra parte, la estimación que
-continuamente me mostraban mis amos avivaba
-mi celo en servirlos, sin atender a otra cosa que a
-sus intereses. Administré con manos muy limpias
-y fuí un mayordomo de los pocos que hay.</p>
-
-<p>Cuando estaba más contento con mi suerte, envidioso
-el amor de lo bien que me trataba la fortuna,
-quiso que a él también tuviese que agradecerle,
-y para eso encendió en el corazón de la señora
-Lorenza Séfora, criada primera de Serafina,
-una violenta inclinación al señor mayordomo. Si
-he de hablar con la fidelidad de historiador, mi
-enamorada había cumplido los cincuenta, pero la
-frescura de su tez, su rostro agradable y dos her<span class="pagenum"><a name="Page_261" id="Page_261">[261]</a></span>mosos
-ojos, que sabía manejar con destreza, podían
-hacer pasar por afortunada mi conquista. La
-hubiera yo deseado de un poco más color, porque
-estaba muy descolorida, pero esto lo atribuí a la
-austeridad del celibato.</p>
-
-<p>Usó mucho tiempo del atractivo de sus miradas
-cariñosas; mas yo, en lugar de corresponder a ellas,
-aparentaba no conocer sus designios; me tuvo por
-novato en el amor y no le desagradó mi cortedad.
-Juzgó era inútil el lenguaje de los ojos con un muchacho
-a quien creía menos instruído de lo que estaba,
-y así, en su primera conversación se me declaró
-en términos formales, a fin de que no lo dudase.
-Se manejó como mujer práctica, hizo como
-que se turbaba, y después de haberme dicho a
-su satisfacción cuanto quiso, se tapó la cara para
-persuadirme que se avergonzaba de haberme manifestado
-su flaqueza. Fué preciso rendirme; mostréme
-muy afecto a sus cariños, no tanto por amor
-como por vanidad. Hice el apasionado y aun
-afecté quererla con tal ardor que se vió precisada
-a reñirme; pero esto fué con tanta blandura que
-cuando me encargaba procurase contenerme no
-parecía disgustada de mi atrevimiento. Hubiera
-llegado a más el caso si Séfora no hubiera temido
-que hiciese mal juicio de su virtud concediéndome
-tan fácil la victoria. De esta suerte nos separamos
-hasta otra conversación, persuadida ella de que su
-aparente resistencia la haría pasar en mi concepto
-por un modelo de recato, y yo con la dulce esperanza
-de ver bien pronto el fin de esta aventura.</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_262" id="Page_262">[262]</a></span></p>
-
-<p>Tal era el feliz estado en que me hallaba, cuando
-un lacayo de don César vino a aguar mi contento
-con una mala nueva. Era éste uno de aquellos
-criados que se dedican a saber cuanto pasa en el
-interior de las casas. Como continuamente me hacía
-la corte y todos los días me traía alguna noticia,
-me dijo una mañana que acababa de hacer un
-gracioso descubrimiento, que me comunicaría en
-confianza, pero con la condición de guardar secreto,
-por ser cosa de la dama Lorenza Séfora, cuyo
-enojo temía. Fué tanta la curiosidad en que me
-puso, que le ofrecí el mayor sigilo; procuré no manifestar
-que en ello tenía el más leve interés, preguntándole
-con frialdad qué descubrimiento era
-aquel de que me hablaba con tanta reserva. «Es&mdash;me
-dijo&mdash;que la señora Lorenza introduce de
-oculto en su cuarto todas las noches al cirujano
-del lugar, que es un mozo bien plantado, y el bellaco
-se está bien sosegado con ella. Doy de barato&mdash;prosiguió
-con tono socarrón&mdash;que esta acción sea
-muy inocente; pero usted convendrá en que un
-mozo que entra misteriosamente en el cuarto de
-una soltera da motivo para que no se juzgue bien
-de su conducta.»</p>
-
-<p>Esta noticia me desazonó tanto como si estuviera
-enamorado de veras. Procuré ocultar mi inquietud
-y aun me esforcé hasta celebrar con risa una
-nueva que me atravesaba el alma; pero luego que
-estuve solo me desquité echando mil bravatas, diciendo
-dos mil desatinos y me puse a discurrir el
-partido que podría tomar. Ya despreciaba a Lo<span class="pagenum"><a name="Page_263" id="Page_263">[263]</a></span>renza
-y me proponía abandonarla sin dignarme oír
-sus descargos, y ya, creyendo era punto mío escarmentar
-al cirujano, pensaba desafiarle. Prevaleció
-esta última determinación. Escondíme al anochecer,
-y, en efecto, le vi entrar en el cuarto de mi
-dueña de un modo sospechoso. Sólo esto faltaba
-para encender mi ira, que acaso sin este incidente
-se hubiera mitigado. Salí de la casa y me aposté
-junto al camino por donde el galán debía marcharse.
-Le esperaba a pie firme y cada momento avivaba
-otro tanto el deseo que tenía de llegar con él
-a las manos. En fin, dejóse ver mi enemigo; salíle
-al encuentro con aire de matón; pero yo no sé cómo
-diablos sucedió que me hallé repentinamente sobrecogido
-de un terror pánico como un héroe de
-Homero, parado en medio de mi camino y tan turbado
-como Paris cuando se presentó a combatir
-con Menelao. Púseme a mirar a mi hombre, que
-me pareció robusto y vigoroso y su espada desmesuradamente
-larga. Todo ello hacía en mí su
-efecto; pero fuese la negra honrilla u otra causa,
-aunque estaba viendo el peligro con unos ojos que
-lo hacían todavía mayor, a pesar de mi miedo, que
-me aguijoneaba para que me volviese, tuve aliento
-para desenvainar mi tizona e irme derecho al cirujano.</p>
-
-<p>Sorprendióle mi acción. «¿Qué es esto, señor Gil
-Blas?&mdash;exclamó&mdash;. ¿Qué significan esas demostraciones
-de caballero andante? ¿Usted sin duda tiene
-gana de chancearse?» «¡No, señor barbero&mdash;le respondí&mdash;,
-no! ¡Es cosa muy seria! Quiero saber si es<span class="pagenum"><a name="Page_264" id="Page_264">[264]</a></span>
-usted tan valiente como galán. ¡No crea usted que
-le hayan de dejar gozar tranquilamente las finezas
-de la dama que acaba de ver en casa!» «¡Por San
-Cosme&mdash;repuso el cirujano dando una gran carcajada
-de risa&mdash;, que es buen chasco! ¡Las apariencias,
-vive diez, son harto engañosas!» Por estas palabras
-presumí que tenía tanta gana de quimera
-como yo, lo que me hizo ser más audaz. «¡A otro
-perro con ese hueso!&mdash;le repliqué&mdash;. ¡A otro con
-esa, amigo mío! ¡Yo no soy hombre a quien satisface
-la simple negativa!» «Ya veo&mdash;prosiguió&mdash;que
-me será preciso hablar claro para evitar la desgracia
-que nos puede suceder a vos o a mí. Voy, pues, a
-revelaros un secreto, no obstante que los de nuestra
-profesión deben ser muy callados. Si la dama Lorenza
-me admite con cautela en su aposento es
-porque los criados no sepan su enfermedad. Todas
-las noches voy a curarle un cáncer inveterado que
-tiene en la espalda. Vea usted el fundamento de
-las visitas que tanto le inquietan. Tranquilícese de
-aquí en adelante sobre este particular; pero si no
-está satisfecho con esta declaración y quiere absolutamente
-que riñamos, dígalo y manos a la obra,
-pues no soy hombre que huiré el cuerpo.» Habiendo
-dicho estas palabras, sacó su montante, cuya vista
-me horrorizó, y se puso en defensa con un aire
-que nada bueno me anunciaba. «¡Basta!&mdash;le dije,
-envainando mi espada&mdash;. Yo no soy tan bárbaro
-que no ceda a la razón. Por lo que usted me ha
-dicho, veo que no es mi enemigo. ¡Abracémonos!»
-Mis palabras le dieron a entender que yo no era<span class="pagenum"><a name="Page_265" id="Page_265">[265]</a></span>
-tan temible como le parecí al principio; envainó
-con risa la espada, me abrazó y nos separamos los
-mayores amigos del mundo.</p>
-
-<p>Desde este momento, Séfora se presentaba a mi
-imaginación como la cosa más desagradable. Evité
-todas las ocasiones que me proporcionaba de hablarle
-a solas, y mi cuidado y estudio en huir de
-ella le hicieron conocer mi interior. Admirada de
-una mudanza tan grande, quiso saber la causa, y
-habiendo encontrado al fin el medio de hablarme
-a solas, me dijo: «Señor mayordomo, dígame usted,
-si gusta, el por qué evita hasta mis miradas y por
-qué en lugar de buscar, como otras veces, proporción
-de hablarme, se extraña tanto de mí. Es verdad
-que yo di los primeros pasos, pero usted me
-correspondió. Acuérdese, si no lo lleva a mal, de
-la conversación que tuvimos solos; entonces era
-usted todo fuego y ahora no es mas que un hielo.
-¿Qué significa esta mudanza?» La pregunta era
-muy delicada para un hombre sincero, y, a la verdad,
-me quedé muy perplejo. No tengo presente lo
-que respondí; solamente me acuerdo que le disgustó
-infinito. Séfora parecía un cordero por su semblante
-afable y modesto, pero cuando se encolerizaba
-era una tigre. «¡Creía&mdash;me dijo echándome
-una mirada llena de despecho y rabia&mdash;, creía honrar
-mucho a un hombrecillo como él manifestándole
-un afecto que caballeros y personas muy nobles
-harían gran vanidad de haber merecido! ¡Me está
-muy bien empleado por haberme bajado indignamente
-hasta un miserable aventurero!»</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_266" id="Page_266">[266]</a></span></p>
-
-<p>Si hubiera parado en esto, hubiera salido yo del
-paso a poca costa; pero su lengua furiosa me dijo
-mil apodos a cual peor. Bien conozco que debí recibirlos
-a sangre fría y reflexionar que despreciando
-el triunfo de una virtud que yo había tentado cometía
-un delito que las mujeres no perdonan jamás.
-Un hombre sensato, en mi lugar, se hubiera
-reído de estas injurias; pero yo era tan vivo que
-no podía sufrirlas y perdí la paciencia. «Señora&mdash;le
-dije&mdash;, a nadie despreciemos: si esos caballeros de
-quienes usted habla le hubiesen visto las espaldas,
-aseguro que su curiosidad no hubiera pasado adelante.»
-Apenas hube disparado esta saeta, cuando
-la enfurecida dueña me pegó la más grande bofetada
-que jamás ha dado mujer colérica. Para no
-recibir otra y evitar la granizada de golpes que
-hubieran caído sobre mí, tomé la puerta con la
-mayor ligereza. Di mil gracias al Cielo de verme
-fuera de este mal paso, imaginando que nada tenía
-que temer, pues la dama se había vengado, y me
-parecía que por su propia estimación debía callar
-este lance. En efecto, pasaron quince días sin saber
-nada de ella, y principiaba a olvidarla, cuando supe
-que estaba mala. Confieso que tuve la flaqueza de
-afligirme. Me dió lástima, imaginando que, no pudiendo
-esta desgraciada amante vencer un amor
-tan mal pagado, se habría rendido a su dolor. Me
-consideraba yo la principal causa de su enfermedad,
-y ya que no podía amarla, a lo menos la compadecía.
-Pero ¡cuánto me engañaba! Su ternura, convertida
-en odio, no pensaba mas que en perderme.</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_267" id="Page_267">[267]</a></span></p>
-
-<p>Estando una mañana con don Alfonso, noté que
-se hallaba triste y pensativo; preguntéle con respeto
-qué tenía. «Tengo pesadumbre&mdash;me dijo&mdash;de
-ver a Serafina tan débil, ingrata e injusta. Tú
-te admiras&mdash;añadió, observando mi suspensión&mdash;;
-pues cree que es muy cierto lo que te digo. No sé
-por qué motivo te has hecho tan odioso a Lorenza
-su criada, que dice es infalible su muerte si no
-sales prontamente de casa. Como Serafina te ama,
-no debes dudar que habrá resistido a los impulsos
-de este aborrecimiento, con los cuales no puede
-condescender sin ser desagradecida e injusta; pero
-al fin es mujer, y ama con extremo a Séfora, que
-la ha criado. La quiere como si fuera su madre y
-creería ser causa de su muerte si no le daba gusto.
-Por lo que hace a mí, aunque quiero tanto a Serafina,
-no pienso del mismo modo y no consentiré
-te apartes de mí aunque pereciesen todas las dueñas
-de España, pues te miro no como a un criado,
-sino como a hermano.»</p>
-
-<p>Luego que acabó de hablar don Alfonso, le dije:
-«Señor, yo he nacido para ser juguete de la fortuna.
-Pensaba que cesaría de perseguirme en vuestra
-casa, en donde todo me prometía una vida feliz y
-tranquila; pero al fin me es preciso dejarla, aunque
-con ella pierda mi mayor gusto.» «¡No, no!&mdash;exclamó
-el generoso hijo de don César&mdash;. ¡Déjame,
-yo convenceré a Serafina! ¡No se ha de decir
-que te hemos sacrificado al capricho de una dueña!
-¡Demasiado la contemplamos en otras cosas!»
-«Pero, señor&mdash;repliqué&mdash;, irritaréis más a Serafina<span class="pagenum"><a name="Page_268" id="Page_268">[268]</a></span>
-si la resistís. Más bien quiero retirarme que exponerme,
-permaneciendo en casa, a causar desazón
-entre dos esposos tan perfectos; si esta desgracia
-sucediese, jamás hallaría yo consuelo.» Don Alfonso
-me prohibió tomar este partido, y le vi tan resuelto,
-que Lorenza no hubiera logrado su intento si
-yo no hubiese permanecido en mi propósito. Es
-verdad que, picado de la venganza de la dueña,
-tuve mis impulsos de cantar de plano y descubrirla;
-pero luego me compadecía, considerando que si
-revelaba su flaqueza hería mortalmente a una infeliz
-de cuya desgracia era yo la causa y a quien
-dos males irremediables echaban al hoyo. Juzgué,
-pues, que en conciencia debía restablecer el sosiego
-en la casa saliéndome de ella, pues que era un
-hombre que ocasionaba tanto daño. Hícelo así al
-día siguiente antes de amanecer, sin despedirme
-de mis amos, temiendo que su cariño estorbase mi
-partida, y sólo dejé en mi cuarto una cuenta puntual
-de mi administración.</p>
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="VII_II">CAPITULO II</h3>
-
-
-<p class="i2 center">De lo que le sucedió a Gil Blas después de dejar la
-casa de Leiva y de las felices consecuencias que tuvo
-el mal suceso de sus amores.</p>
-
-
-<p class="p2">Yo tenía un buen caballo y llevaba en mi maleta
-doscientos doblones, procedentes la mayor parte
-de lo que me tocó de los bandoleros que matamos<span class="pagenum"><a name="Page_269" id="Page_269">[269]</a></span>
-y de los mil ducados que robamos a Samuel Simón,
-porque don Alfonso había restituído generosamente
-toda la cantidad, cediéndome la parte que me había
-tocado. Así, mirando mi caudal por esta circunstancia
-como ya legítimo, gozaba de él sin escrúpulo
-de conciencia. En una edad como la que
-yo entonces tenía se confía mucho en el propio
-mérito, y fuera de esto, con mi dinero nada creía
-debía temer en adelante. Por otra parte, Toledo
-me ofrecía un agradable asilo, y no dudaba que el
-conde de Polán tendría mucho gusto en recibir en
-su casa a uno de sus libertadores. Pero este recurso
-debía ser cuando todo corriese turbio, y antes
-de valerme de él quise gastar parte de mi dinero
-en correr los reinos de Murcia y Granada, que
-deseaba ver con particularidad. Con este intento
-tomé el camino de Almansa, de donde, prosiguiendo
-mi viaje, fuí de pueblo en pueblo hasta la ciudad
-de Granada, sin que me sucediese contratiempo
-alguno. Parecía que la fortuna, satisfecha ya de
-tantos chascos como me había jugado, quería en
-fin dejarme en paz; pero esta traidora me preparaba
-otros muchos, como se verá en adelante.</p>
-
-<p>Uno de los primeros sujetos que encontré en las
-calles de Granada fué el señor don Fernando de
-Leiva, yerno, como don Alfonso, del conde de Polán.
-Ambos quedamos sorprendidos de vernos en
-Granada. «¿Qué es esto, Gil Blas?&mdash;me dijo&mdash;. ¿Tú
-en Granada? ¿Qué es lo que aquí te trae?» «Señor&mdash;le
-dije&mdash;, si usted se admira de verme en este
-país, con mucha más razón se maravillará cuando<span class="pagenum"><a name="Page_270" id="Page_270">[270]</a></span>
-sepa la causa que me ha obligado a dejar la casa
-del señor don César y su hijo.» En seguida le conté
-cuanto me había pasado con Séfora, sin callarle
-nada. Causóle gran risa el lance, y ya sosegado,
-me dijo seriamente: «Amigo, voy a tomar por mi
-cuenta este negocio. Escribiré a mi cuñada...» «¡No,
-no, señor!&mdash;interrumpí&mdash;. ¡Suplico a usted no haga
-tal cosa! No he salido de la casa de Leiva para volver
-a ella. Si usted gusta, puede emplear de otro
-modo el favor que le debo. Ruego a usted que si
-alguno de sus amigos necesita un secretario o un
-mayordomo me presente y recomiende, que doy a
-usted palabra de no desairar su informe.» «Con mucho
-gusto&mdash;respondió&mdash;. Mi venida a Granada ha
-sido a visitar a una tía mía, ya anciana, que está
-enferma, y todavía pasarán tres semanas antes
-que me vuelva a mi quinta de Lorque, en donde
-ha quedado Julia. En aquella casa vivo&mdash;prosiguió,
-señalándome una suntuosa que estaba a
-cien pasos de nosotros&mdash;; venme a ver pasados algunos
-días, que quizá te habré ya buscado un acomodo.»</p>
-
-<p>Efectivamente, la primera vez que nos vimos
-me dijo: «El señor arzobispo de Granada, mi pariente
-y amigo, que es un grande escritor, necesita
-de un hombre instruído y de buena letra para poner
-en limpio sus obras. Ha compuesto, y todos
-los días compone, homilías que predica con mucho
-aplauso. Como te contemplo a propósito para el
-caso, te he recomendado y me ha prometido admitirte.
-Vé y preséntate de mi parte; por el modo<span class="pagenum"><a name="Page_271" id="Page_271">[271]</a></span>
-con que te reciba conocerás el buen informe que le
-he dado.»</p>
-
-<p>La conveniencia me pareció tal como la podía
-desear, y así, habiéndome compuesto lo mejor que
-pude, fuí una mañana a presentarme a este prelado.
-Si yo hubiera de imitar a los autores de novelas,
-haría aquí una descripción pomposa del palacio
-arzobispal de Granada, me extendería sobre
-la estructura del edificio, celebraría la riqueza de
-sus muebles, hablaría de sus estatuas y pinturas y
-no dejaría de contar al lector la menor de todas
-las historias que en ella se representan; pero me
-contentaré con decir que iguala en magnificencia
-al palacio de nuestros reyes.</p>
-
-<p>Vi en las antesalas una muchedumbre de eclesiásticos
-y seglares, la mayor parte familiares de
-Su Ilustrísima, limosneros, gentileshombres, escuderos
-o ayudas de cámara. Los vestidos de los seglares
-eran costosos; tanto, que más parecían de
-señores que de criados. Se mostraban altivos y hacían
-el papel de hombres de importancia. Al ver
-su afectación, no pude menos de reírme y burlarme
-interiormente de ellos. «¡Pardiez&mdash;me decía entre
-mí&mdash;, estas gentes tienen la fortuna de no sentir
-el yugo de la servidumbre, porque al fin, si lo
-sintieran, me parece que debían ostentar menos
-altanería!» Acerquéme a un personaje grave y grueso
-que estaba a la puerta de la cámara del arzobispo
-para abrirla y cerrarla cuando era necesario,
-y le pregunté con mucha cortesía si podría hablar
-a Su Ilustrísima. «Espérese usted&mdash;me dijo seca<span class="pagenum"><a name="Page_272" id="Page_272">[272]</a></span>mente&mdash;,
-que Su Ilustrísima va a salir a oír misa
-y al paso le oirá a usted.» No respondí palabra.
-Arméme de paciencia e hice por trabar conversación
-con algunos de los sirvientes, pero aquellos
-señores no se dignaron contestarme, sino que se
-entretuvieron en examinarme de pies a cabeza, y
-después, mirándose unos a otros, se sonrieron con
-orgullo de la libertad que había tenido de mezclarme
-en su conversación.</p>
-
-<p>Confieso que me quedé del todo corrido al verme
-tratado así por unos criados. Todavía no había
-vuelto de mi confusión cuando se abrió la puerta
-del estudio y salió el arzobispo. Inmediatamente
-guardaron todos un profundo silencio; dejaron sus
-modales insolentes y mostraron un semblante respetuoso
-delante de su amo. Tendría el prelado unos
-sesenta y nueve años y casi se semejaba a mi tío
-Gil Pérez, el canónigo; es decir, que era pequeño
-y grueso, y además muy patiestevado, y tan calvo
-que sólo tenía un mechón de pelo hacia el cogote,
-por lo cual llevaba embutida la cabeza en una papalina
-que le cubría las orejas. Con todo, noté en
-él un aire de caballero, sin duda porque yo sabía
-que lo era. La gente común miramos a los grandes
-con una cierta preocupación, que por lo regular
-les presta un aspecto de señorío que la Naturaleza
-les ha negado. Luego que me vió, el arzobispo se
-vino a mí y me preguntó con mucha dulzura qué era
-lo que se me ofrecía. Le dije era el recomendado del
-señor don Fernando de Leiva. «¡Ah!&mdash;exclamó&mdash;.
-¿Eres tú el que me ha alabado tanto? ¡Ya estás<span class="pagenum"><a name="Page_273" id="Page_273">[273]</a></span>
-recibido! ¡Me alegro de tan buen hallazgo! Quédate
-desde luego en casa.» Dichas estas palabras, se
-apoyó sobre dos escuderos, y habiendo oído a algunos
-eclesiásticos que llegaron a hablarle, salió
-de la sala. Apenas estaba fuera, cuando vinieron
-a saludarme los mismos que poco antes habían
-despreciado mi conversación; me rodean, me agasajan
-y muestran la mayor alegría de verme comensal
-del arzobispo. Habían oído lo que me había
-dicho mi amo y deseaban con ansia saber qué empleo
-debía tener cerca de Su Señoría Ilustrísima;
-pero para vengarme del desprecio que me habían
-hecho, tuve la malicia de no satisfacer su curiosidad.</p>
-
-<p>No tardó mucho en volver Su Señoría Ilustrísima,
-y me hizo entrar en su estudio para hablarme
-a solas. Yo pensé bien que su intención era tantear
-mis talentos, por lo que me atrincheré y preparé
-para medir todas mis palabras. Principió haciéndome
-algunas preguntas sobre las Humanidades.
-Tuve la fortuna de no responder mal y hacerle ver
-que conocía bastante los autores griegos y latinos.
-Examinóme después de dialéctica, y cabalmente
-aquí era en donde yo le esperaba. Encontróme bien
-cimentado en ella y me dijo con cierta admiración:
-«Se conoce que has tenido buena educación. Veamos
-ahora tu letra.» Saqué de la faltriquera una
-muestra que había llevado expresamente para este
-caso, la que no desagradó a mi prelado. «Me alegro
-de que tengas tan buena forma&mdash;exclamó&mdash;, y todavía
-más de que tengas tan buen entendimiento.
-Daré las gracias a mi sobrino don Fernando porque<span class="pagenum"><a name="Page_274" id="Page_274">[274]</a></span>
-me ha proporcionado un joven tan de provecho.
-¡A la verdad, que me ha hecho un buen presente!»</p>
-
-<p>Interrumpió nuestra conversación la llegada de
-algunos caballeros granadinos que iban a comer
-con Su Ilustrísima. Dejélos y me retiré a donde estaban
-los familiares, quienes me colmaron de cumplimientos
-y obsequios. Comí con ellos, y si mientras
-la comida procuraron observar mis acciones,
-yo no examiné menos las suyas. ¡Qué modestia
-guardaban los eclesiásticos! Todos me parecieron
-unos santos; tanto era el respeto que me había infundido
-el palacio arzobispal. No me pasó por la
-imaginación que aquello podría ser gazmoñería,
-como si fuera imposible que ésta se hallase en casa
-de los príncipes de la Iglesia.</p>
-
-<p>Me tocó sentarme al lado de un antiguo ayuda
-de cámara, llamado Melchor de la Ronda, quien
-tenía cuidado de servirme buenos bocados. Viendo
-su atención, procuré yo tenerla con él, y mi política
-le agradó mucho. «Señor caballero&mdash;me dijo
-en voz baja luego que acabamos de comer&mdash;, quisiera
-hablar con usted a solas.» Y diciendo esto,
-me llevó a un sitio de palacio en donde nadie podía
-oírnos y allí me tuvo este razonamiento: «Hijo
-mío, desde el instante que te vi te cobré inclinación,
-de cuya verdad voy a darte una prueba confiándote
-un secreto que te será de gran utilidad.
-Estás en una casa en donde se confunden los verdaderos
-virtuosos con los falsos. Para conocer este
-terreno necesitabas infinito tiempo, y voy a excusarte
-un estudio tan largo y desagradable pintán<span class="pagenum"><a name="Page_275" id="Page_275">[275]</a></span>dote
-los genios de unos y de otros, lo que podrá
-servirte de gobierno. No será malo&mdash;prosiguió&mdash;dar
-principio por Su Ilustrísima. Es un prelado muy
-piadoso, ocupado continuamente en edificar al pueblo
-y en encaminarle a la virtud con admirables
-sermones morales, que él mismo compone. Veinte
-años hace que dejó la corte para dedicarse enteramente
-a conducir su rebaño; es un sabio y un grande
-orador, que tiene puesto su conato en predicar,
-y el pueblo le oye con mucho gusto. Tal vez tendrá
-en esto su poco de vanidad; pero además de que
-no toca a los hombres el penetrar los corazones,
-no pareciera bien que me pusiese yo a escudriñar
-los defectos de una persona cuyo pan como. Si me
-fuera permitido reprender alguna cosa en mi amo,
-vituperaría su severidad, porque castiga con demasiado
-rigor las flaquezas de los eclesiásticos,
-cuando debiera mirarlas con piedad. Sobre todo,
-persigue sin misericordia a los que, fiados en su
-inocencia, piensan justificarse jurídicamente desatendiendo
-su autoridad. Tiene también otro defecto,
-que es común a muchas personas grandes:
-aunque ama a sus criados, atiende poco a sus servicios;
-los dejará envejecer en su casa sin pensar en
-proporcionarles algún acomodo. Si alguna vez los
-gratifica, es porque hay quien tiene la bondad de
-hablar por ellos, pues por lo que hace a Su Ilustrísima,
-jamás se acordaría de hacerles el menor bien.»</p>
-
-<p>Esto me dijo de su amo el ayuda de cámara, y
-siguió dándome razón del carácter de los eclesiásticos
-con quienes habíamos comido. Me los retrató<span class="pagenum"><a name="Page_276" id="Page_276">[276]</a></span>
-muy al contrario de lo que aparentaban; es verdad
-que no me dijo que eran gentes infames, pero sí
-bastante malos sacerdotes. No obstante, exceptuó
-a algunos cuya virtud alabó mucho. Con esta lección
-aprendí el modo de portarme con estos señores,
-y aquella misma noche, en la cena, me revestí
-como ellos de un exterior compuesto. No es de
-admirar se hallen tantos hipócritas, cuando nada
-cuesta el serlo.</p>
-
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="VII_III">CAPITULO III</h3>
-
-
-<p class="i2 center">Llega Gil Blas a ser el privado del arzobispo de Granada
-y el conducto de sus gracias.</p>
-
-
-<p class="p2">Mientras la siesta, había yo sacado de la posada
-mi maleta y caballo y vuelto después a cenar a palacio,
-en donde me pusieron un cuarto decente con
-muy buena cama. El día siguiente me hizo llamar
-Su Ilustrísima muy de mañana para darme a copiar
-una homilía, encargándome mucho lo hiciera
-con toda la exactitud posible. Ejecutélo así, sin
-omitir acento, punto ni coma, de lo que manifestó
-el prelado un gran placer mezclado de sorpresa.
-Luego que recorrió todas las hojas de mi copia,
-exclamó admirado: «¡Eterno Dios! ¿Puede darse
-una cosa más correcta? Eres muy buen copiante
-por ser perfecto gramático. Háblame con satisfacción,
-amigo mío: ¿has encontrado al escribir alguna
-cosa que te haya chocado? ¿Algún descuido en<span class="pagenum"><a name="Page_277" id="Page_277">[277]</a></span>
-el estilo o algún término impropio? Es muy fácil
-se me haya escapado algo de esto en el calor de la
-composición.» «¡Oh, señor&mdash;respondí modestamente&mdash;,
-no tengo tanta instrucción que pueda meterme
-a crítico! Y aun cuando la tuviera, estoy
-cierto de que las obras de Su Ilustrísima no
-caerían bajo mi censura.» Sonrióse con mi respuesta
-y nada me replicó, pero en medio de toda su
-piedad se traslucía que amaba con pasión sus escritos.</p>
-
-<p>Acabé de granjear su amistad con esta adulación.
-Cada día me quería más; tanto, que don Fernando,
-que visitaba frecuentemente a mi amo, me
-aseguró había de tal modo ganado su voluntad que
-podía dar por hecha mi fortuna. Mi amo mismo lo
-confirmó poco tiempo después con la ocasión siguiente.
-Habiendo relatado con vehemencia una
-tarde en su estudio delante de mí una homilía que
-había de predicar en la catedral al otro día, no se
-contentó con preguntarme en general qué me había
-parecido, sino que me obligó a decirle los pasajes
-que más habían llamado mi atención, y tuve
-la fortuna de citarle aquellos de que él estaba más
-satisfecho y que eran sus favoritos; esto me hizo
-pasar en el concepto de Su Ilustrísima por un conocedor
-delicado de las verdaderas bellezas de una
-obra. «¡Eso es&mdash;exclamó&mdash;lo que se llama tener
-gusto y finura! ¡Sí, querido, te aseguro que no es
-tu oído oreja de asno!» En fin, quedó tan contento
-de mí que me dijo con mucha expresión: «Gil Blas,
-no tengas ya cuidado, que tu fortuna corre de mi<span class="pagenum"><a name="Page_278" id="Page_278">[278]</a></span>
-cuenta, y te proporcionaré una que te sea agradable.
-Yo te estimo, y en prueba de ello quiero que
-seas mi confidente.»</p>
-
-<p>Al oír estas palabras, me eché a los pies de Su
-Ilustrísima, penetrado de reconocimiento. Abracé
-gustosamente sus piernas torcidas y creíme ya un
-hombre que estaba en camino de llegar a ser rico.
-«Sí, hijo mío&mdash;prosiguió el arzobispo, cuyo discurso
-había interrumpido mi acción&mdash;, quiero hacerte
-depositario de mis más ocultos pensamientos. Escucha
-atentamente lo que voy a decirte. Tengo
-gusto en predicar, y el Señor bendice mis homilías,
-porque mueven a los pecadores, les hacen volver
-en sí y recurrir a la penitencia. Tengo la satisfacción
-de ver a un avaro, atemorizado con las imágenes
-que presento a su codicia, abrir sus tesoros
-y distribuirlos con mano pródiga; a un lascivo,
-huir de sus torpezas; a los ambiciosos, retirarse a
-las ermitas, y hacer constante y firme en sus obligaciones
-a una esposa a quien hacía titubear un
-amante seductor. Estas conversiones, que son frecuentes,
-deberían por sí solas excitarme al trabajo.
-Pero te confieso mi flaqueza: todavía me mueve
-otro premio, premio de que la delicadeza de mi
-virtud me reprende inútilmente; éste es el aprecio
-que hace el público de las obras bien acabadas. La
-gloria de pasar por un orador consumado tiene
-para mí muchos atractivos. Hoy pasan mis obras
-por enérgicas y sublimes, pero no querría caer en
-las faltas de los buenos escritores que escriben muchos
-años, y sí conservar toda mi reputación. En<span class="pagenum"><a name="Page_279" id="Page_279">[279]</a></span>
-este supuesto, mi amado Gil Blas&mdash;continuó el prelado&mdash;,
-exijo una cosa de tu celo: cuando adviertas
-que mi pluma envejece, cuando notes que mi estilo
-declina, no dejes de avisármelo. En este punto no
-me fío de mí mismo, porque el amor propio podría
-cegarme. Esta observación necesita de un entendimiento
-imparcial, y así, elijo el tuyo, que contemplo
-a propósito, y desde luego abrazaré tu dictamen.»
-«Señor&mdash;le dije&mdash;, Su Ilustrísima está todavía
-muy distante de ese tiempo, a Dios gracias;
-además de que un ingenio como el de Su Ilustrísima
-se conservará más bien que los de otro temple,
-o para hablar con propiedad, Su Ilustrísima
-será siempre el mismo. Yo miro a Su Ilustrísima
-como un segundo cardenal Jiménez, cuyo superior
-talento parecía recibir nuevas fuerzas de los años
-en lugar de debilitarse con ellos.» «¡Déjate de alabanzas,
-amigo mío!&mdash;respondió mi amo&mdash;. Yo sé
-que puedo declinar de un momento a otro; en la
-edad en que me hallo, ya se empiezan a sentir los
-achaques, y los males del cuerpo alteran el entendimiento.
-De nuevo te lo encargo, Gil Blas: no te
-detengas un momento en avisarme luego que adviertas
-que mi cabeza se debilita. No temas hablarme
-con franqueza y sinceridad, porque tu aviso
-será para mí una prueba del amor que me tienes.
-Por otra parte, va en ello tu interés, pues si, por
-desgracia tuya, supiese que se decía en la ciudad
-que mis sermones habían decaído de su ordinaria
-elevación y que podía ya dar de mano a mis tareas,
-perderías no sólo mi afecto, sino el acomodo<span class="pagenum"><a name="Page_280" id="Page_280">[280]</a></span>
-que te tengo prometido. Te hablo con claridad: esto
-sacarías de tu necio silencio.»</p>
-
-<p>Aquí acabó la exhortación de mi amo, para oír
-mi respuesta, que se redujo a prometerle cuanto
-deseaba. Desde aquel punto, nada tuvo secreto
-para mí y vine a ser su privado. Todos los familiares
-envidiaban mi suerte, menos el prudente Melchor
-de la Ronda. Era de ver cómo trataban los
-gentileshombres y escuderos al confidente de Su
-Ilustrísima; no se afrentaban de humillarse por tenerme
-contento; sus bajezas me hacían dudar que
-fuesen españoles. Aunque conocía que los guiaba
-el interés, y nunca me engañaron sus lisonjas, no
-dejé por eso de servirlos. Mis buenos oficios movieron
-a Su Ilustrísima a proporcionarles empleos.
-A uno le hizo dar una compañía y le puso en estado
-de lucir en el ejército; a otro envió a Méjico
-con un grande destino, y no olvidando a mi amigo
-Melchor, logré para él una buena gratificación.
-Esto me hizo conocer que si el prelado de su propio
-motivo no daba, a lo menos rara vez negaba
-lo que se le pedía.</p>
-
-<p>Pero me parece que debo referir con más extensión
-lo que hice por un eclesiástico. Un día nuestro
-mayordomo me presentó un licenciado llamado Luis
-García, hombre todavía mozo y de buena presencia,
-y me dijo: «Señor Gil Blas, este honrado eclesiástico
-es uno de mis mayores amigos. Ha sido
-capellán de unas monjas, pero su virtud no ha podido
-librarse de malas lenguas. Le han desacreditado
-tanto con Su Ilustrísima que le ha suspendi<span class="pagenum"><a name="Page_281" id="Page_281">[281]</a></span>do,
-y no quiere escuchar ninguna solicitud a favor
-suyo. Nos hemos valido de lo principal de Granada,
-pero nuestro amo es inflexible.» «Señores&mdash;les
-dije&mdash;, este negocio se ha gobernado mal y hubiera
-sido mejor no haber empeñado a nadie; por hacerle
-bien al señor licenciado, le han hecho mucho
-daño. Yo conozco a Su Ilustrísima y sé que las
-súplicas y recomendaciones no hacen mas que agravar
-en su idea la culpa de un eclesiástico. No ha
-mucho que le oí decir a él mismo que a cuantas
-más personas empeña en su favor un eclesiástico
-que está irregular, tanto más aumenta el escándalo
-y tanto más severo es para con él.» «¡Malo es
-eso!&mdash;dijo el mayordomo&mdash;. Y mi amigo se vería
-muy apurado si no tuviera tan buena letra; pero,
-por fortuna, escribe primorosamente, y con esta
-habilidad se ingenia para mantenerse.» Tuve la curiosidad
-de ver si la letra que se me celebraba era
-mejor que la mía. El licenciado me manifestó una
-muestra que traía prevenida, la cual me admiró,
-pues me parecía una de las que dan los maestros
-de escuela. Mientras miraba tan bella forma de
-letra me ocurrió una idea, y pedí a García me dejase
-el papel, diciéndole que acaso le sería útil; que
-no podía decirle más por entonces, pero que al
-otro día hablaríamos largamente. El licenciado, a
-quien el mayordomo había, según presumo, celebrado
-mi ingenio, se retiró tan satisfecho como si
-ya le hubiesen restituído a sus funciones.</p>
-
-<p>A la verdad, yo deseaba servirle, y desde aquel
-día trabajó en ello del modo que voy a decir. Es<span class="pagenum"><a name="Page_282" id="Page_282">[282]</a></span>tando
-solo con el arzobispo, le enseñé la letra de
-García, que le gustó infinito, y aprovechándome
-entonces de la ocasión, le dije: «Señor, una vez que
-Su Ilustrísima no quiere imprimir sus homilías,
-a lo menos desearía yo que se escribiesen de esta
-letra.»</p>
-
-<p>El prelado me respondió: «Aunque me agrada la
-tuya, te confieso que no me disgustaría tener copiadas
-mis obras de esta mano.» «No se necesita
-más&mdash;proseguí&mdash;que el consentimiento de Vuestra
-Ilustrísima. El que tiene esta habilidad es un
-licenciado conocido mío, y se alegrará tanto más
-de servir a Su Ilustrísima cuanto que por este medio
-podrá esperar de su bondad se sirva sacarle
-del miserable estado en que por desgracia se halla.»
-«¿Cómo se llama este licenciado?», me preguntó.
-«Luis García&mdash;le dije&mdash;, y está lleno de amargura
-por haber caído en la desgracia de Su Ilustrísima.»
-«Ese García&mdash;interrumpió&mdash;, si no me engaño, ha
-sido capellán de un convento de monjas y ha incurrido
-en las censuras eclesiásticas. Todavía me
-acuerdo de los memoriales que me han dado contra
-él. Sus costumbres no son muy buenas.» «Señor&mdash;dije&mdash;,
-no pretendo justificarle, pero sé que
-tiene enemigos y asegura que sus acusadores han
-tirado más a hacerle daño que a decir la verdad.»
-«Bien puede ser&mdash;replicó el arzobispo&mdash;, porque en
-el mundo hay ánimos muy perversos; pero aun
-suponiendo que su conducta no haya sido siempre
-irreprensible, acaso se habrá arrepentido, y, sobre
-todo, a gran pecado gran misericordia. Tráeme ese<span class="pagenum"><a name="Page_283" id="Page_283">[283]</a></span>
-licenciado, a quien desde luego levanto las censuras.»</p>
-
-<p>He aquí cómo los hombres más rígidos templan
-su severidad cuando media el interés propio. El
-arzobispo concedió sin dificultad a la vana complacencia
-de ver sus obras bien escritas lo que había
-negado a los más poderosos empeños. Al instante
-di esta noticia al mayordomo, quien sin pérdida
-de tiempo la participó a su amigo García. Al
-día siguiente vino a darme las gracias correspondientes
-al favor conseguido. Le presenté a mi amo,
-quien, contentándose con una ligera reprensión,
-le dió algunas homilías para que las pusiera en
-limpio. García lo desempeñó tan perfectamente
-que Su Ilustrísima le restableció en su ministerio
-y aun le dió el curato de Gabia, lugar grande inmediato
-a Granada, lo que prueba muy bien que
-los beneficios no siempre se confieren a la virtud.</p>
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="VII_IV">CAPITULO IV</h3>
-
-<p class="i2 center">Dale un accidente de apoplejía al arzobispo. Del
-lance crítico en que se halla Gil Blas y del modo
-con que salió de él.</p>
-
-
-<p class="p2">Mientras yo me ocupaba en servir de este modo
-a unos y a otros, don Fernando de Leiva se disponía para
-dejar a Granada. Visité a este señor antes
-de su partida para darle de nuevo gracias por el
-excelente acomodo que me había proporcionado.<span class="pagenum"><a name="Page_284" id="Page_284">[284]</a></span>
-Viéndome tan gustoso, me dijo: «Mi amado Gil
-Blas, me alegro mucho que estés tan satisfecho de
-mi tío el arzobispo.» «Estoy contentísimo&mdash;le respondí&mdash;con
-este gran prelado, y debo estarlo porque,
-además de ser un señor muy amable, nunca
-podré agradecer bastante los favores que le merezco.
-Pero todo esto necesitaba para consolarme
-de la separación del señor don César y de su hijo.»
-«No creo que ellos la hayan sentido menos&mdash;dijo
-don Fernando&mdash;, pero puede ser que no os hayáis
-separado para siempre y que la fortuna vuelva a
-reuniros algún día.» Estas palabras me enternecieron
-de modo que no pude menos de suspirar.
-Entonces conocí que mi amor a don Alfonso era
-tanto que hubiera dejado con gusto al arzobispo
-y cuanto podía esperar de su privanza por volverme
-a la casa de Leiva, siempre que se hubiera
-quitado el obstáculo que me había alejado de ella,
-don Fernando advirtió mi ternura, y le agradó
-tanto que me abrazó, diciendo que toda su familia
-se interesaría siempre en mi bienestar.</p>
-
-<p>A los dos meses de haberse marchado este caballero,
-y cuando me veía yo más favorecido, tuvimos
-un gran susto en palacio. Acometióle al arzobispo
-una apoplejía, pero se acudió con tan prontos
-y eficaces remedios que sanó a muy pocos días,
-aunque quedó algo tocado de la cabeza. Al primer
-sermón que compuso, bien lo eché de ver; pero
-no hallando bastante perceptible la diferencia que
-había entre éste y los antecedentes para inferir
-que el orador empezaba a decaer, aguardé a que<span class="pagenum"><a name="Page_285" id="Page_285">[285]</a></span>
-predicase otro para decidir. Hízolo y no fué menester
-esperar más: el buen prelado unas veces se
-rozaba y repetía; otras, se remontaba hasta las
-nubes o se abatía hasta el suelo. En fin, su oración
-fué difusa: una arenga de catedrático cansado o
-un sermón de misión sin concierto.</p>
-
-<p>No fuí yo solo quien lo notó, sino que casi todos
-los que le oyeron, como si les hubieran pagado para
-que lo examinasen, se decían al oído: «¡Este sermón
-huele a apoplejía!» «¡Vamos, señor censor y árbitro
-de las homilías&mdash;me dije a mí mismo&mdash;, prepárese
-usted para hacer su oficio! Ya ve usted que Su
-Ilustrísima declina; usted está en obligación de advertírselo,
-no sólo como depositario de sus confianzas,
-sino también por temor de que alguno de
-sus enemigos se os anticipe. Si llegara este caso,
-sabe usted muy bien sus consecuencias: sería usted
-borrado de su testamento, en el cual sin duda
-le tiene señalado una manda mejor que la biblioteca
-del licenciado Cedillo.»</p>
-
-<p>A estas reflexiones seguían otras enteramente
-contrarias, porque me parecía muy expuesto dar
-un aviso tan desagradable, que yo juzgaba no recibiría
-con gusto un autor encaprichado por sus
-obras. Luego, desechando esta idea, miraba como
-imposible que desaprobase mi libertad habiéndomelo
-inculcado con tanto empeño. Añádase a esto
-que yo pensaba decírselo con maña y hacerle tragar
-suavemente la píldora. En fin, persuadiéndome
-que arriesgaba más en callar que en hablar,
-me determiné a romper el silencio.</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_286" id="Page_286">[286]</a></span></p>
-
-<p>Sólo una cosa me inquietaba, y era no saber
-cómo sacar la conversación. Por fortuna, el orador
-mismo me sacó de este cuidado preguntándome
-qué se decía de él en el público y si había gustado
-su último sermón. Respondí que sus homilías siempre
-admiraban, pero que, a mi parecer, la última
-no había movido tanto al auditorio como las antecedentes.
-¿Cómo es eso, amigo?&mdash;respondió sobresaltado&mdash;.
-¿Habrá encontrado algún Aristarco?»
-«No, señor ilustrísimo&mdash;le dije&mdash;, no son obras
-las de Su Ilustrísima que haya quien se atreva a
-censurarlas; antes todos las celebran. Pero como
-Su Ilustrísima me tiene mandado que le hable con
-franqueza y con sinceridad, me tomaré la licencia
-de decir que el último sermón no me parece tener
-la solidez de los precedentes. ¿Piensa Su Ilustrísima
-de otro modo?» A estas palabras mudó de color
-mi amo y con una sonrisa forzada me dijo: «Señor
-Gil Blas, ¿conque esta composición no es del agrado
-de usted?» «No digo eso, señor ilustrísimo&mdash;interrumpí
-todo turbado&mdash;; es excelente, aunque un
-poco inferior a las otras obras de Su Ilustrísima.»
-«¡Ya entiendo!&mdash;replicó&mdash;. Te parece que voy bajando,
-¿no es eso? ¡Acorta de razones! Tú crees
-que ya es tiempo de que piense en retirarme.»
-«Jamás&mdash;le contesté&mdash;hubiera yo hablado a Su Ilustrísima
-con tanta claridad si expresamente no me
-lo hubiera mandado, y pues en esto no hago mas
-que obedecer a Su Ilustrísima, le suplico rendidamente
-no lleve a mal mi atrevimiento.» «¡No permita
-Dios&mdash;interrumpió precipitadamente&mdash;, no<span class="pagenum"><a name="Page_287" id="Page_287">[287]</a></span>
-permita Dios que os reprenda tal cosa! En eso sería
-yo muy injusto. No me desagrada el que me
-digas tu dictamen, sino que me desagrada tu dictamen
-mismo. Yo me engañé extremadamente en
-haberme sometido a tu limitada capacidad.»</p>
-
-<p>Aunque estaba tan turbado, procuré buscar los
-medios de enmendar lo hecho; pero es imposible
-sosegar a un autor irritado, y más si está acostumbrado
-a no escuchar sino alabanzas. «No hablemos
-más del asunto, hijo mío&mdash;me dijo&mdash;. Tú eres todavía
-muy niño para distinguir lo verdadero de lo
-falso. Has de saber que en mi vida he compuesto
-mejor homilía que la que tiene la desgracia de no
-merecer tu aprobación. Gracias al Cielo, mi entendimiento
-nada ha perdido todavía de su vigor.
-En adelante yo elegiré mejores confidentes; quiero
-otros más capaces de decidir que tú. ¡Anda&mdash;prosiguió,
-empujándome para que saliera de su estudio&mdash;y
-díle a mi tesorero que te entregue cien ducados
-y anda bendito de Dios con ellos! ¡Adiós,
-señor Gil Blas, me alegraré logre usted todo género
-de prosperidades con algo más de gusto!»</p>
-<hr class="chap" />
-
-<p class="p4"><span class="pagenum"><a name="Page_288" id="Page_288">[288]</a></span></p>
-
-
-<h3 id="VII_V">CAPITULO V</h3>
-
-
-<p class="i2 center">Partido que tomó Gil Blas después que le despidió
-el arzobispo; su casual encuentro con el licenciado
-García y cómo le manifestó éste su agradecimiento.</p>
-
-
-<p class="p2">Salí del estudio maldiciendo el capricho o, por
-mejor decir, la flaqueza del arzobispo, y todavía
-más irritado contra él que afligido de haber perdido
-su favor. Y aun dudé por algún tiempo si
-iría a tomar mis cien ducados; pero después de
-haberlo reflexionado bien, no quise tener la tontería
-de perderlos. Conocí que esta gratificación no
-me privaría del derecho de poner en ridículo a mi
-buen prelado, lo que me proponía hacer siempre
-que se hablase en mi presencia de sus homilías.</p>
-
-<p>Fuí, pues, a pedir al tesorero cien ducados, sin
-decirle una sola palabra de lo que acababa de pasar
-entre mi amo y yo. Después me despedí para
-siempre de Melchor de la Ronda, quien me quería
-tanto que no pudo dejar de sentir mucho mi desgracia.
-Observé que mientras le daba cuenta de lo
-sucedido su rostro manifestaba sentimiento. No
-obstante el respeto que debía al arzobispo, no pudo
-menos de vituperar su conducta; pero como en
-mi enojo juré que el prelado me las había de pagar
-y que a su costa había yo de divertir a toda la
-ciudad, el prudente Melchor me dijo: «Créeme, amado
-Gil Blas, pásate tu pena y calla. Los hombres<span class="pagenum"><a name="Page_289" id="Page_289">[289]</a></span>
-plebeyos deben respetar siempre a las personas distinguidas,
-por más motivo que tengan para quejarse
-de ellas. Confieso que hay señores muy groseros
-que no merecen atención alguna, pero al fin
-pueden hacer daño y es preciso temerlos.»</p>
-
-<p>Agradecí al antiguo ayuda de cámara su buen
-consejo y le prometí aprovecharme de él. Después
-de esto me dijo: «Si vas a Madrid, procura ver a
-José Navarro, mi sobrino, que es jefe de la repostería
-del señor don Baltasar de Zúñiga, y me atrevo
-a decirte que es un mozo digno de tu amistad. Es
-franco, vivo, servicial y amigo de hacer bien sin
-interés. Yo quisiera que fuerais amigos.» Le respondí
-que no dejaría de verle luego que llegase a
-Madrid, adonde pensaba volver. Salí inmediatamente
-del palacio arzobispal, con ánimo de no
-poner más en él los pies. Tal vez hubiera marchado
-al instante a Toledo si hubiese conservado mi caballo;
-pero le había vendido en el tiempo de mi
-fortuna, creyendo que ya no le necesitaría. Resolví
-tomar un cuarto amueblado, formando mi plan
-de permanecer todavía un mes en Granada y de
-irme en seguida a casa del conde de Polán.</p>
-
-<p>Como se acercaba la hora de comer, pregunté a
-mi huéspeda si habría por allí cerca alguna hostería,
-y me respondió que a dos pasos de su casa
-había una excelente, en donde daban bien de comer
-y a la cual concurrían muchas gentes de forma.
-Hice que me la enseñasen y fuí inmediatamente
-a ella. Entré en una gran sala, bastante parecida
-a un refectorio. Había sentadas a una mesa<span class="pagenum"><a name="Page_290" id="Page_290">[290]</a></span>
-larga, cubierta con unos manteles sucios, unas diez
-o doce personas, que estaban en conversación al
-mismo tiempo que iban despachando su pitanza.
-Trajéronme la mía, que en otra ocasión sin duda
-me habría hecho sentir la mesa que acababa de
-perder; pero como estaba entonces tan picado contra
-el arzobispo, la frugalidad de mi hostería me
-parecía preferible a la abundancia de su palacio.
-Vituperaba la variedad y multitud de manjares
-que se sirven en semejantes mesas, y discurriendo
-como pudiera hacerlo siendo médico en Valladolid,
-decía: «¡Desgraciados los que se hallan frecuentemente
-en mesas tan nocivas, en las que es preciso
-estar siempre sujetando el apetito para no cargar
-demasiado el estómago! Por poco que se coma, ¿no
-se come siempre bastante?» Mi mal humor me hacía
-alabar los aforismos que antes había despreciado.</p>
-
-<p>Cuando iba rematando mi ración, sin temer pasar
-los límites de la templanza, entró en la sala
-el licenciado Luis García, aquel capellán de monjas
-que logró el curato de Gabia del modo que dejo
-referido. Al instante que me vió vino a saludarme
-precipitadamente, como un hombre arrebatado de
-alegría; me abrazó y me vi precisado a aguantar
-un nuevo y muy largo cumplimiento con que me
-dió gracias por el bien que le había hecho, moliéndome
-con demostraciones de reconocimiento. Sentóse
-a mi lado diciendo: «¡Oh! ¡Vive Dios, mi amado
-bienhechor, que, pues he tenido la fortuna de
-encontraros, no nos hemos de despedir sin beber<span class="pagenum"><a name="Page_291" id="Page_291">[291]</a></span>
-un trago! Pero como no vale nada el vino de esta
-posada, si usted gusta, en acabando de comer iremos
-a cierta parte en donde he de regalar a usted
-con una botella de vino más seco de Lucena y un
-exquisito moscatel de Fuencarral. Por esta vez es
-preciso correr un gallo; suplico a usted que no me
-niegue este gusto. ¡Que no tenga yo la fortuna de
-ver a usted a lo menos por algunos días en mi curato
-de Gabia! Allí obsequiaría a usted como a un
-Mecenas generoso, a quien debo las comodidades
-y la tranquilidad de la vida que gozo.»</p>
-
-<p>Mientras me hablaba le trajeron su ración. Empezó
-a comer, pero sin cesar de decirme de cuando
-en cuando alguna lisonja. En uno de estos intervalos,
-con motivo de haberme preguntado por su
-amigo el mayordomo, le manifestó sin misterio mi
-salida de la casa arzobispal y le conté hasta las
-menores circunstancias de mi desgracia, lo que escuchó
-con mucha atención. A vista de tanto como
-acababa de decirme, ¿quién no hubiera creído oírle,
-lleno de un sentimiento producido por la gratitud,
-declamar contra el arzobispo? Pues no lo hizo así;
-antes al contrario, bajó la cabeza, estuvo frío y
-pensativo hasta que acabó de comer, sin hablar
-más palabra, y después, levantándose de la mesa
-aceleradamente, me saludó con frialdad y se fué.
-Este ingrato, viendo que ya no podía yo serle útil,
-ni aun quiso tomarse la molestia de ocultarme su
-indiferencia. Me reí de su ingratitud, y mirándole
-con todo el desprecio que merecía, le dije bien
-alto para que me oyese: «¡Hola! ¡Hola! ¡Prudente<span class="pagenum"><a name="Page_292" id="Page_292">[292]</a></span>
-capellán de monjas, vaya usted a refrescar ese exquisito
-vino de Lucena con que me ha convidado!»</p>
-
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="VII_VI">CAPITULO VI</h3>
-
-<p class="i2 center">Va Gil Blas a ver representar a los cómicos de Granada;
-de la admiración que le causó el ver a una
-actriz y de lo que le pasó con ella.</p>
-
-
-<p class="p2">Todavía no había salido García de la sala cuando
-entraron dos caballeros muy bien portados, que
-vinieron a sentarse junto a mí. Principiaron a hablar
-de los cómicos de la compañía de Granada y
-de una comedia nueva que se representaba entonces.
-De su conversación inferí que aquella pieza
-era muy aplaudida y dióme deseo de verla aquella
-misma tarde. Como casi siempre había estado en
-el palacio, en donde estaba anatematizada esta
-clase de recreo, no había visto comedia alguna desde
-que vivía en Granada y toda mi diversión se
-había reducido a las homilías.</p>
-
-<p>Luego que fué hora me marché al teatro, en donde
-hallé un gran concurso. Oí alrededor de mí diferentes
-conversaciones sobre la pieza antes que se
-empezase y observé que todos se metían a dar su
-voto sobre ella, declarándose unos en pro, otros en
-contra. Decían a mi derecha: «¿Se ha visto jamás
-una obra mejor escrita?» Y a mi izquierda exclamaban:
-«¡Qué estilo tan miserable!» En verdad, se
-debe convenir en que si abundan los malos auto<span class="pagenum"><a name="Page_293" id="Page_293">[293]</a></span>res,
-abundan más los peores críticos. Cuando pienso
-en los disgustos que los poetas dramáticos tienen
-que sufrir, me admiro de que haya algunos
-tan atrevidos que hagan frente a la ignorancia del
-vulgo y a la censura peligrosa de los sabios superficiales,
-que corrompen algunas veces el juicio del
-público.</p>
-
-<p>En fin, el gracioso se presentó para dar principio
-a la escena; por todas partes sonó un palmoteo
-general, lo que me dió a conocer que era uno de
-aquellos actores consentidos a quienes el vulgo todo
-se lo disimula. Efectivamente, este cómico no decía
-palabra ni hacía gesto que no le atrajesen aplausos;
-y como se le manifestaba demasiado el gusto
-con que se le veía, por eso abusaba de él, pues
-noté que algunas veces se propasaba tanto sobre
-la escena que era necesaria toda la aceptación con
-que se le oía para que no perdiese su reputación.
-Si en lugar de aplaudirle le hubieran silbado, frecuentemente
-se le hubiera hecho justicia.</p>
-
-<p>Palmotearon también del mismo modo a otros
-comediantes, pero particularmente a una actriz
-que hacía el papel de graciosa. Miréla con cuidado
-y me faltan términos para expresar la sorpresa
-con que reconocí en ella a Laura, a mi querida
-Laura, a quien suponía todavía en Madrid al lado
-de Arsenia. No podía dudar que fuese ella, porque
-su estatura, sus facciones y su metal de voz, todo
-me aseguraba que yo no me equivocaba. Sin embargo,
-como si desconfiara de mis ojos y de mis
-oídos, pregunté su nombre a un caballero que es<span class="pagenum"><a name="Page_294" id="Page_294">[294]</a></span>taba
-a mi lado. «Pues ¿de qué tierra viene usted?&mdash;me
-dijo&mdash;. Sin duda usted acaba de llegar, cuando
-no conoce a la hermosa Estela.»</p>
-
-<p>La semejanza era demasiado perfecta para que
-pudiese equivocarme y desde luego comprendí bien
-que Laura, al mudar de estado, había también
-mudado de nombre; y deseoso de saber noticias
-de ella&mdash;porque el público jamás ignora las de los
-cómicos&mdash;me informé del mismo sujeto si esta Estela
-tenía algún cortejo de importancia. Respondióme
-que un gran señor portugués, llamado el
-marqués de Marialba, que dos meses había se hallaba
-en Granada, era quien gastaba mucho con
-ella. Más me hubiera dicho a no haber temido cansarle
-con mis preguntas. Pensé más en la noticia
-que este caballero acababa de darme que en la
-comedia; y si al salir alguno me hubiese preguntado
-el asunto de ella, no hubiera sabido qué decirle.
-Todo el tiempo se me fué en pensar en Laura
-y Estela y me determiné a visitarla en su casa al
-otro día. No dejaba de inquietarme el cómo me
-recibiría. Tenía fundamento para pensar que no le
-diese gusto mi visita en el estado tan brillante en
-que se hallaba, y aun de presumir que una cómica
-de tanto nombre fingiese no conocerme, por vengarse
-de un hombre del cual tenía, ciertamente,
-motivos de estar sentida; pero nada de esto me
-desanimó. Después de una cena ligera&mdash;pues en mi
-posada no se hacían de otra clase&mdash;me retiré a mi
-cuarto, con mucha impaciencia de hallarme ya en
-el día siguiente.</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_295" id="Page_295">[295]</a></span></p>
-
-<p>Dormí poco y me levanté al amanecer; mas pareciéndome
-que la dama de un gran señor no se
-dejaría ver tan de mañana, antes de ir a su casa
-gasté tres o cuatro horas en componerme, afeitarme,
-peinarme y perfumarme, porque quería
-presentarme a ella en tal aparato que no se avergonzase
-de verme. Salí a cosa de las diez, pregunté
-en la casa de comedias dónde vivía y pasé
-a la suya. Vivía en un cuarto principal de una
-casa grande. Abrióme la puerta una criada, a quien
-le dije pasase recado de que un joven deseaba hablar
-a la señora Estela. Entró con él e inmediatamente
-oí que su ama gritó: «¿Quién es ese joven?
-¿Qué me quiere? ¡Que entre!»</p>
-
-<p>Discurrí haber llegado en mala ocasión, pues estaría
-su portugués con ella al tocador, y que para
-hacerle creer no era mujer que recibía recados
-sospechosos alzaba tanto el grito. Dicho y hecho:
-estaba allí el marqués de Marialba, que pasaba
-con ella casi todas las mañanas. Por tanto, esperaba
-yo un mal recibimiento, cuando aquella actriz
-original, viéndome entrar, se arrojó a mí con
-los brazos abiertos, exclamando como fuera de sí:
-«¡Ay hermano mío! ¿Eres tú?» Diciendo esto, me
-abrazó muchas veces, y volviéndose después hacia
-el portugués, le dijo: «Señor, perdonad si en
-vuestra presencia cedo a los impulsos de la sangre.
-Después de tres años de ausencia, no puedo
-volver a ver a un hermano a quien amo tiernamente
-sin darle pruebas de mi afecto. Díme, pues,
-mi amado Gil Blas&mdash;continuó, dirigiéndose a mí&mdash;,<span class="pagenum"><a name="Page_296" id="Page_296">[296]</a></span>
-díme algo de nuestra familia. ¿Cómo ha quedado?»</p>
-
-<p>Estas palabras me turbaron por el pronto; pero
-inmediatamente penetré la intención de Laura, y,
-apoyando su artificio, le respondí con un tono propio
-de la escena que ambos íbamos a representar:
-«Nuestros padres están buenos, gracias a Dios, querida
-hermana.» «Tú te maravillarás de verme cómica
-en Granada&mdash;interrumpió&mdash;; pero no me condenes
-sin oírme. Bien sabes que hace tres años mi
-padre creyó establecerme ventajosamente casándome
-con el capitán don Antonio Coello, quien me
-llevó desde Asturias a Madrid, su patria. A los
-seis meses de estar en ella le sucedió un lance de
-honor, ocasionado de su genio violento, y mató a
-un caballero que me había mostrado alguna atención.
-Era el muerto de familia muy ilustre y de
-mucho valimiento. Mi marido, que ninguno tenía,
-se salvó huyendo a Cataluña, con todo cuanto encontró
-en casa de dinero y piedras preciosas. Embarcóse
-en Barcelona, pasó a Italia, se alistó bajo
-las banderas de los venecianos y al fin perdió la
-vida en la Morea, en una batalla contra los turcos.
-En este tiempo fué confiscada una posesión que
-era el único bien que poseíamos, y vine a quedar
-reducida a unas asistencias escasísimas. ¿Y qué
-partido podía tomar en situación tan crítica? Una
-viuda joven y de honor se halla en mucho compromiso;
-yo carecía de medios para restituirme a Asturias.
-¿Y qué haría allí? El solo consuelo que hubiera
-recibido de mi familia hubiera sido compa<span class="pagenum"><a name="Page_297" id="Page_297">[297]</a></span>decerse
-de mi desgracia. Por otra parte, yo había
-recibido muy buena educación para resolverme a
-abrazar una vida licenciosa. ¿Pues qué arbitrio me
-quedaba? El de hacerme cómica para conservar
-mi reputación.»</p>
-
-<p>Al oír a Laura finalizar así su novela, fué tal el
-impulso de risa que me dió que apenas pude reprimirme;
-pero al fin lo conseguí y le dije con mucha
-gravedad: «Hermana mía, apruebo tu proceder
-y me alegro mucho de encontrarte en Granada
-tan honradamente establecida.»</p>
-
-<p>El marqués de Marialba, que no había perdido
-una palabra de nuestra conversación, tomó al pie
-de la letra todos los enredos que le dió la gana de
-ensartar a la viuda de don Antonio. También se
-mezcló en la conversación, preguntándome si tenía
-algún empleo en Granada o en otra parte. Dudé
-un momento si mentiría, pero me pareció no había
-necesidad de ello y le dije lo cierto, contándole
-punto por punto cómo había entrado en casa del
-arzobispo y cómo había salido, lo que divirtió infinito
-al señor portugués. Es verdad que, a pesar de
-lo que había prometido a Melchor, me divertí un
-poco a costa del arzobispo. Lo más gracioso fué
-que, imaginando Laura que ésta era una novela
-como la suya, daba unas carcajadas que hubiera
-excusado a haber sabido que era realidad.</p>
-
-<p>Después de haber acabado mi relación, que concluí
-hablando del cuarto que había tomado alquilado,
-avisaron para comer. Quise al momento retirarme
-para ir a comer a mi hostería, pero Laura<span class="pagenum"><a name="Page_298" id="Page_298">[298]</a></span>
-me detuvo. «¿En qué piensas, hermano mío?&mdash;me
-dijo&mdash;. Has de quedarte a comer conmigo. Tampoco
-consentiré estés más tiempo en una posada.
-Mi intención es que vivas y comas en mi casa, y
-así, haz traer tu equipaje hoy mismo, que aquí hay
-una cama para ti.»</p>
-
-<p>El señor portugués, a quien tal vez no agradaba
-esta hospitalidad, dijo a Laura: «No, Estela; no
-tienes aquí comodidad para recibir a nadie. Tu
-hermano&mdash;añadió&mdash;me parece un buen mozo, y
-con la recomendación de ser cosa tan tuya me intereso
-por él. Quiero tomarle a mi servicio; será a
-quien más quiera de mis secretarios y le haré depositario
-de mis confianzas. Que no deje ir de desde
-esta noche a dormir a casa y yo mandaré le
-pongan un cuarto. Le señalo cuatrocientos ducados
-de sueldo, y si en adelante tengo motivo, como
-lo espero, para estar contento de él, le pondré en
-estado de consolarse de haber sido demasiado sincero
-con su arzobispo.»</p>
-
-<p>A las gracias que di por esto al marqués añadió
-Laura otras más expresivas. «¡No hablemos más de
-ello!&mdash;interrumpió el marqués&mdash;. ¡Es negocio concluído!»
-Al acabar estas palabras, se despidió de su
-princesa de teatro y se marchó. Laura me hizo pasar
-al momento a un cuarto retirado, en donde,
-viéndose sola conmigo, dijo: «¡Hubiera reventado
-si hubiese contenido más tiempo la risa!» Y dejándose
-caer en un sillón y apretándose los ijares empezó
-a reír como una loca. Yo no pude menos de
-hacer lo mismo; y cuando nos hubimos cansado,<span class="pagenum"><a name="Page_299" id="Page_299">[299]</a></span>
-me dijo: «Confiesa, Gil Blas, que acabamos de representar
-una graciosa comedia; pero yo no esperaba
-tuviese tan buen fin. Mi ánimo solamente era
-proporcionarte la mesa y cuarto en casa, y para
-ofrecértelo con decoro fingí que eras mi hermano.
-Me alegro que la casualidad te haya facilitado tan
-buen acomodo. El marqués de Marialba es un caballero
-muy generoso, que hará por ti aún más de
-lo que ha prometido. Otra que yo&mdash;continuó ella&mdash;acaso
-no hubiera recibido con tan buen semblante
-a un hombre que deja sus amigos sin despedirse
-de ellos; pero soy de aquellas chicas de buena pasta
-que vuelven a ver siempre con agrado al picarillo
-a quien amaron.»</p>
-
-<p>Confesé de buena fe mi desatención y le pedí me
-la perdonase, después de lo cual me llevó a un comedor
-muy aseado. Nos sentamos a la mesa, y
-como teníamos de testigos una doncella y un lacayo,
-nos tratamos de hermanos. Luego que acabamos
-de comer volvimos al mismo cuarto en donde
-habíamos estado en conversación, y allí mi incomparable
-Laura, entregándose a su alegría natural,
-me pidió cuenta de lo que me había sucedido
-desde nuestra última visita. Hícele de ello una
-fiel narración, y cuando hube satisfecho su curiosidad,
-ella contentó la mía relatándome su historia
-en estos términos.</p>
-<hr class="chap" />
-
-<p class="p4"><span class="pagenum"><a name="Page_300" id="Page_300">[300]</a></span></p>
-
-
-
-<h3 id="VII_VII">CAPITULO VII</h3>
-
-<p class="i2 center">Historia de Laura.</p>
-
-
-<p class="p2">«Voy a contarte lo más compendiosamente que
-pueda por qué casualidad abracé la profesión cómica.
-Después que tan honradamente me dejaste,
-sucedieron grandes acontecimientos. Mi ama Arsenia,
-más de cansada que de disgustada del mundo,
-abjuró el teatro y me llevó consigo a una hermosa
-hacienda que acababa de comprar cerca de Zamora
-con monedas extranjeras. Bien presto hicimos conocimientos
-en esta ciudad, a la que íbamos con
-frecuencia y en donde nos deteníamos uno o dos
-días.</p>
-
-<p>»En uno de estos viajecillos, don Félix Maldonado,
-hijo único del corregidor, me vió casualmente y
-le caí en gracia. Buscó ocasión de hablarme a solas,
-y, por no ocultarte nada, yo contribuí algo para
-hacérsela hallar. Este caballero no tenía veinte años;
-era hermoso como un sol; su persona, muy bien formada,
-y encantaba más todavía con sus modales
-amables y generosos que con su cara. Me ofreció
-con tan buena voluntad y tanta instancia un grueso
-brillante que llevaba en el dedo, que no pude
-menos de admitirle. Estaba muy gustosa y vana
-con un galán tan amable; pero ¡qué mal hacen las
-mozuelas ordinarias en prendarse de los hijos de
-familia cuyos padres tienen autoridad! El corregidor,
-que era el más severo de los de su clase, ad<span class="pagenum"><a name="Page_301" id="Page_301">[301]</a></span>vertido
-de nuestro trato, procuró evitar con presteza
-sus resultas. Me hizo prender por una cuadrilla
-de esbirros, que a pesar de mis gritos me llevaron
-al hospicio de la Caridad.</p>
-
-<p>»Allí, sin más forma de proceso, la superiora me
-hizo despojar de mi anillo y vestidos y poner un
-largo saco de sarga ceniciento, ceñido por la cintura
-con una ancha correa negra de cuero, de la que
-pendía un rosario de cuentas gordas, que me llegaba
-hasta los talones. Después me llevaron a una
-sala, en donde encontré un fraile viejo, de no sé
-qué Orden, que principió a exhortarme a la penitencia,
-del mismo modo, poco más o menos, que
-la señora Leonarda te exhortó a ti a la paciencia
-en el sótano. Me dijo debía estar muy agradecida
-a las personas que me mandaban encerrar allí, pues
-que me hacían un gran beneficio sacándome de los
-lazos del demonio, en los cuales estaba infelizmente
-enredada. Te confieso francamente mi ingratitud:
-muy lejos de ser agradecida a los que me habían
-hecho este favor, les echaba mil maldiciones.</p>
-
-<p>»Ocho días pasé sin hallar consuelo, pero a los
-nueve&mdash;porque yo contaba hasta los minutos&mdash;mi
-suerte pareció querer mudar de aspecto. Al atravesar
-un patio pequeño encontré al mayordomo de
-la casa, que todo lo mandaba y hasta la superiora
-le obedecía. No daba las cuentas de su administración
-sino al corregidor, de quien únicamente dependía
-y que tenía una entera confianza en él. Figúrate
-un hombre alto, pálido, descarnado y de buena catadura,
-propia para modelo de una pintura del Buen<span class="pagenum"><a name="Page_302" id="Page_302">[302]</a></span>
-Ladrón. Parecía que ni aun miraba a las hermanas.
-Cara tan hipócrita no la habrás visto, aunque hayas
-estado en el palacio arzobispal.</p>
-
-<p>»Encontré, pues&mdash;continuó ella&mdash;, al señor Zendono,
-que me detuvo diciéndome: «¡Consuélate, hija
-mía, estoy compadecido de tus desgracias!» Nada
-más me dijo y continuó su camino, dejando a mi
-arbitrio hacer los comentarios que quisiese sobre
-un texto tan lacónico. Como yo le tenía por un
-hombre de bien, me imaginaba fácilmente que se
-había tomado el trabajo de examinar la causa de
-mi encierro y que, no hallándome bastante culpable
-para merecer que se me tratara tan indignamente,
-quería empeñarse en mi favor con el corregidor.
-Pero conocía mal al vizcaíno; sus intenciones
-eran otras. Había proyectado en su mente
-hacer un viaje, del que me dió parte algunos días
-después. «Amada Laura mía&mdash;me dijo&mdash;, es tanto
-lo que siento tus trabajos, que he resuelto poner
-fin a ellos. No ignoro que esto es querer perderme,
-pero ya no soy mío ni puedo vivir mas que para ti.
-La situación en que te veo me atraviesa el alma,
-y así, intento sacarte mañana de tu encierro y llevarte
-yo mismo a Madrid, sacrificándolo todo al
-placer de ser tu libertador.» Poco me faltó para
-morir de gozo al oír a Zendono, el cual, juzgando
-por mis extremos que lo que yo más deseaba era
-escaparme, tuvo al día siguiente la osadía de robarme
-a vista de todos, del modo que voy a contar.
-Dijo a la superiora que tenía orden para llevarme
-a presencia del corregidor, que se hallaba<span class="pagenum"><a name="Page_303" id="Page_303">[303]</a></span>
-en una casa de recreo a dos leguas de la ciudad, y
-me hizo con todo descaro subir con él en una silla
-de posta, tirada por dos buenas mulas que había
-comprado para el caso. No llevábamos con nosotros
-mas que un criado, que conducía la silla y
-que era enteramente de la confianza del mayordomo.
-Comenzamos a caminar, no como yo creía,
-hacia Madrid, sino hacia las fronteras de Portugal,
-adonde llegamos en menos tiempo del que necesitaba
-el corregidor de Zamora para saber nuestra
-fuga y despachar en nuestro seguimiento sus galgos.
-Antes de entrar en Braganza, el vizcaíno me
-hizo poner un vestido de hombre, que llevaba prevenido,
-y contándome ya por suya me dijo en la
-hostería donde nos alojamos: «Bella Laura, no tomes
-a mal que te haya traído a Portugal. El corregidor
-de Zamora nos hará buscar en nuestra patria
-como a dos criminales a quienes la España
-no debe dar ningún asilo; pero&mdash;añadió él&mdash;podemos
-ponernos a cubierto de su resentimiento en
-este reino tan extraño, aunque en el día esté sujeto
-al dominio español; a lo menos, estaremos aquí
-más seguros que en nuestro país. Déjate, pues,
-persuadir, ángel mío; sigue a un hombre que te
-adora. Vamos a vivir a Coimbra; allí pasaremos sin
-temor nuestros días en medio de unos pacíficos
-placeres.»</p>
-
-<p>»Una propuesta tan eficaz me hizo ver que trataba
-con un caballero a quien no gustaba servir
-de conductor a las princesas por la gloria de la caballería.
-Comprendí que contaba mucho con mi<span class="pagenum"><a name="Page_304" id="Page_304">[304]</a></span>
-agradecimiento y aun más con mi miseria. Sin embargo,
-aunque estos dos motivos me hablaban en
-su favor, me negué resueltamente a lo que me proponía.
-Es verdad que por mi parte tenía dos razones
-poderosas para mostrarme tan reservada, pues
-no era de mi gusto ni le creía rico. Pero cuando,
-volviendo a estrecharme, ofreció ante todas cosas
-casarse conmigo y me hizo ver palpablemente que
-su administración le había suministrado caudal
-para mucho tiempo, no lo oculto: comencé a escucharle.
-Me deslumbró el oro y la pedrería que me
-enseñó, y entonces experimenté que el interés sabe
-hacer transformaciones tan bien como el amor. Mi
-vizcaíno fué poco a poco haciéndose otro hombre
-a mis ojos: su cuerpo alto y seco se me representó
-de una estatura fina y delicada; su palidez, una
-blancura hermosa, y hasta su aspecto hipócrita
-me mereció un nombre favorable. Entonces acepté
-sin repugnancia su mano a presencia del Cielo, a
-quien tomó por testigo de nuestra unión. Después
-de esto ya no tuvo que experimentar ninguna contradicción
-por mi parte, y, siguiendo nuestro camino,
-muy presto Coimbra recibió dentro de sus
-muros a un nuevo matrimonio.</p>
-
-<p>»Mi marido me compró muy buenos vestidos de
-mujer y me regaló muchos diamantes, entre los
-cuales conocí el de don Félix Maldonado. No necesité
-más para adivinar de dónde venían todas las
-piezas preciosas que yo había visto, y para persuadirme
-de que no me había casado con un rígido
-observador del séptimo artículo del Decálogo; pero<span class="pagenum"><a name="Page_305" id="Page_305">[305]</a></span>
-considerándome como la causa primera de sus juegos
-de manos, se los perdonaba. Una mujer disculpa
-hasta las malas acciones que hace cometer su
-hermosura, y a no ser esto, ¡qué mal hombre me
-hubiera parecido!</p>
-
-<p>»Dos o tres meses pasé con él bastante gustosa,
-porque me hacía mil cariños y parecía amarme
-tiernamente. Sin embargo, las pruebas de amistad
-que me daba no eran mas que falsas apariencias.
-El bribón me engañaba y me preparaba el trato
-que toda soltera seducida por un hombre infame
-debe esperar de él. Un día, a mi vuelta de misa,
-no encontré en la casa mas que las paredes. Los
-muebles y hasta mis ropas habían desaparecido.
-Zendono y su fiel criado habían tomado tan bien
-sus medidas que en menos de una hora se había
-ejecutado completamente el despojo de mi casa,
-de modo que con el solo vestido que llevaba puesto
-y la sortija de don Félix, que por fortuna tenía
-en el dedo, me vi como otra Ariadna abandonada
-de un ingrato. Pero te aseguro que no me entretuve
-en hacer elegías sobre mi infortunio; antes
-bien, di gracias al Cielo por haberme librado de un
-perverso que no podía menos de caer tarde o temprano
-en manos de la justicia. Miré el tiempo que
-habíamos pasado juntos como un tiempo perdido,
-que yo no tardaría en reparar. Si hubiera querido
-permanecer en Portugal y entrar al servicio de alguna
-señora ilustre, las habría tenido de sobra;
-pero ya fuese el amor que tenía a mi país, o
-ya fuese arrastrada por la fuerza de mi estrella,<span class="pagenum"><a name="Page_306" id="Page_306">[306]</a></span>
-que me preparaba allí mejor suerte, sólo pensé en
-volver a España. Vendí el diamante a un joyero,
-que me dió su importe en monedas de oro, y salí
-con una señora española, ya anciana, que iba a
-Sevilla en una silla volante.</p>
-
-<p>»Esta señora, llamada Dorotea, venía de ver a
-una parienta suya que vivía en Coimbra, y se volvía
-a Sevilla, en donde tenía su casa. Congeniamos
-ambas de tal modo que desde la primera jornada
-trabamos amistad, la que se estrechó tanto en el
-camino que cuando llegamos a Sevilla no me permitió
-alojar sino en su casa. No tuve motivo para
-arrepentirme de haber hecho semejante conocimiento,
-pues no he visto jamás mujer de mejor carácter.
-Todavía se descubría en sus facciones y en la
-viveza de sus ojos que en su mocedad habría hecho
-puntear a sus rejas bastantes guitarras, y por eso
-sin duda había tenido muchos maridos nobles y
-vivía honradamente con lo que le dejaron.</p>
-
-<p>»Entre otras excelentes prendas, tenía la de ser
-muy compasiva con las doncellas desgraciadas.
-Cuando le conté mis infortunios, tomó con tanto
-ardor mi causa que llenó de maldiciones a Zendono.
-«¡Ah perros!&mdash;dijo en un tono que parecía haber
-encontrado en su viaje algún mayordomo&mdash;.
-¡Miserables! ¡En el mundo hay bribones que, como
-éste, se deleitan en engañar a las mujeres! Lo que
-me consuela, querida hija mía, es que, según tu
-relación, no estás ligada con el pérfido vizcaíno.
-Si tu casamiento con él es bastante bueno para
-servirte de disculpa, en recompensa es bastante<span class="pagenum"><a name="Page_307" id="Page_307">[307]</a></span>
-malo para permitirte contraer otro mejor cuando
-halles ocasión para ello.»</p>
-
-<p>»Todos los días salía con Dorotea para ir a la
-iglesia o a visitar a alguna amiga, que es el medio
-seguro de encontrar prontamente alguna aventura.
-Me atraje las miradas de muchos caballeros,
-entre los cuales algunos quisieron tentar el vado.
-Hablaron por segunda mano a mi vieja patrona,
-pero los unos no tenían con qué soportar los gastos
-de un menaje y los restantes todavía eran unos
-babosos, lo que bastaba para quitarme la gana de
-escucharlos, sabiendo por mi experiencia las consecuencias
-de ello. Un día nos ocurrió ir a ver
-representar los cómicos de Sevilla, que habían
-anunciado en los carteles la representación de la
-comedia famosa <i>El embajador de sí mismo</i>, compuesta
-por Lope de Vega Carpio.</p>
-
-<p>»Entre las actrices que se presentaron en el teatro
-vi a una de mis antiguas amigas, a Fenicia,
-aquella moza gorda, pero muy alegre, que te acordarás
-era criada de Florimunda y con quien cenaste
-algunas veces en casa de Arsenia. Sabía yo
-muy bien que Fenicia hacía más de dos años que
-no estaba en Madrid, pero ignoraba que fuese cómica.
-Era tal la impaciencia que tenía de abrazarla
-que me pareció larguísima la pieza. Quizá tenían
-también la culpa los que la representaban, que no
-lo hacían ni tan bien ni tan mal que me divirtieran,
-porque te confieso que, como soy tan risueña,
-un cómico perfectamente ridículo no me divierte
-menos que uno excelente. En fin, llegado el<span class="pagenum"><a name="Page_308" id="Page_308">[308]</a></span>
-esperado momento, es decir, el fin de la famosa
-comedia, fuimos mi viuda y yo al vestuario, en
-donde vimos a Fenicia, que hacía la desdeñosa
-escuchando con melindres el dulce gorjeo de un
-tierno pajarito que al parecer se había dejado
-coger con la liga de su declamación. Luego que me
-vió se despidió de él cortésmente, vino a mí con
-los brazos abiertos y me dió todas las muestras de
-amistad imaginables. Por mi parte, la abracé con
-el mayor agrado. Mutuamente nos manifestamos
-el placer que teníamos en volvemos a ver; pero
-no permitiéndonos el tiempo ni el sitio meternos
-en una larga conversación, dejamos para el día
-inmediato el hablar en su casa más extensamente.</p>
-
-<p>»El gusto de hablar es una de las pasiones más
-vivas de las mujeres y particularmente la mía. No
-pude pegar los ojos en toda la noche: tal era el deseo
-que tenía de verme con Fenicia y hacerle preguntas
-sobre preguntas. Dios sabe si fuí perezosa
-para levantarme e ir a donde me había dicho que
-vivía. Estaba alojada con toda la compañía en un
-gran mesón. Una criada que encontré al entrar, y
-a quien supliqué me condujese al cuarto de Fenicia,
-me hizo subir a un corredor, a lo largo del cual
-había diez o doce cuartos pequeños, separados solamente
-por unos tabiques de madera y ocupados
-por la cuadrilla alegre. Mi conductora tocó a una
-puerta, la cual abrió Fenicia, cuya lengua rabiaba
-tanto como la mía por hablar. Apenas nos tomamos
-el tiempo de sentarnos, nos pusimos en disposición
-de parlar sin cesar. Teníamos que preguntarnos<span class="pagenum"><a name="Page_309" id="Page_309">[309]</a></span>
-sobre tantas cosas que se atropellaban las preguntas
-y las respuestas de un modo extraordinario.</p>
-
-<p>»Después de haber contado mutuamente nuestras
-aventuras, e instruidas del actual estado de nuestros
-asuntos, me preguntó Fenicia qué partido quería
-tomar. «Porque al fin&mdash;me dijo&mdash;es preciso
-hacer alguna cosa, no estando bien visto en una
-persona de tu edad el ser inútil a la sociedad.» Respondíle
-que había resuelto, hasta encontrar mejor
-fortuna, colocarme con alguna señorita distinguida.
-«¡Quítate allá!&mdash;exclamó mi amiga&mdash;. ¡No pienses
-en ello! ¿Es posible, amiga mía, que aun no te
-hayas cansado de servir? ¿No te has fastidiado de
-estar sujeta a la voluntad de otros, respetar sus
-caprichos, oír que te regañan y, en una palabra,
-ser esclava? ¿Por qué no abrazas, como yo, la vida
-de cómica? Ninguna cosa es más conveniente para
-las personas de talento que carecen de posibles y
-de lucida cuna. Es un estado medio entre la nobleza
-y la plebe; una condición libre y desembarazada
-de las etiquetas más incómodas de la vida
-civil. Nuestras rentas nos las paga en moneda contante
-el público, que es el poseedor de sus fondos.
-En una palabra, siempre vivimos alegres y gastamos
-nuestro dinero del mismo modo que lo ganamos.
-El teatro&mdash;prosiguió&mdash;favorece sobre todo a
-las mujeres. Todavía me salen los colores al rostro
-siempre que me acuerdo de que cuando servía a
-Florimunda no oía sino a los criados de la compañía
-del Príncipe y que ningún hombre de suposición
-me miraba a la cara. ¿De qué nacía esto? De<span class="pagenum"><a name="Page_310" id="Page_310">[310]</a></span>
-que yo no hacía allí papel; por buena que sea una
-pintura, no se celebra si no se expone a la vista
-pública. Pero después que me puse en chapines,
-esto es, que parecí en las tablas, ¡qué mudanza!
-Traigo al retortero a los mejores mozos de los pueblos
-por donde pasamos. Una cómica tiene cierto
-atractivo en su oficio. Si es discreta&mdash;quiero decir,
-que no favorece mas que a un solo amante&mdash;, esto
-le hace un honor distinguido, se celebra su moderación;
-y cuando muda de galán la miran como a
-una verdadera viuda que se vuelve a casar. Y aun
-a una viuda se la mira con desprecio si contrae
-terceras nupcias, porque no parece sino que esto
-hiere la delicadeza de los hombres, al paso que una
-dama parece hacerse más apreciable a medida que
-aumenta el número de sus favorecidos, pues todavía,
-después de haber tenido cien cortejos, es un
-manjar apetitoso.» «¿A quién cuentas eso?&mdash;interrumpí
-yo al llegar aquí&mdash;. ¿Piensas tú que ignoro
-esas ventajas? Las he considerado muchas veces,
-y, hablándote sin ningún disimulo, te digo que lisonjean
-sobrado a una muchacha de mi genio. Conozco
-en mí mucha inclinación a la vida cómica,
-pero esto no basta, pues se requiere talento y yo
-no tengo ninguno. Algunas veces me he puesto a
-recitar relaciones de comedia delante de Arsenia y
-no ha quedado satisfecha de mí, lo que me ha hecho
-no gustar del arte.» «No es extraño que le hayas
-disgustado&mdash;replicó Fenicia&mdash;. ¿Ignoras que
-esas grandes actrices son por lo común envidiosas?
-A pesar de su vanidad, temen se les presenten per<span class="pagenum"><a name="Page_311" id="Page_311">[311]</a></span>sonas
-que las desluzcan. En fin, yo, sobre este
-asunto, no me atendría solamente al voto de Arsenia;
-su decisión no ha sido sincera. Dígote sin
-lisonja que has nacido para el teatro. Tienes naturalidad,
-acción despejada y muy graciosa, un metal
-de voz suave, buen pecho y, sobre todo, un buen
-palmito de cara. ¡Ah picaruela, a cuántos encantarás
-si te haces comedianta!»</p>
-
-<p>»A esto añadió otras expresiones seductoras, y me
-hizo declamar algunos versos para convencerme a
-mí misma de la excelente disposición que tenía
-para el teatro, y habiéndome oído fueron mayores
-sus elogios, hasta decirme que me aventajaba a
-todas las actrices de Madrid. En vista de esto, no
-debía ya dudar de mi mérito ni dejar de acusar a
-Arsenia de envidiosa y de mala fe. Me fué preciso
-convenir en que mi persona valía mucho. Fenicia
-me hizo repetir los mismos versos delante de dos
-cómicos que entraron en aquella sazón, los que se
-quedaron pasmados; y cuando volvieron de su admiración
-fué para colmarme de alabanzas. Hablando
-seriamente, te aseguro que aunque los tres hubieran
-ido a porfía sobre quién me había de elogiar
-más, no hubieran empleado más hipérboles. Mi modestia
-tuvo poco que padecer con tantos elogios.
-Principié a creer que valía algo y heme aquí resuelta
-a abrazar la profesión cómica.</p>
-
-<p>»No hablemos más, querida mía&mdash;dije a Fenicia&mdash;.
-Está hecho; quiero seguir tu consejo y entrar
-en la compañía si no hay inconveniente.» A
-esto, mi amiga, arrebatada toda de gozo, me abra<span class="pagenum"><a name="Page_312" id="Page_312">[312]</a></span>zó,
-y sus dos compañeros no manifestaron menos
-alegría que ella al ver mi determinación. Quedamos
-en que al día siguiente por la mañana iría al
-teatro y repetiría delante de toda la compañía el
-mismo ensayo. Si en casa de Fenicia adquirí una
-opinión ventajosa, todavía fué más favorable la de
-los comediantes después que recité en su presencia
-sólo unos veinte versos, y así, me recibieron muy
-gustosos en la compañía. Desde entonces puse mi
-atención sólo en el modo con que había de salir la
-primera vez en las tablas. Para que fuese con más
-lucimiento, gasté todo el dinero que me quedaba
-de la sortija, y si no me presenté con ostentación,
-a lo menos hallé el arte de suplir la falta de magnificencia
-con un gusto delicado. Presentéme, en fin,
-por la primera vez en la escena. ¡Qué palmadas!
-¡Qué aplausos! No faltaré, amigo mío, a la modestia
-si te digo que arrebaté la atención de los espectadores.
-Era preciso haber presenciado la celebridad
-que adquirí en Sevilla para creerla. Fuí el objeto
-de todas las conversaciones de la ciudad, la
-que por tres semanas acudió a bandadas a la comedia,
-de modo que la compañía, con esta novedad,
-atrajo al público, que ya empezaba a desampararla.
-Me presenté de un modo que hechicé a
-todos, lo que fué publicar que me vendía al que
-más diera. Una infinidad de sujetos de todas edades
-y condiciones vinieron a ofrecerme sus obsequios
-y facultades. Por mi gusto hubiera escogido
-al más joven y bonito; pero nosotras solamente debemos
-mirar al interés y a la ambición cuando se<span class="pagenum"><a name="Page_313" id="Page_313">[313]</a></span>
-trata de tomar una amistad. Esta es regla del teatro,
-por cuya razón mereció la preferencia don Ambrosio
-de Nisaña, hombre ya viejo y de muy rara
-figura, pero rico, generoso y uno de los señores más
-poderosos de Andalucía. Es verdad que le costó
-caro. Tomó para mí una hermosa casa, la adornó
-magníficamente, me buscó un buen cocinero, dos
-lacayos, una doncella, y me señaló para el gasto mil
-ducados mensuales. Añade a esto ricos vestidos y
-muchas joyas. Arsenia nunca llegó a un estado tan
-brillante.</p>
-
-<p>»¡Qué mudanza en mi fortuna! Ni aun yo podía
-comprenderla ni me conocía a mí misma; por lo
-que no me espanto de que haya tantas que se olviden
-prontamente de la nada y miseria de donde
-las sacó el capricho de algún poderoso. Te confieso
-ingenuamente que los aplausos del público, las expresiones
-lisonjeras que oía por todas partes y la
-pasión de don Ambrosio me infundieron una vanidad
-que llegó hasta la extravagancia. Miré mi habilidad
-como un título de nobleza y tomé el aire
-de señora. Ya escaseaba tanto las miradas cariñosas
-cuanto las había prodigado antes, de suerte que
-me puse en el pie de no hacer caso sino de duques,
-condes y marqueses.</p>
-
-<p>»El señor de Nisaña, con algunos de sus amigos,
-venía todas las noches a cenar a casa; yo por mi
-parte procuraba juntar las cómicas más divertidas
-y pasábamos la mayor parte de la noche en beber
-y reír. Una vida tan agradable me acomodaba mucho,
-pero no duró mas que seis meses. Si los seño<span class="pagenum"><a name="Page_314" id="Page_314">[314]</a></span>res
-no tuvieran la facilidad de cansarse, serían más
-amables. Don Ambrosio me dejó por una maja granadina
-que acababa de llegar a Sevilla, con muchas
-gracias y el talento suficiente para hacerlas
-valer. Mi aflicción no duró mas que veinticuatro
-horas, porque inmediatamente ocupó su lugar un
-caballero de veintidós años, llamado don Luis de
-Alcacer, tan bello mozo que pocos podían comparársele.
-Con razón me preguntarás por qué elegí a
-un señor tan joven sabiendo que el trato con esta
-clase de gentes es peligroso, y yo te diré que don
-Luis ni tenía padre ni madre y que ya disponía de
-su hacienda. Además, que este trato sólo deben
-temerlo las criadas y las miserables aventureras.
-Las mujeres de nuestra profesión son personas de
-título; nunca somos responsables de los efectos que
-producen nuestros atractivos. ¡Desgraciadas las familias
-a cuyos herederos hemos desplumado!</p>
-
-<p>»Nos apasionamos tan extremadamente uno de
-otro Alcacer y yo que dudo haya habido jamás
-amor como el nuestro. Nos amábamos con tanto
-ardor que no parecía sino que estábamos hechizados.
-Los que sabían nuestra pasión nos creían los
-amantes más dichosos del mundo, y tal vez éramos
-los más infelices. Don Luis era amable por su rostro,
-pero tan celoso que me atormentaba a cada
-instante con injustos recelos. Por más que yo procurase
-no mirar a hombre alguno para acomodarme
-a su flaqueza, su ingeniosa desconfianza hallaba
-delitos con que inutilizaba mi cuidado. Si estaba
-en la escena, le parecía que mientras repre<span class="pagenum"><a name="Page_315" id="Page_315">[315]</a></span>sentaba
-miraba al descuido cariñosamente a algún
-joven y me llenaba de reconvenciones. En una palabra,
-nuestras más tiernas conversaciones estaban
-siempre mezcladas de quejas. No pudimos aguantar
-más; a ambos nos faltó la paciencia y nos separamos
-amigablemente. ¿Creerás tú que el último
-día de nuestra amistad fué el más gustoso que
-habíamos tenido hasta entonces? Igualmente fatigados
-los dos de los males que habíamos padecido,
-nos despedimos con la mayor alegría, semejantes
-a dos miserables cautivos que recobran su libertad
-después de una dura esclavitud.</p>
-
-<p>»Desde entonces he procurado precaverme del
-amor y no quiero más amistad que turbe mi reposo.
-No sienta bien en nosotras suspirar como las
-demás mujeres ni debemos abrigar en nuestro pecho
-una pasión cuyas ridiculeces hacemos ver al
-público.</p>
-
-<p>»Entre tanto mi fama iba alcanzando más vuelo,
-publicando por todas partes que yo era una actriz
-inimitable. Tanta nombradía movió a los comediantes
-de Granada a que me escribiesen convidándome
-con una plaza en su compañía; y para hacerme
-ver que la propuesta no era despreciable, me
-enviaron una razón del importe de sus últimas entradas
-y de sus caudales, por lo cual, pareciéndome
-un partido ventajoso, lo acepté, aunque en lo
-íntimo de mi corazón sentía dejar a Fenicia y a
-Dorotea, a quienes amaba tanto cuanto una mujer
-es capaz de amar a otra. A la primera la dejé
-en Sevilla ocupada en derretir la vajilla de un pla<span class="pagenum"><a name="Page_316" id="Page_316">[316]</a></span>terillo
-que por vanidad quería tener por cortejo a
-una comedianta. Se me ha olvidado decirte que al
-hacerme cómica mudé por capricho el nombre de
-Laura en el de Estela, y con éste salí para Granada.</p>
-
-<p>»Allí principié mi ejercicio con tanta felicidad
-como en Sevilla e inmediatamente me vi rodeada
-de amantes; pero como no quería favorecer sino
-a quien diese buenas señales, me porté con tal reserva
-que pude ofuscarlos. Sin embargo, temiendo
-pagar la pena de una conducta que de nada servía
-y que no me era natural, pensaba declararme a
-favor de un oidor joven, de nacimiento plebeyo,
-quien, por razón de su empleo, de una buena mesa
-y de arrastrar coche, hacía el papel de señor, cuando
-vi por primera vez al marqués de Marialba. El
-señor portugués, que viaja en España por mera
-curiosidad, al pasar por Granada se detuvo. Fué a
-la comedia y aquel día no representé yo. Miró con
-mucha atención a las actrices que se presentaron,
-halló una que le gustó y desde el día siguiente empezó
-a tratar con ella. Estaba ya para convenirse
-cuando me presenté yo en el teatro. Mi presencia
-y mis monadas volvieron prontamente la veleta.
-Ya mi portugués no pensó mas que en mí, y, a
-decir verdad, como yo no ignoraba que mi compañera
-había agradado a este señor, procuré desbancarla,
-y tuve la fortuna de conseguirlo. Bien sé que
-ella me ha aborrecido, pero esto poco importa.
-Debiera saber que entre las mujeres es natural
-esta ambición y que las más íntimas amigas no
-hacen escrúpulo de ella.»</p>
-<hr class="chap" />
-
-<p class="p4"><span class="pagenum"><a name="Page_317" id="Page_317">[317]</a></span></p>
-
-
-
-<h3 id="VII_VIII">CAPITULO VIII</h3>
-
-
-<p class="i2 center">Del recibimiento que hicieron a Gil Blas los cómicos
-de Granada y de la persona a quien reconoció en el
-vestuario.</p>
-
-
-<p class="p2">En el punto mismo que Laura acababa de contar
-su historia llegó una comedianta vieja, vecina
-suya, que venía a sacarla para ir a la comedia.
-Esta venerable heroína de teatro hubiera sido primorosa
-para hacer el papel de la diosa Cotis. Mi
-hermana no dejó de presentar su hermano a esta
-figura añeja, y sobre ello mediaron grandes cumplimientos
-de ambas partes.</p>
-
-<p>Las dejé solas, diciendo a la viuda del mayordomo
-que iría a buscarla al teatro luego que hubiera
-hecho llevar mi ropa a casa del marqués,
-que ella me enseñó. Fuí inmediatamente al cuarto
-que tenía alquilado, pagué a mi huéspeda, di a un
-mozo mi maleta y fuí con él a una gran posada,
-en donde estaba alojado mi amo. Encontré a la
-puerta a su mayordomo, que me preguntó si era
-yo el hermano de la señora Estela. Respondí que
-sí, y me dijo: «Pues sea usted muy bien venido, caballero.
-El marqués de Marialba, de quien tengo
-honra de ser mayordomo, me ha mandado os
-reciba con todo agasajo. Se le ha preparado a usted
-un cuarto; si usted gusta, yo se lo enseñaré.»
-Me subió a lo último de la casa y me introdujo en
-un aposento tan pequeño que sólo cabía una cama<span class="pagenum"><a name="Page_318" id="Page_318">[318]</a></span>
-muy estrecha, un armario y dos sillas; tal era mi
-habitación. «Usted no estará aquí muy a sus anchuras&mdash;me
-dijo mi conductor&mdash;; pero en recompensa
-prometo a usted que en Lisboa estará soberbiamente
-alojado.» Metí mi maleta en el armario,
-del cual me llevé la llave, y pregunté a qué
-hora se cenaba. Me respondieron que el señor cenaba
-comúnmente fuera y que daba a cada criado
-un tanto al mes para su mantenimiento. Hice algunas
-otras preguntas y conocí que los criados del
-marqués eran unos holgazanes afortunados. Al cabo
-de una breve conversación dejé al mayordomo y
-fuí a buscar a Laura, entretenido agradablemente
-con los presagios de mi nuevo acomodo.</p>
-
-<p>Luego que llegué a la puerta de la casa de comedias
-y dije que era hermano de Estela, todo se
-me franqueó. ¡Hubierais visto las centinelas hacerme
-paso a porfía, como si yo fuera uno de los
-principales personajes de Granada! Todos los dependientes
-del teatro que encontré en el tránsito
-me hicieron profundas reverencias. Pero lo que yo
-quisiera poder pintar bien al lector es el recibimiento
-que, con una seriedad cómica, me hicieron
-en el vestuario, en donde encontré toda la compañía
-vestida ya y pronta a principiar. Los comediantes
-y comediantas, a quienes Laura me presentó,
-se agolparon hacia mí. Los hombres me confundieron
-a abrazos, y las mujeres en seguida, aplicando
-sus rostros pintados al mío, lo llenaron de
-arrebol y blanquete. Ninguno quería ser el último
-a cumplimentarme y todos se pusieron a hablarme<span class="pagenum"><a name="Page_319" id="Page_319">[319]</a></span>
-a un tiempo. No bastaba yo a responderles; pero
-mi hermana vino a mi socorro, y como tenía ejercitada
-la lengua, cumplió con todos por mí.</p>
-
-<p>No pararon los cumplimientos en los actores y
-actrices; fué preciso aguantar los del tramoyista,
-violinistas, apuntador, despabilador y sotadespabilador;
-en fin, de todos los dependientes del teatro,
-que al rumor de mi llegada vinieron corriendo a
-examinar mi persona. No parecía sino que estas
-gentes eran todas de la Inclusa, que jamás habían
-visto hermanos.</p>
-
-<p>Entre tanto empezó la comedia. Algunos caballeros
-que estaban en el vestuario se retiraron a tomar
-sus asientos, y yo, como de casa, continué en
-conversación con los actores que no representaban.
-Entre éstos había uno a quien llamaron, y oí le
-nombraban Melchor. Este nombre me chocó, y
-habiendo mirado atentamente al sujeto a quien
-se le daba, me pareció haberle visto en alguna
-parte. Al fin me acordé de él y vi que era Melchor
-Zapata, aquel pobre cómico de la legua que, como
-dije en el libro segundo de mi historia, estaba mojando
-mendrugos de pan en una fuente.</p>
-
-<p>Al instante le llamé aparte y le dije: «Si no me
-engaño, usted es el señor Melchor, con quien tuve
-la honra de almorzar un día a la orilla de una clara
-fuente entre Valladolid y Segovia. Iba yo con un
-mancebo de barbero, juntamos algunas provisiones
-que llevábamos con las de usted y compusimos
-entre los tres una comida escasa que se sazonó con
-mil conversaciones agradables.» Zapata se quedó<span class="pagenum"><a name="Page_320" id="Page_320">[320]</a></span>
-como pensativo algunos instantes y después me
-respondió: «Usted me habla de una cosa de que sin
-dificultad hago memoria. Entonces venía de Madrid,
-en donde había salido para prueba en aquel
-teatro, y me volvía a Zamora. También me acuerdo
-que mis negocios andaban de mala data.» «Y
-yo, por esas señas&mdash;le dije&mdash;, vengo en conocimiento
-de que usted llevaba un jubón forrado de carteles
-de comedias. Tampoco he olvidado que usted
-se quejaba en aquel tiempo de que tenía una mujer
-muy honesta.» «¡Oh! ¡Por esa parte ya no me
-quejo!&mdash;dijo Zapata con precipitación&mdash;. ¡Vive diez
-que la buena mujer se ha enmendado en esto, y
-así, mi jubón va mejor forrado!»</p>
-
-<p>Al ir a darle la enhorabuena de tan feliz mudanza
-tuvo precisión de dejarme para salir a la escena.
-Con el deseo de conocer a su mujer, me acerqué
-a un comediante y le supliqué me la mostrase,
-lo que hizo diciendo: «Véala usted, esa es Narcisa,
-la más linda de nuestras damas después de la hermana
-de usted.» Juzgué que esta actriz debía de
-ser aquella a quien se había aficionado el marqués
-de Marialba antes de haber visto a su Estela, y
-mi conjetura no salió errada. Acabada la comedia,
-acompañé a Laura a su casa, en donde vi muchos
-cocineros que estaban disponiendo una gran cena.
-«Aquí puedes cenar», me dijo ella. «Nada menos
-que eso&mdash;le respondí&mdash;: el marqués querrá quizá
-estar solo contigo.» «No&mdash;respondió ella&mdash;; ahora
-vendrá con dos amigos suyos y uno de nuestros
-compañeros, y si tú quieres, serás la sexta per<span class="pagenum"><a name="Page_321" id="Page_321">[321]</a></span>sona.
-Bien sabes que en casa de las cómicas los
-secretarios tienen privilegio de comer con sus amos.»
-«Es verdad&mdash;le dije&mdash;, pero todavía no es tiempo
-de contarme entre los secretarios favoritos; para
-obtener este cargo honorífico debo antes emplearme
-en alguna comisión de confianza.» Diciendo esto,
-dejé a Laura y fuí a mi hostería, donde hice ánimo
-de comer todos los días, porque mi amo no tenía
-casa.</p>
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="VII_IX">CAPITULO IX</h3>
-
-
-<p class="i2 center">Del hombre extraordinario con quien Gil Blas cenó
-aquella noche y de lo que pasó entre ellos.</p>
-
-
-<p class="p2">Advertí que en un rincón de la sala estaba cenando
-solo un fraile viejo vestido de paño pardo, y
-por curiosidad me senté enfrente de él. Saludéle
-con mucha urbanidad y él no se mostró menos cortés
-que yo. Trajéronme mi pitanza, que principié
-a despachar con buenas ganas, y mientras comía
-sin decir una palabra miraba frecuentemente a este
-raro personaje y siempre le hallé puestos los ojos
-en mí. Cansado de su afán en mirarme, le hablé en
-estos términos: «Padre, ¿nos habremos visto tal vez
-en otra parte fuera de aquí? Usted me está observando
-como a un hombre que no le es enteramente
-desconocido.»</p>
-
-<p>Respondióme con mucha gravedad: «Si os miro
-con esta atención sólo es para admirar la singular
-variedad de aventuras que están grabadas en las<span class="pagenum"><a name="Page_322" id="Page_322">[322]</a></span>
-rayas de vuestro rostro.» «A lo que veo&mdash;le dije
-con un aire burlón&mdash;, vuestra reverencia sabe la
-metoposcopia.» «Bien podría lisonjearme de poseerla&mdash;dijo
-el fraile&mdash;y de haber pronosticado cosas
-que el tiempo no ha desmentido. No sé menos
-la quiromancia, y me atrevo a decir que mis oráculos
-son infalibles cuando he comparado la inspección
-de la mano con la del rostro.»</p>
-
-<p>Aunque aquel viejo tenía todo el aspecto de
-hombre sabio, me pareció tan loco que no pude
-dejar de reírme en su cara; pero en lugar de ofenderse
-de mi descortesía se sonrió de ella, y después
-de haber paseado su vista por la sala y asegurádose
-de que nadie nos oía, continuó hablando
-de esta manera: «No me espanto de veros opuesto
-a estas dos ciencias, que en el día se tienen por
-frívolas; el largo y penoso estudio que requieren
-desanima a todos los sabios, que, despechados de
-no haberlas podido adquirir, las abandonan y desacreditan.
-Por lo que hace a mí, no me ha acobardado
-la obscuridad en que están envueltas ni tampoco
-las dificultades que se suceden sin cesar en
-la indagación de los secretos químicos y en el arte
-maravilloso de transmutar los metales en oro. Pero
-no presumo&mdash;prosiguió, habiendo tomado nuevo
-aliento&mdash;que hablo con un joven que conceptúe
-de sueños mis pensamientos. Una leve prueba de
-mi habilidad os dispondrá a juzgar más favorablemente
-de mí que todo cuanto pudiera deciros.»
-Dicho esto, sacó del bolsillo un frasquillo lleno de
-un licor encarnado y prosiguió diciendo: «Vea us<span class="pagenum"><a name="Page_323" id="Page_323">[323]</a></span>ted
-aquí un elixir que he compuesto esta mañana
-del zumo de ciertas plantas destiladas por alambique;
-porque, a imitación de Demócrito, he empleado
-casi toda mi vida en descubrir las propiedades
-de los simples y de los minerales. Usted va
-a experimentar su virtud. El vino que estamos bebiendo
-es muy malo: pues va a ser exquisito.» Al
-mismo tiempo echó dos gotas de su elixir en mi
-botella, que volvieron mi vino más delicioso que
-los mejores que se beben en España.</p>
-
-<p>Todo lo maravilloso sorprende, y una vez preocupada
-la imaginación, el juicio se extravía. Pasmado
-de ver un secreto tan bueno, y persuadido
-de que era menester ser poco menos que diablo
-para haberlo hallado, exclamé lleno de admiración:
-«¡Oh padre mío, suplico a usted me perdone si antes
-le he tenido por un viejo loco! Ahora le hago a
-usted justicia; no necesito ver más para estar convencido
-de que si quisiera podría hacer en un instante
-un tejo de oro de una barra de hierro. ¡Qué
-dichoso fuera yo si poseyera esa admirable ciencia!»
-«¡El Cielo os libre de tenerla jamás!&mdash;interrumpió
-el viejo dando un profundo suspiro&mdash;. ¡Tú no
-sabes, hijo mío, lo que deseas! En lugar de envidiarme,
-tenme más bien lástima de haber tomado
-tanto trabajo para hacerme infeliz. Siempre vivo
-inquieto; temo ser descubierto y que una prisión
-perpetua sea el premio de todos mis afanes. Con
-este temor paso una vida errante, disfrazado unas
-veces de clérigo o de fraile, otras de caballero o
-paisano. ¿Y te parece que será ventajoso el saber<span class="pagenum"><a name="Page_324" id="Page_324">[324]</a></span>
-hacer oro a ese precio? Y las riquezas, ¿no son un
-verdadero suplicio para aquellos que no las disfrutan
-con quietud?» «Ese discurso me parece muy
-sensato&mdash;dije entonces al filósofo&mdash;. Nada iguala al
-gusto de vivir con sosiego; usted me hace mirar
-con desprecio la piedra filosofal. Yo os estimaría
-que me vaticinaseis lo que me ha de acontecer.»
-«De muy buena gana, hijo mío&mdash;me respondió&mdash;.
-Ya he observado vuestra fisonomía; mostrad vuestra
-mano.» Presentésela con una confianza que no
-me hará honor en el ánimo de algunos lectores que
-en mi lugar acaso habrían hecho otro tanto. La
-examinó muy atentamente y al momento exclamó:
-«¡Ah, y qué de tránsitos de la aflicción a la
-alegría y de la alegría a la aflicción! ¡Qué serie azarosa
-de desgracias y de prosperidades! Mas ya habéis
-experimentado una gran parte de estas alternativas
-de la fortuna y no os restan más desgracias
-que probar; un señor os dará un buen destino
-que no estará sujeto a mutaciones.»</p>
-
-<p>Después de haberme afirmado que podía estar
-seguro de su pronóstico, se despidió de mí, saliendo
-de la hostería, donde quedé muy pensativo de
-lo que acababa de oír.</p>
-
-<p>No dudaba yo que fuese el marqués de Marialba
-el tal señor, y, por consiguiente, nada me parecía
-más posible que el cumplimiento del vaticinio. Pero
-cuando yo no hubiese visto la menor apariencia
-de ello, no me hubiera impedido eso dar al fraile
-entero crédito: tanta era la autoridad que por su
-elixir había cobrado en mi ánimo.</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_325" id="Page_325">[325]</a></span></p>
-
-<p>Por mi parte, para acelerar la felicidad que me
-había predicho, determiné servir al marqués con
-más afecto que lo había hecho a ninguno de los
-otros amos. Con esta resolución, me retiró a nuestra
-posada con una alegría imponderable, cual nunca
-sacó una mujer de casa de las decidoras de la
-buenaventura.</p>
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="VII_X">CAPITULO X</h3>
-
-
-<p class="i2 center">De la comisión que el marqués de Marialba dió a
-Gil Blas y cómo la desempeñó este fiel
-secretario.</p>
-
-
-<p class="p2">Todavía no había vuelto el marqués de casa de
-su comedianta; pero en su aposento encontré a los
-ayudas de cámara, que jugaban a los naipes esperando
-su venida. Me introduje con ellos y nos entretuvimos
-alegremente hasta las dos de la madrugada,
-en que llegó nuestro amo. Sorprendióse un
-poco al verme y me dijo con una afabilidad que
-daba a entender volvía contento de su visita: «Gil
-Blas, ¿por qué no te has acostado?» Yo le respondí
-que quería saber antes si tenía alguna cosa que
-mandarme. «Puede ser&mdash;dijo&mdash;te encargue por la
-mañana un asunto y entonces te daré mis órdenes.
-Vé a descansar y sabe que te dispenso de esperarme,
-pues me bastan los ayudas de cámara.»
-Después de esta advertencia, que no dejó de agradarme,
-pues me excusaba la sujeción, que algunas<span class="pagenum"><a name="Page_326" id="Page_326">[326]</a></span>
-veces hubiera llevado con disgusto, dejé al marqués
-en su cuarto y me retiré a mi buhardilla. Me
-acosté; pero, no pudiendo dormir, seguí el consejo
-de Pitágoras, de traer a la memoria por la noche
-lo que hemos hecho en el día, para aplaudir nuestras
-buenas acciones o vituperar las malas.</p>
-
-<p>Mi conciencia no estaba tan limpia que dejase
-de remorderme haber apoyado la mentira de Laura.
-Por más que yo me decía para disculparme de
-que no había podido decentemente desmentir a
-una muchacha que no había tenido otra mira que
-la de mi bien y que en algún modo me había visto
-en la precisión de ser cómplice de su engaño, poco
-satisfecho de esta excusa, yo mismo me respondía
-que no debía llevar tan adelante el embuste y que
-era demasiado descaro el querer vivir con un señor
-cuya confianza pagaba tan mal. En fin, después
-de un severo examen, convine en que, si no
-era un bribón, me faltaba poco.</p>
-
-<p>Pasando de aquí a las consecuencias, reflexioné
-que aventuraba mucho en engañar a un hombre
-de distinción, quien por mis pecados acaso tardaría
-poco en descubrir el enredo. Una reflexión tan
-juiciosa aterró algún tanto mi espíritu; pero bien
-presto desvanecieron mi temor las ideas del contento
-y del interés. Por otra parte, la profecía del
-hombre del elixir hubiera bastado para tranquilizarme;
-y así, me entregué a imágenes muy risueñas.
-Me puse a hacer cuentas de aritmética y a
-calcular para conmigo mismo la suma a que ascenderían
-mis salarios al cabo de diez años de ser<span class="pagenum"><a name="Page_327" id="Page_327">[327]</a></span>vicio.
-A esto añadí las gratificaciones que recibiría
-de mi amo; y midiéndolas por su carácter liberal,
-o más bien según mis deseos, tenía una intemperancia
-de imaginación, si puede hablarse de este
-modo, que no ponía límites a mi fortuna. Tanta
-felicidad me concilió poco a poco el sueño y me
-quedé dormido haciendo castillos en el aire.</p>
-
-<p>Por la mañana me levanté a cosa de las nueve
-para ir a recibir las órdenes de mi amo, pero al
-abrir mi puerta para salir me admiré de verle venir
-en bata y gorro. Estaba solo, y me dijo: «Gil
-Blas, al despedirme anoche de tu hermana le ofrecí
-pasar a su casa esta mañana; pero un negocio
-de importancia no me permite cumplirlo. Vé y díle
-de mi parte cuánto siento este contratiempo y asegúrale
-que aún cenaré esta noche con ella. No es
-esto lo más&mdash;añadió, entregándome una bolsa con
-una cajita de zapa guarnecida de piedras&mdash;: llévale
-mi retrato y toma para ti esta bolsa, en donde van
-cincuenta doblones, que te doy en prueba de la
-amistad que ya te he cobrado.» Con una mano
-tomé el retrato y con la otra la bolsa, de mí tan
-poco merecida. Fuí corriendo al momento a casa
-de Laura, diciendo en medio del exceso de alegría
-que me enajenaba: «¡Bueno! ¡Bueno! ¡La predicción
-se verifica visiblemente! ¡Qué fortuna es ser hermano
-de una buena moza que admite galanteos!
-¡Es lástima que no haya en esto tanta honra como
-provecho y utilidad!»</p>
-
-<p>Laura, contra la costumbre de las personas de
-su profesión, solía madrugar. Halléla al tocador,<span class="pagenum"><a name="Page_328" id="Page_328">[328]</a></span>
-en donde, esperando a su portugués, añadía a su
-hermosura natural todos los atractivos auxiliares
-que el arte podía prestarle. «Amable Estela&mdash;le dije
-al entrar&mdash;, imán de los extranjeros, ya puedo comer
-con mi amo, pues me ha honrado con un encargo
-que me da esta prerrogativa, el cual vengo
-a evacuar. Dice que no puede tener el gusto de
-verte esta mañana, como lo había pensado; pero
-para consolarte de esto cenará esta noche contigo.
-Y te envía su retrato, con lo que me parece quedarás
-algo más consolada.»</p>
-
-<p>Entreguéla la caja, que, con el vivo resplandor
-de los brillantes de que estaba guarnecida, alegró
-infinito su vista. Abrióla, y habiéndola cerrado
-después de haber considerado la pintura por mero
-cumplimiento, volvió a mirar las piedras. Celebró
-su hermosura y me dijo con sonrisa: «Ve aquí unas
-copias que las damas de teatro estiman mucho más
-que los originales.» Díjele en seguida que el generoso
-portugués, al darme el retrato, me había regalado
-cincuenta doblones. «Me alegro infinito&mdash;me
-dijo ella&mdash;. Este señor principia por donde aún
-raras veces acaban otros.» «A ti es, mi querida&mdash;respondí
-yo&mdash;, a quien debo este regalo, que el marqués
-me hizo a causa de fraternidad.» «Yo quisiera&mdash;dijo
-ella&mdash;te hiciera otros como ese todos los
-días. ¡No puedo ponderarte cuánto te amo! Desde
-el instante en que te vi te amé tan estrechamente
-que el tiempo no ha podido romper esta unión.
-Cuando te eché de menos en Madrid, no perdí las
-esperanzas de recobrarte, y ayer al verte te recibí<span class="pagenum"><a name="Page_329" id="Page_329">[329]</a></span>
-como a un hombre que volvía a su centro. En una
-palabra, amigo mío, el Cielo nos ha destinado el
-uno para el otro. Tú serás mi marido, pero antes
-es preciso enriquecemos. La prudencia exige que
-comencemos por aquí. Todavía quiero tener tres
-o cuatro cortejos para ponerte en una situación
-aventajada.»</p>
-
-<p>Díle cortésmente las gracias por el trabajo que
-quería tomarse por mí e insensiblemente nos fuimos
-metiendo en una conversación que duró hasta
-el mediodía. Entonces me retiré para ir a dar cuenta
-a mi amo del modo con que había sido recibido
-su regalo. Aunque Laura no me había dado sus
-instrucciones sobre este punto, compuse en el camino
-una buena arenga para cumplimentarle de
-su parte; pero fué tiempo perdido, porque cuando
-llegué a la posada me dijeron que el marqués acababa
-de salir; y estaba decretado que no volvería
-a verle más, como puede leerse en el capítulo siguiente.</p>
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="VII_XI">CAPITULO XI</h3>
-
-<p class="i2 center">De la noticia que supo Gil Blas, y que fué un golpe
-mortal para él.</p>
-
-
-<p class="p2">Fuíme a mi posada, en donde encontré dos sujetos,
-con quienes comí y con cuya gustosa conversación
-me entretuve en la mesa hasta la hora de la
-comedia, que nos separamos, ellos para ir a sus
-quehaceres y yo para tomar el camino del teatro.<span class="pagenum"><a name="Page_330" id="Page_330">[330]</a></span>
-Advierto de paso que yo tenía motivo para estar
-de buen humor, porque la alegría había reinado en
-la conversación que acababa de tener con estos caballeros,
-mostrándoseme además propicia la fortuna;
-pero con todo, sentía una tristeza que no estaba
-en mi mano desechar. A vista de esto, no se
-diga que no se presienten las desgracias que nos
-amenazan.</p>
-
-<p>Al entrar en el vestuario se acercó a mí Melchor
-Zapata y me dijo en voz baja que le siguiera. Me
-llevó a un sitio excusado y me dijo lo siguiente:
-«Señor mío, miro como un deber dar a usted un
-aviso muy importante. Usted no ignora que el marqués
-de Marialba se enamoró primero de Narcisa,
-mi esposa, y aun había elegido día para venir a
-picar en mi cebo, cuando la artificiosa Estela halló
-medio de desconcertar la partida y de traer a su
-casa a este señor portugués. Bien conoce usted que
-una cómica no pierde tan buena presa sin despecho.
-Mi mujer está muy resentida de esto; nada es
-capaz de omitir para vengarse, y, por desgracia de
-usted, se le presenta para ello una ocasión favorable.
-Ayer, si usted hace memoria, todos nuestros
-dependientes acudieron a verle. El sotadespabilador
-dijo a algunas personas de la compañía que
-conocía a usted y que de ningún modo era hermano
-de Estela. Esta noticia&mdash;añadió Melchor&mdash;ha llegado
-a oídos de Narcisa, que no ha dejado de preguntársela
-al que la ha dado, y éste se la ha repetido.
-Dice conoció a usted de criado de Arsenia,
-cuando Estela, bajo el nombre de Laura, la servía<span class="pagenum"><a name="Page_331" id="Page_331">[331]</a></span>
-en Madrid. Mi esposa, contentísima con este descubrimiento,
-se lo participará al marqués de Marialba,
-que ha de venir esta tarde a la comedia. Camine
-usted en esta inteligencia, y si no es en realidad
-hermano de Estela, le aconsejo, como amigo,
-y por nuestro antiguo conocimiento, que se ponga
-en salvo. Narcisa, que no busca mas que una víctima,
-me ha permitido se lo advierta a usted para
-que evite con una pronta fuga cualquier accidente
-funesto.»</p>
-
-<p>Me hubiera sido inútil saber más. Di gracias por
-este aviso al histrión, que conoció muy bien por
-mi sobresalto que yo no estaba en el caso de desmentir
-al sotadespabilador. Como realmente no tenía
-intención de llevar hasta este punto la desvergüenza,
-ni aun fuí a despedirme de Laura, temiendo
-no quisiese obligarme a que siguiera el enredo. Bien
-sabía yo que ella era buena comedianta para salir
-con facilidad de este berenjenal; pero yo no veía
-mas que un castigo infalible que me amenazaba y
-no estaba tan enamorado que quisiese burlarme de
-él. Determiné, pues, poner tierra por medio, cargando
-con mis dioses penates, es decir, con mi ropa,
-y en un abrir y cerrar de ojos me desaparecí del
-coliseo, y en un momento hice sacar y trasladar
-mi maleta a la posada de un arriero que al día siguiente,
-a las tres de la mañana, debía salir para
-Toledo. Hubiera deseado estar ya con el conde de
-Polán, cuya casa me parecía el único asilo que había
-seguro para mí; pero no hallándome aún en
-ella, no podía pensar sin inquietud en el tiempo<span class="pagenum"><a name="Page_332" id="Page_332">[332]</a></span>
-que me restaba que pasar en una ciudad en donde
-temía me buscasen aquella misma noche.</p>
-
-<p>No dejé de ir a cenar a mi hostería, a pesar de
-estar tan zozobroso como un deudor que sabe andan
-en seguimiento suyo los alguaciles; pero no
-creo que la cena hizo en mi estómago un excelente
-quilo. Miserable juguete del miedo, miraba con cuidado
-a todas las personas que entraban en la sala
-y temblaba como un azogado siempre que por mi
-desgracia eran algunas de mala catadura, cosa que
-no es rara en tales parajes. Después de haber cenado
-en medio de continuos sobresaltos, me levanté
-de la mesa y me volví a la posada del ordinario,
-en donde me eché sobre paja fresca hasta la hora
-de marchar.</p>
-
-<p>Puedo asegurar que durante este tiempo ejercité
-bien mi paciencia. Mil tristes pensamientos vinieron
-a asaltarme; si algún instante me quedaba
-traspuesto, soñaba que veía furioso al marqués, lastimando
-a golpes el hermoso rostro de Laura y haciendo
-pedazos cuanto había en su casa, o ya que
-le oía mandar a sus criados que me matasen a palos.
-Despertaba despavorido, y siendo tan gustoso
-despertar después de haber soñado cosas funestas,
-para mí era esto más cruel que el mismo sueño.</p>
-
-<p>Por fortuna, me sacó de esta angustia el arriero
-viniendo a avisarme que estaban prontas las mulas.
-Inmediatamente me levanté, y, gracias al Cielo,
-me puse en camino curado radicalmente de
-Laura y de la quiromancia. Conforme nos íbamos
-alejando de Granada iba mi espíritu recobrando<span class="pagenum"><a name="Page_333" id="Page_333">[333]</a></span>
-su serenidad. Empecé a trabar conversación con
-el arriero, el cual me contó algunas historias divertidas
-que me hicieron reír y fuí perdiendo insensiblemente
-mi temor. Dormí con sosiego en Ubeda,
-donde hicimos noche a la primera jornada, y a la
-cuarta llegamos a Toledo. Mi primer cuidado fué
-preguntar por la casa del conde de Polán, y persuadido
-de que no consentiría me alojase en otra,
-fuí allá. Pero yo había hecho la cuenta sin la huéspeda,
-pues no encontré en ella mas que al portero,
-quien me dijo que su amo había salido el día antes
-para la quinta de Leiva, de donde le habían escrito
-que Serafina estaba enferma de peligro.</p>
-
-<p>Yo no había contado con la ausencia del conde,
-que disminuyó el gusto que tenía de estar en Toledo
-y fué causa de que tomase otra determinación.
-Viéndome tan cerca de Madrid, me resolví a
-ir allá, discurriendo que en la corte podría hacer
-fortuna, pues, según había oído decir, no era necesario
-en ella tener un talento superior para adelantar.
-Al día siguiente me aproveché de un caballo
-de retorno, que me llevó a esta capital de la
-España, adonde la buena suerte me conducía para
-que hiciese papeles más brillantes que los que hasta
-entonces me había hecho representar.</p>
-<hr class="chap" />
-
-<p class="p4"><span class="pagenum"><a name="Page_334" id="Page_334">[334]</a></span></p>
-
-
-
-<h3 id="VII_XII">CAPITULO XII</h3>
-
-
-<p class="i2 center">Gil Blas se aloja en una posada de caballeros, en
-donde adquiere conocimiento con el capitán Chinchilla;
-qué clase de hombre era este oficial y qué
-negocio le había llevado a Madrid.</p>
-
-
-<p class="p2">Así que llegué a Madrid establecí mi habitación
-en una posada de caballeros, en donde, entre otras
-personas, vivía un capitán viejo, que desde lo último
-de Castilla la Nueva había venido a la corte
-a pretender una pensión que creía tener bien merecida.
-Llamábase don Aníbal de Chinchilla. No
-sin espanto le vi la primera vez; era un hombre de
-sesenta años, de una estatura gigantesca y sumamente
-flaco. Tenía unos bigotes poblados, que subían,
-retorciéndose por los dos lados, hasta las
-sienes; además de que le faltaba un brazo y una
-pierna, llevaba tapado un ojo con un gran parche
-de tafetán verde, y casi todo su rostro estaba lleno
-de cicatrices. En lo demás era como otro cualquiera.
-No carecía de entendimiento y aun menos
-de gravedad. En cuanto a sus costumbres, era muy
-rígido y se preciaba sobre todo de ser delicado en
-punto de honor.</p>
-
-<p>A las dos o tres conversaciones que tuvimos, me
-honró con su confianza y supe todos sus asuntos.
-Me contó en qué ocasiones se había dejado un ojo
-en Nápoles, un brazo en Lombardía y una pierna
-en los Países Bajos. Admiré, en las relaciones que<span class="pagenum"><a name="Page_335" id="Page_335">[335]</a></span>
-me hizo de las batallas y sitios, el que no se le escapase
-ninguna fanfarronada ni palabra en alabanza
-suya, siendo así que sin dificultad le hubiera
-perdonado el que alabase la mitad del cuerpo que
-le quedaba, en recompensa de la otra que había
-perdido. Los oficiales que vuelven sanos y salvos
-de la guerra no son siempre tan modestos.</p>
-
-<p>Me dijo que sobre todo sentía a par de su alma
-haber disipado una considerable hacienda en sus
-campañas, de suerte que no le habían quedado mas
-que cien ducados de renta, con lo que apenas tenía
-para aliñar sus bigotes, pagar su alojamiento y dar
-a copiar sus memoriales. «Porque, en fin, señor caballero&mdash;añadió
-encogiéndose de hombros&mdash;, todos
-los días, a Dios gracias, los presento, sin que se
-haga el más mínimo caso de ellos. Si usted lo presenciara,
-no diría sino que apostábamos el ministro
-y yo sobre cuál había de cansarse antes, si yo en
-darlos o él en recibirlos. También tengo la honra
-de presentárselos al mismo rey, pero tan lindo es
-Pedro como su amo; y entre estas y esotras la
-casa de Chinchilla se arruina por falta de reparo.»
-«No pierda usted las esperanzas&mdash;dije al capitán&mdash;.
-Usted sabe que las cosas de palacio van
-despacio. Acaso estará usted hoy en vísperas de
-ver premiados con usura todos sus penosos servicios.»
-«No debo lisonjearme con esa esperanza&mdash;respondió
-D. Aníbal&mdash;; aun no hace tres días que hablé
-a uno de los secretarios del ministro, y si he
-de dar crédito a sus palabras, es preciso prestar
-paciencia.» «¿Y qué le dijo a usted, señor oficial?<span class="pagenum"><a name="Page_336" id="Page_336">[336]</a></span>&mdash;le
-respondí&mdash;. ¿Tal vez el estado en que usted
-se halla no le parece digno de recompensa?» «Usted
-lo verá&mdash;respondió Chinchilla&mdash;. Este secretario
-me ha dicho claramente: «Señor hidalgo, no pondere
-usted tanto su celo y su fidelidad, porque en
-haberse expuesto a los peligros por su patria no
-ha hecho usted mas que cumplir con su obligación.
-La gloria que resulta de las acciones heroicas es
-suficiente paga y debe bastar, principalmente a un
-español. Desengáñese usted si mira como deuda la
-gratificación que solicita: en caso de que se os conceda
-esta gracia, la deberéis únicamente a la bondad
-del rey, que se contempla deudor a los vasallos
-que han servido bien al Estado.» Infiera usted
-de ahí&mdash;siguió el capitán&mdash;lo que podré esperar, y
-que al cabo habré de volverme como he venido.»
-Naturalmente nos interesamos por un hombre honrado
-cuando se le ve padecer. Le exhorté a que se
-mantuviera firme, me ofrecí a ponerle de balde en
-limpio sus memoriales y llegué hasta ofrecerle mi
-bolsillo, suplicándole que tomase lo que quisiera
-de él. Pero no era de aquellos que en semejantes
-ocasiones no necesitan de muchos ruegos; antes
-bien, se mostró muy pundonoroso y me dió las
-gracias. Después de esto me dijo que, por no cansar
-a nadie, se había acostumbrado poco a poco a
-vivir con tanta sobriedad que el menor alimento
-bastaba para su subsistencia, lo que era muy cierto.
-No se mantenía de otra cosa que de cebollas y
-ajos, y así, estaba en los huesos. Para que nadie
-viese sus malas comidas, se encerraba en su cuarto<span class="pagenum"><a name="Page_337" id="Page_337">[337]</a></span>
-a la hora de ellas. No obstante, a fuerza de súplicas
-conseguí que cenásemos y comiésemos juntos. Y
-engañando su vanidad con una compasión ingeniosa,
-hice que me trajesen mucha más comida y
-bebida de la que yo necesitaba. Instéle a comer y
-beber, lo que rehusó al principio con mil ceremonias;
-pero al fin cedió a mis instancias, y tomando
-insensiblemente más confianza, él mismo me ayudaba
-a dejar limpio mi plato y desocupada mi
-botella.</p>
-
-<p>Luego que hubo bebido cuatro o cinco tragos
-y recuperado su estómago con un buen alimento,
-me dijo en tono alegre: «En verdad, señor Gil Blas,
-que sois muy seductor, pues hacéis de mí lo que
-queréis. Tenéis un modo tan atractivo que desvanece
-hasta el temor de abusar de vuestra generosidad.»
-Me pareció que mi capitán había ya perdido
-tanto la cortedad que si en aquel instante le
-hubiera ofrecido dinero no lo hubiera rehusado. No
-quise hacer la prueba y me contenté con hacerle
-mi comensal y tomarme el trabajo, no solamente
-de escribirle los memoriales, sino de ayudarle a
-componerlos. Con el ejercicio de copiar homilías,
-había aprendido a variar de frases y aun llegado a
-ser medio autor. El viejo oficial, por su parte, se
-preciaba de poner bien un papel, de modo que,
-trabajando los dos a competencia, componíamos
-trozos de elocuencia dignos de los más célebres
-catedráticos de Salamanca. Pero por más que agotásemos
-nuestro entendimiento en sembrar flores
-de retórica en estos memoriales todo era, como se<span class="pagenum"><a name="Page_338" id="Page_338">[338]</a></span>
-suele decir, sembrar en la arena. Aunque más ponderásemos
-los méritos de don Aníbal, la Corte ningún
-aprecio hacía de ellos, lo que no excitaba a
-este inválido a elogiar a los oficiales que se arruinan
-en la guerra; antes bien, maldecía con su mal humor
-a su estrella y daba al diablo a Nápoles, Lombardía
-y los Países Bajos.</p>
-
-<p>Para mayor mortificación suya aconteció que
-habiendo cierto día recitado en presencia del rey
-un soneto sobre el nacimiento de una infanta un
-poeta presentado por el duque de Alba, se le concedió
-delante de sus barbas una pensión de quinientos
-ducados. Creo que el mutilado capitán se
-habría vuelto loco si no hubiera yo cuidado de
-consolarle. Viéndole fuera de sí, le dije: «¿Qué es
-lo que usted tiene? Nada de esto debía usted extrañar.
-¿No están de tiempo inmemorial los poetas
-en posesión de hacer a los príncipes tributarios de
-las musas? No hay testa coronada que no tenga
-pensionado a alguno de estos señores; y, hablando
-aquí entre nosotros, las pensiones dadas a los poetas
-transmiten a la posteridad la noticia de la
-liberalidad de los reyes, cuando las otras en nada
-contribuyen a su fama póstuma. ¿Cuántas recompensas
-no dió Augusto? ¿Cuántas pensiones concedió
-de que no tenemos noticia? Pero la posteridad
-más remota sabrá como nosotros que Virgilio recibió
-de este emperador más de doscientos mil escudos
-de gratificación.»</p>
-
-<p>Por más que dijese a don Aníbal, no pudo digerir
-el fruto del soneto, que se le había sentado en el<span class="pagenum"><a name="Page_339" id="Page_339">[339]</a></span>
-estómago, y así, resolvió abandonarlo todo, no obstante
-que quiso envidar el resto presentando un
-memorial al duque de Lerma. Para este efecto
-fuimos los dos a casa del primer ministro. Allí encontramos
-a un joven, quien, después de haber
-saludado al capitán, le dijo con cariño: «Mi amado
-y antiguo amo, ¿es posible que yo vea a usted
-aquí? ¿Qué negocio le trae a casa de su excelencia?
-Si necesita de alguna persona de valimiento, no
-deje usted de mandarme; yo le ofrezco mis facultades.»
-«Perico&mdash;dijo el oficial&mdash;, pues qué, ¿tienes
-algún empleo bueno en la casa?» «A lo menos&mdash;respondió
-el joven&mdash;es bastante para servir a un
-hidalgo como usted.» «Siendo así&mdash;prosiguió, sonriéndose,
-el capitán&mdash;, recurro a tu protección.»
-«Desde luego se la concedo a usted&mdash;repitió Perico&mdash;.
-Dígame usted su asunto y prometo sacar
-raja del primer ministro.»</p>
-
-<p>No bien habíamos enterado de él a este joven
-tan lleno de buen deseo, cuando preguntó dónde
-vivía don Aníbal. Nos dió palabra de que el día
-siguiente se vería con nosotros y se despidió, sin
-decirnos lo que quería hacer ni aun si era o no
-criado del duque de Lerma. La agudeza del tal
-Perico excitó mi curiosidad y quise saber quién
-era. «Es&mdash;me dijo el capitán&mdash;un muchacho que
-me servía algunos años hace y que, habiéndome
-visto en la indigencia, me dejó por buscar mejor
-acomodo. No se lo tomé a mal, porque, como se
-suele decir, por mejoría mi casa dejaría. Es un
-lagarto que no carece de talento e intrigante como<span class="pagenum"><a name="Page_340" id="Page_340">[340]</a></span>
-todos los diablos; pero a pesar de toda su habilidad
-no me fío mucho del celo que acaba de manifestarme.»
-«Puede ser&mdash;le dije&mdash;que no os sea inútil.
-Si, por ejemplo, es criado de alguno de los
-principales dependientes del duque, podrá servir
-a usted de mucho, pues no ignora que en casa de
-los grandes todo se hace por partido y cábala; que
-éstos tienen en su servidumbre favoritos que los
-gobiernan y éstos igualmente son gobernados por
-sus criados.»</p>
-
-<p>A la mañana siguiente vino Perico a nuestra posada
-y nos dijo: «Señores, si ayer no declaré los
-medios que tenía para servir al capitán Chinchilla
-fué porque no estábamos en paraje propio para
-explicarlos; fuera de que quería tentar el vado antes
-de franquearme con ustedes. Sepan, pues, que
-yo soy el lacayo de confianza del señor don Rodrigo
-Calderón, primer secretario del duque de
-Lerma. Mi amo, que es muy enamorado, va casi
-todas las noches a cenar con un ruiseñor de Aragón
-que tiene enjaulado en el barrio de Palacio.
-Es una muchacha muy bonita, de Albarracín, discreta
-y que canta con primor, y por esto le llaman
-la señora Sirena. Como todas las mañanas le llevo
-un billete amoroso, vengo ahora de verla, y le he
-propuesto que haga pasar al señor don Aníbal por
-tío suyo y que con este engaño empeñe a su galán
-a protegerle. Ha venido gustosa en ello, porque,
-además de tal cual provecho que juzga le puede
-resultar, le es de mucha satisfacción el que la
-tengan por sobrina de un hidalgo valiente.»</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_341" id="Page_341">[341]</a></span></p>
-
-<p>El señor Chinchilla puso mal gesto y mostró repugnancia
-a hacerse cómplice de una falsedad, y
-todavía más a permitir que una aventurera le deshonrase
-diciendo ser parienta suya; lo que sentía
-no solamente por sí, sino porque creía que esta
-ignominia retrocedía a sus abuelos. Tanta delicadeza
-chocó a Perico, pareciéndole inoportuna. «¿Se
-burla usted?&mdash;exclamó&mdash;. ¡Vea usted aquí lo que
-son los hidalgos de aldea, en quienes todo se reduce
-a una vanidad ridícula! ¿No se admira usted&mdash;prosiguió,
-dirigiéndose a mí&mdash;de esta escrupulosidad?
-¡Voto a bríos! ¡En la corte no se debe parar
-en esas delicadezas! ¡Venga la fortuna del modo
-que quiera, que no hay que perderla!»</p>
-
-<p>Sostuve el parecer de Perico, y ambos arengamos
-tanto al capitán que, a pesar suyo, le hicimos
-se fingiese tío de Sirena. Dado este paso, que no
-costó poco trabajo, hicimos entre los tres un nuevo
-memorial para el ministro, que después de revisto,
-aumentado y corregido lo puse en limpio, y Perico
-se lo llevó a la aragonesa, la que aquella misma
-tarde se lo recomendó al señor Calderón, hablándole
-con tal empeño que este secretario, creyéndola
-verdaderamente sobrina del capitán, ofreció apoyarlo.
-El efecto de esta trama lo vimos a pocos
-días. Perico volvió con aire victorioso a nuestra
-posada. «¡Buenas nuevas tenemos!&mdash;dijo a Chinchilla&mdash;.
-El rey hará una distribución de encomiendas,
-beneficios y pensiones en las que no será usted
-olvidado, y así se me ha encargado os lo asegure;
-pero al mismo tiempo se me ha prevenido<span class="pagenum"><a name="Page_342" id="Page_342">[342]</a></span>
-pregunte a usted qué hace ánimo de regalar a Sirena.
-Por lo que respecta a mí, digo que nada quiero,
-porque prefiero a todo el oro del mundo el gusto
-de haber contribuído a mejorar la fortuna de
-mi amo antiguo. Pero no es lo mismo nuestra ninfa
-de Albarracín. Es algo interesada cuando se trata
-de servir al prójimo; tiene esa pequeña falta; y
-siendo capaz de tomar dinero de su mismo padre,
-vea usted si rehusará el de un tío postizo.»
-«Diga cuánto quiere&mdash;dijo don Aníbal&mdash;. Si quiere
-todos los años la tercera parte de la pensión que
-me han de dar, se la prometo, y me parece que es
-bastante dádiva, aun cuando se tratara de todas
-las rentas de Su Majestad Católica.» «Yo, por mí,
-me fiaría de la palabra de usted&mdash;replicó el mensajero
-de don Rodrigo&mdash;, pues sé que no faltará a
-ella; pero se trata con una niña naturalmente muy
-desconfiada. Por otra parte, ella apetecerá mucho
-más que usted le dé una vez por todas las dos terceras
-partes con anticipación y en dinero contante.»
-¿De dónde diablos quiere ella que yo lo saque?&mdash;interrumpió
-ásperamente el oficial&mdash;. ¡Ella debe
-creerme algún contador mayor! Sin duda que tú
-no la has enterado de mi situación.» «Perdone usted&mdash;repuso
-Perico&mdash;. Sabe muy bien que usted
-está más miserable que Job; no puede ignorarlo
-después de lo que le tengo dicho; pero pierda usted
-cuidado, que tengo arbitrios para todo. Conozco
-a un pícaro oidor, ya viejo, que se contenta con
-prestar su dinero al diez por ciento. Usted le hará
-ante escribano cesión de la pensión del primer año<span class="pagenum"><a name="Page_343" id="Page_343">[343]</a></span>
-en paga de igual suma que recibirá usted, deducido
-el interés. En orden a la fianza, el prestamista
-se dará por satisfecho con vuestra casa de Chinchilla,
-tal como esté, por lo que sobre este punto
-no tendrán ustedes disputa.»</p>
-
-<p>El capitán aseguró que siempre que lograse la
-fortuna de participar de las gracias que habían de
-concederse el día siguiente aceptaría estas condiciones.
-En efecto, se verificó que le diesen una
-pensión de trescientos doblones sobre una encomienda.
-Así que supo la noticia, dió cuantas seguridades
-se le pidieron, arregló sus asuntos y se volvió
-a su país, con algunos doblones que le habían
-quedado.</p>
-
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="VII_XIII">CAPITULO XIII</h3>
-
-
-<p class="i2 center">Encuentra Gil Blas en la corte a su querido amigo
-Fabricio, y de la grande alegría que de ello recibieron.
-A dónde fueron los dos, y de la curiosa
-conversación que tuvieron.</p>
-
-
-<p class="p2">Me había acostumbrado a ir todas las mañanas
-a palacio, en donde pasaba dos o tres horas enteras
-en ver entrar y salir a los grandes, quienes allí
-me parecían desnudos de aquel resplandor que en
-otras partes los rodea.</p>
-
-<p>Un día que me paseaba contoneándome por aquellas
-galerías, haciendo, como otros muchos, un papel
-bastante ridículo, vi a Fabricio, a quien había
-dejado en Valladolid sirviendo a un administrador<span class="pagenum"><a name="Page_344" id="Page_344">[344]</a></span>
-del hospital. Lo que me admiró en extremo fué
-verle hablar familiarmente con el duque de Medinasidonia
-y el marqués de Santa Cruz. A mi parecer,
-estos dos señores gustaban de oírle; además
-de esto, él iba vestido como un caballero. «¿Si me
-engañaré?&mdash;me decía a mí mismo&mdash;. ¿Será aquél
-el hijo del barbero Núñez? Puede que sea algún
-joven cortesano que se le parezca.» No tardé mucho
-en salir de la duda. Idos los señores, me acerqué
-a Fabricio, que, conociéndome inmediatamente,
-me agarró de la mano y, después de haberme
-hecho atravesar con él por medio del gentío para
-salir de las galerías, me dijo, abrazándome: «¡Mi
-amado Gil Blas, mucho me alegro verte! ¿Qué haces
-en Madrid? ¿Estás todavía sirviendo? ¿Tienes
-algún empleo en la corte? ¿En qué estado tienes
-tus asuntos? Dame cuenta de todo lo que te ha
-sucedido después de tu salida precipitada de Valladolid.»
-«Muchas cosas me preguntas a un tiempo&mdash;le
-respondí&mdash;, y el lugar donde estamos no es
-a propósito para contar aventuras.» «Tienes razón&mdash;me
-dijo&mdash;; mejor estaremos en mi casa. Vente
-conmigo, que no está lejos de aquí. Estoy independiente,
-alojado en buen paraje y con muy buenos
-muebles; vivo contento y soy feliz, pues que creo
-serlo.»</p>
-
-<p>Acepté el partido y acompañé a Fabricio, quien
-me detuvo al llegar a una casa de bella fachada, en
-la que me dijo vivía. Atravesamos un patio, que
-tenía por un lado una gran escalera que conducía
-a unos aposentos soberbios y por el otro una su<span class="pagenum"><a name="Page_345" id="Page_345">[345]</a></span>bida
-tan obscura como estrecha, por donde fuimos
-a la vivienda que me había ponderado, la cual se
-reducía a una sala, de la que mi ingenioso amigo
-había hecho cuatro, separadas con tablas de pino,
-sirviendo la primera de antesala a la segunda, en
-donde dormía, la tercera de despacho y la última
-de cocina. La sala y antesala estaban adornadas
-de mapas y papeles de conclusiones de filosofía, y
-los trastos que correspondían a la colgadura consistían
-en una gran cama de brocado estropeada,
-unas sillas viejas de sarga amarilla, guarnecidas
-con una franja de seda de Granada del mismo color;
-una mesa con pies dorados, cubierta de un
-cordobán que parecía haber sido encarnado y ribeteado
-con una franja de oro falso, que se había
-vuelto negro con el tiempo, y un armario de ébano
-adornado de figuras esculpidas groseramente. En
-su despacho tenía por escritorio una mesita, y su
-biblioteca se componía de algunos libros y muchos
-legajos de papeles, que tenía en tablas puestas
-unas sobre otras a lo largo de la pared. La cocina,
-que no deslucía a lo demás, contenía vidriado y
-otros utensilios necesarios.</p>
-
-<p>Fabricio, después de haberme dado tiempo de
-mirar bien su habitación, me dijo: «¿Qué juicio
-formas de mi equipaje y de mi vivienda? ¿No te ha
-encantado verla?» «¡A fe mía que sí!&mdash;le respondí
-sonriéndome&mdash;. Debes de hacer bien tu negocio en
-Madrid para estar tan bien provisto. Sin duda tienes
-algún buen empleo.» «¡El Cielo me guarde de
-eso!&mdash;me replicó&mdash;. El partido que he tomado es<span class="pagenum"><a name="Page_346" id="Page_346">[346]</a></span>
-superior a todos los empleos. Un sujeto de distinción,
-de quien es esta casa, me ha dejado una sala,
-de la que he hecho cuatro piezas, que he alhajado
-como ves; a mí nada me falta y sólo me ocupo en
-lo que me agrada.» «Háblame con más claridad&mdash;le
-dije&mdash;, porque avivas mi deseo de saber lo que haces.»
-«Pues bien&mdash;me dijo&mdash;, voy a complacerte. Me
-he metido a ser autor, me he dedicado a la literatura,
-escribo en verso y prosa y hago a pluma y a
-pelo.» «¡Tú favorito de Apolo!&mdash;exclamé riéndome&mdash;.
-Eso es lo que jamás hubiera adivinado; menos
-me sorprendería verte dedicado a otra cualquiera
-cosa. ¿Y qué atractivo has podido hallar
-en la profesión de poeta? Porque me parece que a
-semejantes gentes las desprecian en la vida civil y
-que no son las más ricas.» «¡Oh, quítate allá!&mdash;replicó&mdash;.
-Eso es bueno para aquellos miserables
-autores cuyas obras son el desecho de los libreros
-y de los cómicos. ¿Será de extrañar que no se estimen
-semejantes escritores? Pero los buenos, amigo
-mío, están en el mundo en otro concepto y yo
-puedo decir sin vanidad que soy de este número.»
-«No lo dudo&mdash;le dije&mdash;. Tú eres un mozo de gran
-talento, y así, tus composiciones no pueden ser
-malas. Pero lo único que deseo saber, y me parece
-digno de mi curiosidad, es cómo te ha dado la manía
-de escribir.» «Tu admiración es fundada&mdash;dijo
-Núñez&mdash;. Estaba tan contento con mi suerte en
-casa del señor Manuel Ordóñez, que no deseaba
-otra; pero haciéndose mi ingenio superior poco a
-poco, como el de Plauto, a la servidumbre, com<span class="pagenum"><a name="Page_347" id="Page_347">[347]</a></span>puse
-una comedia, que hice representar a unos
-cómicos que estaban en Valladolid. Aunque no
-valía un pito, fué muy aplaudida, de lo que inferí
-que el público era una vaca mansa de leche que
-fácilmente se dejaba ordeñar. Esta reflexión y la
-locura de componer nuevas piezas me hicieron dejar
-el hospital. El amor a la poesía me quitó el de
-las riquezas, y para adquirir buen gusto determiné
-venir a Madrid, como a centro de los ingenios. Me
-despedí del administrador, que, como me amaba
-tanto, sintió bastante mi resolución, y me dijo:
-«Fabricio, ¿por qué quieres dejarme? ¿Acaso te
-habré dado, sin pensarlo, algún motivo de disgusto?»
-«No, señor&mdash;le respondí&mdash;, usted es el mejor
-de todos los amos y estoy muy agradecido a sus
-favores; pero bien sabe que cada uno debe seguir
-su estrella. Me contemplo nacido para eternizar mi
-nombre con obras de ingenio.» «¡Qué locura!&mdash;me
-replicó aquel buen amo&mdash;. Ya estás connaturalizado
-con el hospital y eres la cantera de donde se sacan
-los mayordomos y aun los administradores. Si
-quieres dejar lo sólido para pasar el tiempo en fruslerías,
-el mal es para ti, hijo mío.» Viendo el administrador
-cuán inútilmente combatía mi designio,
-me pagó mi salario y, en reconocimiento de mis
-servicios, me dió de guantes cincuenta ducados;
-de modo que con esto y lo que había podido juntar
-en las pequeñas comisiones que se habían encargado
-a mi integridad me vi en estado de presentarme
-decentemente en Madrid, lo que no dejé
-de hacer, aunque los escritores de nuestra nación<span class="pagenum"><a name="Page_348" id="Page_348">[348]</a></span>
-no cuidan mucho del aseo. Inmediatamente hice
-conocimiento con Lope de Vega Carpio, Miguel de
-Cervantes Saavedra y los demás célebres autores;
-pero, con preferencia a estos dos grandes hombres,
-elegí para preceptor mío a un joven bachiller cordobés,
-al incomparable D. Luis de Góngora, el
-ingenio más brillante que jamás produjo España,
-el cual no quiere que sus obras se impriman mientras
-viva y se contenta con leérselas a sus amigos.
-Lo que hay de particular es que la Naturaleza le
-ha dotado del raro talento de manejar con acierto
-todo género de poesías; sobresale principalmente
-en las composiciones satíricas, que son su fuerte.
-No es, como Lucilio, un torrente turbio que
-arrastra consigo mucho cieno, sino el Tajo, cuyas
-aguas puras corren sobre arenas de oro.»
-«Tan buena pintura me haces de ese bachiller&mdash;le
-dije a Fabricio&mdash;que no dudo que una persona
-de tanto mérito tenga muchos envidiosos.»
-«Todos los autores&mdash;respondió él&mdash;, tanto buenos
-como malos, le muerden; unos dicen que le gusta
-el estilo hinchado, los conceptillos, las metáforas
-y las transposiciones. Sus versos&mdash;dice otro&mdash;se
-parecen en lo obscuro a los que cantaban en sus
-procesiones los sacerdotes salios, y que nadie entendía.
-También hay quien le censura de que tan
-presto hace sonetos o romances y tan presto comedias,
-décimas y villancicos, como si locamente
-se hubiera propuesto deslucir a los mejores escritores
-en todo género de poesía. Pero todas estas
-saetas de la envidia se embotan dando contra una<span class="pagenum"><a name="Page_349" id="Page_349">[349]</a></span>
-musa apreciada de grandes y pequeños. Tal es el
-maestro con quien hice mi aprendizaje, y me atrevo
-a decir sin vanidad que le imito; habiéndome
-bebido de tal modo su espíritu, que ya compongo
-trozos sublimes que no los juzgaría indignos de sí.
-A ejemplo suyo, voy a vender mi mercancía a las
-casas de los grandes, en las cuales soy muy bien
-recibido y en donde hallo gentes que no son muy
-descontentadizas. Es verdad que mi modo de recitar
-es halagüeño, lo que no daña a mis composiciones.
-En fin, muchos señores me estiman, y, sobre
-todo, vivo con el duque de Medinasidonia, como
-Horacio vivía con Mecenas. He aquí de qué modo
-me he transformado en autor; nada más tengo que
-contarte; a ti te toca ahora cantar tus victorias.»</p>
-
-<p>Entonces tomé la palabra y, suprimiendo todo
-aquello que me pareció no ser del caso, le hice la
-relación que me pedía, después de la cual se trató
-de comer, y sacó de su armario de ébano servilletas,
-pan, un pedazo de lomo de carnero asado, una
-botella de vino exquisito, y nos sentamos a la mesa
-con aquella alegría propia de dos amigos que vuelven
-a encontrarse después de una larga separación.
-«Ya ves&mdash;me dijo&mdash;mi vida, libre e independiente.
-Si quisiera seguir el ejemplo de mis compañeros,
-iría a comer todos los días en casa de las personas
-distinguidas; pero además de que el amor al trabajo
-me retiene de ordinario en casa, soy un nuevo
-Arístipo, pues tan contento estoy con el trato de
-gentes como con el retiro, con la abundancia como
-con la frugalidad.»</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_350" id="Page_350">[350]</a></span></p>
-
-<p>Nos supo tan bien el vino que fué menester sacar
-otra botella del armario. De sobremesa le di
-a entender tendría gusto en ver algunas de sus
-producciones, y al instante buscó entre sus papeles
-un soneto, que me leyó con énfasis; pero, a pesar
-del sainete de la lectura, me pareció tan obscuro
-que nada pude comprender. Conociólo y me dijo:
-«Este soneto no te ha parecido muy claro, ¿no es
-así?» Le confesé que hubiera querido algo más de
-claridad; echóse a reír de mí y prosiguió: «Lo mejor
-que tiene este soneto, amigo mío, es el no ser
-inteligible. Los sonetos, las odas y las demás obras
-que piden sublimidad no quieren estilo sencillo y
-natural; antes bien, en la obscuridad consiste todo
-su mérito. Conque el poeta crea entenderlo, es bastante.»
-«Tú te burlas de mí&mdash;interrumpí yo&mdash;. Todas
-las poesías, sean de la naturaleza que fueren,
-piden juicio y claridad; y si tu incomparable Góngora
-no escribe con más claridad que tú, te confieso
-que decae mucho en mi opinión; es un poeta que,
-cuando más, no puede engañar sino a su siglo.
-Veamos ahora tu prosa.»</p>
-
-<p>Enseñóme un prólogo que me dijo pensaba poner
-al frente de una colección de comedias que estaba
-imprimiendo, y me preguntó qué me había
-parecido. «No me gusta más tu prosa&mdash;le dije&mdash;que
-tus versos. El soneto es una algarabía; en el
-prólogo hay expresiones demasiado estudiadas, palabras
-que el público no conoce, frases enredosas,
-y, en una palabra, tu estilo es muy extravagante
-y muy ajeno de los libros de nuestros buenos y<span class="pagenum"><a name="Page_351" id="Page_351">[351]</a></span>
-antiguos autores.» «¡Pobre ignorante!&mdash;exclamó Fabricio&mdash;.
-¿No sabes tú que todo escritor en prosa
-que aspira hoy a la reputación de pluma delicada
-afecta esta singularidad de estilo, estas expresiones
-equívocas que tanto chocan? Nos hemos aunado
-cinco o seis novadores animosos, que hemos emprendido
-mudar el idioma de blanco en negro, y
-con la ayuda de Dios lo hemos de conseguir, a
-pesar de Lope de Vega, de Solís, de Cervantes y de
-todos los demás ingenios que critican nuestros nuevos
-modos de hablar. Tenemos de nuestra parte
-gran número de sujetos distinguidos, y hasta teólogos
-contamos en nuestro partido. Sobre todo&mdash;continuó&mdash;,
-nuestro designio es loable, y, fuera
-de preocupaciones, nosotros somos más apreciables
-que aquellos escritores sencillos que se explican
-en el lenguaje común de los hombres. No sé
-por qué merecen el aprecio de tantas gentes honradas.
-Eso sería bueno en Atenas y en Roma, en
-donde todos se confundían, por lo que Sócrates
-dijo a Alcibíades que el pueblo era un maestro
-excelente de la lengua; pero en Madrid es otra
-cosa. Aquí tenemos estilo bueno y malo, y los cortesanos
-se explican de un modo diferente que el
-pueblo. En fin, desengáñate que nuestro nuevo estilo
-supera al de nuestros antagonistas. Quiero probarte
-la diferencia que hay de la gallardía de nuestra
-dicción a la bajeza de la suya. Ellos dirían, por
-ejemplo, llanamente: <i>los intermedios hermosean una
-comedia</i>. Y nosotros, con más gracia, decimos: <i>los
-intermedios hacen hermosura en una comedia</i>. Obser<span class="pagenum"><a name="Page_352" id="Page_352">[352]</a></span>va
-bien este <i>hacer hermosura</i>. ¿Percibes tú toda la
-brillantez, la delicadeza y gracia que esto contiene?»</p>
-
-<p>Habiendo interrumpido a mi novador con una
-carcajada, le dije: «¡Vete al diablo, Fabricio, con
-tu lenguaje culto! ¡Tú eres un estrafalario!» «Y tú,
-con tu estilo natural&mdash;repuso él&mdash;, eres un gran
-bestia. ¡Vé&mdash;prosiguió, aplicándome aquellas palabras
-del arzobispo de Granada&mdash;: <i>Díle a mi tesorero
-que te entregue cien ducados y anda bendito de
-Dios con ellos! ¡Adiós, señor Gil Blas! ¡Me alegraré
-logre usted todo género de prosperidades con algo
-más de gusto!</i>» Repetí mis carcajadas al oír esta
-pulla, y Fabricio, sin perder nada de su buen humor,
-me perdonó el desacato con que había hablado
-de sus escritos. Después de habernos bebido
-la segunda botella, nos levantamos de la mesa tan
-amigos como antes. Salimos con ánimo de ir a pasearnos
-al Prado, pero al pasar por delante de un
-café nos dió gana de entrar.</p>
-
-<p>A esta casa concurrían regularmente gentes de
-forma. Vi en dos salas diferentes a algunos caballeros
-que se divertían de varios modos. En la una
-jugaban a los naipes y al ajedrez, y en la otra había
-diez o doce que estaban muy atentos escuchando
-la disputa de dos argumentantes. No tuvimos necesidad
-de acercarnos para oír que el asunto de la
-contienda era un punto de Metafísica; porque era
-tal el calor y vehemencia con que hablaban que
-no parecían sino dos energúmenos. Yo pienso que
-si se les hubiera aplicado el anillo de Eleázaro se
-hubieran visto salir demonios de sus narices. «¡Vál<span class="pagenum"><a name="Page_353" id="Page_353">[353]</a></span>game
-Dios!&mdash;dije a mi compañero&mdash;. ¡Qué fogosidad!
-¡Qué pulmones! ¡No parece sino que aquellos
-disputadores habían nacido para pregoneros! ¡La
-mayor parte de los hombres yerran su vocación!»
-«Así es la verdad&mdash;respondió&mdash;. Estas gentes descienden,
-al parecer, de Novio, aquel banquero romano
-cuya voz sobresalía por entre el ruido de los
-carreteros; pero lo que más me disgusta de sus altercaciones
-es que atolondran los oídos infructuosamente.»
-Dejamos a estos metafísicos gritadores,
-y con esto se me desvaneció el dolor de cabeza que
-me habían causado. Nos fuimos a un rincón de otra
-sala, y habiendo bebido algunas copas de vino generoso,
-principiamos a examinar a los que entraban
-y salían. Como Núñez los conocía casi a todos,
-dijo: «¡Por vida mía, que la disputa de nuestros
-filósofos lleva traza de no acabarse en gran rato!
-Pero a bien que llega tropa de refresco: estos tres
-que entran van a tomar parte en la disputa. Pero
-¿ves esos dos sujetos originales que salen? Pues la
-personilla morena, seca y cuyos cabellos lacios y
-largos le caen en partes iguales por detrás y delante
-se llama don Julián de Villanuño. Es un togado
-nuevo que la echa del elegante. El otro día
-fuimos un amigo y yo a comer con él y le sorprendimos
-en una ocupación muy singular: se divertía
-en su estudio tirando y haciendo traer por un gran
-lebrel los legajos de un pleito que está defendiendo,
-los que su perro desgarraba a grandes dentelladas.
-El licenciado que le acompaña, aquel cara
-de tomate, se llama don Querubín Tonto, es canó<span class="pagenum"><a name="Page_354" id="Page_354">[354]</a></span>nigo
-de la iglesia de Toledo y el hombre más negado
-del mundo. No obstante, al ver su aire placentero,
-la viveza de sus ojos, su risa fingida y maliciosa,
-le tendrán por sabio y de gran perspicacia.
-Cuando se lee en su presencia alguna obra delicada
-y profunda pone la mayor atención, como si penetrara
-su asunto, pero maldita la cosa que entiende.
-Este fué uno de los convidados en casa del
-togado, en donde se dijeron mil chistes y agudezas,
-sin que a mi don Querubín se le oyese el metal
-de la voz; pero, en recompensa, los gestos y
-demostraciones con que aplaudía nuestros chistes
-daban una aprobación superior al mérito de nuestras
-gracias.»</p>
-
-<p>«¿Conoces&mdash;dije a Núñez&mdash;a aquellos dos desgreñados
-que están de codos sobre una mesa en el
-rincón, hablando tan bajo y de cerca que parece
-que se besan?» «No&mdash;me respondió&mdash;, no los he
-visto en mi vida; pero, según todas las apariencias,
-serán políticos de café que murmuran del Gobierno.
-¿Ves a ese caballerete galán que, silbando, se
-pasea por la sala, sosteniéndose ya sobre un pie y
-ya sobre otro? Pues es don Agustín Moreto, poeta
-mozo que muestra gran talento, pero a quien los
-aduladores y los ignorantes le han llenado los cascos
-de vanidad. Aquel a quien se acerca es uno de
-sus compañeros, que compone versos prosaicos o
-prosa en rimas y a quien también sopla la musa.
-Todavía hay más autores&mdash;prosiguió, señalándome
-dos hombres que entraban con espada&mdash;. ¡No
-parece sino que se han citado para venir a pasar<span class="pagenum"><a name="Page_355" id="Page_355">[355]</a></span>
-revista delante de ti! Ve allí a don Bernardo Deslenguado
-y a don Sebastián de Villaviciosa. El primero
-es un sujeto de mala índole, un autor que
-parece ha nacido bajo el signo de Saturno, un mortal
-maléfico, que se complace en aborrecer a todo
-el mundo y a quien nadie ama. Por lo que hace a
-don Sebastián, es un mozo de buena fe, autor muy
-concienzudo. Poco hace que dió al teatro una comedia,
-que ha gustado en extremo, y por no abusar
-más tiempo de la estimación del público la ha
-hecho imprimir.»</p>
-
-<p>El caritativo discípulo de Góngora se preparaba
-para continuar explicándome las diferentes figuras
-del cuadro variable que teníamos a la vista, cuando
-vino a interrumpirle un gentilhombre del duque
-de Medinasidonia diciéndole: «Señor don Fabricio,
-vengo en busca de usted para decirle que el duque
-mi señor quisiera hablarle y espera a usted en su
-casa.» Sabiendo Núñez que para satisfacer el deseo
-de un gran señor no hay prisa que baste, me dejó al
-momento por ir a ver lo que le quería su Mecenas,
-y yo quedé muy admirado de haber oído tratarle
-de <i>don</i> y de mirarle así convertido en noble, a pesar
-de ser su padre maese Crisóstomo el barbero.</p>
-<hr class="chap" />
-
-<p class="p4"><span class="pagenum"><a name="Page_356" id="Page_356">[356]</a></span></p>
-
-
-<h3 id="VII_XIV">CAPITULO XIV</h3>
-
-
-<p class="i2 center">Fabricio coloca a Gil Blas en casa del conde Galiano,
-título de Sicilia.</p>
-
-
-<p class="p2">El gran deseo de ver a Fabricio me llevó bien
-de mañana a su casa. «¡Buenos días&mdash;le dije al entrar&mdash;,
-señor don Fabricio, flor y nata de la nobleza
-asturiana!» Al oírme se echó a reír. «¿Conque
-has notado&mdash;me dijo&mdash;que me han tratado de
-don?» «Sí, caballero mío&mdash;le respondí&mdash;, y permíteme
-te diga que ayer, cuando me contaste tu transformación,
-te olvidaste de lo mejor.» «Ciertamente&mdash;respondió&mdash;;
-pero en verdad que si he tomado
-este dictado de honor no es tanto por satisfacer
-mi vanidad como por acomodarme a la de los
-otros. Tú conoces a los españoles; maldito el caso
-que hacen de un hombre honrado si tiene la desgracia
-de ser pobre o plebeyo; y aun te diré que
-veo tantas gentes&mdash;¡y Dios sabe qué clase de gentes!&mdash;que
-hacen les llamen don Francisco, don Gabriel,
-don Pedro o don como tú quieras llamarle,
-que es preciso confesar que la Nobleza es una cosa
-muy común y que un plebeyo que tiene mérito
-la honra cuando quiere agregarse a ella. Pero mudemos
-de conversación&mdash;añadió&mdash;. Anoche, durante
-la cena en casa del duque de Medinasidonia, en
-donde, entre otros convidados, se hallaba el conde
-Galiano, título de Sicilia, se tocó la conversación
-sobre los ridículos efectos del amor propio. Yo me<span class="pagenum"><a name="Page_357" id="Page_357">[357]</a></span>
-alegró de hallar ocasión de divertir a la concurrencia
-sobre el mismo punto y le conté la historia de
-las homilías. Puedes imaginar cuánto reirían y qué
-apodos no se darían a tu arzobispo. Lo que no te
-ha venido mal, porque se han compadecido de ti,
-y después de haberme hecho el conde Galiano
-muchas preguntas acerca de tu persona, a las cuales
-puedes creer respondí como debía, me encargó
-que te presente a él, y para este fin iba ahora mismo
-a buscarte. Según parece, quiere nombrarte por
-uno de sus secretarios, y te aconsejo no desprecies
-este partido. En casa de este señor te hallarás perfectamente;
-es rico y hace en Madrid un gasto de
-embajador. Dicen ha venido a la corte a tratar
-con el duque de Lerma sobre ciertas haciendas de
-la Corona que este ministro piensa enajenar en
-Sicilia. En fin, el conde, aunque siciliano, parece
-generoso, lleno de rectitud y de ingenuidad. No
-puedes hacer mejor cosa que acomodarte con este
-señor, porque probablemente es el que debe hacerte
-rico, según lo que te pronosticaron en Granada.»</p>
-
-<p>«Había resuelto&mdash;dije a Núñez&mdash;pasearme y divertirme
-algún tiempo antes de ponerme a servir;
-pero me hablas del conde siciliano de un modo que
-me hace mudar de intenciones. ¡Ya quisiera estar
-con él!» «Pronto estarás&mdash;me dijo&mdash;, o yo me engaño
-mucho.» Entonces salimos ambos para ir a
-ver al conde, que ocupaba la casa de D. Sancho
-de Avila, su amigo, quien estaba entonces en una
-hacienda de campo.</p>
-
-<p>Encontramos en el patio muchos pajes y laca<span class="pagenum"><a name="Page_358" id="Page_358">[358]</a></span>yos
-con libreas primorosas, y en la antesala muchos
-escuderos, gentileshombres y otros criados. Si
-los vestidos eran magníficos, los rostros eran tan
-extravagantes que se me figuraron una manada de
-monos vestidos a la española. Puede afirmarse que
-hay caras de hombres y mujeres a las que el arte
-no puede dar hermosura.</p>
-
-<p>Habiendo D. Fabricio hecho pasar recado, fué
-admitido inmediatamente en la sala, adonde le seguí.
-Estaba el conde en bata, sentado en un sofá
-y tomando chocolate. Le saludamos con demostraciones
-del más profundo respeto, y él nos correspondió
-inclinando la cabeza y con un aspecto tan
-afable que le cobré grande inclinación; efecto admirable
-y ordinario que causa comúnmente en nosotros
-la favorable acogida de los grandes. Preciso
-es que nos reciban muy mal para que nos desagraden.</p>
-
-<p>Después que tomó el chocolate se divirtió algún
-tiempo en juguetear con un gran mono, al que llamaba
-<i>Cupido</i>. Ignoro por qué pusieron el nombre
-de este dios a aquel animal, a no ser que fuese por
-causa de su malicia, porque en otra cosa absolutamente
-no le parecía; pero tal cual era, su amo
-tenía puesto todo su cariño en él, y estaba tan
-prendado de sus gracias que no le soltaba de sus
-brazos. Aunque nos divertían poco los brincos del
-mono, aparentamos que nos hechizaban, lo que
-complació mucho al siciliano, quien suspendió el
-gusto que tenía en aquel pasatiempo para decirme:
-«En mano de usted estará, amigo mío, ser uno<span class="pagenum"><a name="Page_359" id="Page_359">[359]</a></span>
-de mis secretarios. Si le conviene a usted el partido,
-le daré doscientos doblones al año; basta que don
-Fabricio sea quien presente a usted y responda de
-su conducta.» «Sí, señor&mdash;exclamó Núñez&mdash;. Soy
-más arrogante que Platón, que no se atrevió a salir
-por fiador de un amigo suyo que enviaba a Dionisio
-el tirano; pero no temo merecer reconvenciones.»</p>
-
-<p>Agradecí con una reverencia al poeta de Asturias
-su fina arrogancia, y después, dirigiéndome al
-amo, le aseguré de mi celo y fidelidad. Apenas vió
-aquel señor que yo aceptaba su propuesta, hizo
-llamar a su mayordomo, a quien habló en secreto,
-y en seguida me dijo: «Gil Blas, luego te diré en lo
-que pienso emplearte; entre tanto vé con mi mayordomo,
-que ya le he dado orden de lo que ha de
-hacer de ti.» Obedecí, dejando a Fabricio con el
-conde y <i>Cupido</i>.</p>
-
-<p>El mayordomo, que era un mesinés de los más
-diestros, me llevó a su cuarto, llenándome de cumplimientos.
-Hizo llamar al sastre de la casa y le
-mandó hacerme prontamente un vestido de igual
-magnificencia que los de los criados mayores. El
-sastre me tomó la medida y se retiró. «En cuanto
-a vuestra habitación&mdash;me dijo el mesinés&mdash;, os he
-destinado una que os gustará. Ahora bien&mdash;prosiguió&mdash;:
-¿os habéis desayunado?» Respondíle que
-no. «¡Qué pobre mozo sois!&mdash;me dijo&mdash;. ¿Por qué
-no habláis? Estáis en una casa en donde no hay
-mas que decir lo que se quiere para tenerlo. Venid
-conmigo, que voy a llevaros a un paraje en donde,
-a Dios gracias, nada falta.»</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_360" id="Page_360">[360]</a></span></p>
-
-<p>Dicho esto, me hizo bajar a la despensa, en la
-que hallamos al repostero, que era un napolitano
-que valía tanto como el mesinés, de modo que pudiera
-decirse de ambos que eran a cual peor. Este
-honrado hombre estaba con cinco o seis amigos
-suyos atracándose de jamón, lenguas de vaca y
-otras carnes saladas que les hacían menudear los
-tragos. Entramos en el corro y ayudamos a apurar
-los mejores vinos del señor conde. Mientras esto
-pasaba en la repostería, se representaba la misma
-comedia en la cocina, en donde el cocinero también
-obsequiaba a tres o cuatro conocidos suyos, quienes
-no bebían menos vino que nosotros y se hartaban
-de empanadas de perdices y conejos. Hasta
-los marmitones se regalaban con lo que podían
-pescar. Yo pensé estar en el puerto de Arrebatacapas
-y en una casa entregada al pillaje; pero
-cuanto estaba viendo era nada en comparación de
-lo que no veía.</p>
-
-<hr class="chap" />
-<h3 id="VII_XV">CAPITULO XV</h3>
-
-
-<p class="i2 center">De los empleos que el conde Galiano dió en su casa
-a Gil Blas.</p>
-
-
-<p class="p2">Habiendo salido a hacer llevar el equipaje a mi
-nueva habitación, encontré a la vuelta al conde
-en la mesa con muchos señores y el poeta Núñez,
-que con aire desembarazado se hacía servir como
-uno de tantos y se mezclaba en la conversación.<span class="pagenum"><a name="Page_361" id="Page_361">[361]</a></span>
-Al mismo tiempo observé que no decía palabra
-que no cayese en gracia a los circunstantes. ¡Viva
-el talento! ¡El que lo tiene puede hacer cuantos
-papeles quiera!</p>
-
-<p>Por lo que a mí toca, comí con los criados mayores,
-que fueron servidos con corta diferencia
-como el amo. Acabada la comida, me retiré a mi
-cuarto, en donde, reflexionando sobre mi condición,
-me dije a mí mismo: «Ahora bien, Gil Blas:
-ya estás sirviendo a un conde siciliano cuyo carácter
-no conoces. Si se ha de juzgar por las apariencias,
-estarás en su casa como el pez en el agua;
-pero de nada se puede estar seguro, y la malignidad
-de tu estrella te ha hecho ver muy de ordinario
-que no debes fiarte de ella. Además de esto,
-ignoras el destino que quiere darte. Ya tiene secretarios
-y mayordomo. ¿En qué querrá que tú le
-sirvas? Siempre querrá que lleves el caduceo, es
-decir, que seas su confidente secreto. ¡Pues sea
-enhorabuena! No se podría entrar bajo mejor pie
-en casa de un señor para andar mucho en poco
-tiempo. Sirviendo empleos más honrosos se camina
-lentamente, y aun con eso no siempre se
-consigue el fin.»</p>
-
-<p>En medio de estas bellas reflexiones vino un lacayo
-a decirme que todos los caballeros que habían
-comido en casa se habían marchado y que su
-señoría me llamaba. Fuí volando a su aposento, en
-donde le encontré echado en un sofá para dormir
-la siesta y con su mono al lado. «Acércate, Gil Blas&mdash;me
-dijo&mdash;; toma una silla y escúchame.» Obede<span class="pagenum"><a name="Page_362" id="Page_362">[362]</a></span>cíle
-y me habló en estos términos: «Me ha dicho
-don Fabricio que, entre otras buenas cualidades,
-tienes la de amar a tus amos y que eres un mozo
-de mucha integridad. Estas dos cosas me han determinado
-a recibirte para mi servicio. Necesito
-un criado que me tenga afecto, cuide de mis intereses
-y ponga todo su conato en conservar mis
-bienes. Es verdad que soy rico, pero mis gastos
-exceden todos los años a mis rentas. ¿Y por qué?
-Porque me roban, porque me saquean y vivo en
-mi casa como en un monte lleno de ladrones. Sospecho
-que mi mayordomo y mi repostero caminan
-de acuerdo, y si no me engaño, ve aquí más de lo
-que se necesita para arruinarme enteramente. Me
-dirás que si los contemplo bribones por qué no los
-despido; pero ¿en dónde hallaré otros que sean
-formados de mejor barro? Es preciso contentarme
-con hacer que vigile sobre ellos una persona encargada
-de inspeccionar su conducta. A ti, Gil
-Blas, he elegido para el desempeño de esta comisión.
-Si la evacuas bien, ten por cierto que no servirás
-a un ingrato. Cuidaré de emplearte muy ventajosamente
-en Sicilia.»</p>
-
-<p>Después de haberme hablado de esta manera me
-despidió, y aquella misma noche, delante de todos
-los criados, fuí proclamado por superintendente de
-la casa. Por el pronto no fué muy sensible esta
-novedad al mesinés y al napolitano, porque yo les
-parecía un picarillo fácil de ganar y contaban con
-que partiendo conmigo la torta tendrían libertad
-para continuar su rumbo; pero al día siguiente se<span class="pagenum"><a name="Page_363" id="Page_363">[363]</a></span>
-hallaron muy chasqueados cuando les manifesté
-que yo era enemigo de toda malversación. Pedí al
-mayordomo un estado de las provisiones, visité el
-depósito de los vinos, registré lo que había en la
-repostería, quiero decir, la vajilla y mantelería, y
-después los exhorté a mirar por el caudal del amo,
-a usar de economía en el gasto, y acabé mi exhortación
-con asegurarles que daría cuenta a su señoría
-de cuanto malo viese hacer en su casa.</p>
-
-<p>No me contenté con esto, sino que quise tener
-un espía para averiguar si había alguna inteligencia
-entre ellos, y a este fin me valí de un marmitón
-que, engolosinado con mis promesas, dijo que no
-podía haber escogido otro más a propósito que él
-para saber lo que pasaba en casa; que el mayordomo
-y el repostero estaban aunados y cada uno
-hurtaba por su parte; que todos los días enviaban
-fuera la mitad de las provisiones que se compraban
-para el gasto de la casa; que el napolitano
-mantenía a una dama que vivía enfrente del colegio
-de Santo Tomás y el mesinés a otra en la
-Puerta del Sol; que estos dos caballeros hacían
-llevar todas las mañanas a casa de sus ninfas toda
-especie de provisiones; que el cocinero por su parte
-regalaba muy buenos platos a una viuda que conocía
-en la vecindad, y que, en agradecimiento de
-los servicios que hacía a los otros dos, disponía
-como ellos de los vinos del depósito. Finalmente,
-que estos tres criados eran la causa del gasto tan
-enorme que se hacía en casa del señor conde. «Si
-usted no me cree&mdash;añadió el marmitón&mdash;, tómese<span class="pagenum"><a name="Page_364" id="Page_364">[364]</a></span>
-el trabajo de estar mañana por la mañana, a eso
-de las siete, cerca del Colegio de Santo Tomás, y
-me verá cargado con un esportón, que le hará ver
-que no miento.» «Según eso&mdash;le dije&mdash;, ¿eres el
-mandadero de esos galanes proveedores?» «Yo soy&mdash;respondió&mdash;el
-que sirvo al repostero, y uno de
-mis camaradas hace los recados del mayordomo.»</p>
-
-<p>Esta noticia me pareció digna de averiguarse.
-El día siguiente tuve la curiosidad de ir cerca del
-colegio de Santo Tomás a la hora señalada. No
-tuve que aguardar mucho a mi espía, pues bien
-pronto le vi llegar con un gran esportón lleno de
-carne, aves y caza. Conté las piezas y las apunté
-en mi libro de memoria, que fuí a mostrar al amo,
-después de haber dicho al marmitón que cumpliese
-como de ordinario su encargo.</p>
-
-<p>El señor siciliano, que era de un carácter muy
-vivo, quiso en el primer impulso despedir al napolitano
-y al mesinés; pero, después de haberlo
-pensado, se contentó con despedir al último, cuya
-plaza recayó en mí, por lo que mi empleo de superintendente
-quedó suprimido poco después de su
-creación, y confieso con franqueza que no me pesó.
-Hablando con propiedad, éste no era mas que un
-empleo honorífico de espía, un destino que nada
-tenía de sólido, siendo así que llegando a ser mayordomo
-tenía a mi disposición la caja del dinero,
-que es lo principal. Un mayordomo es el criado de
-más suposición en casa de un señor, y son tantos
-los gajes anejos a la mayordomía que podría enriquecerse
-sin faltar a la hombría de bien.</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_365" id="Page_365">[365]</a></span></p>
-
-<p>El bellaco del napolitano no dejó por eso sus
-malas mañas, y advirtiendo que yo tenía un celo
-riguroso y que así no dejaba de registrar todas
-las mañanas las provisiones que compraba, no las
-extraviaba; pero el tunante continuó haciendo traer
-cada día la misma cantidad. Con esta trampa, aumentando
-el provecho que sacaba de lo sobrante
-de la mesa, que de derecho le pertenecía, halló medio
-de enviar la carne cocida a su queridita, ya que
-no podía cruda. Aquel diablo nada perdía y el
-conde nada había adelantado con tener en su casa
-al fénix de los mayordomos. La excesiva abundancia
-que vi reinar en las comidas me hizo adivinar
-este nuevo ardid, e inmediatamente puse en ello
-remedio, despojándolas de todo lo superfluo, lo
-que, sin embargo, hice con tanta prudencia que
-no se notaba ninguna escasez. Nadie hubiera dicho
-sino que continuaba siempre la misma profusión,
-y, sin embargo, no dejé de disminuir con esta economía
-considerablemente el gasto, que era lo que
-el amo deseaba; quería ahorrar sin parecer menos
-espléndido, de suerte que su avaricia se sujetaba
-a su ostentación.</p>
-
-<p>No pararon aquí mis providencias, porque también
-reformé otro abuso. Viendo que el vino iba
-por la posta, sospeché que había también trampa
-por este lado. Efectivamente: si, por ejemplo, había
-doce a la mesa de su señoría, se bebían cincuenta,
-y algunas veces hasta sesenta botellas, lo
-que no podía menos de causarme admiración. Consulté
-sobre esto a mi oráculo, es decir, a mi mar<span class="pagenum"><a name="Page_366" id="Page_366">[366]</a></span>mitón,
-con quien yo tenía algunas conversaciones
-secretas, en las que me contaba con toda fidelidad
-lo que se decía y hacía en la cocina, en donde nadie
-se recelaba de él. Me dijo que el desperdicio de que
-yo me quejaba procedía de una nueva liga que se
-había formado entre el repostero, el cocinero y los
-lacayos que servían el vino a la mesa, que éstos
-se llevaban las botellas medio llenas y las distribuían
-después entre los confederados. Reñí a los
-lacayos y les amenacé con echarlos a la calle si
-volvían a reincidir, y esto bastó para que se enmendasen.
-Tenía gran cuidado de informar a mi
-amo de las menores cosas que hacía en su beneficio,
-con lo que me llenaba de alabanzas y cada día
-me cobraba más afecto. Por mi parte, recompensé
-al marmitón que me hacía tan buenos oficios, haciéndole
-ayudante de cocina. De este modo va ascendiendo
-un criado fiel en las casas principales.</p>
-
-<p>El napolitano rabiaba de ver que siempre andaba
-tras de él, y lo que sentía más vivamente era el
-tener que aguantar mis reparos siempre que me
-daba las cuentas, porque para quitarle el motivo
-de sisar me tomé la molestia de ir a los mercados
-e informarme del precio de los géneros, de suerte
-que le esperaba con esta prevención. Y como él
-no dejaba de querer remachar el clavo, yo le rechazaba
-vigorosamente, bien persuadido de que me
-maldeciría cien veces al día; pero la causa de sus
-maldiciones me quitaba todo temor de que se cumpliesen.
-No sé cómo podía resistir a mis pesquisas
-ni cómo continuaba sirviendo al señor siciliano;<span class="pagenum"><a name="Page_367" id="Page_367">[367]</a></span>
-sin duda que él, a pesar de todo esto, hacía su
-agosto.</p>
-
-<p>Contaba a Fabricio, a quien veía algunas veces,
-mis inauditas proezas económicas; pero le hallaba
-más propenso a vituperar mi conducta que a aprobarla.
-«¡Quiera Dios&mdash;me dijo un día&mdash;que al cabo
-y al postre sea bien recompensado tu desinterés!
-Pero, hablando aquí para los dos, creo que saldrías
-más bien librado si no te estrellases tanto con el
-repostero.» «Pues qué&mdash;le respondí&mdash;, ¿este ladrón
-ha de tener la osadía de poner en la cuenta del
-gasto diez doblones por un pescado que no costó
-más que cuatro? ¿Y quieres tú que yo pase esta
-partida?» «¿Y por qué no?&mdash;replicó serenamente&mdash;.
-Que te dé la mitad del aumento y hará las cosas
-en forma. A fe mía, amigo&mdash;continuó, meneando
-la cabeza&mdash;, que no te sabes gobernar. Tú, a la
-verdad, echas a perder las cosas, y tienes traza de
-servir mucho tiempo, pues no te chupas el dedo
-teniéndolo en la miel. Has de saber que la fortuna
-es semejante a aquellas damiselas vivas y veleidosas
-a quienes no pueden sujetar los galanes tímidos.»
-Reíme de las expresiones de Núñez, que por
-su parte hizo otro tanto, y quiso persuadirme que
-aquello había sido sólo una chanza: se avergonzaba
-de haberme dado inútilmente un mal consejo. Continué
-siempre en el firme propósito de ser fiel y celoso,
-atreviéndome a asegurar que en cuatro meses
-con mi economía ahorré a mi amo por lo menos
-tres mil ducados.</p>
-<hr class="chap" />
-
-<p class="p4"><span class="pagenum"><a name="Page_368" id="Page_368">[368]</a></span></p>
-
-
-<h3 id="VII_XVI">CAPITULO XVI</h3>
-
-
-<p class="i2 center">Del accidente que acometió al mono del conde Galiano
-y de la pena que causó a este señor. Cómo Gil
-Blas cayó enfermo y cuáles fueron las resultas de
-su enfermedad.</p>
-
-
-<p class="p2">El sosiego que reinaba en la casa le turbó extrañamente
-un suceso que al lector le parecerá una
-bagatela, pero que, no obstante, llegó a ser muy
-serio para los criados, y sobre todo para mí. <i>Cupido</i>,
-aquel mono de que he hablado, aquel animal
-tan querido del amo, al saltar un día de una ventana
-a otra tomó tan mal sus medidas que cayó al
-patio y se dislocó una pata. Apenas supo el conde
-esta desgracia, cuando empezó a dar gritos como
-una mujer, y en el exceso de su sentimiento echó
-la culpa a sus criados, sin excepción, y faltó poco
-para que los echara a todos a la calle. No obstante,
-limitó su indignación a maldecir nuestro descuido
-y darnos mil epítetos con palabras descomedidas.
-Inmediatamente hizo llamar a los cirujanos más
-hábiles de Madrid en fracturas y dislocaciones de
-huesos. Reconocieron la pata del herido, repusieron
-el hueso en su lugar y la vendaron; pero por
-más que asegurasen no ser cosa de cuidado, no pudieron
-conseguir que mi amo no retuviese a uno
-de ellos para que permaneciera al lado del animal
-hasta su perfecta curación.</p>
-
-<p>Haría mal si pasara en silencio las penas e in<span class="pagenum"><a name="Page_369" id="Page_369">[369]</a></span>quietudes
-que tuvo el señor siciliano durante este
-tiempo. ¿Se creerá que no se apartaba en todo el
-día de su <i>Cupido</i>? Estaba presente cuando le curaban
-y de noche se levantaba dos o tres veces a
-verle. Lo más penoso era que con precisión habían
-de estar todos los criados, y principalmente yo,
-siempre levantados, para acudir pronto a lo que
-se necesitara en servicio del mono. En una palabra,
-no hubo en la casa un instante de reposo
-hasta que la maldita bestia, curada de su caída,
-volvió a sus saltos y volteretas ordinarias. A vista
-de esto, bien podemos dar crédito a la narración
-de Suetonio cuando dice que Calígula amaba tanto
-a su caballo que le puso una casa ricamente alhajada,
-con criados para servirle, y que también quería
-hacerle cónsul. Mi amo no estaba menos enamorado
-de su mono, y con gusto le hubiera nombrado
-corregidor.</p>
-
-<p>Por desgracia mía, yo me distinguí más que todos
-los criados en complacer al amo, y trabajé
-tanto en cuidar de su <i>Cupido</i> que caí enfermo. Me
-dió una fuerte calentura, que se agravó de modo
-que perdí el sentido. Ignoro lo que hicieron conmigo
-en los quince días que estuve a la muerte,
-y solamente sé que mi mocedad luchó tanto con
-la calentura, y tal vez contra los remedios que me
-dieron, que al fin recobré el conocimiento. El primer
-uso que hice de él fué observar que estaba en
-un cuarto diferente del mío. Quise saber por qué,
-y se lo pregunté a una vieja que me asistía; pero
-me respondió que no hablara, porque el médico lo<span class="pagenum"><a name="Page_370" id="Page_370">[370]</a></span>
-había prohibido expresamente. Cuando estamos
-buenos, ordinariamente nos burlamos de estos doctores;
-pero en estando malos nos sometemos con
-docilidad a sus preceptos.</p>
-
-<p>Aunque más desease hablar con mi asistenta,
-tomé la determinación de callar; y estaba pensando
-en esto a tiempo que entraron dos como elegantes
-muy desembarazados, con vestidos de terciopelo
-y ricas camisolas guarnecidas de encaje. Me
-imaginé que eran algunos señores amigos de mi
-amo, que por atención a él me venían a ver, y en
-esta inteligencia hice un esfuerzo para incorporarme,
-y por política me quité el gorro; pero mi asistenta
-me volvió a tender a la larga, diciéndome
-que aquellos señores eran el médico y el boticario
-que me asistían.</p>
-
-<p>El doctor se acercó a mí, me tomó el pulso, miróme
-atentamente el rostro, y habiendo observado
-todas las señales de una próxima curación, se
-revistió de un aspecto victorioso, como si hubiese
-puesto mucho de suyo, y dijo que sólo faltaba tomase
-una purga para acabar su obra, y que en
-vista de esto bien podía alabarse de haber hecho
-una buena curación. Después de haber hablado de
-esta suerte dictó al boticario una receta, mirándose
-al mismo tiempo a un espejo, atusándose el pelo
-y haciendo tales gestos que no pude dejar de reírme
-a pesar del estado en que me hallaba. Hízome
-una cortesía y se marchó, pensando más en su cara
-que en las drogas que había recetado.</p>
-
-<p>Luego que salió, el boticario, que sin duda no<span class="pagenum"><a name="Page_371" id="Page_371">[371]</a></span>
-fué a mi casa en vano, se preparó para ejecutar lo
-que se puede discurrir. Fuese porque temiese que
-la vieja no se daría buena maña, o sea por hacer
-valer más el género, quiso operar por sí mismo;
-pero, a pesar de su destreza, apenas me había disparado
-la carga cuando, sin saber cómo, la rechacé
-sobre el manipulante, poniéndole el vestido de terciopelo
-como de perlas. Tuvo este accidente por
-adehala del oficio. Tomó una toalla, se limpió sin
-decir palabra y se fué, bien resuelto a hacerme
-pagar lo que le llevase el quitamanchas, a quien
-sin duda tuvo precisión de enviar su vestido.</p>
-
-<p>A la mañana siguiente volvió, vestido más llanamente,
-aunque nada tenía que aventurar ya, y
-me trajo la purga que el doctor había recetado el
-día antes. Yo me sentía por momentos mejor; pero,
-fuera de eso, había cobrado tanta aversión desde
-el día anterior a los médicos y boticarios que maldecía
-hasta las Universidades en donde a estos señores
-se les da la facultad de matar hombres sin
-riesgo. Con esta disposición, declaré, enfadado, que
-no quería más remedios y que fueran a los diablos
-Hipócrates y sus secuaces. El boticario, a quien
-maldita de Dios la cosa se le daba de que yo diera
-el destino que quisiera a su medicina con tal que
-se la pagase, la dejó sobre la mesa y se retiró sin
-decirme una palabra.</p>
-
-<p>Inmediatamente hice arrojar por la ventana aquel
-maldito brebaje, contra el cual había formado tal
-aprensión que habría creído beber veneno si lo hubiera
-tomado. A esta desobediencia añadí otras:<span class="pagenum"><a name="Page_372" id="Page_372">[372]</a></span>
-rompí el silencio y dije con entereza a la que me
-cuidaba que lo que positivamente quería era me
-diese noticias de mi amo. La vieja, que temía excitar
-en mí una alteración peligrosa si me respondía,
-o, por el contrario, que si dejaba de satisfacerme
-irritaría mi mal, se detuvo un poco; pero la
-insté con tal empeño que al fin me respondió: «Caballero,
-usted no tiene más amo que a usted mismo.
-El conde Galiano se ha vuelto a Sicilia.»</p>
-
-<p>Me parecía increíble lo que oía; pero nada era
-más cierto. Este señor, desde el segundo día de mi
-enfermedad, temiendo que muriese en su casa, tuvo
-la bondad de hacerme trasladar, con lo poco que
-tenía, a una posada, en donde me dejó abandonado
-sin más ni más a la Providencia y al cuidado de
-una asistenta. En este tiempo tuvo orden de la
-Corte para restituirse a Sicilia, y se marchó tan
-aceleradamente que no pudo pensar en mí, ya fuese
-porque me contaba con los muertos o ya porque
-las personas de distinción suelen padecer estas faltas
-de memoria.</p>
-
-<p>Mi asistenta fué la que me lo contó todo, y me
-dijo que ella era la que había buscado médico y
-boticario para que no muriese sin su asistencia.
-Estas bellas noticias me hicieron caer en un profundo
-desvarío. ¡Adiós mi establecimiento ventajoso
-en Sicilia! ¡Adiós mis más dulces esperanzas!
-«Cuando os suceda alguna desgracia&mdash;dice un
-Papa&mdash;, examinaos bien y encontraréis que siempre
-habéis tenido alguna parte de culpa.» Con perdón
-de este Santo Padre, no puedo descubrir en<span class="pagenum"><a name="Page_373" id="Page_373">[373]</a></span>
-qué hubiese yo contribuído a mi fatalidad en aquella
-ocasión.</p>
-
-<p>Cuando vi desvanecidas las lisonjeras fantasmas
-de que me había llenado la cabeza, lo primero que
-me ocupó el pensamiento fué mi maleta, que hice
-traer a mi cama para registrarla. Al verla abierta,
-suspiré. «¡Ay mi amada maleta&mdash;exclamé&mdash;, único
-consuelo mío! ¡A lo que veo, has estado a merced
-de manos ajenas!» «¡No, no, señor Gil Blas&mdash;me
-dijo entonces la vieja&mdash;; crea usted que nada le
-han robado! He guardado su maleta lo mismo que
-mi honra.»</p>
-
-<p>Encontré el vestido que llevaba cuando entré a
-servir al conde, pero busqué en vano el que me
-mandó hacer el mesinés. Mi amo no había tenido
-por conveniente dejármelo o alguno se lo había
-apropiado. Todo lo restante de mi ajuar estaba
-allí, y también una bolsa grande de cuero donde
-tenía mi dinero. Lo conté dos veces, porque a la
-primera, no hallando mas que cincuenta doblones,
-no creí quedasen tan pocos de doscientos sesenta
-que dejé en ella antes de mi enfermedad. «¿Qué es
-esto, buena mujer?&mdash;dije a mi asistenta&mdash;. Mi caudal
-se ha disminuído mucho.» «Nadie ha llegado a
-él&mdash;respondió la vieja&mdash;, y he gastado lo menos
-que me ha sido posible; pero las enfermedades
-cuestan mucho; es necesario estar siempre dando
-dinero. Vea usted&mdash;añadió la buena económica sacando
-de la faltriquera un legajo de papeles&mdash;, vea
-usted una cuenta del gasto, tan cabal como el oro
-y que os hará ver que no he malgastado un ochavo.»</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_374" id="Page_374">[374]</a></span></p>
-
-<p>Recorrí la cuenta, que bien tendría sus quince o
-veinte hojas. ¡Dios misericordioso, qué de aves se
-habían comprado mientras yo estuve sin sentido!
-Solamente en caldos ascendería la suma por lo menos
-a doce doblones. Las otras partidas eran correspondientes
-a ésta. No es decible lo que había
-gastado en carbón, en luz, en agua, en escobas, etc.
-Sin embargo, por muy llena que estuviese su lista,
-el total llegaba apenas a treinta doblones, y, por
-consiguiente, debían quedar todavía doscientos
-treinta. Díjeselo; pero la vieja, con un aire de sencillez,
-empezó a poner por testigos a todos los santos
-de que en la bolsa no había mas que ochenta
-doblones cuando el mayordomo del conde le había
-entregado mi maleta. «¿Qué dice usted, buena mujer?&mdash;le
-interrumpí con precipitación&mdash;. ¿Fué el
-mayordomo quien dió a usted mi ropa?» «El fué
-realmente&mdash;me respondió&mdash;; por más señas, que al
-dármela me dijo: «Tome usted, buena mujer; cuando
-el señor Gil Blas esté frito en aceite no deje
-usted de obsequiarle con un buen entierro. En
-esta maleta hay con qué hacerle las honras.»</p>
-
-<p>«¡Ah maldito napolitano!&mdash;exclamé entonces&mdash;.
-¡Ya no necesito saber en dónde para el dinero que
-me falta! ¡Tú lo has llevado, para desquitarte de
-lo que te he impedido hurtases!» Después de esta
-invectiva, di gracias al Cielo de que el bribón no
-hubiese cargado con todo. No obstante, aunque yo
-tenía motivo para imputarle el hurto, no dejé de
-discurrir que acaso podía haberlo hecho mi asistenta.
-Mis sospechas tan presto recaían sobre el<span class="pagenum"><a name="Page_375" id="Page_375">[375]</a></span>
-uno como sobre el otro, mas para mí siempre era
-lo mismo. Nada dije a la vieja, ni tampoco quise
-altercar sobre las partidas de su larga cuenta, porque
-nada hubiera adelantado: es preciso que cada
-uno haga su oficio. Mi resentimiento se redujo a
-pagarla y despedirla de allí a tres días.</p>
-
-<p>Me imagino que al salir de mi casa fué a avisar
-al boticario de que yo la había despedido y me hallaba
-ya restablecido y fuerte para poder tomar las
-de Villadiego sin pagarle, porque le vi venir de allí
-a poco que apenas podía echar el aliento. Dióme
-su cuenta, en la que venían los supuestos remedios
-que me había suministrado cuando estaba yo sin
-sentido, puestos con unos nombres que no entendí,
-aunque había sido médico. Esta se podía llamar
-propiamente cuenta de boticario, y así, cuando llegó
-el caso de la paga, altercamos bastante, pretendiendo
-yo que rebajase la mitad y él porfiando que
-no bajaría un maravedí: pero haciéndose cargo al
-fin el boticario de que las había con un mozo que
-en el día podía marcharse de Madrid, tomó a bien
-contentarse con lo que le ofrecía, es decir, con tres
-partes más de lo que valían sus medicinas, por no
-exponerse a perderlo todo. Con mucho sentimiento
-mío le aflojé el dinero, con lo que se retiró, bien
-vengado de la desazoncilla que le causé el día de
-la lavativa.</p>
-
-<p>El médico llegó casi al punto, porque estos animales
-van siempre uno tras otro. Le satisfice el
-importe de sus visitas, que habían sido frecuentes,
-y se marchó contento. Mas, para acreditarme que<span class="pagenum"><a name="Page_376" id="Page_376">[376]</a></span>
-había ganado bien su dinero, antes de retirarse me
-refirió por menor las mortales consecuencias que
-había precavido en mi enfermedad, lo cual hizo
-en términos muy elegantes y con un aspecto agradable;
-pero nada comprendí de cuanto dijo. Luego
-que salí de él me juzgué ya libre de todos los familiares
-de las Parcas; pero me engañaba, porque
-vino también un cirujano, a quien en mi vida había
-visto. Saludóme muy cortésmente y manifestó mucho
-gusto de hallarme fuera del peligro en que me
-había visto, atribuyendo este beneficio&mdash;decía él&mdash;a
-dos copiosas sangrías que me había hecho y a
-unas ventosas que había tenido la honra de aplicarme.
-Esta pluma quedaba que arrancarme todavía;
-me fué preciso asimismo pagar al cirujano. Con
-tantas evacuaciones se quedó tan flaco mi bolsillo
-que se podía decir era un cuerpo aniquilado y que
-ni aun le quedaba el húmedo radical.</p>
-
-<p>Al verme otra vez abismado en tan miserable
-situación, empecé a desanimarme. En casa de mis
-últimos amos me había aficionado de suerte a las
-comodidades de la vida que no podía ya, como en
-otro tiempo, considerar la indigencia del modo que
-un filósofo cínico. A la verdad, no debía entristecerme,
-teniendo repetidas experiencias de que la
-fortuna apenas me derribaba cuando me volvía a
-levantar; antes hubiera debido mirar mi infeliz estado
-como una ocasión de inmediata prosperidad.</p>
-
-
-<p class="p2 center">FIN DEL TOMO SEGUNDO</p>
-<hr class="chap" />
-
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_377" id="Page_377"></a></span></p>
-
-
-
-
-<h2>ÍNDICE DEL TOMO SEGUNDO</h2>
-
-<table border="0" cellpadding="1" cellspacing="1" summary="indice">
-
-<tr>
- <td class="tdrb" colspan="2"><i>Páginas.</i></td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdc">LIBRO CUARTO</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#IV_I">Capítulo I.</a></span>&mdash;No pudiendo Gil Blas acomodarse a las costumbres
-de los comediantes, se sale de casa de Arsenia y halla mejor
-conveniencia.</td>
- <td class="tdrb">5</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#IV_II">Capítulo II.</a></span>
-&mdash;Cómo recibió Aurora a Gil Blas, y la
-conversación que con él tuvo.</td>
- <td class="tdrb">13</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#IV_III">Capítulo III.</a></span>
-&mdash;De la gran mutación que sobrevino en casa de
-don Vicente y de la extraña determinación que el amor hizo
-tomar a la bella Aurora.</td>
- <td class="tdrb">18</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#IV_IV">Capítulo IV.</a></span>
-&mdash;El casamiento por venganza. (Novela).</td>
- <td class="tdrb">26</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#IV_V">Capítulo V.</a></span>
-&mdash;De lo que hizo doña Aurora de Guzmán luego que
-llegó a Salamanca.</td>
- <td class="tdrb">64</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#IV_VI">Capítulo VI.</a></span>
-&mdash;De qué ardides se valió Aurora para que la amase
-don Luis Pacheco.</td>
- <td class="tdrb">78</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#IV_VII">Capítulo VII.</a></span>
-&mdash;Muda Gil Blas de acomodo, pasando a servir a
-don Gonzalo Pacheco.</td>
- <td class="tdrb">89</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#IV_VIII">Capítulo VIII.</a></span>
-&mdash;Carácter de la marquesa de Chaves, y personas
-que ordinariamente la visitaban.</td>
- <td class="tdrb">104</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#IV_IX">Capítulo IX.</a></span>
-&mdash;Por qué incidente Gil Blas salió de casa de la
-marquesa de Chaves y cuál fué su paradero.</td>
- <td class="tdrb">110</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#IV_X">Capítulo X.</a></span>
-&mdash;Historia de don Alfonso y de la bella Serafina.</td>
- <td class="tdrb">117</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#IV_XI">Capítulo XI.</a></span>
-&mdash;Quién era el viejo ermitaño y cómo conoció Gil
-Blas que se hallaba entre amigos.</td>
- <td class="tdrb">136</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdc">LIBRO QUINTO</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#V_I">Capítulo I.</a></span>
-&mdash;Historia de don Rafael.</td>
- <td class="tdrb">143</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#V_II">Capítulo II.</a></span>
-&mdash;De la conferencia que tuvieron don Rafael y sus
-oyentes y de la aventura que les sucedió al querer salir del bosque.</td>
- <td class="tdrb">235</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdc">LIBRO SEXTO<span class="pagenum"><a name="Page_378" id="Page_378">[378]</a></span></td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VI_I">Capítulo I.</a></span>
-&mdash;De lo que hicieron Gil Blas y sus compañeros
-después que se separaron del conde de Polán; del importante
-proyecto que formó Ambrosio y cómo se ejecutó.</td>
- <td class="tdrb">241</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VI_II">Capítulo II.</a></span>
-&mdash;De la resolución que tomaron don Alfonso y Gil
-Blas después de esta aventura.</td>
- <td class="tdrb">249</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VI_III">Capítulo III.</a></span>
-&mdash;Cómo don Alfonso se halla en el colmo de su
-alegría y la aventura por la cual se vió de repente Gil Blas
-en un estado dichoso.</td>
- <td class="tdrb">254</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdc">LIBRO SÉPTIMO</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VII_I">Capítulo I.</a></span>
-&mdash;De los amores de Gil Blas y de la señora Lorenza Séfora.</td>
- <td class="tdrb">259</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VII_II">Capítulo II.</a></span>
-&mdash;De lo que le sucedió a Gil Blas después de
-dejar la casa de Leiva y de las felices consecuencias que tuvo
-el mal suceso de sus amores.</td>
- <td class="tdrb">268</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VII_III">Capítulo III.</a></span>
-&mdash;Llega Gil Blas a ser el privado del arzobispo
-de Granada y el conducto de sus gracias.</td>
- <td class="tdrb">276</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VII_IV">Capítulo IV.</a></span>
-&mdash;Dale un accidente de apoplejía al arzobispo. Del
-lance crítico en que se halla Gil Blas y del modo con que salió de él.</td>
- <td class="tdrb">283</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VII_V">Capítulo V.</a></span>
-&mdash;Partido que tomó Gil Blas después que le despidió
-el arzobispo; su casual encuentro con el licenciado García y
-cómo le manifestó éste su agradecimiento.</td>
- <td class="tdrb">288</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VII_VI">Capítulo VI.</a></span>
-&mdash;Va Gil Blas a ver representar a los cómicos de
-Granada; de la admiración que le causó el ver a una actriz y
-de lo que le pasó con ella.</td>
- <td class="tdrb">292</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VII_VII">Capítulo VII.</a></span>
-&mdash;Historia de Laura.</td>
- <td class="tdrb">300</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VII_VIII">Capítulo VIII.</a></span>
-&mdash;Del recibimiento que hicieron a Gil Blas los
-cómicos de Granada y de la persona a quien reconoció en el
-vestuario.</td>
- <td class="tdrb">317</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VII_IX">Capítulo IX.</a></span>
-&mdash;Del hombre extraordinario con quien Gil Blas
-cenó aquella noche y de lo que pasó entre ellos.</td>
- <td class="tdrb">321</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VII_X">Capítulo X.</a></span>
-&mdash;De la comisión que el marqués de Marialba dió a
-Gil Blas y cómo la desempeñó este fiel secretario.</td>
- <td class="tdrb">325</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VII_XI">Capítulo XI.</a></span>
-&mdash;De la noticia que supo Gil Blas, y que fué un
-golpe mortal para él.</td>
- <td class="tdrb">329<span class="pagenum"><a name="Page_379" id="Page_379">[379]</a></span></td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VII_XII">Capítulo XII.</a></span>
-&mdash;Gil Blas se aloja en una posada de caballeros,
-en donde adquiere conocimiento con el capitán Chinchilla; qué
-clase de hombre era este oficial y qué negocio le había
-llevado a Madrid.</td>
- <td class="tdrb">334</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VII_XIII">Capítulo XIII.</a></span>
-&mdash;Encuentra Gil Blas en la corte a su querido
-amigo Fabricio, y de la grande alegría que de ello recibieron.
-A dónde fueron los dos, y de la curiosa conversación que
-tuvieron.</td>
- <td class="tdrb">343</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VII_XIV">Capítulo XIV.</a></span>
-&mdash;Fabricio coloca a Gil Blas en casa del conde
-Galiano, título de Sicilia.</td>
- <td class="tdrb">356</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VII_XV">Capítulo XV.</a></span>
-&mdash;De los empleos que el conde Galiano dió en su
-casa a Gil Blas.</td>
- <td class="tdrb">360</td>
-</tr>
-
-<tr>
- <td class="tdl"><span class="smcap"><a href="#VII_XVI">Capítulo XVI.</a></span>
-&mdash;Del accidente que acometió al mono del conde
-Galiano y de la pena que causó a este señor. Cómo Gil Blas
-cayó enfermo y cuáles fueron las resultas de su enfermedad.</td>
- <td class="tdrb">368</td>
-</tr>
-
-</table>
-
-
-<hr class="chap" />
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_380" id="Page_380"></a>
-<a name="Page_381" id="Page_381"></a></span></p>
-
-
-
-
-<h2>OBRAS DE J. H. FABRE</h2>
-
-<p class="center">EDITADAS POR <span class="large">CALPE</span></p>
-
-
-<p class="p4 center">Cinco volúmenes en 8.º, de unas 300 páginas
-cada uno.</p>
-
-<p class="i2 p2 center">LA VIDA Y COSTUMBRES MARAVILLOSAS DE
-LOS INSECTOS APARECEN EN ESTAS OBRAS
-NARRADAS CON AMENIDAD ENCANTADORA</p>
-
-
-<p class="p4 center">TITULO DE CADA VOLUMEN</p>
-
-<p class="p2"><b>Maravillas del instinto en los insectos</b>, con grabados y
-16 láminas fuera de texto, según fotografías de
-P. H. Fabre, y portada en color. En rústica, 5 pesetas;
-en tela, 7.</p>
-
-<p><b>Costumbres de los insectos</b>, con grabados y 16 láminas
-fuera de texto, según fotografías de P. H. Fabre, y
-portada en color. En rústica, 5 pesetas; en tela, 7.</p>
-
-<p><b>La vida de los insectos</b>, con grabados y 11 láminas fuera
-de texto, según fotografías de P. H. Fabre, y portada
-en color. En rústica, 5 pesetas; en tela, 7.</p>
-
-<p><b>Los destructores.</b> Lecturas acerca de los animales perjudiciales
-a la agricultura, con grabados y 16 láminas
-fuera de texto, según fotografías de P. H. Fabre, y
-portada en color. En rústica, 5 pesetas; en tela, 7.</p>
-
-<p><b>Los auxiliares.</b> Lecturas acerca de los animales útiles a
-la agricultura, con grabados y 16 láminas fuera de
-texto, según fotografías de P. H. Fabre, y portada
-en color. En rústica, 5 pesetas; en tela, 7.</p>
-<hr class="chap" />
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_382" id="Page_382"></a></span></p>
-
-
-
-
-<h2>COLECCIÓN CONTEMPORÁNEA</h2>
-<p class="center">Los mejores novelistas modernos</p>
-
-<p class="p4 i2 center">Obras escogidas entre los más selecto de
-la producción literaria de nuestros días y
-publicadas por <span class="smcap">Calpe</span>:</p>
-
-
-<p class="p2">Marcelo Proust.&mdash;<b>Por el camino de Swan.</b>&mdash;Dos
-tomos. Cada uno, encuadernado, 6 pesetas;
-en rústica, 5.</p>
-
-<p>Miguel de Unamuno.&mdash;<b>Tres novelas ejemplares
-y un prólogo.</b>&mdash;Encuadernado, 4 pesetas; en
-rústica, 3.</p>
-
-<p>Tomás Mann.&mdash;<b>La muerte en Venecia, y Tristán.</b>&mdash;Encuadernado,
-6 pesetas; en rústica, 5.</p>
-
-<p>Antón Chejov.&mdash;<b>El jardín de los cerezos, y
-Cuentos.</b>&mdash;Encuadernado, 6 pesetas; en rústica,
-5.</p>
-
-<p>Leonardo Coimbra.&mdash;<b>La Alegría, el Dolor y la
-Gracia.</b>&mdash;Encuadernado, 6 pesetas; en rústica,
-5.</p>
-
-<p>Enrique Mann.&mdash;<b>Las diosas.</b>&mdash;Tomo I.&mdash;<b>Diana.</b>
-Encuadernado, 6 pesetas; en rústica, 5.</p>
-
-<p>Ana Vivanti.&mdash;<b>Los devoradores.</b>&mdash;Dos tomos.
-Cada uno, encuadernado, 5,50 pesetas; en rústica,
-4,50.</p>
-
-<p>Juan Giraudoux.&mdash;<b>La escuela de los indiferentes.</b>&mdash;Encuadernado,
-5,50 pesetas; en rústica,
-4,50.</p>
-
-<p>Alejandro Arnoux.&mdash;<b>El cabaret.</b>&mdash;Encuadernado,
-5,50 pesetas; en rústica, 4,50.</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_383" id="Page_383"></a></span></p>
-
-<p>Escipión Sighele.&mdash;<b>Eva moderna.</b>&mdash;Encuadernado,
-6 pesetas; en rústica, 5.</p>
-
-<p class="i2">&mdash;<b>La mujer y el amor.</b>&mdash;Encuadernado, 5 pesetas;
-en rústica, 4.</p>
-
-<p>Tomás Hardy.&mdash;<b>La bien amada.</b>&mdash;Encuadernado,
-5 pesetas; en rústica, 4.</p>
-
-<p>Francis Jammes.&mdash;<b>Rosario al sol.</b>&mdash;Encuadernado,
-5 pesetas; en rústica, 4.</p>
-
-<p>Emilio Clermont.&mdash;<b>Laura.</b>&mdash;Encuadernado, 5
-pesetas; en rústica, 4.</p>
-
-<p>Israel Zangwill.&mdash;<b>Los hijos del Ghetto.</b>&mdash;Dos tomos.
-Cada uno, encuadernado, 5 pesetas; en
-rústica, 4.</p>
-
-<p>Valery-Larbaud.&mdash;<b>Fermina Márquez.</b>&mdash;Encuadernado,
-4,50 pesetas; en rústica, 3,50.</p>
-
-<p>Eugenio d'Ors.&mdash;<b>Oceanografía del tedio, e Historias
-de Las Esparragueras.</b>&mdash;Encuadernado, 4
-pesetas; en rústica, 3.</p>
-
-<p>Arturo Schnitzler.&mdash;<b>Anatol, y "A la cacatúa
-verde".</b>&mdash;Encuadernado, 4 pesetas; en rústica,
-3.</p>
-
-<p>Raul Brandâo.&mdash;<b>La farsa.</b>&mdash;Encuadernado, 4
-pesetas; en rústica, 3.</p>
-
-<p>Lafcadio Hearn.&mdash;<b>El romance de la Vía Láctea.</b>&mdash;Encuadernado,
-4 pesetas; en rústica, 3.</p>
-
-<p class="i2">&mdash;<b>Kwaidan.</b>&mdash;Encuadernado, 4 pesetas; en rústica,
-3.</p>
-
-<p>Julián Benda.&mdash;<b>La ordenación.</b>&mdash;Encuadernado,
-4 pesetas; en rústica, 3.</p>
-
-<p>Jeromo y Juan Tharaud.&mdash;<b>Un reino de Dios.</b>&mdash;Encuadernado,
-4 pesetas; en rústica, 3.</p>
-
-<p><span class="pagenum"><a name="Page_384" id="Page_384"></a></span></p>
-
-
-<h2>LOS GRANDES VIAJES MODERNOS</h2>
-
-<p class="smcap large center">Obras publicadas por Calpe:</p>
-
-
-<p class="p2">Ansorge: <b>Bajo el sol africano.</b> Un tomo de 432 páginas,
-con 123 grabados, 14 láminas fuera de texto y
-portada a varios colores, 20 pesetas.</p>
-
-<p>Charcot: <b>El «Pourquoi-pas?» en el Antártico.</b> Un tomo
-de 478 páginas, con 121 grabados, 43 láminas y tres
-mapas, cubiertas a varios colores, 20 pesetas.</p>
-
-<p>Sverdrup: <b>Cuatro años en los hielos del Polo.</b> Dos tomos,
-con 908 páginas, 35 láminas, 104 grabados y
-cinco mapas en colores. Cada tomo, 20 pesetas.</p>
-
-<p>Haviland: <b>De la «taiga» y de la «tundra».</b> (La vida en
-el Bajo Yenisei.) Un volumen de 320 páginas, con
-numerosos grabados, 15 pesetas.</p>
-
-<p>Alexander: <b>Del Níger al Nilo.</b> Dos tomos. El tomo I
-consta de 436 páginas, con 27 láminas y 99 figuras.
-El tomo II tiene 460 páginas, con 24 láminas,
-98 figuras y un mapa. Cada tomo, 20 pesetas.</p>
-
-<p>Orjan Olsen: <b>Los soyotos. Nómadas pastores de renos.</b>
-Un volumen de 240 páginas, con 49 figuras, 8 láminas
-y un mapa, 14 pesetas.</p>
-
-
-<p class="p4 center">EN PRENSA</p>
-
-<p class="p2">Algot Lange: <b>El Bajo Amazonas</b>.</p>
-
-<p>Erland Nordenskjold: <b>Exploraciones y aventuras en la
-América del Sur</b>.</p>
-
-<p>Sven Hedin: <b>Transhimalaya</b>.</p>
-
-
-
-
-
-
-
-
-<pre>
-
-
-
-
-
-End of the Project Gutenberg EBook of Historia de Gil Blas de Santillana
-(Vol 2 de 3), by Alain-René Lesage
-
-*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK GIL BLAS DE SANTILLANA, VOL 2 ***
-
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-without further opportunities to fix the problem.
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